A los Obispos,
A los sacerdotes y diáconos,
A los religiosos y religiosas,
A todos los fieles laicos.
1. Mientras se aproxima el tercer
milenio de la nueva era, el pensamiento se remonta espontáneamente a las
palabras del apóstol Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4). En efecto,
la plenitud de los tiempos se identifica con el misterio de la
Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre y con el misterio
de la Redención del mundo. San Pablo subraya en este fragmento que el
Hijo de Dios ha nacido de mujer, nacido bajo la Ley, venido al mundo
para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que pudieran
recibir la filiación adoptiva. Y añade: «La prueba de que sois hijos es
que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama: ¡Abbá, Padre!». Su conclusión es verdaderamente consoladora:
«De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero
por voluntad de Dios» (Gal 4, 6-7).
Esta presentación paulina del misterio
de la Encarnación incluye la revelación del misterio trinitario y de
la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo.
La Encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son
premisa del envío del Espíritu Santo. El texto de san Pablo deja
vislumbrar así la plenitud del misterio de la Encarnación redentora.
2. Lucas en su Evangelio nos ha
transmitido una concisa descripción de las circunstancias relativas
al nacimiento de Jesús: «Sucedió que por aquellos días salió un
edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo
(...). Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también
José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de
David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David,
para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió
que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales
y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento»
(2, 1. 3-7).
Se cumplía así lo que el ángel Gabriel
había revelado en la Anunciación. Se había dirigido a la Virgen de
Nazaret con estas palabras: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo» (1, 28). Estas palabras habían turbado a María y por ello el
Mensajero divino se apresuró a añadir: «No temas, María, porque has
hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a
luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será
llamado Hijo del Altísimo (...). El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer
será santo y será llamado Hijo de Dios» (1, 30-32. 35). La respuesta de
María al mensaje angélico fue clara: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra» (1, 38). Nunca en la historia del hombre
tanto dependió, como entonces, del consentimiento de la criatura
humana.(1)
3. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, sintetiza en una sola frase toda
la profundidad del misterio de la Encarnación. Escribe:
«Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada
entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del
Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (1, 14). Para Juan,
en la concepción y en el nacimiento de Jesús se realiza la Encarnación
del Verbo eterno, consustancial al Padre. El Evangelista se refiere al
Verbo que en el principio estaba con Dios, por medio del cual ha sido
hecho todo cuanto existe; el Verbo en quien estaba la vida, vida que era
la luz de los hombres (cf. 1, 1-5). Del Hijo unigénito, Dios de Dios, el
apóstol Pablo escribe que es «primogénito de toda la creación»
(Col 1, 15). Dios crea el mundo por medio del Verbo. El Verbo es
la Sabiduría eterna, el Pensamiento y la Imagen sustancial de Dios,
«resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3).
El, engendrado eternamente y eternamente amado por el Padre, como Dios
de Dios y Luz de Luz, es el principio y el arquetipo de todas las cosas
creadas por Dios en el tiempo.
El hecho de que el Verbo eterno asumiera
en la plenitud de los tiempos la condición de criatura confiere a lo
acontecido en Belén hace dos mil años un singular valor cósmico.
Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos,
es decir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose,
renueva el orden cósmico de la creación. La Carta a los Efesios
habla del designio que Dios había prefijado en Cristo, «para realizarlo
en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por
Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (1,
10).
4. Cristo, Redentor del mundo, es el
único Mediador entre Dios y los hombres porque no hay bajo el cielo
otro nombre por el que podamos ser salvados (cf. Hch 4, 12).
Leemos en la Carta a los Efesios: «En El tenemos por medio de su sangre
la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia
que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia (...)
según el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para
realizarlo en la plenitud de los tiempos» (1, 7-10). Cristo, Hijo
consustancial al Padre, es pues Aquel que revela el plan de Dios
sobre toda la creación, y en particular sobre el hombre. Como afirma
de modo sugestivo el Concilio Vaticano II, El «manifiesta plenamente
el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».
(2) Le muestra esta vocación revelando el misterio del Padre y de su
amor. «Imagen de Dios invisible», Cristo es el hombre perfecto que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el
pecado. En su naturaleza humana, libre de todo pecado y asumida en la
Persona divina del Verbo, la naturaleza común a todo ser humano viene
elevada a una altísima dignidad: «El Hijo de Dios con su encarnación
se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre,
amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros,
excepto en el pecado».(3)
5. Este «hacerse uno de los nuestros»
del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no sorprende que
la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y
de personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino
fugaces, aunque significativas alusiones. Referencias a Cristo se
encuentran, por ejemplo, en las Antigüedades Judías, obra escrita
en Roma por el historiador José Flavio entre los años 93 y 94,(4) y
sobre todo en los Anales de Tácito, redactados entre el 115 y el
120; en ellos, relatando el incendio de Roma del 64, falsamente imputado
por Nerón a los cristianos, el historiador hace explícita mención de
Cristo «ajusticiado por obra del procurador Poncio Pilato bajo el
imperio de Tiberio».(5) También Suetonio en la biografía del emperador
Claudio, escrita en torna al 121, nos informa sobre la expulsión de los
Judíos de Roma ya que «bajo la instigación de un cierto Cresto
provocaban frecuentes tumultos».(6) Entre los intérpretes está
extendida la convicción de que este pasaje hace referencia a Jesucristo,
convertido en motivo de contienda dentro del hebraísmo romano. Es
importante también, como prueba de la rápida difusión del cristianismo
el testimonio de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, quien refiere
al emperador Trajano, entre el 111 y el 113, que un gran número de
personas solía reunirse «un día establecido, antes del alba, para
cantar alternamente un himno a Cristo como a un Dios».(7)
Pero el gran acontecimiento, que los
historiadores no cristianos se limitan a mencionar, alcanza luz plena en
los escritos del Nuevo Testamento que, aun siendo documentos de fe, no
son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios
históricos. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del
cosmos y también Señor de la historia, de la que es «el Alfa y la Omega»
(Ap 1, 8; 21, 6), «el Principio y el Fin» (Ap 21, 6).
En El el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la
historia. Esto es lo que expresa sintéticamente la Carta a los Hebreos:
«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros
Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha
hablado por medio del Hijo» (1, 1-2).
6. Jesús nació del Pueblo elegido, en
cumplimiento de la promesa hecha a Abraham y recordada constantemente
por los profetas. Estos hablaban en nombre y en lugar de Dios. En
efecto, la economía del Antiguo Testamento está esencialmente ordenada a
preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del universo, y de su
Reino mesiánico. Los libros de la Antigua Alianza son así testigos
permanentes de una atenta pedagogía divina.(8) En Cristo esta
pedagogía alcanza su meta: El no se limita a hablar «en nombre de Dios»
como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo
eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el
cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde
el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del
hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí
no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en
Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es
posible alcanzarlo. Es lo que proclama el Prólogo del Evangelio de Juan:
«A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que estaba en el seno
del Padre, El lo ha contado» (1, 18). El Verbo Encarnado es, pues,
el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la
humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda
expectativa humana. Es misterio de gracia.
En Cristo la religión ya no es un «buscar a Dios a tientas» (cf. Hch
17, 27), sino una respuesta
de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a
Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre
único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien
Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a
Dios. Más todavía, en este Hombre responde a Dios la creación entera.
Jesucristo es el nuevo comienzo de todo:
todo en El converge, es acogido y restituido al Creador de quien
procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas
las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva
culminación. Si por una parte Dios en Cristo habla de sí a la
humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la
creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios. Todo retorna de
este modo a su principio. Jesucristo es la recapitulación de todo
(cf. Ef 1, 10) y a la vez el cumplimiento de cada cosa en Dios:
cumplimiento que es gloria de Dios. La religión fundamentada en
Jesucristo es religión de la gloria, es un existir en vida nueva
para alabanza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 12). Toda la
creación, en realidad, es manifestación de su gloria; en particular el
hombre (vivens homo) es epifanía de la gloria de Dios, llamado a
vivir de la plenitud de la vida en Dios.
7. En Jesucristo Dios no sólo
habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios
testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como
del hallazgo de la oveja perdida (cf. Lc 15, 1-7). Es una
búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto
culminante en la Encarnación del Verbo. Si Dios va en busca del hombre,
creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el
Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo. Por
tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un
modo diverso de como lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad
de Dios por una elección de amor: Dios busca al hombre movido por su
corazón de Padre.
¿Por qué lo busca? Porque el
hombre se ha alejado de El, escondiéndose como Adán entre los árboles
del paraíso terrestre (cf. Gn 3, 8-10). El hombre se ha dejado
extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3, 13). Satanás lo
ha engañado persuadiéndolo de ser él mismo Dios, y de poder conocer,
como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener
que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3, 5). Buscando al
hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos
del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más. «Hacerle
abandonar» esos caminos quiere decir hacerle comprender que se halla en
una vía equivocada; quiere decir derrotar el mal extendido por la
historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se
realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la
deuda del pecado y es reconciliado con Dios. El Hijo de Dios se ha hecho
hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen,
precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor.
La religión de la Encarnación es la religión de la Redención del
mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el
mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la
muerte en la cruz, manifiesta y da la vida al mismo tiempo porque
resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre El.
8. La religión que brota del misterio de la Encarnación redentora es la
religión del «permanecer en la
intimidad de Dios», del participar en su misma vida. De ello habla
san Pablo en el pasaje citado al principio: «Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal
4, 6). El hombre eleva su voz a semejanza de Cristo, el cual se dirigía
a Dios «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7),
especialmente en Getsemaní y sobre la cruz: el hombre grita a Dios como
gritó Cristo y así da testimonio de participar en su filiación por obra
del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre
del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace
que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero
de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cf. Gal 4,
7). En esto consiste la religión del «permanecer en la vida íntima de
Dios», que se inicia con la Encarnación del Hijo de Dios. El Espíritu
Santo, que sondea las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10),
nos introduce a nosotros, hombres, en estas profundidades en virtud del
sacrificio de Cristo.
9. Cuando san Pablo habla del nacimiento
del Hijo de Dios lo sitúa en «la plenitud de los tiempos» (cf. Gal
4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de
que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del
hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué «cumplimiento»
es mayor que este? ¿qué otro «cumplimiento» sería posible? Alguien ha
pensado en ciertos ciclos cósmicos arcanos, en los que la historia del
universo, y en particular del hombre, se repetiría constantemente. El
hombre surge de la tierra y a la tierra retorna (cf. Gn 3, 19):
este es el dato de evidencia inmediata. Pero en el hombre hay una
irrenunciable aspiración a vivir para siempre. ¿Cómo pensar en su
supervivencia más allá de la muerte? Algunos han imaginado varias formas
de reencarnación: según cómo se haya vivido en el curso de la
existencia precedente, se llegaría a experimentar una nueva existencia
más noble o más humilde, hasta alcanzar la plena purificación. Esta
creencia, muy arraigada en algunas religiones orientales, manifiesta
entre otras cosas que el hombre no quiere resignarse a una muerte
irrevocable. Está convencido de su propia naturaleza esencialmente
espiritual e inmortal.
La revelación cristiana excluye la
reencarnación, y habla de un cumplimiento que el hombre está llamado a
realizar en el curso de una única existencia sobre la tierra. Este
cumplimiento del propio destino lo alcanza el hombre en el don sincero
de sí, un don que se hace posible solamente en el encuentro con Dios.
Por tanto, el hombre halla en Dios la plena realización de sí: esta
es la verdad revelada por Cristo. El hombre se autorrealiza en Dios,
que ha venido a su encuentro mediante su Hijo eterno.
Gracias a la venida de Dios a la tierra,
el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su plenitud. En
efecto, «la plenitud de los tiempos» es sólo la eternidad, mejor aún,
Aquel que es eterno, es decir Dios. Entrar en la «plenitud de
los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y
salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de
Dios.
10. En el cristianismo el tiempo
tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el
mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que
tiene su culmen en la «plenitud de los tiempos» de la Encarnación y su
término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos.
En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión
de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se
inician los «últimos tiempos» (cf. Hb 1, 2), la «última hora»
(cf. 1 Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará
hasta la Parusía.
De esta relación de Dios con el tiempo
nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo,
cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya
sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque
de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la Vigilia
pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo
resucitado, proclama: «Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y
Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A El la gloria y el poder por
los siglos de los siglos». Pronuncia estas palabras grabando sobre el
cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del
rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su
principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son
abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo
encontrarse de nuevo en la «plenitud de los tiempos». Por ello también
la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El año
solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto
sentido reproduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención,
comenzando por el primer Domingo de Adviento y concluyendo en la
solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada
domingo recuerda el día de la resurrección del Señor.
11. Desde esta perspectiva se hace
comprensible el uso de los jubileos, que comenzó en el Antiguo
Testamento y continúa en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret fue
un día a la sinagoga de su ciudad y se levantó para hacer la
lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen del profeta
Isaías, donde leyó el siguiente pasaje: «El Espíritu del Señor Yahveh
está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena
nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a
pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a
pregonar año de gracia de Yahveh» (61, 1-2).
El Profeta hablaba del Mesías. «Hoy
—añadió Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc
4, 21), haciendo entender que el Mesías anunciado por el Profeta era
precisamente El, y que en El comenzaba el «tiempo» tan deseado: había
llegado el día de la salvación, la «plenitud de los tiempos». Todos
los jubileos se refieren a este «tiempo» y aluden a la misión
mesiánica de Cristo, venido como «consagrado con la unción» del
Espíritu Santo, como «enviado por el Padre». Es El quien anuncia la
buena noticia a los pobres. Es El quien trae la libertad a los privados
de ella, libera a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos (cf.
Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). De este modo realiza «un año de
gracia del Señor», que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo
con sus obras. El jubileo, «año de gracia del Señor», es una
característica de la actividad de Jesús y no sólo la definición
cronológica de un cierto aniversario.
12. Las palabras y las obras de Jesús
constituyen de este modo el cumplimiento de toda la tradición de los
jubileos del Antiguo Testamento. Es sabido que el jubileo era un
tiempo dedicado de modo particular a Dios. Se celebraba cada siete
años, según la Ley de Moisés: era el «año sabático», durante el cual se
dejaba reposar la tierra y se liberaban los esclavos. La obligación de
liberar los esclavos, estaba regulada por detalladas prescripciones
contenidas en el Libro del Exodo (23, 10-11), del Levítico (25, 1-28),
del Deuteronomio (15, 1-6) y, prácticamente, en toda la legislación
bíblica, que adquiere así esta dimensión peculiar. En el año sabático,
además de la liberación de esclavos, la Ley preveía la remisión de todas
las deudas, según normas muy precisas. Todo esto debía hacerse en honor
a Dios. Lo referente al año sabático valía también para el «jubilar»,
que tenía lugar cada cincuenta años. Sin embargo, en el año jubilar
se ampliaban las prácticas del sabático y se celebraban con mayor
solemnidad. Leemos en el Levítico: «Declararéis santo el año cincuenta,
y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será
para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual
regresará a su familia» (25, 10). Una de las consecuencias más
significativas del año jubilar era la «emancipación» de todos
los habitantes necesitados de liberación. En esta ocasión cada
israelita recobraba la posesión de la tierra de sus padres, si
eventualmente la había vendido o perdido al caer en esclavitud. No podía
privarse definitivamente de la tierra, puesto que pertenecía a Dios, ni
podían los israelitas permanecer para siempre en una situación de
esclavitud, dado que Dios los había «rescatado» para sí como propiedad
exclusiva liberándolos de la esclavitud en Egipto.
13. Aunque en gran parte los preceptos
del año jubilar no pasaron de ser una expectativa ideal —más una
esperanza que una concreta realización, estableciendo por otro lado una
prophetia futuri como preanuncio de la verdadera liberación que
habría sido realizada por el Mesías venidero— sobre la base de la
normativa jurídica contenida en ellos se viene ya delineando una cierta
doctrina social, que se desarrolló después más claramente a partir
del Nuevo Testamento. El año jubilar debía devolver la igualdad entre
todos los hijos de Israel, abriendo nuevas posibilidades a las
familias que habían perdido sus propiedades e incluso la libertad
personal. Por su parte, el año jubilar recordaba a los ricos que había
llegado el tiempo en que los esclavos israelitas, de nuevo iguales a
ellos, podían reivindicar sus derechos. En el tiempo previsto por la Ley
debía proclamarse un año jubilar, que venía en ayuda de todos los
necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La justicia, según la Ley
de Israel, consistía sobre todo en la protección de los débiles,
debiendo el rey distinguirse en ello, como afirma el Salmista: «Porque
él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se
apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará» (Sal
7273, 12-13). Los presupuestos de estas tradiciones eran
estrictamente teológicos, relacionados ante todo con la teología de
la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era común
convicción que sólo a Dios, como Creador, correspondía el «dominium
altum», esto es, la señoría sobre todo lo creado, y en particular
sobre la tierra (cf. Lv 25, 23). Si Dios en su Providencia había
dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a
todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como
un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como
propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un
encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido
pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos
de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al
restablecimiento de esta justicia social. Así pues, en la tradición
del año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la
Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha
desarrollado particularmente en el último siglo, sobre todo a partir de
la Encíclica Rerum novarum.
14. Es preciso subrayar siempre lo que Isaías expresa con las
palabras: «proclamar un año de gracia del
Señor». El jubileo, para la Iglesia, es verdaderamente este «año
de gracia», año de perdón de los pecados y de las penas por los
pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples
conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. La
tradición de los años jubilares está ligada a la concesión de
indulgencias de un modo más generoso que en otros años. Junto a los
jubileos que recuerdan el misterio de la Encarnación, el cumplimiento de
los cien, los cincuenta o los veinticinco años, existen también aquellos
que conmemoran la obra de la Redención: la cruz de Cristo, su muerte
sobre el Gólgota y su resurrección. La Iglesia, en estas circunstancias,
proclama «un año de gracia del Señor» y se afana para que todos los
fieles puedan gozar más ampliamente de esta gracia. Es por ello que
los jubileos se celebran no sólo «in Urbe», sino también «extra Urbem»:
tradicionalmente esto se hacía el año sucesivo a la celebración
«in Urbe».
15. En la vida de cada persona los
jubileos hacen referencia normalmente al día de nacimiento, aunque
también se celebran los aniversarios del Bautismo, de la Confirmación,
de la primera Comunión, de la Ordenación sacerdotal o episcopal y del
sacramento del Matrimonio. Algunos de estos aniversarios tienen su
correspondencia en el ámbito secular, pero los cristianos les atribuyen
siempre un carácter religioso. De hecho, en la visión cristiana cada
jubileo —el 25° aniversario del sacerdocio o del matrimonio, llamado
«de plata», o el 50°, denominado «de oro», o el 60°, «de diamante»—
constituye un particular año de gracia para la persona que ha
recibido uno de los sacramentos enumerados. Lo que hemos dicho sobre los
jubileos particulares se puede aplicar también a las comunidades o a
las instituciones. Así pues se celebra el centenario o el milenio de
fundación de una ciudad o de un municipio. Y en el ámbito eclesial se
festejan los jubileos de las parroquias o de las diócesis. Todos estos
jubileos personales o comunitarios tienen un papel importante y
significativo en la vida de los individuos y de las comunidades.
Bajo este aspecto, los dos mil años
del nacimiento de Cristo —prescindiendo de la exactitud del cálculo
cronológico— representan un Jubileo extraordinariamente grande no
sólo para los cristianos, sino indirectamente para toda la humanidad,
dado el papel primordial que el cristianismo ha jugado en estos dos
milenios. Es significativo que el cómputo del transcurso de los años se
haga casi en todas partes a partir de la venida de Cristo al mundo, la
cual se convierte así en el centro del calendario más utilizado
hoy. ¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación
que para la historia universal ha significado el nacimiento de Jesús de
Nazaret?
16. El término «jubileo» expresa
alegría; no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta
exteriormente, ya que la venida de Dios es también un suceso exterior,
visible, audible y tangible, como recuerda san Juan (cf. 1 Jn 1,
1). Es justo, pues, que toda expresión de júbilo por esta venida tenga
su manifestación exterior. Esta indica que la Iglesia se alegra por
la salvación, invita a todos a la alegría, y se esfuerza por crear
las condiciones para que las energías salvíficas puedan ser comunicadas
a cada uno. Por ello, el 2000 marcará la fecha del Gran Jubileo.*
En cuanto al contenido, este Gran
Jubileo será, en cierto modo, igual a cualquier otro. Pero, al mismo
tiempo, será diverso y más importante que los anteriores. En efecto, la
Iglesia respeta las medidas del tiempo: horas, días, años, siglos. De
esta forma camina al paso de cada hombre, haciendo que todos comprendan
cómo cada una de estas medidas está impregnada de la presencia de
Dios y de su acción salvífica. Con este espíritu la Iglesia se
alegra, da gracias y pide perdón, presentando súplicas al Señor de la
historia y de las conciencias humanas.
Entre las súplicas más fervientes de
este momento excepcional al acercarse un nuevo Milenio, la Iglesia
implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de
las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Deseo que el
Jubileo sea la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la
puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más
que las que nos separan. A este propósito ayudaría mucho que, respetando
los programas de cada Iglesia y Comunidad, se alcanzasen acuerdos
ecuménicos para la preparación y celebración del Jubileo: éste tendrá
aún más fuerza si se testimonia al mundo la decidida voluntad de todos
los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la plena
unidad en la certeza de que «nada es imposible para Dios».
17. En la historia de la Iglesia cada
jubileo es preparado por la divina Providencia. Esto vale también
para el Gran Jubileo del Año 2000. Convencidos de ello, hoy miramos con
sentido de gratitud y también de responsabilidad cuanto ha sucedido en
la historia de la humanidad a partir del nacimiento de Cristo,
principalmente los acontecimientos entre el Mil y el Dos mil. De un modo
muy particular dirigimos la mirada de fe a este siglo nuestro, buscando
en él aquello que da testimonio no sólo de la historia del hombre, sino
también de la intervención divina en las vicisitudes humanas.
18. En este sentido se puede afirmar que
el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial,
gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del
Jubileo del segundo milenio. Se trata de un Concilio semejante a los
anteriores, aunque muy diferente; un Concilio centrado en el misterio
de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo. Esta
apertura ha sido la respuesta evangélica a la reciente evolución del
mundo con las desconcertantes experiencias del siglo XX, atormentado por
una primera y una segunda guerra mundial, por la experiencia de los
campos de concentración y por horrendas matanzas. Lo sucedido muestra
sobre todo que el mundo tiene necesidad de purificación, tiene necesidad
de conversión.
Se piensa con frecuencia que el Concilio
Vaticano II marca una época nueva en la vida de la Iglesia. Esto es
verdad, pero a la vez es difícil no ver cómo la Asamblea conciliar ha
tomado mucho de las experiencias y de las reflexiones del período
precedente, especialmente del pensamiento de Pío XII. En la historia
de la Iglesia, «lo viejo» y «lo nuevo» están siempre profundamente
relacionados entre sí. Lo «nuevo» brota de lo «viejo» y lo «viejo»
encuentra en lo «nuevo» una expresión más plena. Así ha sido para el
Concilio Vaticano II y para la actividad de los Pontífices relacionados
con la Asamblea conciliar, comenzando por Juan XXIII, siguiendo con
Pablo VI y Juan Pablo I, hasta el Papa actual.
Lo que ellos han realizado durante y
después del Concilio, tanto el magisterio como la actividad de cada uno,
ha aportado ciertamente una significativa ayuda a la preparación de
la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran
Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo.
19. El Concilio, aunque no empleó el
tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas del Jordán exhortaba a la
penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17), ha puesto de
relieve algo del antiguo Profeta, mostrando con nuevo vigor a los
hombres de hoy a Cristo, el «Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo» (Jn 1, 29), el Redentor del hombre, el Señor de la
historia. En la Asamblea conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente
fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad, descubriendo la
profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en
dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la
santidad; dispuso la reforma de la liturgia, «fuente y culmen» de su
vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a
nivel universal como al de Iglesias locales; se empeñó en la promoción
de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los
religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de
los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal,
expresión privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos
en comunión con el Sucesor de Pedro. Sobre la base de esta profunda
renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras Confesiones,
a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro
tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad
de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del
significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad
de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las
diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a
cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social.
20. La enorme riqueza de contenidos y
el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de
estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los
Padres conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el
lenguaje del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje
conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las
cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de
las realidades temporales.
En efecto, la mejor preparación al
vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de
aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del
Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia. Con el
Vaticano II se ha inaugurado, en el sentido más amplio de la palabra, la
inmediata preparación del Gran Jubileo del 2000. Si buscáramos algo
análogo en la liturgia, se podría decir que la anual liturgia del
Adviento es el tiempo más parecido al espíritu del Concilio. El
Adviento nos prepara al encuentro con Aquel que era, que es y que
constantemente viene (cf. Ap 4, 8).
21. En el camino de preparación a la
cita del 2000 se incluye la serie de Sínodos iniciada después del
Concilio Vaticano II: Sínodos generales y Sínodos continentales,
regionales, nacionales y diocesanos. El tema de fondo es el de la
evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización, cuyas
bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii
nuntiandi de Pablo VI, publicada en el año 1975 después de la
tercera Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Estos Sínodos ya
forman parte por sí mismos de la nueva evangelización: nacen de la
visión conciliar de la Iglesia, abren un amplio espacio a la
participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en
la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el
Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica,
profética, sacerdotal y regia. Muy elocuentes son a este respecto las
afirmaciones del segundo capítulo de la Const. dogm. Lumen gentium.
La preparación del Jubileo del Año 2000 se realiza así en toda la
Iglesia, a nivel universal y local, animada por una conciencia nueva
de la misión salvífica recibida de Cristo. Esta conciencia se manifiesta
con significativa evidencia en las Exhortaciones postsinodales dedicadas
a la misión de los laicos, a la formación de los sacerdotes, a la
catequesis, a la familia, al valor de la penitencia y de la
reconciliación en la vida de la Iglesia y de la humanidad y,
próximamente, a la vida consagrada.
22. Con vista al Gran Jubileo del Año
2000, esperan al ministerio del Obispo de Roma tareas y
responsabilidades específicas. En esta línea han actuado de algún modo
todos los Pontífices del siglo que está por acabar. Con el programa de
renovar todo en Cristo, san Pío X trató de prevenir los trágicos
derroteros que iba adquiriendo la situación internacional de principios
de siglo. La Iglesia, frente a la consolidación en el mundo
contemporáneo de tendencias opuestas a la paz y a la justicia, era
consciente del deber de actuar de un modo decisivo para favorecer y
defender bienes tan fundamentales. Los Pontífices del período
preconciliar se movieron en este sentido con gran diligencia, cada uno
desde su propia situación: Benedicto XV se halló frente a la tragedia de
la primera guerra mundial; Pío XI debió afrontar las amenazas de los
sistemas totalitarios o no respetuosos de la libertad humana en
Alemania, en Rusia, en Italia, en España, y antes aún en México. Pío XII
intervino contra la mayor injusticia de la segunda guerra mundial, el
sumo desprecio de la dignidad humana, y dio también luminosas
orientaciones para el nacimiento de un nuevo orden mundial después de la
caída de los sistemas políticos precedentes.
Además los Papas a lo largo del siglo,
siguiendo las huellas de León XIII, han tratado sistemáticamente los
temas de la doctrina social católica, considerando las características
de un sistema justo en el campo de las relaciones entre trabajo y
capital. Basta pensar en la Encíclica Quadragesimo anno de Pío
XI, en las numerosas intervenciones de Pío XII, en la Mater et
Magistra y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la
Populorum progressio y en la Carta Apostólica Octogesima
adveniens de Pablo VI. Sobre este argumento yo mismo he vuelto
repetidamente: he dedicado la Encíclica Laborem exercens de modo
particular a la importancia del trabajo humano, mientras que con la
Centesimus annus he intentado reafirmar la validez de la doctrina de
la Rerum novarum después de cien años. Además anteriormente con
la Encíclica Sollicitudo rei socialis había propuesto de nuevo en
forma sistemática toda la doctrina social de la Iglesia desde la
perspectiva del enfrentamiento entre los dos bloques Este-Oeste y del
peligro de una guerra nuclear. Los dos elementos de la doctrina social
de la Iglesia —la tutela de la dignidad y de los derechos de la
persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital,
y la promoción de la paz— se encontraron en este texto y se
fusionaron. Asimismo tratan de servir a la causa de la paz los Mensajes
pontificios anuales del primero de enero, publicados a partir de 1968,
bajo el pontificado de Pablo VI.
23. El pontificado actual, desde
el primer documento, habla explícitamente del Gran Jubileo,
invitando a vivir el período de espera como «un nuevo adviento».(9)
Sobre este tema he vuelto después muchas otras veces, deteniéndome
ampliamente en la Encíclica Dominum et vivificantem.(10) De
hecho, la preparación del Año 2000 es casi una de sus claves
hermenéutica. Ciertamente no se quiere inducir a un nuevo
milenarismo, como se hizo por parte de algunos al final del primer
milenio; sino que se pretende suscitar una particular sensibilidad a
todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias (cf.
Ap 2, 7ss.), así como a los individuos por medio de los carismas al
servicio de toda la comunidad. Se pretende subrayar aquello que el
Espíritu sugiere a las distintas comunidades, desde las más pequeñas,
como la familia, a las más grandes, como las naciones y las
organizaciones internacionales, sin olvidar las culturas, las
civilizaciones y las sanas tradiciones. La humanidad, a pesar de las
apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive
de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen
utilizada con tanta fuerza por san Pablo en la Carta a los Romanos (cf.
8, 19-22).
24. Las peregrinaciones del Papa
se han convertido en un elemento importante del esfuerzo por la
aplicación del Concilio Vaticano II. Comenzadas por Juan XXIII, en
puertas de la inauguración del Concilio, con una significativa
peregrinación a Loreto y Asís (1962), tuvieron un notable incremento con
Pablo VI, quien, después de haber ido en primer lugar a Tierra Santa
(1964), realizó otros nueve grandes viajes apostólicos que lo llevaron
al contacto directo con las poblaciones de los distintos continentes.
El pontificado actual ha ampliado aún
más este programa, comenzando por México, con ocasión de la III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla
en 1979. Se realizó además, en aquel mismo año, la peregrinación a
Polonia durante el Jubileo por el 900° aniversario de la muerte de san
Estanislao obispo y mártir.
Las sucesivas etapas de este peregrinar
son conocidas. Las peregrinaciones se han hecho sistemáticas, llegando a
las Iglesias particulares de todos los continentes, con una cuidada
atención por el desarrollo de las relaciones ecuménicas con los
cristianos de las diversas confesiones. En este sentido revisten un
particular relieve las visitas a Turquía (1979), Alemania (1980),
Inglaterra, Gales y Escocia (1982), Suiza (1984), Países Escandinavos
(1989) y últimamente a los Países Bálticos (1993).
En el momento presente, entre las metas
de peregrinación vivamente deseadas se encuentra, además de Sarajevo en
Bosnia-Herzegovina, el Oriente Medio: Líbano, Jerusalén y Tierra Santa.
Sería muy elocuente si, con ocasión del año 2000, fuera posible visitar
todos aquellos lugares que se hallan en el camino del Pueblo de Dios
de la Antigua Alianza, a partir de los lugares de Abraham y de
Moisés, atravesando Egipto y el Monte Sinaí, hasta Damasco, ciudad que
fue testigo de la conversión de san Pablo.
25. En la preparación del Año 2000
juegan un papel propio las Iglesias particulares, que con sus
jubileos celebran etapas significativas de la historia de salvación de
los diversos pueblos. Entre estos jubileos locales o regionales
han tenido suma importancia el milenio del Bautismo de la Rus en 1988
(11) y también los quinientos años del inicio de la evangelización del
continente americano (1492). Junto a estos acontecimientos de vasto
alcance, aunque no de dimensión universal, se deben recordar otros no
menos significativos: por ejemplo, el milenio del Bautismo de Polonia en
1966 y de Hungría en 1968, junto con los seis cientos años del Bautismo
de Lituania en 1987. Además se cumplirán próximamente el 1500°
aniversario del Bautismo de Clodoveo rey de los francos (496), y el
1400° aniversario de la llegada de san Agustín a Canterbury (597),
inicio de la evangelización del mundo anglosajón.
En relación a Asia, el Jubileo nos
recordará al apóstol Tomás, que ya al comienzo de la era cristiana,
según la tradición, llevó el anuncio evangélico a la India, a donde en
torno al año 1500 llegarían después los misioneros portugueses. Se
celebra este año el séptimo centenario de la evangelización de la China
(1294) y nos disponemos a conmemorar la expansión misionera en Filipinas
con la constitución de la sede metropolitana de Manila (1595), como
también del IV centenario de los primeros mártires del Japón (1597).
En Africa, donde el primer anuncio se
remonta a la época apostólica, junto a los 1650 años de la consagración
episcopal del primer Obispo de los etíopes, san Frumencio (a. 397) y a
los 500 años del inicio de la evangelización de Angola, en el antiguo
reino del Congo (1491), naciones como Camerún, Costa de Marfil,
República Centroafricana, Burundi y Burkina-Faso están celebrando los
respectivos centenarios de la llegada a sus territorios de los primeros
misioneros. A su vez, otras naciones africanas lo han celebrado hace
poco.
¿Cómo olvidar además las Iglesias de
Oriente, cuyos antiguos Patriarcados nos acercan a la herencia
apostólica y cuyas venerables tradiciones teológicas, litúrgicas y
espirituales constituyen una enorme riqueza, patrimonio común de toda la
cristiandad? Las múltiples celebraciones jubilares de estas Iglesias y
de las Comunidades que en ellas reconocen el origen de su apostolicidad
evocan el camino de Cristo en los siglos y contribuyen también al gran
Jubileo del final del segundo milenio.
Vista así, toda la historia cristiana
aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus aguas. El
Año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda
comunión en las orillas de este gran río: el río de la
Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la
historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en
Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el «río» que con sus «afluentes»,
según la expresión del Salmo, «recrean la ciudad de Dios» (4645, 5).
26. En la perspectiva de la preparación
del Año 2000 se sitúan también los Años Santos celebrados en el
último período de este siglo. Está todavía fresco en la memoria el
Año Santo que el Papa Pablo VI convocó en 1975; en la misma
línea se ha celebrado posteriormente 1983 como Año de la Redención.
Tal vez un eco todavía mayor tuvo el Año Mariano 198788, muy
esperado y profundamente vivido en las Iglesias locales, y especialmente
en los santuarios marianos del mundo entero. La Encíclica Redemptoris
Mater, publicada entonces, evidenció la enseñanza conciliar sobre la
presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia:
el Hijo de Dios se hizo hombre hace dos mil años por obra del Espíritu
Santo y nació de la Inmaculada Virgen María. El Año Mariano fue como
una anticipación del Jubileo, incluyendo en sí mucho de lo que se
deberá expresar plenamente en el Año 2000.
27. Es difícil no advertir cómo el Año
Mariano precedió de cerca a los acontecimientos de 1989. Son
sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido
desarrollo. Los años ochenta se habían sucedido arrastrando un peligro
creciente, en la estela de la «guerra fría»; el año 1989 trajo consigo
una solución pacífica que ha tenido casi la forma de un desarrollo
«orgánico». A su luz nos sentimos inducidos a reconocer un significado
incluso profético a la Encíclica Rerum novarum: cuanto el Papa
León XIII allí escribe sobre el tema del comunismo encuentra en estos
acontecimientos una puntual verificación, como he hecho presente en la
Encíclica Centesimus annus.(12) Además se podía percibir cómo, en
la trama de lo sucedido, operaba con premura materna la mano invisible
de la Providencia: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho...?» (Is
49, 15).
Después de 1989 han surgido, sin
embargo, nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del
antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el
grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los
percances de los Balcanes y de otras áreas próximas. Esto obliga a las
naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo
culpas y errores cometidos históricamente, en campo económico y
político, en relación a las naciones cuyos derechos han sido
sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del
presente.
28. Actualmente, siguiendo la huella del
Año Mariano y en semejante perspectiva, estamos viviendo el Año de la
Familia, cuyo contenido se vincula estrechamente con el misterio de
la Encarnación y con la historia misma del hombre. Por tanto, se puede
alimentar la esperanza de que el Año de la Familia, inaugurado en
Nazaret, llegue a ser, como el Año Mariano, una significativa etapa
de la preparación del Gran Jubileo.
En este sentido, he dirigido una
Carta a las Familias, en la que he querido presentar el núcleo de la
enseñanza eclesial sobre la familia para llevarlo, por así decir, al
interior de cada hogar doméstico. En el Concilio Vaticano II la Iglesia
reconoció como una de sus tareas la de valorar la dignidad del
matrimonio y de la familia.(13) El Año de la Familia pretende contribuir
a la puesta en práctica del Concilio en esta dimensión. Es por esto
necesario que la preparación del Gran Jubileo pase, en cierto modo, a
través de cada familia. ¿Acaso no fue por medio de una familia, la
de Nazaret, que el Hijo de Dios quiso entrar en la historia del hombre?
29. Ante la vista de este vasto panorama
surge la pregunta: ¿se puede elaborar un programa específico de
iniciativas para la preparación inmediata del Gran Jubileo? En verdad,
cuanto se ha dicho anteriormente presenta ya algunos elementos de tal
programa.
Una presentación más detallada de
iniciativas «ad hoc», para no ser artificial y de difícil
aplicación en las Iglesias particulares, que viven en condiciones
tan diversas, debe resultar de una amplia consulta. Consciente de ello,
he querido interpelar al respecto a los Presidentes de las Conferencias
Episcopales y, en particular, a los Cardenales.
Estoy agradecido a los miembros del
Colegio Cardenalicio que, reunidos en Consistorio extraordinario el 13 y
14 de junio de 1994, han preparado al respecto numerosas propuestas y
han dado útiles orientaciones. Igualmente agradezco a los Hermanos en el
Episcopado, los cuales de varios modos no han dejado de hacerme llegar
valiosas sugerencias, que he tenido bien presentes en la elaboración de
esta Carta Apostólica.
30. Una primera indicación, surgida con
claridad de la consulta, es la relativa a los tiempos de la
preparación. Para el 2000 faltan ya pocos años: ha parecido oportuno
dividir este período en dos fases, reservando la fase propiamente
preparatoria a los últimos tres años. Se ha pensado que un período
más largo acabaría por acumular excesivos contenidos, atenuando la
tensión espiritual.
Por tanto parece conveniente acercarse a
la histórica fecha con una primera fase de sensibilización de los
fieles sobre temas más generales, para después concentrar la preparación
directa e inmediata en una segunda fase, de un trienio,
orientada toda ella a la celebración del misterio de Cristo Salvador.
a) Primera Fase
31. La primera fase tendrá pues
un carácter antepreparatorio: deberá servir para reavivar en el
pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el
Jubileo del 2000 supone en la historia humana. Este, llevando
consigo la memoria del nacimiento de Cristo, está intrínsecamente
marcado por una connotación cristológica.
Conforme a la articulación de la fe
cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar, también en
esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la
celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo
conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la
actualización sacramental. El Jubileo deberá confirmar en los cristianos
de hoy la fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la
esperanza prolongada en la espera de la vida eterna, vivificar la
caridad comprometida activamente en el servicio a los hermanos.
En el curso de la primera fase (del 1994
al 1996) la Santa Sede, con la creación de un Comité al efecto,
no dejará de sugerir líneas de reflexión y de acción a nivel universal,
mientras que un esfuerzo análogo de sensibilización se desarrollará de
un modo más capilar, por Comisiones semejantes en las Iglesias
locales. Se trata, de cualquier modo, de continuar con lo realizado
en la preparación remota y, al mismo tiempo, de profundizar los
aspectos más característicos del acontecimiento jubilar.
32. El Jubileo es siempre un tiempo de
gracia particular, «un día bendecido por el Señor»: como tal tiene —ya
lo he comentado— un carácter de alegría. El Jubileo del Año 2000 quiere
ser una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre
todo por el don de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención
realizada por El. En el año jubilar los cristianos se pondrán con
nuevo asombro de fe frente al amor del Padre, que ha entregado su
Hijo, «para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga
vida eterna» (Jn 3, 16). Elevarán además con profundo
sentimiento su acción de gracias por el don de la Iglesia,
fundada por Cristo como «sacramento o signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».(14) Su
agradecimiento se extenderá finalmente a los frutos de santidad
madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que en cada generación
y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don de la
Redención.
El gozo de un jubileo es siempre de un
modo particular el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de
la conversión. Parece por ello oportuno poner nuevamente en primer
plano el tema del Sínodo de Obispos de 1984, es decir, la penitencia
y la reconciliación.(15) Este Sínodo fue un hecho muy significativo
en la historia de la Iglesia postconciliar. Retoma la cuestión siempre
actual de la conversión («metanoia»), que es la condición preliminar
para la reconciliación con Dios tanto de las personas como de las
comunidades.
33. Así es justo que, mientras el
segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con
una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las
circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del
espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del
testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo
de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de
antitestimonio y de escándalo.
La Iglesia, aun siendo santa por su
incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella
reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los
hombres, a los hijos pecadores. Afirma al respecto la Lumen
gentium: «La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la
vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación».(16)
La Puerta Santa del Jubileo del 2000
deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes, porque la
humanidad, alcanzando esta meta, se echará a la espalda no sólo un
siglo, sino un milenio. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la
clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez
siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus
hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades,
incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de
lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos
capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de
hoy.
34. Entre los pecados que exigen un
mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse
ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para
su Pueblo. A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún
más que en el primer milenio, la comunión eclesial, «a veces no sin
culpa de los hombres por ambas partes»,(17) ha conocido dolorosas
laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un
escándalo para el mundo.(18) Desgraciadamente, estos pecados del pasado
hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente.
Es necesario hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo.
En esta última etapa del milenio, la
Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo
implorando de El la gracia de la unidad de los cristianos. Es
este un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo.
Especialmente después del Concilio Vaticano II han sido muchas las
iniciativas ecuménicas emprendidas con generosidad y empeño: se puede
decir que toda la actividad de las Iglesias locales y de la Sede
Apostólica ha asumido en estos años un carácter ecuménico. El
Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos
ha sido uno de los principales centros animadores del proceso hacia la
plena unidad.
Sin embargo, somos todos conscientes de
que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos,
aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don
del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin
caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad, sino más bien
actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio y
por los sucesivos documentos de la Santa Sede, apreciados también por
muchos cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia
católica.
Aquí está, por tanto, una de las tareas
de los cristianos encaminados hacia el año 2000. La cercanía del final
del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a
oportunas iniciativas ecuménicas, de modo que ante el Gran Jubileo nos
podamos presentar, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos
a superar las divisiones del segundo milenio. Es necesario al
respecto —cada uno lo ve— un enorme esfuerzo. Hay que proseguir en el
diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse más en la oración
ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del
Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a
los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de
la pasión: «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).
35. Otro capítulo doloroso sobre el que
los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al
arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada,
especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e
incluso de violencia en el servicio a la verdad.
Es cierto que un correcto juicio
histórico no puede prescindir de un atento estudio de los
condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos
pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad
comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación.
Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de
intolerancia, alimentando una atmósfera pasional a la que sólo los
grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de
algún modo substraerse. Pero la consideración de las circunstancias
atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente
las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro,
impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado,
testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos
trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe
llevar a todo cristiano a tener buena cuenta del principio de oro
dictado por el Concilio: «La verdad no se impone sino por la fuerza de
la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las
almas».(19)
36. Un serio examen de conciencia ha
sido auspiciado por numerosos Cardenales y Obispos sobre todo para la
Iglesia del presente. A las puertas del nuevo Milenio los cristianos
deben ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las
responsabilidades que ellos tienen también en relación a los males de
nuestro tiempo. La época actual junto a muchas luces presenta
igualmente no pocas sombras.
¿Cómo callar, por ejemplo, ante la
indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir
como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz
de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la
coherencia? A esto hay que añadir aún la extendida pérdida del sentido
trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético,
incluso en los valores fundamentales del respeto a la vida y a la
familia. Se impone además a los hijos de la Iglesia una verificación:
¿en qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de
secularismo y relativismo ético? ¿Y qué parte de responsabilidad deben
reconocer también ellos, frente a la desbordante irreligiosidad, por no
haber manifestado el genuino rostro de Dios, «a causa de los defectos
de su vida religiosa, moral y social»? (20)
De hecho, no se puede negar que la vida
espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre
que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la
misma rectitud teologal de la fe. Esta, ya probada por el careo
con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas
erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al
Magisterio de la Iglesia.
Y sobre el testimonio de la Iglesia en
nuestro tiempo, ¿cómo no sentir dolor por la falta de discernimiento,
que a veces llega a ser aprobación, de no pocos cristianos frente a
la violación de fundamentales derechos humanos por parte de regímenes
totalitarios? ¿Y no es acaso de lamentar, entre las sombras del
presente, la corresponsabilidad de tantos cristianos en graves formas
de injusticia y de marginación social? Hay que preguntarse cuántos,
entre ellos, conocen a fondo y practican coherentemente las directrices
de la doctrina social de la Iglesia.
El examen de conciencia debe mirar
también la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a
la Iglesia al final del segundo milenio. ¿En qué medida la Palabra de
Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora
de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum? ¿Se
vive la liturgia como «fuente y culmen» de la vida eclesial, según las
enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium? ¿Se consolida, en la
Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de
comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los
ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios,
aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan
la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano
II? Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo
de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices
conciliares —presentes en la Gaudium et spes y en otros
documentos— de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin
embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la
verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior.
37. La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires:
«Sanguis martyrum, semen christianorum».(21) Los hechos históricos
ligados a la figura de Constantino el
Grande nunca habrían podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como
el verificado en el primer milenio, si no hubiera sido por aquella
siembra de mártires y por aquel patrimonio de santidad que
caracterizaron a las primeras generaciones cristianas. Al término
del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de
mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y
laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del
mundo. El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la
sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos
y protestantes, como revelaba ya Pablo VI en la homilía de la
canonización de los mártires ugandeses.(22)
Es un testimonio que no hay que
olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando notables
dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios el
testimonio de los mártires. Tales martirologios han sido constantemente
actualizados a través de los siglos, y en el libro de santos y beatos de
la Iglesia han entrado no sólo aquellos que vertieron la sangre por
Cristo, sino también maestros de la fe, misioneros, confesores, obispos,
presbíteros, vírgenes, cónyuges, viudas, niños.
En nuestro siglo han vuelto los
mártires, con frecuencia desconocidos, casi «militi ignoti»
de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben
perderse en la Iglesia sus testimonios. Como se ha sugerido en el
Consistorio, es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo
posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio,
recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un
sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos,
de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum
habla con una voz más fuerte que los elementos de división. El
martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de
los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la
Iglesia rendía máximo honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a
Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de su santidad. Se ha
desarrollado posteriormente la praxis de la canonización, que todavía
perdura en la Iglesia católica y en las ortodoxas. En estos años se han
multiplicado las canonizaciones y beatificaciones. Ellas manifiestan la
vitalidad de las Iglesias locales, mucho más numerosas hoy que en
los primeros siglos y en el primer milenio. El mayor homenaje que todas
las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será
la demostración de la omnipotente presencia del Redentor mediante frutos
de fe, esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y
razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación
cristiana.
Será tarea de la Sede Apostólica, con
vista al Año 2000, actualizar los martirologios de la Iglesia
universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también
en nuestro tiempo han vivido plenamente en la verdad de Cristo. De
modo especial se deberá trabajar por el reconocimiento de la heroicidad
de las virtudes de los hombres y las mujeres que han realizado su
vocación cristiana en el Matrimonio: convencidos como estamos de
que no faltan frutos de santidad en tal estado, sentimos la necesidad de
encontrar los medios más oportunos para verificarlos y proponerlos a
toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos
cristianos.
38. Una exigencia posterior señalada por
los Cardenales y los Obispos es la de los Sínodos de carácter
continental, en la línea de los ya celebrados para Europa y Africa.
La última Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ha acogido,
en sintonía con el Episcopado norteamericano, la propuesta de un
Sínodo panamericano sobre la problemática de la nueva evangelización
en las dos partes del mismo continente, tan diversas entre sí por su
origen y su historia, y sobre la cuestión de la justicia y de las
relaciones económicas internacionales, considerando la enorme
desigualdad entre el Norte y el Sur.
Otro Sínodo de carácter continental será
oportuno en Asia, donde está más acentuado el tema del encuentro
del cristianismo con las antiguas culturas y religiones locales. Este es
un gran desafío para la evangelización, dado que sistemas religiosos
como el budismo o el hinduismo se presentan con un claro carácter
soteriológico. Existe pues la urgente necesidad de un Sínodo, con
ocasión del Gran Jubileo, que ilustre y profundice la verdad sobre
Cristo como único Mediador entre Dios y los hombres, y como único
Redentor del mundo, distinguiéndolo bien de los fundadores de otras
grandes religiones, en las cuales también se encuentran elementos de
verdad, que la Iglesia considera con sincero respeto, viendo en ellos un
reflejo de la Verdad que ilumina a todos los hombres.(23) En el 2000
deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: Ecce
natus est nobis Salvator mundi.
También para Oceanía podría ser
útil un Sínodo regional. En este continente existe la cuestión de las
poblaciones aborígenes, que evoca de modo especial algunos aspectos de
la prehistoria del género humano. En este Sínodo un tema que no se
habría de descuidar, junto con otros problemas del Continente, debe ser
el encuentro del cristianismo con aquellas antiquísimas formas de
religiosidad, significativamente caracterizadas por una orientación
monoteísta.
b) Segunda fase
39. Sobre la base de esta amplia acción
sensibilizadora será después posible afrontar la segunda fase, la
propiamente preparatoria. Esta se desarrollará en una etapa de
tres años, de 1997 a 1999. La estructura ideal para este trienio,
centrado en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, debe ser teológica,
es decir «trinitaria».
I año: Jesucristo
40. El primer año, 1997, se dedicará
a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra
del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente
cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida
al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género
humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y
Obispos, es: «Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y
siempre» (cf. Hb 13, 8).
Entre los contenidos cristológicos
propuestos en el Consistorio sobresalen los siguientes: el
descubrimiento de Cristo Salvador y Evangelizador, con particular
referencia al capítulo cuarto del Evangelio de Lucas, donde el tema de
Cristo enviado a evangelizar se entrelaza con el del Jubileo; la
profundización del misterio de su Encarnación y de su nacimiento del
seno virginal de María; la necesidad de la fe en El para la salvación.
Para conocer la verdadera identidad de
Cristo, es necesario que los cristianos, sobre todo durante este año,
vuelvan con renovado interés a la Sagrada Escritura, «en la
liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o
bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se
organizan hoy por todas partes».(24) En el texto revelado es el mismo
Padre celestial que sale a nuestro encuentro amorosamente y se
entretiene con nosotros manifestándonos la naturaleza del Hijo unigénito
y su proyecto de salvación para la humanidad.(25)
41. El esfuerzo de actualización
sacramental mencionado anteriormente podrá ayudar, a lo largo del año,
al descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia
cristiana, según la palabra del Apóstol: «Todos los bautizados en
Cristo os habéis revestido de Cristo» (Gal 3, 27). El Catecismo
de la Iglesia Católica, por su parte, recuerda que el Bautismo
constituye «el fundamento de la comunión entre todos los cristianos, e
incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia
católica».(26) Bajo el perfil ecuménico, será un año muy
importante para dirigir juntos la mirada a Cristo, único Señor, con la
intención de llegar a ser en El una sola cosa, según su oración al
Padre. La acentuación de la centralidad de Cristo, de la Palabra de Dios
y de la fe no debería dejar de suscitar en los cristianos de otras
Confesiones interés y acogida favorable.
42. Todo deberá mirar al objetivo
prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del
testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel
un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de
renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de
solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado.
El primer año será, por tanto, el
momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su
significado y valor originario de «enseñanza de los Apóstoles» (Hch
2, 42) sobre la persona de Jesucristo y su misterio de salvación. De
gran utilidad, para este objetivo, será la profundización en el Catecismo
de la Iglesia Católica, que presenta «fiel y orgánicamente la
enseñanza de la Sagrada Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y
del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres,
de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el
misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios».(27) Para ser
realistas, no se podrá descuidar la recta formación de las conciencias
de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de
Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra El y
contra la Iglesia.
43. María Santísima, que estará
presente de un modo por así decir «transversal» a lo largo de toda la
fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el
misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La
afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada
del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su
culto, aunque valioso, de ninguna manera debe menoscabar «la dignidad y
la eficacia de Cristo, único Mediador».(28) María, dedicada
constantemente a su Divino Hijo, se propone a todos los cristianos como
modelo de fe vivida. «La Iglesia, meditando sobre ella con amor
y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración,
penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se
identifica cada vez más con su Esposo».(29)
II año: El Espíritu Santo
44. El 1998, segundo año de la
fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo
y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los
discípulos de Cristo. «El gran Jubileo, que concluirá el segundo
milenio —escribía en la Encíclica Dominum et vivificantem— (...)
tiene una dimensión pnemautológica, ya que el misterio de la
Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel
Espíritu que —consustancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio
absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente
eterna de toda dávida que proviene de Dios en el orden de la creación,
el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación
de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación
constituye el culmen de esta dávida y de esta autocomunicación
divina».(30)
La Iglesia no puede prepararse al
cumplimiento bimilenario «de otro modo, sino es por el Espíritu Santo.
Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu
Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la
Iglesia».(31)
El Espíritu, de hecho, actualiza en la
Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación
traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de
cada uno: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho»
(Jn 14, 26).
45. Se incluye por tanto entre los
objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento
de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia
tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a
través de los diversos carismas, tareas y ministerios que El ha
suscitado para su bien: «Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza
y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12, 1-11),
distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Entre estos
dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu
mismo somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14). El mismo
Espíritu personalmente, con su fuerza y con la íntima conexión de los
miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre los
creyentes».(32)
El Espíritu es también para nuestra
época el agente principal de la nueva evangelización. Será por
tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino
de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en
Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar
dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que
se dará al final de los tiempos.
46. En esta dimensión escatológica,
los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de
la esperanza, acerca de la cual «fuisteis ya instruidos por la
Palabra de la verdad, el Evangelio» (Col 1, 5). La actitud
fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no
perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera
existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para
el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla
conforme al proyecto de Dios.
Como recuerda el apóstol Pablo: «Pues
sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de
parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del
Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el
rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza» (Rm
8, 22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al Gran Jubileo
del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en el venida
definitiva del Reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón,
en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social
donde viven y también en la historia del mundo.
Es necesario además que se estimen y
profundicen los signos de esperanza presentes en este último fin de
siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a
nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la
ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la
vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al
ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde
hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad
entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre
el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más
atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los
carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de
la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las
religiones y con la cultura contemporánea...
47. La reflexión de los fieles en el
segundo año de preparación deberá centrarse con particular solicitud
sobre el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden
los distintos dones y carismas suscitados en ella por el Espíritu. A
este propósito se podrá oportunamente profundizar en la doctrina
eclesiológica del Concilio Vaticano II contenida sobre todo en la
Constitución dogmática Lumen gentium. Este importante documento
ha subrayado expresamente que la unidad del Cuerpo de Cristo se funda
en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio
apostólico y sostenida por el amor recíproco (cf. 1 Cor 13, 1-8).
Tal profundización catequética de la fe llevará a los miembros del
Pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias
responsabilidades, como también a un más vivo sentido del valor de la
obediencia eclesial.(33)
48. María, que concibió al Verbo
encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en toda su
existencia por su acción interior, será contemplada e imitada a lo largo
de este año sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer
del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como
Abraham la voluntad de Dios «esperando contra toda esperanza» (Rom
4, 18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres
de Yhaveh, y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el
corazón de las promesas de Dios.
III año: Dios Padre
49. El 1999, tercer y último año
preparatorio, tendrá la función de ampliar los horizontes del
creyente según la visión misma de Cristo: la visión del «Padre
celestial» (cf. Mt 5, 45), por quien fue enviado y a quien
retornará (cf. Jn 16, 28).
«Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo» (Jn 17, 3). Toda la vida cristiana es como una gran
peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada
día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en particular por
el «hijo pródigo» (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta
a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente
para alcanzar la humanidad entera.
El Jubileo, centrado en la figura de
Cristo, llega de este modo a ser un gran acto de alabanza al Padre:
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en
Cristo» (Ef 1, 3).
50. En este tercer año el sentido del «camino hacia el Padre»
deberá llevar a todos a emprender, en la
adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica
conversión, que comprende tanto un aspecto «negativo» de
liberación del pecado, como un aspecto «positivo» de elección del
bien, manifestado por los valores éticos contenidos en la ley natural,
confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado
para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de
la Penitencia en su significado más profundo. El anuncio de la
conversión como exigencia imprescindible del amor cristiano es
particularmente importante en la sociedad actual, donde con frecuencia
parecen desvanecerse los fundamentos mismos de una visión ética de la
existencia humana.
Será, por tanto, oportuno, especialmente
en este año, resaltar la virtud teologal de la caridad,
recordando la sintética y plena afirmación de la primera Carta de Juan:
«Dios es amor» (4, 8. 16). La caridad, en su doble faceta de amor a
Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente.
Ella tiene en Dios su fuente y su meta.
51. En este sentido, recordando que
Jesús vino a «evangelizar a los pobres» (Mt 11, 5; Lc 7,
22), ¿cómo no subrayar más decididamente la opción preferencial de la
Iglesia por los pobres y los marginados? Se debe decir ante todo que
el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro,
marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales
y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la
celebración del Jubileo. Así, en el espíritu del Libro del Levítico (25,
8-28), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo,
proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras
cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la
deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones. El
Jubileo podrá además ofrecer la oportunidad de meditar sobre otros
desafíos del momento como, por ejemplo, la dificultad de diálogo entre
culturas diversas y las problemáticas relacionadas con el respeto de los
derechos de la mujer y con la promoción de la familia y del matrimonio.
52. Recordando, además, que «Cristo
(...) en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación»,(34) dos compromisos serán ineludibles
especialmente durante el tercer año preparatorio: la confrontación con
el secularismo y el diálogo con las grandes religiones.
Respecto al primero, será oportuno
afrontar la vasta problemática de la crisis de civilización, que
se ha ido manifestando sobre todo en el Occidente tecnológicamente más
desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la
marginación de Dios. A la crisis de civilización hay que responder con
la civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz,
solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena
realización.
53. A su vez, en lo relativo al
horizonte de la conciencia religiosa, la vigilia del Dos mil será una
gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos últimos decenios,
para el diálogo interreligioso, según las claras indicaciones
dadas por el Concilio Vaticano II en la Declaración Nostra Aetate
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
En este diálogo deberán tener un puesto
preeminente los hebreos y los musulmanes. Quiera Dios que coincidiendo
en esta intención se puedan realizar también encuentros comunes
en lugares significativos para las grandes religiones monoteístas.
Se estudia, a este respecto, cómo
preparar tanto históricas reuniones en Belén, Jerusalén y el Sinaí,
lugares de gran valor simbólico, para intensificar el diálogo con los
hebreos y los fieles del Islam, como encuentros con los representantes
de las grandes religiones del mundo en otras ciudades. Sin embargo,
siempre se deberá tener cuidado para no provocar peligrosos
malentendidos, vigilando el riesgo del sincretismo y de un fácil y
engañoso irenismo.
54. En este amplio programa, María
Santísima, hija predilecta del Padre, se presenta ante la mirada de
los creyentes como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al
prójimo. Como ella misma afirma en el cántico del Magnificat,
grandes cosas ha hecho en ella el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo
(cf. Lc 1, 49). El Padre ha elegido a María para una misión
única en la historia de la salvación: ser Madre del mismo Salvador.
La Virgen respondió a la llamada de Dios con una disponibilidad plena:
«He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). Su maternidad,
iniciada en Nazaret y vivida en plenitud en Jerusalén junto a la Cruz,
se sentirá en este año como afectuosa e insistente invitación a todos
los hijos de Dios, para que vuelvan a la casa del Padre escuchando su
voz materna: «Haced lo que Cristo os diga» (cf. Jn 2, 5).
c) En vista de la celebración
55. Un capítulo particular es la
celebración misma del Gran Jubileo, que tendrá lugar
contemporáneamente en Tierra Santa, en Roma y en las Iglesias locales
del mundo entero. Sobre todo en esta fase, la fase celebrativa,
el objetivo será la glorificación de la Trinidad, de la que todo
procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia. A este
misterio miran los tres años de preparación inmediata: desde Cristo y
por Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre. En este sentido la
celebración jubilar actualiza y al mismo tiempo anticipa la meta y el
cumplimiento de la vida del cristiano y de la Iglesia en Dios uno y
trino.
Siendo Cristo el único camino al Padre,
para destacar su presencia viva y salvífica en la Iglesia y en el mundo,
se celebrará en Roma, con ocasión del Gran Jubileo, el Congreso
eucarístico internacional. El Dos mil será un año intensamente
eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador,
encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose
a la humanidad como fuente de vida divina.
La dimensión ecuménica y universal del
Sagrado Jubileo, se podrá evidenciar oportunamente en un significativo
encuentro pancristiano. Se trata de un gesto de gran valor y por
esto, para evitar equívocos, se debe proponer correctamente y preparar
con cuidado, en una actitud de fraterna colaboración con los cristianos
de otras confesiones y tradiciones, así como de afectuosa apertura a las
religiones cuyos representantes manifiesten interés por la alegría común
de todos los discípulos de Cristo.
Una cosa es cierta: cada uno es invitado
a hacer cuanto esté en su mano para que no se desaproveche el gran reto
del Año 2000, al que está seguramente unida una particular gracia del
Señor para la Iglesia y para la humanidad entera.
56. La Iglesia perdura desde hace 2000
años. Como el evangélico grano de mostaza, ella crece hasta
llegar a ser un gran árbol, capaz de cubrir con sus ramas la humanidad
entera (cf. Mt 13, 31-32). El Concilio Vaticano II en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia, considerando la cuestión de
la pertenencia a la Iglesia y de la ordenación al Pueblo de Dios,
dice así: «Todos los hombres están invitados a esta unidad católica del
Pueblo de Dios (...). A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a
ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso
todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de
Dios».(35) Pablo VI, por su parte, en la Encíclica Ecclesiam suam
explica la universal participación de los hombres en el proyecto de
Dios, señalando los distintos círculos del diálogo de salvación.(36)
A la luz de este planteamiento se puede
comprender aún mejor el significado de la parábola de la levadura (cf.
Mt 13, 33): Cristo, como levadura divina, penetra siempre más
profundamente en el presente de la vida de la humanidad difundiendo la
obra de la salvación realizada en el Misterio pascual. El envuelve
además en su dominio salvífico todo el pasado del género humano,
comenzando desde el primer Adán.(37) A El pertenece el futuro:
«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). La
Iglesia por su parte «sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del
Espíritu, la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio
de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser
servido».(38)
57. Por esto, desde los tiempos
apostólicos, continúa sin interrupción la misión de la Iglesia
dentro de la universal familia humana. La primera evangelización se
ocupó especialmente de la región del Mar Mediterráneo. A lo largo del
primer milenio los misioneros partiendo de Roma y Constantinopla,
llevaron el cristianismo al interior del continente europeo. Al
mismo tiempo se dirigieron hacia el corazón de Asia, hasta la
India y China. El final del siglo XV, junto con el
descubrimiento de América, marcó el comienzo de la evangelización
en este gran continente, en el sur y en el norte. Contemporáneamente,
mientras las costas sudsaharianas de Africa acogían la luz de Cristo,
san Francisco Javier, patrón de las misiones, llegó hasta el Japón. A
caballo de los siglos XVIII y XIX, un laico, Andrés Kim llevó el
cristianismo a Corea; en aquella época el anuncio evangélico alcanzó la
Península Indochina, como también Australia y las islas del Pacífico.
El siglo XIX registró una gran actividad
misionera entre los pueblos de Africa. Todas estas obras han dado
frutos que perduran hasta hoy. El Concilio Vaticano II da cuenta de ello
en el Decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera. Después del
Concilio el tema misionero ha sido tratado por la Encíclica
Redemptoris missio, relativa a los problemas de las misiones en esta
última parte de nuestro siglo. La Iglesia también en el futuro seguirá
siendo misionera: el carácter misionero forma parte de su naturaleza.
Con la caída de los grandes sistemas anticristianos del continente
europeo, del nazismo primero y después del comunismo, se impone la
urgente tarea de ofrecer nuevamente a los hombres y mujeres de Europa el
mensaje liberador del Evangelio.(39) Además, como afirma la Encíclica
Redemptoris missio, se repite en el mundo la situación del
Areópago de Atenas, donde habló san Pablo.(40) Hoy son muchos los
«areópagos», y bastante diversos: son los grandes campos de la
civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la
economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, más
se convierte en terreno de misión, en la forma de variados «areópagos».
58. El futuro del mundo
y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas
en este siglo, serán maduras en el próximo, el primero del nuevo
milenio. Cristo escucha a los jóvenes, como escuchó al joven que
le hizo la pregunta: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?» (Mt 19, 16). A la magnífica respuesta que Jesús le dio
he hecho referencia en la reciente Encíclica Veritatis splendor,
como, anteriormente, en la «Carta a los jóvenes y a las jóvenes del
mundo» de 1985. Los jóvenes, en cada situación, en cada región de la
tierra no dejan de preguntar a Cristo: lo encuentran y lo buscan para
interrogarlo a continuación. Si saben seguir el camino que El
indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su
presencia en el próximo siglo y en los sucesivos, hasta la consumación
de los tiempos. «Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre».
59. Para concluir, son oportunas las
palabras de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «La
Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz
y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima
vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro
nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el
centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y
Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios,
subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento
último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos. Por
consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito
de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el
misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución
de los principales problemas de nuestro tiempo».(41)
Mientras invito a los fieles a elevar al
Señor insistentes oraciones para obtener luces y ayudas necesarias para
la preparación y celebración del Jubileo ya próximo, exhorto a los
venerables Hermanos en el Episcopado y a las comunidades eclesiales a
ellos confiadas a que abran el corazón a las inspiraciones del Espíritu.
El no dejará de mover los corazones para que se dispongan a celebrar con
renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar.
Confío esta tarea de toda la Iglesia a
la materna intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la Madre del
amor hermoso, será para los cristianos que se encaminan hacia el gran
Jubileo del tercer milenio la Estrella que guía con seguridad sus pasos
al encuentro del Señor. La humilde muchacha de Nazaret, que hace dos mil
años ofreció al mundo el Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad
hacia Aquel que es «la luz verdadera, aquella que ilumina a todo hombre»
(Jn 1, 9).
Con estos sentimientos imparto a todos
mi Bendición.
Vaticano, 10 de noviembre del año
1994, decimoséptimo de mi Pontificado.