CARTA ENCÍCLICA
DEUS CARITAS EST
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL AMOR CRISTIANO
INTRODUCCIÓN
1. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en
Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta
de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la
imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su
camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una
formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el
cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por
una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este
acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha
asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una
nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día
con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe,
compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel: El Señor nuestro
Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma,
con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto,
ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido
en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado
primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento»,
sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.
En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios
con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es
un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi
primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que
nosotros debemos comunicar a los demás. Quedan así delineadas las dos grandes
partes de esta Carta, íntimamente relacionadas entre sí. La primera tendrá un
carácter más especulativo, puesto que en ella quisiera precisar —al comienzo
de mi pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera
misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de
dicho amor con la realidad del amor humano. La segunda parte tendrá una índole
más concreta, pues tratará de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento
del amor al prójimo. El argumento es sumamente amplio; sin embargo, el propósito
de la Encíclica no es ofrecer un tratado exhaustivo. Mi deseo es insistir sobre
algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo
de compromiso en la respuesta humana al amor divino.
PRIMERA PARTE
LA UNIDAD DEL AMOR
EN LA CREACIÓN
Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN
Un problema de lenguaje
2. El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental
para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos
nosotros. A este respecto, nos encontramos de entrada ante un problema de
lenguaje. El término «amor» se ha convertido hoy en una de las palabras más
utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones
totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se concentra en la
cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la Sagrada Escritura y en
la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso omiso del significado que
tiene este vocablo en las diversas culturas y en el lenguaje actual.
En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la
palabra «amor»: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el
trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y
familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta
multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor
entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y
el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que
parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos
los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas
de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus
manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien de
una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes?
«Eros» y «agapé», diferencia y unidad
3. Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor
entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en
cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo
Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el
Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al
amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los
escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego
estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado
y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre
Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la
nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota
sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo
de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con
creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada
de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche,
habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a
la muerte, le hizo degenerar en vicio.[1]
El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la
Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más
hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí
donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una
felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?
4. Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido
verdaderamente el eros? Recordemos el mundo precristiano. Los griegos
—sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante
todo como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la razón,
que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar
estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De
este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda
importancia: «Omnia vincit amor», dice Virgilio en las Bucólicas
—elamor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos
también nosotros al amor.[2] En el
campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la
fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución «sagrada» que se
daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina,
como comunión con la divinidad.
A esta forma de religión que, como una fuerte tentación,
contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima
firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en
modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra
a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que
se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En
efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de
lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo
como instrumentos para suscitar la «locura divina»: en realidad, no son
diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio
e indisciplinado no es elevación, «éxtasis» hacia lo divino, sino caída,
degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita
disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino
un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa
felicidad a la que tiende todo nuestro ser.
5. En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de
eros en la historia y en la actualidad sobresalen claramente dos aspectos.
Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor
promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta
de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el
camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el
instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la
renuncia. Esto no es rechazar el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo
para que alcance su verdadera grandeza.
Esto depende ante todo de la constitución del ser humano, que
está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo
y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse
superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo
espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente
animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia
el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad
exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se
dirigió a Descartes con el saludo: «¡Oh Alma!». Y Descartes replicó: «¡Oh Carne!».
[3] Pero ni la carne
ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura
unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se
funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente
de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera
grandeza.
Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido
adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este
tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso.
El eros, degradado a puro «sexo», se convierte en mercancía, en
simple «objeto» que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se
transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del
hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera el cuerpo y la
sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y
explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito
de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta convertir en agradable
e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo
humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra
existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es
relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede
convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el
contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el
cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos,
precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros quiere
remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros
mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis,
renuncia, purificación y recuperación.
6. ¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de
elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice
plenamente su promesa humana y divina? Una primera indicación importante
podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo Testamento bien conocido
por los místicos, el Cantar de los Cantares. Según la interpretación
hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son originariamente
cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial israelita, en la que se
debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo
largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el «amor».
Primero, la palabra «dodim», un plural que expresa el amor todavía
inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada
después por el término «ahabá», que la traducción griega del
Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética similar, «agapé»,
el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión característica
para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún
en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado
a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta
que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del
otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la
embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se
convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.
El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva
el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto
implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del «para siempre».
El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también
el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo
definitivo: el amor tiende a la eternidad.
Ciertamente, el amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo,
sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su
liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el
reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios: «El que
pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc
17, 33), dice Jesús en una sentencia suya que, con algunas variantes, se
repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc
9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio
itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del
grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe
también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su
plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general.
7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente
bastante filosóficas, nos han llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica.
Al comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los significados de la
palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o,
por el contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre
todo, ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han
transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la
común experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella. A este propósito,
nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término
para el amor «mundano» y agapé como denominación del amor fundado
en la fe y plasmado por ella. Con frecuencia, ambas se contraponen, una como
amor «ascendente», y como amor «descendente» la otra. Hay otras
clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y
amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al
que a veces se añade también el amor que tiende al propio provecho.
A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han
radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente
cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente;
la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría
por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se
llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría
desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y
constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse
admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad,
eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a
separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida,
la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la
verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es
sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de
felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos
cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se
preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así, el
momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se
desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre
tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar
únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su
vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre
puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7,
37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber
siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo
corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto
simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y
descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite
el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en
sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que
llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf.
Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona particularmente la interpretación
que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El
pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de
este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más
profundo de su ser, para hacerlas suyas: «per pietatis viscera in se
infirmitatem caeterorum transferant».[4]
En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el
tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso,
al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1
Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo,
en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a
disposición de su pueblo. «Dentro [del tabernáculo] se extasía en la
contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los
afligidos: intus contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur».[5]
8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más
bien genérica, a las dos preguntas formuladas antes: en el fondo, el «amor»
es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una
u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan
completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma
mermada del amor. También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no
construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del
amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor
para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad
de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser
subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre.
La novedad de la fe bíblica
9. Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan
el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo,
queda poco clara y es contradictoria en sí misma. En el camino de la fe bíblica,
por el contrario, resulta cada vez más claro y unívoco lo que se resume en las
palabras de la oración fundamental de Israel, la Shema: «Escucha,
Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6, 4).
Existe un solo Dios, que es el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto,
también es el Dios de todos los hombres. En esta puntualización hay dos
elementos singulares: que realmente todos los otros dioses no son Dios y que
toda la realidad en la que vivimos se remite a Dios, es creación suya.
Ciertamente, la idea de una creación existe también en otros lugares, pero sólo
aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que
el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta
proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta
criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha «hecho».
Y así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios
ama al hombre. La potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la
filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente
objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como realidad amada, esta
divinidad mueve el mundo[6]—, pero
ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que
cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de
predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con
el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y
este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante,
es también totalmente agapé.[7]
Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito esta
pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas audaces. La relación de
Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio; por
consiguiente, la idolatría es adulterio y prostitución. Con eso se alude
concretamente —como hemos visto— a los ritos de la fertilidad con su abuso
del eros, pero al mismo tiempo se describe la relación de fidelidad
entre Israel y su Dios. La historia de amor de Dios con Israel consiste, en el
fondo, en que Él le da la Torah, es decir, abre los ojos de Israel sobre
la verdadera naturaleza del hombre y le indica el camino del verdadero
humanismo. Esta historia consiste en que el hombre, viviendo en fidelidad al único
Dios, se experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y descubre la
alegría en la verdad y en la justicia; la alegría en Dios que se convierte en
su felicidad esencial: «¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me
importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar junto a Dios» (Sal 73
[72], 25. 28).
10. El eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho,
es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin
ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de
modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios
por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido
«adulterio», ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero
precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «¿Cómo voy a
dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a
destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti» (Os 11,
8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un
amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor
contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el
misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo,
lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el
amor.
El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de
subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante
una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente
originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el
Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión
de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también
tan purificado que se funde con el agapé. Por eso podemos comprender que
la recepción del Cantar de los Cantares en el canon de la Sagrada
Escritura se haya justificado muy pronto, porque el sentido de sus cantos de
amor describen en el fondo la relación de Dios con el hombre y del hombre con
Dios. De este modo, tanto en la literatura cristiana como en la judía, el
Cantar de los Cantares se ha convertido en una fuente de conocimiento y de
experiencia mística, en la cual se expresa la esencia de la fe bíblica: se da
ciertamente una unificación del hombre con Dios —sueño originario del
hombre—, pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano
anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios y el
hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola
cosa: «El que se une al Señor, es un espíritu con él», dice san Pablo (1
Co 6, 17).
11. La primera novedad de la fe bíblica, como hemos visto,
consiste en la imagen de Dios; la segunda, relacionada esencialmente con ella,
la encontramos en la imagen del hombre. La narración bíblica de la creación
habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere darle una
ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre
necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a
todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de
una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que
precisa: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn
2, 23). En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones
como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según
el cual el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí
mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos
por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino
hacia ella para recobrar su integridad.[8]
En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de
que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para
encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la
idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo».
sí, pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán:
«Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
En esta profecía hay dos aspectos importantes: el eros
está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y
«abandona a su padre y a su madre» para unirse a su mujer; sólo ambos
conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en «una sola
carne». No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva
fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio,
un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se
realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el
matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se
convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el
modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha
relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente
paralelo alguno en la literatura fuera de ella.
Jesucristo, el amor de Dios encarnado
12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo
Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos
Testamentos como única Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad
del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de
Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en
el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en nociones
abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de
Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en
Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente
y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la
oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al
encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras,
sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz
se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida
al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en
el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a
comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: «Dios
es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse
esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde
esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar.
13. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la
institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él
anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el
pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6,
31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero
alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos,
la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros
verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de
Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino
que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre
Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era
estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la
entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La «mística» del Sacramento,
que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de
gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística
del hombre podría alcanzar.
14. Pero ahora se ha de prestar atención a otro aspecto: la «mística» del
Sacramento tiene un carácter social, porque en la comunión
sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El
pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo,
porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10, 17). La
unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él
se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo
pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me
hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad
con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única
existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios
encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé
se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé
de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros.
Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender
correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor. El paso desde la Ley y los
Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar
de este precepto toda la existencia de fe, no es simplemente moral, que podría
darse autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en
el Sacramento: fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una
sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así,
la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el «culto»
mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser
amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico
del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más
detalladamente aún—, el «mandamiento» del amor es posible sólo porque no
es una mera exigencia: el amor puede ser «mandado» porque antes es dado.
15. Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse también
a partir de este principio. El rico epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica
desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede
a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así,
acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para
hacernos volver al recto camino. La parábola del buen Samaritano (cf. Lc
10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el
concepto de «prójimo» hasta entonces se refería esencialmente a los
conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y
por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite
desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda
ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto.
Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una
actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi
compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de
interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la
vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la
gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se
convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración
positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los
hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados.
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre
sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a
Dios.
Amor a Dios y amor al prójimo
16. Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado
en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo:
¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se
puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra
el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos
amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un
sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad.
La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: «Si alguno dice:
''amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios,
como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera
carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo
que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo.
Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios
es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia.
El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el
amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los
ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.
17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo,
Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance.
Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este
amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). Dios se
ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre
(cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la
historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de
atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la
cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que
Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia
naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la
Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que
Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la
Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva
de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de
este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos
ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos
corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no
podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar
su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor
como respuesta.
En el desarrollo de este encuentro se muestra también
claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y
vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del
amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración
mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte
en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que
abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al
hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor
de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra
voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía
hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento,
voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un
proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y
completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por
ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle,[9]
querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como
el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un
pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste
precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del
pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios
coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que
los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad,
habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.[10]
Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73
[72], 23-28).
18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el
sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios
y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco.
Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un
encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el
sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis
ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi
amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior
de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de
las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas.
Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas
necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se
manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo,
de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi
vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo
solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el
contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo
«piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también
la relación con Dios. Será únicamente una relación «correcta», pero sin
amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor,
me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos
a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por
ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al
prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico
y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en
su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son
un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha
amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que
nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un
amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El
amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y
a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un
Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta
que al final Dios sea «todo para todos» (cf. 1Co 15, 28).
SEGUNDA PARTE
CARITAS
EL EJERCICIO DEL AMOR
POR PARTE DE LA IGLESIA
COMO «COMUNIDAD DE AMOR»
La caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario
19. «Ves la Trinidad si ves el amor», escribió san Agustín.[11]
En las reflexiones precedentes hemos podido fijar nuestra mirada sobre el
Traspasado (cf. Jn 19, 37; Za 12, 10), reconociendo el designio
del Padre que, movido por el amor (cf. Jn 3, 16), ha enviado el Hijo unigénito
al mundo para redimir al hombre. Al morir en la cruz —como narra el
evangelista—, Jesús «entregó el espíritu» (cf. Jn 19, 30),
preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección
(cf. Jn 20, 22). Se cumpliría así la promesa de los «torrentes de
agua viva» que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de
los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia
interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a
los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus
discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida
por todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13).
El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de
la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que
quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de
la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser
humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa
tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los
diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que
presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las
necesidades, incluso materiales, de los hombres. Es este aspecto, este
servicio de la caridad, al que deseo referirme en esta parte de la Encíclica.
La caridad como tarea de la Iglesia
20. El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo
una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y
esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular,
hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en
cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor
necesita también una organización, como presupuesto para un servicio
comunitario ordenado. La Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido
una importancia constitutiva para ella desde sus comienzos: «Los creyentes vivían
todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,
44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo con una especie de definición de
la Iglesia, entre cuyos elementos constitutivos enumera la adhesión a la «enseñanza
de los Apóstoles», a la «comunión» (koinonia), a la «fracción del pan» y a la
«oración» (cf. Hch 2, 42). La «comunión» (koinonia), mencionada
inicialmente sin especificar, se concreta después
en los versículos antes citados: consiste precisamente en que los creyentes
tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y
pobres (cf. también Hch 4, 32-37). A decir verdad, a medida que la
Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión
material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los
creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los
bienes necesarios para una vida decorosa.
21. Un paso decisivo en la difícil búsqueda de soluciones para
realizar este principio eclesial fundamental se puede ver en la elección de los
siete varones, que fue el principio del ministerio diaconal (cf. Hch 6,
5-6). En efecto, en la Iglesia de los primeros momentos, se había producido una
disparidad en el suministro cotidiano a las viudas entre la parte de lengua
hebrea y la de lengua griega. Los Apóstoles, a los que estaba encomendado sobre
todo «la oración» (Eucaristía y Liturgia) y el «servicio de la Palabra»,
se sintieron excesivamente cargados con el «servicio de la mesa»;
decidieron, pues, reservar para sí su oficio principal y crear para el otro,
también necesario en la Iglesia, un grupo de siete personas. Pero este grupo
tampoco debía limitarse a un servicio meramente técnico de distribución: debían
ser hombres «llenos de Espíritu y de sabiduría» (cf. Hch 6, 1-6).
Lo cual significa que el servicio social que desempeñaban era absolutamente
concreto, pero sin duda también espiritual al mismo tiempo; por tanto, era un
verdadero oficio espiritual el suyo, que realizaba un cometido esencial de la
Iglesia, precisamente el del amor bien ordenado al prójimo. Con la formación
de este grupo de los Siete, la «diaconía» —el servicio del amor al prójimo
ejercido comunitariamente y de modo orgánico— quedaba ya instaurada en la
estructura fundamental de la Iglesia misma.
22. Con el paso de los años y la difusión progresiva de la
Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos
esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la
Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los
enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el
servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede
descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la
Palabra. Para demostrarlo, basten algunas referencias. El mártir Justino (†
ca. 155), en el contexto de la celebración dominical de los cristianos,
describe también su actividad caritativa, unida con la Eucaristía misma. Los
que poseen, según sus posibilidades y cada uno cuanto quiere, entregan sus
ofrendas al Obispo; éste, con lo recibido, sustenta a los huérfanos, a las
viudas y a los que se encuentran en necesidad por enfermedad u otros motivos, así
como también a los presos y forasteros.[12]
El gran escritor cristiano Tertuliano († después de 220), cuenta cómo la
solicitud de los cristianos por los necesitados de cualquier tipo suscitaba el
asombro de los paganos.[13] Y
cuando Ignacio de Antioquía († ca. 117) llamaba a la Iglesia de Roma como la
que «preside en la caridad (agapé)»,[14]
se puede pensar que con esta definición quería expresar de algún modo también
la actividad caritativa concreta.
23. En este contexto, puede ser útil una referencia a las
primitivas estructuras jurídicas del servicio de la caridad en la Iglesia.
Hacia la mitad del siglo IV, se va formando en Egipto la llamada «diaconía»;
es la estructura que en cada monasterio tenía la responsabilidad sobre
el conjunto de las actividades asistenciales, el servicio de la caridad
precisamente. A partir de esto, se desarrolla en Egipto hasta el siglo VI una
corporación con plena capacidad jurídica, a la que las autoridades civiles
confían incluso una cantidad de grano para su distribución pública. No sólo
cada monasterio, sino también cada diócesis llegó a tener su diaconía,
una institución que se desarrolla sucesivamente, tanto en Oriente como en
Occidente. El Papa Gregorio Magno († 604) habla de la diaconía de Nápoles;
por lo que se refiere a Roma, las diaconías están documentadas a partir
del siglo VII y VIII; pero, naturalmente, ya antes, desde los comienzos, la
actividad asistencial a los pobres y necesitados, según los principios de la
vida cristiana expuestos en los Hechos de los Apóstoles, era parte
esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se manifiesta vigorosamente en la
figura del diácono Lorenzo († 258). La descripción dramática de su martirio
fue conocida ya por san Ambrosio († 397) y, en lo esencial, nos muestra
seguramente la auténtica figura de este Santo. A él, como responsable de la
asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados sus compañeros y el Papa,
se le concedió un cierto tiempo para recoger los tesoros de la Iglesia y
entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el dinero disponible a los
pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como el verdadero tesoro de
la Iglesia.[15] Cualquiera que sea
la fiabilidad histórica de tales detalles, Lorenzo ha quedado en la memoria de
la Iglesia como un gran exponente de la caridad eclesial.
24. Una alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata
(† 363) puede ilustrar una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los
primeros siglos la caridad ejercida y organizada. A los seis años, Juliano
asistió al asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de
los guardias del palacio imperial; él imputó esta brutalidad —con razón o
sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por un gran cristiano. Por
eso, para él la fe cristiana quedó desacreditada definitivamente. Una vez
emperador, decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero
también reformarlo, de manera que fuera realmente la fuerza impulsora del
imperio. En esta perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo.
Estableció una jerarquía de metropolitas y sacerdotes. Los sacerdotes debían
promover el amor a Dios y al prójimo. Escribía en una de sus cartas [16]
que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad
caritativa de la Iglesia. Así pues, un punto determinante para su nuevo
paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad
de la Iglesia. Los «Galileos» —así los llamaba— habían logrado con
ello su popularidad. Se les debía emular y superar. De este modo, el emperador
confirmaba, pues, cómo la caridad era una característica determinante de la
comunidad cristiana, de la Iglesia.
25. Llegados a este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos
datos esenciales:
a) La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una
triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración
de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia).
Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la
Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que
también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es
manifestación irrenunciable de su propia esencia.
[17]
b) La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta
familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo
tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola
del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la
universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado «casualmente»
(cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la
universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente
eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus
miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo
valor las palabras de la Carta a los Gálatas: «Mientras tengamos
oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en
la fe» (6, 10).
Justicia y caridad
26. Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la
actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre
todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de
caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la limosna— serían en
realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y
acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los
pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a
mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el
que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten
ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo
de verdad, pero también bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental
del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social
justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su
parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha subrayado también la doctrina
cristiana sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia. La cuestión del
orden justo de la colectividad, desde un punto de vista histórico, ha entrado
en una nueva fase con la formación de la sociedad industrial en el siglo XIX.
El surgir de la industria moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales
y, con la masa de los asalariados, ha provocado un cambio radical en la
configuración de la sociedad, en la cual la relación entre el capital y el
trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos,
era desconocida hasta entonces. Desde ese momento, los medios de producción y
el capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para
las masas obreras una privación de derechos contra la cual había que
rebelarse.
27. Se debe admitir que los representantes de la Iglesia
percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la
sociedad se planteaba de un modo nuevo. No faltaron pioneros: uno de ellos, por
ejemplo, fue el Obispo Ketteler de Maguncia († 1877). Para hacer frente a las
necesidades concretas surgieron también círculos, asociaciones, uniones,
federaciones y, sobre todo, nuevas Congregaciones religiosas, que en el siglo
XIX se dedicaron a combatir la pobreza, las enfermedades y las situaciones de
carencia en el campo educativo. En 1891, se interesó también el magisterio
pontificio con la Encíclica
Rerum novarum de León XIII. Siguió con la Encíclica de Pío XI
Quadragesimo anno, en 1931. En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica
Mater et Magistra, mientras que Pablo VI, en la Encíclica
Populorum progressio (1967) y en la Carta apostólica
Octogesima adveniens (1971), afrontó con insistencia la problemática social que,
entre tanto, se había agudizado sobre todo en Latinoamérica. Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de Encíclicas sociales:
Laborem exercens (1981),
Sollicitudo rei socialis (1987) y
Centesimus annus (1991).
Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada
vez, se ha ido desarrollando una doctrina social católica, que en 2004 ha sido
presentada de modo orgánico en el Compendio de la doctrina social de la
Iglesia, redactado por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax. El
marxismo había presentado la revolución mundial y su preparación como la
panacea para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente
colectivización de los medios de producción —se afirmaba en dicha
doctrina— todo iría repentinamente de modo diferente y mejor. Este sueño se
ha desvanecido. En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa
también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia
se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas
mucho más allá de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del
progreso— se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan
seriamente por el hombre y su mundo.
28. Para definir con más precisión la relación entre el
compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad, hay que tener
en cuenta dos situaciones de hecho:
a) El orden justo de la sociedad y del Estado es una
tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia
se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín: «Remota
itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?».[18]
Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo
que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre
Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la
autonomía de las realidades temporales.[19]
El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y
la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión
social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma
comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas
distintas, pero siempre en relación recíproca.
La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca
de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar
los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la
justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra
inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y
ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste
es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo
rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su
ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la
deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.
En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la
naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro
que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón.
Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al
partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser
mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su
cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la
doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el
Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias
perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la
purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo,
aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica.
La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el
derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de
todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga
valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las
conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las
verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para
actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones
de intereses personales. Esto significa que la construcción de un orden social
y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una
tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un
quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero,
como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de
ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su
contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean
comprensibles y políticamente realizables.
La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la
empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe
sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha
por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional
y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que
siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad
justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le
interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la
inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.
b) El amor —caritas— siempre será necesario,
incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que
haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se
dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento
que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también
situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que
muestre un amor concreto al prójimo.[20]
El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte
en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más
esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable
atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo,
sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de
subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que
unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La
Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor
suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo
ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con
frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la
cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una
concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive «sólo
de pan» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al
hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano.
29. De este modo podemos ahora determinar con mayor precisión
la relación que existe en la vida de la Iglesia entre el empeño por el orden
justo del Estado y la sociedad, por un lado y, por otro, la actividad caritativa
organizada. Ya se ha dicho que el establecimiento de estructuras justas no es un
cometido inmediato de la Iglesia, sino que pertenece a la esfera de la política,
es decir, de la razón autorresponsable. En esto, la tarea de la Iglesia es
mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y
reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni
éstas pueden ser operativas a largo plazo.
El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la
sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado,
están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto,
no pueden eximirse de la «multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien común».[21]
La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social,
respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según
las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad.[22]
Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con
la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la caridad debe animar toda la
existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad política, vivida
como «caridad social».[23]
Las organizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son
un opus proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no
coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable,
haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse
dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los
creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la
caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la
justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor.
Las múltiples estructuras de servicio caritativo
en el contexto social actual
30. Antes de intentar definir el perfil específico de la actividad eclesial
al servicio del hombre, quisiera considerar ahora la situación general del
compromiso por la justicia y el amor en el mundo actual.
a) Los medios de comunicación de masas han como empequeñecido
hoy nuestro planeta, acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes.
Si bien este «estar juntos» suscita a veces incomprensiones y tensiones, el
hecho de que ahora se conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de
los hombres es también una llamada sobre todo a compartir situaciones y
dificultades. Vemos cada día lo mucho que se sufre en el mundo a causa de
tantas formas de miseria material o espiritual, no obstante los grandes
progresos en el campo de la ciencia y de la técnica. Así pues, el momento
actual requiere una nueva disponibilidad para socorrer al prójimo necesitado.
El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con palabras muy claras: «Al ser más
rápidos los medios de comunicación, se ha acortado en cierto modo la distancia
entre los hombres y todos los habitantes del mundo [...]. La acción caritativa
puede y debe abarcar hoy a todos los hombres y todas sus necesidades».
[24]
Por otra parte —y éste es un aspecto provocativo y a la vez
estimulante del proceso de globalización—, ahora se puede contar con
innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los hermanos y hermanas
necesitados, como son los modernos sistemas para la distribución de comida y
ropa, así como también para ofrecer alojamiento y acogida. La solicitud por el
prójimo, pues, superando los confines de las comunidades nacionales, tiende a
extender su horizonte al mundo entero. El Concilio Vaticano II ha hecho notar
oportunamente que «entre los signos de nuestro tiempo es digno de mención
especial el creciente e inexcusable sentido de solidaridad entre todos los
pueblos».[25] Los organismos del
Estado y las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas orientadas a este
fin, generalmente mediante subsidios o desgravaciones fiscales en un caso, o
poniendo a disposición considerables recursos, en otro. De este modo, la
solidaridad expresada por la sociedad civil supera de manera notable a la
realizada por las personas individualmente.
b) En esta situación han surgido numerosas formas nuevas
de colaboración entre entidades estatales y eclesiales, que se han demostrado
fructíferas. Las entidades eclesiales, con la transparencia en su gestión y la
fidelidad al deber de testimoniar el amor, podrán animar cristianamente también
a las instituciones civiles, favoreciendo una coordinación mutua que
seguramente ayudará a la eficacia del servicio caritativo.
[26]
También se han formado en este contexto múltiples organizaciones con objetivos
caritativos o filantrópicos, que se esfuerzan por lograr soluciones
satisfactorias desde el punto de vista humanitario a los problemas sociales y
políticos existentes. Un fenómeno importante de nuestro tiempo es el
nacimiento y difusión de muchas formas de voluntariado que se hacen cargo de múltiples
servicios.[27] A este propósito,
quisiera dirigir una palabra especial de aprecio y gratitud a todos los que
participan de diversos modos en estas actividades. Esta labor tan difundida es
una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar
disponibles para dar no sólo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la
anticultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se
contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino que, precisamente en la
disponibilidad a «perderse a sí mismo» (cf. Lc 17, 33 y par.) en
favor del otro, se manifiesta como cultura de la vida.
También en la Iglesia católica y en otras Iglesias y
Comunidades eclesiales han aparecido nuevas formas de actividad caritativa y
otras antiguas han resurgido con renovado impulso. Son formas en las que
frecuentemente se logra establecer un acertado nexo entre evangelización y
obras de caridad. Deseo corroborar aquí expresamente lo que mi gran predecesor
Juan Pablo II dijo en su Encíclica
Sollicitudo rei socialis,
[28] cuando
declaró la disponibilidad de la Iglesia católica a colaborar con las
organizaciones caritativas de estas Iglesias y Comunidades, puesto que todos nos
movemos por la misma motivación fundamental y tenemos los ojos puestos en el
mismo objetivo: un verdadero humanismo, que reconoce en el hombre la imagen de
Dios y quiere ayudarlo a realizar una vida conforme a esta dignidad. La Encíclica
Ut unum sint
destacó después, una vez más, que para un mejor desarrollo del mundo es
necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso «para que triunfe el
respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los
pobres, los marginados y los indefensos».[29]
Quisiera expresar mi alegría por el hecho de que este deseo haya encontrado
amplio eco en numerosas iniciativas en todo el mundo.
El perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia
31. En el fondo, el aumento de organizaciones diversificadas que
trabajan en favor del hombre en sus diversas necesidades, se explica por el
hecho de que el imperativo del amor al prójimo ha sido grabado por el Creador
en la naturaleza misma del hombre. Pero es también un efecto de la presencia
del cristianismo en el mundo, que reaviva continuamente y hace eficaz este
imperativo, a menudo tan empañado a lo largo de la historia. La mencionada
reforma del paganismo intentada por el emperador Juliano el Apóstata, es sólo
un testimonio inicial de dicha eficacia. En este sentido, la fuerza del
cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana.
Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga
todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica,
convirtiéndose simplemente en una de sus variantes. Pero, ¿cuáles son los
elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial?
a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen
Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una
necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser
saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen,
los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia,
comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de
hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo,
los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al
servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes
profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan
hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de
que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito
fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En
efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más
que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan
atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la
Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más
conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención
que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por
eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también
y sobre todo una «formación del corazón»: se les ha de guiar hacia ese
encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu
al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento
por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de
su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
b) La actividad caritativa cristiana ha de ser
independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el
mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino
que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita.
Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una
filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el
marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento:
quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de
caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo
aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial
revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor.
De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del
statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive
en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya
efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede
promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse
de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien
ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente
de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa
del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un «corazón que ve». Este
corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando
la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria,
a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la
previsión, la colaboración con otras instituciones similares.
c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función
de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica
para obtener otros objetivos.[30]
Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar
de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con
frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia
de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de
imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su
pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos
impulsa a amar. El cristiano sabe cuando es tiempo de hablar de Dios y cuando es
oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es
amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no
se hace más que amar. Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el
desprecio del amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de
prescindir de Dios. En consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre
consiste precisamente en el amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia
tienen el cometido de reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo
que a través de su actuación —así como por su hablar, su silencio, su
ejemplo— sean testigos creíbles de Cristo.
Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia
32. Finalmente, debemos dirigir nuestra atención a los
responsables de la acción caritativa de la Iglesia ya mencionados. En las
reflexiones precedentes se ha visto claro que el verdadero sujeto de las
diversas organizaciones católicas que desempeñan un servicio de caridad es la
Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las parroquias, a través
de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal. Por esto fue
muy oportuno que mi venerado predecesor Pablo VI instituyera el Consejo
Pontificio Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable para la
orientación y coordinación entre las organizaciones y las actividades
caritativas promovidas por la Iglesia católica. Además, es propio de la
estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como sucesores de los Apóstoles,
tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir, también
hoy, el programa expuesto en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-44):
la Iglesia, como familia de Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca
y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a cuantos fuera de ella
necesitan ayuda. Durante el rito de la ordenación episcopal, el acto de
consagración propiamente dicho está precedido por algunas preguntas al
candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su oficio y se le
recuerdan los deberes de su futuro ministerio. En este contexto, el ordenando
promete expresamente que será, en nombre del Señor, acogedor y misericordioso
para con los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda.
[31]
El Código de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio
episcopal, no habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la
actividad episcopal, sino sólo, de modo general, del deber del Obispo de
coordinar las diversas obras de apostolado respetando su propia índole.
[32]
Recientemente, no obstante, el
Directorio para el ministerio pastoral de los obispos ha profundizado más
concretamente el deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la
Iglesia y del Obispo en su diócesis,[33]
y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de la Iglesia
como tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el
servicio de la Palabra y los Sacramentos.[34]
33. Por lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en
la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo
esencial: no han de inspirarse en los esquemas que pretenden mejorar el mundo
siguiendo una ideología, sino dejarse guiar por la fe que actúa por el amor
(cf. Ga 5, 6). Han de ser, pues, personas movidas ante todo por el amor
de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor,
despertando en ellos el amor al prójimo. El criterio inspirador de su actuación
debería ser lo que se dice en la Segunda carta a los Corintios: «Nos
apremia el amor de Cristo» (5, 14). La conciencia de que, en Él, Dios mismo
se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya
para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás. Quien ama a
Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e
instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda organización
caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo,
con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo. Por su participación
en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y,
precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente.
34. La apertura interior a la dimensión católica de la Iglesia
ha de predisponer al colaborador a sintonizar con las otras organizaciones en el
servicio a las diversas formas de necesidad; pero esto debe hacerse respetando
la fisonomía específica del servicio que Cristo pidió a sus discípulos. En
su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es
siempre algo más que una simple actividad: «Podría repartir en limosnas todo
lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve»
(v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial;
en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo
de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en
ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el
encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y
sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don
no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de
ser parte del don como persona.
35. Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una
posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente
su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y
precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda
constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este
modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de
orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor
comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: «Somos unos pobres siervos»
(Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una
superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este
don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones
le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le
aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos
del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo
—algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con
humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor.
Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro
servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo,
hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la
tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: «Nos apremia
el amor de Cristo» (2 Co 5, 14).
36. La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado,
inclinarnos hacia la ideología que pretende realizar ahora lo que, según
parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal
de todos los problemas. Por otro, puede convertirse en una tentación a la
inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no se puede hacer nada. En
esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar
en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en
realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación,
la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre. La oración
se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para
recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo,
aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo
a la acción. La piedad no escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del
prójimo. La beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo
dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la
eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una
fuente inagotable para ello. En su carta para la Cuaresma de 1996 la beata
escribía a sus colaboradores laicos: «Nosotros necesitamos esta unión íntima
con Dios en nuestra vida cotidiana. Y ¿cómo podemos conseguirla? A través de
la oración».
37. Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la
oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos
en el servicio caritativo. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar
los planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el
encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el
consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo. La familiaridad con el Dios
personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo
salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente
religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir
la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar
contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar
cuando la acción humana se declare impotente?
38. Es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el
sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo.
Por eso, en su dolor, dice: «¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar
a su morada!... Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me
dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar conmigo?... Por eso estoy, ante
él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado
el corazón, el Omnipotente me ha aterrorizado» (23, 3.5-6.15-16). A menudo no
se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de
intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la
cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,
46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo
orante: «¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres
santo y veraz?» (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento
nuestro la respuesta de la fe: «Si comprehendis, non est Deus», si lo
comprendes, entonces no es Dios.[35]
Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error,
debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea
impotente, o bien que «tal vez esté dormido» (1 R 18, 27). Es
cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como en la boca de Jesús en la
cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder
soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las
incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la «bondad de Dios y
su amor al hombre» (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás
hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen
firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga
siendo incomprensible para nosotros.
39. Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se
relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni
siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio
de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que
nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que
realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra
impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en
manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como
luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La
fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón
traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz
—en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos
da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo
en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así,
llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica.
CONCLUSIÓN
40. Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han ejercido
de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours (†
397), que primero fue soldado y después monje y obispo: casi como un icono,
muestra el valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A las
puertas de Amiens compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús
mismo se le apareció en sueños revestido de aquel manto, confirmando la
perenne validez de las palabras del Evangelio: «Estuve desnudo y me
vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos,
conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 36. 40).
[36]
Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la
Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con
san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el prójimo.
Al confrontarse «cara a cara» con ese Dios que es Amor, el monje percibe la
exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al prójimo,
además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de acogida,
hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican también
las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación cristiana
destinadas especialmente a los más pobres de las que se han hecho cargo las Órdenes
monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos Institutos religiosos
masculinos y femeninos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Figuras de
Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de
Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco,
Luis Orione, Teresa de Calcuta —por citar sólo algunos nombres— siguen
siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena
voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque
son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor.
41. Entre los Santos, sobresale María, Madre del Señor y
espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra atareada en un
servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció «unos tres
meses» (1, 56) para atenderla durante el embarazo. «Magnificat anima mea
Dominum», dice con ocasión de esta visita —«proclama mi alma la
grandeza del Señor»— (Lc 1, 46), y con ello expresa todo el programa
de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a
quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo
entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere
enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la
sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la salvación
del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición
de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las
promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a
ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa
tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1, 45). El Magníficat
—un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente tejido por los
hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de
relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale
y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra
de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios.
Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía
con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente
penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra
encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro
modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con
la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus
gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo
vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que
se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad
con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús,
sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de
la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera
hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos
hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más
tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a
ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
42. La vida de los Santos no comprende sólo su biografía
terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En
los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres,
sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María.
La palabra del Crucificado al discípulo —a Juan y, por medio de él, a todos
los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27)— se
hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido
efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a
su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de
todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y
contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don
de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo
de su corazón. Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los
continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro
que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción
de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es
posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en
virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que
permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí
mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,
38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su
origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al
servicio del amor:
Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.
Dado en Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor, del año 2005, primero de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
Notas
[1] Cf. Jenseits von Gut und Böse, IV, 168.
[2] X, 69.
[3] Cf. R. Descartes, Œuvres, ed. V. Cousin, vol. 12, París, 1824, pp. 95ss.
[4] II, 5: SCh 381, 196.
[5] Ibíd., 198.
[6] Cf. Metafísica, XII, 7.
[7] Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, Los nombres de Dios, IV, 12-14: PG 3, 709-713, donde llama a Dios eros y agapé al mismo tiempo.
[8] Cf. El Banquete, XIV-XV, 189c-192d.
[9] Salustio, De coniuratione Catilinae, XX, 4.
[10] Cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11: CCL 27, 32.
[11] De Trinitate, VIII, 8, 12: CCL 50, 287.
[12] Cf. I Apologia, 67: PG 6, 429.
[13] Cf. Apologeticum 39, 7: PL 1, 468.
[14] Ep. ad Rom., Inscr.: PG 5, 801.
[15] Cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, II, 28, 140: PL 16, 141.
[16] Cf. Ep. 83: J. Bidez, L'Empereur Julien. Œuvres complètes, París 19602, I, 2a, p. 145.
[17] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 194: Ciudad del Vaticano, 2004, 210-211.
[18] De Civitate Dei, IV, 4: CCL 47, 102.
[19] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[20] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 197: Ciudad del Vaticano, 2004, 213-214.
[21] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 42: AAS 81 (1989), 472.
[22] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública (24 noviembre 2003), 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 enero 2004), 6.
[23] Catecismo de la Iglesia Católica, 1939.
[24] Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 8.
[25] Ibíd., 14.
[26] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 195: Ciudad del Vaticano, 2004, 212.
[27] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 41: AAS 81 (1989), 470-472.
[28] Cf. n. 32: AAS 80 (1988), 556.
[29] N. 43: AAS 87 (1995), 946.
[30] Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 196: Ciudad del Vaticano, 2004, 213.
[31] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, 43.
[32] Cf. can. 394; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 203.
[33] Cf. nn. 193-198: pp. 209-215.
[34] Cf. ibíd., 194: p. 210.
[35] Sermo 52, 16: PL 38, 360.
[36] Cf. Sulpicio Severo, Vita Sancti Martini, 3, 1-3: SCh 133, 256-258.