CARTA ENCÍCLICA
CARITAS IN VERITATE
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A TODOS LOS FIELES LAICOS
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO
HUMANO INTEGRAL
EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho
testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y
resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico
desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor
-«caritas»- es una fuerza extraordinaria, que mueve a
las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la
justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios,
Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien
asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo
plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y,
aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,22). Por
tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción
y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles
de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos
los hombres perciben el impulso interior de amar de manera
auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente,
porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la
mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de
nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad,
y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de
vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo,
la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su
Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad
de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn
14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la
Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por
esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de
Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40).
Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y
con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones,
como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino
también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales,
económicas y políticas. Para la Iglesia -aleccionada por el
Evangelio-, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf.
1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta
encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo
proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y
a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios
ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido
que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de
ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier
caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social,
jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los
contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su
irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades
morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la
verdad, en el sentido señalado por San Pablo de la «veritas
in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido,
inverso y complementario, de «caritas in veritate». Se ha
de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía»
de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y
practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no
sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la
verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la verdad,
mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la
concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca
importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con
frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella,
bien rechazándola.
3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede
reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y
como elemento de importancia fundamental en las relaciones
humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad
resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La
verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es
simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la
cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de
la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y
comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El
amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena
arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura
sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y
que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La
verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que
la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un
fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la
verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo
tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé»
y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser
comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores,
compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos»
que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y
comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y
de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de
las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor
y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto
de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el
anuncio y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto
social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia
a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva
a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no
es sólo un elemento útil, sino indispensable para la
construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo
humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede
confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos,
provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este
modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para
Dios. Sin la verdad, la caridad es relegada a un ámbito de
relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y
procesos para construir un desarrollo humano de alcance
universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris).
Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el
Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre
nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor
redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado,
puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5).
Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en
sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos
de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes
de caridad.
La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de
caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re
sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la
sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la
verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la
caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es
al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción
y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El
desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los
graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad,
necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé
testimonio de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por
lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la
actuación social se deja a merced de intereses privados y de
lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos
difíciles como los actuales.
6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que
gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere
forma operativa en criterios orientadores de la acción moral.
Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos,
requeridos de manera especial por el compromiso para el
desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la
justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius:
toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La
caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar,
ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la
cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde
en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo
mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le
corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo
justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a
la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la
caridad: la justicia es «inseparable de la caridad»[1],
intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad
o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima»[2], parte integrante
de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al
que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige
la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos
derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la
construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la
justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa
siguiendo la lógica de la entrega y el perdón[3]. La «ciudad del
hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes
sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de
misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el
amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor
teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el
mundo.
7. Hay que tener también en gran consideración el bien común.
Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él.
Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir
social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos
nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios
que se unen en comunidad social[4]. No es un bien que se busca
por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la
comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien
realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y
esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad.
Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar,
por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran
jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se
configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo
tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común
que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano
está llamado a esta caridad, según su vocación y sus
posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía
institucional -también política, podríamos decir- de la caridad,
no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad
que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones
institucionales de la pólis. El compromiso por el bien
común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia
superior al compromiso meramente secular y político. Como todo
compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese
testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo,
prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando
está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la
edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual
avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías
de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de
abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la
comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de
unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en
cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios
sin barreras.
8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio,
mi venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del
desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz
suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de
Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos
ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con
todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es
decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad.
La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha dado
gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible
esperar en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los
hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos humanas a
condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las
dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del
camino.
A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica,
deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice
Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano
integral y siguiendo la ruta que han trazado, para
actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización
comenzó con la Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la
que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la
publicación de la Populorum progressio con ocasión de su
vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración similar
fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros
veinte años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum
progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum
de la época contemporánea», que ilumina el camino de la
humanidad en vías de unificación.
9. El amor en la verdad -caritas in veritate- es un
gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y
expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la
interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se
corresponda con la interacción ética de la conciencia y el
intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente
humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón
y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con
un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y
recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se
asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de
conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con
el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser
humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no
pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los
Estados»[11]. No obstante, tiene una misión de verdad que
cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad
a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad
se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz
de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar
en consideración los valores -a veces ni siquiera el
significado- con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad
al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única
garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la
posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la
Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí
donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es
irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de
este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta
a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social
de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en
que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida
concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los
pueblos[12].
CAPÍTULO PRIMERO
EL MENSAJE
DE LA POPULORUM PROGRESSIO
10. A más de cuarenta años de su publicación, la relectura de
la Populorum progressio insta a permanecer fieles a su
mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito del
magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de
la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han de
valorar después los diversos términos en que hoy, a diferencia
de entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto de
vista correcto, por tanto, es el de la Tradición de la fe
apostólica[13], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual
la Populorum progressio sería un documento sin raíces y
las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a
datos sociológicos.
11. La publicación de la Populorum progressio tuvo
lugar poco después de la conclusión del Concilio Ecuménico
Vaticano II. La misma Encíclica señala en los primeros párrafos
su íntima relación con el Concilio.[14] Veinte años después,
Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la
fecunda relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en
particular, con la Constitución pastoral Gaudium et spes[15].
También yo deseo recordar aquí la importancia del Concilio
Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para todo el
Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido.
El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la
verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio
de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y
verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para
decirnos dos grandes verdades. La primera es que toda la
Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa
en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del
hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus
actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda
su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la
fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de
libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por
prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se
reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus
actividades caritativas. La segunda verdad es que el
auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a
la totalidad de la persona en todas sus dimensiones[16]. Sin
la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este
mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia,
queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del
tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible
para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y
desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se
desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le
puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la
historia, se ha creído con frecuencia que la creación de
instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el
ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha
depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi
como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera
automática. En realidad, las instituciones por sí solas no
bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo
vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y
solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este
desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona,
necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja
únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la
auto-salvación y termina por promover un desarrollo
deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite
no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[17], sino
reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir
verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del
otro y preocuparse por el otro»[18].
12. La relación entre la Populorum progressio y el
Concilio Vaticano II no representa un fisura entre el Magisterio
social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron,
puesto que el Concilio profundiza dicho magisterio en la
continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este sentido,
algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la
Iglesia, que aplican a las enseñanzas sociales pontificias
categorías extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla. No
hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra
postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza,
coherente y al mismo tiempo siempre nueva[20]. Es justo
señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica, de la
enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de
vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su
conjunto[21]. Coherencia no significa un sistema cerrado, sino
más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina
social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los
problemas siempre nuevos que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda
tanto el carácter permanente como histórico de este «patrimonio»
doctrinal[23] que, con sus características específicas, forma
parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia[24]. La
doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido
por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y
profundizado después por los grandes Doctores cristianos. Esta
doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo, al «último
Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es
principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8).
Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la
vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En
ella se expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de
guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de discernir las
nuevas exigencias de la evangelización. Por estas razones, la
Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la
Tradición, puede hablarnos todavía hoy a nosotros.
13. Además de su íntima unión con toda la doctrina social de
la Iglesia, la Populorum progressio enlaza estrechamente con
el conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en
particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales
fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia
imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad
según libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica
de una civilización animada por el amor. Pablo VI entendió
claramente que la cuestión social se había hecho mundial [25] y
captó la relación recíproca entre el impulso hacia la
unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única
familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad.
Indicó en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el
corazón del mensaje social cristiano y propuso la caridad
cristiana como principal fuerza al servicio del desarrollo.
Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre
contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza
cuestiones éticas importantes, sin ceder a las debilidades
culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica Octogesima adveniens, de
1971, Pablo VI trató luego el tema del sentido de la política y
el peligro que representaban las visiones utópicas e
ideológicas que comprometían su cualidad ética y humana. Son
argumentos estrechamente unidos con el desarrollo.
Lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente.
Pablo VI ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática[26],
hoy particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de
confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque
de este modo quedaría sin orientación. En sí misma considerada,
la técnica es ambivalente. Si de un lado hay actualmente quien
es propenso a confiar completamente a ella el proceso de
desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que
niegan in toto la utilidad misma del desarrollo,
considerándolo radicalmente antihumano y que sólo comporta
degradación. Así, se acaba a veces por condenar, no sólo el modo
erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino
también los descubrimientos científicos mismos que, por el
contrario, son una oportunidad de crecimiento para todos si se
usan bien. La idea de un mundo sin desarrollo expresa
desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave
error despreciar las capacidades humanas de controlar las
desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que el hombre
tiende constitutivamente a «ser más». Considerar ideológicamente
como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía de una
humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son
dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración
moral y, por tanto, de nuestra responsabilidad.
15. Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan
estrechamente relacionados con la doctrina social -la Encíclica
Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la Exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de
1975- son muy importantes para delinear el sentido plenamente
humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto,
es oportuno leer también estos textos en relación con la
Populorum progressio.
La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo
y procreador a la vez de la sexualidad, poniendo así como
fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y
mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y en la
complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida[27]. No
se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae
señala los fuertes vínculos entre ética de la vida y ética
social, inaugurando una temática del magisterio que ha ido
tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último,
en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II[28]. La
Iglesia propone con fuerza esta relación entre ética de la vida
y ética social, consciente de que «no puede tener bases sólidas,
una sociedad que -mientras afirma valores como la dignidad de la
persona, la justicia y la paz- se contradice radicalmente
aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y
violación de la vida humana, sobre todo si es débil y
marginada»[29].
La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda
una relación muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la
evangelización -escribe Pablo VI- no sería completa si no
tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de
los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre»[30]. «Entre evangelización y
promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente
lazos muy fuertes»[31]: partiendo de esta convicción, Pablo VI
aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la promoción de
la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad de
Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte
de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le
interesa todo el hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se
funda el aspecto misionero [32] de la doctrina social de la
Iglesia, como un elemento esencial de evangelización[33]. Es
anuncio y testimonio de la fe. Es instrumento y fuente
imprescindible para educarse en ella.
16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha
querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su
esencia, es una vocación: «En los designios de Dios, cada
hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la
vida de todo hombre es una vocación»[34]. Esto es precisamente
lo que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática
del desarrollo. Si éste afectase sólo a los aspectos técnicos de
la vida del hombre, y no al sentido de su caminar en la historia
junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la meta de
este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo
VI, como ya León XIII en la Rerum novarum[35], era
consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al
proyectar la luz del Evangelio sobre las cuestiones sociales de
su tiempo[36].
Decir que el desarrollo es vocación equivale a
reconocer, por un lado, que éste nace de una llamada
trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado
último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación»
aparece de nuevo en otro pasaje de la Encíclica, donde se
afirma: «No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se
abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la
idea verdadera de la vida humana»[37]. Esta visión del progreso
es el corazón de la Populorum progressio y motiva todas
las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la
caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por lo
que aquella Encíclica todavía es actual en nuestros días.
17. La vocación es una llamada que requiere una respuesta
libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la
libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna
estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por
encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos
prometedores, pero forjados de ilusiones»[38] basan siempre sus
propias propuestas en la negación de la dimensión trascendente
del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta
falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el
sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo,
mientras que la humildad de quien acoge una vocación se
transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a la
persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y
condicionamientos que frenan el desarrollo, pero tiene también
la certeza de que «cada uno permanece siempre, sean los que sean
los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de
su éxito o de su fracaso»[39]. Esta libertad se refiere al
desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo,
también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de
la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de
la responsabilidad humana. Por eso, «los pueblos hambrientos
interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos
opulentos»[40]. También esto es vocación, en cuanto llamada de
hombres libres a hombres libres para asumir una responsabilidad
común. Pablo VI percibía netamente la importancia de las
estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba
cuenta con igual claridad de que la naturaleza de éstas era ser
instrumentos de la libertad humana. Sólo si es libre, el
desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de
libertad responsable puede crecer de manera adecuada.
18. Además de la libertad, el desarrollo humano integral
como vocación exige también que se respete la verdad. La
vocación al progreso impulsa a los hombres a «hacer, conocer y
tener más para ser más»[41]. Pero la cuestión es: ¿qué significa
«ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que
comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser
integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el
hombre»[42]. En la concurrencia entre las diferentes visiones
del hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI, se
proponen también en la de hoy, la visión cristiana tiene la
peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de
la persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación
cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los
hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: «Lo que cuenta
para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de
hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe cristiana se
ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones
de poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que
ciertamente se han dado y también hoy se dan, junto con sus
naturales limitaciones[44], sino sólo en Cristo, al cual debe
remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano integral.
El Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo
porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»[45]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta
los signos de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo
que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la
humanidad»[46]. Precisamente porque Dios pronuncia el «sí» más
grande al hombre[47], el hombre no puede dejar de abrirse a la
vocación divina para realizar el propio desarrollo. La verdad
del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el
hombre y de todos los hombres, no es el verdadero desarrollo.
Éste es el mensaje central de la Populorum progressio,
válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano
natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador[48],
requiere su autentificación en «un humanismo trascendental, que
da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema
del desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación cristiana a
dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el
sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda
eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la
finalidad y el "bien", empieza a disiparse»[50].
19. Finalmente, la visión del desarrollo como vocación
comporta que su centro sea la caridad. En la Encíclica
Populorum progressio, Pablo VI señaló que las causas del
subdesarrollo no son principalmente de orden material. Nos
invitó a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo,
en la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los
deberes de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no
siempre sabe orientar adecuadamente el deseo. Por eso, para
alcanzar el desarrollo hacen falta «pensadores de reflexión
profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al
hombre moderno hallarse a sí mismo»[51]. Pero eso no es todo. El
subdesarrollo tiene una causa más importante aún que la falta de
pensamiento: es «la falta de fraternidad entre los hombres y
entre los pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán lograrla
alguna vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez más
globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La
razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los
hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero
no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación
transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que
nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna.
Pablo VI, presentando los diversos niveles del proceso de
desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después de haber
mencionado la fe, «la unidad de la caridad de Cristo, que nos
llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios
vivo, Padre de todos los hombres»[53].
20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum
progressio siguen siendo fundamentales para dar vida y
orientación a nuestro compromiso por el desarrollo de los
pueblos. Además, la Populorum progressio subraya
reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide
que, ante los grandes problemas de la injusticia en el
desarrollo de los pueblos, se actúe con valor y sin demora. Esta
urgencia viene impuesta también por la caridad en la
verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se
debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la
avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que
está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica
fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige
tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse
concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los
procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente
humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL DESARROLLO HUMANO
EN NUESTRO TIEMPO
21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo.
Con el término «desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo
de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las
enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de
vista económico, eso significaba su participación activa y en
condiciones de igualdad en el proceso económico internacional;
desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades
solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de
vista político, la consolidación de regímenes democráticos
capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años, al
ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las
crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta
qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI
siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las
últimas décadas. Por tanto, reconocemos que estaba fundada la
preocupación de la Iglesia por la capacidad del hombre meramente
tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar
constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La
ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé
un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla.
El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y
sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir
riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI
deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a
todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha
sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la
miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha
dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente
en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer
que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún,
aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la
crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone
improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al
destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede
prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven,
las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre
la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en
buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios,
frecuentemente provocados y después no gestionados
adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la
tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas
necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos
respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y
sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente
y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus
soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo
desarrollo, están cada vez más interrelacionados, se implican
recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión
unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa
justamente la complejidad y gravedad de la situación económica
actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza
las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un
mundo que necesita una profunda renovación cultural y el
redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir
un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino,
a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de
compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a
rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en
ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo.
Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave,
de manera confiada más que resignada.
22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en
múltiples ámbitos. Los actores y las causas, tanto del
subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y
los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a
liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de
manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la
dimensión humana de los problemas. Como ya señaló Juan Pablo
II[55], la línea de demarcación entre países ricos y pobres
ahora no es tan neta como en tiempos de la Populorum
progressio. La riqueza mundial crece en términos
absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los
países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen
nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan
de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que
contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de
miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo «el escándalo de
las disparidades hirientes»[56]. Lamentablemente, hay corrupción
e ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y
políticos de los países ricos, nuevos y antiguos, como en los
países pobres. La falta de respeto de los derechos humanos de
los trabajadores es provocada a veces por grandes empresas
multinacionales y también por grupos de producción local. Las
ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su
finalidad por irresponsabilidades tanto en los donantes como en
los beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de
responsabilidades también en el ámbito de las causas
inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo. Hay
formas excesivas de protección de los conocimientos por parte de
los países ricos, a través de un empleo demasiado rígido del
derecho a la propiedad intelectual, especialmente en el campo
sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran
modelos culturales y normas sociales de comportamiento que
frenan el proceso de desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque
de modo problemático y desigual, entrando a formar parte del
grupo de las grandes potencias destinado a jugar un papel
importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que no basta
progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico.
El desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El
salir del atraso económico, algo en sí mismo positivo, no
soluciona la problemática compleja de la promoción del hombre,
ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los
países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía
son pobres, los cuales pueden sufrir, además de antiguas formas
de explotación, las consecuencias negativas que se derivan de un
crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de
los países comunistas de Europa Oriental y el fin de los
llamados «bloques contrapuestos», hubiera sido necesario un
replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II,
quien en 1987 indicó que la existencia de estos «bloques» era
una de las principales causas del subdesarrollo[57], pues la
política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la
ideología inhibía la libertad. En 1991, después de los
acontecimientos de 1989, pidió también que el fin de los
bloques se correspondiera con un nuevo modo de proyectar
globalmente el desarrollo, no sólo en aquellos países, sino
también en Occidente y en las partes del mundo que se estaban
desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue
siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando
precisamente las medidas necesarias para superar los problemas
económicos actuales.
24. El mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de
socialización estuviera ya avanzado y pudo hablar de una
cuestión social que se había hecho mundial, estaba aún mucho
menos integrado que el actual. La actividad económica y la
función política se movían en gran parte dentro de los mismos
confines y podían contar, por tanto, la una con la otra. La
actividad productiva tenía lugar predominantemente en los
ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de
forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la
política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades
de la economía y, de algún modo, gobernar su curso con los
instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la
Populorum progressio asignó un papel central, aunque no
exclusivo, a los «poderes públicos»[59].
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de
afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo
contexto económico-comercial y financiero internacional,
caracterizado también por una creciente movilidad de los
capitales financieros y los medios de producción materiales e
inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder
político de los estados.
Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis
económica actual, en la que los poderes públicos del
Estado se ven llamados directamente a corregir errores y
disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su
papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y
revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos
del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos.
Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es
previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación
en la política nacional e internacional que tienen lugar a
través de la actuación de las organizaciones de la sociedad
civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y
participación en la res publica por parte de los
ciudadanos.
25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de
protección y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en
muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en
el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social
dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El
mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países
ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a
bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes,
aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice
de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio
mercado interior. Consecuentemente, el mercado ha estimulado
nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de
atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando
diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de
reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado
a la reducción de la red de seguridad social a cambio de
la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado
global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores,
para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad
en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de
seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea,
tanto en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en
los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las
políticas de balance, con los recortes al gasto social, con
frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante
riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta
de protección eficaz por parte de las asociaciones de los
trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y económicos
hace que las organizaciones sindicales tengan mayores
dificultades para desarrollar su tarea de representación de los
intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por
razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades
sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos
mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas
a superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la
doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum[60],
a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus
propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando
ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de
establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación
generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de
aspectos positivos porque estimula la producción de nueva
riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo,
cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa
de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen
formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para crear
caminos propios coherentes en la vida, incluido el del
matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de
deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que
sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca
hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis
sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo
durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la
asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad
de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves
daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a
todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un
aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que
el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el
hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el
autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»[61].
26. En el plano cultural, las diferencias son aún más
acusadas que en la época de Pablo VI. Entonces, las culturas
estaban generalmente bien definidas y tenían más posibilidades
de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las
posibilidades de interacción entre las culturas han
aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de
diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de
tener como punto de partida una toma de conciencia de la
identidad específica de los diversos interlocutores. Pero no se
ha de olvidar que la progresiva mercantilización de los
intercambios culturales aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en
primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con
frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como
superpuestas unas a otras, sustancialmente equivalentes e
intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo que en nada
ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el
relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén
juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por
lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar,
el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los
comportamientos y estilos de vida. De este modo, se pierde el
sentido profundo de la cultura de las diferentes naciones, de
las tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la
persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la
existencia[62]. El eclecticismo y el bajo nivel cultural
coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así,
las culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza
que las transciende[63], terminando por reducir al hombre a mero
dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre nuevos
riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos países pobres persiste, y amenaza con
acentuarse, la extrema inseguridad de vida a causa de la falta
de alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas
entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la
mesa del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64].
Dar de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42)
es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a
las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la
solidaridad y el compartir. Además, en la era de la
globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido
también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz
y la estabilidad del planeta. El hambre no depende tanto de la
escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos
sociales, el más importante de los cuales es de tipo
institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones
económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al
agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto
de vista nutricional, como de afrontar las exigencias
relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias
de crisis alimentarias reales, provocadas por causas naturales o
por la irresponsabilidad política nacional e internacional. El
problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una
perspectiva de largo plazo, eliminando las causas estructurales
que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los
países más pobres mediante inversiones en infraestructuras
rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los
mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas,
capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos,
naturales y socio-económicos, que se puedan obtener
preferiblemente en el propio lugar, para asegurar así también su
sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de llevarse a cabo
implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta
perspectiva, podría ser útil tener en cuenta las nuevas
fronteras que se han abierto en el empleo correcto de las
técnicas de producción agrícola tradicional, así como las más
innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas,
tras una adecuada verificación, convenientes, respetuosas del
ambiente y atentas a las poblaciones más desfavorecidas. Al
mismo tiempo, no se debería descuidar la cuestión de una reforma
agraria ecuánime en los países en desarrollo. El derecho a la
alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir
otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a
la vida. Por tanto, es necesario que madure una conciencia
solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua
como derechos universales de todos los seres humanos, sin
distinciones ni discriminaciones[65]. Es importante
destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de
los países pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis
global actual, como lo han intuido en los últimos tiempos
hombres políticos y responsables de instituciones
internacionales. Apoyando a los países económicamente pobres
mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad,
con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades
de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no
sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino
que se puede contribuir también a sostener la capacidad
productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar
comprometida por la crisis.
28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual
es la importancia del tema del respeto a la vida, que en
modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con
el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está
asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el
concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los problemas
vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se
ve impedida de diversas formas.
La situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas
un alto índice de mortalidad infantil, sino que en varias partes
del mundo persisten prácticas de control demográfico por parte de
los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y
llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a
la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres
y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista,
que muchas veces se trata de transmitir también a otros estados
como si fuera un progreso cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden
el aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción
de la práctica de la esterilización, incluso en mujeres a
quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe la
sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo
se condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican
de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad.
Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la
eutanasia como las presiones de grupos nacionales e
internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está en el centro del verdadero
desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la
negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la
motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio
del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad
personal y social para acoger una nueva vida, también se
marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida
social[67]. La acogida de la vida forja las energías morales y
capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la
vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades
de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos
económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre
los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas
actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana
y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada
pueblo y cada persona a la vida.
29. Hay otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente
unido con el desarrollo: la negación del derecho a la
libertad religiosa. No me refiero sólo a las luchas y
conflictos que todavía se producen en el mundo por motivos
religiosos, aunque a veces la religión sea solamente una
cobertura para razones de otro tipo, como el afán de poder y
riqueza. En efecto, hoy se mata frecuentemente en el nombre
sagrado de Dios, como muchas veces ha manifestado y deplorado
públicamente mi predecesor Juan Pablo II y yo mismo[68]. La
violencia frena el desarrollo auténtico e impide la evolución de
los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico y
espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de
inspiración fundamentalista[69], que causa dolor, devastación y
muerte, bloquea el diálogo entre las naciones y desvía grandes
recursos de su empleo pacífico y civil. No obstante, se ha de
añadir que, además del fanatismo religioso que impide el
ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos
ambientes, también la promoción programada de la indiferencia
religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países
contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos,
sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el
garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto,
habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad
trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser más». El
ser humano no es un átomo perdido en un universo casual[70],
sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma
inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre fuera
fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus
aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que
vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre
no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida
sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero
no de desarrollo. Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso
impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la
fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el
desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado
dinamismo en su compromiso en favor de una respuesta humana más
generosa al amor divino[71]. Y también se da el caso de que
países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los
países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales,
comerciales y políticas, esta visión restringida de la persona y
su destino. Éste es el daño que el «superdesarrollo»[72] produce
al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el
«subdesarrollo moral»[73].
30. En esta línea, el tema del desarrollo humano integral
adquiere un alcance aún más complejo: la correlación entre sus
múltiples elementos exige un esfuerzo para que los diferentes
ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la
promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con
frecuencia, se cree que basta aplicar el desarrollo o las
medidas socioeconómicas correspondientes mediante una actuación
común. Sin embargo, este actuar común necesita ser orientado,
porque «toda acción social implica una doctrina»[74]. Teniendo
en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las
diferentes disciplinas deben colaborar en una
interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el saber,
más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber
nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede
reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser
sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros
principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la «sal»
de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es
estéril sin el amor. En efecto, «el que está animado de una
verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de la
miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla
con intrepidez»[75]. Al afrontar los fenómenos que tenemos
delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y
entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica
de cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura
posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las
diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el
principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la
razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las
ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el
desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más
allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero ir más allá
nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni
contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después
el amor: existe el amor rico en inteligencia y la
inteligencia llena de amor.
31. Esto significa que la valoración moral y la investigación
científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas
en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y
distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una
importante dimensión interdisciplinar»[77], puede desempeñar
en esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria.
Permite a la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias
encontrar su lugar dentro de una colaboración al servicio del
hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce especialmente en
esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que una
de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de
reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis
orientadora[78], y que requiere «una clara visión de todos los
aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales»[79].
La excesiva sectorización del saber[80], el cerrarse de las
ciencias humanas a la metafísica[81], las dificultades del
diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el
desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos,
pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el
bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo
caracterizan. Es indispensable «ampliar nuestro concepto de
razón y de su uso»[82] para conseguir ponderar adecuadamente
todos los términos de la cuestión del desarrollo y de la
solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del
desarrollo de los pueblos plantean en muchos casos la exigencia
de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez, en
el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una
visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de
la persona humana, considerada con la mirada purificada por la
caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y
posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún
componente fundamental de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia
requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan
aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las
desigualdades [83] y que se siga buscando como prioridad el
objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo
mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la
«razón económica». El aumento sistémico de las desigualdades
entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las
poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento
masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la
cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia,
sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico
por el progresivo desgaste del «capital social», es decir, del
conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las
normas, que son indispensables en toda convivencia civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación de
inseguridad estructural da origen a actitudes antiproductivas y
al derroche de recursos humanos, en cuanto que el trabajador
tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos, en
vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto
hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral.
Los costes humanos son siempre también costes económicos
y las disfunciones económicas comportan igualmente costes
humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la
dimensión tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de
beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza el
enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es
importante distinguir entre consideraciones económicas o
sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela
de los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de
redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera
mayor competitividad internacional, impiden consolidar un
desarrollo duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente
las consecuencias que tienen sobre las personas las tendencias
actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo.
Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el
sentido de la economía y de sus fines»[84], además de una
honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo,
para corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en
realidad, el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere
sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas
son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta años después de la Populorum
progressio, su argumento de fondo, el progreso, sigue
siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y
perentorio por la crisis económico-financiera que se está
produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la
pobreza han experimentado cambios notables en términos de
crecimiento económico y participación en la producción mundial,
otras viven todavía en una situación de miseria comparable a la
que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse
que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación
fueran ya señaladas en la Populorum progressio, como por
ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos por los países
económicamente desarrollados, que todavía impiden a los
productos procedentes de los países pobres llegar a los mercados
de los países ricos. En cambio, otras causas que la Encíclica
sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este es el
caso de la valoración del proceso de descolonización, por
entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo
que se recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta
años, hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido,
tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de
antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves
irresponsabilidades internas en los propios países que se han
independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de la
interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada
globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente, pero es
sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en
los países económicamente desarrollados, este proceso ha
implicado por su naturaleza a todas las economías. Ha sido el
motor principal para que regiones enteras superaran el
subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin
embargo, sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso
planetario puede contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora
desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana. Por eso,
la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y
creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de
ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas
nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva
de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la
semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO
Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la
sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida
de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida
debido a una visión de la existencia que antepone a todo la
productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el
don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente.
A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el
único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una
presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede
-por decirlo con una expresión creyente- del pecado de los
orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a
no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la
interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de
la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida,
inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la
educación, de la política, de la acción social y de las
costumbres»[85]. Hace tiempo que la economía forma parte del
conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos
perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba
evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí
mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la
felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar
material y de actuación social. Además, la exigencia de la
economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de
carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los
instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el
pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas
económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad
de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente
por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que
prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se
elimina así de la historia la esperanza cristiana[86],
que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del
desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia. La
esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la
voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La
caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la
manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios,
irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que
trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don
supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en
nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en
nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que,
como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín[88].
Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia
personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en
todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros,
sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no
nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido
se impone al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es
una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de
manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana
puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser
sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna
ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una
comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión
fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de
Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva,
hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye
la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un
segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social
y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar
espacio al principio de gratuidad como expresión de
fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado
es la institución económica que permite el encuentro entre las
personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como
norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de
consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado
está sujeto a los principios de la llamada justicia
conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y
recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no
ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia
distributiva y de la justicia social para la economía
de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y
político más amplio, sino también por la trama de relaciones en
que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente
por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que
se intercambian, no llega a producir la cohesión social que
necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de
solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede
cumplir plenamente su propia función económica. Hoy,
precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de
confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio
que el sistema económico mismo se habría aventajado con la
práctica generalizada de la justicia, pues los primeros
beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido
los países ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal
funcionamiento con las ayudas. No se debe considerar a los
pobres como un «fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde
el punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de
considerar equivocada la visión de quienes piensan que la
economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota de
pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le
interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí
mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance.
Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces
de generarlas.
36. La actividad económica no puede resolver todos los
problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil.
Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que
es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por
tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica,
a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la
acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia
mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no
debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe
convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más
débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que
su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las
relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado
puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia
naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este
sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su
estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo
concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas,
al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los
gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se
puede llegar a transformar medios de por sí buenos en
perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón
oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se
deben hacer reproches al medio o instrumento sino al hombre, a
su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir
relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad,
de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad
económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector
económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial
por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente
porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada
éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades
del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la
crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el
orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no
se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la
ética social, como la trasparencia, la honestidad y la
responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles
el principio de gratuidad y la lógica del don, como
expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en
la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del
hombre en el momento actual, pero también de la razón económica
misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo
tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que
la justicia afecta a todas las fases de la actividad
económica, porque en todo momento tiene que ver con el
hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la
financiación, la producción, el consumo y todas las fases del
proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales.
Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter
moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias
de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se
podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y
asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy
resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se
limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades
gubernativas siguen siendo sobre todo locales. Además, las
normas de justicia deben ser respetadas desde el principio y
durante el proceso económico, y no sólo después o
colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé
cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente
por ejercer su gestión movidos por principios distintos al del
mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor
económico. Muchos planteamientos económicos provenientes de
iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente
posible.
En la época de la globalización, la economía refleja modelos
competitivos vinculados a culturas muy diversas entre sí. El
comportamiento económico y empresarial que se desprende tiene en
común principalmente el respeto de la justicia conmutativa.
Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del
contrato para regular las relaciones de intercambio entre
valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas
y formas de redistribución guiadas por la política,
además de obras caracterizadas por el espíritu del don.
La economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, la
del intercambio contractual, pero directa o indirectamente
demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de la política
y la lógica del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo
II señaló esta problemática al advertir la necesidad de un
sistema basado en tres instancias: el mercado, el
Estado y la sociedad civil[92]. Consideró que la
sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía
de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los
otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe
ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en
todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades
específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En
la época de la globalización, la actividad económica no puede
prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la
solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común
en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva,
de una forma concreta y profunda de democracia económica. La
solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables
de todos[93]; por tanto no se la puede dejar solamente en manos
del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era
alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un
complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se
alcanza ni siquiera la justicia. Se requiere, por tanto, un
mercado en el cual puedan operar libremente, con igualdad de
oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales
diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y
los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse
establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que
persiguen fines mutualistas y sociales. De su recíproca
interacción en el mercado se puede esperar una especie de
combinación entre los comportamientos de empresa y, con ella,
una atención más sensible a una civilización de la economía.
En este caso, caridad en la verdad significa la necesidad de dar
forma y organización a las iniciativas económicas que, sin
renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del
intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí
mismo.
39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se
llegase a un modelo de economía de mercado capaz de incluir,
al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a
los particularmente dotados. Pedía un compromiso para
promover un mundo más humano para todos, un mundo «en donde
todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos
sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94]. Así,
extendía al plano universal las mismas exigencias y aspiraciones
de la Rerum novarum, escrita como consecuencia de la
revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la idea
-seguramente avanzada para aquel tiempo- de que el orden civil,
para sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del
Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además de
puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y
de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las
exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la doctrina
de la Iglesia ha sostenido siempre, partiendo de su visión del
hombre y de la sociedad, es necesario también hoy para las
dinámicas características de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen
de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos
de influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las
relaciones entre los ciudadanos, la participación y el sentido
de pertenencia, que no se identifican con el «dar para tener»,
propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber»,
propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el
Estado impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo
requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones
basadas en la compraventa, o en las transferencias de las
estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo
en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de
actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de
gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado
corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía
solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil
aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de
la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden
prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la
política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas económicas internacionales,
caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren
también cambios profundos en el modo de entender la empresa.
Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo,
mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno
de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi
exclusivamente a las expectativas de los inversores en
detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo
crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son
menos las empresas que dependen de un único empresario estable
que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco
tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez
son menos las empresas que dependen de un único territorio.
Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva
puede atenuar en el empresario el sentido de responsabilidad
respecto a los interesados, como los trabajadores, los
proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la
sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas,
que no están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de
una extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los
capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción.
Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la
conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social» más
amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos
que guían hoy el debate sobre la responsabilidad social de la
empresa son aceptables según la perspectiva de la doctrina
social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada vez
más la convicción según la cual la gestión de la empresa no
puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios,
sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la
vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de
los diversos elementos de producción, la comunidad de
referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de
una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde
sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia
compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su
retribución. Pero también hay muchos managers hoy que, con un
análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos
lazos de su empresa con el territorio o territorios en que
desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente
el daño que la trasferencia de capitales al extranjero, por puro
provecho personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan
Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado
moral, además de económico[96]. Se ha de reiterar que todo
esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el
mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la
moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que
invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se
puede negar que un cierto capital puede hacer el bien cuando se
invierte en el extranjero en vez de en la propia patria. Pero
deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en
cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios
que comporta para las personas el que no se emplee en los
lugares donde se ha generado[97]. Se ha de evitar que el
empleo de recursos financieros esté motivado por la
especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un
beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a
largo plazo, su propio servicio a la economía real y la
promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas
económicas también en los países necesitados de desarrollo.
Tampoco hay motivos para negar que la deslocalización, que lleva
consigo inversiones y formación, puede hacer bien a la población
del país que la recibe. El trabajo y los conocimientos técnicos
son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito
deslocalizar únicamente para aprovechar particulares condiciones
favorables, o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad
local una verdadera contribución para el nacimiento de un sólido
sistema productivo y social, factor imprescindible para un
desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa
empresarial tiene, y debe asumir cada vez más, un
significado polivalente. El predominio persistente del
binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar
exclusivamente en el empresario privado de tipo capitalista por
un lado y en el directivo estatal por otro. En realidad, la
iniciativa empresarial se ha de entender de modo articulado. Así
lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser
empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un
significado humano[98]. Es propio de todo trabajo visto como
«actus personae»[99] y por eso es bueno que todo trabajador
tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de
modo que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo
propio»[100]. Por eso, Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es
un creador»[101]. Precisamente para responder a las exigencias y
a la dignidad de quien trabaja, y a las necesidades de la
sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la pura
distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y
manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica.
Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse
al servicio del bien común nacional y mundial, es oportuno tener
en cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial.
Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua
configuración entre los diversos tipos de iniciativa
empresarial, con transvase de competencias del mundo non
profit al profit y viceversa, del público al propio
de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de
países en vía de desarrollo.
También la «autoridad política» tiene un
significado polivalente, que no se puede olvidar mientras se
camina hacia la consecución de un nuevo orden
económico-productivo, socialmente responsable y a medida del
hombre. Al igual que se pretende cultivar una iniciativa
empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también se debe
promover una autoridad política repartida y que ha de actuar en
diversos planos. El mercado único de nuestros días no elimina el
papel de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una
colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia
aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del
Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel
parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay
naciones donde la construcción o reconstrucción del Estado sigue
siendo un elemento clave para su desarrollo. La ayuda
internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado
en la solidaridad para solucionar los actuales problemas
económicos, debería apoyar en primer lugar la consolidación de
los sistemas constitucionales, jurídicos y administrativos en
los países que todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las
ayudas económicas deberían ir acompañadas de aquellas medidas
destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público y de prisiones
respetuoso de los derechos humanos y a consolidar instituciones
verdaderamente democráticas. No es necesario que el Estado tenga
las mismas características en todos los sitios: el
fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede
ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras
instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social,
territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad
política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de
los cauces privilegiados para poder orientar la globalización
económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho
los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la
globalización, como si las dinámicas que la producen
procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras
independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto, es
bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente
como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única
dimensión. Tras este proceso más visible hay realmente una
humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas y pueblos
para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103],
gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen
sus respectivas responsabilidades. La superación de las
fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural,
en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la
globalización de manera determinista, se pierden los criterios
para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser
fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas
a un discernimiento. La verdad de la globalización como proceso
y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la
familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que
esforzarse incesantemente para favorecer una orientación
cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia,
del proceso de integración planetaria.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero
que no se deben absolutizar, «la globalización no es, a
priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de
ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas,
procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad.
Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud
errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que
tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una
gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de
desarrollo que ofrece. El proceso de globalización,
adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de
una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como
nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede
incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con
una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las
disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones
entre los pueblos y en su interior, de modo que la
redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de
la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer
también una mala gestión de la situación actual. Durante mucho
tiempo se ha pensado que los pueblos pobres deberían permanecer
anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o
contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados.
Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad en la Populorum
progressio. Los recursos materiales disponibles para sacar a
estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente mayores que
antes, pero se han servido de ellos principalmente los países
desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización
de los movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la
difusión de ámbitos de bienestar en el mundo no debería ser
obstaculizada con proyectos egoístas, proteccionistas o dictados
por intereses particulares. En efecto, la participación de
países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy gestionar
mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización
comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se
podrán superar si se toma conciencia del espíritu antropológico
y ético que en el fondo impulsa la globalización hacia metas
de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve
con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas
ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La
globalización es un fenómeno multidimensional y polivalente, que
exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de todas
sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y
orientar la globalización de la humanidad en términos de
relacionalidad, comunión y participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS,
DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio
para todos, es también un deber».[105] En la actualidad, muchos
pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí
mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al
desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante
urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos
presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo
arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción.
Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de
carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las
estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay
derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en
gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con frecuencia una
relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e
incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades
opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción
básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del
mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes
ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos
individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé
un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de
exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La
exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes.
Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco
antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los
derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los
deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y
promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si
los derechos del hombre se fundamentan sólo en las
deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser
cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja
en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de
conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales
pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no
disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en
peligro el verdadero desarrollo de los pueblos[108].
Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los
organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países
más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen que la
comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser
«artífices de su destino»[109], es decir, a que asuman a su vez
deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más
que la mera reivindicación de derechos.
44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto
al desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas
relacionados con el crecimiento demográfico. Es un
aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a
los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No
es correcto considerar el aumento de población como la primera
causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista
económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución
de la mortalidad infantil y al aumento de la edad media que se
produce en los países económicamente desarrollados y, por otra,
en los signos de crisis que se perciben en la sociedades en las
que se constata una preocupante disminución de la natalidad.
Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una
procreación responsable que, por lo demás, es una contribución
efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se
interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste
a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la
sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho
hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se
puede limitar a una instrucción técnica, con la única
preocupación de proteger a los interesados de eventuales
contagios o del «riesgo» de procrear. Esto equivaldría a
empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad
por la persona y la comunidad. En efecto, la responsabilidad
evita tanto que se considere la sexualidad como una simple
fuente de placer, como que se regule con políticas de
planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata
de concepciones y políticas materialistas, en las que las
personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente
a todo esto, se debe resaltar la competencia primordial que en
este campo tienen las familias[111] respecto del Estado y sus
políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los
padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una
riqueza social y económica. Grandes naciones han podido
salir de la miseria gracias también al gran número y a la
capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo
florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en
algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice
de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor
bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo
del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis
incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes,
merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos
financieros necesarios para las inversiones, reduce la
disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la
reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de
la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a
veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y
de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones
que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de
fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e
incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones
la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las
exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la
persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a
establecer políticas que promuevan la centralidad y la
integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un
hombre y una mujer, célula primordial y vital de la
sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas
económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza
relacional.
45. Responder a las exigencias morales más profundas de la
persona tiene también importantes efectos beneficiosos en el
plano económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la
ética para su correcto funcionamiento; no de una ética
cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla
mucho de ética en el campo económico, bancario y empresarial.
Surgen centros de estudio y programas formativos de business
ethics; se difunde en el mundo desarrollado el sistema de
certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de
ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa.
Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados
«éticos». Se desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante
el microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos
procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos
positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la
tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de
discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo
«ético» que, usado de manera genérica, puede abarcar también
contenidos completamente distintos, hasta el punto de hacer
pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia
y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia.
Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una
aportación específica, que se funda en la creación del hombre «a
imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la
inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor
trascendente de las normas morales naturales. Una ética
económica que prescinda de estos dos pilares correría el peligro
de perder inevitablemente su propio significado y prestarse así
a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo
de amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en
vez de corregir sus disfunciones. Además, podría acabar incluso
justificando la financiación de proyectos no éticos. Es
necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera
ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían
éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa
cualificación. Conviene esforzarse -la observación aquí es
esencial- no sólo para que surjan sectores o segmentos «éticos»
de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía
y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta
externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su
propia naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la
Iglesia habla con claridad, recordando que la economía, en todas
sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].
46.Respecto al tema de la relación entre empresa y ética,
así como de la evolución que está teniendo el sistema
productivo, parece que la distinción hasta ahora más difundida
entre empresas destinadas al beneficio (profit) y
organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no
refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar
eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido
surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de
empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas
tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de ayuda a
países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas
concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de
utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada
economía civil y de comunión. No se trata sólo de un «tercer
sector», sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que
implica al sector privado y público y que no excluye el
beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos
y sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los
beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica
prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad
para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar
objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de
desear que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos
los países también un marco jurídico y fiscal adecuado. Así, sin
restar importancia y utilidad económica y social a las formas
tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una
asunción más clara y plena de los deberes por parte de los
agentes económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad de
las formas institucionales de empresa es lo que promueve un
mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en
particular, de los que son capaces de concebir el beneficio como
un instrumento para conseguir objetivos de humanización del
mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en
países excluidos o marginados de los circuitos de la economía
global, donde es muy importante proceder con proyectos de
subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que
tiendan a promover los derechos, pero previendo siempre que se
asuman también las correspondientes res-ponsabilidades. En las
iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el
principio de la centralidad de la persona humana, que es
quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo
que interesa principalmente es la mejora de las condiciones de
vida de las personas concretas de una cierta región, para que
puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les
permite observar actualmente. La preocupación nunca puede ser
una actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder
adaptarse a las situaciones concretas, han de ser flexibles; y
las personas que se beneficien deben implicarse directamente en
su planificación y convertirse en protagonistas de su
realización. También es necesario aplicar los criterios de
progresión y acompañamiento -incluido el seguimiento de los
resultados-, porque no hay recetas universalmente válidas. Mucho
depende de la gestión concreta de las intervenciones.
«Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los
primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el
aislamiento»[114]. Hoy, con la consolidación del proceso de
progresiva integración del planeta, esta exhortación de Pablo VI
es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no tienen nada
de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración
prudencial de cada situación. Al lado de los macroproyectos son
necesarios los microproyectos y, sobre todo, es necesaria la
movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad civil,
tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La cooperación internacional necesita personas que
participen en el proceso del desarrollo económico y humano,
mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la
formación y el respeto. Desde este punto de vista, los propios
organismos internacionales deberían preguntarse sobre la
eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos,
frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de
las ayudas resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres
sirven para mantener costosos organismos burocráticos, que
destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado
elevado de esos recursos que deberían ser destinados al
desarrollo. A este respecto, cabría desear que los organismos
internacionales y las organizaciones no gubernamentales se
esforzaran por una transparencia total, informando a los
donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los
fondos recibidos que se destina a programas de cooperación,
sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin,
sobre la distribución de los gastos de la institución misma.
48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los
deberes que nacen de la relación del hombre con el
ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su
uso representa para nosotros una responsabilidad para con los
pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se
considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto
del azar o del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de
la responsabilidad en las conciencias. El creyente reconoce en
la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención
creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente
para satisfacer sus legítimas necesidades -materiales e
inmateriales- respetando el equilibrio inherente a la creación
misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la
naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de
ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de
la naturaleza, fruto de la creación de Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de
verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como
ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de
su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud»
en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col
1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115]. La
naturaleza está a nuestra disposición no como un «montón de
desechos esparcidos al azar»,[116] sino como un don del Creador
que ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre
descubra las orientaciones que se deben seguir para «guardarla y
cultivarla» (cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es
contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como
más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce
a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del
hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en
sentido puramente naturalista. Por otra parte, también es
necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa
tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia
disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y
que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios
para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy,
muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas
maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente la
naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo
fuente de violencia para con el ambiente, provocando además
conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta,
en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de
espíritu, y por tanto rica de significados y fines
trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la
cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural
mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la
libertad responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral.
Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no
pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de
caracterizarse por la solidaridad y la justicia
intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos,
como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el
cultural[117].
49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y
salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en cuenta los
problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por
parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos
energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el
desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios
económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no
renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de
fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos
naturales, que en muchos casos se encuentran precisamente en
países pobres, causa explotación y conflictos frecuentes entre
las naciones y en su interior. Dichos conflictos se producen con
frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con
graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación
aún. La comunidad internacional tiene el deber imprescindible de
encontrar los modos institucionales para ordenar el
aprovechamiento de los recursos no renovables, con la
participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también una urgente necesidad moral
de una renovada solidaridad, especialmente en las relaciones
entre países en vías de desarrollo y países altamente
industrializados[118]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas
pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque
las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre
sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica.
Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia
energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de
energías alternativas. Pero es también necesaria una
redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera
que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos.
Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o
depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas
relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada,
requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia
de las consecuencias que afectarán a las nuevas generaciones, y
sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos
pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la
construcción de un mundo mejor»[119].
50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo
a la energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las
nuevas generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que
el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para
custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos
nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y
alimentar dignamente a la población que la habita. En nuestra
tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe
encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la
ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el
tesón del propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos
considerar un deber muy grave el dejar la tierra a las nuevas
generaciones en un estado en el que puedan habitarla dignamente
y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de decidir
juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a
seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser
humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor
creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos»[120]. Es de desear que la comunidad internacional y
cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente los modos de
utilizar el ambiente que le sean nocivos. Y también las
autoridades competentes han de hacer los esfuerzos necesarios
para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso
de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera
transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se
benefician, y no por otros o por las futuras generaciones. La
protección del entorno, de los recursos y del clima requiere que
todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y
demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el respeto de la
ley y la solidaridad con las regiones más débiles del
planeta[121]. Una de las mayores tareas de la economía es
precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el abuso,
teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es
axiológicamente neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en
la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto
exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida
que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al
consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se
derivan[122]. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que
nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de
los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien,
así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento
común sean los elementos que determinen las opciones del
consumo, de los ahorros y de las inversiones»[123]. Cualquier
menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños
ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez,
provoca insatisfacción en las relaciones sociales. La
naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada
en la dinámica social y culturales que prácticamente ya no
constituye una variable independiente. La desertización y el
empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son
también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su
atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de
estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además,
muchos recursos naturales quedan devastados con las guerras. La
paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también una
mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los
recursos, especialmente del agua, puede provocar graves
conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico
sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y,
al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la
creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no
sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la
creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al
hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que
exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En
efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida
a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se
respeta la «ecología humana»[124] en la sociedad, también
la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes
humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento
de una pone en peligro también a las otras, así también el
sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la
sana convivencia social como la buena relación con la
naturaleza.
Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con
incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con
una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes,
pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la
sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la
muerte natural, si se hace artificial la concepción, la
gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones
humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo
el concepto de ecología humana y con ello de la ecología
ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones
el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes
no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la
naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la
vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones
sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los
deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los
que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su
relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar
otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis
actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña
a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden
producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni
puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y
Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para
el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser
sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las
personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple
deliberación humana, sino que está inscrita en un plano que nos
precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser
acogido libremente. Lo que nos precede y constituye -el Amor y
la Verdad subsistentes- nos indica qué es el bien y en qué
consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el
verdadero desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO
LA COLABORACIÓN
DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede
experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras
pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del
no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son
provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia
original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser
autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero,
un «extranjero» en un universo que se ha formado por casualidad.
El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la
realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un
Fundamento[125]. Toda la humanidad está alienada cuando se
entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y
utopías falsas[126]. Hoy la humanidad aparece mucho más
interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en
verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende
sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia,
que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres
que no viven simplemente uno junto al otro[127].
Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable
vacío de ideas»[128]. La afirmación contiene una constatación,
pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del
pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una
familia; la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a
dar ese impulso, para que la integración se desarrolle bajo el
signo de la solidaridad[129] en vez del de la marginación. Dicho
pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa
de la categoría de la relación. Es un compromiso que no
puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que
requiere la aportación de saberes como la metafísica y la
teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del
hombre.
La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se
realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive
de manera auténtica, tanto más madura también en la propia
identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino
poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale
también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil
para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre
las personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración y
orientación en la revelación cristiana, según la cual la
comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando
su autonomía, como ocurre en las diversas formas del
totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación
entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo[130].
De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno
a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora
plenamente la «criatura nueva» (Ga 6,15; 2 Co
5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así
también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las
personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más
transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima
diversidad.
54.El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión
relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la
única comunidad de la familia humana, que se construye en la
solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la
justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de manera
decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la
única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en
cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La
transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el
vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta
unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa
realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos
uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de
esta unidad[131]. También las relaciones entre los hombres a lo
largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este
Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado
de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no
significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda.
Esto se manifiesta también en las experiencias humanas comunes
del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los
esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24;
Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de ellos
una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une
los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono,
atrayéndolos y uniéndolos en ella.
55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano
presupone una interpretación metafísica del humanum,
en la que la relacionalidad es elemento esencial. También
otras culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la
paz y, por tanto, son de gran importancia para el desarrollo
humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y
culturales en las que no se asume plenamente el principio del
amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero
desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está
siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo religioso,
que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la
búsqueda del bienestar individual, limitándose a gratificar las
expectativas psicológicas. También una cierta proliferación de
itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso de personas
individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser
factores de dispersión y de falta de compromiso. Un posible
efecto negativo del proceso de globalización es la tendencia a
favorecer dicho sincretismo[132], alimentando formas de
«religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de
hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo
tiempo, persisten a veces parcelas culturales y religiosas que
encasillan la sociedad en castas sociales estáticas, en
creencias mágicas que no respetan la dignidad de la persona, en
actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el
amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse,
perjudicando el auténtico desarrollo.
Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el
desarrollo necesita de las religiones y de las culturas de los
diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que
es necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa
no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas
las religiones sean iguales[133]. El discernimiento sobre la
contribución de las culturas y de las religiones es necesario
para la construcción de la comunidad social en el respeto del
bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político.
Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad
y de la verdad. Puesto que está en juego el desarrollo de las
personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de
emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana
verdaderamente universal. El criterio para evaluar las culturas
y las religiones es también «todo el hombre y todos los
hombres». El cristianismo, religión del «Dios que tiene un
rostro humano»[134], lleva en sí mismo un criterio similar.
56. La religión cristiana y las otras religiones pueden
contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en
la esfera pública, con específica referencia a la dimensión
cultural, social, económica y, en particular, política. La
doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa
«carta de ciudadanía»[135] de la religión cristiana. La negación
del derecho a profesar públicamente la propia religión y a
trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida
pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero
desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así
como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el
encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso
de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y
la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el
riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque
se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se
reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el
fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y
de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa.
La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y
esto vale también para la razón política, que no debe creerse
omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de
ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro
humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso
para el desarrollo de la humanidad.
57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el
ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más
apropiado para promover la colaboración fraterna entre
creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de
trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres
conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et
spes: «Según la opinión casi unánime de creyentes y no
creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al
hombre como su centro y su culminación»[136]. Para los
creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la
necesidad, sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de
los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y
mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes,
para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto
divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin
duda, el principio de subsidiaridad[137], expresión de la
inalienable libertad humana. La subsidiaridad es ante todo una
ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos
intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los
sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos,
implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece
la libertad y la participación a la hora de asumir
responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la
persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los
otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma
parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto
más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo
paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple
articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los
sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio
particularmente adecuado para gobernar la globalización y
orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir
la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático,
el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario,
articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren
recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una
autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un
bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar
organizada de modo subsidiario y con división de poderes[138],
tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente
eficaz.
58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse
íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa,
porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en
el particularismo social, también es cierto que la solidaridad
sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla
al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy
en cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las
ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de
las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un
pueblo en un estado de dependencia, e incluso favorecer
situaciones de dominio local y de explotación en el país que las
recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no
deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando no
sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a
los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la
sociedad civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas de
ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas
integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo
verdad que el recurso humano es más valioso de los países en
vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de
potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro
verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el
campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en
vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el
ingreso de sus productos en los mercados internacionales,
posibilitando así su plena participación en la vida económica
internacional. En el pasado, las ayudas han servido con
demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los
productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta
de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario
ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos
mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la
competencia de las importaciones de productos, normalmente
agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin
embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar
dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia
a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y
equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a
todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este motivo,
no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos,
sino establecer reglas comerciales internacionales que los
sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer
más productivas esas economías.
59. La cooperación para el desarrollo no debe
contemplar solamente la dimensión económica; ha de ser una gran
ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los
sujetos de la cooperación de los países económicamente
desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la
identidad cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no
podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de los países
pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin
discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en
condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico
desarrollo[139]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas no
deben confundir el propio desarrollo tecnológico con una
presunta superioridad cultural, sino que deben redescubrir en sí
mismas virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer a
lo largo de su historia. Las sociedades en crecimiento deben
permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus
tradiciones, evitando que superpongan automáticamente a ellas
las formas de la civilización tecnológica globalizada. En todas
las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas,
expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el
Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley
natural[140]. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de
todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al
pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se
alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios.
Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la
base de toda colaboración social constructiva. En todas las
culturas hay costras que limpiar y sombras que despejar. La fe
cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas,
puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad
universal, en beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica
actual, la ayuda al desarrollo de los países pobres debe
considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza
para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un
crecimiento de tan significativo valor -incluso para la economía
mundial- como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía
en una fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo
económico? En esta perspectiva, los estados económicamente más
desarrollados harán lo posible por destinar mayores porcentajes
de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo,
respetando los compromisos que se han tomado sobre este punto en
el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también
revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad
social, aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y
creando sistemas de seguridad social más integrados, con la
participación activa de las personas y de la sociedad civil. De
esta manera, es posible también mejorar los servicios sociales y
asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando
derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad
internacional. Un sistema de solidaridad social más
participativo y orgánico, menos burocratizado pero no por ello
menos coordinado, podría revitalizar muchas energías hoy
adormecidas en favor también de la solidaridad entre los
pueblos.
Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de
la aplicación eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que
permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los
porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede
ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar
formas de solidaridad social desde la base, con obvios
beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad
para el desarrollo.
61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se
manifiesta ante todo en seguir promoviendo, también en
condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la
educación que, por otro lado, es una condición esencial para
la eficacia de la cooperación internacional misma. Con el
término «educación» no nos referimos sólo a la instrucción o a
la formación para el trabajo, que son dos causas importantes
para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona.
A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para
educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha
naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a
la educación moral, comprometiendo su difusión universal.
Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con
consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a
las poblaciones más necesitadas, a las que no faltan sólo
recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios
pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena
realización humana.
Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en
el fenómeno del turismo internacional[141], que puede ser
un notable factor de desarrollo económico y crecimiento
cultural, pero que en ocasiones puede transformarse en una forma
de explotación y degradación moral. La situación actual ofrece
oportunidades singulares para que los aspectos económicos del
desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de
experiencias empresariales locales significativas, se combinen
con los culturales, y en primer lugar el educativo. En muchos
casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es
una experiencia deseducativa, tanto para el turista como para
las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con
conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del
llamado turismo sexual, al que se sacrifican tantos seres
humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto
ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el
silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas y con
la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a
ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia
de manera consumista y hedonista, como una evasión y con modos
de organización típicos de los países de origen, de forma que no
se favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas.
Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover
un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso
y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también
a través de una relación más estrecha con las experiencias de
cooperación internacional y de iniciativas empresariales para el
desarrollo.
62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo
humano integral, es el fenómeno de las migraciones.
Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por
los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y
religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que
plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad
internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social
de que marca época, que requiere una fuerte y clarividente
política de cooperación internacional para afrontarlo
debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de
una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de
destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas
normativas internacionales capaces de armonizar los diversos
ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las
exigencias y los derechos de las personas y de las familias
emigrantes, así como las de las sociedades de destino. Ningún
país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas
migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el
disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos
migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de
gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores
extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su
integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo
al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su
país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente,
estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía
o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como
cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una
persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales
inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier
situación[142].
63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de
resaltar relación entre pobreza y desocupación. Los
pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la
dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus
posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se
devalúan «los derechos que fluyen del mismo, especialmente el
derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del
trabajador y de su familia»[143]. Por esto, ya el 1 de mayo de
2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con
ocasión del Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento
para «una coalición mundial a favor del trabajo decente»[144],
alentando la estrategia de la Organización Internacional del
Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo moral a este
objetivo, como aspiración de las familias en todos los países
del mundo. Pero ¿qué significa la palabra «decencia» aplicada al
trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea
expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un
trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los
trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad;
un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean
respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita
satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los
hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que
consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír
su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse
adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal,
familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición
digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.
64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno
hacer un llamamiento a las organizaciones sindicales de los
trabajadores, desde siempre alentadas y sostenidas por la
Iglesia, ante la urgente exigencia de abrirse a las nuevas
perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las organizaciones
sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos
problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones
propias de los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a
ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias
sociales señalan en el conflicto entre persona-trabajadora y
persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la tesis de
que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del
trabajador a la centralidad del consumidor, parece en cualquier
caso que éste es también un terreno para experiencias sindicales
innovadoras. El contexto global en el que se desarrolla el
trabajo requiere igualmente que las organizaciones sindicales
nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de
sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados
y, en particular, hacia los trabajadores de los países en vía de
desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales.
La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante
iniciativas apropiadas en favor de los países de origen,
permitirá a las organizaciones sindicales poner de relieve las
auténticas razones éticas y culturales que las han consentido
ser, en contextos sociales y laborales diversos, un factor
decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la tradicional
enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción de papeles y
funciones entre sindicato y política. Esta distinción permitirá
a las organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil
el ámbito más adecuado para su necesaria actuación en defensa y
promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor de los
trabajadores explotados y no representados, cuya amarga
condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos
distraídos de la sociedad.
65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que
han de renovar necesariamente sus estructuras y modos de
funcionamiento tras su mala utilización, que ha dañado la
economía real, vuelvan a ser un instrumento encaminado a
producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y
todas las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto
instrumentos, deben ser utilizados de manera ética para crear
las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y de los
pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias
indispensable, promover iniciativas financieras en las que
predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no debe
hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener como
meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es
preciso que el intento de hacer el bien no se contraponga al de
la capacidad efectiva de producir bienes. Los agentes
financieros han de redescubrir el fundamento ético de su
actividad para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados
con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta
intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son
compatibles y nunca se deben separar. Si el amor es inteligente,
sabe encontrar también los modos de actuar según una
conveniencia previsible y justa, como muestran de manera
significativa muchas experiencias en el campo del crédito
cooperativo.
Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los
sujetos más débiles e impedir escandalosas especulaciones,
cuanto la experimentación de nuevas formas de finanzas
destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias
positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la
propia responsabilidad del ahorrador. También la
experiencia de la microfinanciación, que hunde sus raíces en
la reflexión y en la actuación de los humanistas civiles -pienso
sobre todo en el origen de los Montes de Piedad-, ha de ser
reforzada y actualizada, sobre todo en los momentos en que los
problemas financieros pueden resultar dramáticos para los
sectores más vulnerables de la población, que deben ser
protegidos de la amenaza de la usura y la desesperación. Los más
débiles deben ser educados para defenderse de la usura, así como
los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse
realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles
formas de explotación en estos dos campos. Puesto que también en
los países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la
microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear
iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más
débiles de la sociedad, también ante una posible fase de
empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder
político, el de los consumidores y sus asociaciones. Es
un fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene
elementos positivos que hay que fomentar, como también excesos
que se han de evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de
que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El
consumidor tiene una responsabilidad social específica, que
se añade a la responsabilidad social de la empresa. Los
consumidores deben ser constantemente educados[145] para el
papel que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando
los principios morales, sin que disminuya la racionalidad
económica intrínseca en el acto de comprar. También en el campo
de las compras, precisamente en momentos como los que se están
viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y
se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras
vías como, por ejemplo, formas de cooperación para las
adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de consumo, que
existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los
católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de
comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas
del planeta para garantizar una retribución decente a los
productores, a condición de que se trate de un mercado
transparente, que los productores reciban no sólo mayores
márgenes de ganancia sino también mayor formación,
profesionalidad y tecnología y, finalmente, que dichas
experiencias de economía para el desarrollo no estén
condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear
un papel más incisivo de los consumidores como factor de
democracia económica, siempre que ellos mismos no estén
manipulados por asociaciones escasamente representativas.
67. Ente el imparable aumento de la interdependencia mundial,
y también en presencia de una recesión de alcance global, se
siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la
Organización de las Naciones Unidas como de la
arquitectura económica y financiera internacional, para que
se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y
se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner
en práctica el principio de la responsabilidad de proteger[146]
y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las
naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con
vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que
incremente y oriente la colaboración internacional hacia el
desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la
economía mundial, para sanear las economías afectadas por la
crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios
consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la
seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia
del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia
de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya
esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad
deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera
concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad,
estar ordenada a la realización del bien común[147],
comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo
humano integral inspirado en los valores de la caridad en la
verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por
todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la
seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los
derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer
respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como
las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros
internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho
internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en
los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado
por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El
desarrollo integral de los pueblos y la colaboración
internacional exigen el establecimiento de un grado superior de
ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno
de la globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un
orden social conforme al orden moral, así como esa relación
entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y
civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS
Y LA TÉCNICA
68. El tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente
unido al del desarrollo de cada hombre. La persona humana tiende
por naturaleza a su propio desarrollo. Éste no está garantizado
por una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de
nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y
responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de
nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el
resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está
originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias
limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera
arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la
base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás
personas se nos presentan como no disponibles, sino también
nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se
degrada cuando ésta pretende ser la única creadora de sí misma.
De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se degrada
cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los
«prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo
económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya
en los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento
antinatural y consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos
de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino
verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la
precede. Para alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre
entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales de la
ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.
69. El problema del desarrollo en la actualidad está
estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus
aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica -
conviene subrayarlo - es un hecho profundamente humano,
vinculado a la autonomía y libertad del hombre. En la técnica se
manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia.
«Siendo éste [el espíritu] "menos esclavo de las cosas, puede
más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación del
Creador"»[150]. La técnica permite dominar la materia, reducir
los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida.
Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica,
vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a
sí mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto
objetivo del actuar humano[151], cuyo origen y razón de ser está
en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la
técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y
cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión
del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos
condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se
inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra
(cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se
orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente
que debe reflejar el amor creador de Dios.
70. El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la
autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo
por el cómo, en vez de considerar los porqués que
lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro
ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la
libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una
libertad absoluta, que desea prescindir de los límites
inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría
sustituir las ideologías por la técnica[152], transformándose
ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad
al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori
del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad. En
ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría
los aspectos de su vida desde un horizonte cultural
tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente, sin poder
encontrar jamás un sentido que no sea producido por nosotros
mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista,
que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el
único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se
niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero
desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del
desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica
y de captar el significado plenamente humano del quehacer del
hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada
en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a
través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia,
su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad
responsable. La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo
rescata de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte.
Pero la libertad humana es ella misma sólo cuando responde a
esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la
responsabilidad moral. De ahí la necesidad apremiante de una
formación para un uso ético y responsable de la técnica.
Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano,
se debe recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no
consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la
respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio
ser.
71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su
originario cauce humanista se muestra hoy de manera evidente en
la tecnificación del desarrollo y de la paz. El desarrollo de
los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de
ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de
impuestos, de inversiones productivas, de reformas
institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente
técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy
importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones
de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La
causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará
plenamente garantizado plenamente por fuerzas que en gran medida
son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de
mercado o de políticas de carácter internacional. El
desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores
económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su
conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la
preparación profesional como la coherencia moral. Cuando
predomina la absolutización de la técnica se produce una
confusión entre los fines y los medios, el empresario considera
como único criterio de acción el máximo beneficio en la
producción; el político, la consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa
red de relaciones económicas, financieras y políticas persisten
frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia; los
flujos de conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de
sus propietarios, mientras que la situación real de las
poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos
flujos, permanece inalterada, sin posibilidades reales de
emancipación.
72. También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada
como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los
acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a
asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la
construcción de la paz necesita una red constante de
contactos diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos,
encuentros culturales, acuerdos en proyectos comunes, como
también que se adopten compromisos compartidos para alejar las
amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las continuas
tentaciones terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos
produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en
valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es
preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener
en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada
sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo
de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el
encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del
desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca.
Entre estas personas encontramos también fieles cristianos,
implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano
al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo tecnológico está relacionado con la
influencia cada vez mayor de los medios de comunicación
social. Es casi imposible imaginar ya la existencia de la
familia humana sin su presencia. Para bien o para mal, se han
introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece
realmente absurda la postura de quienes defienden su neutralidad
y, consiguientemente, reivindican su autonomía con respecto a la
moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo,
que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos
medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses
económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de
imponer parámetros culturales en función de proyectos de
carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental
de los medios de comunicación en determinar los cambios en el
modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana
misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo,
especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la
globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual
que ocurre con la correcta gestión de la globalización y el
desarrollo, el sentido y la finalidad de los medios de
comunicación debe buscarse en su fundamento antropológico.
Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización
no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen
mayores posibilidades para la comunicación y la información,
sino sobre todo cuando se organizan y se orientan bajo la luz de
una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores
universales. El mero hecho de que los medios de comunicación
social multipliquen las posibilidades de interconexión y de
circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el
desarrollo y la democracia para todos. Para alcanzar estos
objetivos se necesita que los medios de comunicación estén
centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de
los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se
pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad
natural y sobrenatural. En efecto, la libertad humana está
intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los medios
pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la
familia humana y al ethos de la sociedad, cuando se
convierten en instrumentos que promueven la participación
universal en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad, la bioética es un campo
prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo
de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en
juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es
un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su
fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un
producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos
científicos en este campo y las posibilidades de una
intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la
elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la
trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos
ante un aut aut decisivo. Pero la racionalidad del
quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como
irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del
valor. Por ello, la cerrazón a la trascendencia tropieza con la
dificultad de pensar cómo es posible que de la nada haya surgido
el ser y de la casualidad la inteligencia[153]. Ante estos
problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo
juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer
técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la
ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el
riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas[154].
75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial
de la cuestión social[155]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso
afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente
en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica
no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la
vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la
intervención del hombre. La fecundación in vitro, la
investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de
la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual
del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier
misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida. Es
aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima
expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada
únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no
han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro
del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la
«cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga
difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro,
aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática
planificación eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se
va abriendo paso una mens eutanasica, manifestación no
menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas
condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de
estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la
dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una
concepción materialista y mecanicista de la vida humana. ¿Quién
puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo de esta
mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia ante
tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia
caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo
es? Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se
propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a
escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar
injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen
llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el
riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una
conciencia incapaz de reconocer lo humano. Dios revela el hombre
al hombre; la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el
bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la que
brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero
también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad
moral.
76. Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se
puede apreciar en la propensión a considerar los problemas y los
fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un
punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De
esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser
conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con
las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde
progresivamente. El problema del desarrollo está
estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma
del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a
la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar
emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda
incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar
que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de
las soluciones que se dan a los problemas de carácter
espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso
material, uno espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo
y alma»[156], nacido del amor creador de Dios y destinado a
vivir eternamente. El ser humano se desarrolla cuando crece
espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad
que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga
consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está
inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y
las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades
opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales.
Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que
oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un
auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la
droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen
una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente
abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el
cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno
ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las
personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo.
77. El absolutismo de la técnica tiende a producir una
incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la
pura materia. Sin embargo, todos los hombres tienen experiencia
de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida.
Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde
siempre algo que va más allá del dato empírico. Todo
conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño
prodigio, porque nunca se explica completamente con los
elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre
algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay
siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos dejar de
sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto
de amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se asemeja
mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva.
También el desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un
nivel parecido, si consideramos la dimensión espiritual
que debe incluir necesariamente el desarrollo para ser
auténtico. Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón
nuevo, que superen la visión materialista de los
acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo
ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer. Por este camino
se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo
criterio orientador se halla en la fuerza impulsora de la
caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra
entender quién es. Ante los grandes problemas del
desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego
y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de
Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5). Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el final del mundo» (Mt 28,20). Ante el ingente trabajo
que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene,
junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la
justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum
progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí
mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un
verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado
individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de
Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento
nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo
íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al
servicio del desarrollo es un humanismo cristiano,[157] que
vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad,
acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La
disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con
los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y
gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el
indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de
olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno
de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo
que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un
humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y
realización de formas de vida social y civil -en el ámbito de
las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos-,
protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del
momento. La conciencia del amor indestructible de Dios es la que
nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la
justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y
fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a
las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de
lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y
seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice
inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las
autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre
menos de lo que anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para
luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro
Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos
levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de
que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que
procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro
esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más
difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de
volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a
la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de
fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en
la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de
renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de
paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones
de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer
así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del
hombre. Todo esto es del hombre, porque el hombre
es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios,
porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor
y nos redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo
futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1
Co 3,22-23). El anhelo del cristiano es que toda la familia
humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al
Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al
Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha
enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y
tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y
generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta
excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt
6,9-13).
Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este
deseo con las mismas palabras del Apóstol en su carta a los
Romanos: «Que vuestra caridad no sea una farsa: aborreced
lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed
cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno
mismo» (12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo
VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como
Speculum iustitiae y Regina pacis, nos proteja y
nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza
y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en
favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los
hombres»[159].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad
de San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 22: AAS 59 (1967), 268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69.
[2] Homilía para la «Jornada del desarrollo» (23 agosto 1968): AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002: AAS 94 (2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c., 265.
[7] Cf. ibíd., 82: l.c., 297.
[8] Ibíd., 42: l.c., 278.
[9] Ibíd., 20: l.c., 267.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403-404; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 43: AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[12] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf. Discurso en la inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp. 9-11.
[14] Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.
[16] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264.
[17] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[18] Ibíd., 6: l.c., 222.
[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 diciembre 2005), pp. 9-12.
[20] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens (14 septiembre 1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus, 3: l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[26] Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968), 485-487; Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional con ocasión del 40 aniversario de la encíclica «Humanae vitae» (10 mayo 2008): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p. 8.
[28] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101: l.c., 516-518.
[30] N. 29: AAS 68 (1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c., 26.
[32] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799. 859-860.
[34] N. 15: l.c., 265.
[35] Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 8: l.c., 519-520; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 2. 13: l.c., 258. 263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c., 278.
[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c., 265.
[40] Ibíd., 3: l.c., 258.
[41] Ibíd., 6: l.c., 260.
[42] Ibíd., 14: l.c., 264.
[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53-62: l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13-14: AAS 71 (1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c., 262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[46] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[47] Cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (27 octubre 2006), pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 16: l.c., 265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes (17 julio 2008): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 julio 2008), pp. 4-5.
[51] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20: l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54] Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta enc.Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[56] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 9: l.c., 261-262.
[57] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 20: l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta enc.Centesimus annus, 22-29: l.c., 819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf. l.c., 135.
[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo II, Carta enc.Centesimus annus, 24: l.c., 821-822.
[63] Cf. Id., Carta enc. Veritatis splendor
(6 agosto 1993), 33. 46. 51: AAS 85 (1993), 1160.
1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso a la Asamblea General de
la Organización de las Naciones Unidas (5 octubre 1995), 3:
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española
(13 octubre 1995), p. 7.
[64] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 47: l.c., 280-281; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l.c., 572-574.
[65] Cf. Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación 2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64: l.c., 419-421. 467-468. 472-475.
[67] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96 (2004), 119; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14: l.c., 5-6.
[69] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: l.c., 60-61.
[70] Cf. Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 1: l.c., 217-218.
[72] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[73] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 19: l.c., 266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75] Ibíd., 75: l.c., 293-294.
[76] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 28: l.c., 238-240.
[77] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277. 298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c., 263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.
[82] Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 33: l.c., 273-274.
[84] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15: AAS 92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín explica detalladamente esta enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al margen de las funciones normales de la razón, una acción previa a la reflexión y casi instintiva, por la que la razón, dándose cuenta de su condición transitoria y falible, admite por encima de ella la existencia de algo externo, absolutamente verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38; Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.
[90] Cf. n. 49: l.c., 281.
[91] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 28: l.c., 827-828.
[92] Cf. n. 35: l.c., 836-838.
[93] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: l.c., 565-566.
[94] N. 44: l.c., 279.
[95] Cf. ibíd., 24: l.c., 269.
[96] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[97] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 24: l.c., 269.
[98] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c., 832-833; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 25: l.c., 269-270.
[99] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 24: l.c., 637-638.
[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101] Carta enc. Populorum progressio, 27: l.c., 271.
[102] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación (22 marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo II, Entrevista al periódico «La Croix», 20 de agosto de 1997.
[104] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27 abril 2001): AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17: l.c., 265-266.
[106] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 5: AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf. ibíd.
[108] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 13: l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[110] Cf., ibíd., 36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c., 832-833.
[114] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 77: l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 6: AAS 82 (1990), 150.
[116] Heráclito de Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. - 475 a.C. ca.), Fragmento 22B124, en: H. Diels - w. kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Weidmann, Berlín 1952.
[117] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 10: l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[120] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7: AAS 100 (2008), 41.
[121] Cf. Discurso a los miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 abril 2008), pp. 10-11.
[122] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 13: l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 8: l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424.
[128] Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c., 298-299.
[129] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros de la Fundación «Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id., Discurso a las autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998), p. 10; Id., Mensaje al Rector Magnífico de la Universidad Católica del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), p. 3.
[130] Según Santo Tomás «ratio partis contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua» en Summa Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[132] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión pública de las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.
[134] Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883.
[138] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c., 262. 277-278.
[140] Cf. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p. 3; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley moral natural» organizado por la Pontificia Universidad Lateranense (12 febrero 2007): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 febrero 2007), p. 3.
[141] Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en visita «ad limina apostolorum» (16 mayo 2008): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 mayo 2008), p. 14.
[142] Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3 mayo 2004): AAS 96 (2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c., 594-598.
[144] Jubileo de los Trabajadores. Saludos después de la Misa (1 mayo 2000): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 2000), p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[146] Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c., 10-11.
[147] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293; Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 82.
[149] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: l.c., 574-575.
[150] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 41: l.c., 277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 5: l.c., 586-589.
[152] Cf. Pablo IV, Carta apost. Octogesima adveniens, 29: l.c., 420.
[153] Cf. Discurso a los participantes en el IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana, (19 octubre 2006): l.c., 8-10; Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): l.c., 9-10.
[154] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (8 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 14.
[157] Cf. n. 42: l.c., 278.
[158] Cf. Carta enc. Spe salvi, 35: l.c., 1013-1014.
[159] Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 42: l.c., 278.