MISA DE EXEQUIAS
DEL DIFUNTO PONTÍFICE ROMANO
JUAN PABLO II
HOMILÍA DEL CARD. JOSEPH RATZINGER
Plaza de San Pedro
Viernes 8 de abril de 2005
«Sígueme», dice el Señor resucitado a Pedro, como su
última palabra a este discípulo elegido para apacentar a sus ovejas.
«Sígueme», esta palabra lapidaria de Cristo puede considerarse la llave
para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y
amado Papa Juan Pablo II, cuyos restos mortales depositamos hoy en la
tierra como semilla de inmortalidad, con el corazón lleno de tristeza
pero también de gozosa esperanza y de profunda gratitud.
Estos son nuestros sentimientos y nuestro ánimo.
Hermanos y hermanas en Cristo, presentes en la Plaza de San Pedro, en
las calles adyacentes y en otros lugares diversos de la ciudad de Roma,
poblada en estos días de una inmensa multitud silenciosa y orante.
Saludo a todos cordialmente.
También en nombre del colegio de cardenales saludo con deferencia a los
jefes de Estado, de gobierno y a las delegaciones de los diversos
países. Saludo a las autoridades y a los representantes de las Iglesias
y comunidades cristianas, al igual que a los de las diversas religiones.
Saludo a los arzobispos, a los obispos, sacerdotes, religiosos,
religiosas y fieles, llegados de todos los continentes; de forma
especial a los jóvenes que Juan Pablo II amaba definir el futuro y la
esperanza de la Iglesia. Mi saludo llega también a todos los que en
cualquier lugar del mundo están unidos a nosotros a través de la radio y
la televisión, en esta participación coral al rito solemne de despedida
del amado pontífice".
«Sígueme». Cuando era un joven estudiante, Karol Wojtyla
era un entusiasta de la literatura, del teatro, de la poesía. Trabajando
en una fábrica química, circundado y amenazado por el terror nazi,
escuchó la voz del Señor: ¡Sígueme! En este contexto tan particular
comenzó a leer libros de filosofía y de teología, entró después en el
seminario clandestino creado por el cardenal Sapieha y después de la
guerra pudo completar sus estudios en la facultad teológica de la
Universidad Jagellónica de Cracovia. Tantas veces en sus cartas a los
sacerdotes y en sus libros autobiográficos nos habló de su sacerdocio,
al que fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. En esos textos interpreta
su sacerdocio, en particular a partir de tres palabras del Señor. En
primer lugar esta: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os
he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro permanezca». La segunda palabra es: «El buen pastor da la vida
por sus ovejas». Y finalmente: «Como el Padre me amó, así os he amado
yo. Permaneced en mi amor». En estas palabras vemos el alma entera de
nuestro Santo Padre. Realmente ha ido a todos los lugares,
incansablemente, para llevar fruto, un fruto que permanece. «Levantaos,
vamos», es el título de su penúltimo libro. «Levantaos, vamos». Con esas
palabras nos ha despertado de una fe cansada, del sueño de los
discípulos de ayer y hoy. «Levantaos, vamos», nos dice hoy también a
nosotros. El Santo Padre fue además sacerdote hasta el final porque
ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por la entera familia humana, en
una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia y sobre todo en las
duras pruebas de los últimos meses. Así se ha convertido en una sola
cosa con Cristo, el buen pastor que ama sus ovejas. Y, en fin,
«permaneced en mi amor»: el Papa, que buscó el encuentro con todos, que
tuvo una capacidad de perdón y de apertura de corazón para todos, nos
dice hoy también con estas palabras del Señor: «Habitando en el amor de
Cristo, aprendemos, en la escuela de Cristo, el arte del amor
verdadero».
«Sígueme». En julio de 1958 comienza para el joven
sacerdote Karol Wojtyla una nueva etapa en el camino con el Señor y tras
el Señor. Karol fue, como era habitual, con un grupo de jóvenes
apasionados de canoa a los lagos Masuri para pasar unas vacaciones
juntos. Pero llevaba consigo una carta que lo invitaba a presentarse al
primado de Polonia, el cardenal Wyszynski y podía adivinar solamente el
motivo del encuentro: su nombramiento como obispo auxiliar de Cracovia.
Dejar la enseñanza universitaria, dejar esta comunión estimulante con
los jóvenes, dejar la gran liza intelectual para conocer e interpretar
el misterio de la criatura humana, para hacer presente en el mundo de
hoy la interpretación cristiana de nuestro ser, todo aquello debía
parecerle como un perderse a sí mismo, perder aquello que constituía la
identidad humana de ese joven sacerdote. Sígueme, Karol Wojtyla aceptó,
escuchando en la llamada de la Iglesia la voz de Cristo. Y así se dio
cuenta de cuanto es verdadera la palabra del Señor: «Quien pretenda
guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva».
Nuestro Papa —todos lo sabemos— no quiso nunca salvar su propia vida,
tenerla para sí; quiso entregarse
sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros. De esa
forma pudo experimentar cómo todo lo que había puesto en manos del Señor
retornaba en un nuevo modo: el amor a la palabra, a la poesía, a las
letras fue una parte esencial de su misión pastoral y dio frescura
nueva, actualidad nueva, atracción nueva al anuncio del Evangelio,
también precisamente cuando éste es signo de contradicción.
«Sígueme». En octubre de 1978 el cardenal Wojtyla
escucha de nuevo la voz del Señor. Se renueva el diálogo con Pedro
narrado en el Evangelio de esta ceremonia: «Simón de Juan, ¿me amas?
Apacienta mis ovejas». A la pregunta del Señor: Karol, ¿me amas?, el
arzobispo de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: «Señor,
tú lo sabes todo: Tú sabes que te amo». El amor de Cristo fue la fuerza
dominante en nuestro amado Santo Padre; quien lo ha visto rezar, quien
lo ha oído predicar, lo sabe. Y así, gracias a su profundo enraizamiento
en Cristo pudo llevar un peso, que supera las fuerzas puramente humanas:
Ser pastor del rebaño de Cristo, de su Iglesia universal. Este no es el
momento de hablar de los diferentes aspectos de un pontificado tan rico.
Quisiera leer solamente dos pasajes de la liturgia de hoy, en los que
aparecen elementos centrales de su anuncio. En la primera lectura dice
San Pedro —y dice el Papa con San Pedro—: «En verdad comprendo que Dios
no hace acepción de personas, sino que en
cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra la justicia.
Ha enviado su palabra a los hijos de Israel, anunciando el Evangelio de
la paz por medio de Jesucristo, que es Señor de todos». Y en la segunda
lectura, San Pablo —y con San Pablo nuestro Papa difunto— nos exhorta
con fuerza: «Por tanto, hermanos muy queridos y añorados, mi gozo y mi
corona, permaneced así, queridísimos míos, firmes en el Señor».
«Sígueme». Junto al mandato de apacentar su rebaño,
Cristo anunció a Pedro su martirio. Con esta palabra conclusiva y que
resume el diálogo sobre el amor y sobre el mandato de pastor universal,
el Señor recuerda otro diálogo, que tuvo lugar en la Ultima Cena. En
este ocasión, Jesús dijo: «Donde yo voy, vosotros no podéis venir».
Pedro dijo: «Señor, ¿dónde vas?». Le respondió Jesús: «Adonde yo voy, tú
no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde». Jesús va de la Cena a
la Cruz y a la Resurrección y entra en el misterio pascual; Pedro, sin
embargo, todavía no le puede seguir. Ahora —tras la Resurrección— llegó
este momento, este "más tarde". Apacentando el rebaño de Cristo,
Pedro entra en el misterio pascual, se dirige hacia la Cruz y la Resurrección.
El Señor lo dice con estas palabras, «...cuando eras más joven ... ibas adonde
querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará
adonde no quieras». En el primer período de su pontificado el Santo Padre,
todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los
confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos
de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: «Otro te
ceñirá...». Y precisamente en esta comunión con el Señor que sufre
anunció el Evangelio infatigablemente y con renovada intensidad el
misterio del amor hasta el fin.
Ha interpretado para nosotros el misterio pascual como
misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El
límite impuesto al mal «es en definitiva la divina misericordia». Y
reflexionando sobre el atentado dice: «Cristo, sufriendo por todos
nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha
introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es
el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y
obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien». Animado
por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y
por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan
elocuente y fecundo.
Divina Misericordia: El Santo Padre encontró el reflejo
más puro de la misericordia de Dios en la Madre de Dios. El, que había
perdido a su madre cuando era muy joven, amó todavía más a la Madre de
Dios. Escuchó las palabras del Señor crucificado como si estuvieran
dirigidas a él personalmente: «¡Aquí tienes a tu madre!». E hizo como el
discípulo predilecto: la acogió en lo íntimo de su ser (eis ta idia:
Jn 19,27) -Totus tuus. Y de la madre aprendió a conformarse
con Cristo.
Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último
domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el
sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico
Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos
estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la
casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre.
Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado
cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo
Señor nuestro. Amén.