EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
I. Alegría que se renueva y se comunica [2-8]
II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar [9-13]
Una eterna novedad [11-13]
III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe [14-18]
Propuesta y límites de esta Exhortación [16-18]
Capítulo primero
La transformación misionera de la Iglesia
I. Una Iglesia en salida [20-24]
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar [24]
II. Pastoral en conversión [25-33]
Una impostergable renovación eclesial
[27-33]
III. Desde el corazón del Evangelio [34-39]
IV. La misión que se encarna en los límites humanos [40-45]
V. Una madre de corazón abierto [46-49]
Capítulo segundo
En la crisis del compromiso comunitario
I. Algunos desafíos del mundo actual [52-75]
No a una economía de la exclusión [53-54]
No a la nueva idolatría del dinero [55-56]
No a un dinero que gobierna en lugar de servir [57-58]
No a la inequidad que genera violencia [59-60]
Algunos desafíos culturales [61-67]
Desafíos de la inculturación de la fe [68-70]
Desafíos de las culturas urbanas [71-75]
II. Tentaciones de los agentes pastorales [76-109]
Sí al desafío de una espiritualidad misionera [78-80]
No a la acedia egoísta [81-83]
No al pesimismo estéril [84-86]
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo [87-92]
No a la mundanidad espiritual [93-97]
No a la guerra entre nosotros [98-101]
Otros desafíos eclesiales [102-109]
Capítulo tercero
El anuncio del Evangelio
I. Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio [111-134]
Un pueblo para todos [112-114]
Un pueblo con muchos rostros [115-118]
Todos somos discípulos misioneros [119-121]
La fuerza evangelizadora de la piedad popular [122-126]
Persona a persona [127-129]
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora [130-131]
Cultura, pensamiento y educación [132-134]
II. La homilía [135-144]
El contexto litúrgico [137-138]
La conversación de la madre [139-141]
Palabras que hacen arder los corazones [142-144]
III. La preparación de la predicación [145-159]
El culto a la verdad [146-148]
La personalización de la Palabra [149-151]
La lectura espiritual [152-153]
Un oído en el pueblo [154-155]
Recursos pedagógicos [156-159]
IV. Una evangelización para la profundización del kerygma[160-175]
Una catequesis kerygmática y mistagógica [163-168]
El acompañamiento personal de los procesos de crecimiento [169-173]
En torno a la Palabra de Dios [174-175]
Capítulo cuarto
La dimensión social de la evangelización
I.
Las repercusiones comunitarias y sociales del kerygma [177-185]
Confesión de la fe y compromiso social [178-179]
El Reino que nos reclama [180-181]
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales [182-185]
II. La inclusión social de los pobres [186-216]
Unidos a Dios escuchamos un clamor [187-192]
Fidelidad al Evangelio para no correr en vano [193-196]
El lugar privilegiado de los pobres en el pueblo de Dios [197-201]
Economía y distribución del ingreso [202-208]
Cuidar la fragilidad [209-216]
III. El bien común y la paz social [217-237]
El tiempo es superior al espacio [222-225]
La unidad prevalece sobre el conflicto [226-230]
La realidad es más importante que la idea [231-233]
El todo es superior a la parte [234-237]
IV. El diálogo social como contribución a la paz [238-258]
El diálogo entre la fe, la razón y las ciencias [242-243]
El diálogo ecuménico [244-246]
Las relaciones con el Judaísmo [247-249]
El diálogo interreligioso
[250-254]
El diálogo social en un contexto de libertad religiosa [255-258]
Capítulo quinto
Evangelizadores con Espíritu
I. Motivaciones para un renovado impulso misionero [262-283]
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva [264-267]
El gusto espiritual de ser pueblo [268-274]
La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu [275-280]
La fuerza misionera de la intercesión [281-283]
II. María, la Madre de la evangelización [284-288]
El regalo de Jesús a su pueblo [285-286]
La Estrella de la nueva evangelización [287-288]
1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para
invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y
abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista
que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia
aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran
los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza
la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por
hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo,
cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en
seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de
una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para
nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del
corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y
situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su
encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la
decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta
invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la
alegría reportada por el Señor».[1]
Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da
un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su
llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para
decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil
maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para
renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo,
Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!
Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar,
somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces
siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta
veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y
otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga
este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar
la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos
desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No
huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos
muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida
que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado
la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en
los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al
Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste
la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los
habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de
gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el
horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero
para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero
para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para
Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta,
tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el
Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores
al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta
sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti
tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del
profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un
centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar
a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este
texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él
exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por
ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la
alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la
vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de
nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades
trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de
estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de
Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos
ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc
1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de
alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su
canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría
en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús
comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría,
que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo
«se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc
10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas
cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra
alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría
cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él
promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra
tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E
insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22).
Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn
20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que
en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría»
(2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran
alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se
llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado,
«siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró
con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por
qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una
Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se
vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de
la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y
siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de
la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de
todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por
las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a
poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a
despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en
medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la
paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria,
algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha
acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se
renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en
silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de
excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables
condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele
suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado
multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy
difícil engendrar la alegría».[2]
Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he
visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que
tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina
alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos
profesionales, han sabido conservar un corazón creyente,
desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías
beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que
se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir
aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro
del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el
amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos
rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos
cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios
que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar
nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la
acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese
amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede
contener el deseo de comunicarlo a otros?
II.
La dulce y confortadora alegría de evangelizar
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y
de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una
profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los
demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera
vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y
buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san
Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2Co 5,14); «¡Ay de mí si no
anunciara el Evangelio!» (1Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no
con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se
debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que
más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de
la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a
los demás».[4]
Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace
más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de
la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda
de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que
se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en
definitiva la misión».[5]
Por consiguiente, un evangelizador no debería tener
permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos
el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar,
incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el
mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con
esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya
vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en
sí mismos, la alegría de Cristo».[6]
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a
los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y
una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y
esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor
inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles
siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el
vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin
fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo
es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo
ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza
y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por
«la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del
conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de
la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es
tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de
ella, siempre puede entrar más adentro».[7]
O
bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha
traído consigo toda novedad».[8]
Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y
nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y
debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca
envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas
aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos
sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura
original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos
creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes,
palabras cargadas de renovado significado para el mundo
actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es
siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa,
sería un error entenderla como una heroica tarea personal,
ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que
podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más
grande evangelizador».[9]
En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso
llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La
verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la que
Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En
toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de
Dios, que «Él nos amó primero» (1Jn 4,19) y que «es Dios quien hace
crecer» (1Co 3,7). Esta convicción nos permite
conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y
desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo,
pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión
como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que
nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria es una
dimensión de nuestra fe que podríamos llamar
«deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús
nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia,
que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc
22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el
trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que
necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron el momento
en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las
cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la
memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb
12,1). Entre ellos, se destacan algunas personas que
incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo
creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron
la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de
personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida
de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe que
tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2Tm
1,5). El creyente es fundamentalmente «memorioso».
III.
La nueva evangelización para la transmisión de la fe
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer
comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de
octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.
Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a todos
y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10]
En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral
ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para
encender los corazones de los fieles que regularmente
frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11]
También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan
una fe católica intensa y sincera, expresándola de diversas
maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta
pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de
manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al
amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas
bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»,
[12] no tienen una
pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el
consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta,
se empeña para que vivan una conversión que les devuelva
la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmente
conectada con la proclamación del Evangelio aquienes no conocen
a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan
a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en
países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de
recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo
sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación,
sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello,
ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo
sino «por atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es
necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los
que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea
primordial de la Iglesia».[14]
La actividad misionera «representa aún hoy día el mayor
desafío para la Iglesia»[15]
y «la causa misionera debe ser la primera».[16]
¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas
palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera
es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta
línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no
podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros
templos»[17]
y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a
una pastoral decididamente misionera».[18]
Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías
para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo
pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos
que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de
redactar esta Exhortación.[19]
Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo.
También he consultado a diversas personas, y procuro además
expresar las preocupaciones que me mueven en este momento
concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son
innumerables los temas relacionados con la evangelización en
el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero he
renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones
que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización.
Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una
palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que
afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el
Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento
de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios.
En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una
saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan
alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa
evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese
marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática
Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme
largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que quizá
podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención
de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la importante
incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la
Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo
evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad
que se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger,
en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la
Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo
repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús:
«Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado»
(Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento
en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio
en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se
difunda en cada rincón de la tierra.
I. Una Iglesia en salida
20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente este
dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los
creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una
tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el
llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo
salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex
3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe
irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están
presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la
misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados
a esta nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada
comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide,
pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de
la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las
periferias que necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que llena la vida de la
comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La
experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de
la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive
Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba
al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y
pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de
admiración los primeros que se convierten al escuchar
predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch
2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el
Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre
tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del
caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El
Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las
poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc
1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se
detiene para explicar mejor o para hacer más signos allí,
sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no
podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una
vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor
duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa
libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su
manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras
previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad
itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como
comunión misionera».[20]
Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares,
en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo.
La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede
excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los pastores
de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia,
una gran alegría para todo el pueblo» (Lc
2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la
eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la
tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos
misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan,
que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar
este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que
el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor
(cf. 1Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse,
tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a
los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para
invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar
misericordia, fruto de haber experimentado la infinita
misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un
poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe
«involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El
Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de
rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los
discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn
13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y
gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias,
se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la
vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el
pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y
éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se
dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus
procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de
esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización
tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al
don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad
evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el
Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz
por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña
en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni
alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne
en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque
en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo
sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como
testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de
enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su
potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad
evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y
festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la
evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender
el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma
con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un
renovado impulso donativo.
II. Pastoral en conversión
25. No ignoro que hoy los documentos no despiertan el
mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente
olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de
expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias
importantes. Espero que todas las comunidades procuren poner
los medios necesarios para avanzar en el camino de una
conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las
cosas como están. Ya no nos sirve una «simple
administración».[21]
Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un
«estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la renovación,
para expresar con fuerza que no se dirige sólo a los
individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos
este memorable texto que no ha perdido su fuerza
interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia
de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio
[…] De esta iluminada y operante conciencia brota un
espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia
-tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya
santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro real
que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un
anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir,
de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la
conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del
modelo que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial
como la apertura a una permanente reforma de sí por
fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia
consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su
vocación […] Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia
una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto
institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar
un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras
sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las
juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin
«fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier
estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
Una impostergable renovación eclesial
27. Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo
todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el
lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce
adecuado para la evangelización del mundo actual más que
para la autopreservación. La reforma de estructuras que
exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este
sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras,
que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más
expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en
constante actitud de salida y favorezca así la respuesta
positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su
amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía,
«toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la
misión como objetivo para no caer presa de una especie de
introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es una estructura caduca;
precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar
formas muy diversas que requieren la docilidad y la
creatividad misionera del Pastor y de la comunidad. Aunque
ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es
capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá
siendo «la misma Iglesia que vive entre las casas de sus
hijos y de sus hijas».[26]
Esto supone que realmente esté en contacto con los hogares y
con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija
estructura separada de la gente o en un grupo de selectos
que se miran a sí mismos. La parroquia es presencia eclesial
en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra, del
crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio,
de la caridad generosa, de la adoración y la celebración.
[27]
A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y
forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización.
[28]
Es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos
van a beber para seguir caminando, y centro de constante
envío misionero. Pero tenemos que reconocer que el llamado
a la revisión y renovación de las parroquias todavía no ha
dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más
cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión.
29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades de
base y pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de
asociación, son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu
suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores.
Muchas veces aportan un nuevo fervor evangelizador y una
capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia.
Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad
tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren
gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia
particular.[29]
Esta integración evitará que se queden sólo con una parte
del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en
nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia
católica bajo la guía de su obispo, también está llamada a
la conversión misionera. Ella es el sujeto primario de la
evangelización,[30]
ya que es la manifestación concreta de la única Iglesia en
un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra
la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica».
[31]
Es la Iglesia encarnada en un espacio determinado, provista
de todos los medios de salvación dados por Cristo, pero con
un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se
expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros
lugares más necesitados como en una salida constante hacia
las periferias de su propio territorio o hacia los nuevos
ámbitos socioculturales.[32]
Procura estar siempre allí donde hace más falta la luz y la
vida del Resucitado.[33]
En orden a que este impulso misionero sea cada vez más intenso,
generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia particular a
entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y
reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar la comunión misionera
en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal de las primeras
comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo
corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a
veces estará delante para indicar el camino y cuidar la
esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en
medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y
en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a
los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su
olfato para encontrar nuevos caminos. En su misión de
fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera, tendrá
que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de
participación que propone el Código de Derecho Canónico
[34]
y otras formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar
a todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos. Pero
el objetivo de estos procesos participativos no será
principalmente la organización eclesial, sino el sueño
misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los
demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me
corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las
sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio
que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle
y a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa
Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma
del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo
a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva».
[35]
Hemos avanzado poco en ese sentido. También el papado y las
estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan
escuchar el llamado a una conversión pastoral. El Concilio
Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas
Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden
«desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el
afecto colegial tenga una aplicación concreta».
[36]
Pero este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía
no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las
Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de
atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica
autoridad doctrinal.[37]
Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la
vida de la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende abandonar el
cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así».
Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de
repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los
métodos evangelizadores de las propias comunidades. Una
postulación de los fines sin una adecuada búsqueda
comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a
convertirse en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con
generosidad y valentía las orientaciones de este documento,
sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es no caminar
solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con
la guía de los obispos, en un sabio y realista
discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos poner todo en clave misionera, esto
también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el
mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la
selección interesada de contenidos que realizan los medios,
el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de
aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos
secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte
de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del
contexto que les da sentido. El problema mayor se produce
cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces
identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de
ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del
mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no
dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el
trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar
nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le
otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por
la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas
que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se
asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que
realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el
anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo
más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello
profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y
radiante.
36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma
fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de
ellas son más importantes por expresar más directamente el
corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que
resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este
sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o
“jerarquía”
en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su
conexión con el fundamento de la fe cristiana».[38]
Esto vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto
de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza
moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje
moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las
virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39]
Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa
por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al
prójimo son la manifestación externa más perfecta de la
gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley
nueva está en la gracia del Espíritu Santo, que se
manifiesta en la fe que obra por el amor».[40]
Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la
misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma
la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a
ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus
deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se
tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual
resplandece su omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante sacar las consecuencias pastorales de
la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de
la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del
Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción.
Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se mencionan
algunos temas y en los acentos que se ponen en la
predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año
litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o
tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una
desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente
aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se
habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que
de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las virtudes impide
excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad
es negada. No hay que mutilar la integralidad del mensaje
del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se
la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje
cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la
predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad
la centralidad de algunas verdades y queda claro que la
predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más
que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un
catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo
a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en
los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien
de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe
ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta
respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y
atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo
de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que
se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que
proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje
correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener
«olor a Evangelio».
IV.
La misión que se encarna en los límites humanos
40. La Iglesia, que es discípula misionera, necesita
crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su
comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los
teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia».[42]
De otro modo también lo hacen las demás ciencias.
Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan
Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus
aportes «para sacar indicaciones concretas que le ayuden a
desempeñar su misión de Magisterio».[43]
Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones
acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia
libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico,
teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu
en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la
Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo
tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina
monolítica defendida por todos sin matices, esto puede
parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es
que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen
mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del
Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios
culturales requieren que prestemos una constante atención
para intentar expresar las verdades de siempre en un
lenguaje que permita advertir su permanente novedad. Pues en
el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es la
substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45]
A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo
que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos
utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero
Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de
comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en
algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano
que no es verdaderamente cristiano. De ese modo, somos
fieles a una formulación, pero no entregamos la substancia.
Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la expresión de
la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las
formas de expresión se hace necesaria para transmitir al
hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable
significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del
Evangelio si de verdad tenemos el propósito de que su
belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De
cualquier modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de
la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente
valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de
cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su
adhesión. Hay cosas que sólo se comprenden y valoran desde
esa adhesión que es hermana del amor, más allá de la
claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos.
Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de
situarse en la actitud evangelizadora que despierte la
adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el
testimonio.
43. En su constante discernimiento, la Iglesia también
puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo
largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la
misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido
adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No
tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o
preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en
otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa
como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios
«son poquísimos».[47]
Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos
por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación
«para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir
nuestra religión en una esclavitud, cuando «la misericordia
de Dios quiso que fuera libre».[48]
Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una
tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a
considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y
de su predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los
fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino
de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta
claridad enseña el
Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad
y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas
e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la
inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los
afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia
las etapas posibles de crecimiento de las personas que se
van construyendo día a día.[50]
A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe
ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia
del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un
pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser
más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de
quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo
del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada
persona, más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre
los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura
siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un
contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a
la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible.
Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil
con los débiles […] todo para todos» (1Co 9,22).
Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades,
nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo
tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el
discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de
mancharse con el barro del camino.
V. Una madre de
corazón abierto
46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas
abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias
humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin
sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de
lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o
renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al
costado del camino. A veces es como el padre del hijo
pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que,
cuando regrese, pueda entrar sin dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta
del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es
tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De
ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y
se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad
de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco
se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en
la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y
tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por
una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata
de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida
sacramental, no es un premio para los perfectos sino un
generoso remedio y un alimento para los débiles.[51]
Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales
que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A
menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no
como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la
casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a
cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero,
debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes
debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se
encuentra con una orientación contundente: no tanto a los
amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y
enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a
aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc
14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que
debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres
son los destinatarios privilegiados del Evangelio»,[52]
y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo
del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas
que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los
pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de
Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas
veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires:
prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por
salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias
seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el
centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones
y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y
preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos
nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la
amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el
temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a
encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa
contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y
Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!»
(Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones
fundamentales relacionadas con la acción evangelizadora,
conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual
nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de
diagnóstico» que no siempre está acompañado de propuestas
superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco
nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría
tener pretensiones de abarcar toda la realidad con su
metodología de una manera supuestamente neutra y aséptica.
Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea de un
discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo
misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del
Espíritu Santo».[53]
51. No es función del Papa ofrecer un análisis detallado
y completo sobre la realidad contemporánea, pero aliento a
todas las comunidades a una «siempre vigilante capacidad de
estudiar los signos de los tiempos».[54]
Se trata de una responsabilidad grave, ya que algunas
realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de
revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que
pueda ser un fruto del Reino y también aquello que atenta
contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e
interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino
–y aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y
rechazar las del malo. Doy por supuestos los diversos
análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio
universal, así como los que han propuesto los episcopados
regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo
detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos
aspectos de la realidad que pueden detener o debilitar los
dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque
afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea
porque inciden también en los sujetos que participan de un
modo más directo en las instituciones eclesiales y en tareas
evangelizadoras.
I. Algunos
desafíos del mundo actual
52. La humanidad vive en este momento un giro histórico,
que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos
campos. Son de alabar los avances que contribuyen al
bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la
salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no
podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con
consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento.
El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de
numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La
alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de
respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más
patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir
con poca dignidad. Este cambio de época se ha generado por
los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y
acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las
innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en
la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas
formas de un poder muchas veces anónimo.
No a una
economía de la exclusión
53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite
claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos
que decir «no a una economía de la exclusión y la
inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea
noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y
que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando
hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más
fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como
consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida.
Se considera al ser humano en sí
mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego
tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno
de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con
la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia
a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella
abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera.
Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía defienden las
teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra
provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el
mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los
hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad
de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos
sacralizados del sistema económico imperante. Mientras
tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener
un estilo de vida que excluye a otros, o para poder
entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos
volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los
otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos
interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos
anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que
todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas
truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero
espectáculo que de ninguna manera nos altera.
No a la
nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta situación se encuentra en
la relación que hemos establecido con el dinero, ya que
aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y
nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos
nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis
antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro
de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión
nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la
dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las
finanzas y a la economía pone de manifiesto sus
desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su
orientación antropológica que reduce al ser humano a una
sola de sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen
exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más
lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio
proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta
de los mercados y la especulación financiera. De ahí que
nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de
velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía
invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral
e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus
intereses alejan a los países de las posibilidades viables
de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo
real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones
mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En
este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a
acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como
el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del
mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y
el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto
desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado
humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente
como una amenaza, pues condena la manipulación y la
degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a
un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera
de las categorías del mercado. Para éstas, si son
absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso
peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y
a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética
–una ética no ideologizada– permite crear un equilibrio y un
orden social más humano. En este sentido, animo a los
expertos financieros y a los gobernantes de los países a
considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No
compartir con los pobres los propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos,
sino suyos».[55]
58. Una reforma financiera que no ignore la ética
requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los
dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto
con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por
supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe
servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres,
pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar
que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos,
promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y
a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en
favor del ser humano.
No a
la inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero
hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro
de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible
erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los
pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra
encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional
o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma,
no habrá programas políticos ni recursos policiales o de
inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad
provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema,
sino porque el sistema social y económico es injusto en su
raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su
potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de
cualquier sistema político y social por más sólido que
parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal
enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre
un potencial de disolución y de muerte. Es el mal
cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del
cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del
llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un
desarrollo sostenible y en paz todavía no están
adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una
exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo
desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del
tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una
violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni
resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los
que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que
las armas y la represión violenta, más que aportar
soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos
simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países
pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones,
y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los
tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos,
empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología
política de los gobernantes.
Algunos desafíos
culturales
61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los
diversos desafíos que puedan presentarse.[56]
A veces éstos se manifiestan en verdaderos ataques a la
libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a
los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se
trata más bien de una difusa indiferencia relativista,
relacionada con el desencanto y la crisis de las ideologías
que se provocó como reacción contra todo lo que parezca
totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la
vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la
cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad
subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar
un proyecto común más allá de los beneficios y deseos
personales.
62. En la cultura predominante, el primer lugar está
ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo
rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar
a la apariencia. En muchos países, la globalización ha
significado un acelerado deterioro de las raíces culturales
con la invasión de tendencias pertenecientes a otras
culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente
debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los
Obispos de varios continentes. Los Obispos africanos, por
ejemplo, retomando la Encíclica
Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que
muchas veces se quiere convertir a los países de África en
simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios
de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos
mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no
siempre tienen en la debida consideración las prioridades y
los problemas propios de estos países, ni respetan su
fisonomía cultural».[57]
Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que
desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas.
Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son
resultado de una excesiva exposición a los medios de
comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los
aspectos negativos de las industrias de los medios de
comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los
valores tradicionales».[58]
63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con
el desafío de la proliferación de nuevos movimientos
religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros
que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es,
por una parte, el resultado de una reacción humana frente a
la sociedad materialista, consumista e individualista y, por
otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la
población que vive en las periferias y zonas empobrecidas,
que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca
soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos
movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil
penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo
imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista.
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de
nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la
Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras
y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras
parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para
dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la
vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio
de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una
sacramentalización sin otras formas de evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y
la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además,
al negar toda trascendencia, ha producido una creciente
deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado
personal y social y un progresivo aumento del relativismo,
que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente
en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable
a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados
Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la
existencia de normas morales objetivas, válidas para todos,
«hay quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto es,
como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos
suelen provenir de una forma de relativismo moral que está
unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos
absolutos de los individuos. En este punto de vista se
percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio
particular y como si interfiriera con la libertad
individual».[59]
Vivimos en una sociedad de la información que nos satura
indiscriminadamente de datos, todos en el mismo nivel, y
termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora
de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se
vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar
críticamente y que ofrezca un camino de maduración en
valores.
65. A pesar de toda la corriente secularista que invade
las sociedades, en muchos países -aun donde el cristianismo
es minoría- la Iglesia católica es una institución creíble
ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al
ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más
carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora
en favor de la solución de problemas que afectan a la paz,
la concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos
humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y
universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que
así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos
otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo
hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la
dignidad humana y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda,
como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso
de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve
especialmente grave porque se trata de la célula básica de
la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la
diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres
transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser
visto como una mera forma de gratificación afectiva que
puede constituirse de cualquier manera y modificarse de
acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte
indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel
de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de
la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede
«del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la
profundidad del compromiso asumido por los esposos que
aceptan entrar en una unión de vida total».[60]
67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece
un estilo de vida que debilita el desarrollo y la
estabilidad de los vínculos entre las personas, y que
desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral
debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre
exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance
los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo,
especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas
de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en
nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de
ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2).
Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para
la defensa de derechos y para la consecución de nobles
objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de
numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del
desarrollo social y cultural.
Desafíos de la inculturación de la fe
68. El substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo
occidentales– es una realidad viva. Allí encontramos,
especialmente en los más necesitados, una reserva moral que
guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada
de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que
siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su acción
libre y generosa pensar que no hay auténticos valores
cristianos donde una gran parte de la población ha recibido
el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de
múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas
«semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe
católica con modos propios de expresión y de pertenencia a
la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que
tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura
evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más
recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates
del secularismo actual. Una cultura popular evangelizada
contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar
el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee
una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas
para inculturar el Evangelio. En los países de tradición
católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la
riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones
religiosas o profundamente secularizados se tratará de
procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura,
aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin
embargo, desconocer que siempre hay un llamado al
crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan
purificación y maduración. En el caso de las culturas
populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio:
el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una
escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas
o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero
es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida
para sanarlas y liberarlas.
70. También es cierto que a veces el acento, más que en
el impulso de la piedad cristiana, se coloca en formas
exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas
revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto
cristianismo de devociones, propio de una vivencia
individual y sentimental de la fe, que en realidad no
responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven
estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y
la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para
obtener beneficios económicos o algún poder sobre los demás.
Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha
producido una ruptura en la transmisión generacional de la
fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos
se sienten desencantados y dejan de identificarse con la
tradición católica, que son más los padres que no bautizan a
sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto
éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta
ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la
influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el
mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más
pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras
instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión
mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de
las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap
21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la
humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la
plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una
ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada
contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al
Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus
plazas. La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras
que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos
promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de
bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser
fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a
aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo
hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está mediado por
diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un
sentido de lo temporal, de lo territorial y de las
relaciones, que difiere del estilo de los habitantes
rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces
luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un
sentido profundo de la existencia que suele entrañar también
un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para
lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la
samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed
(cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes
geografías humanas en las que el cristiano ya no suele ser
promotor o generador de sentido, sino que recibe de ellas
otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen
nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste
con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se
elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las
transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que
expresan son un lugar privilegiado de la nueva
evangelización.[61]
Esto
requiere imaginar espacios de oración y de comunión con
características novedosas, más atractivas y significativas
para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la
influencia de los medios de comunicación de masas, no están
ajenos a estas transformaciones culturales que también
operan cambios significativos en sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos
modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio,
y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar
allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas,
alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos
del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad
es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede
observarse un entramado en el que grupos de personas
comparten las mismas formas de soñar la vida y similares
imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en
territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas
formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas
veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia
está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra
parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios
adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar,
son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a
medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo
que ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también
aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de
la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos
lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son
escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes
reclaman libertad, participación, justicia y diversas
reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas,
no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se
desarrollan el tráfico de drogas y de personas, el abuso y
la explotación de menores, el abandono de ancianos y
enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo
tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y
solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la
huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se
construyen más para aislar y proteger que para conectar e
integrar. La proclamación del Evangelio será una base para
restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos,
porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en
abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y
completo de la vida humana que propone el Evangelio es el
mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos
advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible
de evangelización no son aptos para esta realidad. Pero
vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón de los
desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en
cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
II.
Tentaciones de los agentes pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los
que trabajan en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a
exponer las actividades de los diversos agentes pastorales,
desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de los
servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar
acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio de
la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en
primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de la
Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y
nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la
Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos
cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a
curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o
acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en
los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la
educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados
por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes
hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran
ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios
hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos
cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese
testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio
deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos
vemos afectados de algún modo por la cultura globalizada
actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas
posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e
incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear
espacios motivadores y sanadores para los agentes
pastorales, «lugares donde regenerar la propia fe en Jesús
crucificado y resucitado, donde compartir las propias
preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas,
donde discernir en profundidad con criterios evangélicos
sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad
de orientar al bien y a la belleza las propias elecciones
individuales y sociales».[62]
Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas
tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes
pastorales.
Sí
al desafío de una espiritualidad misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales,
incluso en personas consagradas, una preocupación exacerbada
por los espacios personales de autonomía y de distensión,
que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la
vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al
mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos
momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no
alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el
mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en
muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación
del individualismo, una crisis de identidad y
una caída del fervor. Son tres males que se alimentan
entre sí.
79. La cultura mediática y algunos ambientes
intelectuales a veces transmiten una marcada desconfianza
hacia el mensaje de la Iglesia, y un cierto desencanto. Como
consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales
desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les
lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus
convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque
así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se
sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto
debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría misionera
en una especie de obsesión por ser como todos y por
tener lo que poseen los demás. Así, las tareas
evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas
pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del
estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan
tener, un relativismo todavía más peligroso que el
doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y
sinceras que determinan una forma de vida. Este relativismo
práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como
si los pobres no existieran, soñar como si los demás no
existieran, trabajar como si quienes no recibieron el
anuncio no existieran. Llama la atención que aun quienes
aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y
espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva
a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder
y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en
lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos
dejemos robar el entusiasmo misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que
lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de
que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y
tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda
quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por
ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las
parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años.
Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan
con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe
a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus
espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora
fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor
de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y
fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el
gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso de actividades,
sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las
motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne
la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen
más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un
cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en
definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener
diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener
proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que
buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa
evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo.
Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos
imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto
real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral
que lleva a prestar más atención a la organización que a las
personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de ruta»
que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber
esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El
inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes
pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna
contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris
pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad
la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad».[63]
Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco
convierte a los cristianos en momias de museo.
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo
mismos, viven la constante tentación de apegarse a una
tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón
como «el más preciado de los elixires del demonio».[64]
Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan
cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio
interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo
esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría
evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos
podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro
mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para
reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como
desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de
reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en
medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe
es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse
el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la
cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque
nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de
optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar
menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad. En ese
sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de
1962: «Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos,
ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su
celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino
prevaricación y ruina […] Nos parece justo disentir de tales
profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre
infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos
estuviese inminente. En el presente momento histórico, la
Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones
humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por
encima de sus mismas intenciones, se encaminan al
cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo,
aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor
bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la
conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados
con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía
plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la
mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de
las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y
recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza
se manifiesta en la debilidad» (2Co 12,9). El triunfo cristiano es
siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es
bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa
ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es
hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo
de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y
egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares se produjo una
«desertificación» espiritual, fruto del proyecto de
sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen
sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está
haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada,
que se convierte en arena».[66]
En otros países, la resistencia violenta al cristianismo
obliga a los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en
el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de
desierto. También la propia familia o el propio lugar de
trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar
la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir de
la experiencia de este desierto, de este vacío, es como
podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el
desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son
muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o
negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas
de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la
Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la
esperanza».[67]
En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros
para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la
cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente
de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la
comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos,
sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de
vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de
los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo
caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia
de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de
comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro
y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese
camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador,
tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace
bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de
la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada
opción egoísta que hagamos.
88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la
sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser
invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo
actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la
privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más
íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del
Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo
puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se
pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por
aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se
puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del
encuentro con el rostro del otro, con su presencia física
que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría
que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera
fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de
sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la
reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios,
en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo,
puede expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios,
pero puede también encontrar en lo religioso una forma de
consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo.
La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que
caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el
ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente
a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en
propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una
espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de
paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a
la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas
que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las formas propias de la religiosidad popular son
encarnadas, porque han brotado de la encarnación de la fe
cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una
relación personal, no con energías armonizadoras sino con
Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen
rostros. Son aptas para alimentar potencialidades
relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros
sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por
diversas formas de «espiritualidad del bienestar» sin
comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin
compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin
rostros, que se reducen a una búsqueda interior
inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que la solución
nunca consistirá en escapar de una relación personal y
comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con
los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes
procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y
cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea
a otra, quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio
locorum et mutatio multos fefellit».[68]
Es un falso remedio que enferma el corazón, y a veces el
cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino
consiste en aprender a encontrarse con los demás con la
actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como
compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor
todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el
rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es
aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando
recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos
jamás de optar por la fraternidad.[69]
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de
relacionarnos con los demás que realmente nos sana en lugar
de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del
prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que
sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al
amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para
buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre
bueno. Precisamente en esta época, y también allí donde son
un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del
Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la
tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados
a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera
siempre nueva.[70]
¡No nos dejemos robar la comunidad!
No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de
apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia,
es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana
y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los
fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os
glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria
que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil
de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp
2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de
personas y con los estamentos en los que se enquista. Por
estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no
siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo
parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería
infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad
simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de
dos maneras profundamente emparentadas. Una es la
fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el
subjetivismo, donde sólo interesa una determinada
experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón
o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo
autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a
otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio
del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y
autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es
analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar
el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo
antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas
desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico
dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas
actitudes aparentemente opuestas pero con la misma
pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos
hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y
del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el
Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios
y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida
de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una
posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual
se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas
sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la
gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las
dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial.
También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a
sí mismo en una densa vida social llena de salidas,
reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un
funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas,
planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como
organización. En todos los casos, no lleva el sello de
Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en
grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos
ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay
fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una
autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de
quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser
generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados
de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos
con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos
nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser
historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana,
de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el
trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de nuestra
frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando
sobre «lo que habría que hacer» –el pecado del
«habriaqueísmo»– como maestros espirituales y sabios
pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad
sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de
lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a
quien lo cuestione, destaca constantemente los errores
ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la
referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia
y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de
sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una
tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla
poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de
misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres.
¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes
espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se
sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que
nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos
en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos
robar el Evangelio!
No a la guerra entre nosotros
98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas
comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de
trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también
entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos
cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se
interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o
seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una
pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu
de «internas». Más que pertenecer a la Iglesia toda, con su
rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se siente
diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las guerras y la
violencia, o herido por un difuso individualismo que divide
a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos
del propio bienestar. En diversos países resurgen
enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte
superadas. A los cristianos de todas las comunidades del
mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de
comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente.
Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo
os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto
reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os
tengáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con
tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21).
¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma
barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de
alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos.
100. A los que están heridos por divisiones históricas,
les resulta difícil aceptar que los exhortemos al perdón y
la reconciliación, ya que interpretan que ignoramos su
dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los
ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades
auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una
luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en
algunas comunidades cristianas, y aun entre personas
consagradas, consentimos diversas formas de odio,
divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos,
deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier
cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza
de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos
comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del
amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace
amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en
contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la
exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes
bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también:
«¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos
tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos
enojados con alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo
estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y por
ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un
hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador.
¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor
fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del
Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los
ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la
identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con
un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado
sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso
de la caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero
la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que
nace del Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de
la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no
se formaron para asumir responsabilidades importantes, en
otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares
para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo
clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones.
Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los
ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la
penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas
intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del
Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación
de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e
intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la
mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y
unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de
las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial
atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo
particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco
con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades
pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al
acompañamiento de personas, de familias o de grupos y
brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero
todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia
femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio
femenino es necesario en todas las expresiones de la vida
social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las
mujeres también en el ámbito laboral»[72]
y en los diversos lugares donde se toman las decisiones
importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras
sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de
las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y
mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia
profundas preguntas que la desafían y que no se pueden
eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los
varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la
Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión,
pero puede volverse particularmente conflictiva si se
identifica demasiado la potestad sacramental con el poder.
No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad
sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función,
no de la dignidad ni de la santidad».[73]
El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús
utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad
viene del Bautismo, que es accesible a todos. La
configuración del sacerdote con Cristo Cabeza –es decir,
como fuente capital de la gracia– no implica una exaltación
que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las
funciones «no dan lugar a la superioridad de los unos
sobre los otros».[74]
De hecho, una mujer, María, es más importante que los
obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se
considere «jerárquica», hay que tener bien presente que
«está ordenada totalmente a la santidad de los
miembros del Cuerpo místico de Cristo».[75]
Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio,
sino la potestad de administrar el sacramento de la
Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un
servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los
pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer
mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de
la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los
diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como estábamos
acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido el embate de los
cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras
habituales, no suelen encontrar respuestas a sus
inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los
adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus
inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el
lenguaje que ellos comprenden. Por esa misma razón, las
propuestas educativas no producen los frutos esperados. La
proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos
predominantemente juveniles pueden interpretarse como una
acción del Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus
expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de un
sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin
embargo,
ahondar en la participación de éstos en la pastoral
de conjunto de la Iglesia.[76]
106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se
creció en dos aspectos: la conciencia de que toda la
comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de que ellos
tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el
contexto actual de crisis del compromiso y de los lazos
comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante
los males del mundo y se embarcan en diversas formas de
militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de
la Iglesia, integran grupos de servicio y diversas
iniciativas misioneras en sus propias diócesis o en otros
lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de
la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a
cada plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente esto se
debe a la ausencia en las comunidades de un fervor
apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita
atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo
a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias
donde los sacerdotes son poco entregados y alegres, es la
vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta
el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la
evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora
insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra
parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene más
clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de
los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los
seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si
éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas
de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico.
108. Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico
completo, pero invito a las comunidades a completar y
enriquecer estas perspectivas a partir de la conciencia de
sus desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo
hagan, tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en
la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente
escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la
esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y
la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir
tontamente los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos
llaman a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan
en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos abren al
futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la
nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces
de vida en el mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas,
pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada.
¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la
realidad actual, quiero recordar ahora la tarea que nos
apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede haber
auténtica evangelización sin la proclamación explícita
de que Jesús es el Señor», y sin que exista un «primado de
la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de
evangelización».[77]
Recogiendo las inquietudes de los Obispos asiáticos, Juan
Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su destino
providencial, la evangelización, como predicación alegre,
paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvífica
de Jesucristo, debe ser vuestra prioridad absoluta».[78]
Esto vale para todos.
I.
Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio
111. La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este
sujeto de la evangelización es más que una institución
orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que
peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que
hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción
histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual
siempre trasciende toda necesaria expresión institucional.
Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la
Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y
gratuita iniciativa de Dios.
Un pueblo para todos
112. La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia.
No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan
merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para
unirnos a sí.[79]
Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus
hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de
responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada
por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por
Dios.[80]
Ella, a través de sus acciones evangelizadoras, colabora
como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo
expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo:
«Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa
verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si
entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él–
evangelizadores».[81]
El principio de la primacía de la gracia debe ser un
faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre
la evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia
gozosamente la Iglesia, es para todos,[82]
y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los
seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos
como pueblo y no como seres aislados.[83]
Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni
por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta
la compleja trama de relaciones interpersonales que supone
la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha
elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los
Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite.
Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el
Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego
[...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga
3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de
Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su
pueblo y lo hace con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el
gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el
fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir
anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo
nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener
respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo
vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la
misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse
acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida
buena del Evangelio.
Un pueblo con muchos rostros
115. Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la
tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La
noción de cultura es una valiosa herramienta para entender
las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en
el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una
sociedad determinada, del modo propio que tienen sus
miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y
con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de
la vida de un pueblo.[84]
Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia
cultura con legítima autonomía.[85]
Esto se debe a que la persona humana «por su misma
naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»,[86]
y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo
concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está
siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se
hallan unidas estrechísimamente».[87]
La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en
la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos milenios de cristianismo, innumerable
cantidad de pueblos han recibido la gracia de la fe, la han
hecho florecer en su vida cotidiana y la han transmitido
según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad
acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda
su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio. De
modo que, como podemos ver en la historia de la Iglesia, el
cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al
anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará
consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos
pueblos en que ha sido acogido y arraigado».[88]
En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios
según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina
catolicidad y muestra «la belleza de este rostro
pluriforme».[89]
En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado,
el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos
aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo rostro. En
la inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos con
sus culturas en su misma comunidad»,[90]
porque «toda cultura propone valores y formas positivas que
pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y vivir el
Evangelio».[91]
Así, «la Iglesia, asumiendo los valores de las diversas
culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”, “la
novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».[92]
117. Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la
unidad de la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el
Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos
hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la
Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él
construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios. El
mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo
de amor entre el Padre y el Hijo.[93]
Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones
y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La
evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas
que el Espíritu engendra en la Iglesia. No haría justicia a
la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo
monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas
culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación
del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano,
el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas y
tiene un contenido transcultural. Por ello, en la
evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han
acogido la predicación cristiana, no es indispensable
imponer una determinada forma cultural, por más bella y
antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El
mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural,
pero a veces en la Iglesia caemos en la vanidosa
sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos
mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia
«desarrolle una comprensión y una presentación de la verdad
de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas de la
región», e instaron «a todos los misioneros a operar en
armonía con los cristianos indígenas para asegurar que la fe
y la vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas
adecuadas a cada cultura».[94]
No podemos pretender que los pueblos de todos los
continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos
que encontraron los pueblos europeos en un determinado
momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse
dentro de los confines de la comprensión y de la expresión
de una cultura.[95]
Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de
la redención de Cristo.
Todos somos discípulos misioneros
119. En todos los bautizados, desde el primero hasta el
último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que
impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta
unción que lo hace infalible «in credendo». Esto
significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía
en la verdad y lo conduce a la salvación.[96]
Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios
dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe
–el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo
que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu
otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las
realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas
intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado
para expresarlas con precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del
Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf.
Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que
sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su
fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en
un esquema de evangelización llevado adelante por actores
calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo
receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe
implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado
dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su
compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha
hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a
anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o
largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la
medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo
Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros»,
sino que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos
convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes
inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían
a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn
1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús,
se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en
Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También
san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo,
«enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios»
(Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?
121. Por supuesto que todos estamos llamados a crecer
como evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor
formación, una profundización de nuestro amor y un
testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos
tenemos que dejar que los demás nos evangelicen
constantemente; pero eso no significa que debamos postergar
la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de
comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos
hallemos. En cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer
a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del
Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su
cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a
nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin
Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a
vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas
comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una
excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante
para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo.
El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a
ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya
conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi
carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp
3,12-13).
La fuerza evangelizadora de la piedad popular
122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos
pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son
sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización.
Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y
el protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico,
que un pueblo recrea permanentemente, y cada generación le
transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las
distintas situaciones existenciales, que ésta debe
reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es
al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que
pertenece».[97]
Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su
proceso de transmisión cultural también transmite la fe de
maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción
del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios
según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la
enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede
decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí
mismo».[98]
Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión
de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios. Se
trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el
Espíritu Santo es el agente principal.[99]
123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que
la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue
transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha
sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al
Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en
ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una
sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden
conocer»[100]
y que «hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el
heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe».[101]
Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América
Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la
Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los
pueblos latinoamericanos».[102]
124. En el Documento de Aparecida se describen las
riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad
popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente,
donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de
la piedad popular, los Obispos la llaman también
«espiritualidad popular» o «mística popular».[103]
Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la
cultura de los sencillos».[104]
No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa
más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el
credere in Deum que el credere Deum.[105]
Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»;[106]
conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y
del peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el
participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí
mismo un gesto evangelizador».[107]
¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace falta acercarse a
ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino
amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor
podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de
los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso
en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo
enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar
las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza
derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar
para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor
entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo
fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una
búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de
una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo
que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm
5,5).
126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio
inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora
que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del
Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y
fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación
que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la
piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien
sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos
prestar atención, particularmente a la hora de pensar la
nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda
renovación misionera, hay una forma de predicación que nos
compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más
cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal
que se puede realizar en medio de una conversación y también
es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser
discípulo es tener la disposición permanente de llevar a
otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en
cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en
un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el
primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona
se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las
inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan
el corazón. Sólo después de esta conversación es posible
presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún
versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el
anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo
hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su
salvación y su amistad. Es el anuncio que se comparte con
una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe
aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y
tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de
manera más directa, otras veces a través de un testimonio
personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el
mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia
concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es
bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con
una breve oración que se conecte con las inquietudes que la
persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido
escuchada e interpretada, que su situación queda en la
presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios
realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio evangélico deba
transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o
con palabras precisas que expresen un contenido
absolutamente invariable. Se transmite de formas tan
diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas,
donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y
signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica
sólo a través del anuncio persona a persona. Esto debe
hacernos pensar que, en aquellos países donde el
cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado
a anunciar el Evangelio, las Iglesias particulares deben
fomentar activamente formas, al menos incipientes, de
inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que
la predicación del Evangelio, expresada con categorías
propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva
síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre
lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos
que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible
que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos
cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no
seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un
estancamiento infecundo de la Iglesia.
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora
130. El Espíritu Santo también enriquece a toda la
Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones
para renovar y edificar la Iglesia.[108]
No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que
lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en
el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo,
desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un
signo claro de la autenticidad de un carisma es su
eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en
la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos.
Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita
arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para
afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija
mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será
su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un
carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si
vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la
paz en el mundo.
131. Las diferencias entre las personas y comunidades a
veces son incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa
diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en
un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La
diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda
del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la diversidad, la
pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos
la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos,
en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por
otra parte, cuando somos nosotros quienes queremos construir
la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la
misión de la Iglesia.
Cultura, pensamiento y educación
132. El anuncio a la cultura implica también un anuncio a
las culturas profesionales, científicas y académicas. Se
trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias,
que procura desarrollar un nuevo discurso de la
credibilidad, una original apologética[109]
que
ayude a crear las disposiciones para que el Evangelio sea
escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la razón y
de las ciencias son acogidas en el anuncio del mensaje, esas
mismas categorías se convierten en instrumentos de
evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello
que, asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve
instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación del evangelizador
por llegar a cada persona, y el Evangelio también se anuncia
a las culturas en su conjunto, la teología –no sólo la
teología pastoral– en diálogo con otras ciencias y
experiencias humanas, tiene gran importancia para pensar
cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad
de contextos culturales y de destinatarios.[110]
La Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el
carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación
teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las
culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir
este servicio como parte de la misión salvífica de la
Iglesia. Pero es necesario que, para tal propósito, lleven
en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia y
también de la teología, y no se contenten con una teología
de escritorio.
134. Las Universidades son un ámbito privilegiado para
pensar y desarrollar este empeño evangelizador de un modo
interdisciplinario e integrador. Las escuelas católicas, que
intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a
la evangelización de la cultura, aun en los países y
ciudades donde una situación adversa nos estimule a usar
nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados.[111]
II. La homilía
135. Consideremos ahora la predicación dentro de la
liturgia, que requiere una seria evaluación de parte de los
Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta
meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son
muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran
ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la
piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de
encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que
los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los
mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al
escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La
homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia
del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una
fuente constante de renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que
se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar
a los demás a través del predicador y de que Él despliega su
poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con
fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha
querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra
(cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se
ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas
partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados
bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les
hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con
la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que
estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc
3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos
(cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica
de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la
asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y
de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo,
en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y
propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza».[112]
Hay una valoración especial de la homilía que proviene
de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por
ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo,
antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar
ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su
pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su
comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de
Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue
sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido,
no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero
debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un
género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro
del marco de una celebración litúrgica; por
consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla
o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el
interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se
vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la
homilía se prolongara demasiado, afectaría dos
características de la celebración litúrgica: la armonía
entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se
realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora
como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como
mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración.
Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la
asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo
en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la
palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera
que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante
acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí
mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos
recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como
una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo
confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se
sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo
que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y
aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia
guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se
enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los
Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también
cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que
predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una
fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para
encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos
nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de
«cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2M
7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta
lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla
el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y
cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus
frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la
homilía resulte algo aburrida, si está presente este
espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como
los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor
para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a
todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan
elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se
esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de
sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc
12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de
gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños:
«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc
10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su
pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del
Señor a su gente.
Palabras que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una
verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien
concreto que se comunica entre los que se aman por medio de
las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en
las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La
predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también
la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta
comunicación entre corazones que se da en la homilía y que
tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene
de la predicación, y la predicación, por la Palabra de
Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la
mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades
abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también
la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para
estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo
fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las
maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica
alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que
toda palabra en la Escritura es primero don antes que
exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no
ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La
diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la
misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene
la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor
y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de
que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a
nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente,
sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el
camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia.
La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos
dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos
pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del
Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que
nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos
es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
III.
La preparación de la predicación
145. La preparación de la predicación es una tarea tan
importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de
estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con
mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de
preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos
podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas
para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a
este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear
que esto no es posible debido a la multitud de tareas que
deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las
semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y
comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. La
confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación
no es meramente pasiva, sino activa y creativa.
Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con
todas las propias capacidades, para que puedan ser
utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es
«espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones
que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso, después de invocar al Espíritu
Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que
debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se
detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un
texto, ejercita el «culto a la verdad».[113]
Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra
siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los
árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los
servidores».[114]
Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra
se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con
un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un
texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad
y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay
que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para
entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena
dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener
resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la
preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le
dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las
personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha
querido hablar. A partir de ese amor, uno puede
detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud
de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros de comprender
adecuadamente el significado de las palabras que
leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que
no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que
estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy
distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca
entender las palabras, que están traducidas a nuestra
lengua, eso no significa que comprendemos correctamente
cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos
los diversos recursos que ofrece el análisis literario:
prestar atención a las palabras que se repiten o se
destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de
un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes,
etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es
el mensaje principal, el que estructura el texto y le
da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es
posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas
que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje
central es aquello que el autor en primer lugar ha querido
transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino
también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un
texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado
para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no
debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para
enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para
explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para
motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos
para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el
sentido del mensaje central de un texto, es necesario
ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia,
transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante
de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el
Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia
entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en
su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la
experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones
equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las
mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde
predicar. Uno de los defectos de una predicación tediosa e
ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza
propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran
familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta
conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón
dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus
pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva».[115]
Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor
al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos
crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno
olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del
ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra».[116]
Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios,
que examina nuestros corazones» (1Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar
primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta
se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios:
«de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt
12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su
esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así
en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos
maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la
Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan
cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás,
mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo»
(Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os
hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo
que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera
predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover
por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta.
De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad
tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno
ha contemplado».[117]
Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va
a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser
herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra
hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y
médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del
corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral.
También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los
evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos
conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran
viendo».[118]
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que
estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo
profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos
los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la
seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha
salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le
da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor
a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa
Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia
vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no
dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será
un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo
caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo
de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo,
diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que
tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos
como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar
por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar
realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu
Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en
los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que
se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor
nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por
el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento
de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve.
Esta lectura orante de la Biblia no está separada del
estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para
tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La
lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra
manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le
sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios
esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el
propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que
olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del
texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice
a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con
este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto
no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula
de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando
uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una
de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y
cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo
que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia
vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que
le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras
veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado
grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto
lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con
la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que
el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita
siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena
si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible.
Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia
existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que
estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él
lo que todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador necesita también poner un oído en
el pueblo,para descubrir lo que los fieles necesitan
escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y
también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre
«las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras
de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que
distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención
«al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».[120]
Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una
situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta
preocupación no responde a una actitud oportunista o
diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral.
En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los
acontecimientos el mensaje de Dios»[121]
y esto es mucho más que encontrar algo interesante para
decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia».[122]
Entonces, la preparación de la predicación se convierte en
un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se
intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que
Dios hace oír en una situación histórica determinada; en
ella y por medio de ella Dios llama al creyente».[123]
155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a
alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un
reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la
compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro,
la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta
ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver
realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que
responder preguntas que nadie se hace; tampoco
conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar
interés: para eso ya están los programas televisivos. En
todo caso, es posible partir de algún hecho para que la
Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la
conversión, a la adoración, a actitudes concretas de
fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas
personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad
en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar
personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por
saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo,
la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan
cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero
quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de
presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente
importancia del contenido no debe hacer olvidar la
importancia de los métodos y medios de la evangelización».[124]
La preocupación por la forma de predicar también es una
actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de
Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra
creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es
un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no
queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la
Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de
preparar la predicación en orden a asegurar una extensión
adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si
32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos
prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla
más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es
aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a
hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer
más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos
ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes,
en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se
quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje
se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado
con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a
gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un
deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio.
Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe
contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de
esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea
sencilla, clara, directa, acomodada».[125]
La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe
ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no
correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede
que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus
estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte
del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay
palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo
sentido no es comprensible para la mayoría de los
cristianos. El mayor riesgo para un predicador es
acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los
demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere
adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos
con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir
la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La
sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El
lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser
poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden,
por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo
tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que
la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan
seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que
les dice.
159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice
tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que
podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo,
siempre intenta mostrar también un valor positivo que
atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la
crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva
siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes,
diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar
juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
IV.
Una evangelización para la profundización del kerygma
160. El envío misionero del Señor incluye el llamado al
crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar
todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda
claro que el primer anuncio debe provocar también un camino
de formación y de maduración. La evangelización también
busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a
cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada
ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización
no debería consentir que alguien se conforme con poco, sino
que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este llamado al
crecimiento exclusiva o prioritariamente como una formación
doctrinal. Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha
indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto
con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el
primero, el más grande, el que mejor nos identifica como
discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a
otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente
que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir
a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral
cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al
prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley
[...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm
13,8.10). Así san Pablo, para quien el precepto del amor no
sólo resume la ley sino que constituye su corazón y razón de
ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino
de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el
amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1Ts 3,12).
También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley
real según la Escritura: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de respuesta y de
crecimiento está siempre precedido por el don, porque lo
antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en el
nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala
gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf.
Ef 2,8-9; 1Co 4,7) son la condición de
posibilidad de esta santificación constante que agrada a
Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar en
Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm
8,5).
Una
catequesis kerygmática y mistagógica
163. La educación y la catequesis están al servicio de este
crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y
subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y
por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica
Catechesi Tradendae (1979), el
Directorio general para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir
aquí. Quisiera detenerme sólo en algunas consideraciones que
me parece conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la catequesis
tiene un rol fundamental el primer anuncio o «kerygma»,
que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y
de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es
trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de
lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y
resurrección nos revela y nos comunica la misericordia
infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a
resonar siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio
su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día,
para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando
a este primer anuncio se le llama «primero», eso no
significa que está al comienzo y después se olvida o se
reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero
en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal,
ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una
forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos.[126]
Por ello también «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer
en la conciencia de su permanente necesidad de ser
evangelizado».[127]
165. No hay que pensar que en la catequesis el kerygma
es abandonado en pos de una formación supuestamente más
«sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana
es ante todo la profundización del kerygma que se va
haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de
iluminar la tarea catequística, y que permite comprender
adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle
en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de
infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del
kerygma demanda ciertas características del anuncio
que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor
salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa,
que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que
posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una
integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas
pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas.
Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a
acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo,
paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha
desarrollado en las últimas décadas, es la de una iniciación
mistagógica,[128]
que significa básicamente dos cosas: la necesaria
progresividad de la experiencia formativa donde interviene
toda la comunidad y una renovada valoración de los signos
litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales y
planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la
necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar
formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada
comunidad educativa. El encuentro catequístico es un anuncio
de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita
una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso
de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de
crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la
persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial
atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis).[129]
Anunciar
a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es
sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de
colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo,
aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las
expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como
un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se
trata de fomentar un relativismo estético,[130]
que
pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y
belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para
poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san
Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello,[131]
el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza,
es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor.
Entonces se vuelve necesario que la formación en la via
pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe.
Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de
las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la
riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus
múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe
en un nuevo «lenguaje parabólico».
[132]
Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos
símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra,
las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes
ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales
de belleza, que pueden ser poco significativos para los
evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente
atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la
catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de
vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien
deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización,
de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra
denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como
expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que
se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno
que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas
superadoras, custodios del bien y la belleza que
resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El acompañamiento personal de los procesos de crecimiento
169. En una civilización paradójicamente herida de
anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la
vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad
malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para
contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas
veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y
los demás agentes pastorales pueden hacer presente la
fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada
personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos
–sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del
acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse
las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex
3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador
de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de
compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a
madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual
debe llevar más y más a Dios, en quien podemos alcanzar la
verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan
al margen de Dios, sin advertir que se quedan
existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde
retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en
errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar
a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si
se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este
encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una
peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que,
desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los
procesos donde campea la prudencia, la capacidad de
comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu,
para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de
los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos
ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo
primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del
corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no
existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos
ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos
desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a
partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar
el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder
plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo
mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre
con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo
Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a
causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten.
[133]
Es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y
necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones
de esos hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una
pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena
asimilación del misterio».[134]
Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las
personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y
responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa
paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el
mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la situación de
cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que
nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio
nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a
partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus
acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios
sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt
7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no
consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita
a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a
dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el
Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y
curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida
ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y
compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las
maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se
inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la
misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y
Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio
de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la
misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de
organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1Tm 1,3-5),
les da criterios para la vida personal y para la acción
pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de
acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los
discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno a la
Palabra de Dios
174. No sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de
Dios. Toda la evangelización está fundada sobre ella,
escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las
Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo
tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha de la
Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja
continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra
de Dios «sea cada vez más el corazón de toda actividad
eclesial».[135]
La
Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la
Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los
cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio
evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella
vieja contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra
proclamada, viva y eficaz, prepara la recepción del
Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima
eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una
puerta abierta a todos los creyentes.
[136]
Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente
la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe.
[137]
La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra
de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas
las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y
perseverante de la Biblia, así como promover su lectura
orante personal y comunitaria.
[138]
Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que
Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado,
ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado».
[139]
Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino
de Dios. Pero «ninguna definición parcial o fragmentaria
refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta
la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e
incluso mutilarla».[140]
Ahora quisiera compartir mis inquietudes acerca de la
dimensión social de la evangelización precisamente porque,
si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre
se corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e
integral que tiene la misión evangelizadora.
I.
Las repercusiones comunitarias y sociales del kerygma
177. El kerygma tiene un contenido ineludiblemente
social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida
comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del
primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo
centro es la caridad.
Confesión de la fe y compromiso social
178. Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser
humano implica descubrir que «con ello le confiere una
dignidad infinita».[141]
Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana
significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón
mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros
nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites
que ennoblece a todo ser humano. Su redención tiene un
sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime solamente
la persona individual, sino también las relaciones sociales
entre los hombres».[142]
Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica
reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y
todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una
inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a
desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más
complejos e impenetrables».[143]
La evangelización procura cooperar también con esa acción
liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad
nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión
divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos
solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la íntima
conexión que existe entre evangelización y promoción humana,
que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda
acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que
invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él
mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en
sus acciones una primera y fundamental reacción: desear,
buscar y cuidar el bien de los demás.
179. Esta inseparable conexión entre la recepción del
anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno está expresada
en algunos textos de las Escrituras que conviene considerar
y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos
acostumbramos, lo repetimos casi mecánicamente, pero no nos
aseguramos de que tenga una real incidencia en nuestras
vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué dañino
es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro,
la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la
fraternidad y la justicia! La Palabra de Dios enseña que en
el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación
para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt
25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión
trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt
7,2); y responde a la misericordia divina con nosotros:
«Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis
y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados;
perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la
medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo
que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la
«salida de sí hacia el hermano» como uno de los dos
mandamientos principales que fundan toda norma moral y como
el signo más claro para discernir acerca del camino de
crecimiento espiritual en respuesta a la donación
absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el servicio
de la caridad es también una dimensión constitutiva de la
misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia
esencia».[144]
Así como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota
ineludiblemente de esa naturaleza la caridad efectiva con el
prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve.
El Reino que nos reclama
180. Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la
propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación
personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería
entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales
dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual podría
constituir una «caridad a la carta», una serie de acciones
tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La
propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43);
se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida
en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será
ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para
todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia
cristiana tienden a provocar consecuencias sociales.
Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su
justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt
6,33). El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su
Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que está
llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo
toca todo y nos recuerda aquel principio de discernimiento
que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo:
«Todos los hombres y todo el hombre».[145]
Sabemos que «la evangelización no sería completa si no
tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso
de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida
concreta, personal y social del hombre».[146]
Se trata del criterio de universalidad, propio de la
dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los
hombres se salven y su plan de salvación consiste en
«recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la
tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10).
El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena
Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda
la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos
de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir
también todos los aspectos de la vida humana, de manera que
«la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene
una destinación universal. Su mandato de caridad abraza
todas las dimensiones de la existencia, todas las personas,
todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos.
Nada de lo humano le puede resultar extraño»[147].
La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino
escatológico, siempre genera historia.
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones
contingentes están sujetas a mayores o nuevos desarrollos y
pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar ser
concretos –sin pretender entrar en detalles– para que los
grandes principios sociales no se queden en meras
generalidades que no interpelan a nadie. Hace falta sacar
sus consecuencias prácticas para que «puedan incidir
eficazmente también en las complejas situaciones actuales».[148]
Los Pastores, acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a
emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que
la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser
humano. Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado
y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere
la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la
plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1Tm 6,17), para
que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la
conversión cristiana exija revisar «especialmente todo lo
que pertenece al orden social y a la obtención del bien
común».[149]
183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos
la religión a la intimidad secreta de las personas, sin
influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos
por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin
opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos.
¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje
de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos
no podrían aceptarlo. Una auténtica fe –que nunca es cómoda e
individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el
mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de
nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde
Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con
todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas,
con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común
y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad
y del Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia
«no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia».
[150]
Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a
preocuparse por la construcción de un mundo mejor. De eso se
trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo
positivo y propositivo, orienta una acción transformadora,
y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que
brota del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo,
une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo en el
campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales,
tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el
ámbito práctico».[151]
184. No es el momento para desarrollar aquí todas las
graves cuestiones sociales que afectan al mundo actual,
algunas de las cuales comenté en el capítulo segundo. Éste
no es un documento social, y para reflexionar acerca de esos
diversos temas tenemos un instrumento muy adecuado en el
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo
uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la
Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la
realidad social o en la propuesta de soluciones para los
problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo que
lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan
diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como
también proponer una solución con valor universal. No es
éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a
las comunidades cristianas analizar con objetividad la
situación propia de su país».[152]
185. A continuación procuraré concentrarme en dos grandes
cuestiones que me parecen fundamentales en este momento de
la historia. Las desarrollaré con bastante amplitud porque
considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se
trata, en primer lugar, de la inclusión social de los pobres
y, luego, de la paz y el diálogo social.
II.
La inclusión social de los pobres
186. De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano
a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el
desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.
Unidos a Dios escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser
instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los
pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la
sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para
escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer
las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere
escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de
mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para
librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…» (Ex
3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades:
«Entonces los israelitas clamaron al Señor y Él les suscitó
un libertador» (Jc 3,15). Hacer oídos sordos a ese
clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para
escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre
y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra
ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la
falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente
a nuestra relación con Dios: «Si te maldice lleno de
amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si
4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve
a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede
permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). Recordemos también con cuánta
contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura del
clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que
segaron vuestros campos, y que no habéis pagado, está
gritando. Y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha reconocido que la exigencia de
escuchar este clamor brota de la misma obra liberadora de la
gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de
una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por
el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre,
escucha el clamor por la justicia y quiere responder a
él con todas sus fuerzas».[153]
En este marco se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos:
«¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo cual
implica tanto la cooperación para resolver las causas
estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo
integral de los pobres, como los gestos más simples y
cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas
que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco
desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más
que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear
una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de
prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los
bienes por parte de algunos.
189. La solidaridad es una reacción espontánea de quien
reconoce la función social de la propiedad y el destino
universal de los bienes como realidades anteriores a la
propiedad privada. La posesión privada de los bienes se
justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que
sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe
vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad,
cuando se hacen carne, abren camino a otras transformaciones
estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las
estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará
lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se
vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos
enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la
paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del
hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos».[154]
Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser
utilizados como justificación de una defensa exacerbada de
los derechos individuales o de los derechos de los pueblos
más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada
nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda
la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho
de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor
desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor
dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben
renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor
liberalidad sus bienes al servicio de los demás».[155]
Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos
ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros
pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos
crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los
pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino»,[156]
así como «cada hombre está llamado a desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y circunstancia, los cristianos,
alentados por sus Pastores, están llamados a escuchar el
clamor de los pobres, como tan bien expresaron los Obispos
de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y
esperanzas, las angustias y tristezas del pueblo brasileño,
especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y
de las zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin
salud– lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias,
escuchando sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos
escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente
para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de
los bienes y de la renta. El problema se agrava con la
práctica generalizada del desperdicio».[158]
192. Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más
alto. No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un
«decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin
exceptuar bien alguno».[159]
Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y
especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo,
participativo y solidario, el ser humano expresa y
acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite
el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados
al uso común.
Fidelidad al Evangelio para no correr en vano
193. El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se
hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas
ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la
Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con
fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio proclama:
«Felices los misericordiosos, porque obtendrán
misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña
que la misericordia con los demás nos permite salir
triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como
corresponde a quienes serán juzgados por una ley de
libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no
tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa en el
juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago se muestra como
heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del
postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor
salvífico: «Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus
iniquidades con misericordia para con los pobres, para que
tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea,
la literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio
concreto de la misericordia con los necesitados: «La limosna
libra de la muerte y purifica de todo pecado» (Tb
12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico:
«Como el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados»
(3,30). La misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento:
«Tened ardiente caridad unos por otros, porque la caridad cubrirá
la multitud de los pecados» (1Pe 4,8). Esta verdad penetró
profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y ejerció
una resistencia profética contracultural ante el individualismo
hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro
de incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo
modo, si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos
turbamos, una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de
misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos
ofrezca en la que podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y
elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a
relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos textos
no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo,
sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor.
¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los aparatos
conceptuales están para favorecer el contacto con la
realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de
ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas
que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al
servicio humilde y generoso, a la justicia, a la
misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de
reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos.
¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos
sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por
ser fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría.
Porque «a los defensores de «la ortodoxia» se dirige a veces
el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad
culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables
y a los regímenes políticos que las mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de
Jerusalén para discernir «si corría o había corrido en vano»
(Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le
indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga
2,10). Este gran criterio, para que las comunidades paulinas
no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista
de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto
presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo
individualista. La belleza misma del Evangelio no siempre
puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay
un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos duros de corazón y de mente, nos
olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas
posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta
sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos
afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que, en
sus formas de organización social, de producción y de
consumo, hace más difícil la realización de esta donación y
la formación de esa solidaridad interhumana».[162]
El lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios
197. El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que
hasta Él mismo «se hizo pobre» (2Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está
signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a
través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño
pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El
Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían
los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo
junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían
permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv
5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó
con sus manos para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar
el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así
manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar
el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que
estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró
que Dios los tenía en el centro de su corazón: «¡Felices
vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!»
(Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y me
disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos
es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia la opción por los pobres es una
categoría teológica antes que cultural, sociológica,
política o filosófica. Dios les otorga «su primera
misericordia».[163]
Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe
de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos
sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en
ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres
entendida como una «forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio
toda la tradición de la Iglesia».[164]
Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en la
fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por
nosotros, para enriquecernos con su pobreza».[165]
Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos
tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del
sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo
sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar
por ellos. La nueva evangelización es una invitación a
reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en
el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a
descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus
causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a
interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en
acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que
el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante
todo una atención puesta en el otro «considerándolo
como uno consigo».[166]
Esta atención amante es el inicio de una verdadera
preocupación por su persona, a partir de la cual deseo
buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre
en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura,
con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es
contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o
por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su
apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra
persona depende que le dé algo gratis».[167]
El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor»,[168]
y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de
cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los
pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo
desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos
adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto
hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana,
se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más
grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?».[169]
Sin la opción preferencial por los más pobres, «el anuncio
del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el
riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de
palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos
somete cada día».[170]
200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros
de la Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor
discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una
especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos
dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la
celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino
de crecimiento y de maduración en la fe. La opción
preferencial por los pobres debe traducirse principalmente
en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.
201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los
pobres porque sus opciones de vida implican prestar más
atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en
ambientes académicos, empresariales o profesionales, e
incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la
vocación y la misión propia de los fieles laicos es la
transformación de las distintas realidades terrenas para que
toda actividad humana sea transformada por el Evangelio,
[171]nadie
puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres
y por la justicia social: «La conversión espiritual, la
intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la
justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de
la pobreza, son requeridos a todos».[172]
Temo que también estas palabras sólo sean objeto de algunos
comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No
obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones
de los cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente
nuevos caminos para acoger esta renovada propuesta.
Economía y distribución del ingreso
202. La necesidad de resolver las causas estructurales de
la pobreza no puede esperar, no sólo por una exigencia
pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad,
sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e
indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los
planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo
deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se
resuelvan radicalmente los problemas de los pobres,
renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales
de la inequidad,[173]
no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva
ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.
203. La dignidad de cada persona humana y el bien común
son cuestiones que deberían estructurar toda política
económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados
desde fuera para completar un discurso político sin
perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral.
¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema!
Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de
solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de
los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de
trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles,
molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por
la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se
vuelven objeto de un manoseo oportunista que las deshonra.
La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra
vida y nuestras palabras de todo significado. La vocación de
un empresario es una noble tarea, siempre que se deje
interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le
permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo
por multiplicar y volver más accesibles para todos los
bienes de este mundo.
204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la
mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige
algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone,
requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos
específicamente orientados a una mejor distribución del
ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una
promoción integral de los pobres que supere el mero
asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo
irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a
remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende
aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y
creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces
de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente
a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males
de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima
vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad,
porque busca el bien común.[174]
Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el
principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la
familia, el pequeño grupo, sino también de las
macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y
políticas».[175]
¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les
duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes
financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas,
que procuren que haya trabajo digno, educación y cuidado de
la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a
Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a
partir de una apertura a la trascendencia podría formarse
una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a
superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien
común social.
206. La economía, como la misma palabra indica, debería
ser el arte de alcanzar una adecuada administración de la
casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de
envergadura realizado en una parte del planeta repercute en
el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de
una responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más
difícil encontrar soluciones locales para las enormes
contradicciones globales, por lo cual la política local se
satura de problemas a resolver. Si realmente queremos
alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos
momentos de la historia un modo más eficiente de interacción
que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure
el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos
pocos.
207. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en
que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente
y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con
dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo
de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique
a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la
mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas,
con reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le
digo que las expreso con afecto y con la mejor de las
intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología
política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un
opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos que están
esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente
y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas indignas y
alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más
noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús, el evangelizador por excelencia y el
Evangelio en persona, se identifica especialmente con los
más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que
todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los más
frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo «exitista»
y «privatista» no parece tener sentido invertir para que los
lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la
vida.
210. Es indispensable prestar atención para estar cerca
de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos
llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso
aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e
inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los
refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más
solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un
desafío particular por ser Pastor de una Iglesia sin
fronteras que se siente madre de todos. Por ello, exhorto a
los países a una generosa apertura, que en lugar de temer la
destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas
síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que
superan la desconfianza enfermiza e integran a los
diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor
de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su
diseño arquitectónico, están llenas de espacios que
conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
211. Siempre me angustió la situación de los que son
objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera
que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos:
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu
hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día
en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los
niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que
trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos
hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La
pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado
este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos
preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente pobres son las mujeres que sufren
situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque
frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de
defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas
encontramos constantemente los más admirables gestos de
heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias.
213. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con
predilección, están también los niños por nacer, que son los
más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les
quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos
lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo
legislaciones para que nadie pueda impedirlo.
Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que
la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su
postura como algo ideológico, oscurantista y conservador.
Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está
íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado
e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su
desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para
resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los
derechos humanos, que siempre estarían sometidos a
conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La
sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable
de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la
fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano
grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al
Creador del hombre».[176]
214. Precisamente porque es una cuestión que hace a la
coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la
persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su
postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente
honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas
reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender
resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero
también es verdad que hemos hecho poco para acompañar
adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones
muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida
solución a sus profundas angustias, particularmente cuando
la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una
violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede
dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas
veces quedan a merced de los intereses económicos o de un
uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la creación.
Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino
custodios de las demás criaturas. Por nuestra realidad
corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que
nos rodea, que la desertificación del suelo es como una
enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de
una especie como si fuera una mutilación. No dejemos que a
nuestro paso queden signos de destrucción y de muerte que
afecten nuestra vida y la de las futuras generaciones.[177]
En este sentido, hago propio el bello y profético lamento
que hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas:
«Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y
estaban ocupados con todo tipo de tareas […] Los pájaros
volaban por el aire, sus plumas brillantes y sus diferentes
cantos añadían color y melodía al verde de los bosques [...]
Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas
especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y
convertirla en un páramo [...] Después de una sola noche de
lluvia, mira hacia los ríos de marrón chocolate de tu
localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la
tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces
en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos que
hemos contaminado? ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo
marino en cementerios subacuáticos despojados de vida y de
color?».[178]
216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san
Francisco de Asís, todos los cristianos estamos llamados a
cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos.
III. El bien común y la paz social
217. Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor,
pero la Palabra de Dios menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no puede entenderse como un irenismo o
como una mera ausencia de violencia lograda por la
imposición de un sector sobre los otros. También sería una
falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una
organización social que silencie o tranquilice a los más
pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores
beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos
mientras los demás sobreviven como pueden. Las
reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la
distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres
y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el
pretexto de construir un consenso de escritorio o una
efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la
persona humana y el bien común están por encima de la
tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus
privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es
necesaria una voz profética.
219. La paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra,
fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz
se construye día a día, en la instauración de un orden
querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta
entre los hombres».[179]
En definitiva, una paz que no surja como fruto del
desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y
siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas
formas de violencia.
220. En cada nación, los habitantes desarrollan la
dimensión social de sus vidas configurándose como ciudadanos
responsables en el seno de un pueblo, no como masa
arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «el
ser ciudadano fiel es una virtud y la participación en la
vida política es una obligación moral».[180]
Pero convertirse en pueblo es todavía más, y requiere
un proceso constante en el cual cada nueva generación se ve
involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer
integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una
cultura del encuentro en una pluriforme armonía.
221. Para avanzar en esta construcción de un pueblo en
paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios
relacionados con tensiones bipolares propias de toda
realidad social. Brotan de los grandes postulados de la
Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el
primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».
[181]
A la luz de ellos, quiero proponer ahora estos cuatro
principios que orientan específicamente el desarrollo de la
convivencia social y la construcción de un pueblo donde las
diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con
la convicción de que su aplicación puede ser un genuino
camino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo
entero.
El tiempo es superior al espacio
222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el
límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y
el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo»,
ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como
expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es
expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los
ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y
la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos
abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un
primer principio para avanzar en la construcción de un
pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin
obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con
paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de
planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una
invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite,
otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a
veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en
privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de
los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a
enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para
intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y
autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender
detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de
iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo
rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones
de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de
retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan
dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras
personas y grupos que las desarrollarán, hasta que
fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada
de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.
224. A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo
actual se preocupan realmente por generar procesos que
construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos
que producen un rédito político fácil, rápido y efímero,
pero que no construyen la plenitud humana. La historia los
juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano
Guardini: «El único patrón para valorar con acierto una
época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y
alcanza una auténtica razón de ser la plenitud de la
existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y
las posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio también es muy propio de la
evangelización, que requiere tener presente el horizonte,
asumir los procesos posibles y el camino largo. El Señor
mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus
discípulos que había cosas que no podían comprender todavía
y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn
16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt
13,24-30) grafica un aspecto importante de la evangelización
que consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el
espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es
vencido por la bondad del trigo que se manifiesta con el
tiempo.
La unidad prevalece sobre el conflicto
226. El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha
de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos
perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma
queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura
conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la
realidad.
227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y
siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para
poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en
el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes,
proyectan en las instituciones las propias confusiones e
insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero
hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el
conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices
los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se hace posible desarrollar una
comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas
grandes personas que se animan a ir más allá de la
superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad
más profunda. Por eso hace falta postular un principio que
es indispensable para construir la amistad social: la unidad
es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su
sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo
de hacer la historia, en un ámbito viviente donde los
conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una
unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por
un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino
por la resolución en un plano superior que conserva en sí
las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna.
229. Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha
unificado todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo
y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. La señal
de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz.
Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio
evangélico comienza siempre con el saludo de paz, y la paz
corona y cohesiona en cada momento las relaciones entre los
discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido al
mundo y a su conflictividad permanente «haciendo la paz
mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20). Pero si
vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar
a descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a
lograr esta pacificación en las diferencias es la propia
interioridad, la propia vida siempre amenazada por la
dispersión dialéctica.[183]
Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil
construir una auténtica paz social.
230. El anuncio de paz no es el de una paz negociada,
sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza
todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una
nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando
acepta entrar constantemente en un proceso de
reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural
que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien
enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras
etnias es una riqueza [...] Sólo con la unidad, con la
conversión de los corazones y con la reconciliación podremos
hacer avanzar nuestro país».[184]
La realidad es más importante que la idea
231. Existe también una tensión bipolar entre la idea y
la realidad. La realidad simplemente es, la idea se elabora.
Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante,
evitando que la idea termine separándose de la realidad. Es
peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la
imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un tercer
principio: la realidad es superior a la idea. Esto supone
evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los
nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales
que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos
sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las elaboraciones conceptuales– está en
función de la captación, la comprensión y la conducción de
la realidad. La idea desconectada de la realidad origina
idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo
clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la
realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del
nominalismo formal a la objetividad armoniosa. De otro modo,
se manipula la verdad, así como se suplanta la gimnasia por
la cosmética.[185]
Hay políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se
preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue,
si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea
porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron
la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la
sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a
la gente.
233. La realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de
la Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios:
todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios»
(1Jn 4,2). El criterio de realidad, de una
Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es
esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a
valorar la historia de la Iglesia como historia de
salvación, a recordar a nuestros santos que inculturaron el
Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica
tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar
un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si
quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro lado, este
criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a
realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra
sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad
la Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en la pura
idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan
fruto, que esterilizan su dinamismo.
El todo es superior a la parte
234. Entre la globalización y la localización también se
produce una tensión. Hace falta prestar atención a lo global
para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo,
no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar
con los pies sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden
caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los
ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y
globalizante, miméticos pasajeros del furgón de cola,
admirando los fuegos artificiales del mundo, que es de
otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que
se conviertan en un museo folklórico de ermitaños
localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces
de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la
belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
235. El todo es más que la parte, y también es más que la
mera suma de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse
demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre
hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que
nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse,
sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra
fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de
Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una
perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que
conserva su peculiaridad personal y no esconde su identidad,
cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula sino
que recibe siempre nuevos estímulos para su propio
desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la
parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es la esfera, que no es superior a las
partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay
diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro,
que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en
él conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como
la acción política procuran recoger en ese poliedro lo mejor
de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus
proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas
que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que
aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los
pueblos que, en el orden universal, conservan su propia
peculiaridad; es la totalidad de las personas en una
sociedad que busca un bien común que verdaderamente
incorpora a todos.
237. A los cristianos, este principio nos habla también
de la totalidad o integridad del Evangelio que la Iglesia
nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza plena
incorpora a los académicos y a los obreros, a los
empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular
acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna en
expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de
lucha y de fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un
Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos.
Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la
oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es
levadura que fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo
alto del monte iluminando a todos los pueblos. El Evangelio
tiene un criterio de totalidad que le es inherente: no
termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a
todos, hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones del
hombre, y hasta que no integra a todos los hombres en la
mesa del Reino. El todo es superior a la parte.
IV.
El diálogo social como contribución a la paz
238. La evangelización también implica un camino de diálogo.
Para la Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres
campos de diálogo en los cuales debe estar presente, para
cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser
humano y procurar el bien común: el diálogo con los Estados,
con la sociedad –que incluye el diálogo con las culturas y
con las ciencias– y con otros creyentes que no forman parte
de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia habla
desde la luz que le ofrece la fe»,[186]
aporta su experiencia de dos mil años y conserva siempre en la
memoria las vidas y sufrimientos de los seres humanos. Esto
va más allá de la razón humana, pero también tiene un
significado que puede enriquecer a los que no creen e invita
a la razón a ampliar sus perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef
6,15) y está abierta a la colaboración con todas las
autoridades nacionales e internacionales para cuidar este
bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es
la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización
anima a todo bautizado a ser instrumento de
pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada.
[187]
Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie
el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos
y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una
sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor
principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente
y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una
élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos
pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie
de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para
vivir juntos, de un pacto social y cultural.
240. Al Estado compete el cuidado y la promoción del bien
común de la sociedad.[188]
Sobre la base de los principios de subsidiariedad y
solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y
creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que
no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo
integral de todos. Este papel, en las circunstancias
actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la
Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones
particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales,
acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de
la persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre
propone con claridad los valores fundamentales de la
existencia humana, para transmitir convicciones que luego
puedan traducirse en acciones políticas.
El diálogo entre la fe, la razón y las ciencias
242. El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la
acción evangelizadora que pacifica.[189]
El cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como
válidas las formas de conocimiento diversas de las propias
de las ciencias positivas».[190]
La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un
uso responsable de las metodologías propias de las ciencias
empíricas y otros saberes como la filosofía, la teología, y
la misma fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que
trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no
le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía
en ella, porque «la luz de la razón y la de la fe provienen
ambas de Dios»,[191]
y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está
atenta a los avances científicos para iluminarlos con la luz
de la fe y de la ley natural, en orden a procurar que respeten
siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana
en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede
verse enriquecida gracias a este diálogo que abre nuevos
horizontes al pensamiento y amplía las posibilidades de la razón.
También éste es un camino de armonía y de pacificación.
243. La Iglesia no pretende detener el admirable progreso
de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta
reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente
humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose
con rigor académico en el campo de su objeto específico,
vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no
puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco
pueden pretender que una opinión científica que les agrada,
y que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada,
adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones,
algunos científicos van más allá del objeto formal de su
disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones
que exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no
es la razón lo que se propone, sino una determinada
ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico,
pacífico y fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El empeño ecuménico responde a la oración del Señor
Jesús que pide «que todos sean uno» (Jn 17,21). La
credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los
cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara
«la plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos
hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo,
están, sin embargo, separados de su plena comunión».[192]
Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos
juntos. Para eso hay que confiar el corazón al compañero de
camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo
que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse
al otro es algo artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos
dijo: «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt
5,9). En este empeño, también entre nosotros, se cumple la
antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is
2,4).
245. Bajo esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad
de la familia humana. La presencia en el Sínodo del Patriarca
de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del Arzobispo
de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un
verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada la gravedad del antitestimonio de la división
entre cristianos, particularmente en Asia y en África, la
búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los
misioneros en esos continentes mencionan reiteradamente las
críticas, quejas y burlas que reciben debido al escándalo de
los cristianos divididos. Si nos concentramos en las
convicciones que nos unen y recordamos el principio de la
jerarquía de verdades, podremos caminar decididamente hacia
expresiones comunes de anuncio, de servicio y de testimonio.
La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio de
Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el
empeño por una unidad que facilite la acogida de Jesucristo
deja de ser mera diplomacia o cumplimiento forzado, para
convertirse en un camino ineludible de la evangelización.
Los signos de división entre los cristianos en países que ya
están destrozados por la violencia agregan más motivos de
conflicto por parte de quienes deberíamos ser un atractivo
fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que
nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa
acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de
otros! No se trata sólo de recibir información sobre los
demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el
Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para
nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los
hermanos ortodoxos, los católicos tenemos la posibilidad de
aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad
episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través
de un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada
vez más a la verdad y al bien.
Las relaciones con el Judaísmo
247. Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío,
cuya Alianza con Dios jamás ha sido revocada, porque «los
dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm
11,29). La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte
importante de las Sagradas Escrituras, considera al pueblo
de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de la propia
identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos
no podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena,
ni incluimos a los judíos entre aquellos llamados a dejar
los ídolos para convertirse al verdadero Dios (cf. 1Ts
1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en
la historia, y acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la amistad con los hijos de Israel son
parte de la vida de los discípulos de Jesús. El afecto que
se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y
amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y
son objeto, particularmente aquellas que involucran o
involucraron a cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza
y provoca tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro
con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se
enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien
algunas convicciones cristianas son inaceptables para el
Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús
como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos
permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y
ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la
Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la
común preocupación por la justicia y el desarrollo de los
pueblos.
El diálogo interreligioso
250. Una actitud de apertura en la verdad y en el amor
debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las
religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y
dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas
partes. Este diálogo interreligioso es una condición
necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un
deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una
conversación sobre la vida humana o simplemente, como
proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a ellos,
compartiendo sus alegrías y penas».[194]
Así aprendemos a aceptar a los otros en su modo diferente de
ser, de pensar y de expresarse. De esta forma, podremos
asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que
deberá convertirse en un criterio básico de todo intercambio.
Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia
es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un
compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los
esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse
en un proceso en el que, a través de la escucha del otro,
ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por
lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el significado
del amor a la verdad.
251. En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se
debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio,
que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las
relaciones con los no cristianos.[195]
Un sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo
de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que
los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera
apertura implica mantenerse firme en las propias
convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa,
pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el
diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196]
No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a
todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar
al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don
para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo
interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se
alimentan recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere gran importancia la relación
con los creyentes del Islam, hoy particularmente presentes
en muchos países de tradición cristiana donde pueden
celebrar libremente su culto y vivir integrados en la
sociedad. Nunca hay que olvidar que ellos, «confesando
adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios
único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día
final».[198]
Los escritos sagrados del Islam conservan parte de las
enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son objeto de
profunda veneración y es admirable ver cómo jóvenes y
ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces de dedicar
tiempo diariamente a la oración y de participar fielmente de
sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos
tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su
totalidad, es de Dios y para Él. También reconocen la
necesidad de responderle con un compromiso ético y con la
misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable
la adecuada formación de los interlocutores, no sólo para que
estén sólida y gozosamente radicados en su propia identidad,
sino para que sean capaces de reconocer los valores de los
demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus
reclamos y de sacar a luz las convicciones comunes. Los
cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los
inmigrantes del Islam que llegan a nuestros
países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos
y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego,
imploro humildemente a esos países que den libertad a los
cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe,
teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam
gozan en los países occidentales! Frente a episodios de
fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia
los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar
odiosas generalizaciones, porque el verdadero Islam y una
adecuada interpretación del Corán se oponen a toda
violencia.
254. Los no cristianos, por la gratuita iniciativa divina,
y fieles a su conciencia, pueden vivir «justificados
mediante la gracia de Dios»,[199]
y así «asociados al misterio pascual de Jesucristo».[200]
Pero, debido a la dimensión sacramental de la gracia
santificante, la acción divina en ellos tiende a producir
signos, ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a
otros a una experiencia comunitaria de camino hacia Dios.
[201]
No tienen el sentido y la eficacia de los Sacramentos
instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del
inmanentismo ateo o de experiencias religiosas meramente
individuales. El mismo Espíritu suscita en todas partes
diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a
sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más
paz y armonía. Los cristianos también podemos aprovechar esa
riqueza consolidada a lo largo de los siglos, que puede
ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
El diálogo social en un contexto de libertad religiosa
255. Los Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la
libertad religiosa, considerada como un derecho humano fundamental.[202]
Incluye «la libertad de elegir la religión que se estima verdadera
y de manifestar públicamente la propia creencia».[203]
Un sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y
los valore como tales, no implica una privatización de las
religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la
oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad
del recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas.
Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de
discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las
minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse de
un modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías
creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas.
Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la
tolerancia y la paz.
256. A la hora de preguntarse por la incidencia pública
de la religión, hay que distinguir diversas formas de
vivirla. Tanto los intelectuales como las notas
periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco
académicas generalizaciones cuando hablan de los defectos de
las religiones y muchas veces no son capaces de distinguir
que no todos los creyentes –ni todas las autoridades
religiosas– son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras
veces se desprecian los escritos que han surgido en el
ámbito de una convicción creyente, olvidando que los textos
religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas
las épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre
nuevos horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente
y la sensibilidad. Son despreciados por la cortedad de vista
de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos a la
oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una
creencia religiosa? Incluyen principios profundamente
humanistas que tienen un valor racional aunque estén teñidos
por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes,
no reconociéndose parte de alguna tradición religiosa,
buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que
para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en
Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por
la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una
convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de
lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos
Areópagos, como el «Atrio de los Gentiles», donde
«creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los temas
fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre
la búsqueda de la trascendencia».[204]
Éste también es un camino de paz para nuestro mundo herido.
258. A partir de algunos temas sociales, importantes en
orden al futuro de la humanidad, procuré explicitar una vez
más la ineludible dimensión social del anuncio del
Evangelio, para alentar a todos los cristianos a
manifestarla siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir
evangelizadores que se abren sin temor a la acción del
Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí
mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de
las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en
su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la
fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía),
en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente.
Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda
acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente
carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la
Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida
que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de
la espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes temas
como la oración, la adoración eucarística o la celebración
de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos
magisteriales y célebres escritos de grandes autores. No
pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza. Simplemente
propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele
indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan,
alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria.
Una evangelización con espíritu es muy diferente de un
conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que
simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que
contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo
quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa
evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena
de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que
ninguna motivación será suficiente si no arde en los
corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una
evangelización con espíritu es una evangelización con
Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y
sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu
Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a
la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar
a todos los pueblos.
I.
Motivaciones para un renovado impulso misionero
262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir
evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista
de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas
sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los
discursos y praxis sociales o pastorales sin una
espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas
parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y
no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el
Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior
que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la
actividad.[205]
Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con
la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el
cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y
me alegra enormemente que se multipliquen en todas las
instituciones eclesiales los grupos de oración, de
intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se
debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e
individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de
la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206]
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se
conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión,
porque la privatización del estilo de vida puede llevar a
los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de
tantos hermanos a lo largo de la historia que estuvieron
cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el
anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay
quienes se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin
embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio
romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la
lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad
humana. En todos los momentos de la historia están presentes
la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el
egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos
acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro;
viene del límite humano más que de las circunstancias.
Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es distinto.
Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello,
os propongo que nos detengamos a recuperar algunas
motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.[207]
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de
Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados
por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es
ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso
deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para
pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar
cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío
y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él
con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple,
reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día
que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo
de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar
frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo,
y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar
que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a
comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos»
(1Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a
comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo
abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a
cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir
cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que
ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para
transmitir a los demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los
pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana
y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso
y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a
descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los
demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros
adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch
17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al
olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más
profundas de las personas, porque todos hemos sido
creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con
Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar
adecuadamente y con belleza el contenido esencial del
Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas
más hondas de los corazones: «El misionero está convencido
de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la
acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente,
por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el
camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte.
El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción
de responder a esta esperanza».[208]
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción.
Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede
engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar.
Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que
puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar.
Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia,
constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje.
No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno
no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo
mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo
caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder
escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder
contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo.
No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio
que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida
con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil
encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero
misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús
camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él.
Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera.
Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de
la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de
estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión.
Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura,
enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo
que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del
Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a
fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier
otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más
profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo
lo demás. Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó
durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz
con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18).
Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho:
«La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante»
(Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos
interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites
pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras
motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre
que nos ama.
El gusto espiritual de ser pueblo
268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que
somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo,
ahora sois pueblo de Dios» (1Pe 2,10). Para ser
evangelizadores de alma también hace falta desarrollar
el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente,
hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo
superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo
tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante
Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos
dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos
ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se
amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su
pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como
instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo
amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al
pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin
esta pertenencia.
269. Jesús mismo es el modelo de esta opción
evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo.
¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con
alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa:
«Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos
accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc
10,46-52), y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc
2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho
(cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que
una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o
cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La
entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de
ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese
modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad,
compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes,
colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus
necesidades, nos alegramos con los que están alegres,
lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la
construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás.
Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta,
sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos
otorga identidad.
270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos
manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor.
Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que
toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que
renunciemos a buscar esos cobertizos personales o
comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del
nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad
entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y
conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la
vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la
intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de
pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos
invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos
que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo
con dulzura y respeto» (1Pe
3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en
paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos
exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm
12,21), sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y
sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a
los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de
todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda
claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran
despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no
es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras
posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras,
directas y contundentes que no necesitan interpretaciones
que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine
glossa», sin comentarios. De ese modo, experimentaremos
el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a
Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.
272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno
con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas»
(1Jn
2,11), «permanece en la muerte» (1Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho
que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también
en ciegos ante Dios»,[209]
y que el amor es en el fondo la única luz que
«ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza
para vivir y actuar».[210]
Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los
demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para
recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que
se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina
más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto,
si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar
de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la
mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos
hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu,
nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados.
Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto
de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás.
Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando
el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros.
Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay
más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno
no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se
niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la
comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte
de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un
apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo
no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo
soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este
mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego
por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar,
sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el
docente de alma, el político de alma, esos que han decidido
a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno
separa la tarea por una parte y la propia privacidad por
otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando
reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades.
Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos
generosamente, necesitamos reconocer también que cada
persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto
físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su
mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino
porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su
imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es
objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita
en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por
esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es
inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra
entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a
vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es
lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando
rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y
de nombres!
La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa
falta de espiritualidad profunda que se traduce en el
pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas
no se entregan a la misión, pues creen que nada puede
cambiar y entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan
así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y
placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con
esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud
es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados
en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el
vacío egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva
porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se volvería insoportable».[211]
Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que
Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está
lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro
modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está
vacía» (1Co 15,14). El Evangelio nos
relata que cuando los primeros discípulos salieron a
predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la
Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede hoy. Se nos
invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no
nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos
encomienda.
276. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una
fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que
todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los
brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad
que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos
injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no
ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad
siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano
produce un fruto. En un campo arrasado vuelve a aparecer la
vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras, pero
el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse.
Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita
transformada a través de las tormentas de la historia. Los
valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de
hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que
parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y
cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente nuevas dificultades,
la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto
duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea
no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son
reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación
de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por
cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los
baja definitivamente dominado por un descontento crónico,
por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el
corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a
sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos,
aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los
brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así,
el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este
mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad
que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir
misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal
con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él
marcha victorioso en la historia «en unión con los suyos,
los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14).
Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está
presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de
diversas maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a
convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como
el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la
cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre puede
sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha
por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por
todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los
corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya
ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús
no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa
marcha de la esperanza viva!
279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es
la convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2Co 4,7). Esta certeza es lo
que se llama
«sentido de misterio». Es saber
con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor
seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal
fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede
ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos,
pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la
seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos
realizados con amor, no se pierde ninguna de sus
preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún
acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso,
no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas
por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que
nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión
no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco
una organización humanitaria, no es un espectáculo para
contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es
algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el
Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro
lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu
Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere;
nosotros nos entregamos pero sin pretender ver resultados
llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre
en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos
adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga
fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una
decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en
ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa
confianza generosa tiene que alimentarse y para eso
necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar todo lo
que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta
confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo:
es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a
encontrar. Yo mismo lo experimenté tantas veces. Pero no hay
mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu,
renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde
Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en
cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera de la intercesión
281. Hay una forma de oración que nos estimula
particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a
buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por
un momento el interior de un gran evangelizador como san
Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba
llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido
con alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro
de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos que
interceder no nos aparta de la verdadera contemplación,
porque la contemplación que deja fuera a los demás es un
engaño.
282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento
a Dios por los demás: «Ante todo, doy gracias a mi Dios por
medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8). Es
un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin
cesar por todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido
otorgada en Cristo Jesús» (1Co 1,4);
«Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo
de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada incrédula,
negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de
profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos.
Al mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón
verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un
evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto
más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está
deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los
demás.
283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes
intercesores. La intercesión es como «levadura» en el seno
de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir
nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y
las cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se
conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos
gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión
es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con
mayor nitidez en el pueblo.
II.
María, la Madre de la evangelización
284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre
está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch
1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se
produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia
evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el
espíritu de la nueva evangelización.
El regalo de Jesús a su pueblo
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el
dramático encuentro entre el pecado del mundo y la
misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora
presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante,
antes de dar por consumada la obra que el Padre le había
encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre»
(Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la
muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa
hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión
salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra.
Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está
cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora
suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él
nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una
madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los
misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a
su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con
tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que
guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio
de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María,
la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras,
engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el
beato Isaac de Stella: «En las Escrituras divinamente
inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia,
virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María
[…] También se puede decir que cada alma fiel es esposa del
Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y
madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno
de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la
Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el
conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de
los siglos».[212]
286. María es la que sabe transformar una cueva de
animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una
montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se
estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta
para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del
corazón abierto por la espada, que comprende todas las
penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los
pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la
justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para
acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con
su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con
nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la
cercanía del amor de Dios. A través de las distintas
advocaciones marianas, ligadas generalmente a los
santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha
recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su
identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el
Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual
manifiestan la fe en la acción maternal de María que
engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los santuarios,
donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los
hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios
para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida.
Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su
consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu
corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
La Estrella de la nueva evangelización
287. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que
interceda para que esta invitación a una nueva etapa
evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial.
Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,[214]
y «su excepcional peregrinación de la fe representa un punto
de referencia constante para la Iglesia».[215]
Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de
fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy
fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a
todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos
discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[216]
En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de
aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que
vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía:
«Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y
agradable nueva. No es difícil notar en este inicio una
particular fatiga del corazón, unida a una especie de “noche
de la fe” –usando una expresión de san Juan de la Cruz–,
como un “velo” a través del cual hay que acercarse al
Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de este
modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con
el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe».[217]
288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora
de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos
a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En
ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de
los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar
a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que
la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a
los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc
1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda
de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente
«todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc
2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios
en los grandes acontecimientos y también en aquellos que
parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de
Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de
cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en
Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que
sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc
1,39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y
caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo
eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su
oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser
una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y
haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de
inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas
todas las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos
confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del
Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
Notas:
[1] Pablo VI, Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67 (1975), 297.
[2] Ibíd., 8: AAS 67 (1975), 292.
[3] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1:
AAS 98 (2006), 217.
[4] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 360.
[5] Ibíd.
[6] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 80: AAS 68 (1976), 75.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens».
[9] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 7: AAS 68 (1976), 9.
[10] Cf. Propositio 7.
[11] Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012): AAS 104 (2012), 890.
[12]Ibíd.
[13] Benedicto XVI,
Homilía en la Eucaristía de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de «La Aparecida» (13
mayo 2007): AAS 99 (2007), 437.
[14] Carta enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 34: AAS83 (1991), 280.
[15] Ibíd., 40: AAS 83 (1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS 83 (1991), 333.
[17] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 548.
[18] Ibíd., 370.
[19] Cf. Propositio 1.
[20] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 32: AAS 81(1989), 451.
[21] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 201.
[22] Ibíd., 551.
[23] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 3: AAS 56
(1964), 611-612.
[24] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
[25] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 19: AAS 94 (2002), 390.
[26] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 26: AAS 81(1989), 438.
[27] Cf. Propositio 26.
[28] Cf. Propositio 44.
[29] Cf. Propositio 26.
[30] Cf. Propositio 41.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los Obispos, 11.
[32] Cf. Benedicto XVI,
Discurso a los participantes en un Congreso con ocasión del 40 Aniversario del Decreto Ad Gentes (11marzo 2006): AAS 98 (2006), 337.
[33] Cf. Propositio 42.
[34] Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514; 536-537.
[35] Carta enc.
Ut unum sint (25 mayo 1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[37] Cf. Juan Pablo II, Motu proprio
Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS 90 (1998), 641-658.
[38] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 11.
[39] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q. 108, art. 1.
[41] Summa Theologiae II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros
y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre
los defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 12.
[43] Juan Pablo II, Motu proprio
Socialium Scientiarum (1enero 1994): AAS 86 (1994), 209.
[44] Santo Tomás de Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para
representar la bondad divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47, art.
1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones análogas,
necesitamos escucharnos unos a otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y del Evangelio.
[45] Juan XXIII,
Discurso en la solemne apertura del Concilio Vaticano II(11octubre 1962): AAS 54 (1962), 792: «Est enim aliud ipsum depositum fidei, seu veritates, quae
veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur».
[46] Juan Pablo II, Carta enc.
Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q. 107, art. 4.
[48] Ibíd.
[49] N. 1735.
[50] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74 (1982), 123.
[51] Cf. San Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de
tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; San Cirilo
de Alejandría, In Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os
presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el salmo–, ¿os quedaréis sin
participar de la santificación que vivifica para la eternidad?».
[52] Benedicto XVI,
Discurso durante el encuentro con el Episcopado brasileño en la Catedral de San Pablo, Brasil (11mayo 2007), 3: AAS99 (2007), 428.
[53] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 673.
[54] Pablo VI, Carta enc.
Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 19: AAS 56 (1964), 632.
[55] San Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
[56] Cf. Propositio 13.
[57] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
[58] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
[59] United States Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons with a Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
[60] Conférence des Évêques de France. Conseil Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! (28 septiembre 2012).
[61] Cf. Propositio 25.
[62] Azione Cattolica Italiana, Messaggio della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8 mayo 2011).
[63] J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina
para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano,
1 noviembre 1996. Cf. V Conferencia general del Episcopado
latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 12.
[64] G. Bernanos, Journal d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
[65] Juan XXIII,
Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962), 4, 2-4: AAS 54 (1962), 789.
[66] J. H. Newman, Letter of 26 January 1833, enThe Letters and Diaries of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204.
[67] Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11 octubre 2012): AAS 104 (2012), 881.
[68] Tomás de Kempis, De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
[69] Vale el testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente desagradable, donde una experiencia interior tuvo un
impacto decisivo: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo lejos
el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas,
prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos
lastimeros […] Yo no puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo
tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» (Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres complètes, Paris 1992,
274-275).
[70] Cf. Propositio 8.
[71] H. de Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231.
[72] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295.
[73] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 51: AAS 81(1989), 493.
[74] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Inter Insigniores, sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69 (1977) 115, citada en Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81(1989), 493.
[75] Juan Pablo II, Carta ap.
Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
[76] Cf. Propositio 51.
[77] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 19: AAS 92 (2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92 (2000), 451.
[79] Cf. Propositio 4.
[80] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[81] Benedicto XVI,
Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 897.
[82] Cf. Propositio 6; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[83] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
[84] Cf. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum. Vat.II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[86] Ibíd., 25.
[87] Ibíd., 53.
[88] Juan Pablo II, Carta ap.
Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[89] Ibíd., 40: AAS 93 (2001), 295.
[90] Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 52: AAS 83 (1991), 300.Cf.Exhort. ap.
Catechesi Tradendae (16 octubre 1979), 53: AAS 71(1979), 1321.
[91] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 384.
[92] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 61: AAS 88 (1996), 39.
[93] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no se puede entender la unidad
de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1, ad 3.
[94] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
[95] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 480.
[96] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[97] Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS 91(1999), 60.
[98] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 450; cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21: AAS 92 (2000), 483.
[100] N. 48: AAS 68 (1976), 38.
[101] Ibíd.
[102] Benedicto XVI,
Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 1: AAS 99 (2007), 446-447.
[103] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 262.
[104] Ibíd., 263.
[105] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[107] Ibíd.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[109] Cf. Propositio 17.
[110] Cf. Propositio 30.
[111] Cf. Propositio 27.
[112] Juan Pablo II, Carta ap.
Dies Domini (31mayo 1998), 41: AAS 90 (1998), 738-739.
[113] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78: AAS 68 (1976), 71.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[116] Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
[117] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[118] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76: AAS 68 (1976), 68.
[119] Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS 68 (1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[122] Ibíd.
[123] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
[124] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
[125] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[126] Cf. Propositio 9.
[127] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[128] Cf. Propositio 38.
[129] Cf. Propositio 20.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica, VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL 32, 701.
[132] Benedicto XVI,
Discurso en ocasión de la proyección del documental «Arte y fe – via pulchritudinis» (25 octubre 2012): L’Osservatore Romano (27 octubre 2012), 7.
[133] Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones contrarias».
[134] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
[135] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal
Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[136] Cf. Propositio 11.
[137] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal
Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI,
Discurso durante la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 896.
[140] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 17: AAS 68 (1976), 17.
[141] Juan Pablo II,
Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16 noviembre1980): Insegnamenti 3/2 (1980), 1232.
[142] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52.
[143] Juan Pablo II,
Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1(1991), 853.
[144] Benedicto XVI, Motu proprio
Intima Ecclesiae natura (11 noviembre 2012): AAS 104 (2012), 996.
[145] Carta enc.
Populorum Progressio (26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
[146] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 29: AAS 68 (1976), 25.
[147] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 380.
[148] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9.
[149] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in America (22 enero 1999), 27: AAS 91(1999), 762.
[150] Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239-240.
[151] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 12.
[152] Carta ap.
Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403.
[153] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 1: AAS 76 (1984), 903.
[154] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157.
[155] Pablo VI, Carta ap.
Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS 63 (1971), 418.
[156] Pablo VI, Carta enc.
Populorum Progressio (26 marzo 1967), 65: AAS 59 (1967), 289.
[157] Ibíd., 15: AAS 59 (1967), 265.
[158] Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de superação da miséria e da fome (abril 2002), Introducción, 2.
[159] Juan XXIII, Carta enc.
Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 (1961), 402.
[160] San Agustín, De Catechizandis Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS (1984), 907-908.
[162] Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[163] Juan Pablo II,
Homilía durante la Misa para la evangelización de los pueblos en Santo Domingo (11 octubre 1984), 5: AAS 77 (1985), 358.
[164] Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
[165]
Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 450.
[166] Santo Tomás de Aquino, Summa TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q. 26, art. 3
[169] Juan Pablo II, Carta ap.
Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
[170] Ibíd.
[171] Cf. Propositio 45.
[172] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS 76 (1984), 908.
[173] Esto implica «eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI,
Discurso al Cuerpo Diplomático (8 enero 2007): AAS 99 (2007), 73.
[174] Cf. Commission sociale des évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero 1999); Pío XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
[175] Benedicto XVI, Carta enc.
Caritas in veritate (29 junio 2009), 2: AAS 101 (2009), 642.
[176] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 diciembre 1988), 37: AAS 81(1989), 461.
[177] Cf. Propositio 56.
[178] Catholic Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[179] Pablo VI, Carta enc.
Populorum Progressio (26 marzo 1967), 76: AAS 59 (1967), 294-295.
[180] United States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
[181] Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 161.
[182] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965, 41-42.
[183] Cf. I. Quiles, S.I., Filosofía de la educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le pays (5 diciembre 2012), 11.
[185] Cf. Platón, Gorgias, 465.
[186] Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana (21diciembre 2012): AAS 105 (2013), 51.
[187] Cf. Propositio 14.
[188] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1910;
Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 168.
[189] Cf. Propositio 54.
[190] Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre 1998), 88: AAS 91(1999), 74.
[191] Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre 1998), 43: AAS 91 (1999), 39.
[192] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
[193] Cf. Propositio 52.
[194] Indian Bishops’ Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The Role of the Church for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[195] Cf. Propositio 53.
[196] Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 56: AAS 83 (1991), 304.
[197] Cf. Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana (21 dicembre 2012): AAS 105 (2013), 51; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9;
Catecismo de la Iglesia católica, 856.
[198] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
[199] Comisión Teológica Internacional,
El cristianismo y las religiones (1996), 72.
[200] Ibíd.
[201] Cf. ibíd., 81-87.
[202] Cf. Propositio 16.
[203] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Medio Oriente (14 septiembre 2012), 26: AAS 104 (2012), 762.
[204] Propositio 55.
[205] Cf. Propositio 36.
[206] Juan Pablo II, Carta ap.
Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 52: AAS 93 (2001), 304.
[207] Cf. V. M. Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura del I Congreso Nacional de Doctrina social de la Iglesia, Rosario (Argentina), 2011:
UCActualidad 142 (2011), 16.
[208] Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 45: AAS 83 (1991), 292
[209] Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS 98 (2006), 230.
[210] Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
[211] II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
[213] Nican Mopohua, 118-119.
[214] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, cap. VIII, 52-69.
[215] Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 6: AAS 79 (1987), 366.
[216] Cf. Propositio 58.
[217] Juan Pablo II, Carta enc.
Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 17: AAS 79 (1987), 381.