SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
CARTA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
REFERENTES A LA ESCATOLOGÍA
Los recientes Sínodos de los Obispos, dedicados respectivamente a la
Evangelización y a la Catequesis, han conseguido crear una conciencia
más viva de la necesidad de una perfecta fidelidad a las verdades
fundamentales de la fe, de manera especial hoy, cuando los profundos
cambios de la comunidad humana y el deseo de insertar la fe en los
diversos ambientes culturales de los pueblos, imponen un esfuerzo mayor
que antaño, para hacer la fe accesible y comunicable. Esta última
exigencia, tan urgente actualmente, requiere la máxima atención para
asegurar la autenticidad y la integridad de la fe.
Por lo tanto, los responsables deben mostrarse extremamente atentos a
todo lo que pueda ocasionar en la conciencia común de los fieles una
lenta degradación y una pérdida progresiva de cualquier elemento del
Símbolo bautismal, indispensable para la coherencia de la fe y unido
inseparablemente a unas costumbres importantes en la vida de la Iglesia.
Precisamente sobre uno de estos puntos ha parecido oportuno y urgente
llamar la atención de aquellos a quienes Dios ha confiado el cuidado de
promover y defender la fe, a fin de que prevengan los peligros que
podrían comprometer esta misma fe en la vida de los fieles.
Se trata del artículo del Credo concerniente a la Vida eterna
y, por consiguiente, en general, al más allá. Al proponer esta doctrina
no pueden permitirse cesiones; ni tampoco adoptar en la práctica un
criterio imperfecto o incierto, sin poner en peligro la fe y la
salvación de los fieles.
* * *
A nadie se le oculta la importancia de este último artículo del
Símbolo bautismal: expresa el término y el fin del designio de Dios,
cuyo camino se describe en el Símbolo. Si no existe la resurrección,
todo el edificio de la fe se derrumba, como afirma vigorosamente San
Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano no está seguro del
contenido de las palabras «Vida eterna», las promesas del Evangelio,
el sentido de la creación y de la redención desaparecen, e incluso la
misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cfr. Heb
11, 1).
Ahora bien ¿cómo ignorar, en este punto, la angustia y la inquietud
de tantos? ¿Cómo no ver que la duda se insinúa con sutileza en lo más
profundo de los espíritus? Aunque felizmente, en la mayoría de los
casos, el cristiano no ha llegado todavía a la duda positiva, a menudo
deja de pensar en lo que sigue a la muerte, ya que comienza a sentir que
surgen en su interior interrogantes a los que teme responder: ¿Existe
algo después de la muerte? ¿Permanece algo de nosotros mismos después de
la muerte? ¿Nos espera tal vez la nada?
Hay que ver en ello, en parte, la repercusión que involuntariamente
tienen en los ánimos las controversias teológicas largamente difundidas
en la opinión pública, y de las que la mayor parte de los fieles no está
en condición de discernir ni el objeto ni el alcance. Se oye discutir
sobre la existencia del alma, sobre el significado de la supervivencia;
asimismo, se pregunta qué relación hay entre la muerte del cristiano y
la resurrección universal. Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al
no reconocer ya su vocabulario y sus nociones familiares.
No se trata ciertamente de limitar, ni menos aún de coartar la
investigación teológica de la que tiene necesidad la fe de la Iglesia, y
de la que ésta se beneficia. Sin embargo esto no exime de la obligación
de salvaguardar tempestivamente la fe del cristiano sobre los puntos
puestos en duda.
De este doble y difícil deber queremos recordar sumariamente la
naturaleza y los diversos aspectos en la delicada situación actual.
* * *
Ante todo es necesario que todos los que enseñan sepan discernir
bien lo que la Iglesia considera esencial en materia de fe; la misma
investigación teológica no puede tener otras finalidades que la de
profundizarlo y explicarlo.
Esta Congregación, que tiene la responsabilidad de promover y de
salvaguardar la doctrina de la fe, se propone recoger aquí lo que, en
nombre de Cristo, enseña la Iglesia, especialmente sobre lo que acaece
entre la muerte del cristiano y la resurrección universal.
1) La Iglesia cree (cfr. el Credo) en la resurrección de
los muertos.
2) La Iglesia entiende que la resurrección se refiere a todo el
hombre: para los elegidos no es sino la extensión de la misma
Resurrección de Cristo a los hombres.
3) La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de
la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de
voluntad, de manera que subsiste el mismo «yo» humano. Para designar
este elemento, la Iglesia emplea la palabra «alma», consagrada por el
uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque ella no ignora que
este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo,
que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo
tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para
sostener la fe de los cristianos.
4) La Iglesia excluye toda forma de pensamiento o de expresión que
haga absurda e ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a
los muertos; realidades que constituyen substancialmente verdaderos
lugares teológicos.
5) La Iglesia, en conformidad con la Sagrada Escritura, espera «la
gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor»
(
Dei Verbum I, 4) considerada, por lo demás, como distinta y
aplazada con respecto a la condición de los hombres inmediatamente
después de la muerte.
6) La Iglesia, en su enseñanza sobre la condición del hombre después
de la muerte, excluye toda explicación que quite sentido a la Asunción
de la Virgen María en lo que tiene de único, o sea, el hecho de que la
glorificación corpórea de la Virgen es la anticipación de la
glorificación reservada a todos los elegidos.
7) La Iglesia, en una línea de fidelidad al Nuevo Testamento y a la
Tradición, cree en la felicidad de los justos que estarán un día con
Cristo. Ella cree en el castigo eterno que espera al pecador, que será
privado de la visión de Dios, y en la repercusión de esta pena en todo
su ser. Cree, por último, para los elegidos, en una eventual
purificación, previa a la visión divina; del todo diversa, sin embargo,
del castigo de los condenados. Esto es lo que entiende la Iglesia,
cuando habla del infierno y del purgatorio.
En lo que concierne a la condición del hombre después de la muerte,
hay que temer de modo particular el peligro de representaciones
imaginativas y arbitrarias, pues sus excesos forman parte importante de
las dificultades que a menudo encuentra la fe cristiana. Sin embargo,
las imágenes usadas por la Sagrada Escritura merecen respeto. Es
necesario comprender el significado profundo de las mismas, evitando el
peligro de atenuarlas demasiado, ya que ello equivale muchas veces a
vaciar de su contenido las realidades que aquéllas representan.
Ni la Sagrada Escritura ni los teólogos nos dan luz suficiente para
una adecuada descripción de la vida futura después de la muerte. El
cristiano debe mantener firmemente estos dos puntos esenciales: debe
creer, por una parte, en la continuidad fundamental existente, en virtud
del Espíritu Santo, entre la vida presente en Cristo y la vida futura —
en efecto la caridad es la ley del Reino de Dios y por nuestra misma
caridad en la tierra se medirá nuestra participación en la gloria divina
en el cielo —; pero, por otra parte, el cristiano debe ser consciente de
la ruptura radical que hay entre la vida presente y la futura, ya que la
economía de la fe es sustituida por la de la plena luz: nosotros
estaremos con Cristo y «veremos a Dios» (cfr. 1 Jn 3, 2);
promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra
esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega
instintiva y profundamente.
* * *
Después de haber recordado estos puntos doctrinales, séanos permitido
ilustrar los aspectos principales de la responsabilidad pastoral, tal
como lo exigen las circunstancias actuales y a la luz de la prudencia
cristiana.
Las dificultades inherentes a estos problemas crean graves deberes a
los teólogos, cuya misión es indispensable. Tienen ellos también derecho
a nuestro estímulo y al justo espacio de libertad que exigen
legítimamente sus métodos. Por nuestra parte, es necesario recordar
incesantemente a los cristianos la doctrina de la Iglesia que constituye
la base, tanto de la vida cristiana como de la investigación de los
expertos. Es necesario además hacer partícipes a los teólogos de
nuestras inquietudes pastorales con el fin de que sus estudios e
investigaciones no sean difundidas temerariamente entre los fieles, cuya
fe está en peligro hoy más que nunca.
El último Sínodo ha manifestado la preocupación que el Episcopado
presta al contenido esencial de la catequesis, en función del bien de
los fieles. Es necesario que todos los que están encargados de
transmitirla posean una idea más clara de la misma. Debemos también
darles los medios para ser a la vez seguros en lo esencial de la
doctrina y estar atentos a no dejar que representaciones infantiles o
arbitrarias se confundan con la verdad de la fe.
Una vigilancia constante y valiente debe ejercerse a través de una
Comisión doctrinal diocesana o nacional, acerca de la producción
literaria, no sólo para prevenir a los fieles tempestivamente de las
obras doctrinales poco seguras, sino sobre todo para darles a conocer
las que son capaces de alimentar y sostener su fe. Es ésta una
obligación grave e importante que se hace urgente por la amplia difusión
de la prensa y por una descentralización de las responsabilidades que
las circunstancias hacen necesaria y que ha sido querida por los Padres
del Concilio Ecuménico.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la Audiencia concedida al
infrascrito Prefecto, ha aprobado esta Carta, cuya preparación fue
decidida en la asamblea ordinaria de esta S. Congregación, y ha ordenado
que sea publicada.
Dado en Roma, en la Sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
el 17 de mayo de 1979.
Francisco Cardenal Seper
Prefecto
+ Jerónimo Hamer
Arzobispo Titular de Lora
Secretario