Benedicto XVI: Paz y respeto a la creación
CIUDAD DEL VATICANO, lunes 11 de enero de 2010.
Discurso al
Cuerpo Diplomático, pronunciado esta mañana por el Papa
Benedicto XVI ante los embajadores acreditados ante la Santa
Sede, a quienes recibió en audiencia en la Sala Regia del
Palacio Apostólico Vaticano.
Excelencias,
Señoras y Señores
Este tradicional encuentro al comienzo del año, dos semanas
después de la celebración del nacimiento del Verbo encarnado,
representa para mí una gran alegría. Como hemos proclamado en la
liturgia, en el misterio de la Navidad, «el que era invisible en
su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno,
engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para
asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba
caído y restaurar de este modo el universo» (Prefacio II de
Navidad). Por tanto, en Navidad, hemos contemplado el
misterio de Dios y el de la creación: por el anuncio de los
ángeles a los pastores hemos conocido la buena nueva de la
salvación del hombre y de la renovación de todo el universo. Por
eso, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de ese año,
he invitado a todas las personas de buena voluntad, a las que
los ángeles prometieron precisamente la paz, a proteger la
creación. Con este mismo espíritu, me complace saludaros con
afecto, en particular a los que participáis por primera vez en
esta ceremonia. Agradezco vivamente los sentimientos de los que
se ha hecho intérprete vuestro decano, el Señor Embajador
Alejandro Valladares Lanza, y os manifiesto de nuevo mi aprecio
por la misión que desarrolláis ante la Santa Sede. A través de
vosotros, deseo enviar un cordial saludo y mis deseos de paz y
bienestar a las Autoridades y a todos los habitantes de los
países que dignamente representáis. Pienso también en las demás
naciones de la tierra: el Sucesor de Pedro tiene su puerta
abierta a todos y desea establecer con todos relaciones que
contribuyan al progreso de la familia humana. Desde hace algunas
semanas, se han establecido plenas relaciones diplomáticas entre
la Santa Sede y la Federación Rusa, y esto es un motivo de
profunda satisfacción. Ha sido también muy significativa la
visita que me ha hecho recientemente el Presidente de la
República Socialista de Vietnam, país que siento muy cercano,
donde la Iglesia celebra su presencia multisecular con un Año
Jubilar. Con este espíritu de apertura, he recibido durante el
año 2009 a numerosas personalidades políticas de diversos
países; he visitado algunos de ellos y me propongo continuar
haciéndolo en el futuro, en la medida de lo posible.
La Iglesia está abierta a todos porque, en Dios, ella existe
para los demás. Ella, por tanto, comparte intensamente la suerte
de la humanidad que, en este año apenas comenzado, aparece
todavía marcada por la crisis dramática que ha golpeado la
economía mundial, provocando una grave y vasta inestabilidad
social. En la Encíclica «Caritas in veritate», he invitado a
buscar las raíces profundas de esta situación, que se
encuentran, a fin de cuentas, en la vigente mentalidad egoísta y
materialista, que no tiene en cuenta los límites inherentes a
toda criatura. Quisiera subrayar hoy que dicha mentalidad
amenaza también a la creación. Cada uno de nosotros podría
citar, probablemente, algún ejemplo de los daños que ella
produce en el medio ambiente en todas las partes del mundo. Cito
uno, entre tantos otros, de la historia reciente de Europa: hace
veinte años, cuando cayó el muro de Berlín y se derrumbaron los
regímenes materialistas y ateos que habían dominado durante
varios decenios una parte de este continente, ¿acaso no fue
posible calcular el alcance de las profundas heridas que un
sistema económico carente de referencias fundadas en la verdad
del hombre había infligido, no sólo a la dignidad y a la
libertad de las personas y de los pueblos, sino también a la
naturaleza, con la contaminación de la tierra, las aguas y el
aire? La negación de Dios desfigura la libertad de la persona
humana, y devasta también la creación. Por consiguiente, la
salvaguardia de la creación no responde primariamente a una
exigencia estética, sino más bien a una exigencia moral, puesto
que la naturaleza manifiesta un designio de amor y de verdad que
nos precede y que viene de Dios.
Por eso comparto la gran preocupación que causa la
resistencia de orden económico y político a la lucha contra el
deterioro del ambiente. Se trata de dificultades que se han
podido constatar aun recientemente, durante la XV Sesión de la
Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones
Unidas sobre el cambio climático, que tuvo lugar en Copenhague
del 7 al 18 de diciembre pasado. Espero que a lo largo de este
año, primero en Bonn y después en México, sea posible llegar a
un acuerdo para afrontar esta cuestión de un modo eficaz. Se
trata de algo muy importante puesto que lo que está en juego es
el destino mismo de algunas naciones, en particular ciertos
Estados insulares.
Sin embargo, conviene que esta atención y compromiso por el
ambiente esté bien establecido en el conjunto de los grandes
desafíos a los que se enfrenta la humanidad. Si se quiere
construir una paz verdadera, ¿cómo se puede separar, o incluso
oponer, la protección del ambiente y la de la vida humana,
comprendida la vida antes del nacimiento? En el respeto de la
persona humana hacia ella misma es donde se manifiesta su
sentido de responsabilidad por la creación. Pues, como enseña
santo Tomás de Aquino, el hombre representa lo más noble del
universo (cf. Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3). Además,
como ya recordé en la reciente Cumbre Mundial de la FAO sobre la
Seguridad Alimentaria, «la tierra puede alimentar
suficientemente a todos sus habitantes» (Discurso, 16
noviembre 2009, n. 2), con tal de que el egoísmo no lleve a
algunos a acaparar los bienes destinados a todos.
Quisiera subrayar, además, que la salvaguardia de la creación
implica una gestión correcta de los recursos naturales de los
países y, en primer lugar, de los más desfavorecidos
económicamente. Pienso en el continente africano, que tuve la
dicha de visitar en el pasado mes de marzo, en mi viaje a
Camerún y Angola, y al que se dedicaron los trabajos de la
reciente Asamblea especial del Sínodo de Obispos. Los Padres
sinodales señalaron con preocupación la erosión y la
desertificación de grandes extensiones de tierra de cultivo, a
causa de una explotación desmedida y de la contaminación del
medio ambiente (cf. Propositio 22). En África, como en
otras partes, es necesario adoptar medidas políticas y
económicas que garanticen «formas de producción agrícola e
industrial que respeten el orden de la creación y satisfagan las
necesidades primarias de todos» (Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2010, n. 10).
Por otra parte, ¿cómo olvidar que la lucha por acceder a los
recursos naturales es una de las causas de numerosos conflictos,
particularmente en África, así como una fuente de riesgo
permanente en otros casos? Por este motivo, repito con firmeza
que, para cultivar la paz, hay que proteger la creación. Además,
hay todavía extensas zonas, por ejemplo en Afganistán o en
ciertos países de Latinoamérica, donde la agricultura,
lamentablemente relacionada todavía con la producción de droga,
es una fuente nada despreciable de empleo y subsistencia. Si se
quiere la paz, hay que preservar la creación mediante la
reconversión de dichas actividades y, una vez más, quisiera
pedir a la comunidad internacional que no se resigne al tráfico
de drogas y a los graves problemas morales y sociales que esto
produce.
Señoras y Señores, la protección de la creación es un factor
importante de paz y justicia. Entre los numerosos retos que esta
protección plantea, uno de los más graves es el del aumento de
los gastos militares, así como el del mantenimiento y desarrollo
de los arsenales nucleares. Este objetivo absorbe ingentes
recursos económicos que podrían ser destinados al desarrollo de
los pueblos, sobre todo de los más pobres. En este sentido,
espero firmemente que, en la Conferencia de examen del Tratado
de no proliferación de armas nucleares, que tendrá lugar el
próximo mes de mayo en Nueva York, se tomen decisiones eficaces
con vistas a un desarme progresivo, que tienda a liberar el
planeta de armas nucleares. En general, deploro que la
producción y la exportación de armas contribuya a perpetuar
conflictos y violencias, como en Darfur, Somalia o en la
República Democrática del Congo. A la incapacidad de las partes
directamente implicadas para evitar la espiral de violencia y
dolor producida por estos conflictos, se añade la aparente
impotencia de otros países y Organizaciones internacionales para
restablecer la paz, sin contar la indiferencia casi resignada de
la opinión pública mundial. No es necesario subrayar cuánto
perjudican y degradan estos conflictos al medio ambiente.
Asimismo, se ha de mencionar el terrorismo, que pone en peligro
muchas vidas inocentes y causa una difusa ansiedad. En esta
solemne ocasión, quisiera renovar el llamamiento que hice el 1°
de enero, en la oración del Ángelus, a todos los que pertenecen
a cualquier grupo armado, para que abandonen el camino de la
violencia y abran sus corazones al gozo de la paz.
Las graves violencias que acabo de evocar, unidas a las
plagas de la pobreza y el hambre, así como a las catástrofes
naturales y a la destrucción del medio ambiente, hacen que
aumente el número de quienes abandonan sus propias tierras.
Frente a dicho éxodo, deseo exhortar a las Autoridades civiles
implicadas de un modo u otro a trabajar con justicia,
solidaridad y clarividencia. Quisiera referirme aquí, en
particular, a los cristianos de Oriente Medio. Amenazados de
muchos modos, incluso en el ejercicio de su libertad religiosa,
dejan la tierra de sus padres, donde creció la Iglesia de los
primeros siglos. Con el fin de darles apoyo y hacerles sentir la
cercanía de sus hermanos en la fe, he convocado para el próximo
otoño una Asamblea especial del Sínodo de Obispos sobre Oriente
Medio.
Señoras y Señores Embajadores, hasta aquí he evocado
solamente algunos aspectos relacionados con el problema del
medio ambiente. Las raíces de la situación que está a la vista
de todos son, sin embargo, de tipo moral y la cuestión tiene que
ser afrontada en el marco de un gran esfuerzo educativo, con el
fin de promover un cambio efectivo de la mentalidad y establecer
nuevos modelos de vida. La comunidad de los creyentes puede y
quiere participar en ello, pero para hacerlo es necesario que se
reconozca su papel público. Lamentablemente, en ciertos países,
sobre todo occidentales, se difunde en ámbitos políticos y
culturales, así como en los medios de comunicación social, un
sentimiento de escasa consideración y a veces de hostilidad, por
no decir de menosprecio, hacia la religión, en particular la
religión cristiana. Es evidente que si se considera el
relativismo como un elemento constitutivo esencial de la
democracia se corre el riesgo de concebir la laicidad sólo en
términos de exclusión o, más exactamente, de rechazo de la
importancia social del hecho religioso. Dicho planteamiento, sin
embargo, crea confrontación y división, hiere la paz, perturba
la ecología humana y, rechazando por principio actitudes
diferentes a la suya, se convierte en un callejón sin salida. Es
urgente, por tanto, definir una laicidad positiva, abierta, y
que, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del
orden espiritual, favorezca una sana colaboración y un espíritu
de responsabilidad compartida. Desde este punto de vista, pienso
en Europa que, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, ha
abierto una nueva fase de su proceso de integración, que la
Santa Sede seguirá con respeto y cordial atención. Al observar
con satisfacción que el Tratado prevé que la Unión Europea
mantenga con las Iglesias un diálogo «abierto, transparente y
regular» (art. 17), formulo mis votos para que Europa, en la
construcción de su porvenir, encuentre continua inspiración en
las fuentes de su propia identidad cristiana. Ésta, como ya
afirmé en mi viaje apostólico a la República Checa el pasado mes
de septiembre, tiene un papel insustituible «para la formación
de la conciencia de cada generación y para la promoción de un
consenso ético de fondo, al servicio de toda persona que a este
continente lo llama "mi casa"» (Encuentro con las Autoridades
civiles y el Cuerpo diplomático, 26 septiembre 2009).
Continuando con nuestra reflexión, es preciso señalar la
complejidad del problema del medio ambiente. Se podría decir que
se trata de un prisma con muchas caras. Las criaturas son
diferentes unas de otras y, como nos muestra la experiencia
cotidiana, se pueden proteger o, por el contrario, poner en
peligro de muchas maneras. Uno de estos ataques proviene de
leyes o proyectos que, en nombre de la lucha contra la
discriminación, atentan contra el fundamento biológico de la
diferencia entre los sexos. Me refiero, por ejemplo, a países
europeos o del continente americano. Como dice San Columbano,
«si eliminas la libertad, eliminas la dignidad» (Epist. 4 ad
Attela, in S. Columbani Opera, Dublin, 1957, p. 34).
Pero la libertad no puede ser absoluta, ya que el hombre no es
Dios, sino imagen de Dios, su criatura. Para el hombre, el rumbo
a seguir no puede ser fijado por la arbitrariedad o el deseo,
sino que debe más bien consistir en la correspondencia con la
estructura querida por el Creador.
La salvaguardia de la creación comporta también otros
desafíos, a los que solamente se puede responder a través de la
solidaridad internacional. Pienso en las catástrofes naturales
que a lo largo del año pasado han sembrado muerte, sufrimiento y
destrucción en Filipinas, Vietnam, Laos, Camboya y en la Isla de
Taiwán. ¿Cómo no recordar también Indonesia y, muy cerca de
nosotros, la región de los Abruzzos, golpeadas por devastadores
temblores de tierra? Ante dichos acontecimientos, nunca debe
faltar la asistencia generosa, pues está en juego la vida misma
de las criaturas de Dios. Pero la salvaguardia de la creación,
además de solidaridad, requiere también la concordia y
estabilidad de los Estados. Cuando surgen divergencias y
hostilidades entre ellos, para defender la paz, deben perseguir
con tenacidad la vía de un diálogo constructivo. Esto es lo que
sucedió hace 25 años con el Tratado de Paz y Amistad entre
Argentina y Chile, concluido gracias a la mediación de la Sede
Apostólica y del que se derivaron abundantes frutos de
colaboración y prosperidad que, en cierta manera, beneficiaron a
toda Latinoamérica. En esta misma parte del mundo, me alegra el
acercamiento que Colombia y Ecuador han emprendido tras muchos
meses de tensión. Más cerca de aquí, me alegro por el
entendimiento logrado entre Croacia y Eslovenia a propósito del
arbitraje relativo a sus fronteras marítimas y terrestres. Me
alegro asimismo por el Acuerdo entre Armenia y Turquía con
vistas a la reanudación de las relaciones diplomáticas y deseo
también que a través del diálogo se mejoren las relaciones entre
todos los países del Cáucaso meridional. Durante mi
peregrinación a Tierra Santa, hice un llamamiento acuciante a
Israelíes y Palestinos a dialogar y respetar los derechos del
otro. Una vez más, alzo mi voz para que el derecho a la
existencia del Estado de Israel sea reconocido por todos, así
como a gozar de paz y seguridad en las fronteras reconocidas
internacionalmente. Asimismo, que el pueblo palestino vea
reconocido su derecho a una patria soberana e independiente, a
vivir con dignidad y a desplazarse libremente. Quisiera, además,
pedir el apoyo de todos para que sean protegidos la identidad y
el carácter sagrado de Jerusalén, cuya herencia cultural y
religiosa tiene un valor universal. Sólo así, esta ciudad única,
santa y atormentada, podrá ser signo y anticipo de la paz que
Dios desea para toda la familia humana. Por amor al diálogo y a
la paz, que salvaguardan la creación, exhorto a los gobernantes
y ciudadanos de Iraq a superar las divisiones, la tentación de
la violencia e intolerancia, para construir juntos el futuro de
su país. Las comunidades cristianas quieren también ofrecer su
aportación, pero para ello es necesario que se les asegure
respeto, seguridad y libertad. Pakistán ha sido también golpeado
duramente por la violencia en los últimos meses y ciertos
episodios han afectado directamente a la minoría cristiana. Pido
que se haga todo lo posible para que dichas agresiones no se
vuelvan a repetir y que los cristianos puedan sentirse
plenamente integrados en la vida de su país. Por otra parte, a
propósito de la violencia contra los cristianos, no puedo dejar
de mencionar el deplorable atentado que en los últimos días ha
sufrido la comunidad copta egipcia, precisamente cuando
celebraba la fiesta de Navidad. En cuanto a Irán, espero que, a
través del diálogo y la colaboración, se encuentren soluciones
comunes tanto a nivel nacional como en el ámbito internacional.
Deseo que el Líbano, que ha superado una larga crisis política,
continúe por la vía de la concordia. Espero que Honduras,
después de un tiempo de incertidumbre y agitación, se encamine
hacia la recuperación de la normalidad política y social. Deseo
que, con la ayuda desinteresada y efectiva de la comunidad
internacional, suceda lo mismo en Guinea y Madagascar.
Señoras y Señores Embajadores, al final de este rápido
recorrido que, debido a su brevedad, no se puede detener en
todas las situaciones que lo merecerían, me vienen a la mente
las palabras del Apóstol Pablo, para quien «la creación entera
está gimiendo con dolores de parto» y «también nosotros gemimos
en nuestro interior» (Rm 8, 22-23). En efecto, hay muchos
sufrimientos en la humanidad y el egoísmo humano hiere a la
creación de muchas maneras. Por eso mismo, el anhelo de
salvación que atañe a toda la creación, es todavía más intenso y
está presente en el corazón de todos, creyentes o no. La Iglesia
indica que la respuesta a esta aspiración está en Cristo
«primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron
creadas todas las cosas: celestes y terrestres» (Col 1,
15-16). Fijando mis ojos en Él, exhorto a toda persona de buena
voluntad a trabajar con confianza y generosidad por la dignidad
y la libertad del hombre. Que la luz y la fuerza de Jesús nos
ayuden a respetar la ecología humana, conscientes de que la
ecología medioambiental se beneficiará también de ello, ya que
el libro de la naturaleza es único e indivisible. De esta
manera, podremos consolidar la paz, hoy y para las generaciones
venideras. Os deseo a todos un feliz año.