VISITA DEL SANTO PADRE
AL PARLAMENTO EUROPEO Y AL CONSEJO DE EUROPA
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PARLAMENTO EUROPEO
Estrasburgo, Francia
Martes 25 de noviembre de 2014
Señor Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes,
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos amigos
Les agradezco que me hayan invitado a tomar la
palabra ante esta institución fundamental de la vida de
la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen de
dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos
millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a
quienes representan. Agradezco particularmente a usted,
Señor Presidente del Parlamento, las cordiales palabras
de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los
miembros de la Asamblea.
Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo
después de
la del Papa Juan Pablo II. Muchas cosas han cambiado
desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No existen
los bloques contrapuestos que antes dividían el
Continente en dos, y se está cumpliendo lentamente el
deseo de que «Europa, dándose soberanamente
instituciones libres, pueda un día ampliarse a las
dimensiones que le han dado la geografía y aún más la
historia».[1]
Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo
más complejo y en rápido movimiento. Un mundo cada vez
más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico».
Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente,
parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco
envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos
protagonista en un contexto que la contempla a menudo
con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de
Pastor, deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un
mensaje de esperanza y de aliento.
Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que
las dificultades puedan convertirse en fuertes
promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que
Europa – junto a todo el mundo – está atravesando.
Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y
la muerte en vida.
Un mensaje de aliento para volver a la firme
convicción de los Padres fundadores de la Unión Europea,
los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de
trabajar juntos para superar las divisiones,
favoreciendo la paz y la comunión entre todos los
pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso
proyecto político se encontraba la confianza en el
hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino
en el hombre como persona dotada de una dignidad
trascendente.
Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que
existe entre estas dos palabras: «dignidad» y
«trascendente».
La «dignidad» es una palabra clave que ha
caracterizado el proceso de recuperación en la segunda
postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por
la indudable centralidad de la promoción de la dignidad
humana contra las múltiples violencias y
discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa,
a lo largo de los siglos. La percepción de la
importancia de los derechos humanos nace precisamente
como resultado de un largo camino, hecho también de
muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a
formar la conciencia del valor de cada persona humana,
única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra
su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino,
sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado por
un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes
provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas,
germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó
profundamente,[2]
dando lugar al concepto de «persona».
Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña
un papel central en el compromiso de la Unión Europea,
con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto
en su seno como en las relaciones con los otros países.
Se trata de un compromiso importante y admirable, pues
persisten demasiadas situaciones en las que los seres
humanos son tratados como objetos, de los cuales se
puede programar la concepción, la configuración y la
utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya
no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la
posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento
o de profesar sin constricción la propia fe religiosa?
¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro,
que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la
ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo
tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar
una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario
para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que
le otorga dignidad?
Promover la dignidad de la persona significa
reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales
no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos
aún, en beneficio de intereses económicos.
Es necesario prestar atención para no caer en algunos
errores que pueden nacer de una mala comprensión de los
derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una
reivindicación siempre más amplia de los derechos
individuales – estoy tentado de decir individualistas –,
que esconde una concepción de persona humana desligada
de todo contexto social y antropológico, casi como una
«mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras
«mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de
derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial
y complementario, de modo que se afirman los derechos
del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano
está unido a un contexto social, en el cual sus derechos
y deberes están conectados a los de los demás y al bien
común de la sociedad misma.
Considero por esto que es vital profundizar hoy en
una cultura de los derechos humanos que pueda unir
sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal,
con la del bien común, con ese «todos nosotros»
formado por individuos, familias y grupos intermedios
que se unen en comunidad social.[3]
En efecto, si el derecho de cada uno no está
armónicamente ordenado al bien más grande, termina por
concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se
transforma en fuente de conflictos y de violencias.
Así, hablar de la dignidad trascendente del
hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su
innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa
«brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha
impreso en el universo creado;[4]
significa sobre todo mirar al hombre no como un
absoluto, sino como un ser relacional. Una de las
enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la
soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se
ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados
a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de
referencia y de oportunidades para el futuro; se ve
igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras
ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que
han venido aquí en busca de un futuro mejor.
Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica,
cuyos efectos perduran todavía con consecuencias
dramáticas desde el punto de vista social. Se puede
constatar que, en el curso de los últimos años, junto al
proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido
creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a
instituciones consideradas distantes, dedicadas a
establecer reglas que se sienten lejanas de la
sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde
muchas partes se recibe una impresión general de
cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que
ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales
que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de
atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de
sus instituciones.
A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto
egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible
y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y
sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el
predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el
centro del debate político, en detrimento de una
orientación antropológica auténtica.[5]
El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero
engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple
bien de consumo para ser utilizado, de modo que –
lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida
ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos
reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos
terminales, de los ancianos abandonados y sin
atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Este es el gran equívoco que se produce «cuando
prevalece la absolutización de la técnica»,[6]
que termina por causar «una confusión entre los fines y
los medios».[7]
Es el resultado inevitable de la «cultura del
descarte» y del «consumismo exasperado». Al
contrario, afirmar la dignidad de la persona significa
reconocer el valor de la vida humana, que se nos da
gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de
intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación de
parlamentarios, están llamados también a una gran
misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la
fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las
personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y
ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo
funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a
la «cultura del descarte». Cuidar de la fragilidad de
las personas y de los pueblos significa proteger la
memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del
presente en su situación más marginal y angustiante, y
ser capaz de dotarlo de dignidad.[8]
Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al
futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes
generaciones, se encuentre la confianza para perseguir
el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y
emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de
los propios deberes?
Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a
una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael
que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela
de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles.
El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el
mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el
segundo tiende la mano hacia delante, hacia el
observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me
parece una imagen que describe bien a Europa en su
historia, hecha de un permanente encuentro entre el
cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a
lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde
siempre al hombre europeo, y la tierra representa su
capacidad práctica y concreta de afrontar las
situaciones y los problemas.
El futuro de Europa depende del redescubrimiento del
nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una
Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión
trascendente de la vida es una Europa que corre el
riesgo de perder lentamente la propia alma y también
aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y
defiende.
Precisamente a partir de la necesidad de una
apertura a la trascendencia, deseo afirmar la
centralidad de la persona humana, que de otro modo
estaría en manos de las modas y poderes del momento. En
este sentido, considero fundamental no sólo el
patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado
para la formación cultural del continente, sino, sobre
todo, la contribución que pretende dar hoy y en el
futuro para su crecimiento. Dicha contribución no
constituye un peligro para la laicidad de los Estados y
para la independencia de las instituciones de la Unión,
sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los
ideales que la han formado desde el principio, como son:
la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un
humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la
persona.
Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la
Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la
Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE),
para mantener un diálogo provechoso, abierto y
trasparente con las instituciones de la Unión Europea.
Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de
apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo
aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también
más fácilmente inmune a tantos extremismos que se
expanden en el mundo actual, también por el gran vacío
en el ámbito de los ideales, como lo vemos en el así
llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido
de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra
la violencia».[9]
A este respecto, no podemos olvidar aquí las
numerosas injusticias y persecuciones que sufren
cotidianamente las minorías religiosas, y
particularmente cristianas, en diversas partes del
mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles
violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias;
vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas,
crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y
cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la
diversidad, pero la unidad no significa uniformidad
política, económica, cultural, o de pensamiento. En
realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la
diversidad que la compone: como una familia, que está
tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede
ser más plenamente sí mismo sin temor. En este sentido,
considero que Europa es una familia de pueblos, que
podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si
estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la
unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando
todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia
y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y
fobias. Poner en el centro la persona humana significa
sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro
y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que
como pueblo.
Por otra parte, las peculiaridades de cada uno
constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se
ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre
la arquitectura propia de la Unión Europea, construida
sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de
modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar,
animados por la confianza recíproca.
En esta dinámica de unidad-particularidad, se les
plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados, la
exigencia de hacerse cargo de mantener viva la
democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No
se nos oculta que una concepción uniformadora de la
globalidad daña la vitalidad del sistema democrático,
debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo,
de las organizaciones y de los partidos políticos entre
sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el
reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del
sofisma… y se termina por confundir la realidad de la
democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener
viva la democracia en Europa exige evitar tantas
«maneras globalizantes» de diluir la realidad: los
purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo,
los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin
bondad, los intelectualismos sin sabiduría.[10]
Mantener viva la realidad de las democracias es un
reto de este momento histórico, evitando que su fuerza
real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea
desplazada ante las presiones de intereses
multinacionales no universales, que las hacen más
débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de
poder financiero al servicio de imperios desconocidos.
Este es un reto que hoy la historia nos ofrece.
Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la
centralidad de la persona humana, sino que implica
también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de
invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus
talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es
seguramente el de la educación, a partir de la familia,
célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad.
La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los
elementos fundamentales para dar esperanza al futuro.
Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con
graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar
la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar
prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino
también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados
a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque
no existe el calor de un hogar familiar capaz de
acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las instituciones
educativas: las escuelas y universidades. La educación
no puede limitarse a ofrecer un conjunto de
conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un
proceso más complejo de crecimiento de la persona humana
en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener
una formación adecuada y completa para mirar al futuro
con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las
potencialidades creativas de Europa en varios campos de
la investigación científica, algunos de los cuales no
están explorados todavía completamente. Baste pensar,
por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía,
cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del
ambiente.
Europa ha estado siempre en primera línea de un
loable compromiso en favor de la ecología. En efecto,
esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y
atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad
personal en la custodia de la creación, don precioso que
Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto
significa, por una parte, que la naturaleza está a
nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen
uso de ella; por otra parte, significa que no somos los
dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos
amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a
menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de
manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la
respetamos, no la consideramos como un don gratuito que
hay que cuidar».[11]
Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a
evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el
bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a
dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar
que millones de personas en el mundo mueran de hambre,
mientras toneladas de restos de alimentos se desechan
cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la
naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte
fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se
necesita una ecología humana, hecha del respeto de la
persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a
ustedes.
El segundo ámbito en el que florecen los talentos de
la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer
las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo
volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también
las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto
implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar
la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad
y seguridad de las perspectivas laborales,
indispensables para el desarrollo humano de los
trabajadores; por otro lado, significa favorecer un
adecuado contexto social, que no apunte a la explotación
de las personas, sino a garantizar, a través del
trabajo, la posibilidad de construir una familia y de
educar los hijos.
Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión
migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo
se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que
llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres
y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de
un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el
riesgo de incentivar soluciones particularistas del
problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de
los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y
continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer
frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si
es capaz de proponer con claridad su propia identidad
cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que
sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos
europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a
los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas
correctas, valientes y concretas que ayuden a los países
de origen en su desarrollo sociopolítico y a la
superación de sus conflictos internos – causa principal
de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés,
que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario
actuar sobre las causas y no solamente sobre los
efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores
Diputados:
Ser conscientes de la propia identidad es necesario
también para dialogar en modo propositivo con los
Estados que han solicitado entrar a formar parte de la
Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área
balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea
puede responder al ideal de paz en una región que ha
sufrido mucho por los conflictos del pasado. Por último,
la conciencia de la propia identidad es indispensable en
las relaciones con los otros países vecinos,
particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea,
muchos de los cuales sufren a causa de conflictos
internos y por la presión del fundamentalismo religioso
y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de
custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo
que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en
las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y
de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que
«cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más
amplia es su responsabilidad individual y colectiva».[12]
Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra
su alma buena.
Un autor anónimo del s. II escribió que «los
cristianos representan en el mundo lo que el alma al
cuerpo».[13]
La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su
conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de
historia unen a Europa y al cristianismo. Una historia
en la que no han faltado conflictos y errores, también
pecados, pero siempre animada por el deseo de construir
para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras
ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad
y de edificación humana común que constelan el
Continente. Esta historia, en gran parte, debe ser
todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro
futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran
necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el
espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la
concordia, porque ella misma no está todavía libre de
conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de
construir juntos la Europa que no gire en torno a la
economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de
los valores inalienables; la Europa que abrace con
valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para
vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado
el momento de abandonar la idea de una Europa
atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y
promover una Europa protagonista, transmisora de
ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe.
La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la
Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa
que camina sobre la tierra segura y firme, precioso
punto de referencia para toda la humanidad.
Gracias.
[1] Juan Pablo II,
Discurso al Parlamento Europeo, 11
octubre 1988, 5.
[2] Cf. Juan Pablo II,
Discurso a la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, 8 octubre 1988, 3.
[3] Cf. Benedicto XVI,
Caritas in veritate, 7; Con. Ecum.
Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, 26.
[4] Cf.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
37, 37.
[5] Cf.
Evangelii gaudium, 55.
[6] Benedicto XVI,
Caritas in veritate, 71.
[7] Ibíd.
[8] Cf.
Evangelii gaudium, 209.
[9] Benedico XVI,
Discurso a los Miembros del Cuerpo
diplomático, 7 enero 2013.
[10] Cf.
Evangelii gaudium, 231.
[11]
Audiencia General,
5 junio 2013.
[12] Gaudium
et spes, 34.
[13] Carta a Diogneto, 6.