Balance del año 2006 realizado por Benedicto XVI
En el discurso a la Curia romana
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 6 enero 2007.-
Discurso que dirigió Benedicto XVI a los cardenales,
arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia
romana el pasado 22 de diciembre de 2006, en el que
hizo un balance del año 2006.
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos:
Con gran alegría me encuentro hoy
con vosotros y os dirijo a cada uno mi cordial
saludo. Os agradezco vuestra presencia en esta cita
tradicional, que tiene lugar en la inminencia de la
santa Navidad. Doy las gracias, en particular, al
cardenal Angelo Sodano por las palabras con que se
ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los
presentes, tomando como punto de partida el tema
central de la encíclica Deus caritas est.
En esta significativa
circunstancia, deseo renovarle la expresión de mi
gratitud por el servicio que durante tantos años ha
prestado al Papa y a la Santa Sede, sobre todo en
calidad de secretario de Estado, y pido al Señor que
lo recompense por el bien que ha realizado con su
sabiduría y su celo por la misión de la Iglesia.
Al mismo tiempo, quiero renovar mis
mejores deseos al cardenal Tarcisio Bertone por la
nueva misión que le he encomendado. Extiendo de buen
grado estos sentimientos a todos los que, a lo largo
de este año, han entrado al servicio de la Curia
romana o de la Gobernación, a la vez que con afecto
y gratitud recordamos a los que el Señor ha llamado
a sí de esta vida.
El año que se acerca a su fin, como
ha dicho usted, eminencia, queda grabado en nuestra
memoria con la profunda huella de los horrores de la
guerra que se ha librado cerca de la Tierra Santa,
así como, en general, del peligro de un
enfrentamiento entre culturas y religiones, un
peligro que se cierne aún como una amenaza sobre
nuestro momento histórico.
Así, el problema de los caminos
hacia la paz se ha convertido en un desafío de la
máxima importancia para todos los que se preocupan
por el hombre. Esto vale de modo especial para la
Iglesia, para la cual la promesa que acompañó sus
inicios significa a la vez una responsabilidad y una
tarea: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la
tierra a los hombres que él ama" (Lc 2, 14).
Este saludo del ángel a los pastores
en la noche del nacimiento de Jesús en Belén revela
una conexión inseparable entre la relación de los
hombres con Dios y su relación mutua. La paz en la
tierra no puede lograrse sin la reconciliación con
Dios, sin la armonía entre el cielo y la tierra.
Esta correlación del tema de "Dios" con el tema de
la "paz" fue el aspecto fundamental de los cuatro
viajes apostólicos de este año, a los que quiero
referirme en este momento.
Ante todo tuvo lugar la visita
pastoral a Polonia, país natal de nuestro amado
Papa Juan Pablo II. El viaje a su patria era para mí
un íntimo deber de gratitud por todo lo que me dio
personalmente a mí, y sobre todo por lo que dio a la
Iglesia y al mundo, durante el cuarto de siglo de su
servicio. Su don más grande para todos nosotros fue
su fe inquebrantable y el radicalismo de su entrega.
En su lema, "Totus tuus", se reflejaba todo
su ser.
Sí, se entregó sin reservas a Dios,
a Cristo, a la Madre de Cristo y a la Iglesia, al
servicio del Redentor y de la redención del hombre.
No se reservó nada; se dejó consumir totalmente por
la llama de la fe. Nos mostró cómo, siendo hombre de
nuestro tiempo, se puede creer en Dios, en el Dios
vivo que se hizo cercano a nosotros en Cristo. Nos
mostró que es posible una entrega definitiva y
radical de toda la vida y que, precisamente al
entregarse, la vida se hace grande, amplia y
fecunda.
En Polonia, en todos los lugares que
visité, encontré la alegría de la fe. Allí se podían
experimentar como una realidad las palabras que el
escriba Esdras dirigió al pueblo de Israel recién
vuelto del destierro, en medio de la miseria del
nuevo inicio: "La alegría del Señor es vuestra
fuerza" (Ne 8, 10). Me impresionó
profundamente la gran cordialidad con que fui
acogido por doquier. La gente veía en mí al Sucesor
de Pedro, a quien está encomendado el ministerio
pastoral para toda la Iglesia. Veían a aquel a
quien, a pesar de toda su debilidad humana, se
dirige hoy como entonces la palabra del Señor
resucitado: "Apacienta mis ovejas" (cf. Jn
21, 15-19); veían al sucesor de aquel a quien Jesús
dijo cerca de Cesarea de Filipo: "Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt
16, 18). Pedro, por sí mismo, no era una roca, sino
un hombre débil e inconstante. Sin embargo, el Señor
quiso convertirlo precisamente a él en piedra, para
demostrar que, a través de un hombre débil, es él
mismo quien sostiene con firmeza a su Iglesia y la
mantiene en la unidad.
Así, la visita a Polonia fue para
mí, en el sentido más profundo, una fiesta de la
catolicidad. Cristo es nuestra paz, que reúne a los
separados: él es la reconciliación, por encima de
todas las diferencias de las épocas históricas y de
las culturas. Mediante el ministerio petrino
experimentamos esta fuerza unificadora de la fe que,
partiendo de los numerosos pueblos, construye
continuamente el único pueblo de Dios. Con alegría
hemos hecho realmente esta experiencia: procediendo
de numerosos pueblos, formamos el único pueblo de
Dios, su santa Iglesia. Por eso, el ministerio
petrino puede ser el signo visible que garantiza
esta unidad y forma una unidad concreta. Por esta
conmovedora experiencia de catolicidad quisiera dar
gracias una vez más, de modo explícito y de todo
corazón, a la Iglesia que está en Polonia.
En mis desplazamientos en Polonia no
podía faltar la visita a Auschwitz-Birkenau, lugar
de la barbarie más cruel, del intento de borrar al
pueblo de Israel, de hacer así vana también la
elección realizada por Dios, de expulsar a Dios
mismo de la historia. Para mí fue motivo de gran
consuelo ver aparecer en el cielo en ese momento el
arco iris mientras yo, ante el horror de aquel
lugar, con la actitud de Job, clamaba a Dios,
turbado por el temor de su aparente ausencia y al
mismo tiempo sostenido por la certeza de que,
incluso en su silencio, no deja de existir y de
permanecer con nosotros. El arco iris era como una
respuesta: Sí, yo existo, y también hoy siguen
siendo válidas las palabras de la promesa, de la
Alianza, que pronuncié tras el diluvio (cf. Gn
9, 12-17).
El viaje a España, a Valencia,
se centró en el tema del matrimonio y de la
familia. Fue hermoso escuchar, ante la asamblea de
personas de todos los continentes, el testimonio de
cónyuges que, bendecidos con muchos hijos, se
presentaron delante de nosotros y hablaron de sus
respectivos caminos en el sacramento del matrimonio
y en sus familias numerosas. No ocultaron que han
tenido también días difíciles, que han pasado
tiempos de crisis. Pero precisamente en el esfuerzo
por soportarse mutuamente día tras día, precisamente
al aceptarse siempre en el crisol de los afanes
cotidianos, viviendo y sufriendo a fondo el "sí"
inicial, precisamente en este camino del "perderse"
evangélico habían madurado, se habían encontrado a
sí mismos y habían llegado a ser felices. El sí que
se habían dado recíprocamente, con la paciencia del
camino y con la fuerza del sacramento con que Cristo
los había unido, se había transformado en un gran
"sí" ante sí mismos, ante los hijos, ante el Dios
creador y ante el Redentor Jesucristo.
Así, del testimonio de estas
familias nos llegaba una ola de alegría, no de una
alegría superficial y mezquina, que desaparece en
seguida, sino de una alegría madurada incluso en el
sufrimiento, de una alegría muy profunda que
realmente redime al hombre. Ante estas familias con
sus hijos, ante estas familias en las que las
generaciones se dan la mano y en las que el futuro
está presente, el problema de Europa, que
aparentemente casi ya no quiere tener hijos, me
penetró en el alma.
Para un extraño, esta Europa parece
cansada; más aún, da la impresión de querer
despedirse de la historia. ¿Por qué están así las
cosas? Esta es la gran pregunta. Seguramente las
respuestas son muy complejas. Antes de buscar esas
respuestas es necesario dar las gracias a los
numerosos cónyuges que también hoy, en nuestra
Europa, dicen "sí" al hijo y aceptan las molestias
que esto conlleva: los problemas sociales y
económicos, así como las preocupaciones y los
trabajos de cada día; la entrega necesaria para
abrir a los hijos el camino hacia el futuro.
Aludiendo a estas dificultades tal
vez se aclaran un poco las razones por las cuales a
muchos les parece demasiado grande el riesgo de
tener hijos. El niño necesita atención amorosa. Eso
significa que debemos darle algo de nuestro tiempo,
del tiempo de nuestra vida. Pero precisamente esta
"materia prima" esencial de la vida —el tiempo—
parece escasear cada vez más. El tiempo de que
disponemos apenas basta para nuestra propia vida:
¿cómo podríamos cederlo, darlo a otro? Tener tiempo
y dar tiempo es para nosotros un modo muy concreto
de aprender a entregarnos nosotros mismos, de
perdernos para encontrarnos.
A este problema se añade el cálculo
difícil: ¿qué normas debemos imponer al niño para
que siga el camino recto? Y, al hacerlo, ¿cómo
debemos respetar su libertad? El problema se ha
vuelto tan difícil, entre otras causas, porque ya no
estamos seguros de las normas que conviene
transmitir; porque ya no sabemos cuál es el uso
correcto de la libertad, cuál es el modo correcto de
vivir, qué cosas son un deber moral y, al contrario,
qué cosas son inaceptables. El espíritu moderno ha
perdido la orientación, y esta falta de orientación
nos impide ser para los demás señales que indiquen
el camino recto.
Pero el problema es aún más
profundo. El hombre de hoy siente gran incertidumbre
con respecto a su futuro. ¿Se puede enviar a alguien
a ese futuro incierto? En definitiva, ¿es algo bueno
ser hombre? Tal vez esta profunda incertidumbre
acerca del hombre mismo —juntamente con el deseo de
tener la vida totalmente para sí mismos— es la razón
más profunda por la que el riesgo de tener hijos se
presenta a muchos como algo prácticamente
insostenible.
De hecho, sólo podemos transmitir la
vida de modo responsable si somos capaces de
transmitir algo más que la simple vida biológica, es
decir, un sentido que sostenga también en las crisis
de la historia futura y una certeza en la esperanza
que sea más fuerte que las nubes que ensombrecen el
porvenir. Si no aprendemos nuevamente los
fundamentos de la vida, si no descubrimos de nuevo
la certeza de la fe, cada vez nos resultará menos
posible comunicar a otros el don de la vida y la
tarea de un futuro desconocido.
Por último, también está unido a lo
anterior el problema de las decisiones definitivas:
¿el hombre puede vincularse para siempre?, ¿puede
decir un "sí" para toda la vida"? Sí puede. Ha sido
creado para esto. Precisamente así se realiza la
libertad del hombre y así se crea también el ámbito
sagrado del matrimonio, que se ensancha al
convertirse en familia y construye futuro.
Al llegar a este punto, no puedo
ocultar mi preocupación por las leyes de parejas de
hecho. Muchas de estas parejas han elegido este
camino porque, al menos por el momento, no se
sienten capaces de aceptar la convivencia
jurídicamente ordenada y vinculante del matrimonio.
De este modo, prefieren quedarse simplemente en el
estado de hecho. Cuando se crean nuevas formas
jurídicas que relativizan el matrimonio, la renuncia
a un vínculo definitivo obtiene también, por decirlo
así, un sello jurídico. En este caso, a quien ya
tiene dificultad, le resulta aún más difícil
decidirse.
Además, para la otra forma de
parejas, se añade la relativización de la diferencia
de sexos. Así, la unión de un hombre y una mujer
resulta igual que la de dos personas del mismo sexo.
De este modo se confirman tácitamente las funestas
teorías que quitan toda importancia a la
masculinidad y a la feminidad de la persona
humana, como si se tratara de un hecho puramente
biológico; teorías según las cuales el hombre —es
decir, su intelecto y su voluntad— decidiría
autónomamente qué es o no es.
En esto se produce una depreciación
de la corporeidad, de la cual se sigue que el
hombre, al querer emanciparse de su cuerpo —de la
"esfera biológica"— acaba por destruirse a sí mismo.
Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse
en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a
responder: ¿Es que el hombre no nos interesa? Los
creyentes, en virtud de la gran cultura de su fe,
¿no tienen acaso el derecho de pronunciarse en todo
esto? ¿No tienen —no tenemos— más bien el deber de
alzar la voz para defender al hombre, a la criatura
que precisamente en la unidad inseparable de cuerpo
y alma es imagen de Dios?
El viaje a Valencia se convirtió
para mí en un viaje a la búsqueda de lo que
significa ser hombre.
Proseguimos mentalmente hacia
Baviera: Munich, Altötting, Ratisbona y Freising.
Allí viví las hermosas e inolvidables jornadas del
encuentro con la fe y con los fieles de mi patria.
El gran tema de mi viaje a Alemania fue Dios. La
Iglesia debe hablar de muchas cosas: de todas las
cuestiones relacionadas con el ser del hombre, con
su estructura y su ordenamiento, etc. Pero su tema
verdadero, y en varios aspectos único, es "Dios". Y
el gran problema de Occidente es el olvido de Dios:
es un olvido que se difunde. Estoy convencido de que
todos los problemas particulares pueden remitirse,
en última instancia, a esta pregunta.
Por eso, en ese viaje mi intención
principal era poner de relieve el tema de "Dios",
consciente de que en algunas partes de Alemania la
mayoría de los habitantes no son bautizados y para
ellos el cristianismo y el Dios de la fe parecen
algo del pasado. Al hablar de Dios, también tocamos
precisamente el tema que constituyó el interés
central de la predicación terrena de Jesús. El tema
fundamental de esa predicación es el dominio de
Dios, el "reino de Dios". Esas palabras no aluden a
algo que vendrá más tarde o más temprano en un
futuro indeterminado. Tampoco se refieren al mundo
mejor que tratamos de crear paso a paso con nuestras
fuerzas.
En la expresión "reino de Dios" la
palabra "Dios" es un genitivo subjetivo, lo cual
significa que Dios no es una añadidura al "reino",
de la que se podría prescindir. Dios es el sujeto.
Reino de Dios quiere decir, en realidad "Dios
reina". Él mismo está presente y es decisivo para
los hombres en el mundo. Él es el sujeto y donde
falta este sujeto no queda nada del mensaje de
Jesús. Por eso Jesús dice: el reino de Dios no
viene de tal manera que podamos —por decirlo así—
situarnos al borde del camino y contemplar su
llegada. "Está en medio de vosotros" (cf. Lc
17, 20 s). Este reino se desarrolla donde se realiza
la voluntad de Dios. Está presente donde hay
personas que se abren a su llegada y así dejan que
Dios entre en el mundo. Por eso Jesús es el reino de
Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en
medio de nosotros y a través del cual podemos tocar
a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el
mundo se salva.
Con el tema de Dios estaban y están
relacionados dos temas que marcaron las jornadas de
la visita a Baviera: el tema del sacerdocio y el
del diálogo. San Pablo llama a Timoteo —y en él al
obispo, y en general al sacerdote— "hombre de Dios"
(1 Tm 6, 11). La misión fundamental del
sacerdote consiste en llevar a Dios a los hombres.
Ciertamente, sólo puede hacerlo si él mismo viene de
Dios, si vive con Dios y de Dios.
Eso lo expresa admirablemente un
versículo de un Salmo sacerdotal que nosotros
—la generación antigua— rezamos cuando fuimos
admitidos al estado clerical: "El Señor es el lote
de mi heredad y mi copa: mi suerte está en tu mano"
(Sal 15, 5). El orante-sacerdote de este
Salmo interpreta su vida partiendo de la forma
de distribuir el territorio establecida en el
Deuteronomio (cf. Dt 10, 9). Después de
tomar posesión de la Tierra, cada tribu obtiene por
sorteo su lote de la Tierra santa y así participa en
el gran don prometido al patriarca Abraham. Sólo la
tribu de Leví no recibe ningún lote: su tierra es
Dios mismo.
Esta afirmación tenía, ciertamente,
un sentido muy práctico. Los sacerdotes no vivían,
como las demás tribus, del trabajo de la tierra,
sino de las ofertas. Sin embargo, la afirmación es
aún más profunda: Dios mismo es el verdadero
fundamento de la vida del sacerdote, la base de su
existencia, la tierra de su vida.
La Iglesia, en esta interpretación
veterotestamentaria de la vida sacerdotal —una
interpretación que se repite varias veces también en
el Salmo 118— ha visto con razón la
explicación de lo que significa la misión sacerdotal
siguiendo a los Apóstoles, en comunión con Jesús
mismo. El sacerdote puede y debe decir también hoy
con el levita: "Dominus pars hereditatis meae et
calicis mei". Dios mismo es mi lote de tierra,
el fundamento externo e interno de mi existencia.
Esta visión teocéntrica de la vida
sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro
mundo totalmente funcionalista, en el que todo se
basa en realizaciones calculables y comprobables. El
sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su
interior y así llevarlo a los hombres: este es el
servicio principal que la humanidad necesita hoy. Si
en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de
Dios, se vacía progresivamente también el celo de la
actividad. En el exceso de las cosas externas, falta
el centro que da sentido a todo y lo conduce a la
unidad. Falta allí el fundamento de la vida, la
"tierra" sobre la que todo esto puede estar y
prosperar.
El celibato, vigente para los
obispos en toda la Iglesia oriental y occidental, y,
según una tradición que se remonta a una época
cercana a la de los Apóstoles, en la Iglesia latina
para los sacerdotes en general, sólo se puede
comprender y vivir, en definitiva, sobre la base de
este planteamiento de fondo. Las razones puramente
pragmáticas, la referencia a la mayor
disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad
de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una
forma de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y
las molestias necesarias para aceptarse y soportarse
mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría
llevar a un empobrecimiento espiritual o a una
dureza de corazón.
El verdadero fundamento del celibato
sólo puede quedar expresado en la frase: "Dominus
pars", Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede
ser teocéntrico. No puede significar quedar privados
de amor; debe significar dejarse arrastrar por el
amor a Dios y luego, a través de una relación más
íntima con él, aprender a servir también a los
hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe:
la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida,
que sólo puede tener sentido a partir de Dios.
Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a
la familia, significa acoger y experimentar a Dios
como realidad, para así poderlo llevar a los
hombres.
Nuestro mundo, que se ha vuelto
totalmente positivista, en el cual Dios sólo
encuentra lugar como hipótesis, pero no como
realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del
modo más concreto y radical posible. Necesita el
testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como
tierra en la que se funda su propia vida. Por eso
precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el
celibato es tan importante, aunque su cumplimiento
en nuestra época se vea continuamente amenazado y
puesto en tela de juicio.
Hace falta una preparación esmerada
durante el camino hacia este objetivo; un
acompañamiento continuo por parte del obispo, de
amigos sacerdotes y de laicos, que sostengan juntos
este testimonio sacerdotal. Hace falta la oración
que invoque sin cesar a Dios como el Dios vivo y se
apoye en él tanto en los momentos de confusión como
en los de alegría. De este modo, contrariamente a la
tendencia cultural que trata de convencernos de que
no somos capaces de tomar esas decisiones, este
testimonio se puede vivir y así puede volver a
introducir a Dios en nuestro mundo como realidad.
El otro gran tema relacionado con el
tema de Dios es el del diálogo. El círculo interior
del complejo diálogo que hoy resulta necesario, el
compromiso común de todos los cristianos en favor de
la unidad, se hizo evidente en las Vísperas
ecuménicas de la catedral de Ratisbona donde, además
de los hermanos y hermanas de la Iglesia católica,
me encontré con muchos amigos de la Ortodoxia y del
Cristianismo Evangélico. Estábamos todos allí
reunidos para rezar los Salmos y escuchar la palabra
de Dios, y no es insignificante el hecho de que nos
haya sido concedida esta unidad.
El encuentro con la Universidad,
como corresponde a ese lugar, estuvo dedicado al
diálogo entre la fe y la razón. Con ocasión de mi
encuentro con el filósofo Jürgen Habermas, hace
algunos años en Munich, él dijo que nos hacían falta
pensadores capaces de traducir las convicciones
cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo
secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo. De
hecho resulta cada vez más evidente la gran
necesidad que tiene el mundo del diálogo entre la fe
y la razón.
Manuel Kant, en su tiempo,
consideraba que la esencia de la Ilustración se
resumía en la expresión "sapere aude": en la
valentía del pensamiento que no permite que ningún
prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde
entonces la capacidad cognoscitiva del hombre, su
dominio sobre la materia mediante la fuerza del
pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo
inimaginables. Pero el poder del hombre, que ha
aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se
transforma cada vez más en un peligro que se cierne
sobre el hombre mismo y sobre el mundo.
La razón orientada totalmente a
enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a
punto de tratar al hombre mismo como simple materia
de su producción y de su poder. Nuestro conocimiento
aumenta, pero al mismo tiempo se produce una
progresiva ceguera de la razón con respecto a sus
mismos fundamentos, con respecto a los criterios que
le dan orientación y sentido.
La fe en el Dios que es en persona la Razón creadora
del universo debe ser acogida por la ciencia de modo
nuevo como un desafío y una oportunidad.
Recíprocamente, esta fe debe reconocer nuevamente su
intrínseca amplitud y su propia racionalidad. La
razón necesita el Logos que está en el inicio
y es nuestra luz; la fe, por su parte, necesita el
coloquio con la razón moderna para darse cuenta de
su propia grandeza y corresponder a sus
responsabilidades. Esto es lo que traté de poner de
relieve en mi lección magistral en Ratisbona. No es
una cuestión puramente académica; en ella está en
juego el futuro de todos nosotros.
En Ratisbona el diálogo entre las
religiones se tocó marginalmente y desde un doble
punto de vista. La razón secularizada no es capaz de
entrar en un verdadero diálogo con las religiones.
Si se cierra ante la cuestión de Dios, esto acabará
por llevar al enfrentamiento de las culturas. El
otro punto de vista se refería a la afirmación según
la cual las religiones deben colaborar en la tarea
común de ponerse al servicio de la verdad y, por
consiguiente, del hombre.
La visita a Turquía me brindó
la ocasión de manifestar también públicamente mi
respeto por la religión islámica, un respeto, por lo
demás, que el concilio Vaticano II (cf. Nostra
aetate, 3) indicó como la actitud que debemos
tomar. En este momento quiero expresar una vez más
mi gratitud a las autoridades de Turquía y al pueblo
turco, que me acogió con una hospitalidad tan grande
y me hizo vivir días inolvidables de encuentro.
En el diálogo con el islam, que es
preciso intensificar, debemos tener presente que el
mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia
ante una tarea muy semejante a la que se impuso a
los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y
que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga
y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para
la Iglesia católica.
Se trata de la actitud que la
comunidad de los fieles debe adoptar ante las
convicciones y las exigencias que se afirmaron en la
Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una
dictadura de la razón positivista que excluye a Dios
de la vida de la comunidad y de los ordenamientos
públicos, privando así al hombre de sus criterios
específicos de medida. Por otra, es necesario
aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración,
los derechos del hombre, y especialmente la libertad
de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos
elementos esenciales también para la autenticidad de
la religión.
Del mismo modo que en la comunidad
cristiana tuvo lugar una larga búsqueda de la
postura correcta de la fe ante esas convicciones
—una búsqueda que desde luego nunca concluirá
definitivamente—, así también el mundo islámico, con
su propia tradición, tiene ante sí la gran tarea de
encontrar a este respecto las soluciones adecuadas.
En este momento, el contenido del diálogo entre
cristianos y musulmanes consistirá sobre todo en
encontrarse en este compromiso para hallar las
soluciones correctas. Los cristianos nos sentimos
solidarios con todos los que, precisamente por su
convicción religiosa de musulmanes, se comprometen
contra la violencia y en favor de la sinergia entre
fe y razón, entre religión y libertad. En este
sentido, los dos diálogos de los que he hablado se
compenetran mutuamente.
Por último, en Estambul viví una vez
más momentos felices de cercanía ecuménica en el
encuentro con el Patriarca ecuménico Bartolomé I.
Hace algunos días me escribió una carta cuyas
palabras de gratitud, que brotaron de lo más íntimo
de su corazón, me han hecho de nuevo muy presente la
experiencia de comunión de esos días. Experimentamos
que somos hermanos no sólo por palabras y
acontecimientos históricos, sino desde lo más íntimo
del alma; que estamos unidos por la fe común de los
Apóstoles, desde dentro de nuestro pensamiento y
sentimiento personal.
Experimentamos una unidad profunda
en la fe y pediremos al Señor con más insistencia
aún que nos conceda pronto también la unidad plena
en la común fracción del Pan.
Mi profunda gratitud y mi oración
fraterna se dirigen en estos momentos al Patriarca
Bartolomé y a sus fieles, así como a las diversas
comunidades cristianas con las que me encontré en
Estambul. Esperamos y oramos para que la libertad
religiosa, que corresponde a la naturaleza íntima de
la fe y está reconocida en los principios de la
Constitución turca, encuentre en las formas
jurídicas adecuadas y en la vida diaria del
Patriarcado y de las demás comunidades cristianas
una realización práctica cada vez mayor.
"Et erit iste pax": "Él será
la paz", dice el profeta Miqueas (Mi 5, 4)
refiriéndose al futuro dominador de Israel, cuyo
nacimiento en Belén anuncia. A los pastores que
apacentaban sus ovejas en los campos cercanos a
Belén los ángeles les dijeron: el Esperado ha
llegado. "Paz en la tierra a los hombres" (Lc
2, 14). Él mismo, Cristo, el Señor, dijo a sus
discípulos: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn
14, 27). A partir de estas palabras se formó el
saludo litúrgico: "La paz esté con vosotros". Esta
paz, que se comunica en la liturgia, es Cristo
mismo. Él se nos da como la paz, como la
reconciliación, superando toda frontera. Donde es
acogido, surgen islas de paz.
Los hombres hubiéramos querido que
Cristo eliminara de una vez para siempre toda las
guerras, destruyera las armas y estableciera la paz
universal. Pero debemos aprender que la paz no puede
alcanzarse únicamente desde fuera con estructuras y
que el intento de establecerla con la violencia sólo
lleva a una violencia siempre nueva. Debemos
aprender que la paz, como decía el ángel de Belén,
implica eudokia, abrir nuestro corazón a
Dios. Debemos aprender que la paz sólo puede existir
si se supera desde dentro el odio y el egoísmo. El
hombre debe renovarse desde su interior; debe
renovarse y ser distinto.
Así la paz en este mundo sigue
siendo débil y frágil. Y nosotros sufrimos las
consecuencias. Precisamente por eso estamos
llamados, mucho más aún, a dejar que la paz de Dios
penetre en nuestro interior y a llevar su fuerza al
mundo. En nuestra vida debe realizarse lo que en el
bautismo aconteció sacramentalmente en nosotros: la
muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo. Y
seguiremos pidiendo al Señor con gran insistencia:
Sacude los corazones. Haznos hombres nuevos. Ayuda
para que la razón de la paz triunfe sobre la
irracionalidad de la violencia. Haznos portadores de
tu paz.
Que nos obtenga esta gracia la
Virgen María, a la que os encomiendo a vosotros y
vuestro trabajo. A cada uno de vosotros, aquí
presentes, y a vuestros seres queridos renuevo mi
más cordial felicitación navideña. Y, como signo de
nuestra alegría, mañana será día de vacación en la
Curia, para prepararse bien, material y
espiritualmente, a la Navidad. A los colaboradores
de los diversos dicasterios y oficinas de la Curia
romana y de la Gobernación del Estado de la Ciudad
del Vaticano les imparto con afecto la bendición
apostólica.
¡Feliz Navidad! Os felicito también
por el Año nuevo.