CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA
Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EL SERVICIO DE LA AUTORIDAD
Y LA OBEDIENCIA
Faciem tuam, Domine, requiram
Instrucción
INTRODUCCIÓN
«Señor, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4)
INDICE
Introducción
1. La vida consagrada
testimonio de la búsqueda de
Dios.
2. Un camino de liberación
3. Destinatarios, objeto y
límites de este documento
PRIMERA PARTE
Consagración y búsqueda de
la voluntad de Dios
4. ¿A quién estamos
buscando?
5. La obediencia como
escucha.
6. «Escucha, Israel» (Dt
6, 4).
7. Obediencia a la Palabra
de Dios.
8. Siguiendo a Jesús, el
Hijo obediente al Padre.
9. Obedientes a Dios a
través de mediaciones
humanas.
10. Aprender la obediencia
en lo cotidiano.
11. En la luz y en la fuerza
del Espíritu.
12. Autoridad al servicio de
la obediencia a la voluntad
de Dios.
13. Algunas prioridades en
el servicio de la autoridad.
a) En la vida
consagrada la autoridad es
ante todo autoridad
espiritual
b) La autoridad está
llamada a garantizar a su
comunidad el tiempo y la
calidad de la oración
c) La autoridad está
llamada a promover la
dignidad de la persona
d) La autoridad está
llamada a infundir ánimos y
esperanza en la dificultades
e) La autoridad está
llamada a mantener vivo el
carisma de la propia familia
religiosa
g) La autoridad está
llamada a acompañar en el
camino de la formación
permanente
14. El servicio de la
autoridad a la luz de las
normas eclesiales
15. En misión con la
libertad de los hijos de
Dios.
SEGUNDA PARTE
Autoridad y obediencia en la vida fraterna
16. El mandamiento nuevo
17. La autoridad al servicio
de la comunidad, y ésta al
servicio del Reino
18. Dóciles al Espíritu que
conduce a la unidad.
19. Para una espiritualidad
de comunión y una santidad
comunitaria.
20. Papel de la autoridad en
el crecimiento de la
fraternidad.
a) El servicio de la
escucha.
b) La creación de un
clima favorable al diálogo,
la participación y la
corresponsabilidad.
c) Inculcar la
contribución de todos en los
asuntos comunes.
d) Al servicio del
individuo y de la comunidad.
e) El discernimiento
comunitario.
f) Discernimiento,
autoridad y obediencia.
g) La obediencia fraterna.
21. «El primero entre
vosotros se hará vuestro
esclavo» (Mt 20, 27).
22. La vida fraterna como
misión.
TERCERA PARTE
En misión
23. En misión con todo el
propio ser, como Jesús, el
Señor.
24. En misión para servir.
25. Autoridad y misión.
a) Anima a asumir
responsabilidades y las
respeta una vez asumidas.
b) Invita a afrontar las
diversidades en espíritu de
comunión.
c) Mantiene el equilibrio
entre las varias dimensiones
de la vida consagrada.
d) Tiene un corazón
misericordioso.
e) Tiene el sentido de la
justicia.
f) Promueve la
colaboración con los laicos.
26. Las obediencias
difíciles.
27. Obediencia y objeción de
conciencia.
28. La difícil autoridad.
29. Obedientes hasta el
final.
30. Oración de la autoridad.
31. Oración a María.
La vida consagrada testimonio de la búsqueda de Dios
1. «Faciem tuam, Domine, requiram»: Tu rostro buscaré,
Señor (Sal 26, 8). Peregrino en busca del sentido de la vida
y envuelto en el gran misterio que lo circunda, el hombre busca, a veces
de manera inconsciente, el rostro del Señor. «Señor, enséñame tus
caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 24, 4). Nadie podrá
quitar nunca del corazón de la persona humana la búsqueda de Aquél de
quien la Biblia dice «Él lo es todo» (Si 43, 27), como tampoco la
de los caminos para alcanzarlo.
La vida consagrada, llamada a hacer visibles en la Iglesia y en el
mundo los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente,1
florece en esta búsqueda del rostro del Señor y del camino que a Él
conduce (cf. Jn 14,4-6). Una búsqueda que lleva a experimentar la
paz — «en su voluntad está nuestra paz» 2 — y que constituye
la fatiga de cada día, porque Dios es Dios y no siempre sus caminos y
pensamientos son nuestros caminos y nuestros pensamientos (cf. Is
55, 8). De manera que la persona consagrada es testimonio del
compromiso, gozoso al tiempo que laborioso, de la búsqueda asidua de la
voluntad divina, y por ello elige utilizar todos los medios disponibles
que le ayuden a conocerla y la sostengan en llevarla a cabo.
Aquí encuentra también su significado la comunidad religiosa,
comunión de personas consagradas que hacen profesión de buscar y poner
en práctica juntas la voluntad de Dios. Una comunidad de hermanos o
hermanas con papeles diversos, pero con un mismo objetivo y una misma
pasión.
Por esto, mientras en la comunidad todos están llamados a
buscar lo que agrada a Dios así como a obedecerle a Él, algunos
en concreto son llamados a ejercer, generalmente de forma temporal, el
oficio particular de ser signo de unidad y guía en la búsqueda coral y
en la realización personal y comunitaria de la voluntad de Dios.
Éste es el servicio de la autoridad.
Un camino de liberación
2. La cultura de las sociedades occidentales, centrada fuertemente
sobre el sujeto, ha contribuido a difundir el valor del respeto hacia la
dignidad de la persona humana, favoreciendo así positivamente el libre
desarrollo y la autonomía de ésta.
Este reconocimiento constituye uno de los rasgos más significativos
de la modernidad y ciertamente es un dato providencial que requiere
formas nuevas de concebir la autoridad y de relacionarse con ella. Pero
no podemos olvidar que cuando la libertad se hace arbitraria y la
autonomía de la persona se entiende como independencia respecto al
Creador y respecto a los demás, entonces nos encontramos ante formas de
idolatría que no sólo no aumentan la libertad sino que esclavizan.
En estos casos, las personas creyentes en el Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob, en el Dios de Jesucristo, no pueden dejar de emprender
un camino de liberación personal respecto a toda sombra de culto
idolátrico. Es un camino que halla un modelo estimulante en la
experiencia del Éxodo: un camino que libera del sometimiento al modo de
pensar corriente y conduce a la libre adhesión al Señor; un camino que
deja de lado todo criterio valorativo plano y unilateral para llevar a
la busca de itinerarios que desembocan en la comunión con el Dios vivo y
verdadero.
El recorrido del Éxodo lo guía la nube, luminosa y oscura, del
Espíritu de Dios; y, aunque a veces parece perderse por caminos sin
sentido, tiene por meta la intimidad beatífica del corazón de Dios: «Os
he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí» (Ex 19, 4).
Un grupo de esclavos queda liberado y se convierte en pueblo santo, que
conoce el gozo del servicio libre a Dios. Los acontecimientos del Éxodo
son un paradigma que acompaña la entera historia bíblica y se presenta
como anticipación profética de la misma vida terrena de Jesús, que a su
vez también libera de la esclavitud por la obediencia a la voluntad
providente del Padre.
Destinatarios, objeto y límites de este documento
3. En su última Plenaria, celebrada los días 28-30 de septiembre de
2005, la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las
Sociedades de vida apostólica estudió el tema del ejercicio de la
autoridad y de la obediencia en la vida consagrada. Se constató entonces
que, hoy día, este tema exige un esfuerzo especial de reflexión, debido
sobre todo a los cambios que estos últimos años han tenido lugar en el
seno de los Institutos y comunidades; y también a la luz de cuanto han
propuesto los más recientes documentos magisteriales sobre el tema de la
renovación de la vida consagrada.
La presente Instrucción es fruto de todo lo que en aquella Plenaria
fue surgiendo, sobre lo cual ha seguido reflexionando luego nuestro
Dicasterio. Está destinada a los miembros de los Institutos de vida
consagrada que viven en comunidad, o sea, a cuantos pertenecen, hombres
y mujeres, a Institutos religiosos. A ellos se asimilan los miembros de
Sociedades de Vida Apostólica. Y aun el resto de los consagrados también
puede sacar indicaciones útiles en relación con su género de vida. A
todos los arriba mencionados llamados a testimoniar la primacía de Dios
a través de la libre obediencia a su santa voluntad, este documento
intenta ofrecerles una ayuda y un estímulo para vivir con gozo el «sí»
que han dado al Señor.
Al afrontar el tema de esta Instrucción, somos conscientes de que
tiene muchas implicaciones, y de que en el vasto mundo de la vida
consagrada existe hoy una gran diversidad de proyectos carismáticos y
compromisos misioneros, así como una cierta diversidad de modelos de
gobierno y de formas de practicar la obediencia; diversidad
influenciada, muchas veces, por los respectivos contextos culturales.3
Además, habría que tener presente las diferencias, también de carácter
psicológico, de las comunidades femeninas y masculinas. Y no sólo eso:
habría que tener en cuenta las nuevas problemáticas que al ejercicio de
la autoridad le plantean las numerosas formas de colaboración
apostólica, particularmente con los laicos. También el peso distinto que
los diversos Institutos religiosos atribuyen a la autoridad local o a la
autoridad central, configura modalidades no uniformes de practicar la
autoridad y la obediencia. Finalmente, no hay que olvidar que, por lo
general, la tradición de la vida consagrada ve en la figura «sinodal»
del Capítulo general (o reuniones análogas) la autoridad suprema del
Instituto,4 a la que todos los miembros, empezando por los
superiores, tienen que remitirse.
A todo ello hay que añadir la constatación de que, en estos años, ha
cambiado el modo de percibir y vivir la autoridad y la obediencia tanto
en la Iglesia como en la sociedad. Ello es debido, entre otras cosas: a
la toma de conciencia del valor de la persona individual, con su
vocación propia y sus dones intelectuales, afectivos y espirituales, así
como su libertad y su capacidad relacional; a la centralidad de la
espiritualidad de comunión,5 con el aprecio de los
instrumentos que ayudan a vivirla; a un modo distinto y menos
individualista de concebir la misión, compartida con todos los
miembros del pueblo de Dios, de lo cual se derivan formas de
colaboración concreta.
Sin embargo, considerando algunos elementos del presente influjo
cultural, hemos de recordar que el deseo de autorrealizarse puede
entrar a veces en colisión con los proyectos comunitarios; y que
la búsqueda del bienestar personal, sea éste espiritual o
material, puede hacer dificultosa la entrega personal al servicio de la
misión común; y, en fin, que las visiones excesivamente subjetivas del
carisma y el servicio apostólico pueden debilitar la colaboración y la
condivisión fraternas.
Pero tampoco hay que excluir que en ciertos ambientes aparezcan
problemas opuestos, determinados por una visión de las relaciones más
escorada hacia el lado de la colectividad o la excesiva uniformidad, con
el peligro de amenazar el crecimiento y la responsabilidad de los
individuos. No es fácil el equilibrio entre sujeto y comunidad, y por
tanto no lo es entre autoridad y obediencia.
Esta Instrucción no pretende entrar a estudiar todas las
problemáticas suscitadas por los elementos y sensibilidades que acabamos
de mencionar. Éstas quedan, por así decir, en el fondo de las
reflexiones e indicaciones que aquí propondremos. El objeto principal de
esta Instrucción es reafirmar que tanto la obediencia como la autoridad,
por más que se practiquen de formas distintas, tienen siempre una
relación peculiar con el Señor Jesús, Siervo obediente. Y se propone,
además, ayudar a la autoridad en su triple servicio: a cada una de las
personas llamadas a vivir su consagración (parte primera); en la
construcción de comunidades fraternas (parte segunda); en la
misión común (parte tercera).
Las consideraciones e indicaciones siguientes están en continuidad
con las de los documentos que han acompañado el camino de la vida
consagrada a lo largo de estos años nada fáciles. Sobre todo, las
Instrucciones Potissimum institutioni,6 de 1990, La
vida fraterna en comunidad,7 de 1994, la exhortación
apostólica postsinodal Vita consecrata,8 de 1996, y la
Instrucción Caminar desde Cristo,9 de 2002.
PRIMERA PARTE
CONSAGRACIÓN Y BÚSQUEDA
DE LA VOLUNTAD DE DIOS
«Para que, libres, podamos
servirlo en santidad y justicia»
(cf. Lc 1, 74-75)
¿A quién estamos buscando?
4. A los primeros discípulos que, inseguros aún y dudosos, se ponen a
seguir un nuevo Rabbí, el Señor les pregunta: «¿Qué buscáis?» (Jn
1, 38). En esta pregunta podemos leer otras preguntas radicales: ¿Qué
busca tu corazón? ¿Por qué cosas te afanas? ¿Te estás buscando a ti
mismo o buscas al Señor tu Dios? ¿Sigues tus deseos o el deseo del que
ha hecho tu corazón y lo quiere realizar como Él quiere y conoce?
¿Persigues sólo cosas que pasan o buscas a Aquél que no pasa? Ya lo
observaba san Bernardo: «¿Qué podemos negociar, Señor Dios nuestro, en
este país de la desemejanza? Mira qué hacen los humanos desde el alba
hasta el ocaso: recorrer todos los mercados del mundo en busca de
riquezas y honores o arrastrados por los suaves encantos de la fama».10
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 26, 8): ésta es la respuesta
de la persona que ha comprendido la unicidad e infinita grandeza del
misterio de Dios, así como la soberanía de su santa voluntad; pero
también es la respuesta, aunque sea implícita y confusa, de toda
criatura humana en busca de verdad y felicidad. Quaerere Deum ha
sido siempre el programa de toda existencia sedienta de absoluto y
eternidad. Hoy muchos ven como algo mortificante toda forma de
dependencia; pero es propio de la criatura el ser dependiente de Otro y,
en la medida en que es un ser en relación, también de los otros.
El creyente busca a Dios vivo y verdadero, Principio y Fin de todas
las cosas; el Dios que no hemos forjado nosotros a nuestra imagen y
semejanza, sino el que nos ha hecho a imagen y semejanza suya; el Dios
que manifiesta su voluntad y nos indica los senderos para alcanzarlo.
«Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu
presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15, 11).
Buscar la voluntad de Dios significa buscar una voluntad amiga,
benévola, que quiere nuestra realización, que desea sobre todo la libre
respuesta de amor al amor suyo, para convertirnos en instrumentos del
amor divino. En esta via amoris es donde se abre la flor de la
escucha y la obediencia.
La obediencia como escucha
5. «Escucha, hijo» (Pr 1, 8). La obediencia es ante todo
actitud filial. Es un particular tipo de escucha que sólo puede prestar
un hijo a su padre, por tener la certeza de que el padre sólo tiene
cosas buenas que decir y dar al hijo; una escucha entretejida de una
confianza que al hijo le hace acoger la voluntad del padre, seguro como
está de que será para su bien.
Todo esto es muchísimo más cierto en relación con Dios. En efecto,
nosotros alcanzamos nuestra plenitud sólo en la medida en que nos
insertamos en el plan con el cual Él nos ha concebido con amor de Padre.
Por tanto la obediencia es la única forma que tiene la persona humana,
ser inteligente y libre, de realizarse plenamente. Y, cuando dice «no» a
Dios, la persona humana compromete el proyecto divino, se empequeñece a
sí misma y queda abocada al fracaso.
La obediencia a Dios es camino de crecimiento y, en consecuencia, de
libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad
distinta de la propia, que no sólo no mortifica o disminuye, sino que
fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es
en sí un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre
obedeciendo como hijo al plan del Padre. Es claro que una tal obediencia
exige reconocerse como hijos y disfrutar siéndolo, porque sólo un hijo y
una hija pueden entregarse libremente en manos del Padre, igual que el
Hijo Jesús, que se ha abandonado al Padre. Y, si en su pasión ha llegado
incluso a entregarse a Judas, a los sumos sacerdotes, a quienes lo
flagelaban, a la muchedumbre hostil y a sus verdugos, lo ha hecho sólo
porque estaba absolutamente seguro de que todo encontraba significado en
la fidelidad total al plan de salvación querido por el Padre, a quien —
como recuerda san Bernardo — «lo que agradó no fue la muerte, sino la
voluntad del que moría libremente».11
«Escucha, Israel» (Dt 6, 4)
6. Para el Señor Dios, hijo es Israel, el pueblo elegido, que
Él ha engendrado, que ha
hecho crecer teniéndolo de
la mano, que ha levantado
hasta su mejilla, al que ha
enseñado a caminar (cf.
Os 11, 1-4); aquel a
quien — como suprema
expresión de afecto — ha
dirigido después su Palabra,
a pesar de que este pueblo
no siempre la haya
escuchado, o la haya
recibido como un peso, como
una «ley». Todo el Antiguo
Testamento es una invitación
a la escucha, y la escucha
está en función de la
alianza nueva, cuando, según
dice el Señor, «pondré mis
leyes en su mente, en sus
corazones las grabaré, y yo
seré su Dios y ellos serán
mi pueblo» (Hb 8, 10;
cf. Jr 31, 33).
A
la escucha sigue la
obediencia como respuesta
libre y liberadora del nuevo
Israel a la propuesta del
nuevo pacto; la obediencia
es parte de la nueva
alianza, más aún es su
distintivo característico.
Según esto, la obediencia
sólo puede ser comprendida
del todo dentro de la lógica
de amor, de intimidad con
Dios, de pertenencia
definitiva a Él, que nos
hace finalmente libres.
Obediencia a la
Palabra de Dios
7. La primera obediencia
de la criatura consiste en
venir a la existencia, como
respuesta a la Palabra que
la llama al ser. Esa
obediencia alcanza plena
expresión cuando la criatura
es libre de reconocerse y
aceptarse como don del
Creador, de decir «sí» a su
procedencia de Dios. Ésta
realiza así su primer acto
de libertad, un acto de
libertad verdadero, que es
también el primero y
fundamental acto de
auténtica obediencia.
No sólo eso. La
obediencia propia de la
persona creyente consiste en
la adhesión a la Palabra con
la cual Dios se revela y se
comunica, y a través de la
cual renueva cada día su
alianza de amor. De esta
Palabra ha brotado la vida
que se sigue transmitiendo
cada día. De ahí que la
persona creyente busque cada
mañana el contacto vivo y
constante con la Palabra que
se proclama ese día, y la
medite y la guarde en el
corazón como un tesoro,
convirtiéndola en la raíz de
todos sus actos y el primer
criterio de sus elecciones.
Y, lo mismo, al final de la
jornada se confronta con
ella e, imitando a Simeón,
alaba a Dios porque ha visto
cómo la Palabra eterna se
realiza en los avatares del
día a día (cf. Lc 2,
27-32), al tiempo que confía
a la fuerza de la Palabra
cuanto ha quedado sin
llevarse a cabo. Porque,
efectivamente, la Palabra no
trabaja sólo de día sino
siempre, como enseña el
Señor en la parábola de la
simiente (cf. Mc 4,
26-27).
El trato amoroso y
cotidiano con la Palabra
educa para descubrir los
caminos de la vida y las
modalidades a través de las
cuales Dios quiere liberar a
sus hijos; alimenta el
instinto espiritual por las
cosas que agradan a Dios;
transmite el sentido de su
voluntad y el gusto por
ella; da la paz y el gozo
por permanecerle fieles, al
tiempo que hace sensibles y
prontos a todo lo que
implica obediencia, sea el
evangelio (Rm 10, 16;
2 Ts 1, 8), la fe (Rm
1, 5; 16, 26) o la
verdad (Ga 5, 7; 1
P 1, 22).
Con todo, no se debe
olvidar que la experiencia
auténtica de Dios es siempre
experiencia de alteridad.
«Por grande que pueda ser la
semejanza entre el Creador y
la criatura, siempre será
mayor la desemejanza».12
Los místicos y cuantos han
gustado la intimidad con
Dios, nos recuerdan que el
contacto con el Misterio
soberano es siempre contacto
con el Otro, con una
voluntad que puede ser
dramáticamente desemejante
de la nuestra. De ahí que
obedecer a Dios signifique
entrar en «otro» orden de
valores, captar un sentido
nuevo y diferente de la
realidad, experimentar una
libertad imprevisible, tocar
los umbrales del misterio:
«Porque mis planes no son
vuestros planes, ni mis
caminos son vuestros
caminos, oráculo del Señor.
Porque cuanto distan los
cielos de la tierra, así
distan mis caminos de los
vuestros» (Is 55,
8-9).
Se puede producir temor
al adentrarse en el mundo de
Dios, tal experiencia, como
vemos en los Santos, puede
mostrar que lo imposible
para el hombre es posible
para Dios. Más aún, es
auténtica obediencia al
misterio de un Dios que es «interior
intimo meo»,13
al tiempo que radicalmente
otro.
Siguiendo a Jesús,
el Hijo obediente al Padre
8. En este camino no
estamos solos: nos guía el
ejemplo de Cristo, el amado
en quien el Padre se ha
complacido (cf. Mt 3,
17; 17, 5), y Aquél al mismo
tiempo que nos ha liberado
por su obediencia. Es Él
quien inspira nuestra
obediencia para que también
a través de nosotros se
cumpla el plan divino de
salvación.
En Él todo es escucha y
acogida del Padre (cf. Jn
8, 28-29); toda su vida
terrena es expresión y
continuación de cuanto el
Verbo hace desde toda la
eternidad: dejarse amar por
el Padre, acoger su amor de
forma incondicionada, hasta
el punto de no hacer nada
por sí mismo (cf. Jn
8, 28), sino hacer en todo
momento lo que le agrada al
Padre. La voluntad del Padre
es el alimento que sostiene
a Jesús en su obra (Jn
4, 34) y consigue para Él y
para nosotros la
sobreabundancia de la
resurrección, la alegría
luminosa de entrar en el
corazón mismo de Dios, en la
dichosa multitud de sus
hijos (cf. Jn 1, 12).
Por esta obediencia de Jesús
«todos son constituidos
justos» (Rm 5, 19).
Él la ha vivido incluso
cuando le ha presentado un
cáliz difícil de beber (cf.
Mt 26, 39.42; Lc
22, 42), y se ha hecho
«obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz» (Flp
2, 8). Es el aspecto
dramático de la obediencia
del Hijo, envuelta en un
misterio que nunca podremos
penetrar totalmente, pero
que para nosotros es de gran
importancia porque nos
desvela aún más la
naturaleza filial de
la obediencia cristiana:
solamente el Hijo, que se
siente amado por el Padre y
le corresponde con todo su
ser, puede llegar a este
tipo de obediencia radical.
A ejemplo de Cristo, el
cristiano se define como un
ser obediente. La primacía
indiscutible del amor en la
vida cristiana no puede
hacernos olvidar que ese
amor ha conseguido un rostro
y un nombre en Cristo Jesús
y se ha convertido en
Obediencia. En consecuencia,
la obediencia no es
humillación sino verdad
sobre la cual se construye y
realiza la plenitud del
hombre. Por eso el creyente
desea cumplir la voluntad
del Padre de forma tan
intensa que esto se
convierte en su aspiración
suprema. Igual que Jesús, él
quiere vivir de esta
voluntad. A imitación de
Cristo y aprendiendo de Él,
con gesto de suprema
libertad y confianza sin
condiciones, la persona
consagrada ha puesto su
voluntad en las manos del
Padre para ofrecerle un
sacrificio perfecto y
agradable (cf. Rm 12,
1).
Pero antes aún de ser el
modelo de toda obediencia,
Cristo es Aquel a quien se
dirige toda obediencia
cristiana. En efecto, el
poner en práctica sus
palabras hace efectivo el
discipulado (cf. Mt
7, 24) y la observancia de
sus mandamientos vuelve
concreto el amor hacia Él y
atrae el amor del Padre (cf.
Jn 14, 21). Él es el
centro de la comunidad
religiosa como aquél que
sirve (Lc 22, 27),
pero también como aquél a
quien confiesa la propia fe
(«creéis en Dios; creed
también en mi»: Jn
14,1) y presta obediencia,
porque sólo en ella se
realiza un seguimiento firme
y perseverante: «En
realidad, es el mismo Señor
resucitado, nuevamente
presente entre los hermanos
y las hermanas reunidos en
su nombre, quien indica el
camino por recorrer».14
Obedientes a Dios a
través de mediaciones
humanas
9. Dios manifiesta su
voluntad a través de la
moción interior del
Espíritu, que «guía a la
verdad entera» (cf. Jn
16, 13) y también a
través de múltiples
mediaciones externas. En
efecto, la historia de la
salvación es una historia de
mediaciones que de alguna
forma hacen visible el
misterio de la gracia que
Dios realiza en lo íntimo de
los corazones. También en la
vida de Jesús se pueden
reconocer no pocas
mediaciones humanas a través
de las cuales Él se ha dado
cuenta y ha interpretado y
acogido la voluntad del
Padre como razón de ser y
alimento permanente de su
vida y su misión.
Las mediaciones que
comunican exteriormente la
voluntad de Dios se
reconocen en los avatares de
la vida y en las exigencias
propias de la vocación
específica; pero también se
expresan en las leyes que
regulan la vida social y en
las disposiciones de quienes
están llamados a guiarla. En
el contexto eclesial, las
leyes y disposiciones
legítimamente dadas permiten
reconocer la voluntad de
Dios, ya que plasman
concreta y «ordenadamente»
las exigencias evangélicas,
a partir de las cuales
aquéllas se formulan y
perciben.
Además, las personas
consagradas son llamadas al
seguimiento de Cristo
obediente dentro de un
«proyecto evangélico», o
carismático, suscitado por
el Espíritu y autenticado
por la Iglesia. Ésta, cuando
aprueba un proyecto
carismático como es un
Instituto religioso,
garantiza que las
inspiraciones que lo animan
y las normas que lo rigen
abren un itinerario de
búsqueda de Dios y de
santidad. En consecuencia,
la Regla y las demás
ordenaciones de vida se
convierten también en
mediación de la voluntad del
Señor: mediación humana, sí,
pero autorizada; imperfecta
y al mismo tiempo
vinculante; punto de partida
del que arrancar cada día y
punto también que sobrepasar
con impulso generoso y
creativo hacia la santidad
que Dios «quiere» para cada
consagrado. En este camino,
la autoridad tiene la
obligación pastoral de guiar
y decidir.
Es evidente que todo esto
será vivido de manera
coherente y fructuosa sólo
si se mantienen vivos el
deseo de conocer y hacer la
voluntad de Dios, así como
la conciencia de la propia
fragilidad y la aceptación
de la validez de las
mediaciones específicas,
incluso cuando no se llega a
captar del todo las razones
que presentan.
Las intuiciones
espirituales de los
fundadores y de las
fundadoras, especialmente
aquellos que mayormente han
marcado el camino de la vida
religiosa a lo largo de los
siglos, siempre han dado
gran realce a la obediencia.
San Benito ya al comienzo de
su Regla se dirige al monje
diciéndole: «A ti, pues, se
dirigen estas mis palabras,
(...) si es que te has
decidido a renunciar a tus
propias voluntades y
esgrimes las potentísimas y
gloriosas armas de la
obediencia para servir al
verdadero rey, Cristo el
Señor».15
Además, se debe recordar
que la relación
autoridad-obediencia se
coloca en el contexto más
amplio del misterio de la
Iglesia, representando una
forma particular de su
función mediadora. A este
respecto, el Código de
Derecho Canónico recomienda
a los superiores ejercer
«con espíritu de servicio la
potestad que han recibido de
Dios mediante el ministerio
de la Iglesia».16
Aprender la
obediencia en lo cotidiano
10. Por consiguiente, a
la persona consagrada le
puede ocurrir que «aprenda
la obediencia» también a
base de sufrimiento, en
situaciones particulares y
difíciles: por ejemplo,
cuando se le pide abandonar
ciertos proyectos e ideas
personales, o renunciar a la
pretensión de gobernar él
solo la vida y la misión; o
las veces que humanamente
parece poco convincente lo
que se pide (o quien lo
pide). Por tanto, quien se
encuentre en estas
situaciones no olvide que la
mediación es por su propia
naturaleza limitada e
inferior a aquello a lo que
remite, tanto más si se
trata de la mediación humana
en relación con la voluntad
divina; y recuerde también,
cuando se halle ante una
orden dada legítimamente,
que el Señor pide obedecer a
la autoridad que en ese
momento lo representa,17
y que también Cristo
«aprendió la obediencia a
fuerza de padecer» (Hb
5, 8).
Es oportuno recordar, a
este propósito, las palabras
de Pablo VI: «Debéis
experimentar algo del peso
que atraía al Señor hacia su
cruz, este ‘bautismo con el
que debía ser bautizado',
donde se habría de encender
aquel fuego que os inflama
también a vosotros (cf.
Lc 12, 49-50); algo de
aquella «locura» que san
Pablo desea para todos
nosotros, porque sólo ella
nos hace sabios (cf. 1 Co
3, 18-19). Que la cruz
sea para vosotros, como ha
sido para Cristo, la prueba
del amor más grande. ¿No
existe acaso una relación
misteriosa entre la renuncia
y la alegría, entre el
sacrificio y la amplitud de
corazón, entre la disciplina
y la libertad espiritual?».18
Es precisamente en estos
casos de dificultad donde la
persona consagrada aprende a
obedecer al Señor (cf.
Sal 118, 71), a
escucharlo y a adherirse
sólo a Él, mientras espera,
con paciencia y llena de
esperanza, su Palabra
reveladora (Sal 118,
81) con plena y generosa
disponibilidad a cumplir su
voluntad y no la propia (Lc
22, 42).
En la luz y en la
fuerza del Espíritu
11. Por consiguiente, uno
se adhiere al Señor cuando
atisba su presencia en las
mediaciones humanas,
especialmente en la Regla,
en los superiores, en la
comunidad,19 en
los signos de los tiempos,
en las expectativas de la
gente, sobre todo de los
pobres; cuando tiene el
valor de echar las redes en
virtud «de su palabra» (cf.
Lc 5, 5) y no por
motivaciones solamente
humanas; cuando elige
obedecer no sólo a Dios sino
también a los hombres, pero,
en cualquier caso, por Dios
y no por los hombres.
Escribe San Ignacio de
Loyola en sus
Constituciones: «como la
vera obediencia no mire a
quién se hace, mas por quién
se hace; y si se hace por
solo nuestro Criador y
Señor, el mismo Señor de
todos se obedece».20
Si, en los momentos
difíciles, el llamado a
obedecer pedirá con
insistencia el Espíritu al
Padre (cf. Lc 11,
13), éste se lo dará y el
Espíritu le concederá luz y
fuerza para ser obediente,
le hará conocer la verdad y
la verdad lo hará libre (cf.
Jn 8, 32).
Jesús mismo, en su
humanidad, fue conducido por
la acción del Espíritu
Santo: tras ser concebido en
el vientre de la Virgen
María por obra del Espíritu
Santo, al comienzo de su
misión, en el bautismo,
recibe el Espíritu que
desciende sobre Él y lo
guía; y, una vez resucitado,
derrama el Espíritu sobre
sus discípulos para que
entren en su misma misión,
anunciando la salvación y el
perdón que Él ha merecido.
El Espíritu que ungió a
Jesús es el mismo que puede
hacer nuestra libertad
semejante a la de Cristo,
perfectamente conforme a la
voluntad de Dios.21
Por tanto es indispensable
que todos se hagan
disponibles al Espíritu,
empezando por los
superiores, que reciben del
Espíritu su autoridad
22 y la deben ejercer
bajo su guía, «dóciles a la
voluntad de Dios».23
Autoridad al
servicio de la obediencia a
la voluntad de Dios
12. En la vida
consagrada, cada uno debe
buscar con sinceridad la
voluntad del Padre, porque,
de otra forma, perdería
sentido este género de vida.
Pero es de gran importancia
que esa búsqueda se haga en
unión con los hermanos y
hermanas; esto es justamente
lo que une y hace familia
unida a Cristo.
La autoridad está al
servicio de esta búsqueda,
para que se lleve a cabo en
sinceridad y verdad. En la
homilía de inicio de su
ministerio petrino,
Benedicto XVI hizo esta
afirmación significativa:
«Mi verdadero programa de
gobierno es no hacer mi
voluntad o seguir mis
propias ideas, sino ponerme
a la escucha, junto con toda
la Iglesia, de la palabra y
la voluntad del Señor y
dejarme guiar por Él, de
manera que sea Él quien guíe
a la Iglesia en este momento
de nuestra historia».24
Por otro lado, hay que
reconocer que la tarea de
guiar a los demás no es
fácil, sobre todo cuando el
sentido de la autonomía
personal es excesivo o
conflictual y competitivo
frente a los demás. Por eso
es necesario, por parte de
todos, agudizar la mirada de
fe ante dicho cometido, que
debe inspirarse en la
actitud de Jesús siervo que
lava los pies de sus
apóstoles para que tengan
parte en su vida y en su
amor (cf. Jn 13,
1-17).
Es preciso una gran
coherencia por parte de
quienes guían los
Institutos, las provincias
(u otras circunscripciones
del Instituto) o las
comunidades. La persona
llamada a ejercer la
autoridad debe saber que
sólo podrá hacerlo si ella
emprende aquella
peregrinación que lleva a
buscar con intensidad y
rectitud la voluntad de
Dios. Vale para ella el
consejo que san Ignacio de
Antioquía daba a un obispo:
«Nada se haga sin tu
conocimiento, ni tú tampoco
hagas nada sin contar con
Dios».25 La
autoridad debe obrar de
forma que los hermanos o
hermanas se den cuenta de
que ella, cuando manda, lo
hace sólo por obedecer a
Dios.
La veneración por la
voluntad de Dios mantiene a
la autoridad en un estado de
humilde búsqueda, para hacer
que su obrar sea lo más
conforme posible con la
divina voluntad. San Agustín
recuerda que el que obedece
cumple siempre la voluntad
de Dios, no porque la orden
de la autoridad sea siempre
conforme con la voluntad de
Dios, sino porque es
voluntad de Dios que se
obedezca a quien preside.26
Ahora bien, la autoridad,
por su parte, ha de buscar
asiduamente y con ayuda de
la oración y la reflexión,
junto con el consejo de
otros, lo que Dios quiere de
verdad. En caso contrario,
el superior o la superiora,
más que representar a Dios,
se arriesga temerariamente a
ponerse en lugar de Él.
En el intento de hacer la
voluntad de Dios, autoridad
y obediencia no son, pues,
dos realidades distintas ni
muchos menos contrapuestas.
Son dos dimensiones de la
misma realidad evangélica,
del mismo misterio
cristiano; dos modos
complementarios de
participar de la misma
oblación de Cristo.
Autoridad y obediencia están
personificadas en Jesús. Por
eso han de ser entendidas en
relación directa con Él y en
configuración real con Él.
La vida consagrada intenta
simplemente vivir Su
Autoridad y Su
Obediencia.
Algunas prioridades
en el servicio de la
autoridad
13. a) En la vida
consagrada la autoridad es
ante todo autoridad
espiritual.27
Es consciente de haber sido
llamada a servir un ideal
que la supera inmensamente,
un ideal al que sólo es
posible acercarse en un
clima de oración y de
búsqueda humilde que permita
captar la acción del mismo
Espíritu en el corazón de
todos los hermanos o
hermanas. Una autoridad es
«espiritual» cuando se pone
al servicio de lo que el
Espíritu quiere realizar a
través de los dones que
distribuye a cada miembro de
la fraternidad en el marco
del proyecto carismático del
Instituto.
Para poder promover la
vida espiritual, la
autoridad deberá cultivarla
primero en sí misma a través
de una familiaridad orante y
cotidiana con la Palabra de
Dios, con la Regla y las
demás normas de vida, en
actitud de disponibilidad
para escuchar tanto a los
otros como los signos de los
tiempos. «El servicio de
autoridad exige una
presencia constante, capaz
de animar y de proponer, de
recordar la razón de ser de
la vida consagrada, de
ayudar a las personas
encomendadas a vosotros a
corresponder con una
fidelidad siempre renovada a
la llamada del Espíritu».28
b) La autoridad está
llamada a garantizar a su
comunidad el tiempo y la
calidad de la oración,
velando sobre la fidelidad
cotidiana a la misma,
consciente de que se avanza
hacia Dios con el paso,
sencillo y constante, de
cada día y de cada miembro,
y sabiendo que las personas
consagradas pueden ser
útiles a los demás en la
medida en que están unidas a
Dios. Está llamada también a
vigilar para que, empezando
por sí misma, no disminuya
el contacto cotidiano con la
Palabra que «tiene el poder
de edificar» (Hch 20,
32) a cada una de las
personas y comunidades y de
indicar los senderos de la
misión. Recordando el
mandamiento del Señor «haced
esto en memoria mía» (Lc
22, 19), procurará que el
santo misterio del Cuerpo y
la Sangre de Cristo sea
celebrado y venerado como
«fuente» y «cumbre»29
de la comunión con Dios y de
los hermanos y hermanas
entre sí. Celebrando y
adorando el don de la
Eucaristía en obediencia
fiel al Señor, la comunidad
religiosa obtiene
inspiración y fuerza para su
total entrega a Dios, para
ser signo de su amor
gratuito y referencia eficaz
a los bienes futuros.30
c) La autoridad está
llamada a promover la
dignidad de la persona,
prestando atención a cada
uno de los miembros de la
comunidad y a su camino de
crecimiento, haciendo a cada
uno el don de la propia
estima y la propia
consideración positiva,
nutriendo un sincero afecto
para con todos, guardando
con reserva las confidencias
recibidas.
Es oportuno recordar que,
antes de invocar la
obediencia (necesaria), hay
que practicar la caridad
(indispensable). No sólo
eso. Es bueno hacer un uso
apropiado de la palabra
comunión, que no puede
ni debe ser entendida como
una especie de delegación de
la autoridad a la comunidad
(con la invitación implícita
a que cada quien «haga lo
que quiera»), pero tampoco
como una imposición más o
menos velada del propio
punto de vista (que todos
«hagan lo que quiero yo»).
d) La autoridad está
llamada a infundir ánimos y
esperanza en las
dificultades. Igual que
Pablo y Bernabé animaban a
sus discípulos enseñándoles
que «es necesario atravesar
muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios»
(Hch 14, 22), así la
autoridad debe ayudar a
encajar las dificultades de
cada momento recordando que
forman parte de los
sufrimientos que con
frecuencia jalonan el camino
hacia el Reino.
Ante algunas situaciones
difíciles de la vida
consagrada, por ejemplo,
allí donde su presencia
parece debilitarse e incluso
desaparecer, el que guía a
la comunidad deberá recordar
el valor perenne de este
género de vida porque, tanto
hoy como ayer y siempre, no
hay nada más importante,
bello y verdadero que
dedicar la propia vida al
Señor y a sus hijos más
pequeños.
El guía de la comunidad
es como el buen pastor que
entrega su vida por las
ovejas y en los momentos
críticos no retrocede, sino
que se hace presente,
participa en las
preocupaciones y
dificultades de las personas
confiadas a su cuidado,
dejándose involucrar en
primera persona. Y, lo mismo
que el buen samaritano, está
atento para curar las
posibles heridas. En fin,
reconoce humildemente sus
propios límites y la
necesidad que tiene de ayuda
de los demás, no echando en
saco roto los propios
fracasos y derrotas.
e) La autoridad está
llamada a mantener vivo el
carisma de la propia familia
religiosa. El ejercicio
de la autoridad comporta
también el ponerse al
servicio del carisma propio
del Instituto de
pertenencia, custodiándolo
con cuidado y actualizándolo
en la comunidad local o en
la provincia o en todo el
Instituto, según los
proyectos y orientaciones
ofrecidos, en particular,
por los Capítulos generales
(o reuniones análogas).31
Esto exige en la autoridad
un conocimiento adecuado del
carisma del Instituto; un
conocimiento que habrá
asumido en la propia
experiencia personal e
interpretará después en
función de la vida fraterna
en común y de su inserción
en el contexto eclesial y
social.
f) La autoridad está
llamada a mantener vivo el
«sentire cum ecclesia».
También es misión de la
autoridad ayudar a mantener
vivo el sentido de la fe y
de la comunión eclesial en
medio de un pueblo que
reconoce y alaba las
maravillas de Dios, dando
testimonio del gozo de
pertenecerle, en la gran
familia de la Iglesia una,
santa, católica y
apostólica. El compromiso
del seguimiento del Señor no
puede ser una empresa de
navegantes solitarios, sino
que se lleva a cabo en la
barca de Pedro, que resiste
en la tormenta; a esta buena
navegación la persona
consagrada dará la
contribución de una
fidelidad laboriosa y
gozosa.32 La
autoridad, por tanto, debe
recordar que «nuestra
obediencia es creer con la
Iglesia, pensar y hablar con
la Iglesia, servir con ella.
También en esta obediencia
entra siempre lo que Jesús
predijo a Pedro: «Te
llevarán a donde tú no
quieras» (Jn 21, 18).
Este dejarse guiar a donde
no queremos es una dimensión
esencial de nuestro servir y
eso es precisamente lo que
nos hace libres».33
El sentire cum
Ecclesia, que
resplandece en los
fundadores y fundadoras,
implica una auténtica
espiritualidad de comunión,
esto es «una relación
efectiva y afectiva con los
Pastores, ante todo con el
Papa, centro de la unidad de
la Iglesia».34 A
él toda persona consagrada
debe plena y confiada
obediencia, también en
fuerza del mismo voto.35
La comunión eclesial pide,
además, una adhesión fiel al
Magisterio del Papa y de los
Obispos, como testimonio
concreto de amor a la
Iglesia y pasión por su
unidad.36
g) La autoridad está
llamada a acompañar en el
camino de la formación
permanente. Una tarea
que, hoy día, hay que
considerar cada vez más
importante es la de
acompañar a lo largo del
camino de la vida a las
personas que les han sido
confiadas. Ello implica no
sólo ofrecerles ayuda para
resolver eventuales
problemas o superar posibles
crisis, sino también estar
atentos al crecimiento
normal de cada uno en todas
y cada una de las fases y
estaciones de la existencia,
de manera que quede
garantizada esa «juventud de
espíritu que permanece en el
tiempo»,37 y que
hace a la persona consagrada
cada vez más conforme con
los «sentimientos que tuvo
Cristo» (Flp 2, 5).
En consecuencia, será
responsabilidad de la
autoridad mantener alto en
todos el nivel de
disponibilidad ante la
formación, la capacidad de
aprender de la vida, la
libertad — especialmente —
de dejarse formar cada uno
por el otro y sentirse cada
cual responsable del camino
de crecimiento del otro.
Favorecerá para ello el uso
de los instrumentos de
crecimiento comunitario
transmitidos por la
tradición y cada vez más
recomendados hoy día por
quienes tienen experiencia
segura en el campo de la
formación espiritual: puesta
en común de la Palabra,
proyecto personal y
comunitario, discernimiento
comunitario, revisión de
vida, corrección fraterna.38
El servicio de la
autoridad a la luz de las
normas eclesiales
14. En los párrafos
anteriores se ha descrito el
servicio que presta la
autoridad en la vida
consagrada para la búsqueda
de la voluntad del Padre y
se han indicado algunas
prioridades de dicho
servicio.
A fin de que tales
prioridades no se entiendan
como puramente facultativas,
conviene recordar los
caracteres peculiares que
reviste el ejercicio de la
autoridad, según el Código
de Derecho Canónico.39
En tal modo, las normas de
la Iglesia expresan
sintéticamente los rasgos
evangélicos de la potestad
que ejercen los superiores
religiosos a varios niveles.
a) Obediencia del
Superior. Partiendo de
la naturaleza característica
que corresponde a la
autoridad eclesial, el
Código recuerda al superior
religioso que está llamado,
ante todo, a ser el primer
obediente. En virtud del
oficio asumido, debe
obediencia a la ley de Dios,
de quien procede su
autoridad y a quien deberá
rendir cuenta en conciencia,
a la ley de la Iglesia, al
Romano Pontífice y al
derecho proprio de su
Instituto.
b) Espíritu de
servicio. Después de
haber confirmado el origen
carismático y la mediación
eclesial de la autoridad
religiosa, se insiste en que
la autoridad del superior
religioso, como toda
autoridad en la Iglesia,
debe caracterizarse por el
espíritu de servicio, a
ejemplo de Cristo que «no ha
venido a ser servido sino a
servir» (Mc 10,45).
En particular se indican
algunos aspectos del
espíritu de servicio, cuya
fiel observancia hará que
los superiores, cumpliendo
su proprio encargo, sean
reconocidos «dóciles a la
voluntad de Dios».40
Todo superior o
superiora, hermano entre los
hermanos o hermana entre las
hermanas, está llamado a
hacer sentir el amor con que
Dios ama a sus hijos,
evitando, por un lado, toda
actitud de dominio y, por
otro, toda forma de
paternalismo o maternalismo.
Esto será posible por la
confianza puesta en la
responsabilidad de los
hermanos, «suscitando su
obediencia voluntaria en el
respeto de la persona
humana»,41 y a
través del diálogo,
teniendo presente que la
adhesión debe realizarse «en
espíritu de fe y de amor,
para seguir a Cristo
obediente»,42 y
no por otras motivaciones.
c) Solicitud pastoral.
El Código indica como
fin primario de la potestad
religiosa «edificar una
comunidad fraterna en
Cristo, en la cual, por
encima de todo, se busque y
se ame a Dios».43
Por tanto, en la comunidad
religiosa la autoridad es
esencialmente pastoral en
cuanto está por completo
ordenada a la construcción
de la vida fraterna en
comunidad, según la
identidad eclesial propia de
la vida consagrada.44
Los medios principales
que el superior debe
utilizar para conseguir tal
finalidad primaria se deben
necesariamente fundar en la
fe; son, sobre todo, la
escucha de la Palabra de
Dios y la celebración de la
Liturgia.
Finalmente, se definen
algunos ámbitos de
particular solicitud por
parte de los superiores
hacia los hermanos y las
hermanas: «ayúdenles
convenientemente en sus
necesidades personales,
cuiden con solicitud y
visiten a los enfermos,
corrijan a los revoltosos,
consuelen a los pusilánimes
y tengan paciencia con
todos».45
En misión con la
libertad de los hijos de
Dios
15. No es nada raro que
la misión se dirija hoy a
personas preocupadas por la
propia autonomía, celosas de
su libertad y temerosas de
perder su independencia.
La persona consagrada,
con su misma existencia,
muestra la posibilidad de un
camino distinto de
realización de la propia
vida; un camino donde Dios
es la meta, su Palabra la
luz y su voluntad la guía;
un camino en que se avanza
con serenidad, sabiéndose
seguros de estar sostenidos
por las manos de un Padre
acogedor y providente; donde
uno está acompañado de
hermanos y hermanas y
empujado por el Espíritu,
que quiere y puede saciar
los deseos sembrados por el
Padre en el corazón de cada
uno.
Es ésta la primera misión
de la persona consagrada:
testimoniar la libertad de
los hijos de Dios, una
libertad modelada sobre la
de Cristo, el hombre libre
para servir a Dios y a los
hermanos. Y, junto con ello,
deberá decir con su propio
ser que el Dios que ha
plasmado a la criatura
humana a partir del barro
(cf. Gn 2, 7.22) y la
ha tejido en el seno de su
madre (cf. Sal 138,
13), puede también plasmar
su vida modelándola sobre la
de Cristo, hombre nuevo y
perfectamente libre.
SEGUNDA PARTE
AUTORIDAD Y OBEDIENCIA
EN LA VIDA FRATERNA
«Uno solo es vuestro maestro y
todos vosotros sois hermanos»
(Mt 23, 8)
El mandamiento
nuevo
16. A todos aquellos que
buscan a Dios les es dado,
además del mandamiento
«amarás al Señor tu Dios con
todo el corazón, con toda el
alma y con toda la mente»,
un segundo mandamiento
«semejante al primero»:
«amarás al prójimo como a ti
mismo» (Mt 22,
37-39). Más aún, añade el
Señor Jesús: «Amaos como yo
os he amado», pues por la
calidad de vuestro amor
«reconocerán que sois mis
discípulos» (Jn 13,
34-35). La construcción de
comunidades fraternas
constituye uno de los
compromisos fundamentales de
la vida consagrada; a ello
están llamados a dedicarse
los miembros de la
comunidad, movidos por el
mismo amor que el Señor ha
derramado en sus corazones.
Porque, en efecto, la vida
fraterna en comunidad es un
elemento constitutivo de la
vida religiosa y signo
elocuente de los efectos
humanizadores de la
presencia del Reino de Dios.
Si es verdad que no se
dan comunidades
significativas sin amor
fraterno, también lo es que
una visión correcta de la
obediencia y la autoridad
puede ofrecer una ayuda
válida para vivir en la vida
cotidiana el mandamiento del
amor, especialmente cuando
se trata de afrontar
problemas concernientes a la
relación entre persona y
comunidad.
La autoridad al
servicio de la comunidad, y
ésta al servicio del Reino
17. «Todos los que son
guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios» (Rm
8, 14): por
consiguiente, somos hermanas
y hermanos en la medida en
que Dios es el Padre que con
su Espíritu guía a la
comunidad de hermanas y
hermanos y los configura con
su Hijo.
En este plan se inserta
el papel de la autoridad.
Los superiores y superioras,
en unión con las personas
que les han sido confiadas,
están llamados a edificar en
Cristo una comunidad
fraterna en la cual se
busque a Dios y se le ame
sobre todas las cosas,
realizando su proyecto
redentor.46 Por
tanto, a imitación del Señor
Jesús que lavó los pies de
sus discípulos, la autoridad
está al servicio de la
comunidad para que, a su
vez, ésta se ponga al
servicio del Reino (cf.
Jn 13, 1-17). Ejercer la
autoridad en medio de los
hermanos significa servirles
a ejemplo de Aquél que «ha
dado su vida en rescate por
muchos» (Mc 10, 45),
para que también éstos den
su vida.
Sólo si el superior, por
su parte, vive en obediencia
a Cristo y en sincera
observancia de la Regla,
pueden comprender los
miembros de la comunidad que
su obediencia a él no sólo
no es contraria a la
libertad de los hijos de
Dios, sino que la hace
madurar en conformidad con
Cristo, obediente al Padre.47
Dóciles al Espíritu
que conduce a la unidad
18. Una misma llamada de
Dios ha reunido a los
miembros de una comunidad o
Instituto (cf. Col 3,
15) y una única voluntad de
buscar a Dios sigue
guiándolos. «La vida de
comunidad es, de modo
particular, signo, ante la
Iglesia y la sociedad, del
vínculo que surge de la
misma llamada y de la
voluntad común de
obedecerla, por encima de
cualquier diversidad de raza
y de origen, de lengua y
cultura. Contra el espíritu
de discordia y división, la
autoridad y la obediencia
brillan como un signo de la
única paternidad que procede
de Dios, de la fraternidad
nacida del Espíritu, de la
libertad interior de quien
se fía de Dios a pesar de
los límites humanos de los
que lo representan».48
El Espíritu hace a cada
uno disponible para el
Reino, aun en la diferencia
de dones y funciones (cf.
1 Co 12, 11). La
obediencia a su acción
unifica a la comunidad en el
testimonio de su presencia,
hace gozosos los pasos de
todos (cf. Sal 36,
23) y se convierte en
fundamento de la vida
fraterna, en la cual todos
obedecen aun teniendo
obligaciones distintas. La
búsqueda de la voluntad de
Dios y la disponibilidad a
cumplirla es el cemento
espiritual que salva al
grupo de la fragmentación
que podría derivarse de las
muchas subjetividades,
cuando éstas están faltas de
un principio de unidad.
Para una
espiritualidad de comunión y
una santidad comunitaria
19. En estos últimos
años, una concepción
antropológica renovada ha
puesto mucho más de
manifiesto la importancia de
la dimensión relacional del
ser humano. Esta concepción
encuentra amplio respaldo en
la imagen de la persona
humana que emerge de las
Escrituras, y, sin duda, ha
ejercido un gran influjo en
el modo de concebir la
relación en el seno de las
comunidades religiosas, a
las que hace más atentas al
valor de la apertura al
otro, a la fecundidad de la
relación con la diversidad y
al enriquecimiento que de
ello deriva para todos.
Dicha antropología
relacional ha ejercido
también un influjo cuando
menos indirecto, como hemos
recordado, sobre la
espiritualidad de comunión,
y ha contribuido a
renovar el concepto de
misión entendida como
compromiso compartido con
todos los miembros del
pueblo de Dios, en un
espíritu de colaboración y
corresponsabilidad. La
espiritualidad de comunión
se presenta como el clima
espiritual de la Iglesia a
comienzos del tercer milenio
y por tanto como tarea
activa y ejemplar de la vida
consagrada a todos los
niveles. Es el camino real
para un futuro de vida
creyente y testimonio
cristiano, que halla su
referencia irrenunciable en
el misterio eucarístico,
cuya centralidad reconoce
cada vez con mayor
convencimiento. Precisamente
porque «la Eucaristía es
constitutiva del ser y del
actuar de la Iglesia» y «se
muestra así en las raíces de
la Iglesia como misterio de
comunión».49
Santidad y misión pasan
por la comunidad, ya que el
Señor resucitado se hace
presente en ella y a través
de ella,50
haciéndola santa y
santificando las relaciones
que en ella se dan. ¿Acaso
no ha prometido Jesús estar
presente donde dos o tres se
reúnan en su nombre? (cf.
Mt 18, 20). De esta
forma, el hermano y la
hermana se convierten en
sacramento de Cristo y del
encuentro con Dios, en
posibilidad concreta de
poder vivir el mandamiento
del amor recíproco. Y así el
camino de la santidad se
hace recorrido que toda la
comunidad realiza junta; no
sólo camino del individuo,
sino experiencia comunitaria
cada vez más: en la acogida
recíproca; en la condivisión
de dones, sobre todo el don
del amor, el perdón y la
corrección fraterna; en la
búsqueda común de la
voluntad del Señor, rico de
gracia y misericordia; en la
disponibilidad de cada uno a
hacerse cargo del camino del
otro.
En el clima cultural de
hoy la santidad comunitaria
es testimonio convincente,
quizá más que la del
individuo, porque manifiesta
el valor perenne de la
unidad, don que nos ha
dejado el Señor Jesús. Así
aparece con particular
evidencia en las comunidades
internacionales e
interculturales, que
requieren altos niveles de
acogida y diálogo.
Papel de la
autoridad en el crecimiento
de la fraternidad
20. El crecimiento de la
fraternidad es fruto de una
caridad «ordenada». Por eso,
«es necesario que el derecho
propio sea lo más exacto
posible al establecer las
varias competencias dentro
de la comunidad, las de los
diversos Consejos, los
responsables sectoriales y
el propio Superior. La poca
claridad en este sector es
fuente de confusión y de
conflicto. E, igualmente,
los «proyectos
comunitarios», que pueden
favorecer la participación
en la vida comunitaria y en
la misión en los distintos
contextos, deberían
preocuparse de definir bien
el papel y las competencias
de la autoridad, siempre
respetando las
Constituciones».51
Dentro de este cuadro, la
autoridad promueve el
crecimiento de la vida
fraterna a través de: el
servicio de la escucha y del
diálogo; la creación de un
clima favorable a la
condivisión y la
corresponsabilidad; la
participación de todos en
las cosas de todos; el
servicio equilibrado a los
individuos y a la comunidad;
el discernimiento y la
promoción, en fin, de la
obediencia fraterna.
a) El servicio de la
escucha
El ejercicio de la
autoridad comporta escuchar
de buena gana a las personas
que el Señor le ha confiado.52
San Benito insiste sobre
ello: «El abad convocará a
toda la comunidad»; «sean
todos convocados a consejo»,
«porque muchas veces el
Señor revela al más joven lo
que es mejor».53
La escucha es uno de los
ministerios principales del
superior, para el que
siempre debería estar
disponible, sobre todo con
quien se siente aislado y
necesitado de atención.
Porque, en efecto, escuchar
significa acoger al otro
incondicionalmente, darle
espacio en el propio
corazón. Por eso la escucha
transmite afecto y
comprensión, da a entender
que el otro es apreciado y
que su presencia y su
parecer son tenidos en
consideración.
El que preside debe
recordar que quien no sabe
escuchar al hermano o a la
hermana tampoco sabe
escuchar a Dios; que una
escucha atenta permite
coordinar mejor las energías
y dones que el Espíritu ha
dado a la comunidad, así
como tener presente, a la
hora de las decisiones, los
límites y dificultades de
algún miembro. El tiempo
dedicado a la escucha no es
nunca tiempo perdido; antes
bien, la escucha puede
prevenir crisis y momentos
difíciles tanto en el plano
individual como en el
comunitario.
b) La creación de un
clima favorable al diálogo,
la participación y la
corresponsabilidad
La autoridad deberá
preocuparse de crear un
ambiente de confianza,
promoviendo el
reconocimiento de las
capacidades y sensibilidades
de cada uno. Y fomentará,
además, de palabra y obra,
la convicción de que la
fraternidad exige
participación y por tanto
información.
Junto con la escucha,
propiciará el diálogo
sincero y libre para
compartir sentimientos,
perspectivas y proyectos; en
este clima, cada uno podrá
ver reconocida su identidad
y mejorar las propias
capacidades relacionales. Y
no temerá aceptar y asumir
los problemas que fácilmente
aparecen cuando se busca
juntos, se decide juntos, se
trabaja juntos, se emprende
juntos las mejores rutas
para llevar a efecto una
fecunda colaboración; antes,
al contrario, indagará las
causas de los posibles
malestares e
incomprensiones, sabiendo
proponer remedios,
compartidos lo más posible.
En fin, se comprometerá a
hacer superar cualquier
forma de infantilismo y a
desalentar todo intento de
evitar responsabilidades o
eludir compromisos gravosos,
así como de cerrarse en el
propio mundo y en los
propios intereses o de
trabajar en solitario.
c) Inculcar la
contribución de todos en los
asuntos comunes
El que preside es el
responsable de la decisión
final,54 pero
debe llegar a ella no él
solo o ella sola, sino
valorando lo más posible la
aportación libre de todos
los hermanos y hermanas. La
comunidad es como la hacen
sus miembros; por tanto será
fundamental estimular y
motivar la contribución de
todas las personas para que
todas sientan el deber de
dar su propia aportación de
caridad, competencia y
creatividad. Y así todos los
recursos humanos deben ser
potenciados y hechos
converger en el proyecto
comunitario, motivándolos y
respetándolos.
No basta poner en común
los bienes materiales; más
significativa es la comunión
de bienes y de capacidades
personales, de dotes y
talentos, de intuiciones e
inspiraciones y — lo que es
todavía más fundamental y
más de promover — la
condivisión de bienes
espirituales, de la escucha
de la Palabra de Dios, de la
fe: «El vínculo de
fraternidad es tanto más
fuerte cuanto más central y
vital es lo que se pone en
común».55
No todos, probablemente,
estarán de entrada bien
dispuestos para este tipo de
condivisión: ante posibles
resistencias, lejos de
renunciar al proyecto, la
autoridad buscará equilibrar
sabiamente la invitación a
la comunión dinámica y
emprendedora con el arte de
la paciencia, sin aspirar a
ver frutos inmediatos de los
propios esfuerzos. Y
reconocerá que Dios es el
único Señor que puede tocar
y cambiar el corazón de las
personas.
d) Al servicio del
individuo y de la comunidad
Al encomendar las
distintas tareas, la
autoridad deberá tener en
cuenta la personalidad de
cada hermano o hermana, sus
dificultades y
predisposiciones, para
permitir a cada uno,
respetando siempre la
libertad de todos, sacar
partido a los propios dones;
al mismo tiempo, deberá
considerar necesariamente el
bien de la comunidad y el
servicio a la obra que ésta
tiene confiada.
No siempre será fácil
compaginar todas estas
finalidades. Entonces será
indispensable el equilibrio
de la autoridad; equilibrio
que se manifiesta tanto en
la capacidad de captar lo
positivo de cada uno y
utilizar lo mejor posible
las fuerzas disponibles,
como en la rectitud de
intención que la haga
interiormente libre. No
aparezca demasiado
preocupada de agradar y
complacer, sino muestre
claramente el verdadero
significado de la misión
para la persona consagrada,
significado que no puede
limitarse a valorar sólo las
dotes de cada uno.
Ahora bien, será
igualmente indispensable que
la persona consagrada acepte
con espíritu de fe, como
recibida de las manos del
Padre, la tarea encomendada,
incluso cuando no es
conforme a sus deseos y
expectativas o a su modo de
entender la voluntad de
Dios. Pueden expresar las
propias dificultades
(incluso manifestándolas con
franqueza como una
contribución a la verdad),
mas obedecer en estos casos
significa someterse a la
decisión final de la
autoridad, con el
convencimiento de que tal
obediencia es una aportación
preciosa, aunque costosa, a
la edificación del Reino.
e) El discernimiento
comunitario
«En la fraternidad
animada por el Espíritu,
cada uno entabla con el otro
un diálogo preciso para
descubrir la voluntad del
Padre, y todos reconocen en
quien preside la expresión
de la paternidad de Dios y
el ejercicio de la autoridad
recibida de Él, al servicio
del discernimiento y de la
comunión».56
Algunas veces, cuando el
derecho propio lo prevé o
cuando lo requiere la
importancia de la decisión a
tomar, se confía la búsqueda
de una respuesta adecuada al
discernimiento comunitario,
en el cual se trata de
escuchar lo que el Espíritu
dice a la comunidad (cf.
Ap 2, 7).
Si este discernimiento se
reserva para las decisiones
más importantes, el espíritu
del discernimiento debería
caracterizar todo proceso de
toma de decisiones que tenga
que ver con la comunidad. En
ese caso, antes de tomar la
decisión correspondiente,
nunca debería faltar un
tiempo de oración y de
reflexión personal, así como
una serie de actitudes
importantes para elegir
juntos lo que sea justo y
agradable a Dios. He aquí
algunas de ellas:
– la determinación de no
buscar más que la voluntad
divina, dejándose inspirar
por el modo de obrar de Dios
manifestado en las Sagradas
Escrituras y en la historia
del Instituto, siendo bien
conscientes además de que
con frecuencia la lógica
evangélica «trastorna» la
lógica humana, que busca el
éxito, la eficiencia, el
reconocimiento;
– la disponibilidad a
reconocer en cada hermano o
hermana la capacidad de
conocer la verdad, aunque
sea parcialmente, y por lo
mismo aceptar su parecer
como mediación para
descubrir juntos la voluntad
de Dios, llegando incluso a
valorar las ideas de otros
como mejores que las
propias;
– la atención a los
signos de los tiempos, a las
expectativas de la gente, a
las exigencias de los
pobres, a las urgencias de
la evangelización, a las
prioridades de la Iglesia
universal y de la
particular, a las
indicaciones de los
Capítulos y de los
superiores mayores;
– el estar libres de
prejuicios, de apegos
excesivos a las propias
ideas, de esquemas de
percepción rígidos o
distorsionados, de
alineamientos que exasperan
la diversidad de puntos de
vista;
– la valentía para dar
razón de las propias ideas y
posiciones, pero al mismo
tiempo abrirse a nuevas
perspectivas y modificar el
propio punto de vista;
– el firme propósito de
mantener siempre la unidad,
sea cual sea la decisión
final.
El discernimiento
comunitario no sustituye la
naturaleza y el papel de la
autoridad, a la cual está
reservada la decisión final;
ahora bien, la autoridad no
puede ignorar que la
comunidad es el lugar
privilegiado para reconocer
y acoger la voluntad de
Dios. En cualquier caso, el
discernimiento es uno de los
momentos más significativos
de la fraternidad
consagrada; en él resalta
con particular claridad la
centralidad de Dios en
cuanto fin último de la
búsqueda de todos, así como
la responsabilidad y
aportación de cada uno en el
camino de todos hacia la
verdad.
f) Discernimiento,
autoridad y obediencia
La autoridad deberá ser
paciente en el delicado
proceso del discernimiento,
que intentará garantizar en
sus fases y sostener en los
momentos críticos; y será
firme a la hora de pedir la
puesta en práctica de cuanto
se decidió. Estará atenta
para no abdicar de las
propias responsabilidades,
con la excusa quizá de
preservar la tranquilidad o
por miedo a herir la
susceptibilidad de alguien.
Sentirá la responsabilidad
de no inhibirse ante
situaciones en las que hay
que tomar decisiones claras
y, tal vez, desagradables.57
Es justamente el amor
verdadero a la comunidad lo
que le permite a la
autoridad armonizar firmeza
y paciencia, escucha de
todos y coraje para decidir,
superando la tentación de
ser sorda y muda.
Hay que notar,
finalmente, que una
comunidad no puede estar en
continuo estado de
discernimiento. Tras la
etapa de discernimiento
viene la de la obediencia, o
sea, la de poner en
ejecución lo decidido: en
una y en otra hay que vivir
con espíritu obediente.
g) La obediencia
fraterna
Al final de su Regla,
afirma san Benito: «El bien
de la obediencia no sólo han
de prestarlo todos a la
persona del abad, porque
también han de obedecerse
los hermanos unos a otros,
seguros de que por este
camino de la obediencia
llegarán a Dios».58
«Se anticiparán unos a otros
en las señales de honor».
«Se tolerarán con suma
paciencia sus debilidades,
tanto físicas como morales.
Se emularán en obedecerse
unos a otros. Nadie buscará
lo que juzgue útil para sí,
sino, más bien, para los
otros».59
Y san Basilio Magno se
pregunta: «¿En qué modo es
necesario obedecerse los
unos a los otros?» Y
responde: «Como los siervos
a los amos, según nos ordenó
el Señor: Quien quiera ser
grande entre vosotros, sea
el último de todos y el
siervo de todos (cf. Mc
10, 44); después añade estas
palabras aún más
impresionantes: «Como el
Hijo del hombre no ha venido
para ser servido, sino para
servir» (Mc 10,
45); y de acuerdo con cuanto
dice el Apóstol: «Por el
amor del Espíritu, sed
siervos los unos de los
otros» (Gal 5,
13)».60
La verdadera fraternidad
se fundamenta en el
reconocimiento de la
dignidad del hermano o la
hermana, y se lleva a cabo
en la atención al otro y a
sus necesidades, así como en
la capacidad de alegrarse
por sus dones y logros, en
el poner a su disposición el
propio tiempo para escuchar
y dejarse iluminar. Pero
todo esto exige ser
interiormente libres.
Ciertamente no es libre
el que está convencido de
que sus ideas y soluciones
son siempre las mejores; el
que cree poder decidir solo,
sin falta de mediaciones que
le muestren la voluntad
divina; el que siempre tiene
la razón y no duda de que
son los otros quienes deben
cambiar; el que solamente
piensa en sus cosas y no se
interesa por las necesidades
de los demás; el que piensa
que la obediencia es cosa de
otros tiempos y algo
impresentable en nuestro
mundo desarrollado.
Y, al contrario, es libre
la persona que de forma
continua vive en tensión
para captar, en las
situaciones de la vida y
sobre todo en la gente que
vive a su alrededor, una
mediación de la voluntad del
Señor, por misteriosa que
sea. Para esto «nos ha
liberado Cristo, para que
seamos libres» (Ga 5,
1). Nos ha liberado para que
podamos encontrar a Dios por
los innumerables senderos de
la existencia de cada día.
«El primero entre
vosotros se hará vuestro
esclavo» (Mt 20,
27)
21. Por más que, hoy,
asumir las responsabilidades
propias de la autoridad
pueda parecer una carga
particularmente gravosa, que
requiere la humildad de
hacerse siervo o sierva de
los otros, sin embargo
siempre será bueno recordar
las graves palabras que el
Señor Jesús dirige a quienes
están tentados de revestir
su autoridad de prestigio
mundano: «el que entre
vosotros quiera ser el
primero, que sea vuestro
esclavo, igual que el Hijo
del hombre, que no ha venido
para ser servido, sino para
servir y dar su vida en
rescate por muchos» (Mt
20, 27-28).
El que en el propio
oficio busca un medio para
hacerse notar o afirmarse,
para hacerse servir o
esclavizar, se pone
abiertamente fuera del
modelo evangélico de
autoridad. En este contexto
merecen atención las
palabras que san Bernardo
dirigía a un discípulo suyo
elegido sucesor de Pedro:
«Mira si has progresado en
virtud, sabiduría,
conocimiento y en moderación
de costumbres (...) más
insolente o más humilde; más
afable o más áspero; más
asequible o más inexorable
(...) más temeroso de Dios o
más confiado de lo
conveniente».61
La obediencia no es fácil
ni siquiera en las mejores
condiciones; pero se hace
más llevadera cuando la
persona consagrada ve que la
autoridad se pone al
servicio humilde y diligente
de la fraternidad y la
misión: una autoridad que,
aun con todos los límites
humanos, intenta con su
acción representar las
actitudes y sentimientos del
Buen Pastor.
«Ruego también a la que
tenga el cargo de las
hermanas — son palabras de
santa Clara de Asís en su
testamento — que se esmere
por presidir a las demás con
las virtudes y santas
costumbres, antes que por el
oficio; a fin de que,
movidas las hermanas con su
ejemplo, le obedezcan no
tanto por deber cuanto por
amor».62
La vida fraterna
como misión
22. Las personas
consagradas, bajo la guía de
la autoridad, están llamadas
a plantearse con frecuencia
el mandamiento nuevo, el
mandamiento que renueva
todas las cosas: «Amaos como
yo os he amado» (Jn
15, 12).
Amarse como el Señor ha
amado significa ir más allá
del mérito personal de los
hermanos y hermanas;
significa obedecer no a los
propios deseos sino a Dios,
que habla a través del modo
de ser y las necesidades de
los hermanos y hermanas. Es
preciso recordar que el
tiempo dedicado a mejorar la
calidad de la vida fraterna
no es tiempo perdido,
porque, como ha subrayado
repetidamente el recordado
papa Juan Pablo II, «toda la
fecundidad de la vida
religiosa depende de la
calidad de vida fraterna».63
El esfuerzo por formar
comunidades fraternas no es
sólo preparación para la
misión, sino parte
integrante de ella, desde el
momento que «la comunión
fraterna en cuanto tal es ya
apostolado».64
Estar en misión como
comunidades que construyen a
diario la fraternidad, en la
continua búsqueda de la
voluntad de Dios, equivale a
afirmar que en el
seguimiento al Señor Jesús
es posible realizar la
convivencia humana de un
modo nuevo y humanizador.
TERCERA PARTE
EN
MISIÓN
«Como el Padre me ha enviado a mí,
también yo os envío a vosotros»
(Jn 20, 21)
En misión con todo
el propio ser, como Jesús,
el Señor
23. Con su misma forma de
vida, el Señor Jesús nos
hace comprender que
misión y obediencia
se implican mutuamente. En
los evangelios Jesús se
presenta siempre como «el
enviado del Padre para hacer
su voluntad» (cf. Jn
5, 36-38; 6, 38-40; 7,
16-18); Él hace siempre lo
que le agrada al Padre.
Puede decirse que toda la
vida de Jesús es misión del
Padre. Él es la
misión del Padre.
Lo mismo que el Verbo ha
venido en misión al
encarnarse en una humanidad
que se ha dejado asumir
totalmente, así también
nosotros colaboramos en la
misión de Cristo y le
permitimos llevarla a pleno
cumplimiento sobre todo
acogiéndolo a Él,
haciéndonos espacio de su
presencia y, por ello,
continuación de su vida en
la historia, para dar así a
los demás la posibilidad de
encontrarlo.
Considerando que Cristo,
en su vida y su obra, ha
sido el amén (cf.
Ap 3, 14), el sí
(cf. 2 Co 1, 20)
perfecto dicho al Padre, y
que decir sí no
significa otra cosa que
obedecer, es imposible
pensar en la misión si no es
en relación con la
obediencia. Vivir la misión
implica siempre ser
mandados, y esto supone la
referencia tanto al que
envía como al contenido de
la misión a realizar. Por
esto, sin referencia a la
obediencia el mismo término
de misión se hace
difícilmente comprensible y
corre el peligro de
reducirse a algo relativo
sólo a uno mismo. Siempre
existe el peligro de reducir
la misión a una
profesión que se ejerce con
vistas a la propia
realización y que, por
consiguiente, uno desempeña
por cuenta propia.
En misión para
servir
24. San Ignacio de Loyola
escribe en sus Ejercicios
que el Señor llama a todos y
dice: «quien quisiere venir
conmigo ha de trabajar
conmigo, porque, siguiéndome
en la pena también me siga
en la gloria».65
Hoy, igual que ayer, la
misión encuentra grandes
dificultades, que sólo
pueden afrontarse con la
gracia que viene del Señor,
siendo conscientes, con
humildad y fortaleza, de
haber sido enviados por Él y
contar por eso mismo con su
ayuda.
Gracias a la obediencia
se tiene la certeza de
servir al Señor, de ser
«siervos y siervas del
Señor» en el obrar y en el
sufrir. Esta certeza es
fuente de compromiso
incondicional, de fidelidad
tenaz, de serenidad
interior, de servicio
desinteresado, de entrega de
las mejores energías. «Quien
obedece tiene la garantía de
estar en misión, siguiendo
al Señor y no buscando los
propios deseos y
expectativas. Así es posible
sentirse guiados por el
Espíritu del Señor y
sostenidos, incluso en medio
de grandes dificultades, por
su mano segura (cf. Hch
20, 22)».66
Se está en misión cuando,
lejos de perseguir la
autoafirmación, ante todo se
deja uno conducir por el
deseo de realizar la
adorable voluntad de Dios.
Este deseo es el alma de la
oración («Venga a nosotros
tu Reino, hágase tu
voluntad») y la fuerza del
apóstol. La misión exige
comprometer todas las
cualidades y talentos
humanos, los cuales
concurren a la salvación
cuando están inmersos en el
río de la voluntad de Dios,
que arrastra las cosas
pasajeras hasta el océano de
las realidades eternas,
donde Dios, felicidad sin
límites, será todo en todos
(cf. 1 Co 15, 28).
Autoridad y misión
25. Todo eso implica
reconocer a la autoridad un
papel importante en relación
con la misión, dentro de la
fidelidad al propio carisma;
una función nada simple ni
exenta de dificultades y
equívocos. En el pasado el
riesgo venía de una
autoridad prevalentemente
orientada a la gestión de
las obras, con peligro de
descuidar a las personas;
hoy, en cambio, el riesgo
puede venir del excesivo
temor, por parte de la
autoridad, de herir
susceptibilidades
personales, o de una
fragmentación de
competencias y
responsabilidades que
debiliten la convergencia
hacia el objetivo común y
desvanezcan la intervención
de la autoridad.
Ahora bien, la autoridad
no es responsable tan sólo
de la animación de la
comunidad; tiene también la
función de coordinar las
varias competencias
relativas a la misión,
respetando siempre los roles
y de acuerdo con las normas
internas del Instituto. Si,
ciertamente, la autoridad no
puede (ni debe) hacer todo,
sí es la responsable última
del conjunto.67
Actualmente son múltiples
los retos que la autoridad
afronta en su papel de
coordinar energías con
vistas a la misión. También
aquí elencamos algunas
tareas que consideramos
importantes en el servicio
del superior:
a) Anima a asumir
responsabilidades y las
respeta una vez asumidas
Las responsabilidades
pueden suscitar en algunos
un sentido de temor. Por
consiguiente, es necesario
que la autoridad transmita a
sus colaboradores la
fortaleza cristiana y el
ánimo para afrontar las
dificultades, superando el
miedo y la tendencia a
inhibirse.
Se apresurará a compartir
no sólo las informaciones,
sino también las
responsabilidades,
comprometiéndose a respetar
a cada uno dentro de su
justa autonomía. Lo cual
lleva consigo, por parte de
la autoridad, un paciente
trabajo de coordinación y,
por parte de los demás
consagrados, estar
sinceramente dispuestos a
colaborar.
La autoridad debe «estar»
cuando hace falta, para
favorecer en los miembros de
la comunidad el sentido de
interdependencia, lejos
tanto de la dependencia
infantil cuanto de la
independencia
autosuficiente. Esta
interdependencia es fruto de
aquella libertad interior
que permite a todos trabajar
y colaborar, sustituir y ser
sustituido, ser protagonista
y ofrecer la propia
aportación incluso
manteniéndose en un segundo
plano.
Quien ejerce el servicio
de la autoridad se guardará
de ceder a la tentación de
la autosuficiencia personal,
o sea de creer que todo
depende de él o de ella, y
que no es tan importante o
útil favorecer la
participación coral
comunitaria; porque es mejor
dar un paso juntos que dos
(o incluso más) solos.
b) Invita a afrontar
las diversidades en espíritu
de comunión
Los rápidos cambios
culturales en curso no sólo
provocan transformaciones
estructurales que repercuten
sobre las actividades y
sobre la misión; también
pueden dar lugar a tensiones
en el seno de las
comunidades, en las que
distintos tipos de formación
cultural o espiritual llevan
a lecturas diversas de los
signos de los tiempos y, en
consecuencia, desembocan en
proyectos diferentes que no
siempre son conciliables.
Estas situaciones pueden ser
más frecuentes hoy que en el
pasado, dado que aumenta el
número de comunidades
constituidas por personas
provenientes de etnias o
culturas diversas y, por
otra parte, se acentúan las
diferencias generacionales.
La autoridad está llamada a
servir con espíritu de
comunión también a estas
comunidades integradas por
componentes tan variados,
ayudándolas a ofrecer, en un
mundo marcado por múltiples
divisiones, el testimonio de
que es posible vivir juntos
y amarse aun siendo
distintos. Según esto,
deberá tener bien claros
algunos principios
teórico-prácticos:
– recordar que, según el
espíritu del evangelio, la
diversidad en las ideas no
debe convertirse nunca en
conflicto de personas;
– insistir en que la
pluralidad de perspectivas
ayuda a profundizar los
asuntos;
– favorecer la
comunicación, de forma que
el libre intercambio de
ideas aclare las posiciones
y haga emerger la
contribución positiva de
cada uno;
– ayudar a liberarse del
egocentrismo y del
etnocentrismo, que tienden a
achacar a los demás las
causas de los males, para
llegar a la mutua
comprensión;
– hacerse conscientes de
que lo ideal no es tener una
comunidad sin conflictos,
sino una comunidad que
acepta afrontar las propias
tensiones, con el objeto de
resolverlas, buscando
soluciones que no ignoren
ninguno de los valores que
sirven de referencia.
c) Mantiene el
equilibrio entre las varias
dimensiones de la vida
consagrada
Porque, efectivamente,
puede haber tensiones entre
ellas, y la autoridad debe
velar para que quede a salvo
la unidad de vida y se
respete lo más posible el
equilibrio entre el tiempo
dedicado a la oración y el
dedicado al trabajo, entre
individuo y comunidad, entre
actividad y descanso, entre
atención a la vida común y
atención al mundo y a la
Iglesia, entre formación
personal y formación
comunitaria.68
Uno de los equilibrios
más delicados es el que debe
haber entre comunidad y
misión, entre vida ad
intra y vida ad
extra.69 Dado
que normalmente la urgencia
de los quehaceres puede
llevar a descuidar las cosas
relativas a la comunidad, y
que cada vez con mayor
frecuencia hoy somos
llamados a tareas de tipo
individual, es oportuno que
se respeten algunas normas
obligadas que garanticen al
mismo tiempo un espíritu de
fraternidad en la comunidad
apostólica y una
sensibilidad apostólica en
la vida fraterna.
Es importante que la
autoridad sea garante de
estas normas y recuerde a
todos y cada uno que, cuando
una persona de la comunidad
está en misión o cumple
cualquier servicio
apostólico, aunque lo haga
solo, actúa siempre en
nombre del Instituto o de la
comunidad; más aún,
obra gracias a la comunidad.
De hecho, con frecuencia, si
esta persona puede
desempeñar esa actividad es
porque alguien de la
comunidad le ha dedicado su
tiempo, o le ha dado un
consejo, o le ha transmitido
un cierto espíritu; con
frecuencia, otros permanecen
en la comunidad y
posiblemente lo sustituyen
en determinadas tareas de
casa, o piden por ella, o la
sostienen con su propia
fidelidad.
Por consiguiente, es
preciso no sólo que el
apóstol esté
profundamente agradecido,
sino que permanezca
estrechamente unido a su
comunidad en todo lo que
hace; que no se lo apropie,
y que se esfuerce a toda
costa en caminar juntos,
esperando, si fuera
necesario, a quienes avanzan
más lentamente, valorando la
aportación de cada uno,
compartiendo lo más posible
gozos y fatigas, intuiciones
e incertidumbres, de manera
que todos sientan como
propio el apostolado de los
demás, sin envidias ni
celotipias. Esté seguro el
apóstol de que, por más que
él dé a la comunidad, nunca
igualará lo que de ella ha
recibido o está recibiendo.
d) Tiene un corazón
misericordioso
San Francisco de Asís, en
una carta conmovedora a un
ministro/ superior, daba las
siguientes instrucciones
sobre posibles debilidades
personales de sus frailes:
«Y en esto quiero conocer
que amas al Señor y me amas
a mí, siervo suyo y tuyo, si
procedes así: que no haya en
el mundo hermano que, por
mucho que hubiere pecado, se
aleje jamás de ti después de
haber contemplado tus ojos
sin haber obtenido tu
misericordia, si es que la
busca. Y, si no busca
misericordia, pregúntale tú
si la quiere. Y, si mil
veces volviere a pecar ante
tus propios ojos, ámale más
que a mí, para atraerlo al
Señor; y compadécete siempre
de los tales».70
La autoridad está llamada
a desarrollar una pedagogía
del perdón y la
misericordia, a ser
instrumento del amor de Dios
que acoge, corrige y da
siempre una nueva
oportunidad al hermano o la
hermana que yerran y caen en
pecado. Deberá recordar
sobre todo que, sin la
esperanza del perdón, la
persona a duras penas podrá
reanudar su camino e
inevitablemente tenderá a
sumar un mal al otro y una
caída tras otra. Sin
embargo, cuando se asume la
perspectiva de la
misericordia vemos que Dios
es capaz de trazar un camino
de bien incluso a partir de
las situaciones de pecado.71
Aplíquese, pues, la
autoridad para que toda la
comunidad asimile este
estilo misericordioso.
e) Tiene el sentido de
la justicia
La invitación de san
Francisco de Asís a perdonar
al hermano que peca, puede
ser considerada una preciosa
regla general. Pero hay que
reconocer que, entre los
miembros de algunas
fraternidades de
consagrados, pueden existir
comportamientos que lesionan
gravemente al prójimo y que
implican una responsabilidad
para con personas ajenas a
la comunidad, por una parte,
y también para con la
institución misma a que
pertenecen. Si hace falta
comprensión con las culpas
de los individuos, también
es necesario tener un
sentido riguroso de la
responsabilidad y la caridad
con aquellos que han podido
ser perjudicados por el
comportamiento incorrecto de
algún consagrado.
Aquél o aquélla que se
equivoca, sepa que debe
responder personalmente de
las consecuencias de sus
actos. La comprensión con el
hermano no puede excluir la
justicia, sobre todo si se
trata de personas indefensas
y víctimas de abusos.
Reconocer el propio mal y
asumir su responsabilidad y
sus consecuencias, es ya
parte de un camino de
misericordia. Cuando Israel
se aleja del Señor, aceptar
las consecuencias del mal,
como en la experiencia del
exilio, es el punto de
partida para el camino de
conversión y el modo de
descubrir más profundamente
la propia relación con Dios.
f) Promueve la
colaboración con los laicos
La creciente colaboración
con los laicos en las obras
y actividades dirigidas por
personas consagradas,
presenta tanto a la
comunidad como a la
autoridad nuevos
interrogantes que exigen
respuestas nuevas. «No es
raro que la participación de
los laicos lleve a descubrir
inesperadas y fecundas
implicaciones de algunos
aspectos del carisma», dado
que los laicos son invitados
a ofrecer «a las familias
religiosas la rica
aportación de su secularidad
y de su servicio
específico».72
Se recordó en su momento
que, para alcanzar el
objetivo de la mutua
colaboración entre
religiosos y laicos, «es
necesario tener: comunidades
religiosas con una clara
identidad carismática,
asimilada y vivida, es
decir, capaces de
transmitirla también a los
demás con disponibilidad
para el compartir;
comunidades religiosas con
una intensa espiritualidad y
un gran entusiasmo misionero
para comunicar el mismo
espíritu y el mismo empuje
evangelizador; comunidades
religiosas que sepan animar
y estimular a los seglares a
compartir el carisma del
propio instituto, según su
índole secular y su diverso
estilo de vida, invitándolos
a descubrir nuevas formas de
actualizar el mismo carisma
y misión. Así la comunidad
religiosa puede convertirse
en un centro de irradiación,
de fuerza espiritual, de
animación, de fraternidad
que crea fraternidad y de
comunión y colaboración
eclesial donde las diversas
aportaciones contribuyen a
construir el Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia».73
Además, es necesario que
esté bien definido el mapa
de competencias y
responsabilidades lo mismo
de laicos que de religiosos,
como también el de los
organismos intermedios
(Consejos de administración,
de la obra y semejantes). En
todo esto, el que preside la
comunidad de los consagrados
tiene un papel
insustituible.
Las obediencias
difíciles
26. En el desarrollo
concreto de la misión, la
obediencia puede resultar en
ocasiones particularmente
difícil, desde el momento
que las perspectivas y
modalidades de la acción
apostólica o diaconal pueden
ser percibidas y pensadas de
maneras diferentes. En esas
ocasiones, cuando la
obediencia se hace difícil,
e incluso «absurda» en
apariencia, puede surgir la
tentación de la desconfianza
y hasta del abandono: ¿vale
la pena continuar? ¿No puedo
hacer realidad mejor mis
ideas en otro contexto?
¿Para qué desgastarse en
contrastes estériles?
Ya san Benito se
planteaba la cuestión de una
obediencia «muy gravosa o
incluso imposible de
cumplirse»; y san Francisco
de Asís consideraba el caso
en que «el súbdito ve cosas
mejores y más útiles a su
alma que las que le ordena
el prelado [el superior]».
El Padre del monacato
responde pidiendo un diálogo
libre, abierto, humilde y
confiado entre monje y abad;
aunque, al final, si se le
pide, el monje «obedezca por
caridad, confiando en el
auxilio de Dios».74
El Santo de Asís, por su
parte, invita a llevar a
cabo una «obediencia
caritativa», en la que el
fraile sacrifica
voluntariamente sus puntos
de vista y cumple la orden
dada, porque de esta forma
«cumple con Dios y con el
prójimo».75 Y ve
una «obediencia perfecta»
cuando, no pudiendo obedecer
porque se le manda «algo que
está contra su alma», el
religioso no rompe la unidad
con el superior y la
comunidad, dispuesto incluso
a soportar persecuciones a
causa de ello. De hecho —
observa san Francisco —
«quien prefiere padecer la
persecución antes que
separarse de sus hermanos,
se mantiene verdaderamente
en la obediencia perfecta,
ya que entrega su alma por
sus hermanos».76
Así nos recuerda que el amor
y la comunión representan
valores supremos, a los
cuales incluso la autoridad
y la obediencia están
subordinados.
Hay que reconocer, por
una parte, que es
comprensible un cierto apego
a ideas y convicciones
personales que son fruto de
la reflexión o de la
experiencia y han ido
madurando en el tiempo; y
que es cosa buena tratar de
defenderlas y sacarlas
adelante, siempre en la
perspectiva del Reino, en un
diálogo abierto y
constructivo. Pero no hay
que olvidar, por otro lado,
que el modelo es siempre
Jesús de Nazaret, que en la
Pasión pidió a Dios cumplir
su voluntad de Padre, sin
retroceder ante la muerte en
cruz (cf. Hb 5, 7-9).
La persona consagrada,
cuando se le pide que
renuncie a las propias ideas
y proyectos, puede
experimentar desconcierto y
sensación de rechazo de la
autoridad, o advertir en su
interior «fuertes gritos y
lágrimas» (Hb 5, 7) y
la súplica de que pase ese
amargo cáliz. Pero ése es el
momento justo para confiarse
al Padre a fin de que se
cumpla su voluntad y poder
así participar activamente,
con todo el ser, en la
misión de Cristo «para la
vida del mundo» (Jn
6, 51).
Al pronunciar estos
difíciles «sí», puede
comprenderse a fondo el
sentido de la obediencia
como supremo acto de
libertad, expresado en un
total y confiado abandono de
sí a Cristo, Hijo que
libremente obedece al Padre.
Igualmente se podrá entender
el sentido de la misión como
oferta obediente de sí
mismo, que atrae la
bendición del Altísimo: «Yo
te bendeciré con todo tipo
de bendiciones... (Y) serán
benditas todas las naciones
de la tierra, por haberme
obedecido tú» (Gn 22,
17.18). En esta bendición,
la persona consagrada
obediente sabe que
recuperará todo lo que ha
dejado con el sacrificio de
su desprendimiento; en esta
bendición se esconde también
la plena realización de su
misma humanidad (cf. Jn
12, 25).
Obediencia y
objeción de conciencia
27. Aquí puede surgir un
interrogante: ¿puede haber
situaciones en que la
conciencia personal parezca
que no permite seguir las
indicaciones dadas por la
autoridad? O, de otra forma,
¿puede ocurrir que el
consagrado se vea obligado a
declarar, respecto de las
normas o los propios
superiores: «Hay que
obedecer a Dios antes que a
los hombres» (Hch 5,
29)? Sería el caso de la
llamada objeción de
conciencia, de la que
habló Pablo VI,77
y que debe entenderse en su
significado auténtico.
Si es verdad que la
conciencia es el ámbito en
que resuena la voz de Dios
que nos indica cómo
comportarnos, no lo es menos
que hace falta aprender a
escuchar esa voz con gran
atención, para saber
reconocerla y distinguirla
de otras voces. En efecto,
no hay que confundir esa voz
con otras que brotan de un
subjetivismo que ignora o
descuida las fuentes y
criterios irrenunciables y
vinculantes en la formación
del juicio de conciencia:
«el «corazón» convertido al
Señor y al amor del bien es
la fuente de los juicios
«verdaderos» de la
conciencia»,78 y
«la libertad de la
conciencia no es nunca
libertad «con respecto a» la
verdad, sino siempre y sólo
«en» la verdad».79
En consecuencia, la
persona consagrada deberá
reflexionar con calma antes
de concluir que la voluntad
de Dios la expresa, más que
el mandato recibido, lo que
ella siente en su interior.
Y tendrá que recordar que la
ley de la mediación rige en
todos los casos,
absteniéndose de tomar
decisiones graves sin
contraste ni comprobación
alguna. No se discute,
ciertamente, que lo
importante es llegar a
conocer y cumplir la
voluntad de Dios; pero
debería ser igual de
indiscutible que la persona
consagrada se ha
comprometido con voto a
captar esta santa voluntad a
través de determinadas
mediaciones. Afirmar que lo
que cuenta es la voluntad de
Dios y no las mediaciones, y
rechazar éstas o aceptarlas
sólo a conveniencia, puede
quitar significado al voto y
vaciar la propia vida de una
de sus características
esenciales.
Por consiguiente, «hecha
excepción de una orden que
fuese manifiestamente
contraria a las leyes de
Dios o a las constituciones
del Instituto, o que
implicase un mal grave y
cierto — en cuyo caso la
obligación de obedecer no
existe —, las decisiones del
superior se refieren a un
campo donde la valoración
del bien mejor puede variar
según los puntos de vista.
Querer concluir, por el
hecho de que una orden dada
aparezca objetivamente menos
buena, que es ilegítima y
contraria a la conciencia,
significaría desconocer, de
manera poco real, la
oscuridad y la ambigüedad de
no pocas realidades humanas.
Además, el rehusar la
obediencia lleva consigo un
daño, a veces grave, para el
bien común. Un religioso no
debería admitir fácilmente
que haya contradicción entre
el juicio de su conciencia y
el de su superior. Esta
situación excepcional
comportará alguna vez un
auténtico sufrimiento
interior, según el ejemplo
de Cristo mismo «que
aprendió mediante el
sufrimiento lo que significa
la obediencia» (Hb 5,
8)».80
La difícil
autoridad
28. También la autoridad
puede caer en el desánimo y
el desencanto: ante las
resistencias de algunas
personas o de una comunidad,
o frente a ciertas
cuestiones que parecen
irresolubles, puede surgir
la tentación de dejar pasar
y considerar inútil
cualquier esfuerzo por
mejorar la situación. Asoma,
entonces, el peligro de
convertirse en gestores de
la rutina, resignados a la
mediocridad, inhibidos para
toda intervención, sin ánimo
para señalar las metas de la
auténtica vida consagrada y
con el riesgo de que se
apague el amor de los
comienzos y el deseo de
testimoniarlo.
Cuando el ejercicio de la
autoridad se hace gravoso y
difícil, conviene recordar
que el Señor Jesús considera
ese oficio como un acto de
amor para con Él («Simón de
Juan, ¿me amas?»: Jn
21, 16); y es saludable
volver a escuchar las
palabras de Pablo: «Sed
alegres en la esperanza,
fuertes en la tribulación,
perseverantes en la oración,
serviciales en las
necesidades de los hermanos»
(Rm 12, 12-13).
El callado sufrimiento
interior que lleva consigo
la fidelidad al deber, con
frecuencia incluso marcado
por la soledad y la
incomprensión de aquellos a
los que uno se entrega, se
convierte en vía de
santificación personal, al
tiempo que cauce de
salvación para las personas
a causa de las cuales se
sufre.
Obedientes hasta el
final
29. Si la vida del
creyente es toda ella una
búsqueda de Dios, entonces
cada día de la existencia se
convierte en un continuo
aprender el arte de escuchar
su voz para seguir su
voluntad. Se trata de una
escuela en verdad exigente,
una pugna entre el yo que
tiende a ser dueño de sí y
de su historia y el Dios que
es «el Señor» de toda
historia; una escuela en la
que uno aprende a fiarse
tanto de Dios y de su
paternidad que confía
también en los hombres, sus
hijos y hermanos nuestros.
De esta forma crece la
certeza de que el Padre no
abandona nunca, ni siquiera
cuando hay que poner el
cuidado de la propia vida en
manos de los hermanos, en
los cuales debemos reconocer
la señal de su presencia y
la mediación de su voluntad.
Con un acto de
obediencia, aunque
inconsciente, hemos venido a
la vida, acogiendo aquella
Voluntad buena que nos ha
preferido a la no
existencia. Concluiremos el
camino con otro acto de
obediencia, que desearíamos
fuera lo más consciente y
libre posible, pero que
sobre todo es expresión de
abandono a aquel Padre bueno
que nos llamará
definitivamente a sí, en su
reino de luz infinita, donde
concluirá nuestra búsqueda y
lo verán nuestros ojos, en
un domingo sin fin. Entonces
seremos plenamente
obedientes y estaremos
realizados del todo, porque
diremos para siempre sí a
aquel Amor que nos ha hecho
existir para ser felices con
Él y en Él.
Oración de la
autoridad
30. «Oh, buen pastor,
Jesús, pastor bueno, pastor
clemente, pastor
misericordioso: este pastor
pobre y miserable levanta su
grito hacia ti; un pastor
débil, inexperto e inútil
pero, así y todo, pastor de
tus ovejas.
Enséñame a mí, tu siervo,
Señor, enséñame, te lo
suplico, por medio de tu
Espíritu Santo, cómo servir
a mis hermanos y desgastarme
por ellos. Concédeme, Señor,
por tu gracia inefable,
saber soportar con paciencia
sus debilidades, saber
compartir sus sufrimientos
con benevolencia y
prestarles ayuda con
discreción. Que, enseñado
por tu Espíritu, aprenda a
consolar al triste, a
fortalecer al pusilánime, a
levantar al caído, a ser
débil con los débiles, a
indignarme con quien padece
escándalo, a hacerme todo a
todos para salvar a todos.
Pon en mi boca palabras
verdaderas, justas y
agradables, que les
edifiquen en la fe, en la
esperanza y en la caridad,
en la castidad y en la
humildad, en la paciencia y
en la obediencia, en el
fervor del espíritu y en la
entrega del corazón.
Los confío a tus santas
manos y a tu tierna
providencia, para que nadie
los arrebate de tu mano ni
de la mano de tu siervo, a
quien los has confiado, sino
que perseveren con gozo en
el santo propósito y,
perseverando, obtengan la
vida eterna, con tu ayuda,
dulcísimo Señor nuestro, que
vives y reinas por todos los
siglos de los siglos. Amén».81
Oración a María
31. Dulce y santa Virgen
María, en el momento del
anuncio del ángel, con tu
obediencia creyente e
interpelante, nos diste a
Cristo. En Caná nos
mostraste, con tu corazón
atento, cómo actuar con
responsabilidad. No
esperaste pasivamente la
intervención de tu Hijo,
sino que te le adelantaste,
haciéndole saber las
necesidades y tomando, con
discreta autoridad, la
iniciativa de mandarle a los
sirvientes.
A los pies de la cruz, la
obediencia te hizo Madre de
la Iglesia y de los
creyentes, en tanto que en
el Cenáculo todos los
discípulos reconocieron en
ti la dulce autoridad del
amor y del servicio.
Ayúdanos a comprender que
toda autoridad verdadera en
la Iglesia y en la vida
consagrada tiene su
fundamento en ser dóciles a
la voluntad de Dios y, de
hecho, cada uno de nosotros
se convierte en autoridad
para los demás con la propia
vida vivida en obediencia a
Dios.
Madre clemente y piadosa,
«Tú, que has hecho la
voluntad del Padre,
disponible en la
obediencia»,82
vuelve nuestra vida atenta a
la Palabra, fiel en el
seguimiento de Jesús Señor y
Siervo, en la luz y con la
fuerza del Espíritu Santo,
alegre en la comunión
fraterna, generosa en la
misión, solícita en el
servicio de los pobres, a la
espera de aquel día cuando
la obediencia de la fe
culminará en la fiesta del
Amor sin fin.
El 5 de mayo de 2008, el
Santo Padre aprobó la
presente Instrucción de la
Congregación para los
Institutos de vida
consagrada y las Sociedades
de vida apostólica y ha
ordenado su publicación.
Roma, 11 de mayo de
2008, Solemnidad de
Pentecostés.
Franc.
Card. Rodé, C.M.
Prefecto
Gianfranco
A. Gardin, OFM Conv.
Secretario
1 Cf. Juan Pablo II,
Exhortación apostólica
postsinodal Vita
consecrata (25 marzo
1996), 1.
2 Dante Alighieri,
Divina Comedia. Paraíso,
III, 85, en Obras
completas de Dante Alighieri,
BAC 157, Madrid 1956, 460.
3 Cf. Congregación para
los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica,
Instrucción La vida
fraterna en comunidad (2
febrero 1994), 5;
Congregación para los
Religiosos y los Institutos
Seculares, Instrucción
Elementos esenciales de la
enseñanza de la Iglesia
sobre vida religiosa (31
mayo 1983), 21.
4 Cf. Código de
Derecho Canónico, can.
631, § 1; Vita consecrata,
42.
5 Cf. Juan Pablo II,
Carta apostólica Novo
millennio ineunte (6
enero 2001), 43-45; Vita
consecrata, 46; 50.
6 Congregación para los
Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica,
Instrucción Potissimum
institutioni (2 febrero
1990), en particular los nn.
15, 24-25, 30-32.
7 En particular los nn.
47-52.
8 En particular los nn.
42-43, 91-92.
9 Congregación para los
Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica,
Instrucción Caminar desde
Cristo (19 mayo 2002),
en particular los nn. 7 y
14.
10 San Bernardo,
Sermones diversos, 42,
3, en Obras completas de
San Bernardo, BAC 497,
Madrid 1988, VI, 317.
11 San Bernardo,
Errores de Pedro Abelardo,
8, 21, en Obras
completas de San Bernardo,
BAC 452, Madrid 1984, II,
563.
12 Benedicto XVI, Carta
encíclica Spe salvi
(30 noviembre 2007), 43; cf.
Conc. Ecum. Lateranense IV,
in DS 806.
13 «Más interior que lo
íntimo mío». San Agustín,
Confesiones III, 6, 11,
en Obras de San Agustín,
BAC 11, Madrid 1955, II,
165.
14 Benedicto XVI,
Carta al Prefecto de la
Congregación para los
Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica con
ocasión de la Plenaria
(27 de septiembre 2005), en
L'Osservatore romano,
edición semanal en lengua
española, 14 de octubre de
2005, 4.
15 San Benito, Regla,
Prólogo, 3, en La Regla
de San Benito, BAC 406,
Madrid 1979, 65. Cf. también
San Agustín, Regla, 7; San
Francisco de Asís, Regla
no bulada, I, 1;
Regla bulada, I, 1, en
San Francisco de Asís.
Escritos, Biografías,
Documentos de la época,
BAC 399, Madrid 1978, 91 y
110.
16 Código de Derecho
Canónico, can. 618.
17 Cf. Conc. Ecum.
Vaticano II, Decreto sobre
la adecuada renovación de la
vida religiosa Perfectae
caritatis, 14; cf.
Código de Derecho Canónico,
can. 601.
18 Pablo VI, Exhortación
apostólica Evangelica
testificatio (29 junio
1971), 29.
19 Cf. ibíd., 25.
20 San Ignacio de Loyola,
Constituciones de la
Compañía de Jesús, 84,
en Obras completas de San
Ignacio de Loyola, BAC
86, Madrid 1952, 387.
21 Cf. Benedicto XVI,
Exhortación apostólica
postsinodal Sacramentum
caritatis (22 febrero
2007), 12.
22 Cf. Congregación para
los Religiosos y los
Institutos Seculares y
Congregación para los
Obispos, Notas directivas
sobre las relaciones entre
Obispos y Religiosos en la
Iglesia Mutuae relationes
(14 mayo 1978), 13.
23 Perfectae
caritatis, 14.
24 Benedicto XVI,
Homilía en la Misa de inicio
de su pontificado (24
abril 2005), en
L'Osservatore romano,
edición semanal en lengua
española, 29 de abril de
2005, 6.
25 San Ignacio de
Antioquia, Carta a
Policarpo 4, 1, en
Padres apostólicos y
apologistas griegos, BAC
629, Madrid 2002, 416.
26 Cf. San Agustín,
Enarraciones sobre los
salmos 70.1.2, en
Obras de San Agustín,
BAC 246, Madrid 1965, XX,
819.
27 Cf. La vida
fraterna en comunidad,
50.
28 Benedicto XVI,
Discurso a los superiores
generales (22 de mayo de
2006), en L'Osservatore
romano, edición semanal
en lengua española, 26 de
mayo de 2006, 3; cf.
Caminar desde Cristo,
24-26.
29 Cf. Conc. Ecum.
Vaticano II, Constitución
Lumen gentium, 11;
Caminar desde Cristo,
26.
30 Cf. Benedicto XVI,
Sacramentum caritatis,
8; 37; 81.
31 Cf. Vita
consecrata, 42.
32 Cf. Mutuae
relationes, 34-35.
33 Benedicto XVI,
Homilía de la misa Crismal
(20 de marzo de 2008),
en L'Osservatore romano,
edición semanal en
lengua española, 28 de marzo
de 2008, 6.
34 Caminar desde
Cristo, 32.
35 Cf. Código de
Derecho Canónico,, can.
590, 2.
36 Cf. Vita consecrata,
46.
37 Vita consecrata,
70.
38 Cf. La vida
fraterna en comunidad,
32.
39 Cf. Código de
Derecho Canónico, cann.
617-619.
40 Ibíd., c. 618.
41 Ibíd., c. 618.
42 Ibíd., c. 601.
43 Ibíd., c. 619.
44 La comunidad religiosa
tiende a conseguir y
manifestar la primacía del
amor de Dios, que constituye
el fin proprio de la vida
consagrada, y por lo mismo
su primera obligación y el
primer apostolado de cada
uno de los miembros de la
comunidad. Cf. Código de
Derecho Canónico, cann.
573; 607; 663, § 1; 673.
45 Código de Derecho
Canónico, c. 619.
46 Cf. Código de
Derecho Canónico, cann.
619, 602, 618.
47 Cf. Perfectae
caritatis, 14.
48 Vita consecrata,
92.
49 Sacramentum
caritatis, 15.
50 Cf. ibíd., 42.
51 La vida fraterna en
comunidad, 51.
52 Cf. Perfectae
caritatis, 14.
53 San Benito, Regla
3, 1.3, 80.
54 Cf. Vita
consecrata, 43; La
vida fraterna en comunidad,
50c; Caminar desde
Cristo, 14.
55 La vida fraterna en
comunidad, 32.
56 Vita consecrata,
92.
57 Cf. ibíd., 43.
58 San Benito, Regla
71, 1-2, 185.
59 Ibíd., 72, 4-7,
186-187.
60 San Basilio, Las
reglas más breves,
Interrog. 115: PG 31, 1162.
61 San Bernardo, Sobre
la consideración, II,
XI, 20, en Obras
completas de San Bernardo,
II, 113.
62 Santa Clara de Asís,
Testamento, 61-62, en
Escritos de Santa Clara y
documentos contemporáneos,
BAC 314, Madrid 1970, 284.
63 Juan Pablo II a la
Plenaria de la Congregación
para la Vida Consagrada y
las Sociedades de Vida
Apostólica (20 noviembre
1992), en AAS 85
(1993) 905; cf. La vida
fraterna en comunidad,
54, 71.
64 Ibíd., 54.
65 San Ignacio de Loyola,
Ejercicios espirituales,
95, 4-5, 179.
66 Vita consecrata,
92.
67 Cf. Ibíd., 43.
68 Cf. La vida
fraterna en comunidad,
50.
69 Cf. ibíd., 59.
70 San Francisco de Asís,
Carta a un Ministro,
7-10, 72.
71 Cf. Juan Pablo II,
Carta Encíclica Dives in
misericordia (30
noviembre 1980), 6.
72 Vita consecrata,
55; cf. Caminar desde
Cristo, 31.
73 La vida fraterna en
comunidad, 70.
74 San Benito, Regla
68, 1-5, 182-183.
75 San Francisco de Asís,
Admoniciones III, 5-6,
78.
76 San Francisco de Asís,
Admoniciones III, 9,
78.
77 Cf. Pablo VI,
Evangelica testificatio,
28-29.
78 Juan Pablo II, Carta
Encíclica Veritatis
splendor (6 agosto
1993), 64.
79 Ibíd., 64.
80 Evangelica
testificatio, 28.
81 Aelredo de Rievaulx,
Oratio pastoralis, 1; 7;
10, en CC CM I, 757-763.
82 Vita consecrata,
112.