CARTA DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 2005
Queridos sacerdotes:
1. En el Año de la Eucaristía, me es particularmente grato el anual
encuentro espiritual con vosotros con ocasión del Jueves Santo, día
del amor de Cristo llevado «hasta el extremo» (Jn 13, 1),
día de la Eucaristía, día de nuestro sacerdocio.
Os envío mi mensaje desde el hospital, donde estoy algún tiempo con
tratamiento médico y ejercicios de rehabilitación, enfermo entre los
enfermos, uniendo en la Eucaristía mi sufrimiento al de Cristo. Con
este espíritu deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos
de nuestra espiritualidad sacerdotal.
Lo haré dejándome guiar por las palabras de la institución de la
Eucaristía, las que pronunciamos cada día in persona Christi,
para hacer presente sobre nuestros altares el sacrificio realizado
de una vez por todas en el Calvario. De ellas surgen indicaciones
iluminadoras para la espiritualidad sacerdotal: puesto que toda la
Iglesia vive de la Eucaristía, la existencia sacerdotal ha de tener,
por un título especial, «forma eucarística». Por tanto, las palabras
de la institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros únicamente
una fórmula consagratoria, sino también una «fórmula de vida».
Una existencia profundamente «agradecida»
2. «Tibi gratias agens benedixit...». En cada Santa Misa
recordamos y revivimos el primer sentimiento expresado por Jesús
en el momento de partir el pan, el de dar gracias. El
agradecimiento es la actitud que está en la base del nombre mismo de
«Eucaristía». En esta expresión de gratitud confluye toda la
espiritualidad bíblica de la alabanza por los mirabilia Dei.
Dios nos ama, se anticipa con su Providencia, nos acompaña con
intervenciones continuas de salvación.
En la Eucaristía Jesús da gracias al Padre con nosotros y por nosotros.
Esta acción de gracias de Jesús ¿cómo no ha de plasmar la vida del
sacerdote? Él sabe que debe fomentar constantemente un espíritu
de gratitud por tantos dones recibidos a lo largo de su existencia y, en
particular, por el don de la fe, que ahora tiene el ministerio de anunciar, y
por el del sacerdocio, que lo consagra completamente al servicio del Reino de
Dios. Tenemos ciertamente nuestras cruces —y ¡no somos los únicos que las
tienen!—, pero los dones recibidos son tan grandes que no podemos dejar de
cantar desde lo más profundo del corazón nuestro Magnificat.
Una existencia «entregada»
3. «Accipite et manducate... Accipite et bibite...». La
autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria
del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la
Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden
repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en
este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe
aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, «tomad
y comed». En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don,
poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos los
necesitados.
Precisamente esto es lo que Jesús esperaba de sus apóstoles, como lo
subraya el evangelista Juan al narrar el lavatorio de los pies. Es
también lo que el Pueblo de Dios espera del sacerdote. Pensándolo bien,
la obediencia a la que se ha comprometido el día de la ordenación
y la promesa que se le invita a renovar en la Misa crismal, se ilumina
por esta relación con la Eucaristía. Al obedecer por amor, renunciando
tal vez a un legítimo margen de libertad, cuando se trata de su adhesión
a las disposiciones de los Obispos, el sacerdote pone en práctica en su
propia carne aquel « tomad y comed », con el que Cristo, en la última
Cena, se entregó a sí mismo a la Iglesia.
Una existencia «salvada» para salvar
4. «Hoc est enim corpus meum quod pro vobis tradetur». El cuerpo
y la sangre de Cristo se han entregado para la salvación del hombre, de
todo el hombre y de todos los hombres. Es una salvación
integral y al mismo tiempo universal, porque nadie, a
menos que lo rechace libremente, es excluido del poder salvador de la
sangre de Cristo: «qui pro vobis et pro multis effundetur». Se
trata de un sacrificio ofrecido por «muchos», como dice el texto
bíblico (Mc 14, 24; Mt 26, 28; cf. Is 53, 11-12),
con una expresión típicamente semítica, que indica la multitud a la que
llega la salvación lograda por el único Cristo y, al mismo tiempo, la
totalidad de los seres humanos a los que ha sido ofrecida: es
sangre «derramada por vosotros y por todos», como explicitan
acertadamente algunas traducciones. En efecto, la carne de Cristo se da
« para la vida del mundo » (Jn 6, 51; cf. 1 Jn 2, 2).
Cuando repetimos en el recogimiento silencioso
de la asamblea litúrgica las palabras venerables de Cristo, nosotros,
sacerdotes, nos convertimos en anunciadores privilegiados de este misterio de
salvación. Pero ¿cómo serlo eficazmente sin sentirnos salvados nosotros mismos?
Somos los primeros a quienes llega en lo más íntimo la gracia que, superando
nuestras fragilidades, nos hace clamar «Abba, Padre» con la confianza propia de
los hijos (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15). Y esto nos compromete a
progresar en el camino de perfección. En efecto, la santidad es la
expresión plena de la salvación. Sólo viviendo como salvados podemos ser
anunciadores creíbles de la salvación. Por otro lado, tomar conciencia cada vez
de la voluntad de Cristo de ofrecer a todos la salvación obliga a
reavivar en nuestro ánimo el ardor misionero, estimulando a cada uno de
nosotros a hacerse « todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos » (1
Co 9, 22).
Una existencia que «recuerda»
5. «Hoc facite in meam commemorationem».
Estas palabras de Jesús nos han llegado, tanto a través de Lucas (22, 19) como
de Pablo (1 Co 11, 24). El contexto en el que fueron pronunciadas —hay
que tenerlo bien presente— es el de la cena pascual, que para los judíos era un
« memorial » (zikkarôn, en hebreo). En dicha ocasión los hebreos revivían
ante todo el Éxodo, pero también los demás acontecimientos importantes de su
historia: la vocación de Abraham, el sacrificio de Isaac, la alianza del Sinaí y
tantas otras intervenciones de Dios en favor de su pueblo. También para los
cristianos la Eucaristía es el «memorial», pero lo es de un modo único: no
sólo es un recuerdo, sino que actualiza sacramentalmente la muerte y
resurrección del Señor.
Quisiera subrayar también que Jesús ha dicho: «Haced esto en memoria mía». La Eucaristía no recuerda un simple hecho;
¡recuerda a Él! Para el sacerdote, repetir cada día, in persona Christi,
las palabras del «memorial» es una invitación a desarrollar una «espiritualidad de la memoria». En un tiempo en que los rápidos cambios
culturales y sociales oscurecen el sentido de la tradición y exponen,
especialmente a las nuevas generaciones, al riesgo de perder la relación con las
propias raíces, el sacerdote está llamado a ser, en la comunidad que se le ha
confiado, el hombre del recuerdo fiel de Cristo y todo su misterio: su
prefiguración en el Antiguo Testamento, su realización en el Nuevo y su
progresiva profundización bajo la guía del Espíritu Santo, en virtud de aquella
promesa explícita: «Él será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo
que os he dicho» (Jn 14, 26).
Una existencia «consagrada»
6. «Mysterium fidei!». Con esta
exclamación el sacerdote manifiesta, después de la consagración del pan y el
vino, el estupor siempre nuevo por el prodigio extraordinario que ha
tenido lugar entre sus manos. Un prodigio que sólo los ojos de la fe pueden
percibir. Los elementos naturales no pierden sus características externas, ya
que las especies siguen siendo las del pan y del vino; pero su sustancia, por el
poder de la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo, se convierte en la
sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, sobre el altar está
presente «verdadera, real, sustancialmente» Cristo muerto y resucitado en toda
su humanidad y divinidad. Así pues, es una realidad eminentemente sagrada.
Por este motivo la Iglesia trata este Misterio con suma reverencia, y vigila
atentamente para que se observen las normas litúrgicas, establecidas para
tutelar la santidad de un Sacramento tan grande.
Nosotros, sacerdotes, somos los celebrantes,
pero también los custodios de este sacrosanto Misterio. De nuestra relación con
la Eucaristía se desprende también, en su sentido más exigente, la condición «sagrada» de nuestra vida. Una condición que se ha de reflejar en todo nuestro
modo de ser, pero ante todo en el modo mismo de celebrar. ¡Acudamos para ello a
la escuela de los Santos! El Año de la Eucaristía nos invita a fijarnos en los
Santos que con mayor vigor han manifestado la devoción a la Eucaristía (cf.
Mane nobiscum Domine, 31). En
esto, muchos sacerdotes beatificados y canonizados han dado un testimonio
ejemplar, suscitando fervor en los fieles que participaban en sus Misas. Muchos
se han distinguido por la prolongada adoración eucarística. Estar ante Jesús
Eucaristía, aprovechar, en cierto sentido, nuestras «soledades» para llenarlas
de esta Presencia, significa dar a nuestra consagración todo el calor de la
intimidad con Cristo, el cual llena de gozo y sentido nuestra vida.
Una existencia orientada a Cristo
7. «Mortem tuam annuntiamus, Domine, et tuam
resurrectionem confitemur, donec venias». Cada vez que celebramos la
Eucaristía, la memoria de Cristo en su misterio pascual se convierte en deseo
del encuentro pleno y definitivo con Él. Nosotros vivimos en espera de su
venida. En la espiritualidad sacerdotal, esta tensión se ha de vivir en
la forma propia de la caridad pastoral que nos compromete a vivir en medio
del Pueblo de Dios para orientar su camino y alimentar su esperanza. Ésta es una
tarea que exige del sacerdote una actitud interior similar a la que el apóstol
Pablo vivió en sí mismo: «Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome
hacia lo que está por delante, corro hacia la meta» (Flp 3, 13-14).
El sacerdote es alguien que, no obstante el paso de los años, continua
irradiando juventud y como «contagiándola» a las personas que encuentra en su
camino. Su secreto reside en la « pasión » que tiene por Cristo. Como decía san
Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
Sobre todo en el contexto de la nueva
evangelización, la gente tiene derecho a dirigirse a los sacerdotes con la
esperanza de « ver » en ellos a Cristo (cf. Jn 12, 21). Tienen necesidad
de ello particularmente los jóvenes, a los cuales Cristo sigue llamando para que
sean sus amigos y para proponer a algunos la entrega total a la causa del Reino.
No faltarán ciertamente vocaciones si se eleva el tono de nuestra vida
sacerdotal, si fuéramos más santos, más alegres, más apasionados en el ejercicio
de nuestro ministerio. Un sacerdote «conquistado» por Cristo (cf. Flp
3, 12) «conquista» más fácilmente a otros para que se decidan a compartir la
misma aventura.
Una existencia «eucarística» aprendida de María
8. Como he recordado en la Encíclica
Ecclesia de Eucharistia (cf. nn.
53-58), la Santísima Virgen tiene una relación muy estrecha con la Eucaristía.
Lo subrayan, aun en la sobriedad del lenguaje litúrgico, todas las Plegarias
eucarísticas. Así, en el Canon romano se dice: «Reunidos en comunión con toda
la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor». En las otras Plegarias
eucarísticas, la veneración se transforma en imploración, como, por ejemplo, en
la Anáfora II: «Con María, la Virgen Madre de Dios [...], merezcamos [...]
compartir la vida eterna».
Al insistir en estos años, especialmente en la
Novo millennio ineunte (cf. nn.
23 ss.) y en la
Rosarium Virginis Mariae (cf. nn.
9 ss.), sobre la contemplación del rostro de Cristo, he indicado a María como la
gran maestra. En la encíclica sobre la Eucaristía la he presentado también como
«Mujer eucarística» (cf.
n. 53). ¿Quién puede hacernos gustar
la grandeza del misterio eucarístico mejor que María? Nadie cómo ella puede
enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los santos Misterios y cómo hemos
estar en compañía de su Hijo escondido bajo las especies eucarísticas. Así pues,
la imploro por todos vosotros, confiándole especialmente a los más ancianos, a
los enfermos y a cuantos se encuentran en dificultad. En esta Pascua del Año de
la Eucaristía me complace hacerme eco para todos vosotros de aquellas palabras
dulces y confortantes de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).
Con estos sentimientos, os bendigo a todos de
corazón, deseándoos una intensa alegría pascual.
Policlínico Gemelli, Roma, 13 de marzo, V
domingo de Cuaresma, de 2005, vigésimo séptimo de Pontificado.