EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
VITA CONSECRATA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO Y AL CLERO
A LAS ÓRDENES
Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
A LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
A LOS INSTITUTOS SECULARES
Y A TODOS LOS FIELES
SOBRE LA VIDA CONSAGRADA Y SU MISIÓN
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1. La vida consagrada,
enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de
Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por
medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos
evangélicos los rasgos característicos de Jesús
—virgen, pobre y obediente— tienen una típica y
permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la
mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino
de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena
realización en el cielo.
A lo largo de los siglos
nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la
llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido
este camino de especial seguimiento de Cristo, para
dedicarse a El con corazón «indiviso» (cf. 1 Co 7,
34). También ellos, como los Apóstoles, han dejado todo para
estar con El y ponerse, como El, al servicio de Dios y de
los hermanos. De este modo han contribuido a manifestar el
misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples
carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía
el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a
renovar la sociedad.
Acción de gracias por la vida consagrada
2. El papel de la vida
consagrada en la Iglesia es tan importante que decidí
convocar un Sínodo para profundizar en su significado y
perspectivas, en vista del ya inminente nuevo milenio. Quise
que en la Asamblea sinodal estuvieran también presentes,
junto a los Padres, numerosos consagrados y consagradas,
para que no faltase su aportación a la reflexión común.
Todos somos conscientes de la
riqueza que para la comunidad eclesial constituye el don de
la vida consagrada en la variedad de sus carismas y de sus
instituciones. Juntos damos gracias a Dios por las
Órdenes e Institutos religiosos dedicados a la contemplación
o a las obras de apostolado, por las Sociedades de vida
apostólica, por los Institutos seculares y por otros grupos
de consagrados, como también por todos aquellos que, en el
secreto de su corazón, se entregan a Dios con una especial
consagración.
El Sínodo ha podido comprobar
la difusión universal de la vida consagrada, presente en las
Iglesias de todas las partes de la tierra. La vida
consagrada anima y acompaña el desarrollo de la
evangelización en las diversas regiones del mundo, donde no
sólo se acogen con gratitud los Institutos procedentes del
exterior, sino que se constituyen otros nuevos, con gran
variedad de formas y de expresiones.
De este modo, si en algunas
regiones de la tierra los Institutos de vida consagrada
parece que atraviesan un momento de dificultad, en otras
prosperan con sorprendente vigor, mostrando que la opción de
total entrega a Dios en Cristo no es incompatible con la
cultura y la historia de cada pueblo. Además, no florece
solamente dentro de la Iglesia católica; en realidad, se
encuentra particularmente viva en el monacato de las
Iglesias ortodoxas, como rasgo esencial de su fisonomía, y
está naciendo o resurgiendo en las Iglesias y Comunidades
eclesiales nacidas de la Reforma, como signo de una gracia
común de los discípulos de Cristo. De esta constatación
deriva un impulso al ecumenismo que alimenta el deseo de una
comunión siempre más plena entre los cristianos, «para que
el mundo crea» (Jn 17, 21).
La vida consagrada es un don a la Iglesia
3. La presencia universal de
la vida consagrada y el carácter evangélico de su testimonio
muestran con toda evidencia —si es que fuera necesario— que
no es una realidad aislada y marginal, sino que
abarca a toda la Iglesia. Los Obispos en el Sínodo lo han
confirmado muchas veces: «de re nostra agitur»,
«es algo que nos afecta»
[1].
En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo
de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya
que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana»
[2]
y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con
el único Esposo
[3].
En el Sínodo se ha afirmado en varias ocasiones que la vida
consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado un papel de
ayuda y apoyo a la Iglesia, sino que es un don precioso y
necesario también para el presente y el futuro del Pueblo de
Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad
y a su misión
[4].
Las dificultades actuales,
que no pocos Institutos encuentran en algunas regiones del
mundo, no deben inducir a suscitar dudas sobre el hecho de
que la profesión de los consejos evangélicos sea parte
integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un
precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica
[5].
Podrá haber históricamente una ulterior variedad de formas,
pero no cambiará la sustancia de una opción que se
manifiesta en el radicalismo del don de sí mismo por amor al
Señor Jesús y, en El, a cada miembro de la familia humana.
Con esta certeza, que ha animado a innumerables
personas a lo largo de los siglos, el pueblo cristiano
continúa contando, consciente de que podrá obtener de la
aportación de estas almas generosas un apoyo valiosísimo en
su camino hacia la patria del cielo.
Cosechando los frutos del Sínodo
4. Adhiriéndome al deseo
manifestado por la Asamblea general ordinaria del Sínodo de
los Obispos reunida para reflexionar sobre el tema «La vida
consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo», quiero
presentar en esta Exhortación apostólica los frutos del
itinerario sinodal
[6],
y mostrar a todos los fieles —Obispos, presbíteros,
diáconos, personas consagradas y laicos—, así como a cuantos
se pongan a la escucha, las maravillas que el Señor quiere
realizar también hoy por medio de la vida consagrada.
Este Sínodo, que sigue a los
dedicados a los laicos y a los presbíteros, completa el
análisis de las peculiaridades que caracterizan los estados
de vida queridos por el Señor Jesús para su Iglesia. En
efecto, si en el Concilio Vaticano II se señaló la gran
realidad de la comunión eclesial, en la cual convergen todos
los dones para la edificación del Cuerpo de Cristo y para la
misión de la Iglesia en el mundo, en estos últimos años se
ha advertido la necesidad de explicitar mejor la
identidad de los diversos estados de vida, su vocación y
su misión específica en la Iglesia.
La comunión en la Iglesia no
es pues uniformidad, sino don del Espíritu que pasa también
a través de la variedad de los carismas y de los estados de
vida. Estos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su
misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En
efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que
fructifique para el Señor
[7]
en el crecimiento de la fraternidad y de la misión.
La obra del Espíritu en las diversas formas de vida consagrada
5. ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud
de formas históricas de vida consagrada, suscitadas por
El y todavía presentes en el ámbito eclesial? Estas aparecen
como una planta llena de ramas
[8]
que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en
cada época de la Iglesia. ¡Qué extraordinaria riqueza! Yo
mismo, al final del Sínodo, he sentido la necesidad de
señalar este elemento constante en la historia de la
Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras, santos y
santas, que han optado por Cristo en la radicalidad
evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de los
pobres y abandonados
[9].
Precisamente este servicio evidencia con claridad cómo la
vida consagrada manifiesta el carácter unitario del
mandamiento del amor, en el vínculo inseparable entre
amor a Dios y amor al prójimo.
El Sínodo ha recordado esta
obra incesante del Espíritu Santo, que a lo largo de los
siglos difunde las riquezas de la práctica de los consejos
evangélicos a través de múltiples carismas, y que también
por esta vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y
en el mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de
Cristo.
Vida monástica en Oriente y en Occidente
6. Los Padres sinodales de
las Iglesias católicas orientales y los representantes de
las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus
intervenciones los valores evangélicos de la vida
monástica
[10],
surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente
todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias
ortodoxas.
Desde los primeros siglos de
la Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han sentido
llamados a imitar la condición de siervo del Verbo encarnado
y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y
radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas
de la participación bautismal en el misterio pascual de su
muerte y resurrección. De este modo, haciéndose portadores
de la Cruz (staurophóroi), se han comprometido a ser
portadores del Espíritu (pneumatophóroi), hombres y
mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar
secretamente la historia con la alabanza y la intercesión
continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.
Con el propósito de
transfigurar el mundo y la vida en espera de la definitiva
visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la
prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la
compunción del corazón, a la búsqueda de la esichia,
es decir, de la paz interior, y a la oración incesante, al
ayuno y las vigilias, al combate espiritual y al silencio, a
la alegría pascual por la presencia del Señor y por la
espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo
y de los propios bienes, vivido en la santa comunión del
cenobio o en la soledad eremítica
[11].
Occidente ha practicado
también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida
monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones
tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su
forma actual, inspirada principalmente en san Benito, el
monacato occidental es heredero de tantos hombres y mujeres
que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se
dedicaron a El, «no anteponiendo nada al amor de Cristo»
[12].
Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar
armónicamente la vida interior y el trabajo en el
compromiso evangélico por la conversión de las costumbres,
la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la
meditación de la Palabra (lectio divina), la
celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han
sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del
mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor
para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu,
escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de
dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial
y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella
celestial.
El Orden de las vírgenes, los eremitas, las viudas
7. Es motivo de alegría y
esperanza ver cómo hoy vuelve a florecer el antiguo Orden
de las vírgenes, testimoniado en las comunidades
cristianas desde los tiempos apostólicos
[13].
Consagradas por el Obispo diocesano, asumen un vínculo
especial con la Iglesia, a cuyo servicio se dedican, aun
permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas, constituyen
una especial imagen escatológica de la Esposa celeste y de
la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en
plenitud el amor de Cristo esposo.
Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a
Órdenes antiguas o a Institutos nuevos, o incluso dependientes
directamente del Obispo, con la separación interior y exterior
del mundo testimonian el carácter provisorio del tiempo presente,
con el ayuno y la penitencia atestiguan que no sólo de pan vive
el hombre, sino de la Palabra de Dios (cf. Mt 4, 4).
Esta vida «en el desierto» es una invitación para los demás y
para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la
suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor.
Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas
[14],
que se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Tim
5, 5.9-10; 1 Co 7, 8), así como la de los viudos.
Estas personas, mediante el voto de castidad perpetua como
signo del Reino de Dios, consagran su condición para
dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.
Institutos dedicados totalmente a la contemplación
8. Los Institutos orientados
completamente a la contemplación, formados por mujeres o por
hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una
fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus
miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el
señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria
futura.
En la soledad y el silencio,
mediante la escucha de la Palabra de Dios, el ejercicio del
culto divino, la ascesis personal, la oración, la
mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan
toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen
así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor
de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa
fecundidad apostólica, al crecimiento del Pueblo de Dios
[15].
Es justo, por tanto, esperar
que las distintas formas de vida contemplativa experimenten
una creciente difusión en las Iglesias jóvenes como
expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en las
regiones del mundo donde están más difundidas otras
religiones. Esto permitirá testimoniar el vigor de las
tradiciones ascética y mística cristianas, y favorecer el
mismo diálogo interreligioso
[16].
La vida religiosa apostólica
9. En Occidente han florecido
a lo largo de los siglos otras múltiples expresiones de vida
religiosa, en las que innumerables personas, renunciando al
mundo, se han consagrado a Dios mediante la profesión
pública de los consejos evangélicos según un carisma
específico y en una forma estable de vida común
[17],
para un multiforme servicio apostólico al Pueblo de Dios.
Así, las diversas familias de Canónigos regulares, las
Órdenes mendicantes, los Clérigos regulares y, en general,
las Congregaciones religiosas masculinas y femeninas
dedicadas a la actividad apostólica y misionera y a las
múltiples obras que la caridad cristiana ha suscitado.
Es un testimonio espléndido y
variado, en el que se refleja la multitud de dones otorgados
por Dios a los fundadores y fundadoras que, abiertos a la
acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar los signos
de los tiempos y responder de un modo clarividente a las
exigencias que iban surgiendo poco a poco. Siguiendo sus
huellas muchas otras personas han tratado de encarnar con la
palabra y la acción el Evangelio en su propia existencia,
para mostrar en su tiempo la presencia viva de Jesús, el
Consagrado por excelencia y el Apóstol del Padre. Los
religiosos y religiosas deben continuar en cada época
tomando ejemplo de Cristo el Señor, alimentando en la
oración una profunda comunión de sentimientos con El (cf.
Flp 2, 5-11), de modo que toda su vida esté impregnada
de espíritu apostólico y toda su acción apostólica esté
sostenida por la contemplación
[18].
Institutos seculares
10. El Espíritu Santo,
admirable artífice de la variedad de los carismas, ha
suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida
consagrada, como queriendo corresponder, según un
providencial designio, a las nuevas necesidades que la
Iglesia encuentra hoy al realizar su misión en el mundo.
Pienso en primer lugar en los
Institutos seculares, cuyos miembros quieren vivir
la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión
de los consejos evangélicos en el contexto de las
estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y
testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y
política. Mediante la síntesis, propia de ellos, de
secularidad y consagración, tratan de introducir en la
sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo,
buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de
las Bienaventuranzas. De este modo, mientras la total
pertenencia a Dios les hace plenamente consagrados a su
servicio, su actividad en las normales condiciones laicales
contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la animación
evangélica de las realidades seculares. Los Institutos
seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia,
según la índole específica de cada uno, una presencia
incisiva en la sociedad
[19].
Una valiosa aportación dan
también los Institutos seculares clericales, en los
que sacerdotes pertenecientes al presbiterio diocesano, aun
cuando se reconoce a algunos de ellos la incardinación en el
propio Instituto, se consagran a Cristo mediante la práctica
de los consejos evangélicos según un carisma específico.
Encuentran en las riquezas espirituales del Instituto al que
pertenecen una ayuda para vivir intensamente la espiritualidad
propia del sacerdocio y, de este modo, ser fermento de comunión
y de generosidad apostólica entre los hermanos.
Sociedades de vida apostólica
11. Merecen especial mención,
además, las Sociedades de vida apostólica o de vida
común, masculinas y femeninas, las cuales buscan, con un
estilo propio, un específico fin apostólico o misionero. En
muchas de ellas, con vínculos sagrados reconocidos
oficialmente por la Iglesia, se asumen expresamente los
consejos evangélicos. Sin embargo, incluso en este caso la
peculiaridad de su consagración las distingue de los
Institutos religiosos y de los Institutos seculares. Se debe
salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma de
vida, que en el curso de los últimos siglos ha producido
tantos frutos de santidad y apostolado, especialmente en el
campo de la caridad y en la difusión misionera del Evangelio
[20].
Nuevas formas de vida consagrada
12. La perenne juventud de la
Iglesia continúa manifestándose también hoy: en los últimos
decenios, después del Concilio Ecuménico Vaticano II, han
surgido nuevas o renovadas formas de vida consagrada.
En muchos casos se trata de Institutos semejantes a los ya
existentes, pero nacidos de nuevos impulsos espirituales y
apostólicos. Su vitalidad debe ser discernida por la
autoridad de la Iglesia, a la que corresponde realizar los
necesarios exámenes tanto para probar la autenticidad de la
finalidad que los ha inspirado, como para evitar la excesiva
multiplicación de instituciones análogas entre sí, con el
consiguiente riesgo de una nociva fragmentación en grupos
demasiado pequeños. En otros casos se trata de experiencias
originales, que están buscando una identidad propia en la
Iglesia y esperan ser reconocidas oficialmente por la Sede
Apostólica, única autoridad a la que compete el juicio último
[21].
Estas nuevas formas de vida
consagrada, que se añaden a las antiguas, manifiestan el
atractivo constante que la entrega total al Señor, el ideal
de la comunidad apostólica y los carismas de fundación
continúan teniendo también sobre la generación actual y son
además signo de la complementariedad de los dones del
Espíritu Santo.
Además, el Espíritu en la
novedad no se contradice. Prueba de esto es el hecho de que
las nuevas formas de vida consagrada no han suplantado a las
precedentes. En tal multiforme variedad se ha podido
conservar la unidad de fondo gracias a la misma llamada a
seguir, en la búsqueda de la caridad perfecta, a Jesús
virgen, pobre y obediente. Esta llamada, tal como se
encuentra en todas las formas ya existentes, se pide del
mismo modo en aquellas que se proponen como nuevas.
Finalidad de esta Exhortación apostólica
13. Recogiendo los frutos de
los trabajos sinodales, quiero dirigirme con esta
Exhortación apostólica a toda la Iglesia, para ofrecer no
sólo a las personas consagradas, sino también a los Pastores
y a los fieles, los resultados de un encuentro alentador,
sobre cuyo desarrollo no ha dejado de velar el Espíritu
Santo con sus dones de verdad y de amor.
En estos años de renovación
la vida consagrada ha atravesado, como también otras formas
de vida en la Iglesia, un período delicado y duro. Ha sido
un tiempo rico de esperanzas, proyectos y propuestas
innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los
consejos evangélicos. Pero ha sido también un período no
exento de tensiones y pruebas, en el que experiencias,
incluso siendo generosas, no siempre se han visto coronadas
por resultados positivos.
Las dificultades no deben,
sin embargo, inducir al desánimo. Es preciso más bien
comprometerse con nuevo ímpetu, porque la Iglesia necesita
la aportación espiritual y apostólica de una vida consagrada
renovada y fortalecida. Con la presente Exhortación
postsinodal deseo dirigirme a las comunidades religiosas y a
las personas consagradas con el mismo espíritu que animaba
la carta dirigida por el Concilio de Jerusalén a los
cristianos de Antioquía, y tengo la esperanza de que se
repita también hoy la misma experiencia vivida entonces: «La leyeron y se gozaron al recibir aquel aliento» (Hch
15, 31). No sólo esto: tengo además la esperanza de aumentar
el gozo de todo el Pueblo de Dios que, conociendo mejor la
vida consagrada, podrá dar gracias más conscientemente al
Omnipotente por este gran don.
En actitud de cordial
apertura hacia los Padres sinodales, he ido recogiendo las
valiosas aportaciones surgidas durante las intensas
asambleas de trabajo, en las que he querido estar
constantemente presente. Durante ese período, he ofrecido a
todo el Pueblo de Dios algunas catequesis sistemáticas sobre
la vida consagrada en la Iglesia. En ellas he presentado de
nuevo las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha sido
punto de referencia luminoso para los desarrollos
doctrinales posteriores y para la misma reflexión realizada
por el Sínodo durante las semanas de sus trabajos
[22].
Mientras confío en que los
hijos de la Iglesia, y en particular las personas
consagradas, acogerán con adhesión cordial esta Exhortación,
deseo que continúe la reflexión para profundizar en el gran
don de la vida consagrada en su triple dimensión de la
consagración, la comunión y la misión, y que los consagrados
y consagradas, en plena sintonía con la Iglesia y su
Magisterio, encuentren así ulteriores estímulos para
afrontar espiritual y apostólicamente los nuevos desafíos.
CAPÍTULO I
CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO - TRINITARIAS
DE LA VIDA CONSAGRADA
Icono de Cristo transfigurado
14. El fundamento evangélico
de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación
que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus
discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios
en la propia vida, sino a poner la propia existencia al
servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su
forma de vida.
Tal existencia «cristiforme», propuesta a tantos bautizados
a lo largo de la historia, es posible sólo desde una especial
vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu. En efecto,
en ella la consagración bautismal los lleva a una respuesta
radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de
los consejos evangélicos, el primero y esencial entre ellos es
el vínculo sagrado de la castidad por el Reino de los Cielos
[23].
Este especial «seguimiento
de Cristo», en cuyo origen está siempre la iniciativa del
Padre, tiene pues una connotación esencialmente cristológica
y pneumatológica, manifestando así de modo particularmente
vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de
la que anticipa de alguna manera la realización
escatológica a la que tiende toda la Iglesia
[24].
En el Evangelio son muchas
las palabras y gestos de Cristo que iluminan el sentido de
esta especial vocación. Sin embargo, para captar con una
visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda
singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el
misterio de la Transfiguración. A este «icono» se refiere
toda una antigua tradición espiritual, cuando relaciona la
vida contemplativa con la oración de Jesús «en el monte»
[25].
Además, a ella pueden referirse, en cierto modo, las mismas
dimensiones «activas» de la vida consagrada, ya que la
Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de
Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella
implica un «subir al monte» y un «bajar del monte»: los
discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro,
envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida
trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados
en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la
realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo» en
la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a
descender para vivir con Él las exigencias del designio de
Dios y emprender con valor el camino de la cruz.
«Y se transfiguró delante de ellos...»
15. «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro,
a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto.
Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como
el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se
les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús:
"Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres
tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su
sombra y de la nube salía una voz que decía:
"Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle".
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo.
Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos,
no tengáis miedo".
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos"»
(Mt 17, 1-9).
El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el
ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida
la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y
anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente
por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor.
Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado
de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado
en la Cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de
su misterio y envuelta por su luz.
Esta luz llega a todos sus
hijos, todos igualmente llamados a seguir a Cristo
poniendo en Él el sentido último de la propia vida, hasta
poder decir con el Apóstol: «Para mí la vida es Cristo» (Flp
1, 21). Una experiencia singular de la luz que emana del
Verbo encarnado es ciertamente la que tienen los
llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de
los consejos evangélicos los presenta como signo y
profecía para la comunidad de los hermanos y para el
mundo; encuentran pues en ellos particular resonancia las
palabras extasiadas de Pedro: «Bueno es estarnos aquí» (Mt
17, 4). Estas palabras muestran la orientación
cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo,
expresan con particular elocuencia el carácter absoluto
que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la
vida consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a
ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti!
En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial
comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su
fulgor: Él es «el más hermoso de los hijos de Adán» (Sal
4544, 3), el Incomparable.
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»
16. A los tres discípulos
extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la
escucha de Cristo, a depositar en Él toda confianza, a hacer
de Él el centro de la vida. En la palabra que viene de lo
alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que
Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado
a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y
acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial
gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la
posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo
en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes
que una renuncia, son una específica acogida del misterio
de Cristo, vivida en la Iglesia.
En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas
vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, «que
resplandece sobre el rostro de la Iglesia»
[26].
Los laicos, en virtud del carácter secular de su
vocación, reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto
Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de
todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por
su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que
guía a su pueblo en el tiempo del «ya pero todavía no», a
la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada
se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre
como la meta escatológica a la que todo tiende, el
resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la
infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el
corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata
sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo «más
que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija»
(cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino
de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora»
con Cristo de toda la existencia, en una tensión global
que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los
diversos carismas, la perfección escatológica.
En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos
la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la
propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo,
en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el
Hijo de Dios al venir al mundo»
[27].
Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal
de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno
con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su
pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del
Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17,
7.10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia
libertad, al misterio de la obediencia filial, lo
confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se
complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4,
34), al que está perfectamente unido y del que depende en
todo.
Con tal identificación «conformadora» con el misterio de Cristo,
la vida consagrada realiza por un título especial aquella
confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana,
reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su
amorosa condescendencia hacia cada ser humano.
I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD
A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios
17. La contemplación de la
gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración
revela a las personas consagradas ante todo al Padre,
creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn
6, 44) una criatura suya con un amor especial para una
misión especial. «Este es mi Hijo amado: escuchadle» (Mt
17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una
atracción interior, la persona llamada se confía al amor de
Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra
totalmente a Él y a su designio de salvación (cf. 1 Co
7, 32-34).
Este es el sentido de la
vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente
del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que
ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva
[28].
La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal
punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe
responder con la entrega incondicional de su vida,
consagrando todo, presente y futuro, en sus manos.
Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede
comprender la identidad de la persona consagrada a partir
de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico
holocausto
[29].
Per Filium: siguiendo a Cristo
18. El Hijo, camino que
conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los
que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un
seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos
—precisamente las personas consagradas— pide un compromiso
total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf.
Mt 19, 27) para vivir en intimidad con Él
[30]
y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).
En la mirada de Cristo (cf.
Mc 10, 21), «imagen de Dios invisible» (Col 1,
15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3),
se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que
toca las raíces del ser
[31].
La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar
todo y seguirlo (cf. Mc 1, 16-20; 2, 14; 10, 21.28).
Como Pablo, considera que todo lo demás es «pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús», ante el cual
no duda en tener todas las cosas «por basura para ganar a
Cristo» (Flp 3, 8). Su aspiración es identificarse
con Él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida. Este
dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc 18, 28) es un
programa válido para todas las personas llamadas y para
todos los tiempos.
Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos
a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente,
exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito
de una total conformación con Él. Viviendo «en obediencia,
sin nada propio y en castidad»
[32],
los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que
cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de
vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más
radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo —se
puede decir— divino, porque es abrazado por Él,
Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito
con el Padre y con el Espíritu Santo. Este es el motivo por
el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la
excelencia objetiva de la vida consagrada.
No se puede negar, además,
que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo
particularmente íntimo y fecundo de participar también en la
misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de
Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al
servicio del plan divino en la donación total de sí misma.
Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por
María en la anunciación: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo
19. «Una nube luminosa los cubrió con su sombra» (Mt 17, 5).
Una significativa interpretación espiritual de la Transfiguración
ve en esta nube la imagen del Espíritu Santo
[33].
Como toda la existencia
cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en
íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es Él quien,
a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a
percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo
su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del
profeta Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me dejé
seducir» (20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de
una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal
deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y
sosteniendo después su fiel realización; es Él quien forma y
plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo
casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia
su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante
camino de purificación, llegan a ser, día tras día,
personas cristiformes, prolongación en la historia de
una especial presencia del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los
Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual
como filocalia, es decir, amor por la belleza
divina, que es irradiación de la divina bondad. La
persona, que por el poder del Espíritu Santo es conducida
progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja
en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar
terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este
modo la vida consagrada es una expresión particularmente
profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el
Espíritu a reproducir en sí los rasgos del Esposo, se
presenta ante Él resplandeciente, sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef
5, 27).
El Espíritu mismo, además,
lejos de separar de la historia de los hombres las personas
que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los
hermanos según las modalidades propias de su estado de vida,
y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo
con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de
los carismas particulares de cada Instituto. De aquí surgen
las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales
la Iglesia «aparece también adornada con los diversos dones
de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su
esposo (cf. Ap 21, 2)»
[34]
y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su
misión en el mundo.
Los consejos evangélicos, don de la Trinidad
20. Los consejos evangélicos
son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad.
La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio
del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y
su belleza. En efecto, «el estado religioso [...] revela de
manera especial la superioridad del Reino sobre todo lo
creado y sus exigencias radicales. Muestra también a todos
los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo
Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza
maravillas en su Iglesia»
[35].
Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer
visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil
humanidad de las personas llamadas.
Más que con palabras,
testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de
una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo.
Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los
prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En
la medida en que la persona consagrada se deja conducir por
el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede
exclamar: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor
y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible;
soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo
cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno
de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si
fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina;
no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar
estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas
sorprendentes maravillas divinas»
[36].
De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las
huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para
que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia
de la belleza divina.
El reflejo de la vida trinitaria en los consejos
21. La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad
santa y santificante revela su sentido más profundo. En efecto,
son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del
Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con
particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que
caracteriza toda la vida cristiana.
La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto
manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso
(cf. 1 Co 7, 32-34), es el reflejo del amor infinito
que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa
de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado
hasta la entrega de su vida; amor «derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima a una respuesta
de amor total hacia Dios y hacia los hermanos.
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera
del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que «siendo rico, se
hizo pobre» (2 Co 8, 9), es expresión de la entrega total
de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es
don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la
Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.
La obediencia,
practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la
voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la
belleza liberadora de una dependencia filial y no servil,
rica de sentido de responsabilidad y animada por la
confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la
amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas.
Por tanto, la vida consagrada
está llamada a profundizar continuamente el don de los
consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e
intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo,
que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que
dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre,
origen primero y fin supremo de la vida consagrada
[37].
De este modo se convierte en manifestación y signo de la
Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como
modelo y fuente de cada forma de vida cristiana.
La misma vida fraterna,
en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan
por vivir en Cristo con «un solo corazón y una sola alma»
(Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación
trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que
quiere hacer de todos los hombres una sola familia;
manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los
redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo,
su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte,
fuente de reconciliación para los hombres divididos y
dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como
principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar
familias espirituales y comunidades fraternas.
Consagrados como Cristo para el Reino de Dios
22. La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente
continuamente en la Iglesia»
[38],
por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús,
supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino,
abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt
4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10-11; Jn
15, 16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible
descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda
santidad, el principio originario de la vida consagrada. En
efecto, Jesús mismo es aquel que Dios «ungió con el
Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38), «aquel a
quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn
10, 36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su
vez se consagra a Él por la humanidad (cf. Jn 17,
19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta
su filial y total adhesión al designio del Padre (cf. Jn
10, 30; 14, 11). Su perfecta oblación confiere un
significado de consagración a todos los acontecimientos de
su existencia terrena.
Él es el obediente por
excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad,
sino la de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 6, 38;
Hb 10, 5.7). Él pone su ser y su actuar en las manos del
Padre (cf. Lc 2, 49). En obediencia filial, adopta la
forma del siervo: «Se despojó de sí mismo tomando condición
de siervo [...], obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz» (Flp 2, 7-8). En esta actitud de docilidad al
Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la
santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida
virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa
fecundidad espiritual de la virginidad. Su adhesión
plena al designio del Padre se manifiesta también en el
desapego de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros
se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza
» (2 Co 8, 9). La profundidad de su pobreza se
revela en la perfecta oblación de todo lo suyo al Padre.
Verdaderamente la vida
consagrada es memoria viviente del modo de existir y de
actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y
ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del
mensaje del Salvador.
II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN
Del Tabor al Calvario
23. El acontecimiento
deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro
dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro,
Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y
Elías, con los que —según el evangelista Lucas— habla «de
su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31). Los
ojos de los apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la
Cruz (cf. Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal por el
Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión;
su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta
la entrega de la vida.
Los discípulos y las
discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la
Cruz, de la cual «el Verbo salido del silencio»
[39],
en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la
absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes
creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a
cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la
resurrección (cf. Jn 12, 32; 19, 34.37). En la
contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las
vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental
del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la
vida consagrada.
Después de María, Madre de
Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que
junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn
19, 26-27), recibió este don. Su decisión de consagración
total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene
y le llena el corazón. Juan, al lado de María, está entre
los primeros de la larga serie de hombres y mujeres que,
desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por
el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero
inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf. Ap 14, 1-5).
[40]
Dimensión pascual de la vida consagrada
24. La persona consagrada, en
las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo
largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor de
un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca
bajo la Cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante
los ojos humanos desfigurado y sin belleza hasta el punto de
mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf. Is
53, 2-3), precisamente en la Cruz manifiesta en plenitud la
belleza y el poder del amor de Dios. San Agustín lo canta
así: «Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios [...] Es hermoso en
el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno,
hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los
milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitado a la vida,
hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la
vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el
sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico,
y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el
esplendor de su hermosura»
[41].
La vida consagrada refleja
este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad
al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a
mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la Cruz
es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre
este mundo, el gran signo de la presencia salvífica de
Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas.
Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de
profunda admiración un gran número de personas consagradas,
que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso
de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se
manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta,
en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que
en la propia carne «falta a las tribulaciones de Cristo» (Col
1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la
santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante
el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la
fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo, que las
personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante
intercesión por las necesidades de los hermanos, en el
servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el
compartir las dificultades de los demás y en la
participación solícita en las preocupaciones y pruebas de la
Iglesia.
Testigos de Cristo en el mundo
25. Del misterio pascual
surge además la misión, dimensión que determina toda
la vida eclesial. Ella tiene una realización específica
propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de
los carismas propios de los Institutos dedicados a la misión
ad gentes o empeñados en una actividad de tipo
propiamente apostólica, se puede decir que la misión está
inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida
consagrada. En la medida en que el consagrado vive una
vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49;
Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16;
Gl 1, 15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc
24, 49; Hch 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la
misión del Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo
de forma particularmente profunda a la renovación del mundo.
El primer cometido misionero
las personas consagradas lo tienen hacia sí mismas, y lo
llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción del
Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a
recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a
Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al
creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se
anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega
que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del
Espíritu Santo.
Las personas consagradas
serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la
conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al
cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer todo lo que
son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran
frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán
llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo.
Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que
profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como
elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del
Evangelio.
Siempre, pero especialmente
en la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada
y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia
debe preocuparse de hacer visible su presencia en la vida
cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación
significativa al respecto de las personas consagradas,
llamadas a dar en cada situación un testimonio concreto de
su pertenencia a Cristo.
Puesto que el hábito es signo
de consagración, de pobreza y de pertenencia a una
determinada familia religiosa, junto con los Padres del
Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las
religiosas que usen el propio hábito, adaptado oportunamente
a las circunstancias de los tiempos y de los lugares
[42].
Allí donde válidas exigencias apostólicas lo requieran,
conforme a las normas del propio Instituto, podrán emplear
también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo
adecuado, de modo que sea reconocible su consagración.
Los Institutos que desde su origen o por disposición de sus
constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el
vestido de sus miembros responda, por dignidad y sencillez,
a la naturaleza de su vocación
[43].
Dimensión escatológica de la vida consagrada
26. Debido a que hoy las
preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la
dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de ser
siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar
la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida
consagrada.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón»
(Mt 6, 21): el tesoro único del Reino suscita el deseo,
la espera, el compromiso y el testimonio. En la Iglesia primitiva
la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente
intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado de
cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando a los fieles
a dirigir la mirada hacia la salvación que va a manifestarse,
«porque la apariencia de este mundo pasa» (1 Co 7, 31; cf.
1 Pt 1, 3-6)
[44].
En este horizonte es donde
mejor se comprende el papel de signo escatológico
propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la
doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro.
El Concilio Vaticano II vuelve a proponer esta enseñanza
cuando afirma que la consagración «anuncia ya la
resurrección futura y la gloria del reino de los cielos»
[45].
Esto lo realiza sobre todo la opción por la virginidad,
entendida siempre por la tradición como una anticipación
del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y
transforma al hombre en su totalidad.
Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven
necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar
finalmente y para siempre con Él. De aquí la ardiente espera,
el deseo de «sumergirse en el Fuego de amor que arde en ellas
y que no es otro que el Espíritu Santo»
[46], espera y
deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente
a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3, 1).
Fijos los ojos en el Señor,
la persona consagrada recuerda que «no tenemos aquí ciudad
permanente» (Hb 13, 14), porque «somos ciudadanos
del cielo» (Flp 3, 20). Lo único necesario es buscar
el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33),
invocando incesantemente la venida del Señor.
Una espera activa: compromiso y vigilancia
27. «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap
22, 20). Esta espera es lo más opuesto a la inercia:
aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y
misión, para que el Reino se haga presente ya ahora mediante
la instauración del espíritu de las Bienaventuranzas, capaz
de suscitar también en la sociedad humana actitudes eficaces
de justicia, paz, solidaridad y perdón.
Esto lo ha demostrado
ampliamente la historia de la vida consagrada, que siempre
ha producido frutos abundantes también para el mundo. Con
sus carismas las personas consagradas llegan a ser un signo
del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por
la esperanza cristiana.
La tensión escatológica se
convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo
creciente aquí y ahora. A la súplica: «¡Ven, Señor Jesús!»,
se une otra invocación: «¡Venga tu Reino!» (Mt 6, 10).
Quien espera vigilante el
cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir
también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con
frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro. Su
esperanza está fundada sobre la promesa de Dios contenida en
la Palabra revelada: la historia de los hombres camina hacia
«un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), en
los que el Señor «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no
habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas,
porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
La vida consagrada está al
servicio de esta definitiva irradiación de la gloria divina,
cuando toda carne verá la salvación de Dios (cf. Lc
3, 6; Is 40, 5). El Oriente cristiano destaca esta
dimensión cuando considera a los monjes como ángeles de
Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del
mundo en Cristo. En Occidente el monacato es celebración de
memoria y vigilia: memoria de las maravillas obradas
por Dios, vigilia del cumplimiento último de la
esperanza. El mensaje del monacato y de la vida
contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios
es plenitud de sentido y de alegría para la existencia
humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su
corazón estará inquieto hasta que descanse en Él
[47].
La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento
28. María es aquella que,
desde su concepción inmaculada, refleja más perfectamente la
belleza divina. «Toda hermosa» es el título con el que la
Iglesia la invoca. «La relación que todo fiel, como
consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María
Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas
consagradas [...] En todos (los Institutos de vida
consagrada) existe la convicción de que la presencia de
María tiene una importancia fundamental tanto para la vida
espiritual de cada alma consagrada, como para la
consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad»
[48].
En efecto, María es
ejemplo sublime de perfecta consagración, por su
pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el
Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la
Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la
iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su
consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en
ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia
por parte de la criatura humana.
Cercana a Cristo, junto con
José, en la vida oculta de Nazaret, presente al lado del
Hijo en los momentos cruciales de su vida pública, la Virgen
es maestra de seguimiento incondicional y de servicio
asiduo. En ella, «templo del Espíritu Santo»
[49],
brilla de este modo todo el esplendor de la nueva criatura.
La vida consagrada la contempla como modelo sublime de
consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad
al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con «el tipo de
vida en pobreza y virginidad»
[50]
de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María.
La persona consagrada
encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy
especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María
en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un
valor específico para quien ha consagrado plenamente la
propia vida a Cristo. «Ahí tienes a tu madre» (Jn
19, 27): las palabras de Jesús al discípulo «a quien amaba
» (Jn 19, 26), asumen una profundidad particular en
la vida de la persona consagrada. En efecto, está llamada
con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf. Jn
19, 27), amándola e imitándola con la radicalidad propia de
su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura
materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite
ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con Él en la
salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María
es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación
recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y
vivirla en plenitud
[51].
III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA
«Bueno es estarnos aquí»: la vida consagrada en el misterio de la Iglesia
29. En la escena de la
Transfiguración, Pedro habla en nombre de los demás
apóstoles: «Bueno es estarnos aquí» (Mt, 17, 4). La
experiencia de la gloria de Cristo, aunque le extasía la
mente y el corazón, no lo aísla, sino que, por el contrario,
lo une más profundamente al «nosotros» de los discípulos.
Esta dimensión del «nosotros» nos lleva a considerar el lugar
que la vida consagrada
ocupa en el misterio de la Iglesia. La reflexión
teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada ha
profundizado en estos años en las nuevas perspectivas
surgidas de la doctrina del Concilio Vaticano II. A su luz
se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos
evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la
santidad de la Iglesia
[52].
Esto significa que la vida consagrada, presente desde el
comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus
elementos irrenunciables y característicos, como expresión
de su misma naturaleza.
Esto resulta evidente ya que
la profesión de los consejos evangélicos está íntimamente
relacionada con el misterio de Cristo, teniendo el cometido
de hacer de algún modo presente la forma de vida que Él
eligió, señalándola como valor absoluto y escatológico.
Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo para
seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción
del Espíritu, se ha desarrollado progresivamente a lo largo
de los siglos en las diversas formas de la vida consagrada.
El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros
sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a las
intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los
Evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.
La nueva y especial consagración
30. En la tradición de la
Iglesia la profesión religiosa es considerada como una
singular y fecunda profundización de la consagración
bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión
con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en
el don de una configuración más plenamente expresada y
realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos
[53].
Esta posterior consagración
tiene, sin embargo, una peculiaridad propia respecto a la
primera, de la que no es una consecuencia necesaria
[54].
En realidad, todo renacido en Cristo está llamado a vivir,
con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad
correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a
Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes
materiales, porque todos son llamados a la santidad, que
consiste en la perfección de la caridad
[55].
Pero el Bautismo no implica por sí mismo la llamada al
celibato o a la virginidad, la renuncia a la posesión de
bienes y la obediencia a un superior, en la forma propia de
los consejos evangélicos. Por tanto, su profesión supone un
don particular de Dios no concedido a todos, como Jesús
mismo señala en el caso del celibato voluntario (cf. Mt
19, 10-12).
A esta llamada corresponde,
por otra parte, un don específico del Espíritu Santo,
de modo que la persona consagrada pueda responder a su
vocación y a su misión. Por eso, como se refleja en las
liturgias de Oriente y Occidente, en el rito de la profesión
monástica o religiosa y en la consagración de las vírgenes,
la Iglesia invoca sobre las personas elegidas el don del
Espíritu Santo y asocia su oblación al sacrificio de Cristo
[56].
La profesión de los consejos
evangélicos es también un desarrollo de la gracia del
sacramento de la Confirmación, pero va más allá de las
exigencias normales de la consagración crismal en virtud de
un don particular del Espíritu, que abre a nuevas
posibilidades y frutos de santidad y de apostolado, como
demuestra la historia de la vida consagrada.
En cuanto a los sacerdotes
que profesan los consejos evangélicos, la experiencia misma
muestra que el sacramento del Orden encuentra una
fecundidad peculiar en esta consagración, puesto que
presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más
estrecha al Señor. El sacerdote que profesa los consejos
evangélicos encuentra una ayuda particular para vivir en sí
mismo la plenitud del misterio de Cristo, gracias también a
la espiritualidad peculiar de su Instituto y a la dimensión
apostólica del correspondiente carisma. En efecto, en el
presbítero la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada
convergen en profunda y dinámica unidad.
De valor inconmensurable es también la aportación dada a la
vida de la Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados
íntegramente a la contemplación. Especialmente en la
celebración eucarística realizan una acción de la Iglesia y
para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento de sí mismos,
en comunión con Cristo que se ofrece al Padre para la
salvación del mundo entero
[57].
Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano
31. Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús,
se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que
interesa detenerse.
Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan
de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan
a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia
vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38)
[58].
La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es
obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la
Confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo,
también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él
constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la
diversidad de vocaciones, carismas y ministerios
[59].
Las vocaciones a la vida
laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se
pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las
vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se
refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente
o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además,
están al servicio unas de otras para el crecimiento del
Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el
mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y
en la Confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida
consagrada suponen una vocación distinta y una forma
específica de consagración, en razón de una misión peculiar.
La consagración bautismal y
crismal, común a todos los miembros del Pueblo de Dios, es
fundamento adecuado de la misión de los laicos, de
los que es propio «el buscar el Reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios»
[60].
Los ministros ordenados, además de esta consagración
fundamental, reciben la consagración en la Ordenación para
continuar en el tiempo el ministerio apostólico. Las
personas consagradas, que abrazan los consejos
evangélicos, reciben una nueva y especial consagración que,
sin ser sacramental, las compromete a abrazar —en el
celibato, la pobreza y la obediencia— la forma de vida
practicada personalmente por Jesús y propuesta por Él a los
discípulos. Aunque estas diversas categorías son
manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos
tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el
carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los
consagrados la especial conformación con Cristo virgen,
pobre y obediente.
El valor especial de la vida consagrada
32. En este armonioso
conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de
vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia
categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio
de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular
de anunciar el Evangelio en medio de las realidades
temporales, en el ámbito de la comunión eclesial
desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido
el Orden sagrado, especialmente los Obispos. Ellos
tienen la tarea de apacentar el Pueblo de Dios con la
enseñanza de la Palabra, la administración de los
Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al
servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica,
ordenada jerárquicamente
[61].
Como expresión de la santidad
de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva
a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir
de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación
particularmente rica de los bienes evangélicos y una
realización más completa del fin de la Iglesia que es la
santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y,
en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro, cuando,
alcanzada la plenitud del Reino de los cielos presente ya en
germen y en el misterio
[62],
los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino
que serán como ángeles de Dios (cf. Mt 22, 30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino
[63],
considerada con razón la «puerta» de toda la vida consagrada
[64],
es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta,
al mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio,
que hace de los cónyuges «testigos y colaboradores de la fecundidad
de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con
el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella»
[65].
En este horizonte común a
toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre
sí, pero complementarias. Los religiosos y las religiosas
dedicados íntegramente a la contemplación son en modo
especial imagen de Cristo en oración en el monte
[66].
Las personas consagradas de vida activa lo
manifiestan «anunciando a las gentes el Reino de Dios,
curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los
pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo
el bien a todos»
[67].
Las personas consagradas en los Institutos seculares
realizan un servicio particular para la venida del Reino de
Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la
consagración y el de la secularidad. Viviendo su
consagración en el mundo y a partir del mundo
[68],
«se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu
evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo»
[69].
Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la
Iglesia mediante el testimonio personal de vida cristiana,
el empeño por ordenar según Dios las realidades temporales,
la colaboración en el servicio de la comunidad eclesial, de
acuerdo con el estilo de vida secular que les es propio
[70].
Testimoniar el Evangelio de las Bienaventuranzas
33. Misión peculiar de la
vida consagrada es mantener viva en los bautizados la
conciencia de los valores fundamentales del Evangelio,
dando «un testimonio magnífico y extraordinario de que sin
el espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar
este mundo y ofrecerlo a Dios»
[71].
De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la
conciencia del Pueblo de Dios la exigencia de responder con
la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los
corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5),
reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada
por Dios en el Bautismo, la Confirmación o el Orden. En
efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los
sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La vida
consagrada, con su misma presencia en la Iglesia, se pone al
servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o
clérigo.
Por otra parte, no se debe
olvidar que los consagrados reciben también del testimonio
propio de las demás vocaciones una ayuda para vivir
íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la
Iglesia en sus múltiples dimensiones. En virtud de este
enriquecimiento recíproco, se hace más elocuente y eficaz la
misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás
hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la
felicidad definitiva que está en Dios.
Imagen viva de la Iglesia-Esposa
34. Importancia particular
tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que
hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la
entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo
bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida
consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve
singularmente reflejada, como descubriendo la índole
especial de su relación con el Señor.
A este respecto, es sugestiva
la página neotestamentaria que presenta a María con los
Apóstoles en el Cenáculo en espera orante del Espíritu Santo
(cf. Hch 1, 13-14). Aquí se puede ver una imagen viva
de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y
preparada para acoger su don. En Pedro y en los demás
Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad,
como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace
instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos
mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los
Sacramentos y la atención pastoral. En María está
particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal,
con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida
divina a través de su amor total de virgen.
La vida consagrada ha sido
siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De
ese amor virginal procede una fecundidad particular, que
contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en
los corazones
[72].
La persona consagrada, siguiendo las huellas de María, nueva
Eva, manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la
Palabra, para colaborar en la formación de la nueva
humanidad con su dedicación incondicional y su testimonio.
Así la Iglesia manifiesta plenamente su maternidad tanto por
la comunicación de la acción divina confiada a Pedro, como
por la acogida responsable del don divino, típica de María.
Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio
ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada
el impulso para una respuesta de amor plena en todas las
diversas formas de diaconía
[73].
IV. GUIADOS POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD
Existencia «transfigurada»: llamada a la santidad
35. «Al oír esto los
discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo» (Mt
17, 6). Los sinópticos ponen de relieve en el episodio de la
Transfiguración, con matices diversos, el temor de los
discípulos. El atractivo del rostro transfigurado de Cristo
no impide que se sientan atemorizados ante la Majestad
divina que los envuelve. Siempre que el hombre experimenta
la gloria de Dios se da cuenta también de su pequeñez y de
aquí surge una sensación de miedo. Este temor es saludable.
Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo
lo empuja con una llamada urgente a la «santidad».
Todos los hijos de la
Iglesia, llamados por el Padre a «escuchar» a Cristo,
deben sentir una profunda exigencia de conversión y de
santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el
Sínodo, esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida
consagrada. En efecto, la vocación de las personas
consagradas a buscar ante todo el Reino de Dios es,
principalmente, una llamada a la plena conversión, en la
renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para
que Dios sea todo en todos. Los consagrados, llamados a
contemplar y testimoniar el rostro «transfigurado» de
Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada.
A este respecto, es
significativo lo expresado en la Relación final de la
II Asamblea extraordinaria del Sínodo: «Los santos y santas
han sido siempre fuente y origen de renovación en las
circunstancias más difíciles a lo largo de toda la historia
de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con
asiduidad a Dios santos. Los Institutos de vida consagrada,
por la profesión de los consejos evangélicos, sean
conscientes de su misión especial en la Iglesia de hoy, y
nosotros debemos animarlos en esa misión»
[74].
De estas consideraciones se han hecho eco los Padres de la
IX Asamblea sinodal, afirmando: «La vida consagrada ha sido
a través de la historia de la Iglesia una presencia viva de
esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de
amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto
divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la
civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios»
[75].
La Iglesia ha visto siempre
en la profesión de los consejos evangélicos un camino
privilegiado hacia la santidad. Las mismas expresiones con
las que la define —escuela del servicio del Señor, escuela
de amor y santidad, camino o estado de perfección— indican
tanto la eficacia y riqueza de los medios propios de esta
forma de vida evangélica, como el empeño particular de
quienes la abrazan
[76].
No es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados
hayan dejado testimonios elocuentes de santidad y hayan
realizado empresas de evangelización y de servicio
particularmente generosas y arduas.
Fidelidad al carisma
36. En el seguimiento de
Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos
sobre el crecimiento de la santidad en la vida consagrada
que merecen ser hoy especialmente evidenciados.
Ante todo se pide la
fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente
patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en
esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y
fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más
fácilmente y se reviven con más fervor los elementos
esenciales de la vida consagrada.
En efecto, cada carisma
tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el
Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente su
voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el
que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la
castidad manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho de
cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la
sed de justicia que Dios prometió saciar (cf. Mt 5,
6). En esta perspectiva el carisma de cada Instituto animará
a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con
Dios o de Dios, como se dice de santo Domingo
[77],
para gustar qué bueno es el Señor (cf. Sal 3334, 9)
en todas las situaciones.
Los carismas de vida
consagrada implican también una orientación hacia el Hijo,
llevando a cultivar con Él una comunión de vida íntima y
gozosa, en la escuela de su servicio generoso de Dios y de
los hermanos. De este modo, «la mirada progresivamente
cristificada, aprende a alejarse de lo exterior, del
torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al
hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por
el Espíritu»
[78],
y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y
sufriendo con Él en la difusión de su Reino.
Por último, cada carisma
comporta una orientación hacia el Espíritu Santo, ya
que dispone la persona a dejarse conducir y sostener por Él,
tanto en el propio camino espiritual como en la vida de
comunión y en la acción apostólica, para vivir en aquella
actitud de servicio que debe inspirar toda decisión del
cristiano auténtico.
En efecto, esta triple
relación emerge siempre, a pesar de las características
específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma
de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina «una
profunda preocupación por configurarse con Cristo
testimoniando alguno de los aspectos de su misterio»
[79],
aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en
la tradición más genuina de cada Instituto, según las
Reglas, Constituciones o Estatutos
[80].
Fidelidad creativa
37. Se invita pues a los
Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad
y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta
a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy
[81].
Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el
camino de santidad a través de las dificultades materiales y
espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también
llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a
cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión,
adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas
situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad
a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe
permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de
toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración
originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez
más plena con el Señor
[82].
En este espíritu, vuelve a
ser hoy urgente para cada Instituto la necesidad de una
referencia renovada a la Regla, porque en ella y en las
Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento,
caracterizado por un carisma específico reconocido por la
Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las
personas consagradas un criterio seguro para buscar las
formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las
exigencias del momento sin alejarse de la inspiración
inicial.
Oración y ascesis: el combate espiritual
38. La llamada a la santidad
es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de
la adoración ante la infinita trascendencia de Dios:
«Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este
silencio cargado de presencia adorada: la teología, para
poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y
espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que
ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan
radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex
34, 33) [...]; el compromiso, para renunciar a encerrarse en
una lucha sin amor y perdón [...]. Todos, tanto creyentes
como no creyentes, necesitan aprender un silencio que
permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a
nosotros comprender esa palabra»
[83].
Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración
litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración
mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los
retiros mensuales y los ejercicios espirituales.
Es necesario también tener
presentes los medios ascéticos típicos de la
tradición espiritual de la Iglesia y del propio Instituto.
Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un
auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar
y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por
el pecado, es verdaderamente indispensable a la persona
consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y
seguir a Jesús por el camino de la Cruz. Es necesario
también reconocer y superar algunas tentaciones que a veces,
por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de
bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la
sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir
a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor
espiritual o con actitudes de desánimo. La posibilidad de
una formación espiritual más elevada podría empujar a las
personas consagradas a un cierto sentimiento de superioridad
respecto a los demás fieles, mientras que la urgencia de una
cualificación legítima y necesaria puede transformarse en
una búsqueda excesiva de eficacia, como si el servicio
apostólico dependiera prevalentemente de los medios humanos,
más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres
y mujeres de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes,
pobres y ricos, puede llevar a la adopción de un estilo de
vida secularizado o a una promoción de los valores humanos
en sentido puramente horizontal. El compartir las
aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura podría
llevar a abrazar formas de nacionalismo o a asumir prácticas
que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y
elevadas a la luz del Evangelio.
El camino que conduce a la
santidad conlleva, pues, la aceptación del combate
espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no
siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha
visto con frecuencia representado el combate espiritual en
la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afronta
para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32,
23-31). En esta narración de los principios de la historia
bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del
empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo
a la acogida del Señor y de los hermanos.
Promover la santidad
39. Hoy más que nunca es
necesario un renovado compromiso de santidad por parte de
las personas consagradas para favorecer y sostener el
esfuerzo de todo cristiano por la perfección. «Es
necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de
santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación
personal en un clima de oración siempre más intensa y de
solidaria acogida del prójimo, especialmente del más
necesitado»
[84].
Las personas consagradas, en
la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se
hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante
iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración,
ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad,
escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el
progreso en la oración de personas que podrán después
realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios
sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces
heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las personas
consagradas «a través de su ser más íntimo, se sitúan dentro
del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de
Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que
dan testimonio»
[85].
El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe
animar más aún a quienes, por su misma opción de vida,
tienen la misión de recordarlo a los demás.
«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza renovada
40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos,
no tengáis miedo'"» (Mt 17, 7). Como los tres apóstoles
en el episodio de la Transfiguración, las personas consagradas saben
por experiencia que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor
sensible que hace exclamar: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17, 4).
Sin embargo, es siempre una vida «tocada» por la mano de Cristo,
conducida por su voz y sostenida por su gracia.
«Levantaos, no tengáis
miedo». Esta invitación del Maestro se dirige obviamente a
cada cristiano. Pero con mayor motivo a quien ha sido
llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo
todo» por Cristo. De modo especial es válida siempre que,
con el Maestro, se baja del «monte» para tomar el camino que
lleva del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías
hablaban con Cristo sobre su misterio pascual, Lucas emplea
significativamente el término «partida» (éxodos):
«Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén»
(Lc 9, 31). «Éxodo»: término fundamental de la
revelación, al que se refiere toda la historia de la
salvación, y que expresa el sentido profundo del misterio
pascual. Tema particularmente vinculado a la espiritualidad
de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado.
En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al
mysterium Crucis. Sin embargo, este comprometido «camino
de éxodo», visto desde la perspectiva del Tabor, aparece
como un camino entre dos luces: la luz anticipadora de la
Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.
La vocación a la vida
consagrada —en el horizonte de toda la vida cristiana—, a
pesar de sus renuncias y sus pruebas, y más aún gracias a
ellas, es camino «de luz», sobre el que vela la
mirada del Redentor: «Levantaos, no tengáis miedo».
CAPÍTULO II
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA SIGNO
DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA
I. VALORES PERMANENTES
A imagen de la Trinidad
41. Durante su vida terrena,
Jesús llamó a quienes Él quiso, para tenerlos junto a sí y
para enseñarles a vivir según su ejemplo, para el Padre y
para la misión que el Padre le había encomendado (cf. Mc
3, 13-15). Inauguraba de este modo una nueva familia de la
cual habrían de formar parte a través de los siglos todos
aquellos que estuvieran dispuestos a «cumplir la voluntad
de Dios» (cf. Mc 3, 32-35). Después de la Ascensión,
gracias al don del Espíritu, se constituyó en torno a los
Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a
Dios y en una concreta experiencia de comunión (cf. Hch
2, 42-47; 4, 32-35). La vida de esta comunidad y, sobre
todo, la experiencia de la plena participación en el
misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido el
modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que
ha querido revivir el fervor de los orígenes y reanudar su
camino en la historia con un renovado vigor evangélico
[86].
En realidad, la Iglesia es
esencialmente misterio de comunión, «muchedumbre reunida
por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
[87]).
La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de
este misterio, configurándose como espacio humano habitado
por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los
dones de la comunión que son propios de las tres Personas
divinas. Los ámbitos y las modalidades en que se manifiesta
la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos. La vida
consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido
eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la
fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante
promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la
vida consagrada pone de manifiesto que la participación
en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones
humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella
indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la
comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta
conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven «para»
Dios y «de» Dios. Por eso precisamente pueden proclamar
el poder reconciliador de la gracia, que destruye las
fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano
y en las relaciones sociales.
Vida fraterna en el amor
42. La vida fraterna,
entendida como vida compartida en el amor, es un signo
elocuente de la comunión eclesial. Es cultivada con especial
esmero por los Institutos religiosos y las Sociedades de
vida apostólica, en los que la vida de comunidad adquiere un
peculiar significado
[88].
Pero la dimensión de la comunión fraterna no falta ni en los
Institutos seculares ni en las mismas formas individuales de
vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de su
soledad, no se apartan de la comunión eclesial, sino que la
sirven con su propio y específico carisma contemplativo; las
vírgenes consagradas en el mundo realizan su consagración en
una especial relación de comunión con la Iglesia particular
y universal, como lo hacen, de un modo similar, las viudas y
viudos consagrados.
Todas estas personas,
queriendo poner en práctica la condición evangélica de
discípulos, se comprometen a vivir el «mandamiento nuevo»
del Señor, amándose unos a otros como Él nos ha amado (cf.
Jn 13, 34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí
mismo hasta el sacrificio supremo de la Cruz. De modo
parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera
sin este amor recíproco incondicional, que exige
disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para
acoger al otro tal como es sin «juzgarlo» (cf. Mt
7, 1-2), capacidad de perdonar hasta «setenta veces siete»
(Mt 18, 22). Para las personas consagradas, que se
han hecho «un corazón solo y una sola alma» (Hch 4,
32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones
(cf. Rm 5, 5), resulta una exigencia interior el
poner todo en común: bienes materiales y experiencias
espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos
y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía
del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos.
Aquí no solamente se disfruta del propio don, sino que se
multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza
del fruto de los dones del otro como si fuera del propio»
[89].
En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de
algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento
para una determinada misión, es espacio teologal en el
que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado
(cf.Mt 18, 20)
[90].
Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad,
un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía, purificado en el
Sacramento de la Reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad,
don especial del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha
obediente del Evangelio.
Es precisamente Él, el
Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el
Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 3),
comunión en la que está la fuente de la vida fraterna. El
Espíritu es quien guía las comunidades de vida consagrada en
el cumplimiento de su misión de servicio a la Iglesia y a la
humanidad entera, según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los «Capítulos»
(o reuniones análogas), sean particulares o generales, en los que
cada Instituto debe elegir los Superiores o Superioras según las
normas establecidas en las propias Constituciones, y discernir a
la luz del Espíritu el modo adecuado de mantener y actualizar el
propio carisma y el propio patrimonio espiritual en las diversas
situaciones históricas y culturales
[91].
La misión de la autoridad
43. En la vida consagrada ha
tenido siempre una gran importancia la función de los
Superiores y de las Superioras, incluidos los locales,
tanto para la vida espiritual como para la misión. En estos
años de búsqueda y de transformaciones, se ha sentido a
veces la necesidad de revisar este cargo. Pero es preciso
reconocer que quien ejerce la autoridad no puede abdicar
de su cometido de primer responsable de la comunidad,
como guía de los hermanos y hermanas en el camino espiritual
y apostólico.
En ambientes marcados
fuertemente por el individualismo, no resulta fácil
reconocer y acoger la función que la autoridad desempeña
para provecho de todos. Pero se debe reafirmar la
importancia de este cargo, que se revela necesario
precisamente para consolidar la comunión fraterna y para que
no sea vana la obediencia profesada. Si bien es cierto que
la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y que
quien la detenta debe consecuentemente saber involucrar
mediante el diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso
de decisión, conviene recordar, sin embargo, que la
última palabra corresponde a la autoridad, a la cual
compete también hacer respetar las decisiones tomadas
[92].
El papel de las personas ancianas
44. En la vida fraterna tiene
un lugar importante el cuidado de los ancianos y de los
enfermos, especialmente en un momento como éste, en el que
en ciertas regiones del mundo aumenta el número de las
personas consagradas ya entradas en años. Los cuidados
solícitos que merecen no se basan únicamente en un deber de
caridad y de reconocimiento, sino que manifiestan también la
convicción de que su testimonio es de gran ayuda a la
Iglesia y a los Institutos, y de que su misión continúa
siendo válida y meritoria, aun cuando, por motivos de edad o
de enfermedad, se hayan visto obligados a dejar sus propias
actividades. Ellos tienen ciertamente mucho que dar
en sabiduría y experiencia a la comunidad, si ésta sabe
estar cercana a ellos con atención y capacidad de escucha.
En realidad la misión apostólica, antes que en la acción,
consiste en el testimonio de la propia entrega plena a la voluntad
salvífica del Señor, entrega que se alimenta en la oración y
la penitencia. Los ancianos, pues, están llamados a vivir su
vocación de muchas maneras: la oración asidua, la aceptación
paciente de su propia condición, la disponibilidad para el
servicio de la dirección espiritual, la confesión y la guía
en la oración
[93].
A imagen de la comunidad apostólica
45. La vida fraterna tiene un
papel fundamental en el camino espiritual de las personas
consagradas, sea para su renovación constante, sea para el
cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se deduce de las
motivaciones teológicas que la fundamentan, y la misma
experiencia lo confirma con creces. Exhorto por tanto a los
consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo
el ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran
asiduos en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en
la oración común, en la participación en la Eucaristía, y en
el compartir los bienes de la naturaleza y de la gracia (cf.
Hch 2, 42-47). Exhorto sobre todo a los religiosos, a
las religiosas y a los miembros de las Sociedades de vida
apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a
manifestarlo de la manera más adecuada a la naturaleza del
propio Instituto, para que cada comunidad se muestre como
signo luminoso de la nueva Jerusalén, «morada de Dios con
los hombres» (Ap 21, 3).
En efecto, toda la Iglesia
espera mucho del testimonio de comunidades ricas «de gozo y
del Espíritu Santo» (Hch 13, 52). Desea poner ante
el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención
recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación
contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las
que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno
el propósito de la comunión. En comunidades de este tipo la
naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la
fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la
única misión. Para presentar a la humanidad de hoy su
verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de
semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia
representa una contribución a la nueva evangelización,
puesto que muestran de manera fehaciente y concreta los
frutos del «mandamiento nuevo».
Sentire cum Ecclesia
46. A la vida consagrada se
le asigna también un papel importante a la luz de la
doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con tanto
énfasis por el Concilio Vaticano II. Se pide a las personas
consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y
que vivan la respectiva espiritualidad
[94]
como «testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión"
que constituye la cima de la historia del hombre según Dios»
[95].
El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como
una espiritualidad de comunión, promueve un modo de
pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura
y en extensión. La vida de comunión «será así un signo
para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a
creer en Cristo [...]. De este modo la comunión se abre a la
misión, haciéndose ella misma misión». Más aun, «la
comunión genera comunión y se configura esencialmente
como comunión misionera»
[96].
En los fundadores y
fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia,
que se manifiesta en su plena participación en la vida
eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente
obediencia a los Pastores, especialmente al Romano
Pontífice. En este contexto de amor a la Santa Iglesia,
«columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), se
comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el
Señor Papa»
[97],
el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella
llama «dulce Cristo en la tierra»
[98],
la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia
[99]
de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de
Jesús: «Soy hija de la Iglesia»
[100];
como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «En el corazón
de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor»
[101].
Semejantes testimonios son representativos de la plena
comunión eclesial en la que han participado santos y santas,
fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la
historia y en circunstancias a veces harto difíciles. Son
ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas
consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y
disgregadoras, particularmente activas en nuestros días.
Un aspecto distintivo de esta
comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al
magisterio de los Obispos, que ha de ser vivida con lealtad
y testimoniada con nitidez ante el Pueblo de Dios por parte
de todas las personas consagradas, especialmente por
aquellas comprometidas en la investigación teológica, en la
enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de
los medios de comunicación social
[102].
Puesto que las personas consagradas ocupan un lugar especial
en la Iglesia, su actitud a este respecto adquiere un
particular relieve ante todo el Pueblo de Dios. Su
testimonio de amor filial confiere fuerza e incisividad a su
acción apostólica, la cual, en el marco de la misión
profética de todos los bautizados, se caracteriza
normalmente por cometidos que implican una especial
colaboración con la jerarquía
[103].
De este modo, con la riqueza de sus carismas, las personas
consagradas brindan una específica aportación a la Iglesia
para que ésta profundice cada vez más en su propio ser, como
sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano»
[104].
La fraternidad en la Iglesia universal
47. Las personas consagradas
están llamadas a ser fermento de comunión misionera en la
Iglesia universal por el hecho mismo de que los múltiples
carismas de los respectivos Institutos son otorgados por el
Espíritu para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya
edificación deben servir (cf. 1 Co 12, 4-11). Es
significativo que, en palabras del Apóstol, el «camino más
excelente» (1 Co 12, 31), el más grande de todos, es
la caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas
las diversidades e infunde en todos la fuerza del apoyo
mutuo en la acción apostólica. A esto tiende precisamente
el peculiar vínculo de comunión, que las varias formas
de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica
tienen con el Sucesor de Pedro en su ministerio de unidad y
de universalidad misionera. La historia de la
espiritualidad ilustra profusamente esta vinculación,
poniendo de manifiesto su función providencial como garantía
tanto de la identidad propia de la vida consagrada, como de
la expansión misionera del Evangelio. Sin la contribución de
tantos Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica —como han hecho notar los Padres sinodales—,
sería impensable la vigorosa difusión del anuncio
evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas
regiones del mundo, y la primavera cristiana que hoy se
constata en las jóvenes Iglesias. Ellos han mantenido firme
a través de los siglos la comunión con los Sucesores de
Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos
Institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la
misión, con una disponibilidad que, llegado el caso, ha
alcanzado el verdadero heroísmo.
Emerge de este modo el
carácter de universalidad y de comunión que es peculiar
de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de
vida apostólica. Por la connotación supradiocesana, que
tiene su raíz en la especial vinculación con el ministerio
petrino, ellos están también al servicio de la colaboración
entre las diversas Iglesias particulares
[105],
en las cuales pueden promover eficazmente el «intercambio de
dones», contribuyendo así a una inculturación del Evangelio
que asume, purifica y valora la riqueza de las culturas de
todos los pueblos
[106].
El florecer de vocaciones a la vida consagrada en las
Iglesias jóvenes sigue manifestando hoy la capacidad que
ésta tiene de expresar, en la unidad católica, las
exigencias de los diversos pueblos y culturas.
La vida consagrada y la Iglesia particular
48. Las personas consagradas
tienen también un papel significativo dentro de las
Iglesias particulares. Este es un aspecto que, a partir
de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión y
misterio, y sobre las Iglesias particulares como porción del
Pueblo de Dios, en las que «está verdaderamente presente y
actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica»
[107],
ha sido desarrollado y regulado por varios documentos
sucesivos. A la luz de estos textos aparece con toda
evidencia la importancia que reviste la colaboración de las
personas consagradas con los Obispos para el desarrollo
armonioso de la pastoral diocesana. Los carismas de la vida
consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación
de la caridad en la Iglesia particular.
Las diversas formas de vivir
los consejos evangélicos son, en efecto, expresión y fruto
de los dones espirituales recibidos por fundadores y
fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una «experiencia
del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para
ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y
desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de
Cristo en crecimiento perenne»
[108].
La índole propia de cada Instituto comporta un estilo
particular de santificación y de apostolado, que tiende a
consolidarse en una determinada tradición caracterizada por
elementos objetivos
[109].
Por eso la Iglesia procura que los Institutos crezcan y se
desarrollen según el espíritu de los fundadores y de las
fundadoras, y de sus sanas tradiciones
[110].
Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los Institutos
una justa autonomía, gracias a la cual pueden tener
su propia disciplina y conservar íntegro su patrimonio
espiritual y apostólico. Cometido del Ordinario del lugar
es conservar y tutelar esta autonomía
[111].
Se pide por tanto a los Obispos que acojan y estimen los
carismas de la vida consagrada, reservándoles un espacio en
los proyectos de la pastoral diocesana. Deben tener especial
solicitud con los Institutos de derecho diocesano, que están
confiados de modo particular al cuidado del Obispo del
lugar. Una diócesis que quedara sin vida consagrada, además
de perder tantos dones espirituales, ambientes apropiados
para la búsqueda de Dios, actividades apostólicas y
metodologías pastorales específicas, correría el riesgo de
ver muy debilitado su espíritu misionero, que es una
característica de la mayoría de los Institutos
[112].
Se debe por tanto corresponder al don de la vida consagrada
que el Espíritu suscita en la Iglesia particular, acogiéndolo
con generosidad y con sentimientos de gratitud al Señor.
Una fecunda y ordenada comunión eclesial
49. El Obispo es padre y
pastor de toda la Iglesia particular. A él compete reconocer
y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y
coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto,
el carisma de la vida consagrada como una gracia que no
concierne sólo a un Instituto, sino que incumbe y beneficia
a toda la Iglesia. Procurará, pues, sustentar y prestar
ayuda a las personas consagradas, a fin de que, en comunión
con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional, se
abran a perspectivas espirituales y pastorales en armonía
con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas
consagradas, por su parte, no dejarán de ofrecer su generosa
colaboración a la Iglesia particular según las propias
fuerzas y respetando el propio carisma, actuando en plena
comunión con el Obispo en el ámbito de la evangelización,
de la catequesis y de la vida de las parroquias.
Es útil recordar que, a la
hora de coordinar el servicio que se presta a la Iglesia
universal y a la Iglesia particular, los Institutos no
pueden invocar la justa autonomía o incluso la exención de
que gozan muchos de ellos
[113],
con el fin de justificar decisiones que, de hecho,
contrastan con las exigencias de una comunión orgánica,
requerida por una sana vida eclesial. Es preciso, por el
contrario, que las iniciativas pastorales de las personas
consagradas sean decididas y actuadas en el contexto de un
diálogo abierto y cordial entre Obispos y Superiores de los
diversos Institutos. La especial atención por parte de los
Obispos a la vocación y misión de los distintos Institutos,
y el respeto por parte de éstos del ministerio de los
Obispos con una acogida solícita de sus concretas
indicaciones pastorales para la vida diocesana, representan
dos formas, íntimamente relacionadas entre sí, de una única
caridad eclesial, que compromete a todos en el servicio de
la comunión orgánica —carismática y al mismo tiempo
jerárquicamente estructurada— de todo el Pueblo de Dios.
Un diálogo constante animado por la caridad
50. Para promover el
conocimiento recíproco, que es requisito obligado de una
eficaz cooperación, sobre todo en el ámbito pastoral, es
siempre oportuno un constante diálogo de los
Superiores y Superioras de los Institutos de vida consagrada
y de las Sociedades de vida apostólica con los Obispos.
Gracias a estos contactos habituales, los Superiores y
Superioras podrán informar a los Obispos sobre las
iniciativas apostólicas que desean emprender en sus
diócesis, para llegar con ellos a los necesarios acuerdos
operativos. Del mismo modo, conviene que sean invitadas a
asistir a las asambleas de las Conferencias de Obispos
personas delegadas de las Conferencias de Superiores y
Superioras mayores, y que, viceversa, delegados de las
Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias
de Superiores y Superioras mayores, según las modalidades
que se determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad
que, allí donde aún no existan, se constituyan y sean
operativas a nivel nacional comisiones mixtas de Obispos
y Superiores y Superioras mayores
[114],
que examinen juntos los problemas de interés común.
Contribuirá también a un mejor conocimiento recíproco la
inserción de la teología y de la espiritualidad de la vida
consagrada en el plan de estudios teológicos de los
presbíteros diocesanos, así como la previsión en la
formación de las personas consagradas de un adecuado estudio
de la teología de la Iglesia particular y de la
espiritualidad del clero diocesano
[115].
Finalmente, es consolador el
recuerdo de cómo, en el Sínodo, no sólo han tenido lugar
numerosas intervenciones sobre la doctrina de la comunión,
sino que se ha vivido una satisfactoria experiencia de
diálogo, en un clima de recíproca apertura y confianza entre
los Obispos y los religiosos y las religiosas presentes.
Esto ha suscitado el deseo de que «tal experiencia
espiritual de comunión y de colaboración se extienda a toda
la Iglesia» incluso después del Sínodo
[116].
Es un auspicio que hago mío, para que aumente en todos la
mentalidad y la espiritualidad de comunión.
La fraternidad en un mundo dividido e injusto
51. La Iglesia encomienda a
las comunidades de vida consagrada la particular tarea de
fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en
su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más
allá aún de sus confines, entablando o restableciendo
constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí
donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o
las locuras homicidas. Situadas en las diversas sociedades
de nuestro mundo —frecuentemente laceradas por pasiones e
intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas
sobre la vías a seguir—, las comunidades de vida consagrada,
en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de
diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como
signo de un diálogo siempre posible y de una comunión
capaz de poner en armonía las diversidades.
Las comunidades de vida
consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la
propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la fuerza
transformadora de la Buena Nueva
[117],
que hace reconocer a todos como hijos de Dios e incita al
amor oblativo hacia todos, y especialmente hacia los
últimos. Estas comunidades son lugares de esperanza y de
descubrimiento de las Bienaventuranzas; lugares en los que
el amor, nutrido de la oración y principio de comunión, está
llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de alegría.
Particularmente los Institutos internacionales, en esta época
caracterizada por la dimensión mundial de los problemas y, al
mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo,
tienen el cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo
el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las
culturas. En un clima de fraternidad, la apertura a la dimensión
mundial de los problemas no ahogará la riqueza de los dones
particulares, y la afirmación de una característica particular
no creará contrastes con las otras, ni atentará a la unidad.
Los Institutos internacionales pueden hacer esto con eficacia,
al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de
la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad.
Comunión entre los diversos Institutos
52. El sentido eclesial de
comunión alimenta y sustenta también la fraterna relación
espiritual y la mutua colaboración entre los diversos
Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica. Personas que están unidas entre sí por el
compromiso común del seguimiento de Cristo y animadas por el
mismo Espíritu, no pueden dejar de hacer visible, como ramas
de una única Vid, la plenitud del Evangelio del amor.
Permaneciendo siempre fieles a su propio carisma, pero
teniendo presente la amistad espiritual que frecuentemente
ha unido en la tierra diversos fundadores y fundadoras,
estas personas están llamadas a manifestar una fraternidad
ejemplar, que sirva de estímulo a los otros componentes
eclesiales en el compromiso cotidiano de dar testimonio del
Evangelio.
Resultan siempre actuales las
palabras de san Bernardo a propósito de las diversas Órdenes
religiosas: «Yo las admiro todas. Pertenezco a una de ellas
con la observancia, pero a todas en la caridad. Todos
tenemos necesidad los unos de los otros: el bien espiritual
que yo no poseo, lo recibo de los otros [...]. En este
exilio la Iglesia está aún en camino y, si puedo decirlo
así, es plural: una pluralidad múltiple y una unidad plural.
Y todas nuestras diversidades, que manifiestan la riqueza de
los dones de Dios, subsistirán en la única casa del Padre
que contiene tantas mansiones. Ahora hay división de
gracias, entonces habrá una distinción de glorias. La
unidad, tanto aquí como allá, consiste en una misma caridad»
[118].
Organismos de coordinación
53. Las Conferencias de Superiores y de Superioras mayores y
las Conferencias de los Institutos seculares pueden dar una
notable contribución a la comunión. Estimulados y regulados
por el Concilio Vaticano II
[119]
y por documentos posteriores
[120],
estos organismos tienen como principal objetivo la promoción
de la vida consagrada, engarzada en la trama de la misión
eclesial.
A través de ellos los Institutos expresan la comunión entre
sí y buscan los medios para reforzarla, con respeto y aprecio
por el valor específico de cada uno de los carismas, en los
que se refleja el misterio de la Iglesia y la multiforme
sabiduría de Dios
[121].
Aliento, pues, a los Institutos de vida consagrada a que se
presten asistencia mutua, especialmente en aquellos países
en los que, debido a particulares dificultades, la tentación
de replegarse sobre sí puede ser fuerte, con perjuicio de la
vida consagrada misma y de la Iglesia. Es preciso, por el
contrario, que se ayuden recíprocamente en su intento de
comprender el designio de Dios en los actuales avatares de
la historia, para así responder mejor con iniciativas
apostólicas adecuadas
[122].
En este horizonte de comunión, abierto a los desafíos de
nuestro tiempo, los Superiores y las Superioras «actuando en
sintonía con el episcopado», procuren aprovecharse «del
trabajo de los mejores colaboradores de cada Instituto y
ofrecer servicios que no sólo ayuden a superar eventuales
límites, sino que también creen un estilo válido de
formación a la vida religiosa»
[123].
Exhorto a las Conferencias de
los Superiores y de las Superioras mayores y a las
Conferencias de los Institutos seculares a que mantengan
contactos frecuentes y regulares con la Congregación para
los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica, como expresión de su comunión con la Santa Sede.
También debe tenerse una relación activa y confiada con las
Conferencias Episcopales de cada país. Según el espíritu del
documento
Mutuae Relationes, es conveniente que
dicha relación adquiera una forma estable, para hacer así
posible una coordinación tempestiva y duradera de las
iniciativas que vayan surgiendo. Si todo esto se lleva a la
práctica con perseverancia y espíritu de adhesión fiel a las
directrices del Magisterio, los organismos de conexión y de
comunión se revelarán sumamente útiles para encontrar
soluciones que eviten incomprensiones, tanto en el terreno
teórico como en el práctico
[124];
de este modo serán un soporte válido no sólo para promover
la comunión entre los Institutos de vida consagrada y los
Obispos, sino para contribuir también al desempeño de la
misión misma de la Iglesia particular.
Comunión y colaboración con los laicos
54. Uno de los frutos de la
doctrina de la Iglesia como comunión en estos últimos años
ha sido la toma de conciencia de que sus diversos miembros
pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colaboración e
intercambio de dones, con el fin de participar más
eficazmente en la misión eclesial. De este modo se
contribuye a presentar una imagen más articulada y completa
de la Iglesia, a la vez que resulta más fácil dar respuestas
a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación
coral de los diferentes dones.
En el caso de los Institutos
monásticos y contemplativos, las relaciones con los laicos
se caracterizan principalmente por una vinculación
espiritual, mientras que, en aquellos Institutos
comprometidos en la dimensión apostólica, se traducen en
formas de cooperación pastoral. Los miembros de los
Institutos seculares, laicos o clérigos, por su parte,
entran en contacto con los otros fieles en las formas
ordinarias de la vida cotidiana. Debido a las nuevas
situaciones, no pocos Institutos han llegado a la convicción
de que su carisma puede ser compartido con los laicos.
Estos son invitados por tanto a participar de manera más
intensa en la espiritualidad y en la misión del Instituto
mismo. En continuidad con las experiencias históricas de las
diversas Órdenes seculares o Terceras Órdenes, se puede
decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico de
esperanzas, en la historia de las relaciones entre las
personas consagradas y el laicado.
Para un renovado dinamismo espiritual y apostólico
55. Estos nuevos caminos de
comunión y de colaboración merecen ser alentados por
diversos motivos. En efecto, de ello se podrá derivar ante
todo una irradiación activa de la espiritualidad más allá de
las fronteras del Instituto, que contará con nuevas
energías, asegurando así a la Iglesia la continuidad de
algunas de sus formas más típicas de servicio. Otra
consecuencia positiva podrá consistir también en el aunar
esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la
misión: movidos por el ejemplo de santidad de las personas
consagradas, los laicos serán introducidos en la experiencia
directa del espíritu de los consejos evangélicos y animados
a vivir y testimoniar el espíritu de las Bienaventuranzas
para transformar el mundo según el corazón de Dios
[125].
No es raro que la
participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y
fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma,
suscitando una interpretación más espiritual, e impulsando a
encontrar válidas indicaciones para nuevos dinamismos
apostólicos. Cualquiera que sea la actividad o el ministerio
que ejerzan, las personas consagradas recordarán por tanto
su deber de ser ante todo guías expertas de vida espiritual,
y cultivarán en esta perspectiva «el talento más precioso:
el espíritu»
[126].
A su vez, los laicos ofrecerán a las familias religiosas la
rica aportación de su secularidad y de su servicio
específico.
Laicos voluntarios y asociados
56. Una manifestación
significativa de participación laical en la riqueza de la
vida consagrada es la adhesión de fieles laicos a los varios
Institutos bajo la fórmula de los llamados miembros
asociados o, según las exigencias de algunos ambientes
culturales, de personas que comparten, durante un cierto
tiempo, la vida comunitaria y la particular entrega a la
contemplación o al apostolado del Instituto, siempre que,
obviamente, no sufra daño alguno la identidad del Instituto
en su vida interna
[127].
Es justo tener en gran estima el voluntariado que se nutre
de las riquezas de la vida consagrada; pero es preciso
cuidar su formación, con el fin de que los voluntarios
tengan siempre, además de competencia, profundas motivaciones
sobrenaturales en su propósito y un vivo sentido comunitario
y eclesial en sus proyectos
[128].
Debe tenerse presente también que, para que sean
consideradas como obras de un determinado Instituto,
aquellas iniciativas en las que los laicos están implicados
con capacidad de decisión, deben perseguir los fines propios
del Instituto y ser realizadas bajo su responsabilidad. Por
tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección, éstos
responderán de la misma a los Superiores y Superioras
competentes. Es conveniente que todo esto sea considerado y
regulado por normas específicas de cada Instituto, aprobadas
por la Autoridad Superior, en las cuales se prevean las
competencias respectivas del Instituto mismo, de las
comunidades y de los miembros asociados o de los
voluntarios.
Las personas consagradas,
enviadas por sus Superiores o Superioras y permaneciendo
bajo su dependencia, pueden participar con formas
específicas de colaboración en iniciativas laicales,
particularmente en organismos e instituciones que se ocupan
de los marginados y que tienen como finalidad aliviar el
sufrimiento humano. Esta colaboración, si está sustentada y
animada por una fuerte y clara identidad cristiana, y
respeta el carácter propio de la vida consagrada, puede
hacer brillar la fuerza iluminadora del Evangelio en las
situaciones más oscuras de la existencia humana.
En estos años no pocas
personas consagradas han entrado a formar parte de alguno de
los movimientos eclesiales surgidos en nuestro
tiempo. Con frecuencia los interesados se benefician
especialmente en lo que se refiere a la renovación
espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en algunos
casos esto crea malestar y desorientación a nivel personal y
comunitario, sobre todo cuando tales experiencias entran en
conflicto con las exigencias de la vida comunitaria y de la
espiritualidad del propio Instituto. Es necesario por tanto
poner mucho cuidado en que la adhesión a los movimientos
eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la
disciplina del propio Instituto
[129],
con el consentimiento de los Superiores y de las Superioras,
y con disponibilidad para aceptar sus decisiones.
La dignidad y el papel de la mujer consagrada
57. La Iglesia revela
plenamente su multiforme riqueza espiritual cuando, superada
toda discriminación, acoge como una auténtica bendición los
dones derramados por Dios tanto en los hombres como en las
mujeres, estimándolos en su igual dignidad. Las mujeres
consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial,
y a través de su dedicación vivida con plenitud y con
alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género
humano y un testimonio singular del misterio de la
Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre
[130].
Esta misión se ha dejado ver en el Sínodo, en el cual varias
de ellas han participado y en el que han tenido ocasión de
hacer oír su voz, por todos escuchada y apreciada. Gracias a
sus aportaciones han surgido algunas indicaciones útiles
para la vida de la Iglesia y para su misión evangelizadora.
Ciertamente no es posible desconocer lo fundado de muchas de
las reivindicaciones que se refieren a la posición de la
mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales. Es
obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia
femenina ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas
mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la
historia e interpretarla, y de organizar la vida social,
política, económica, religiosa y eclesial.
La Iglesia, que ha recibido
de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de
difundirlo proféticamente, promoviendo una mentalidad y una
conducta conformes a las intenciones del Señor. En este
contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de
Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a
eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al
pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación
específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de
la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada
aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su
capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la
conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva
evangelización, como de las otras formas de acción
misionera, es impensable sin una renovada aportación de las
mujeres, especialmente de las mujeres consagradas.
Nuevas perspectivas de presencia y de acción
58. Urge por tanto dar
algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de
participación a las mujeres en diversos sectores y a
todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se
elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que
las conciernen más directamente.
Es necesario también que la
formación de las mujeres consagradas, no menos que la de los
hombres, sea adecuada a las nuevas urgencias, y prevea el
tiempo suficiente y las oportunidades institucionales
necesarias para una educación sistemática, que abarque todos
los campos, desde el aspecto teológico-pastoral hasta el
profesional. La formación pastoral y catequética, siempre
importante, adquiere un interés especial de cara a la nueva
evangelización, que exige también de las mujeres nuevas
formas de participación.
Se puede pensar que una
formación más profunda, a la vez que ayudará a la mujer
consagrada a comprender mejor los propios dones, será un
estímulo para la necesaria reciprocidad en el seno de la
Iglesia. Se espera mucho del genio de la mujer también en el
campo de la reflexión teológica, cultural y espiritual, no
sólo en lo que se refiere a lo específico de la vida
consagrada femenina, sino también en la inteligencia de la
fe en todas sus manifestaciones. A este respecto, ¡cuánto
debe la historia de la espiritualidad a santas como Teresa
de Jesús y Catalina de Siena, las dos primeras mujeres
honradas con el título de Doctoras de la Iglesia, y a tantas
otras místicas, que han sabido sondear el misterio de Dios y
analizar su acción en el creyente! La Iglesia confía mucho
en las mujeres consagradas, de las que espera una aportación
original para promover la doctrina y las costumbres de la
vida familiar y social, especialmente en lo que se refiere a
la dignidad de la mujer y al respeto de la vida humana
[131].
De hecho, «las mujeres tienen un campo de pensamiento
y de acción singular y sin duda determinante: les
corresponde ser promotoras de un "nuevo feminismo" que, sin
caer en la tentación de seguir modelos "machistas", sepa
reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas
las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando
por la superación de toda forma de discriminación, de
violencia y de explotación»
[132].
Hay motivos para esperar que
un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer
provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una
mayor conciencia del propio papel, y una creciente
dedicación a la causa del Reino de Dios. Esto podrá
traducirse en numerosas actividades, como el compromiso por
la evangelización, la misión educativa, la participación en
la formación de los futuros sacerdotes y de las personas
consagradas, la animación de las comunidades cristianas, el
acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes
fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las
mujeres consagradas y a su extraordinaria capacidad de
entrega, la admiración y el reconocimiento de toda la
Iglesia, que las sostiene para que vivan en plenitud y con
alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la
insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy.
II. CONTINUIDAD EN LA OBRA DEL ESPÍRITU:
FIDELIDAD EN LA NOVEDAD
Las monjas de clausura
59. Una atención particular
merecen la vida monástica femenina y la clausura de las
monjas, por la gran estima que la comunidad cristiana siente
hacia este género de vida, que es signo de la unión
exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor,
profundamente amado. En efecto, la vida de las monjas de
clausura, ocupadas principalmente en la oración, en la
ascesis y en el progreso ferviente de la vida espiritual,
«no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una
anticipación de la Iglesia escatológica, abismada en la
posesión y contemplación de Dios»(
[133].
A la luz de esta vocación y misión eclesial, la clausura
responde a la exigencia, sentida como prioritaria, de
estar con el Señor. Al elegir un espacio circunscrito
como lugar de vida, las claustrales participan en el
anonadamiento de Cristo mediante una pobreza radical que se
manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas, sino también
del «espacio», de los contactos externos, de tantos bienes
de la creación. Este modo singular de ofrecer el «cuerpo»
las introduce de manera más sensible en el misterio
eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del
mundo. Su ofrecimiento, además del aspecto de sacrificio y
de expiación, adquiere la dimensión de la acción de gracias
al Padre, participando de la acción de gracias del Hijo
predilecto.
Radicada en esta orientación espiritual, la clausura no es
sólo un medio ascético de inmenso valor, sino también un
modo de vivir la Pascua de Cristo
[134].De
experiencia de «muerte», se convierte en sobreabundancia de
vida, constituyéndose como anuncio gozoso y anticipación
profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona y a la
humanidad entera, de vivir únicamente para Dios, en Cristo
Jesús (cf. Rm 6, 11). La clausura evoca por tanto
aquella celda del corazón en la que cada uno está
llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida como don y
elegida como libre respuesta de amor, la clausura es el
lugar de la comunión espiritual con Dios y con los hermanos
y hermanas, donde la limitación del espacio y de las
relaciones con el mundo exterior favorecen la
interiorización de los valores evangélicos (cf. Jn
13, 34; Mt 5, 3.8).
Las comunidades claustrales, puestas como ciudades sobre el
monte y luces en el candelero (cf. Mt 5, 14-15),
a pesar de la sencillez de vida, prefiguran visiblemente la
meta hacia la cual camina la entera comunidad eclesial que,
«entregada a la acción y dada a la contemplación»
[135],
se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en
la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la Iglesia
«se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col 3, 1-4)»
[136],
y Cristo «entregue a Dios Padre el Reino, después de haber
destruido todo Principado, Dominación y Potestad [...], para
que Dios sea todo en todo» (1 Co 15, 24.28).
A estas queridísimas
Hermanas, pues, expreso mi reconocimiento, a la vez que las
aliento a mantenerse fieles a la vida claustral según el
propio carisma. Gracias a su ejemplo, este género de vida
continúa teniendo numerosas vocaciones, atraídas por la
radicalidad de una existencia «esponsal», dedicada
totalmente a Dios en la contemplación. Como expresión del
puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida
contemplativa tiene también una extraordinaria eficacia
apostólica y misionera
[137].
Los Padres sinodales han manifestado un gran
aprecio por los valores de la clausura, tomando en
consideración al mismo tiempo diversas peticiones sobre su
disciplina concreta manifestadas desde varias partes. Las
indicaciones del Sínodo sobre este tema y, en particular, el
propósito de otorgar una mayor responsabilidad a las
Superioras mayores en lo concerniente a la dispensa de la
clausura por causas justas y graves
[138],
serán objeto de consideración orgánica, en la línea del
camino de renovación ya actuado a partir del Concilio
Vaticano II
[139].
De este modo la clausura en sus varias formas y grados —de
la clausura papal y constitucional a la clausura monástica—
se corresponderá mejor con la variedad de los Institutos
contemplativos y con las tradiciones de los monasterios.
Como el mismo Sínodo ha
subrayado, se han de favorecer también las Asociaciones y
Federaciones entre monasterios, recomendadas ya por Pío XII
y por el Concilio Ecuménico Vaticano II
[140],
especialmente allí donde no existan otras formas eficaces de
coordinación y de asistencia, para custodiar y promover los
valores de la vida contemplativa. En efecto, tales
agrupaciones, salvando siempre la legítima autonomía de los
monasterios, pueden ofrecer una ayuda válida para resolver
adecuadamente problemas comunes, como la oportuna
renovación, la formación tanto inicial como permanente, la
mutua ayuda económica y la reorganización de los mismos
monasterios.
Los religiosos hermanos
60. Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la vida
consagrada, por su naturaleza, no es ni laical ni clerical
[141],
y por consiguiente la «consagración laical», tanto de
varones como de mujeres, es un estado de profesión de los
consejos evangélicos completo en sí mismo
[142].
Dicha consagración laical, por lo tanto, tiene un valor
propio, independientemente del ministerio sagrado, tanto
para la persona misma como para la Iglesia.
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II
[143],
el Sínodo ha manifestado un gran aprecio por este tipo de
vida consagrada, en la que los religiosos hermanos
desempeñan múltiples y valiosos servicios dentro y fuera de
la comunidad, participando así en la misión de proclamar el
Evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en la
vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos servicios
se pueden considerar ministerios eclesiales confiados
por la legítima autoridad. Ello exige una formación
apropiada e integral: humana, espiritual, teológica,
pastoral y profesional.
Según la terminología vigente, los Institutos que, por
determinación del fundador o por legítima tradición tienen
características y finalidades que no comportan el ejercicio
del Orden sagrado, son llamados «Institutos laicales»
[144].
En el Sínodo se ha hecho notar, no obstante, que esta
terminología no expresa adecuadamente la índole peculiar de
la vocación de los miembros de tales Institutos religiosos.
En efecto, aunque desempeñan muchos servicios que son
comunes también a los fieles laicos, ellos los realizan con
su identidad de consagrados, manifestando de este modo el
espíritu de entrega total a Cristo y a la Iglesia según su
carisma específico.
Por este motivo los Padres sinodales, con el fin de evitar
cualquier ambigüedad y confusión con la índole secular de
los fieles laicos
[145],
han querido proponer el término de Institutos religiosos
de Hermanos
[146].
La propuesta es significativa, sobre todo si se tiene en
cuenta que el término hermano encierra una rica
espiritualidad. «Estos religiosos están llamados a ser
hermanos de Cristo, profundamente unidos a Él, primogénito
entre muchos hermanos (Rm 8, 29); hermanos entre sí
por el amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de
la Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la
caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más
pequeños, los más necesitados; hermanos para hacer que reine
mayor fraternidad en la Iglesia»
[147].
Viviendo de una manera especial este aspecto de la vida a la
vez cristiana y consagrada, los «religiosos hermanos»
recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos
sacerdotes la dimensión fundamental de la fraternidad en
Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y
mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: «Y
vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8).
No existen impedimentos para
que en estos Institutos religiosos de Hermanos, cuando el
Capítulo general así lo disponga, algunos miembros reciban
las Órdenes sagradas para el servicio sacerdotal de la
comunidad religiosa
[148].
No obstante, el Concilio Vaticano II no incita
explícitamente a seguir esta praxis, precisamente porque
desea que los Institutos de Hermanos permanezcan fieles a su
vocación y misión. Esto vale también por lo que se refiere a
la condición de quien accede al cargo de Superior,
considerando que éste refleja de manera especial la
naturaleza del Instituto mismo.
Diversa es la vocación de los
hermanos en aquellos Institutos que son llamados «
clericales» porque, según el proyecto del fundador o por
tradición legítima, prevén el ejercicio del Orden sagrado,
son regidos por clérigos y, como tales, son reconocidos por
la autoridad de la Iglesia
[149].
En estos Institutos el ministerio sagrado es parte
integrante del carisma y determina su índole específica, el
fin y el espíritu. La presencia de hermanos representa una
participación diferenciada en la misión del Instituto, con
servicios que se prestan en colaboración con aquellos que
ejercen el ministerio sacerdotal, sea dentro de la comunidad
o en las obras apostólicas.
Institutos mixtos
61. Algunos Institutos religiosos, que en el proyecto original
del fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos
los miembros —sacerdotes y no sacerdotes— eran considerados
iguales entre sí, con el pasar del tiempo han adquirido una
fisonomía diversa. Es menester que estos Institutos llamados
«mixtos», evalúen, mediante una profundización del propio
carisma fundacional, si resulta oportuno y posible volver hoy a
la inspiración de origen.
Los Padres sinodales han
manifestado el deseo de que en tales Institutos se reconozca
a todos los religiosos igualdad de derechos y de
obligaciones, exceptuados los que derivan del Orden sagrado
[150].
Para examinar y resolver los problemas conexos con esta
materia se ha instituido una comisión especial, y conviene
esperar sus conclusiones para después tomar las oportunas
decisiones, según lo que se disponga de manera autorizada.
Nuevas formas de vida evangélica
62. El Espíritu, que en
diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas
formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia,
bien alentando en los Institutos ya existentes el compromiso
de la renovación en fidelidad al carisma original, bien
distribuyendo nuevos carismas a hombres y mujeres de nuestro
tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a
los retos del presente. Un signo de esta intervención divina
son las llamadas nuevas Fundaciones, con
características en cierto modo originales respecto a las
tradicionales.
La originalidad de las nuevas
comunidades consiste frecuentemente en el hecho de que se
trata de grupos compuestos de hombres y mujeres, de clérigos
y laicos, de casados y célibes, que siguen un estilo
particular de vida, a veces inspirado en una u otra forma
tradicional, o adaptado a las exigencias de la sociedad de
hoy. También su compromiso de vida evangélica se expresa de
varias maneras, si bien se manifiesta, como una orientación
general, una aspiración intensa a la vida comunitaria, a la
pobreza y a la oración. En el gobierno participan, en
función de su competencia, clérigos y laicos, y el fin
apostólico se abre a las exigencias de la nueva
evangelización.
Si de una parte hay que
alegrarse por la acción del Espíritu, por otra es necesario
proceder con el debido discernimiento de los carismas.
El principio fundamental para que se pueda hablar de vida
consagrada es que los rasgos específicos de las nuevas
comunidades y formas de vida estén fundados en los elementos
esenciales, teológicos y canónicos, que son característicos
de la vida consagrada
[151].
Este discernimiento es necesario tanto a nivel local como
universal, con el fin de prestar una común obediencia al
único Espíritu. En las diócesis, el Obispo ha de examinar el
testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y
fundadoras de tales comunidades, su espiritualidad, la
sensibilidad eclesial en el cumplimiento de su misión, los
métodos de formación y los modos de incorporación a la
comunidad; evalúe con prudencia eventuales puntos débiles,
sabiendo esperar con paciencia la confirmación de los frutos
(cf. Mt 7, 16), para poder reconocer la autenticidad
del carisma
[152].
Se le pide sobre todo que ponga especial cuidado en
verificar, a la luz de criterios claros, la idoneidad de
quienes solicitan el acceso a las Órdenes sagradas
[153].
En virtud de este mismo
principio de discernimiento, no pueden ser comprendidas en
la categoría específica de vida consagrada aquellas formas
de compromiso, por otro lado loables, que algunos cónyuges
cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales
cuando, deseando llevar a la perfección de la caridad su
amor «como consagrado» ya en el sacramento del matrimonio
[154],
confirman con un voto el deber de la castidad propia de la
vida conyugal y, sin descuidar sus deberes para con los hijos,
profesan la pobreza y la obediencia
[155].
Esta obligada puntualización acerca de la naturaleza de tales
experiencias, no pretende infravalorar dicho camino de
santificación, al cual no es ajena ciertamente la acción del
Espíritu Santo, infinitamente rico en sus dones e
inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y
de impulsos innovadores, parece conveniente crear una
Comisión para las cuestiones relativas a las nuevas formas
de vida consagrada, con el fin de establecer criterios
de autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de discernir
y de tomar las oportunas decisiones
[156].
Entre otras tareas, tal Comisión deberá valorar, a la luz de
la experiencia de estos últimos decenios, cuáles son las
formas nuevas de consagración que la autoridad eclesiástica,
con prudencia pastoral y para el bien común, pueda reconocer
oficialmente y proponer a los fieles deseosos de una vida
cristiana más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de
vida evangélica no son alternativas a las precedentes instituciones, las
cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado.
Las nuevas formas son también un don del Espíritu, para que la Iglesia siga a su
Señor en una perenne dinámica de generosidad, atenta a las llamadas de Dios que
se manifiestan a través de los signos de los tiempos. De esta manera se presenta
ante el mundo con variedad de formas de santidad y de servicio, como «señal e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»
[157].
Los antiguos Institutos, muchos de los cuales han pasado en
el transcurso de los siglos por el crisol de pruebas
durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden
enriquecerse entablando un diálogo e intercambiando sus
dones con las fundaciones que ven la luz en este tiempo
nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida
consagrada, desde las más antiguas a las más recientes, así
como la vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán la
fidelidad al Espíritu Santo, que es principio de comunión y
de perenne novedad de vida.
III. MIRANDO HACIA EL FUTURO
Dificultades y perspectivas
63. En algunas regiones del
mundo, los cambios sociales y la disminución del número de
vocaciones está haciendo mella en la vida consagrada. Las
obras apostólicas de muchos Institutos y su misma presencia
en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha
ocurrido otras veces en la historia, hay Institutos que
corren incluso el riesgo de desaparecer. La Iglesia
universal les está sumamente agradecida por la gran
contribución que han dado a su edificación con el testimonio
y el servicio
[158].
La preocupación de hoy no anula sus méritos ni los frutos
que han madurado gracias a sus esfuerzos.
En otros Institutos se
plantea más bien el problema de la reorganización de sus
obras. Esta tarea, nada fácil y no pocas veces dolorosa,
requiere estudio y discernimiento a la luz de algunos
criterios. Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido
del propio carisma, promover la vida fraterna, estar atentos
a las necesidades de la Iglesia tanto universal como
particular, ocuparse de aquello que el mundo descuida,
responder generosamente y con audacia, aunque sea con
intervenciones obligadamente exiguas, a las nuevas pobrezas,
sobre todo en los lugares más abandonados
[159].
Las dificultades provenientes
de la disminución de personal y de iniciativas, no deben
en modo alguno hacer perder la confianza en la fuerza
evangélica de la vida consagrada, la cual será siempre
actual y operante en la Iglesia. Aunque cada Instituto no
posea la prerrogativa de la perpetuidad, la vida consagrada,
sin embargo, continuará alimentando entre los fieles la
respuesta de amor a Dios y a los hermanos. Por eso es
necesario distinguir entre las vicisitudes históricas
de un determinado Instituto o de una forma de vida
consagrada, y la misión eclesial de la vida
consagrada como tal. Las primeras pueden cambiar con el
mudar de las situaciones, la segunda no puede faltar.
Esto es verdad tanto para la
vida consagrada de tipo contemplativo, como para la dedicada
a las obras de apostolado. En su conjunto, bajo la acción
siempre nueva del Espíritu, está destinada a continuar como
testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios
y al prójimo, como memoria viviente de la fecundidad,
incluso humana y social, del amor de Dios. Las nuevas
situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con
la serenidad de quien sabe que a cada uno se le pide no
tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo
que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la
vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución
numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al
Señor y a la propia vocación y misión. Por el contrario,
perseverando fielmente en ella, se confiesa, y con gran
eficacia incluso ante el mundo, la propia y firme confianza
en el Señor de la historia, en cuyas manos están los tiempos
y los destinos de las personas, de las instituciones, de los
pueblos y, por tanto, también la actuación histórica de sus
dones. Los dolorosos momentos de crisis representan un
apremio a las personas consagradas para que proclamen con
fortaleza la fe en la muerte y resurrección de Cristo,
haciéndose así signo visible del paso de la muerte a la
vida.
Nuevo impulso de la pastoral vocacional
64. La misión de la vida
consagrada y la vitalidad de los Institutos dependen
indudablemente de la fidelidad con la que los consagrados
responden a su vocación, pero tienen futuro en la medida en
que otros hombres y mujeres acogen generosamente la
llamada del Señor. El problema de las vocaciones es un
auténtico desafío que interpela directamente a los
Institutos, pero que concierne a toda la Iglesia. En el
campo de la pastoral vocacional se invierten muchas energías
espirituales y materiales, aunque los resultados no siempre
se corresponden a las expectativas y a los esfuerzos
realizados. Sucede que, mientras las vocaciones a la vida
consagrada florecen en las Iglesias jóvenes y en aquellas
que han sufrido persecuciones por parte de regímenes
totalitarios, escasean en otros países tradicionalmente
ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad
pone a prueba a las personas consagradas, que a veces se
interrogan sobre su efectiva capacidad de atraer nuevas
vocaciones. Es necesario tener confianza en el Señor Jesús,
que continúa llamando a seguir sus pasos, y encomendarse al
Espíritu Santo, autor e inspirador de los carismas de la
vida consagrada. Así pues, a la vez que nos alegramos por la
acción del Espíritu que rejuvenece a la Esposa de Cristo
haciendo florecer la vida consagrada en muchas naciones,
debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de la mies
para que envíe obreros a su Iglesia, para hacer frente a las
exigencias de la nueva evangelización (cf. Mt 9,
37-38). Además de promover la oración por las vocaciones, es
urgente esforzarse, mediante el anuncio explícito y una
catequesis adecuada, por favorecer en los llamados a la vida
consagrada la respuesta libre, pero pronta y generosa, que
hace operante la gracia de la vocación.
La invitación de Jesús: «Venid y veréis» (Jn 1, 39)
sigue siendo aún hoy laregla de oro de la pastoral
vocacional. Con ella se pretende presentar, a ejemplo de los
fundadores y fundadoras, el atractivo de la persona del
Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo
a la causa del Evangelio. Por tanto, la primera tarea de
todos los consagrados y consagradas consiste en proponer
valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del
seguimiento de Cristo, alimentando y manteniendo
posteriormente en los llamados la respuesta a los impulsos
que el Espíritu inspira en su corazón.
Al entusiasmo del primer
encuentro con Cristo debe seguir, como es obvio, el esfuerzo
paciente de saber corresponder cada día a la gracia
recibida, haciendo de la vocación una historia de amistad
con el Señor. Para ello, la pastoral vocacional utilizará
los recursos apropiados, como la dirección espiritual,
para alimentar aquella respuesta de amor personal al Señor
que es condición indispensable para convertirse en
discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra parte, si la
abundancia vocacional que se manifiesta en varias partes del
mundo justifica el optimismo y la esperanza, la escasez en
otras regiones no debe inducir al desánimo ni a la tentación
de un fácil y precipitado reclutamiento. Es preciso que la
tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que
aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la
Iglesia
[160].
Se requiere, por tanto, la colaboración activa de pastores,
religiosos, familias y educadores, como es propio de un
servicio que forma parte integrante de la pastoral de
conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis
exista, pues, este servicio común, que coordine y
multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso
favoreciendo la actividad vocacional de cada Instituto
[161].
Esta colaboración activa de
todo el Pueblo de Dios, sostenida por la Providencia,
suscitará sin duda la abundancia de los dones divinos. La
solidaridad cristiana está llamada a solventar las
necesidades de la formación vocacional en los países
económicamente más pobres. La promoción de vocaciones en
estos países por parte de los diversos Institutos ha de
hacerse en plena armonía con las Iglesias del lugar, a
partir de una activa y prolongada inserción en su actividad
pastoral
[162].
El modo más auténtico para secundar la acción del Espíritu
será el invertir las mejores energías en la actividad
vocacional, especialmente con una adecuada dedicación a la
pastoral juvenil.
Las exigencias de la formación inicial
65. La Asamblea sinodal ha
reservado una atención especial a la formación de
quienes aspiran a consagrarse al Señor
[163],
reconociendo su decisiva importancia. El objetivo central
del proceso de formación es la preparación de la persona
para la consagración total de sí misma a Dios en el
seguimiento de Cristo, al servicio de la misión. Decir «sí»
a la llamada del Señor, asumiendo en primera persona el
dinamismo del crecimiento vocacional, es responsabilidad
inalienable de cada llamado, el cual debe abrir toda su vida
a la acción del Espíritu Santo; es recorrer con generosidad
el camino formativo, acogiendo con fe las ayudas que el
Señor y la Iglesia le ofrecen
[164].
La formación, por tanto, debe
abarcar la persona entera, de tal modo que toda actitud y
todo comportamiento manifiesten la plena y gozosa
pertenencia a Dios, tanto en los momentos importantes como
en las circunstancias ordinarias de la vida cotidiana
[165].
Desde el momento que el fin de la vida consagrada consiste
en la conformación con el Señor Jesús y con su total
oblación
[166],
a esto se debe orientar ante todo la formación. Se trata de
un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos
de Cristo hacia el Padre.
Siendo éste el objetivo de la
vida consagrada, el método para prepararse a ella deberá
contener y expresar la característica de la totalidad.
Deberá ser formación de toda la persona
[167],
en cada aspecto de su individualidad, en las intenciones y
en los gestos exteriores. Precisamente por su propósito de
transformar toda la persona, la exigencia de la formación
no acaba nunca. En efecto, es necesario que a las
personas consagradas se les proporcione hasta el fin la
oportunidad de crecer en la adhesión al carisma y a la
misión del propio Instituto.
Para que sea total, la
formación debe abarcar todos los ámbitos de la vida
cristiana y de la vida consagrada. Se ha de prever, por
tanto, una preparación humana, cultural, espiritual y
pastoral, poniendo sumo cuidado en facilitar la integración
armónica de los diferentes aspectos. A la formación inicial,
entendida como un proceso evolutivo que pasa por los
diversos grados de la maduración personal —desde el
psicológico y espiritual al teológico y pastoral—, se debe
reservar un amplio espacio de tiempo. En el caso de las
vocaciones al presbiterado, viene a coincidir y a
armonizarse con un programa específico de estudios, como
parte de un itinerario formativo más extenso.
El papel de los formadores y formadoras
66. Dios Padre, en el don
continuo de Cristo y del Espíritu, es el formador por
excelencia de quien se consagra a Él. Pero en esta obra Él
se sirve de la mediación humana, poniendo al lado de los que
Él llama algunos hermanos y hermanas mayores. La formación
es pues una participación en la acción del Padre que,
mediante el Espíritu, infunde en el corazón de los jóvenes y
de las jóvenes los sentimientos del Hijo. Los formadores y
las formadoras deben ser, por tanto, personas expertas en
los caminos que llevan a Dios, para poder ser así capaces de
acompañar a otros en este recorrido. Atentos a la acción de
la gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces no
resultan con tanta evidencia, pero, sobre todo, mostrarán la
belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma en
que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría
espiritual añadirán también aquellas que provienen de los
instrumentos humanos que pueden servir de ayuda, tanto en el
discernimiento vocacional, como en la formación del hombre
nuevo auténticamente libre. El principal instrumento de
formación es el coloquio personal, que ha de tenerse con
regularidad y cierta frecuencia, y que constituye una
práctica de comprobada e insustituible eficacia.
De cara a tareas tan
delicadas, resulta verdaderamente importante la preparación
de formadores idóneos, que aseguren en su servicio una gran
sintonía con el camino seguido por toda la Iglesia. Será
conveniente crear estructuras adecuadas para la formación
de los formadores, posiblemente en lugares que permitan
el contacto con la cultura en la que será ejercido después
el propio servicio pastoral. En esta obra formativa, los
Institutos más arraigados ayuden a los de fundación más
reciente, mediante la aportación de algunos de sus mejores
miembros
[168].
Una formación comunitaria y apostólica
67. Puesto que la formación
debe ser también comunitaria, su lugar privilegiado,
para los Institutos de vida religiosa y las Sociedades de
vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza la
iniciación en la fatiga y en el gozo de la convivencia. En
la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios ha
puesto a su lado, aceptando tanto sus cualidades positivas
como sus diversidades y sus límites. Aprende especialmente a
compartir los dones recibidos para la edificación de todos,
puesto que «a cada cual se le otorga la manifestación del
Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7)
[169].
Al mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde la primera
formación, debe mostrar la dimensión intrínsecamente
misionera de la consagración. Por ello, en los Institutos de
vida consagrada, será útil introducir durante el periodo de
formación inicial, y con el prudente acompañamiento del
formador o formadora, experiencias concretas que permitan
ejercitar, en diálogo con la cultura circundante, las
aptitudes apostólicas, la capacidad de adaptación y el
espíritu de iniciativa.
Si de una parte es importante
que la persona consagrada se forme de modo progresivo una
conciencia evangélicamente crítica respecto a los valores y
antivalores de la cultura, tanto de la suya propia como de
la que encontrará en el futuro campo de trabajo, de otra
debe ejercitarse en el difícil arte de la unidad de vida, de
la mutua compenetración de la caridad hacia Dios y hacia los
hermanos y hermanas, haciendo propia la experiencia de que
la oración es el alma del apostolado, pero también de que el
apostolado vivifica y estimula la oración.
Necesidad de una ratio completa y actualizada
68. Se recomienda
también a los Institutos femeninos y a los masculinos, por
lo que se refiere a los religiosos hermanos, un periodo
explícitamente formativo, que se prolongue hasta la
profesión perpetua. Esto vale substancialmente también para
las comunidades claustrales, que han de elaborar un programa
adecuado para lograr una auténtica formación para la vida
contemplativa y su peculiar misión en la Iglesia.
Los Padres sinodales han
invitado vivamente a todos los Institutos de vida consagrada
y a las Sociedades de vida apostólica a elaborar cuanto
antes una ratio institutionis, es decir, un proyecto
de formación inspirado en el carisma institucional, en el
cual se presente de manera clara y dinámica el camino a
seguir para asimilar plenamente la espiritualidad del propio
Instituto. La ratio responde hoy a una verdadera
urgencia: de un lado indica el modo de transmitir el
espíritu del Instituto, para que sea vivido en su
autenticidad por las nuevas generaciones, en la diversidad
de las culturas y de las situaciones geográficas; de otro,
muestra a las personas consagradas los medios para vivir el
mismo espíritu en las varias fases de la existencia,
progresando hacia la plena madurez de la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la
renovación de la vida consagrada depende principalmente de
la formación, también es verdad que ésta, a su vez, está
unida a la capacidad de proponer un método rico de sabiduría
espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva a
quienes desean consagrarse a asumir los sentimientos de
Cristo, el Señor. La formación es un proceso vital a través
del cual la persona se convierte al Verbo de Dios desde lo
más profundo de su ser y, al mismo tiempo, aprende el arte
de buscar los signos de Dios en las realidades del mundo. En
una época de creciente marginación de los valores religiosos
por parte de la cultura, este aspecto de la formación
resulta doblemente importante: gracias a él la persona
consagrada no sólo puede continuar a «ver» con los ojos de
la fe a Dios en un mundo que ignora su presencia, sino que
consigue incluso hacer «sensible» en cierto modo su
presencia mediante el testimonio del propio carisma.
La formación permanente
69. La formación permanente, tanto para los Institutos de vida
apostólica como para los de vida contemplativa, es una exigencia
intrínseca de la consagración religiosa. El proceso formativo,
como se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que,
por la limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás
suponer que ha completado la gestación de aquel hombre nuevo
que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia
de la vida los mismos sentimientos de Cristo. La formación
inicial, por tanto, debe engarzarse con
la formación permanente, creando en el sujeto la
disponibilidad para dejarse formar cada uno de los días de
[170].
Es muy importante, por tanto,
que cada Instituto incluya, como parte de la ratio
institutionis, la definición de un proyecto de formación
permanente lo más preciso y sistemático posible, cuyo
objetivo primario sea el de acompañar a cada persona
consagrada con un programa que abarque toda su existencia.
Ninguno puede estar exento de aplicarse al propio
crecimiento humano y religioso; como nadie puede tampoco
presumir de sí mismo y llevar su vida con autosuficiencia.
Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y
fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida
y poder de este modo tener mayores garantías de
perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la
que se pueda dar por concluida la completa madurez de la
persona.
En un dinamismo de fidelidad
70. Hay una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y
que tiene que ver con el hecho de que el individuo busca y
encuentra en cada ciclo vital un cometido diverso que realizar,
un modo específico de ser, de servir y de amar
[171].
En la vida consagrada, los
primeros años de plena inserción en la actividad apostólica
representan una fase por sí misma crítica, marcada por el
paso de una vida guiada y tutelada a una situación de
plena responsabilidad operativa. Es importante que las
personas consagradas jóvenes sean alentadas y acompañadas
por un hermano o una hermana que les ayuden a vivir con
plenitud la juventud de su amor y de su entusiasmo por
Cristo.
La fase sucesiva puede
presentar el riesgo de la rutina y la consiguiente
tentación de la desilusión por la escasez de los resultados.
Es necesario, pues, ayudar a las personas consagradas de
media edad a revisar, a luz del Evangelio y de la
inspiración carismática, su opción originaria, y a no
confundir la totalidad de la entrega con la totalidad del
resultado. Esto permitirá dar nuevo empuje y nuevas
motivaciones a la decisión tomada en su día. Es la época de
la búsqueda de lo esencial.
En la fase de la edad
madura, junto con el crecimiento personal, puede
presentarse el peligro de un cierto individualismo,
acompañado a veces del temor de no estar adecuados a los
tiempos, o de fenómenos de rigidez, de cerrazón, o de
relajación. La formación permanente tiene en este caso la
función de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto de
vida espiritual y apostólica, sino también a descubrir la
peculiaridad de esta fase existencial. En efecto, en ella,
una vez purificados algunos aspectos de la personalidad, el
ofrecimiento de sí se eleva a Dios con mayor pureza y
generosidad, y revierte en los hermanos y hermanas de manera
más sosegada y discreta, a la vez que más transparente y
rica de gracia. Es el don y la experiencia de la paternidad
y maternidad espiritual.
La edad avanzada
presenta problemas nuevos, que se han de afrontar
previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El
progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en
algunos casos o la inactividad forzosa, son una experiencia
que puede ser altamente formativa. Aunque sea un momento
frecuentemente doloroso, ofrece sin embargo a la persona
consagrada anciana la oportunidad de dejarse plasmar por la
experiencia pascual
[172],
conformándose a Cristo crucificado que cumple en todo la
voluntad del Padre y se abandona en sus manos hasta
encomendarle el espíritu. Este es un nuevo modo de vivir la
consagración, que no está vinculado a la eficiencia propia
de una tarea de gobierno o de un trabajo apostólico.
Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema
de la pasión del Señor, la persona consagrada sabe que el
Padre está llevando a cumplimiento en ella el misterioso
proceso de formación iniciado tiempo atrás. La muerte será
entonces esperada y preparada como acto de amor supremo y de
entrega total de sí mismo.
Es necesario añadir que,
independientemente de las varias etapas de la vida, cada
edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de
diversos factores externos —cambio de lugar o de oficio,
dificultad en el trabajo o fracaso apostólico,
incomprensión, marginación, etc.—, bien por motivos más
estrictamente personales, como la enfermedad física o
psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de
relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de
fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros
semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es
preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor
confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como
comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos
momentos, la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo
y aliento viene también de la ayuda cualificada de un
hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán
un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha
sido el primero en establecer y que no dejará de cumplir. La
persona que se encuentra en un momento de prueba logrará de
este modo acoger la purificación y el anonadamiento como
aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado.
La prueba misma se revelará como un instrumento providencial
de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo
psicológica, entablada por el yo en relación consigo
mismo y sus debilidades, sino también religiosa,
marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza
poderosa de la Cruz.
Dimensiones de la formación permanente
71. Puesto que el sujeto de
la formación es la persona en cada fase de la vida, el
término de la formación es la totalidad del ser humano,
llamado a buscar y amar a Dios «con todo el corazón, con
toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6, 5) y al
prójimo como a sí mismo (cf. Lv 19, 18; Mt 22,
37-39). El amor a Dios y a los hermanos es un dinamismo
vigoroso que puede inspirar constantemente el camino de
crecimiento y de fidelidad.
La vida en el Espíritu tiene obviamente la primacía:
en ella la persona consagrada encuentra su identidad y
experimenta una serenidad profunda, crece en la atención a
las insinuaciones cotidianas de la Palabra de Dios, y se deja
guiar por la inspiración originaria del propio Instituto.
Bajo la acción del Espíritu se defienden con denuedo los
tiempos de oración, de silencio, de soledad, y se implora de
lo Alto el don de la sabiduría en las fatigas diarias (cf.
Sb 9, 10).
La dimensión humana y
fraterna exige el conocimiento de sí mismo y de los
propios límites, para obtener el estímulo necesario y el
apoyo en el camino hacia la plena liberación. En el contexto
actual revisten una particular importancia la libertad
interior de la persona consagrada, su integración afectiva,
la capacidad de comunicarse con todos, especialmente en la
propia comunidad, la serenidad de espíritu y la sensibilidad
hacia aquellos que sufren, el amor por la verdad y la
coherencia efectiva entre el decir y el hacer.
La dimensión apostólica
abre la mente y el corazón de la persona consagrada,
disponiéndola para el esfuerzo continuo de la acción, como
signo del amor de Cristo que la apremia (cf. 2 Co 5,
14). Esto significa, en la práctica, la actualización de los
métodos y de los objetivos de las actividades apostólicas,
en fidelidad al espíritu y al fin pretendido por el fundador
o fundadora, y a las tradiciones maduradas sucesivamente,
teniendo en cuenta las condiciones cambiantes de la historia
y la cultura, general o local, y del ambiente en que se
actúa.
La dimensión cultural y
profesional, fundada en una sólida formación teológica
que capacite al discernimiento, implica una actualización
continua y una particular atención a los diversos campos a
los que se orienta cada uno de los carismas. Es necesario
por tanto mantener una mentalidad lo más flexible y abierta
posible, para que el servicio sea comprendido y desempeñado
según las exigencias del propio tiempo, sirviéndose de los
instrumentos ofrecidos por el progreso cultural.
En la dimensión del
carisma convergen, finalmente, todos los demás aspectos,
como en una síntesis que requiere una reflexión continua
sobre la propia consagración en sus diversas vertientes,
tanto la apostólica, como la ascética y mística. Esto exige
de cada miembro el estudio asiduo del espíritu del Instituto
al que pertenece, de su historia y su misión, con el fin de
mejorar así la asimilación personal y comunitaria
[173].
CAPÍTULO III
SERVITIUM CARITATIS
LA VIDA CONSAGRADA
EPIFANÍA DEL AMOR DE DIOS EN EL MUNDO
Consagrados para la misión
72. A imagen de Jesús, el
Hijo predilecto «a quien el Padre ha santificado y enviado
al mundo» (Jn 10, 36), también aquellos a quienes
Dios llama para que le sigan son consagrados y enviados al
mundo para imitar su ejemplo y continuar su misión. Esto
vale fundamentalmente para todo discípulo. Pero es válido en
especial para cuantos son llamados a seguir a Cristo «más
de cerca» en la forma característica de la vida consagrada,
haciendo de Él el «todo» de su existencia. En su llamada
está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente
a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la
acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación
y de todo carisma, se hace misión, como lo ha sido la vida
entera de Jesús. La profesión de los consejos evangélicos,
al hacer a la persona totalmente libre para la causa del
Evangelio, muestra también la trascendencia que tiene para
la misión. Se debe pues afirmar que la misión es esencial
para cada Instituto, no solamente en los de vida
apostólica activa, sino también en los de vida contemplativa.
En efecto, antes que en las obras exteriores, la misión se lleva
a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el
testimonio personal. ¡Este es el reto, éste es el quehacer
principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar a
Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para la
salvación de los hombres.
Se puede decir por tanto que
la persona consagrada está «en misión» en virtud de su misma
consagración, manifestada según el proyecto del propio
Instituto. Es obvio que, cuando el carisma fundacional
contempla actividades pastorales, el testimonio de vida y
las obras de apostolado o de promoción humana son igualmente
necesarias: ambas representan a Cristo, que es al mismo
tiempo el consagrado a la gloria del Padre y el enviado al
mundo para la salvación de los hermanos y hermanas
[174].
La vida religiosa, además,
participa en la misión de Cristo con otro elemento
particular y propio: la vida fraterna en comunidad para
la misión. La vida religiosa será, pues, tanto más
apostólica, cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús,
más fraterna la vida comunitaria y más ardiente el
compromiso en la misión específica del Instituto.
Al servicio de Dios y del hombre
73. La vida consagrada tiene
la misión profética de recordar y servir el designio de
Dios sobre los hombres, tal como ha sido anunciado por
las Escrituras, y como se desprende de una atenta lectura de
los signos de la acción providencial de Dios en la historia.
Es el proyecto de una humanidad salvada y reconciliada (cf.
Col 2, 20-22). Para realizar adecuadamente este
servicio, las personas consagradas han de poseer una
profunda experiencia de Dios y tomar conciencia de los retos
del propio tiempo, captando su sentido teológico profundo
mediante el discernimiento efectuado con la ayuda del
Espíritu Santo. En realidad, tras los acontecimientos de la
historia se esconde frecuentemente la llamada de Dios a
trabajar según sus planes, con una inserción activa y
fecunda en los acontecimientos de nuestro tiempo
[175].
El discernimiento de los signos de los tiempos, como dice el
Concilio, ha de hacerse a la luz del Evangelio, de tal modo
que se «pueda responder a los perennes interrogantes de los
hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre
la relación mutua entre ambas»
[176].
Es necesario, pues, estar abiertos a la voz interior del
Espíritu que invita a acoger en lo más hondo los designios
de la Providencia. Él llama a la vida consagrada para que
elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo
de hoy. Son un reclamo divino del que sólo las almas
habituadas a buscar en todo la voluntad de Dios saben
percibir con nitidez y traducir después con valentía en
opciones coherentes, tanto con el carisma original, como con
las exigencias de la situación histórica concreta.
Ante los numerosos problemas
y urgencias que en ocasiones parecen comprometer y avasallar
incluso la vida consagrada, los llamados sienten la
exigencia de llevar en el corazón y en la oración las muchas
necesidades del mundo entero, actuando con audacia en los
campos respectivos del propio carisma fundacional. Su
entrega deberá ser, obviamente, guiada por el
discernimiento sobrenatural, que sabe distinguir entre
lo que viene del Espíritu y lo que le es contrario (cf.
Ga 5, 16-17.22; 1 Jn 4, 6). Mediante la fidelidad
a la Regla y a las Constituciones, conservan la plena
comunión con la Iglesia
[177].
De este modo la vida
consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos,
sino que contribuirá también a elaborar y llevar a cabo
nuevos proyectos de evangelización para las situaciones
actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe, de que
el Espíritu sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a
las más espinosas cuestiones. Será bueno a este respecto
recordar algo que han enseñado siempre los grandes
protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como
si todo dependiese de Él y, al mismo tiempo, empeñarse con
toda generosidad como si todo dependiera de nosotros.
Colaboración eclesial y espiritualidad apostólica
74. Se ha de hacer todo en comunión y en diálogo con
las otras instancias eclesiales. Los retos de la misión son
de tal envergadura que no pueden ser acometidos eficazmente
sin la colaboración, tanto en el discernimiento como en la
acción, de todos los miembros de la Iglesia. Difícilmente
los individuos aislados tienen una respuesta completa: ésta
puede surgir normalmente de la confrontación y del diálogo.
En particular, la comunión operativa entre los diversos
carismas asegurará, además de un enriquecimiento recíproco,
una eficacia más incisiva en la misión. La experiencia de
estos años confirma sobradamente que «el diálogo es el nuevo
nombre de la caridad»
[178],
especialmente de la caridad eclesial; el diálogo ayuda a ver
los problemas en sus dimensiones reales y permite abordarlos
con mayores esperanzas de éxito. La vida consagrada, por el
hecho de cultivar el valor de la vida fraterna, representa
una privilegiada experiencia de diálogo. Por eso puede
contribuir a crear un clima de aceptación recíproca, en el
que los diversos sujetos eclesiales, al sentirse valorizados
por lo que son, confluyan con mayor convencimiento en la
comunión eclesial, encaminada a la gran misión universal.
Los Institutos comprometidos
en una u otra modalidad de servicio apostólico han de
cultivar, en fin, una sólida espiritualidad de la acción,
viendo a Dios en todas las cosas, y todas las cosas en Dios.
En efecto, «se ha de saber que, como el buen orden de la
vida consiste en tender de la vida activa a la
contemplativa, también por lo general el alma vuelve
útilmente de la vida contemplativa a la activa para realizar
con mayor perfección la vida activa, por lo mismo que la
vida contemplativa enfervoriza a la activa»
[179].
Jesús mismo nos ha dado perfecto ejemplo de cómo se pueden
unir la comunión con el Padre y una vida intensamente activa.
Sin la tensión continua hacia esta unidad, se corre el riesgo
de un colapso interior, de desorientación y de desánimo. La
íntima unión entre contemplación y acción permitirá, hoy como
ayer, acometer las misiones más difíciles.
I. EL AMOR HASTA EL EXTREMO
Amar con el corazón de Cristo
75. «Habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Durante la cena [...] se levanta de la mesa [...] se puso a
lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la
toalla con que estaba ceñido» (Jn 13, 1-2.4-5).
En el gesto de lavar los pies
a sus discípulos, Jesús revela la profundidad del amor de
Dios por el hombre: ¡en Él, Dios mismo se pone al servicio
de los hombres! Él revela al mismo tiempo el sentido de la
vida cristiana y, con mayor motivo, de la vida consagrada,
que es vida de amor oblativo, de concreto y generoso
servicio. Siguiendo los pasos del Hijo del hombre, que «no
ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 28),
la vida consagrada, al menos en los mejores períodos de su
larga historia, se ha caracterizado por este «lavar los
pies», es decir, por el servicio, especialmente a los más
pobres y necesitados. Ella, por una parte, contempla el
misterio sublime del Verbo en el seno del Padre (cf. Jn
1, 1), mientras que, por otra, sigue al mismo Verbo que se
hace carne (cf. Jn 1, 14), se abaja, se humilla para
servir a los hombres. Las personas que siguen a Cristo en la
vía de los consejos evangélicos desean, también hoy, ir allá
donde Cristo fue y hacer lo que Él hizo.
Él llama continuamente a
nuevos discípulos, hombres y mujeres, para comunicarles,
mediante la efusión del Espíritu (cf. Rm 5, 5), el
ágape divino, su modo de amar, apremiándolos a servir a
los demás en la entrega humilde de sí mismos, lejos de
cualquier cálculo interesado. A Pedro que, extasiado ante la
luz de la Transfiguración, exclama: «Señor, bueno es
estarnos aquí» (Mt 17, 4), le invita a volver a los
caminos del mundo para continuar sirviendo el Reino de Dios:
«Desciende, Pedro; tú, que deseabas descansar en el monte,
desciende y predica la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, arguye y exhorta, increpa con toda longanimidad y
doctrina. Trabaja, suda, padece algunos tormentos a fin de
llegar, por el brillo y hermosura de las obras hechas en
caridad, a poseer eso que simbolizan los blancos vestidos
del Señor»
[180].
La mirada fija en el rostro del Señor no atenúa en el
apóstol el compromiso por el hombre; más bien lo potencia,
capacitándole para incidir mejor en la historia y liberarla
de todo lo que la desfigura.
La búsqueda de la belleza
divina mueve a las personas consagradas a velar por la
imagen divina deformada en los rostros de tantos hermanos y
hermanas, rostros desfigurados por el hambre, rostros
desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de
quien ve despreciada su propia cultura; rostros
aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada;
rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas
y humilladas; rostros cansados de emigrantes que no
encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las
mínimas condiciones para una vida digna
[181].
La vida consagrada muestra de este modo, con la elocuencia
de las obras, que la caridad divina es fundamento y estímulo
del amor gratuito y operante. Bien convencido de ello estaba
san Vicente de Paúl cuando indicaba como programa de vida a
la Hijas de la Caridad el «entregarse a Dios para amar a
Nuestro Señor y servirlo material y espiritualmente en la
persona de los pobres, en sus casas o en otros sitios, para
instruir a las jóvenes menesterosas, a los niños y, en
general, a todos aquellos que os manda la divina Providencia»
[182].
Entre los posibles ámbitos de la caridad, el que sin duda
manifiesta en nuestros días y por un título especial el amor
al mundo «hasta el extremo», es el anuncio apasionado de
Jesucristo a quienes aún no lo conocen, a quienes lo han
olvidado y, de manera preferencial, a los pobres.
Aportación específica de la vida consagrada a la evangelización
76. La aportación específica
que los consagrados y consagradas ofrecen a la
evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida
totalmente entregada a Dios y a los hermanos, a imitación
del Salvador que, por amor del hombre, se hizo siervo. En la
obra de la salvación, en efecto, todo proviene de la
participación en el ágape divino. Las personas
consagradas hacen visible, en su consagración y total
entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el
consagrado del Padre, enviado en misión
[183].
Ellas, dejándose conquistar por Él (cf. Flp 3, 12),
se disponen para convertirse, en cierto modo, en una
prolongación de su humanidad
[184].La
vida consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más
se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los
demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y
aceptando los mayores riesgos
[185].
La primera evangelización: anunciar a Cristo a las gentes
77. Quien ama a Dios, Padre
de todos, ama necesariamente a sus semejantes, en los que
reconoce otros tantos hermanos y hermanas. Precisamente por
eso no puede permanecer indiferente ante el hecho de que
muchos de ellos no conocen la plena manifestación del amor
de Dios en Cristo. De aquí nace principalmente, obedeciendo
el mandato de Cristo, el impulso misionero ad gentes,
que todo cristiano consciente comparte con la Iglesia,
misionera por su misma naturaleza. Es un impulso sentido
sobre todo por los miembros de los Institutos, sean de vida
contemplativa o activa
[186].
Las personas consagradas, en efecto, tienen la tarea de
hacer presente también entre los no cristianos
[187]
a Cristo casto, pobre, obediente, orante y misionero
[188].
En virtud de su más íntima consagración a Dios
[189],
y permaneciendo dinámicamente fieles a su carisma, no pueden
dejar de sentirse implicadas en una singular colaboración
con la actividad misionera de la Iglesia. El deseo tantas
veces repetido de Teresa de Lisieux, «amarte y hacerte amar
»; el anhelo ardiente de san Francisco Javier: «Así como van
estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta de que
Dios, nuestro Señor, les demandará de ellas, y del talento
que les tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando
medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir
dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más
con ella que con sus propias afecciones, diciendo: "Aquí
estoy, Señor, ¿qué debo hacer? Envíame a donde quieras"»
[190];
así como otros testimonios parecidos de innumerables almas
santas, manifiestan la irrenunciable tensión misionera que
distingue y caracteriza la vida consagrada.
Presentes en todos los rincones de la tierra
78. «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14):
los miembros de cada Instituto deberían repetir estas palabras
con el Apóstol, por ser tarea de la vida consagrada el trabajar
en todo el mundo para consolidar y difundir el Reino de Cristo,
llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las
regiones más lejanas
[191].
De hecho, la historia misionera testimonia la gran
aportación que han dado a la evangelización de los pueblos:
desde las antiguas Familias monásticas hasta las más
recientes Fundaciones dedicadas de manera exclusiva a la
misión ad gentes, desde los Institutos de vida activa
a los de vida contemplativa
[192],
innumerables personas han gastado sus energías en esta
«actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida»
[193],
puesto que se dirige a la multitud creciente de aquellos que
no conocen a Cristo.
Este deber continúa urgiendo
hoy a los Institutos de vida consagrada y a las Sociedades
de vida apostólica: el anuncio del Evangelio de Cristo
espera de ellos la máxima aportación posible. También los
Institutos que surgen y que operan en las Iglesias jóvenes
están invitados a abrirse a la misión entre los no
cristianos, dentro y fuera de su patria. A pesar de las
comprensibles dificultades que algunos de ellos puedan
atravesar, conviene recordar a todos que, así como «la fe se
fortalece dándola»
[194],
también la misión refuerza la vida consagrada, le infunde un
renovado entusiasmo y nuevas motivaciones, y estimula su
fidelidad. Por su parte, la actividad misionera ofrece
amplios espacios para acoger las variadas formas de vida
consagrada.
La misión ad gentes
ofrece especiales y extraordinarias oportunidades a las
mujeres consagradas, a los religiosos hermanos y a los
miembros de Institutos seculares, para una acción apostólica
particularmente incisiva. Estos últimos, además, con su
presencia en los diversos ámbitos típicos de la vida laical,
pueden desarrollar una preciosa labor de evangelización de
los ambientes, de las estructuras y de las mismas leyes que
regulan la convivencia. Ellos pueden también testimoniar los
valores evangélicos estando al lado de personas que no
conocen aún a Jesús, contribuyendo de este modo específico a
la misión.
Se ha de subrayar que en los
países donde tienen amplia raigambre religiones no
cristianas, la presencia de la vida consagrada adquiere una
gran importancia, tanto con actividades educativas,
caritativas y culturales, como con el signo de la vida
contemplativa. Por esto se debe alentar de manera especial
la fundación en la nuevas Iglesias de comunidades entregadas
a la contemplación, dado que «la vida contemplativa
pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia»
[195].
Es preciso, además, promover con medios adecuados una
distribución equitativa de la vida consagrada en sus varias
formas, para suscitar un nuevo impulso evangelizador, bien
con el envío de misioneros y misioneras, bien con la debida
ayuda de los Institutos de vida consagrada a las diócesis
más pobres
[196].
Anuncio de Cristo e inculturación
79. El anuncio de Cristo
tiene la prioridad permanente en la misión de la Iglesia
[197]
y tiende a la conversión, esto es, a la adhesión plena y
sincera a Cristo y a su Evangelio
[198].
Forman parte también de la actividad misionera el proceso de
inculturación y el diálogo interreligioso. El reto de la
inculturación ha de ser asumido por las personas consagradas
como una llamada a colaborar con la gracia para lograr un
acercamiento a las diversas culturas. Esto supone una seria
preparación personal, dotes de maduro discernimiento,
adhesión fiel a los indispensables criterios de ortodoxia
doctrinal, de autenticidad y de comunión eclesial
[199].
Apoyados en el carisma de los fundadores y fundadoras,
muchas personas consagradas han sabido acercarse a las
diversas culturas con la actitud de Jesús que «se despojó
de sí mismo tomando condición de siervo» (Flp 2, 7)
y, con un esfuerzo audaz y paciente de diálogo, han
establecido provechosos contactos con las gentes más
diversas, anunciando a todos el camino de la salvación.
Cuántas de ellas saben buscar y son capaces de encontrar en
la historia de las personas y de los pueblos huellas de la
presencia de Dios, que guía a la humanidad entera hacia el
discernimiento de los signos de su voluntad redentora. Tal
búsqueda es ventajosa para las mismas personas consagradas:
en efecto, los valores descubiertos en las diversas
civilizaciones pueden animarlas a incrementar su compromiso
de contemplación y de oración, a practicar más intensamente
el compartir comunitario y la hospitalidad, a cultivar con
mayor diligencia el interés por la persona y el respeto por
la naturaleza.
Para una auténtica
inculturación es necesaria una actitud parecida a la del
Señor, cuando se encarnó y vino con amor y humildad entre
nosotros. En este sentido la vida consagrada prepara a las
personas para hacer frente a la compleja y ardua tarea de la
inculturación, porque las habitúa al desprendimiento de las
cosas, incluidos muchos aspectos de la propia cultura.
Aplicándose con estas actitudes al estudio y a la comprensión
de las culturas, los consagrados pueden discernir mejor en
ellas los valores auténticos y el modo en que pueden ser
acogidos y perfeccionados, con ayuda del propio carisma
[200].
De todos modos, no se ha de olvidar que en muchas culturas
antiguas la expresión religiosa está de tal modo integrada
en ellas, que la religión representa frecuentemente la
dimensión trascendente de la cultura misma. En este caso,
una verdadera inculturación comporta necesariamente un serio
y abierto diálogo interreligioso, que «no está en
contraposición con la misión ad gentes: y que no
dispensa de la evangelización»
[201].
Inculturación de la vida consagrada
80. La vida consagrada, por
su parte, es de por sí portadora de valores evangélicos y,
consiguientemente, allí donde es vivida con autenticidad,
puede ofrecer una aportación original a los retos de la
inculturación. En efecto, siendo un signo de la primacía de
Dios y del Reino, la vida consagrada es una provocación que,
en el diálogo, puede interpelar la conciencia de los
hombres. Si la vida consagrada mantiene su propia fuerza
profética se convierte, en el entramado de una cultura, en
fermento evangélico capaz de purificarla y hacerla
evolucionar. Lo demuestra la historia de tantos santos y
santas que, en épocas diversas, han sabido vivir en el
propio tiempo sin dejarse dominar por él, señalando nuevos
caminos a su generación. El estilo de vida evangélico es una
fuente importante para proponer un nuevo modelo cultural.
Cuántos fundadores y fundadoras, al percatarse de ciertas
exigencias de su tiempo, han sabido dar una respuesta que,
aun con las limitaciones que ellos mismos han reconocido, se
ha convertido en una propuesta cultural innovadora.
Las comunidades de los
Institutos religiosos y de las Sociedades de vida apostólica
pueden plantear perspectivas culturales concretas y
significativas cuando testimonian el modo evangélico de
vivir la acogida recíproca en la diversidad y del ejercicio
de la autoridad, la común participación en los bienes
materiales y espirituales, la internacionalidad, la
colaboración intercongregacional y la escucha de los hombres
y mujeres de nuestro tiempo. El modo de pensar y de actuar
por parte de quien sigue a Cristo más de cerca da origen, en
efecto, a una auténtica cultura de referencia, pone
al descubierto lo que hay de inhumano, y testimonia que sólo
Dios da fuerza y plenitud a los valores. A su vez, una
auténtica inculturación ayudará a las personas consagradas a
vivir el radicalismo evangélico según el carisma del propio
Instituto y la idiosincrasia del pueblo con el cual entran
en contacto. De esta fecunda relación surgirán estilos de
vida y métodos pastorales que pueden ser una riqueza para
todo el Instituto, si se demuestran coherentes con el
carisma fundacional y con la acción unificadora del Espíritu
Santo. En este proceso, hecho de discernimiento y de
audacia, de diálogo y de provocación evangélica, la Santa
Sede es una garantía para seguir el recto camino, y a ella
compete la función de animar la evangelización de las
culturas, de autentificar su desarrollo, y de sancionar los
logros en orden a la inculturación
[202],
tarea ésta «difícil y delicada, ya que pone a prueba la
fidelidad de la Iglesia al Evangelio y a la tradición
apostólica en la evolución constante de las culturas»
[203].
La nueva evangelización
81. Para hacer frente de
manera adecuada a los grandes desafíos que la historia
actual pone a la nueva evangelización, se requiere que la
vida consagrada se deje interpelar continuamente por la
Palabra revelada y por los signos de los tiempos
[204].
El recuerdo de las grandes evangelizadoras y de los grandes
evangelizadores, que fueron antes grandes evangelizados,
pone de manifiesto cómo, para afrontar el mundo de hoy hacen
falta personas entregadas amorosamente al Señor y a su
Evangelio. «Las personas consagradas, en virtud de su
vocación específica, están llamadas a manifestar la unidad
entre autoevangelización y testimonio, entre renovación
interior y apostólica, entre ser y actuar, poniendo de
relieve que el dinamismo deriva siempre del primer elemento
del binomio»
[205].
La nueva evangelización, como la de siempre, será eficaz si
sabe proclamar desde los tejados lo que ha vivido en la
intimidad con el Señor. Para ello se requieren
personalidades sólidas, animadas por el fervor de los
santos. La nueva evangelización exige de los consagrados y
consagradas una plena conciencia del sentido teológico de
los retos de nuestro tiempo. Estos retos han de ser
examinados con cuidadoso y común discernimiento, para lograr
una renovación de la misión. La audacia con que se anuncia
al Señor Jesús debe estar acompañada de la confianza en la
acción de la Providencia, que actúa en el mundo y que «hace
que todas las cosas, incluso los fracasos del hombre,
contribuyan al bien de la Iglesia»
[206].
Para una provechosa inserción
de los Institutos en el proceso de la nueva evangelización
es importante la fidelidad al carisma fundacional, la
comunión con todos aquellos que en la Iglesia están
comprometidos en la misma empresa, especialmente con los
Pastores, y la cooperación con todos los hombres de buena
voluntad. Esto exige un serio discernimiento de las llamadas
que el Espíritu dirige a cada Instituto, tanto en aquellas
regiones en las que no se vislumbran grandes progresos
inmediatos, como en otras zonas donde se percibe un rebrote
esperanzador. Las personas consagradas han de ser pregoneras
entusiastas del Señor Jesús en todo tiempo y lugar, y estar
dispuestas a responder con sabiduría evangélica a los
interrogantes que hoy brotan de la inquietud del corazón
humano y de sus necesidades más urgentes.
Predilección por los pobres y promoción de la justicia
82. En los comienzos de su
ministerio, Jesús proclama, en la sinagoga de Nazaret, que
el Espíritu lo ha consagrado para llevar a los pobres la
Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos,
restituir la vista a los ciegos, dar la libertad a los
oprimidos, y predicar un año de gracia del Señor (cf. Lc
4, 16-19). Haciendo propia la misión del Señor, la Iglesia
anuncia el Evangelio a todos los hombres y mujeres, para su
salvación integral. Pero se dirige con una atención
especial, con una auténtica «opción preferencial», a
quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad
y, por tanto, de más grave necesidad. «Pobres», en las
múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los
marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y
cuantos son considerados y tratados como los «últimos» en la
sociedad.
La opción por los pobres es
inherente a la dinámica misma del amor vivido según Cristo.
A ella están pues obligados todos los discípulos de Cristo;
no obstante, aquellos que quieren seguir al Señor más de
cerca, imitando sus actitudes, deben sentirse implicados en
ella de una manera del todo singular. La sinceridad de su
respuesta al amor de Cristo les conduce a vivir como pobres
y abrazar la causa de los pobres. Esto comporta para cada
Instituto, según su carisma específico, la adopción de un
estilo de vida humilde y austero, tanto personal como
comunitariamente. Las personas consagradas, cimentadas en
este testimonio de vida, estarán en condiciones de
denunciar, de la manera más adecuada a su propia opción y
permaneciendo libres de ideologías políticas, las
injusticias cometidas contra tantos hijos e hijas de Dios, y
de comprometerse en la promoción de la justicia en el
ambiente social en el que actúan
[207].
De este modo, incluso en las actuales situaciones será
renovada, a través del testimonio de innumerables personas
consagradas, la entrega que caracterizó a fundadores y
fundadoras que gastaron su vida para servir al Señor
presente en los pobres. En efecto, Cristo «es indigente aquí
en la persona de sus pobres [...]. En cuanto Dios, rico; en
cuanto hombre pobre. Cierto ese Hombre subió ya rico al
cielo donde se halla sentado a la derecha del Padre; mas
aquí, entre nosotros, todavía padece hambre, sed y desnudez»
[208].
El Evangelio se hace operante
mediante la caridad, que es gloria de la Iglesia y signo de
su fidelidad al Señor. Lo demuestra toda la historia de la
vida consagrada, que se puede considerar como una exégesis
viviente de la palabra de Jesús: «Cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt
25, 40). Muchos Institutos, especialmente en la época
moderna, han surgido precisamente para atender a una u otra
necesidad de los pobres. Pero aun en los casos en que ésta
no haya sido la finalidad determinante, la atención y la
solicitud por los necesitados, manifestada a través de la
oración, la acogida y la hospitalidad, han acompañado
naturalmente las diversas formas de vida consagrada,
incluidas las de vida contemplativa. ¿Cómo podría ser de
otro modo, desde el momento en que el Cristo descubierto en
la contemplación es el mismo que vive y sufre en los pobres?
En este sentido la historia de la vida consagrada es rica de
maravillosos ejemplos, a veces geniales. San Paulino de
Nola, después de haber distribuido sus bienes para
consagrarse enteramente a Dios, hizo levantar las celdas de
su monasterio sobre un hospicio destinado precisamente a los
menesterosos. Él gozaba al pensar en este singular «
intercambio de dones»: los pobres que él socorría
afianzaban con sus plegarias los «fundamentos» mismos de
su casa, entregada totalmente a la alabanza de Dios
[209].
A san Vicente de Paúl, por su parte, le gustaba decir que,
cuando se está obligado a dejar la oración para atender a un
pobre en necesidad, en realidad la oración no se interrumpe,
porque «se deja a Dios por Dios»
[210].
Servir a los pobres es un
acto de evangelización y, al mismo tiempo, signo de
autenticidad evangélica y estímulo de conversión permanente
para la vida consagrada, puesto que, como dice san Gregorio
Magno, «cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos,
entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya
que si con benignidad desciende a lo inferior, valerosamente
retorna a lo superior»
[211].
El cuidado de los enfermos
83. Siguiendo una gloriosa
tradición, un gran número de personas consagradas, sobre
todo mujeres, ejercen su apostolado en el sector de la
sanidad según el carisma del propio Instituto. Muchas son
las personas consagradas que han sacrificado su vida
a lo largo de los siglos en el servicio a las víctimas de
enfermedades contagiosas, demostrando que la entrega hasta
el heroísmo pertenece a la índole profética de la vida
consagrada.
La Iglesia admira y agradece
a las personas consagradas que, asistiendo a los enfermos y
a los que sufren, contribuyen de manera significativa a su
misión. Prolongan el ministerio de misericordia de Cristo,
que pasó «haciendo el bien y curando a todos» (Hch
10, 38). Que, siguiendo las huellas de Cristo, divino
Samaritano, médico del cuerpo y del alma
[212],
y a ejemplo de los respectivos fundadores y fundadoras, las
personas consagradas que se dedican a estos menesteres en
virtud del carisma del propio Instituto, perseveren en su
testimonio de amor hacia los enfermos, dedicándose a ellos
con profunda comprensión y participación. Que en sus
decisiones otorguen un lugar privilegiado a los enfermos más
pobres y abandonados, así como a los ancianos,
incapacitados, marginados, enfermos terminales y víctimas de
la droga y de las nuevas enfermedades contagiosas. Han de
fomentar que los enfermos ofrezcan su dolor en comunión con
Cristo crucificado y glorificado para la salvación de todos
[213]
y, más aún, que alimenten en ellos la conciencia de ser, con
la palabra y con las obras, sujetos activos de pastoral
a través del peculiar carisma de la cruz
[214].
La Iglesia también recuerda a
los consagrados y consagradas que es parte de su misión el
evangelizar los ambientes sanitarios en que trabajan,
tratando de iluminar, a través de la comunicación de los
valores evangélicos, el modo de vivir, sufrir y morir de los
hombres de nuestro tiempo. Es tarea propia dedicarse a la
humanización de la medicina y a la profundización de la
bioética, al servicio del Evangelio de la vida. Que promuevan
por tanto, ante todo, el respeto de la persona y de la vida
humana desde la concepción hasta su término natural, en plena
conformidad con las enseñanzas morales de la Iglesia
[215],
instituyendo también para ello centros de formación
[216]
y colaborando fraternalmente con los organismos eclesiales
de la pastoral sanitaria.
II. UN TESTIMONIO PROFÉTICO ANTE LOS GRANDES RETOS
El profetismo de la vida consagrada
84. Los Padres sinodales han
destacado el carácter profético de la vida consagrada, como
una forma de especial participación en la función
profética de Cristo, comunicada por el Espíritu Santo a
todo el Pueblo de Dios. Es un profetismo inherente a la vida
consagrada en cuanto tal, por el radical seguimiento de
Jesús y la consiguiente entrega a la misión que la
caracteriza. La función de signo, que el Concilio Vaticano
II reconoce a la vida consagrada
[217],
se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios
y de los valores evangélicos en la vida cristiana. En virtud
de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal
por Cristo y por los pobres en los que Él vive
[218].
La tradición patrística ha visto una figura de la vida religiosa
monástica en Elías, profeta audaz y amigo de Dios
[219].
Vivía en su presencia y contemplaba en silencio su paso,
intercedía por el pueblo y proclamaba con valentía su
voluntad, defendía los derechos de Dios y se erguía en
defensa de los pobres contra los poderosos del mundo (cf.
1 Re 18-19). En la historia de la Iglesia, junto con
otros cristianos, no han faltado hombres y mujeres
consagrados a Dios que, por un singular don del Espíritu,
han ejercido un auténtico ministerio profético, hablando a
todos en nombre de Dios, incluso a los Pastores de la
Iglesia. La verdadera profecía nace de Dios, de la
amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las
diversas circunstancias de la historia. El profeta siente
arder en su corazón la pasión por la santidad de Dios y,
tras haber acogido la palabra en el diálogo de la oración,
la proclama con la vida, con los labios y con los hechos,
haciéndose portavoz de Dios contra el mal y contra el pecado.
El testimonio profético exige la búsqueda apasionada y
constante de la voluntad de Dios, la generosa e imprescindible
comunión eclesial, el ejercicio del discernimiento espiritual
y el amor por la verdad. También se manifiesta en la denuncia
de todo aquello que contradice la voluntad de Dios y en el
escudriñar nuevos caminos de actuación del Evangelio para la
construcción del Reino de Dios
[220].
Su importancia para el mundo contemporáneo
85. En nuestro mundo, en el
que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un
audaz testimonio profético por parte de las personas
consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de
la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se
desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto,
pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del
Padre y al amor de los hermanos y hermanas. La misma vida
fraterna es un acto profético, en una sociedad en la que se
esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de
fraternidad sin fronteras. La fidelidad al propio carisma
conduce a las personas consagradas a dar por doquier un
testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no
teme arriesgar incluso la propia vida.
Una especial fuerza
persuasiva de la profecía deriva de la coherencia entre
el anuncio y la vida. Las personas consagradas serán
fieles a su misión en la Iglesia y en el mundo en la medida
que sean capaces de hacer un examen continuo de sí mismas a
la luz de la Palabra de Dios
[221].
De este modo podrán enriquecer a los demás fieles con los
bienes carismáticos recibidos, dejándose interpelar a su vez
por las voces proféticas provenientes de los otros miembros
eclesiales. En este intercambio de dones, garantizado por la
plena sintonía con el Magisterio y la disciplina de la
Iglesia, brillará la acción del Espíritu Santo que «la
une en la comunión y el servicio, la construye y dirige con
diversos dones jerárquicos y carismáticos»
[222].
Fidelidad hasta el martirio
86. En este siglo, como en
otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados
han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega
de la propia vida. Son miles los que obligados a vivir
en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos
violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en
la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y
marginados, han vivido y viven su consagración con largos y
heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su
sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La
Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos
de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos
iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y
nos esperan en la gloria.
Es de desear vivamente que
permanezca en la conciencia de la Iglesia la memoria de
tantos testigos de la fe, como incentivo para su celebración
y su imitación. Los Institutos de vida consagrada y las
Sociedades de vida apostólica han de contribuir a esta tarea
recogiendo los nombres y los testimonios de las
personas consagradas que puedan ser inscritas en el
Martirologio del siglo XX
[223].
Los grandes retos de la vida consagrada
87. El cometido profético de
la vida consagrada surge de tres desafíos principales
dirigidos a la Iglesia misma: son desafíos de siempre, que
la sociedad contemporánea, al menos en algunas partes del
mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales.
Atañen directamente a los consejos evangélicos de castidad,
pobreza y obediencia, y alientan a la Iglesia y
especialmente a las personas consagradas a clarificar y dar
testimonio de su profundo significado antropológico.
En efecto, la elección de estos consejos lejos de ser un
empobrecimiento de los valores auténticamente humanos, se
presenta más bien como una transfiguración de los mismos.
Los consejos evangélicos no han de ser considerados como una
negación de los valores inherentes a la sexualidad, al
legítimo deseo de disponer de los bienes materiales y de
decidir autónomamente de sí mismo. Estas inclinaciones, en
cuanto fundadas en la naturaleza, son buenas en sí mismas.
La criatura humana, no obstante, al estar debilitada por el
pecado original, corre el peligro de secundarlas de manera
desordenada. La profesión de castidad, pobreza y obediencia
supone una voz de alerta para no infravalorar las heridas
producidas por el pecado original, al mismo tiempo que, aun
afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza,
presentando a Dios como el bien absoluto. Así, aquellos que
siguen los consejos evangélicos, al mismo tiempo que buscan
la propia santificación, proponen, por así decirlo, una «
terapia espiritual» para la humanidad, puesto que rechazan
la idolatría de las criaturas y hacen visible de algún modo
al Dios viviente. La vida consagrada, especialmente en los
momentos de dificultad, es una bendición para la vida humana
y para la misma vida eclesial.
El reto de la castidad consagrada
88. La primera provocación
proviene de una cultura edonística que deslinda la
sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola
frecuentemente a mero juego y objeto de consumo,
transigiendo, con la complicidad de los medios de
comunicación social, con una especie de idolatría del
instinto. Sus consecuencias están a la vista de todos:
prevaricaciones de todo tipo, a las que siguen innumerables
daños psíquicos y morales para los individuos y las
familias. La respuesta de la vida consagrada consiste
ante todo en la práctica gozosa de la castidad perfecta,
como testimonio de la fuerza del amor de Dios en la
fragilidad de la condición humana. La persona consagrada
manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y
verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. Sí,
¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón,
poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con
la libertad de Dios a todas las criaturas! Este testimonio
es necesario hoy más que nunca, precisamente porque es algo
casi incomprensible en nuestro mundo. Es un testimonio que
se ofrece a cada persona —a los jóvenes, a los novios, a los
esposos y a las familias cristianas— para manifestar que
la fuerza del amor de Dios puede obrar grandes cosas
precisamente en las vicisitudes del amor humano, que trata
de satisfacer una creciente necesidad de transparencia
interior en las relaciones humanas.
Es necesario que la vida consagrada presente al mundo de hoy
ejemplos de una castidad vivida por hombres y mujeres que
demuestren equilibrio, dominio de sí mismos, iniciativa,
madurez psicológica y afectiva
[224].
Gracias a este testimonio se ofrece al amor humano un punto
de referencia seguro, que la persona consagrada encuentra en
la contemplación del amor trinitario, que nos ha sido
revelado en Cristo. Precisamente porque está inmersa en este
misterio, la persona consagrada se siente capaz de un amor
radical y universal, que le da la fuerza del autodominio y
de la disciplina necesarios para no caer en la esclavitud de
los sentidos y de los instintos. La castidad consagrada
aparece de este modo como una experiencia de alegría y de
libertad. Iluminada por la fe en el Señor resucitado y por
la esperanza en los nuevos cielos y la nueva tierra (cf.
Ap 21, 1), ofrece también estímulos valiosos para la
educación en la castidad propia de otros estados de vida.
El reto de la pobreza
89. Otra provocación
está hoy representada por un materialismo ávido de poseer,
desinteresado de las exigencias y los sufrimientos de los
más débiles y carente de cualquier consideración por el
mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza. La
respuesta de la vida consagrada está en la profesión
de la pobreza evangélica, vivida de maneras diversas, y
frecuentemente acompañada por un compromiso activo en la
promoción de la solidaridad y de la caridad.
¡Cuántos Institutos se
dedican a la educación, a la instrucción y formación
profesional, preparando a los jóvenes y a los no tan jóvenes
para ser protagonistas de su futuro! ¡Cuántas personas
consagradas se desgastan sin escatimar esfuerzos en favor de
los últimos de la tierra! ¡Cuántas se afanan en formar a los
futuros educadores y responsables de la vida social, de tal
modo que éstos se comprometan en la supresión de las
estructuras opresivas y a promover proyectos de solidaridad
en favor de los pobres! Estas personas consagradas luchan
para vencer el hambre y sus causas, animando las actividades
del voluntariado y de las organizaciones humanitarias, y
sensibilizando a los organismos públicos y privados para
propiciar así una equitativa distribución de las ayudas
internacionales. Mucho deben las naciones a estos agentes
emprendedores de la caridad que, con su incansable
generosidad, han dado y siguen dando una significativa
aportación a la humanización del mundo.
La pobreza evangélica al servicio de los pobres
90. En realidad, antes aún de ser un servicio a los pobres,
la pobreza evangélica es un valor en sí misma,
en cuanto evoca la primera de las Bienaventuranzas en la
imitación de Cristo pobre
[225].
Su primer significado, en efecto, consiste en dar testimonio
de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano. Pero
justamente por esto, la pobreza evangélica contesta
enérgicamente la idolatría del dinero, presentándose como
voz profética en una sociedad que, en tantas zonas del mundo
del bienestar, corre el peligro de perder el sentido de la
medida y hasta el significado mismo de las cosas. Por este
motivo, hoy más que en otros tiempos, esta voz atrae la
atención de aquellos que, conscientes de los limitados
recursos de nuestro planeta, propugnan el respeto y la
defensa de la naturaleza creada mediante la reducción del
consumo, la sobriedad y una obligada moderación de los
propios apetitos.
Se pide a las personas
consagradas, pues, un nuevo y decidido testimonio evangélico
de abnegación y de sobriedad, un estilo de vida fraterna
inspirado en criterios de sencillez y de hospitalidad, para
que sean así un ejemplo también para todos los que
permanecen indiferentes ante las necesidades del prójimo.
Este testimonio acompañará naturalmente el amor
preferencial por los pobres, y se manifestará de manera
especial en el compartir las condiciones de vida de los más
desheredados. No son pocas las comunidades que viven y
trabajan entre los pobres y los marginados, compartiendo su
condición y participando de sus sufrimientos, problemas y
peligros.
Páginas importantes de la
historia de la solidaridad evangélica y de la entrega
heroica han sido escritas por personas consagradas en estos
años de cambios profundos y de grandes injusticias, de
esperanzas y desilusiones, de importantes conquistas y de
amargas derrotas. Otras páginas no menos significativas han
sido y están siendo escritas aún hoy por innumerables
personas consagradas que viven plenamente su vida «oculta
con Cristo en Dios» (Col 3, 3) para la salvación del
mundo, bajo el signo de la gratuidad, de la entrega de la
propia vida a causas poco reconocidas y aún menos
vitoreadas. A través de estas formas, diversas y
complementarias, la vida consagrada participa de la extrema
pobreza abrazada por el Señor, y desempeña su papel
específico en el misterio salvífico de su encarnación y de
su muerte redentora
[226].
El reto de la libertad en la obediencia
91. La tercera provocación
proviene de aquellas concepciones de libertad que, en
esta fundamental prerrogativa humana, prescinden de su
relación constitutiva con la verdad y con la norma moral
[227].
En realidad, la cultura de la libertad es un auténtico
valor, íntimamente unido con el respeto de la persona
humana. Pero, ¿cómo no ver las terribles consecuencias de
injusticia e incluso de violencia a las que conduce, en la
vida de las personas y de los pueblos, el uso deformado de
la libertad?
Una respuesta eficaz a
esta situación es la obediencia que caracteriza la vida
consagrada. Esta hace presente de modo particularmente
vivo la obediencia de Cristo al Padre y, precisamente
basándose en este misterio, testimonia que no hay
contradicción entre obediencia y libertad. En efecto, la
actitud del Hijo desvela el misterio de la libertad humana
como camino de obediencia a la voluntad del Padre, y el
misterio de la obediencia como camino para lograr
progresivamente la verdadera libertad. Esto es lo que quiere
expresar la persona consagrada de manera específica con este
voto, con el cual pretende atestiguar la conciencia de una
relación de filiación, que desea asumir la voluntad paterna
como alimento cotidiano (cf. Jn 4, 34), como su roca,
su alegría, su escudo y baluarte (cf. Sal 1817, 3).
Demuestra así que crece en la plena verdad de sí misma
permaneciendo unida a la fuente de su existencia y
ofreciendo el mensaje consolador: «Mucha es la paz de los
que aman tu ley, no hay tropiezo para ellos» (Sal
119118, 165).
Cumplir juntos la voluntad del Padre
92. Este testimonio de las
personas consagradas tiene un significado particular en la
vida religiosa por la dimensión comunitaria que la
caracteriza. La vida fraterna es el lugar privilegiado para
discernir y acoger la voluntad de Dios y caminar juntos en
unión de espíritu y de corazón. La obediencia, vivificada
por la caridad, une a los miembros de un Instituto en un
mismo testimonio y en una misma misión, aun respetando la
propia individualidad y la diversidad de dones. En la
fraternidad animada por el Espíritu, cada uno entabla con el
otro un diálogo precioso para descubrir la voluntad del
Padre, y todos reconocen en quien preside la expresión de la
paternidad de Dios y el ejercicio de la autoridad recibida
de Él, al servicio del discernimiento y de la comunión
[228].
La vida de comunidad es
además, de modo particular, signo, ante la Iglesia y la
sociedad, del vínculo que surge de la misma llamada y de la
voluntad común de obedecerla, por encima de cualquier
diversidad de raza y de origen, de lengua y cultura. Contra
el espíritu de discordia y división, la autoridad y la
obediencia brillan como un signo de la única paternidad que
procede de Dios, de la fraternidad nacida del Espíritu, de
la libertad interior de quien se fía de Dios a pesar de los
límites humanos de los que lo representan. Mediante esta
obediencia, asumida por algunos como regla de vida, se
experimenta y anuncia en favor de todos la bienaventuranza
prometida por Jesús a «los que oyen la Palabra de Dios y la
guardan» (Lc 11, 28). Además, quien obedece tiene la
garantía de estar en misión, siguiendo al Señor y no
buscando los propios deseos o expectativas. Así es posible
sentirse guiados por el Espíritu del Señor y sostenidos,
incluso en medio de grandes dificultades, por su mano segura
(cf. Hch 20, 22s).
Un decidido compromiso de vida espiritual
93. Una de las preocupaciones
manifestadas varias veces en el Sínodo ha sido el que la
vida consagrada se nutra en las fuentes de una sólida y
profunda espiritualidad. Se trata, en efecto, de una
exigencia prioritaria radicada en la esencia misma de la
vida consagrada, desde el momento que, como cualquier
bautizado pero por motivos aún más apremiantes, quien
profesa los consejos evangélicos está obligado a aspirar con
todas sus fuerzas a la perfección de la caridad
[229].
Este es un compromiso subrayado vigorosamente por los
innumerables ejemplos de santos fundadores y fundadoras, y
de tantas personas consagradas que han testimoniado la
fidelidad a Cristo hasta llegar al martirio. Aspirar a la
santidad: este es en síntesis el programa de toda vida
consagrada, también en la perspectiva de su renovación en
los umbrales del tercer milenio. Un programa que debe
empezar dejando todo por Cristo (cf. Mt 4, 18-22; 19,
21.27; Lc 5, 11), anteponiéndolo a cualquier otra
cosa para poder participar plenamente en su misterio pascual.
San Pablo lo había entendido
bien cuando exclamaba: «Juzgo que todo es pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús [...] y
conocerle a Él, el poder de su resurrección» (Flp 3,
8.10). Es también la senda indicada desde el principio por
los Apóstoles, como recuerda la tradición cristiana en
Oriente y en Occidente: «Los que actualmente siguen a Jesús
abandonándolo todo por Él, imitan a los Apóstoles que,
respondiendo a su invitación, renunciaron a todo lo demás.
Por esta razón tradicionalmente se suele hablar de la vida
religiosa como apostolica vivendi forma»
[230].
La misma tradición ha puesto también de relieve en la vida
consagrada la dimensión de una peculiar alianza con Dios,
más aún, de una alianza esponsal con Cristo, de la que san
Pablo fue maestro con su ejemplo (cf. 1 Co 7, 7) y
con su doctrina proclamada bajo la guía del Espíritu (cf.
1 Co 7, 40).
Podemos decir que la vida
espiritual, entendida como vida en Cristo, vida según el
Espíritu, es como un itinerario de progresiva fidelidad, en
el que la persona consagrada es guiada por el Espíritu y
conformada por Él a Cristo, en total comunión de amor y de
servicio en la Iglesia.
Todos estos elementos,
calando hondo en las varias formas de vida consagrada,
generan una espiritualidad peculiar, esto es, un
proyecto preciso de relación con Dios y con el ambiente
circundante, caracterizado por peculiares dinamismos
espirituales y por opciones operativas que resaltan y
representan uno u otro aspecto del único misterio de Cristo.
Cuando la Iglesia reconoce una forma de vida consagrada o un
Instituto, garantiza que en su carisma espiritual y
apostólico se dan todos los requisitos objetivos para
alcanzar la perfección evangélica personal y comunitaria.
La vida espiritual, por
tanto, debe ocupar el primer lugar en el programa de las
Familias de vida consagrada, de tal modo que cada Instituto
y cada comunidad aparezcan como escuelas de auténtica
espiritualidad evangélica. De esta opción prioritaria,
desarrollada en el compromiso personal y comunitario,
depende la fecundidad apostólica, la generosidad en el amor
a los pobres y el mismo atractivo vocacional ante las nuevas
generaciones. Lo que puede conmover a las personas de
nuestro tiempo, también sedientas de valores absolutos, es
precisamente la cualidad espiritual de la vida consagrada,
que se transforma así en un fascinante testimonio.
A la escucha de la Palabra de Dios
94. La Palabra de Dios es la
primera fuente de toda espiritualidad cristiana. Ella
alimenta una relación personal con el Dios vivo y con su
voluntad salvífica y santificadora. Por este motivo la
lectio divina ha sido tenida en la más alta estima desde
el nacimiento de los Institutos de vida consagrada, y de
manera particular en el monacato. Gracias a ella, la Palabra
de Dios llega a la vida, sobre la cual proyecta la luz de la
sabiduría que es don del Espíritu. Aun cuando toda la
Sagrada Escritura sea «útil para enseñar» (2 Tm 3,
16) y «fuente límpida y perenne de vida espiritual»
[231],
una particular veneración merecen los escritos del Nuevo
Testamento, sobre todo los Evangelios, que son «el corazón
de todas las Escrituras»
[232].
Será, pues, de gran ayuda para las personas consagradas la
meditación asidua de los textos evangélicos y de los demás
escritos neotestamentarios, que ilustran las palabras y los
ejemplos de Cristo y de la Virgen María, y la apostolica
vivendi forma. A ellos se han referido constantemente
fundadores y fundadoras a la hora de acoger la vocación y de
discernir el carisma y la misión del propio Instituto.
La meditación comunitaria
de la Biblia tiene un gran valor. Hecha según las
posibilidades y las circunstancias de la vida de comunidad,
lleva al gozo de compartir la riqueza descubierta en la
Palabra de Dios, gracias a la cual los hermanos y las
hermanas crecen juntos y se ayudan a progresar en la vida
espiritual. Conviene incluso que se proponga esta práctica
también a los otros miembros del Pueblo de Dios, sacerdotes
y laicos, promoviendo del modo más acorde al propio carisma
escuelas de oración, de espiritualidad y de lectura orante
de la Escritura, en la que Dios «habla a los hombres como
amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata
con ellos (Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en
su compañía»
(233).
Como enseña la tradición
espiritual, de la meditación de la Palabra de Dios, y de los
misterios de Cristo en particular, nace la intensidad de la
contemplación y el ardor de la actividad apostólica. Tanto
en la vida religiosa contemplativa como en la activa,
siempre han sido los hombres y mujeres de oración quienes,
como auténticos intérpretes y ejecutores de la voluntad de
Dios, han realizado grandes obras. Del contacto asiduo con
la Palabra de Dios han obtenido la luz necesaria para el
discernimiento personal y comunitario que les ha servido
para buscar los caminos del Señor en los signos de los
tiempos. Han adquirido así una especie de instinto
sobrenatural que ha hecho posible el que, en vez de
doblegarse a la mentalidad del mundo, hayan renovado la
propia mente, para poder discernir la voluntad de Dios,
aquello que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (cf.
Rm 12, 2).
En comunión con Cristo
95. El medio fundamental para
alimentar eficazmente la comunión con el Señor es sin duda
la sagrada liturgia, especialmente la Celebración
eucarística y la Liturgia de las Horas.
Ante todo la Eucaristía,
que «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es
decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la
vida a los hombres»
[234],
corazón de la vida eclesial y también de la vida consagrada.
Quien ha sido llamado a elegir a Cristo como único sentido
de su vida en la profesión de los consejos evangélicos,
¿cómo podría no desear instaurar con Él una comunión cada
vez más íntima mediante la participación diaria en el
Sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que
actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete
que alimenta y sostiene al Pueblo de Dios peregrino? Por su
naturaleza la Eucaristía ocupa el centro de la vida
consagrada, personal y comunitaria. Ella es viático
cotidiano y fuente de la espiritualidad de cada Instituto.
En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio
pascual de Cristo, uniéndose a Él en el ofrecimiento de la
propia vida al Padre mediante el Espíritu. La asidua y
prolongada adoración de la Eucaristía permite revivir la
experiencia de Pedro en la Transfiguración: «Bueno es
estarnos aquí». En la celebración del misterio del Cuerpo y
Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la
caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios.
Junto con la Eucaristía, y en íntima relación con ella,
la Liturgia de las Horas, celebrada comunitaria o
individualmente según la índole de cada Instituto y en unión
con la oración de la Iglesia, manifiesta la vocación a la
alabanza y a la intercesión propia de las personas consagradas.
También el esfuerzo de una
continua conversión y de una necesaria purificación, que las
personas consagradas realizan mediante el sacramento de
la Reconciliación, está íntimamente vinculado a la
Eucaristía. Ellas, a través del encuentro frecuente con la
misericordia de Dios, renuevan y acrisolan su corazón, al
mismo tiempo que, reconociendo humildemente sus pecados,
hacen transparente la propia relación con Él. La gozosa
experiencia del perdón sacramental, en el camino compartido
con los hermanos y hermanas, hace dócil el corazón y alienta
el compromiso por una creciente fidelidad.
Para progresar en el camino
evangélico, especialmente en el periodo de formación y en
ciertos momentos de la vida, es de gran ayuda el recurso
humilde y confiado a la dirección espiritual, merced
a la cual la persona recibe ánimos para responder con
generosidad a las mociones del Espíritu y orientarse
decididamente hacia la santidad.
Exhorto, en fin, a todas las personas consagradas a que
renueven cotidianamente, según las propias tradiciones,
su unión espiritual con la Virgen María, recorriendo con
ella los misterios del Hijo, particularmente con el rezo
del Santo Rosario.
III. ALGUNOS AREÓPAGOS DE LA MISIÓN
Presencia en el mundo de la educación
96. La Iglesia ha sido
siempre consciente de que la educación es un elemento
esencial de su misión. Su Maestro interior es el
Espíritu Santo, que penetra en las profundidades más
recónditas del corazón de cada hombre y conoce el secreto
dinamismo de la historia. Toda la Iglesia está animada por
el Espíritu y con Él lleva a cabo su acción educativa.
Dentro de la Iglesia, no obstante, a las personas
consagradas les corresponde una tarea específica en este
campo, pues están llamadas a introducir en el horizonte
educativo el testimonio radical de los bienes del Reino,
propuestos a todo hombre en espera del encuentro definitivo
con el Señor de la historia. Por su especial consagración,
por la peculiar experiencia de los dones del Espíritu, por
la escucha asidua de la Palabra y el ejercicio del
discernimiento, por el rico patrimonio de tradiciones
educativas acumuladas a través del tiempo por el propio
Instituto, por el profundo conocimiento de la verdad
espiritual (cf. Ef 1, 17), las personas consagradas
están en condiciones de llevar a cabo una acción educativa
particularmente eficaz, contribuyendo específicamente a las
iniciativas de los demás educadores y educadoras.
Las personas consagradas, con este carisma, pueden dar
vida a ambientes educativos impregnados del espíritu
evangélico de libertad y de caridad, en los que se ayude a
los jóvenes a crecer en humanidad bajo la guía del Espíritu
[235].
De este modo la comunidad educativa se convierte
en experiencia de comunión y lugar de gracia, en la que el
proyecto pedagógico contribuye a unir en una síntesis
armónica lo divino y lo humano, Evangelio y cultura, fe y
vida.
En la historia de la Iglesia,
desde la antigüedad hasta nuestros días, abundan ejemplos
admirables de personas consagradas que han vivido y viven la
aspiración a la santidad mediante la labor pedagógica y que,
a su vez, proponen la santidad como meta educativa. De
hecho, muchas de ellas han alcanzado la perfección de la
caridad educando. Este es uno de los dones más preciados que
las personas consagradas pueden ofrecer hoy también a la
juventud, brindándole un servicio pedagógico rico de amor,
según la sabia advertencia de san Juan Bosco: «Los jóvenes
no han de ser únicamente amados, sino que han de saber que
son amados»
[236].
Necesidad de un renovado compromiso en el campo educativo
97. Con un delicado respeto, pero con arrojo misionero,
los consagrados y consagradas pongan de manifiesto que la
fe en Jesucristo ilumina todo el campo de la educación sin
prejuicios sobre los valores humanos, sino más bien
confirmándolos y elevándolos. De este modo se convierten en
testigos e instrumentos del poder de la Encarnación y de la
fuerza del Espíritu. Esta tarea es una de las expresiones más
significativas de la Iglesia que, a imagen de María, ejerce su
maternidad para con todos sus hijos
[237].
Es este el motivo que ha llevado al Sínodo a exhortar
insistentemente a las personas consagradas a que asuman con
renovada entrega la misión educativa, allí donde sea posible,
con escuelas de todo tipo y nivel, con Universidades e
Institutos superiores
[238].
Haciendo mía la indicación sinodal, invito a todos los
miembros de los Institutos que se dedican a la educación a
que sean fieles a su carisma originario y a sus tradiciones,
conscientes de que el amor preferencial por los pobres tiene
una singular aplicación en la elección de los medios
adecuados para liberar a los hombres de esa grave miseria
que es la falta de formación cultural y religiosa.
Dada la importancia que
revisten las Universidades y Facultades católicas y
eclesiásticas en el campo de la educación y de la
evangelización, los Institutos que las dirigen han de ser
muy conscientes de su responsabilidad, haciendo que en
ellas, a la vez que se dialoga activamente con la cultura
actual, se conserve la índole católica que les es peculiar,
en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia. Los miembros
de estos Institutos y Sociedades además, y según las
circunstancias de cada lugar, han de estar preparados y
dispuestos para entrar en las estructuras educativas
estatales. A este tipo de presencia están especialmente
llamados, por su vocación específica, los miembros de los
Institutos seculares.
Evangelizar la cultura
98. Los Institutos de vida
consagrada han tenido siempre un gran influjo en la
formación y en la transmisión de la cultura. Así ocurrió en
la Edad Media, cuando los monasterios eran el lugar en que
se conservaba la riqueza cultural del pasado y en los que se
construía una nueva cultura humanista y cristiana. Esto se
ha verificado también siempre que la luz del Evangelio ha
llegado a nuevos pueblos. Son muchas las personas
consagradas que han promovido la cultura, investigando y
defendiendo frecuentemente las culturas autóctonas. La
Iglesia es hoy muy consciente de la necesidad de contribuir
a la promoción de la cultura y al diálogo entre cultura y fe
[239].
Los consagrados han de
sentirse interpelados ante esta urgencia. Están llamados
también a individuar, en el anuncio de la Palabra de Dios,
los métodos más apropiados a las exigencias de los diversos
grupos humanos y de los múltiples ámbitos profesionales, a
fin de que la luz de Cristo alcance a todos los sectores de
la existencia humana, y el fermento de la salvación
transforme desde dentro la vida social, favoreciendo una
cultura impregnada de los valores evangélicos
[240].
En los umbrales del tercer milenio cristiano, la vida
consagrada podrá también con este cometido renovar su
respuesta a los deseos de Dios, que viene al encuentro de
todos aquellos que, consciente o inconscientemente, caminan
como a tientas en busca de la Verdad y de la Vida (cf.
Hch 17, 27).
Pero más allá del servicio
prestado a los otros, la vida consagrada necesita también en
su interior un renovado amor por el empeño cultural,
una dedicación al estudio como medio para la formación
integral y como camino ascético, extraordinariamente actual,
ante la diversidad de las culturas. Una disminución de la
preocupación por el estudio puede tener graves consecuencias
también en el apostolado, generando un sentido de
marginación y de inferioridad, o favoreciendo la
superficialidad y ligereza en las iniciativas.
En la diversidad de los
carismas y de las posibilidades reales de cada Instituto, la
dedicación al estudio no puede reducirse a la formación
inicial o a la consecución de títulos académicos y de
competencias profesionales. El estudio es más bien
manifestación del insaciable deseo de conocer siempre más
profundamente a Dios, abismo de luz y fuente de toda verdad
humana. Por este motivo no es algo que aísla a la persona
consagrada en un intelectualismo abstracto, ni la aprisiona
en las redes de un narcisismo sofocante; por el contrario,
fomenta el diálogo y la participación, educa la capacidad de
juicio, alienta la contemplación y la plegaria en la
búsqueda de Dios y de su actuación en la compleja realidad
del mundo contemporáneo.
La persona consagrada,
dejándose transformar por el Espíritu, se capacita para
ampliar el horizonte de los angostos deseos humanos y para
captar, al mismo tiempo, los aspectos más hondos de cada
individuo y de su historia, que van más allá de las
apariencias más vistosas quizás, pero frecuentemente
marginales. Los retos que emergen hoy de las diversas
culturas son innumerables. Retos provenientes de los campos
en los que tradicionalmente ha estado presente la vida
consagrada o de los nuevos ámbitos. Con todos ellos es
urgente mantener fecundas relaciones, con una actitud de
vigilante sentido crítico, pero también de atención confiada
hacia quien se enfrenta a las dificultades típicas del
trabajo intelectual, especialmente cuando, ante la presencia
de los problemas inéditos de nuestro tiempo, es preciso
intentar nuevos análisis y nuevas síntesis
[241].
No se puede realizar una seria y válida evangelización de
los nuevos ámbitos en los que se elabora y se transmite la
cultura sin una colaboración activa con los laicos presentes
en ellos.
Presencia en el mundo de las comunicaciones sociales
99. De igual manera que en el
pasado las personas consagradas han sabido servir a la
evangelización con todos los medios, afrontando con
genialidad los obstáculos, también hoy están llamadas
nuevamente por la exigencia de testimoniar el Evangelio a
través de los medios de comunicación social. Estos medios
han adquirido una capacidad de difusión cósmica mediante
poderosas tecnologías capaces de llegar hasta el último
rincón de la tierra. Las personas consagradas, especialmente
cuando por su carisma institucional trabajan en este campo,
han de adquirir un serio conocimiento del lenguaje propio de
estos medios, para hablar de Cristo de manera eficaz al
hombre actual, interpretando sus gozos y esperanzas, sus
tristezas y angustias
[242],
y contribuir de este modo a la construcción de una sociedad en
la que todos se sientan hermanos y hermanas en camino hacia Dios.
No obstante, dado su
extraordinario poder de persuasión, es preciso estar alerta
ante el uso inadecuado de tales medios, sin ignorar los
problemas que se pueden derivar para la vida consagrada
misma, que ha de afrontarlos con el debido discernimiento
[243].
Sobre este punto, la respuesta de la Iglesia es ante todo
educativa: tiende a promover una actitud de correcta
comprensión de los mecanismos subyacentes y de atenta
valoración ética de los programas, y la adopción de sanas
costumbres en su uso
[244].
En esta tarea educativa, orientada a formar receptores
entendidos y comunicadores expertos, las personas
consagradas están llamadas a ofrecer su particular
testimonio sobre la relatividad de todas las realidades
visibles, ayudando a los hermanos a valorarlas según el
designio de Dios, pero también a liberarse de la influencia
obsesiva de la escena de este mundo que pasa (cf. 1 Co
7, 31).
Todos los esfuerzos en este
nuevo e importante campo apostólico han de ser alentados,
con el fin de que el Evangelio de Cristo se transmita
también a través de estos medios modernos. Los diversos
Institutos han de estar disponibles para cooperar en la
realización de proyectos comunes en los varios sectores de
la comunicación social, aportando fuerzas, medios y
personas. Que las personas consagradas, además, y
especialmente los miembros de los Institutos seculares,
presten de buen grado sus servicios, según las oportunidades
pastorales, en la formación religiosa de los responsables de
la comunicación social pública o privada, para que se
eviten, de una parte, los daños provocados por un uso
adulterado de los medios y, de otra, se promueva una mejor
calidad de las transmisiones, con mensajes respetuosos de la
ley moral y ricos en valores humanos y cristianos.
IV. COMPROMETIDOS EN EL DIÁLOGO CON TODOS
Al servicio de la unidad de los cristianos
100. La oración de Cristo al
Padre antes de la Pasión, para que sus discípulos
permanezcan en la unidad (cf. Jn 17, 21-23), se
prolonga en la oración y en la acción de la Iglesia. ¿Cómo
no han de sentirse implicados los llamados a la vida
consagrada? En el Sínodo se ha percibido claramente la
herida de la desunión todavía existente entre los creyentes
en Cristo, y la urgencia de orar y de trabajar en la
promoción de la unidad de todos los cristianos. La
sensibilidad ecuménica de los consagrados y consagradas se
reaviva también al constatar que el monacato se conserva y
florece en otras Iglesias y Comunidades eclesiales, como es
el caso de las Iglesias orientales, o que se renueva la
profesión de los consejos evangélicos, como en la Comunión
anglicana y en las Comunidades de la Reforma.
El Sínodo ha puesto de relieve la profunda vinculación de la
vida consagrada con la causa del ecumenismo y la necesidad de
un testimonio más intenso en este campo. En efecto, si el alma
del ecumenismo es la oración y la conversión
[245],
no cabe duda que los Institutos de vida consagrada y las
Sociedades de vida apostólica tienen un deber particular de
cultivar este compromiso. Es urgente, pues, que en la vida
de las personas consagradas se dé un mayor espacio a la
oración ecuménica y al testimonio auténticamente evangélico,
para que, con la fuerza del Espíritu Santo, sea posible
derribar los muros de las divisiones y de los prejuicios
entre los cristianos.
Formas de diálogo ecuménico
101. Son formas del diálogo
ecuménico el compartir la lectio divina en busca de
la verdad; la participación en la oración común, en la que
el Señor garantiza su presencia (cf. Mt 18, 20); el
diálogo en amistad y caridad que hace experimentar la
dulzura de convivir los hermanos unidos (cf. Sal
133132); la hospitalidad cordial con los hermanos y hermanas
de las diversas confesiones cristianas; el conocimiento
mutuo y el intercambio de bienes; la colaboración en
iniciativas comunes de servicio y de testimonio. Todas estas
formas son expresiones gratas al Padre común y signos de la
voluntad de caminar juntos hacia la unidad perfecta por el
camino de la verdad y del amor
[246].
Una acción ecuménica más incisiva se verá también favorecida
por el conocimiento de la historia, de la doctrina, de la
liturgia y de la actividad caritativa y apostólica de los
otros cristianos
[247].
Deseo alentar a los
Institutos que, por su origen o por una llamada posterior,
se dedican a la promoción de la unidad de los cristianos y
con este fin promueven iniciativas de estudio y de acción
concreta. En realidad, ningún Instituto de vida consagrada
ha de sentirse dispensado de trabajar en favor de esta
causa. Me dirijo también a las Iglesias orientales
católicas, esperando que, a través del monacato masculino y
femenino, cuyo florecimiento es una gracia que se ha de
implorar siempre, favorezcan la unidad con las Iglesias
ortodoxas, merced al diálogo de la caridad y la
participación de la espiritualidad común, que es patrimonio
de la Iglesia indivisa del primer milenio.
Confío particularmente a los
monasterios de vida contemplativa el ecumenismo espiritual
de la oración, de la conversión del corazón y de la caridad.
A este respecto les invito a que se hagan presentes allí
donde viven comunidades cristianas de diversas confesiones,
para que su total entrega a lo «único necesario» (cf.
Lc 10, 42), al culto de Dios y a la intercesión por la
salvación del mundo, junto con su testimonio de vida
evangélica según el propio carisma, sean para todos un
estímulo a vivir, a imagen de la Trinidad, en la unidad que
Jesús ha querido y ha suplicado al Padre para todos sus
discípulos.
El diálogo interreligioso
102. Desde el momento que «el diálogo interreligioso forma
parte de la misión evangelizadora de la Iglesia»
[248],
los Institutos de vida consagrada no pueden dejar de
comprometerse en este campo, cada uno según su propio
carisma y siguiendo las indicaciones de la autoridad
eclesiástica. La primera forma de evangelizar a los hermanos
y hermanas de otra religión consistirá en el testimonio
mismo de una vida pobre, humilde y casta, impregnada de amor
fraterno hacia todos. Al mismo tiempo, la libertad de
espíritu propia de la vida consagrada favorecerá el «diálogo
de vida»
[249],
con el que se lleva a cabo un modelo fundamental de misión y
de anuncio del Evangelio de Cristo. Para favorecer el
conocimiento mutuo y el recíproco respeto y caridad, los
Institutos religiosos podrán cultivar además oportunas
formas de diálogo, en un clima de amistosa cordialidad y
de sinceridad recíproca, con los ambientes monásticos de
otras religiones.
Otro ámbito de colaboración
con hombres y mujeres de diversa tradición religiosa
consiste en la solicitud por la vida humana, que se
manifiesta tanto en la compasión por el sufrimiento físico y
espiritual, como en el empeño por la justicia, la paz y la
salvaguardia de la creación. En estos sectores serán sobre
todo los Institutos de vida activa los que han de buscar un
entendimiento con los miembros de otras religiones, en un
«diálogo de las obras»
[250]
que prepara el camino para una participación más profunda.
Un ámbito particular de encuentro fructífero con otras
tradiciones religiosas es el de la búsqueda y promoción
de la dignidad de la mujer.
En este punto las mujeres consagradas pueden prestar un
precioso servicio, en la perspectiva de la igualdad y de la
justa reciprocidad entre hombre y mujer
[251].
Estos y otros compromisos de las personas consagradas en su
servicio al diálogo interreligioso requieren una adecuada
preparación en la formación inicial y permanente, así como
en el estudio y en la investigación
[252],
desde el momento que en este sector nada fácil se precisa un
profundo conocimiento del cristianismo y de las otras
religiones, acompañado de una fe sólida y de gran madurez
espiritual y humana.
Una respuesta de espiritualidad a la búsqueda de lo
sagrado y a la nostalgia de Dios
103. Los que abrazan la vida
consagrada, hombres y mujeres, son por la naturaleza misma
de su opción interlocutores privilegiados de aquella
búsqueda de Dios, cuya presencia aletea siempre en el
corazón humano, llevándolo a múltiples formas de ascesis y
de espiritualidad. Esta búsqueda aparece hoy con insistencia
en muchas regiones, precisamente como respuesta a culturas
que tienden, si no a negar del todo, sí a marginar la
dimensión religiosa de la existencia.
Las personas consagradas,
viviendo con coherencia y en plenitud los compromisos
libremente asumidos, pueden ofrecer una respuesta a los
anhelos de sus contemporáneos, rescatándolos de soluciones
que son generalmente ilusorias y que niegan frecuentemente
la encarnación salvífica de Cristo (cf. 1 Jn 4, 2-3),
como son, por ejemplo, las propuestas por las sectas.
Practicando una ascesis personal y comunitaria que purifica
y transforma toda la existencia, las personas consagradas,
contra la tentación del egocentrismo y la sensualidad, dan
testimonio de las características que revisten la auténtica
búsqueda de Dios, advirtiendo del peligro de confundirla con
la búsqueda sutil de sí mismas o con la fuga en la gnosis.
Toda persona consagrada está comprometida a cultivar el
hombre interior, que no es ajeno a la historia ni se
encierra en sí mismo. Viviendo en la escucha obediente de la
Palabra, de la cual la Iglesia es depositaria e intérprete,
encuentra en Cristo sumamente amado y en el Misterio
trinitario el objeto del anhelo profundo del corazón humano
y la meta de todo itinerario religioso sinceramente abierto
a la trascendencia.
Por eso las personas consagradas tienen el deber de ofrecer
con generosidad acogida y acompañamiento espiritual a todos
aquellos que se dirigen a ellas, movidos por la sed de Dios
y deseosos de vivir las exigencias de su fe
[253].
CONCLUSIÓN
La sobreabundancia de la gratuidad
104. No son pocos los que hoy
se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida
consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay
tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma
evangelización a las que se pueden responder también sin
asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No
representa quizás la vida consagrada una especie de «
despilfarro» de energías humanas que serían, según un
criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más
provechosos para la humanidad y la Iglesia?
Estas preguntas son más
frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura
utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la
importancia de las cosas y de las mismas personas en
relación con su «funcionalidad» inmediata. Pero
interrogantes semejantes han existido siempre, como
demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción
de Betania: «María, tomando una libra de perfume de nardo
puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus
cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn
12, 3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los
pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde:
«Déjala» (Jn 12, 7). Esta es la respuesta siempre
válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se
plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ¿No se
podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente
y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de
Jesús: «Déjala».
A quien se le concede el don
inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta
obvio que Él puede y debe ser amado con corazón indiviso,
que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos
gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso
derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier
consideración «utilitarista», es signo de una
sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en
una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a
su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada»
sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la
casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está
adornada y embellecida por la presencia de la vida
consagrada.
Lo que a los ojos de los
hombres puede parecer un despilfarro, para la persona
seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la
bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante
de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente
particular al conocimiento del Hijo y a la participación en
su misión divina en el mundo.
«Si un hijo de Dios conociera
y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado,
Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría
todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo,
y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta
transformarse totalmente en el Dios-hombre, que es el
sumamente Amado»
[254].
La vida consagrada al servicio del Reino de Dios
105. «¿Qué sería del mundo si no fuese por los religiosos?»
[255].
Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad,
la vida consagrada es importante precisamente por su
sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un
mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión
de lo efímero. «Sin este signo concreto, la caridad que
anima a la Iglesia correría el riesgo de enfriarse, la
paradoja salvífica del Evangelio de perder en penetración,
la "sal" de la fe de disolverse en un mundo de
secularización»
[256].
La vida de la Iglesia y la sociedad misma tienen necesidad
de personas capaces de entregarse totalmente a Dios y a los
otros por amor de Dios.
La Iglesia no puede renunciar
absolutamente a la vida consagrada, porque expresa de
manera elocuente su íntima esencia «esponsal». En ella
encuentra nuevo impulso y fuerza el anuncio del Evangelio a
todo el mundo. En efecto, se necesitan personas que
presenten el rostro paterno de Dios y el rostro materno de
la Iglesia, que se jueguen la vida para que los otros tengan
vida y esperanza. La Iglesia tiene necesidad de personas
consagradas que, aún antes de comprometerse en una u otra
noble causa, se dejen transformar por la gracia de Dios y se
conformen plenamente al Evangelio.
Toda la Iglesia tiene en sus
manos este gran don y, agradecida, se dedica a promoverlo
con la estima, la oración y la invitación explícita a
acogerlo. Es importante que los Obispos, presbíteros y
diáconos, convencidos de la excelencia evangélica de este
género de vida, trabajen para descubrir y apoyar los
gérmenes de vocación con la predicación, el discernimiento y
un competente acompañamiento espiritual. Se pide a todos los
fieles una oración constante en favor de las personas
consagradas, para que su fervor y su capacidad de amar
aumenten continuamente, contribuyendo a difundir en la
sociedad de hoy el buen perfume de Cristo (cf. 2 Co
2, 15). Toda la comunidad cristiana —pastores, laicos y
personas consagradas— es responsable de la vida consagrada,
de la acogida y del apoyo que se han de ofrecer a las nuevas
vocaciones
[257].
A la juventud
106. A vosotros, jóvenes, os
digo: si sentís la llamada del Señor, ¡no la rechacéis!
Entrad más bien con valentía en las grandes corrientes de
santidad, que insignes santos y santas han iniciado
siguiendo a Cristo. Cultivad los anhelos característicos de
vuestra edad, pero responded con prontitud al proyecto de
Dios sobre vosotros si Él os invita a buscar la santidad en
la vida consagrada. Admirad todas las obras de Dios en el
mundo, pero fijad la mirada en las realidades que nunca
perecen.
El tercer milenio espera la aportación de la fe y de la
iniciativa de numerosos jóvenes consagrados, para que el
mundo sea más sereno y más capaz de acoger a Dios y, en Él,
a todos sus hijos e hijas.
A las familias
107. Me dirijo a vosotras,
familias cristianas. Vosotros, padres, dad gracias al Señor
si ha llamado a la vida consagrada a alguno de vuestros
hijos. ¡Debe ser considerado un gran honor —como lo ha sido
siempre— que el Señor se fije en una familia y elija a
alguno de sus miembros para invitarlo a seguir el camino de
los consejos evangélicos! Cultivad el deseo de ofrecer al
Señor a alguno de vuestros hijos para el crecimiento del
amor de Dios en el mundo. ¿Qué fruto de vuestro amor
conyugal podríais tener más bello que éste?
Es preciso recordar que si
los padres no viven los valores evangélicos, será difícil
que los jóvenes y las jóvenes puedan percibir la llamada,
comprender la necesidad de los sacrificios que han de
afrontar y apreciar la belleza de la meta a alcanzar. En
efecto, es en la familia donde los jóvenes tienen las
primeras experiencias de los valores evangélicos, del amor
que se da a Dios y a los demás. También es necesario que
sean educados en el uso responsable de su libertad, para
estar dispuestos a vivir de las más altas realidades
espirituales según su propia vocación. Ruego para que
vosotras, familias cristianas, unidas al Señor con la
oración y la vida sacramental, seáis hogares acogedores de
vocaciones.
A todos los hombres y mujeres de buena voluntad
108. Deseo hacer llegar a
todos los hombres y mujeres que quieran escuchar mi voz la
invitación a buscar los caminos que conducen al Dios vivo y
verdadero también a través de las sendas trazadas por la
vida consagrada. Las personas consagradas testimonian que
«quien sigue a Cristo, el hombre perfecto, se hace también
más hombre»
[258].
¡Cuántas de ellas se han inclinado y continúan inclinándose
como buenos samaritanos sobre las innumerables llagas de los
hermanos y hermanas que encuentran en su camino!
Mirad a estas personas
seducidas por Cristo que con dominio de sí, sostenido por la
gracia y el amor de Dios, señalan el remedio contra la
avidez del tener, del gozar y del dominar. No olvidéis los
carismas que han forjado magníficos «buscadores de Dios» y
benefactores de la humanidad, que han abierto rutas seguras
a quienes buscan a Dios con sincero corazón. ¡Considerad el
gran número de santos que han crecido en este género de
vida, considerad el bien que han hecho al mundo, hoy como
ayer, quienes se han dedicado a Dios! Este mundo nuestro,
¿no tiene acaso necesidad de alegres testigos y profetas del
poder benéfico del amor de Dios? ¿No necesita también
hombres y mujeres que sepan, con su vida y con su actuación,
sembrar semillas de paz y de fraternidad?
[259]
A las personas consagradas
109. Pero es sobre todos a
vosotros, hombres y mujeres consagrados, a quienes al final
de esta Exhortación dirijo mi llamada confiada: vivid
plenamente vuestra entrega a Dios, para que no falte a este
mundo un rayo de la divina belleza que ilumine el camino de
la existencia humana. Los cristianos, inmersos en las
ocupaciones y preocupaciones de este mundo, pero llamados
también a la santidad, tienen necesidad de encontrar en
vosotros corazones purificados que «ven» a Dios en la fe,
personas dóciles a la acción del Espíritu Santo que caminan
libremente en la fidelidad al carisma de la llamada y de la
misión.
Bien sabéis que habéis emprendido un camino de conversión
continua, de entrega exclusiva al amor de Dios y de los hermanos,
para testimoniar cada vez con mayor esplendor la gracia que
transfigura la existencia cristiana. El mundo y la Iglesia
buscan auténticos testigos de Cristo. La vida consagrada es
un don que Dios ofrece para que todos tengan ante sus ojos «
lo único necesario» (cf. Lc 10, 42). La misión peculiar
de la vida consagrada en la Iglesia y en el mundo es testimoniar
a Cristo con la vida, con las obras y con las palabras.
Sabéis en quién habéis
confiado (cf. 2 Tm 1, 12): ¡dadle todo! Los jóvenes
no se dejan engañar: acercándose a vosotros quieren ver lo
que no ven en otra parte. Tenéis una tarea inmensa de cara
al futuro: especialmente los jóvenes consagrados, dando
testimonio de su consagración, pueden inducir a sus
coetáneos a la renovación de sus vidas
[260].
El amor apasionado por Jesucristo es una fuerte atracción
para otros jóvenes, que en su bondad llama para que le sigan
de cerca y para siempre. Nuestros contemporáneos quieren ver
en las personas consagradas el gozo que proviene de estar
con el Señor.
Personas consagradas,
ancianas y jóvenes, vivid la fidelidad a vuestro compromiso
con Dios edificándoos mutuamente y ayudándoos unos a otros.
A pesar de las dificultades que a veces hayáis podido
encontrar y el escaso aprecio por la vida consagrada que se
refleja en una cierta opinión pública, vosotros tenéis la
tarea de invitar nuevamente a los hombres y a las mujeres de
nuestro tiempo a mirar hacia lo alto, a no dejarse arrollar
por las cosas de cada día, sino a ser atraídos por Dios y
por el Evangelio de su Hijo. ¡No os olvidéis que vosotros,
de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que
sois de Cristo, sino que habéis «llegado a ser Cristo mismo»!
[261].
Mirando al futuro
110. ¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para
recordar y contar, sino una gran historia que construir!
Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa
para seguir haciendo con vosotros grandes cosas.
Haced de vuestra vida una
ferviente espera de Cristo, yendo a su encuentro como las
vírgenes prudentes van al encuentro del Esposo. Estad
siempre preparados, sed siempre fieles a Cristo, a la
Iglesia, a vuestro Instituto y al hombre de nuestro tiempo
[262].
De este modo Cristo os renovará día a día, para construir
con su Espíritu comunidades fraternas, para lavar con Él los
pies a los pobres, y para dar vuestra aportación
insustituible a la transformación del mundo.
Que este nuestro mundo
confiado a la mano del hombre, y que está entrando en el
nuevo milenio, sea cada vez más humano y justo, signo y
anticipación del mundo futuro, en el cual Él, el Señor
humilde y glorificado, pobre y exaltado, será el gozo pleno
y perdurable para nosotros y para nuestros hermanos y
hermanas, junto con el Padre y el Espíritu Santo.
Oración a la Trinidad
111. Trinidad Santísima,
beata y beatificante, haz dichosos a tus hijos e hijas que
has llamado a confesar la grandeza de tu amor, de tu bondad
misericordiosa y de tu belleza.
Padre Santo, santifica
a los hijos e hijas que se han consagrado a ti para la
gloria de tu nombre. Acompáñales con tu poder, para que
puedan dar testimonio de que Tú eres el Origen de todo, la
única fuente del amor y la libertad. Te damos gracias por el
don de la vida consagrada, que te busca en la fe y, en su
misión universal, invita a todos a caminar hacia ti.
Jesús Salvador, Verbo Encarnado, así como has dado tu
forma de vivir a quienes has llamado, continúa atrayendo hacia
ti personas que, para la humanidad de nuestro tiempo, sean
depositarias de misericordia, anuncio de tu retorno, y signo
viviente de los bienes de la resurrección futura. ¡Ninguna
tribulación los separe de ti y de tu amor!
Espíritu Santo, Amor
derramado en los corazones, que concedes gracia e
inspiración a las mentes, Fuente perenne de vida, que llevas
la misión de Cristo a su cumplimiento con numerosos
carismas, te rogamos por todas las personas consagradas.
Colma su corazón con la íntima certeza de haber sido
escogidas para amar, alabar y servir. Haz que gusten de tu
amistad, llénalas de tu alegría y de tu consuelo, ayúdalas a
superar los momentos de dificultad y a levantarse con
confianza tras las caídas, haz que sean espejo de la belleza
divina. Dales el arrojo para hacer frente a los retos de
nuestro tiempo y la gracia de llevar a los hombres la
benevolencia y la humanidad de nuestro Salvador Jesucristo
(cf. Tt 3, 4).
Invocación a la Virgen María
112. María, figura de la Iglesia,
Esposa sin arruga y sin mancha,
que imitándote «conserva virginalmente
la fe íntegra, la esperanza firme y el amor sincero»
[263],
sostiene a las personas consagradas
en el deseo de llegar a la eterna y única Bienaventuranza.
Las encomendamos a ti,
Virgen de la Visitación,
para que sepan acudir
a las necesidades humanas
con el fin de socorrerlas,
pero sobre todo para que lleven a Jesús.
Enséñales a proclamar
las maravillas que el Señor hace en el mundo,
para que todos los pueblos ensalcen su nombre.
Sostenlas en sus obras en favor de los pobres,
de los hambrientos, de los que no tienen esperanza,
de los últimos y de todos aquellos
que buscan a tu Hijo con sincero corazón.
A ti, Madre,
que deseas la renovación espiritual
y apostólica de tus hijos e hijas
en la respuesta de amor y de entrega total a Cristo,
elevamos confiados nuestra súplica.
Tú que has hecho la voluntad del Padre,
disponible en la obediencia,
intrépida en la pobreza
y acogedora en la virginidad fecunda,
alcanza de tu divino Hijo,
que cuantos han recibido
el don de seguirlo en la vida consagrada,
sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada,
caminando gozosamente,
junto con todos los otros hermanos y hermanas,
hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso.
Te lo pedimos,
para que en todos y en todo
sea glorificado, bendito y amado
el Sumo Señor de todas las cosas,
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1996,
decimoctavo de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
Notas:
[1] Cf. Propositio 2.
[2] Conc. Ecum. Vat. II , Decr.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18
[3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44; Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelica Testificatio (29 de junio de 1971), 7: AAS 63 (1971), 501-502; Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 59.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[5] Cf.
Discurso en la audiencia general (28 de septiembre de 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 30 de septiembre de 1994, 3.
[6] Cf. Propositio 1.
[7] Cf. S. Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, p. I, c. 3, Oeuvres, t. Annecy 1893, 19-20.
[8] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 43.
[9] Cf. Homilía durante solemne concelebración conclusiva de la IX Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos (29 de octubre de 1994), 3: AAS 87 (1995), 580.
[10] Cf. Sínodo de Obispos, IX Asamblea general ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994), VII: L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1994, 6.
[11] Cf. Propositio 5, B.
[12] Cf. San Benito, Regula, 4, 21 y 72, 11.
[13] Cf. Propositio 12.
[14] Cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 570.
[15] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7; Decr.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 40.
[16] Cf. Propositio 6.
[17] Cf. ib., 4.
[18] Cf. ib., 7.
[19] Cf. ib., 11
[20] Cf. ib., 14.
[21] Cf. Código de derecho canónico, c. 605; Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 571; Propositio 13.
[22] Cf. Propositiones 3; 4; 6; 7; 8; 10; 13; 28; 29; 30; 35; 48.
[23] Cf. ib., 3, A y B.
[24] Cf. ib., 3, C.
[25] Cf. Casiano: «Secessit tamen solus in montem orare, per hoc scilicet nos instruens suae secessionis exemplo... ut similiter secedamus» (Conlat.
10, 6: PL 49, 827); S. Jerónimo: «Et Christum quaeras in solitudine et ores solus in monte cum Iesu» (Ep. ad Paulinum, 58, 4, 2: PL 22, 582); Guillermo
de S. Therry: «(Vita solitaria) ab ipso Domino familiarissime celebrata, ab eius discipulis ipso praesente concupita: cuius transfigurationis gloriam cum vidissent qui cum
eo in monte sancto erant, continuo Petrus... optimum sibi iudicavit in hoc semper esse» (Ad fratres de Monte Dei, I, 1: PL 184, 310).
[26] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 1.
[27] Ib., 44.
[28] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elementes in the Church’s teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 5: Ench. Vat., 9. 184.
[29] Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 186, a. 1.
[30] Cf. Propositio 16.
[31] Cf. Exhort. ap. Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 3: AAS 76 (1984), 515-517.
[32] S. Francisco de Asís, Regula bullata, I, 1.
[33] «Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine; Spiritus in nube clara»: S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 45, a. 4, ad 2.
[34] Conc. Ecum. Vat II, Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1.
[35] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[36] Simeón el nuevo teólogo, Himnos, II, vv. 19-27: SCh 156, 178-179.
[37] Cf.Discurso en la audiencia general (9 de noviembre de 1994), 4: L'Osservatore Romano, edición semana en lengua española, 11 de noviembre de 1994, 3.
[38] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[39] S. Ignacio de Antioquia, Carta a los Magnesios 8, 2: Patres Apostolici, edición F.X. Funk, II, 237.
[40] Cf. Propositio 3.
[41] S. Agustín, Enarr. in Psal. 44, 3: PL 36, 495-496.
[42] Cf. Propositio 25; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 17.
[43] Cf. Propositio 25.
[44] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 42.
[45] Ib., 44
[46] B. Isabel de la Trinidad, Le ciel dans la foi. Traité Spirituel, I, 14: Oeuvres completes, París, 1991, 106.
[47] Cf. S. Agustín, Confesiones I, 1: PL 32, 661.
[48]Discurso en la audiencia general (29 de marzo de 1995), 1: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 31 de marzo de 1995, 23.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 53.
[50] Ib., 46.
[51] Cf. Propositio 55
[52] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[53] Cf. Exhort. ap. Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 7: AAS 76 (1984), 522-524.
[54] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44; Discurso en la audiencia general (26 de octubre de 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 28 de octubre de 1994, 3.
[55] Cf. ib., 42.
[56] Cf. Ritual Romano, Rito de la profesión religiosa: Solemne bendición o consagración de los profesos, n. 67, y de las
profesas, n. 72; Pontifical Romano, Rito de la consagración de las Vírgenes, n. 38: Solemne oración de consagración; Eucologion sive Rituale Graecorum, Officium
parvi habitum id est Mandiae, 384-385; Pontificale iuxta ritum Ecclesiae Syrorum Occidentalium id est antiochiae, Ordo rituum monasticorum, Typis Polyglottis
Vaticanis 1942, 307-309.
[57] Cf. S. Pedro Damián Liber qui appellatur «Dominis vobiscum» ad Leonem eremitan: PL 145, 231-252.
[58] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 32; Código de derecho canónico, c. 208; Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 11.
[59] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4; Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 4; 12; 13; Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 32; Decr.
Apostolicam Actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 3; Exhort. ap. postsinodal
Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428; Congregación para la doctrina de la fe, Carta
Communionis Notio, a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (28 de mayo de 1992), 15: AAS 85 (1993),
847.
[60] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[61] Cf. ib., Exhort. ap. postsinodal
Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428.
[62] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 5.
[63] Cf. Concilio de Trento, ses. XXXIV, c. 10: DS 1810; Pio XII, Carta enc.
Sacra Virginitas (25 de marzo de 1954), AAS 46 (1954), 176.
[64] Cf. Propositio 17.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 41.
[66] Cf. ib., 46.
[67] Ib.
[68] Cf. Pío XII, Motu proprio
Primo feliciter (12 de marzo de 1948), 6: AAS 40 (1948), 285.
[69]
Código de derecho canónico, c. 713 § 1; cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 563 § 2.
[70]
Código de derecho canónico, c. 713 § 2. En este mismo c. 713 § 3 se habla específicamente de los «miembros clérigos».
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[72] S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrits autobiographiques, B, 2 v: «Ser tu esposa, oh Jesús... ser en mi unión contigo, madre de las almas».
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat II,
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 8; 10; 12.
[74] Sínodo de los Obispos, II Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi
(7 de diciembre de 1985), II A, 4: Ench. Vat. 9, 1753.
[75] Sínodo de los Obispos, IX Asamblea ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994), IX: L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, 4 de noviembre de 1994, 6.
[76] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 184, a, 5, ad 2; II-II, q. 186, a. 2, ad 1.
[77] Cf. Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum. Acta Canonizationis Sancti Dominici: Monumenta Ordinis Praedicatorum
historica 16 (1935), 30.
[78] Carta ap.
Orientale Lumen (2 de mayo de 1995), 12: AAS 87 (1995), 758.
[79] Congregación para los religiosos e institutos seculares y Congregación para los Obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y
religiosos en la Iglesia
Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 51: AAS 70 (1978), 500.
[80] Cf. Propositio 26.
[81] Cf. ib., 27.
[82] Cf. Conc. Ecum. Vat II,
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 2.
[83] Carta ap.
Orientale Lumen (2 de Mayo de 1995), 16: AAS 87 (1975), 762.
[84] Carta ap.
Tertio Millennio Adveniente (10 de Noviembre de 1994), 42: AAS 87 (1995), 32.
[85] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 58.
[86] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 15; S. Agustín, Regula ad servos Dei, 1, 1: PL 32, 1372.
[87] S. Cipriano, De Oratione Dominica, 23: PL 4, 553; cf. Conc. ecum. Vat. II, Const .dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 4.
[88] Cf. Propositio. 20.
[89] S. Basilio, Las reglas más amplias, Interrog. 7: PG 31, 931.
[90] S.Basilio, Las reglas más breves, Interrog. 225: PG 31, 1231.
[91] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on
religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 51: Ench. Vat. 9, 235-237;
Código de derecho canónico, c.631 § 1; Código los cánones de las Iglesias Orientales, c. 512 § 1.
[92] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994, 47-53: Ciudad del Vaticano 1994, 43-47;
Código de derecho canónico, 618; Propositio 19.
[93] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 68: Ciudad del Vaticano 1994, 63-64; Propositio 21.
[94] Propositio 28.
[95] Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Doc.
Vida y misión de los religiosos en la Iglesia, I. Religiosos y promoción humana (12 de agosto de 1980), II, 24:Ench. Vat. 7, 455.
[96] Exhort. ap. postsinodal
Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 31-32: AAS 81 (1989), 451-452.
[97] Regula Bullata, I, 1.
[98] Cartas 109, 171, 196.
[99] Cf. Ejercicios espirituales, Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener, en particular la Regla 13.
[100] Dichos, n. 217.
[101] Manuscrits autobiographiques, B, 3 v.
[102] Cf. Propositio 30, A.
[103] Cf. Exhort. ap.
Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 15: AAS
76 (1984), 541-542.
[104] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 1.
[105] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Carta
Communionis Notio, a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 de mayo de 1992), 16: AAS
85 (1993), 847-848.
[106] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la iglesia, 13.
[107] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, 11.
[108] Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre
las relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia
Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 11: AAS 70 (1978), 480.
[109] Cf. ib.
[110] Cf. Código de derecho canónico, c. 576.
[111] Cf. Código de derecho canónico, c. 586;
Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre las relaciones entre los obispos y religiosos en la Iglesia
Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 13: AAS 70 (1978), 481-482.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18.
[113] Cf. Código de derecho canónico, cc. 586 § 2; 591;
Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 412 § 2.
[114] Cf. Propositio 29, 4.
[115] Cf. ib., 49, B.
[116] Ib., 54.
[117] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 56: Ciudad del Vaticano, 1994, 48-49.
[118] Apología a Guillermo de Saint Thierry, IV, 8: PL 182, 903-904.
[119] Cf. Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 23.
[120] Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre
las relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia
Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 21, 61: AAS 70 (1978), 486; 503-504;
Código de derecho canónico, cc. 708-709.
[121] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1; Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 46.
[122] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[123] Mensaje a la XIV Asamblea general de Conferencia de religiosos de Brasil (1 de julio de 1986), 4:
L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 16 de noviembre de 1986, 9.
[124] Cf. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los Obispos,
Criterios pastorales sobre las relaciones en la Iglesia
Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 63; 65: AAS 70 (1978), 504-505.
[125] Cf. Conc.. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[126] S. Antonio M. Zaccaria, Scritti. Sermone II, Roma 1975, 129.
[127] Cf. Propositio 33, A y C.
[128] Cf. ib., 33, B.
[129] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 62: Ciudad del Vaticano 1994, 55-56; Instr.
Potissimum institutioni (2 de febrero de 1990), 92-93: AAS 82 (1990), 123-124.
[130] Cf. Propositio 9, A.
[131] Cf. ib., 9.
[132] Carta enc.
Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995), 99: AAS 87 (1995), 514.
[133] Congregación para los religiosos y los Institutos Seculares, Instr. Venite seorsum,
acerca de la vida contemplativa y de la clausura de las monjas (15 de agosto de 1969), V: AAS 61 (1969), 685.
[134] Cf. ib., I: l.c., 674.
[135] Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 2.
[136] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la iglesia, 6.
[137] Cf. S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, estr. 29, 1.
[138] Cf. Código de derecho canónico,
c. 667 § 4; Propositio 22, 4.
[139] Cf. Pablo VI, Motu proprio
Ecclesiae Sanctae (8 de junio de 1966), II, 30-31; AAS 58 (1966), 780; Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7 y 16; Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Instr.
Venite seorsum, acerca de la vida contemplativa y de la clausura de las monjas (15 de agosto de 1969), VI: AAS 61 (1969) 686.
[140] Cf. Pio XII, Const. ap.
Sponsa Christi (21 de noviembre de 1950), VII: AAS 43 (1951), 18-19; Conc. Ecum. Vat. II,
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 22.
[141] Cf.
Código de derecho canónico, c. 588 § 1.
[142] Cf. Conc. Ecum. Vat .II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
[143] Cf. ib., 8; 10.
[144] Cf.
Código de derecho canónico, c. 588 § 3; Conc. Ecum. Vat. II Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
[145] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[146] Cf. Propositio 8.
[147] Discurso en la audiencia general (22 de febrero de 1995), 6: L'Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, 24 de febrero de 1995, 3.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
[149] Cf. Código de derecho canónico, c. 588 § 2.
[150] Cf. Propositio 10; Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 15.
[151] Cf. Código de derecho canónico, c. 573;
Código de los cánones de las iglesias orientales, c. 410.
[152] Cf. Propositio 13, B.
[153] Cf. ib., 13, C.
[154] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48.
[155] Cf. Propositio 13, A.
[156] Cf. ib., 13, B.
[157] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 1.
[158] Cf. Propositio 24.
[159] Cf. Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 67: Ciudad del Vaticano 1994, 62-63.
[160] Cf. Propositio 48, A.
[161] Cf. ib., 48, B.
[162] Cf. ib., 48, C.
[163] Cf. ib., 49, A.
[164] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Instr. Potissimum Institutioni (2 de febrero de 1990), 29: AAS 82 (1990), 493.
[165] Cf. Propositio 49, B.
[166] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the
Church's teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 45: Ench. Vat. 9, 229.
[167] Cf. Código de derecho canónico,
c. 607 § 1.
[168] Cf. Propositio 50.
[169] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 32-33: Ciudad del Vaticano 1994, 30-32.
[170] Cf. Propositio 51.
[171] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 43-45: Ciudad del Vaticano 1994, 39-42.
[172] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
Potissimum Institutioni (2 de febrero de 1990), 70: AAS 82 (1990), 513-514.
[173] Cf. ib., 68: l.c, 512.
[174] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 46.
[175] Cf. Propositio 35, A.
[176] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[177] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 12.
[178] Pablo VI, Carta enc.
Ecclesiam Suam ( 6 de agosto de 1964), III: AAS 56 (1964), 639.
[179] S. Gregorio Magno, Hom. in Ezech., II, II, 11: PL 76, 954-955.
[180] S. Agustín, Sermo 78, 6: PL 38, 492.
[181] Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Doc. Nueva evangelización, Promoción humana,
Cultura cristiana, Conclusión 178, CELAM 1992.
[182] Corréspondance, Entretiens, Documents. Conference «Sur l'esprit de la Compagnie» (9 de febrero de 1653),
Coste IX, París, 1923, 592.
[183] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's
teaching on religious life as applied to institutes dedicated to works of the apostolate (31 de mayo de 1983), 23-24: Ench. Vat. 9, 202-204.
[184] Cf. B. Isabel de la Trinidad, O mon Dieu, Trinité que j'adore, Oeuvres completes, París, 1991, 199-200.
[185] Cf. Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 59.
[186] Cf. Propositio 37, A.
[187] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 46; Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 59.
[188] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44; 46.
[189] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18;4.
[190] Carta a los compañeros residentes en Roma (Cochin, 15 de enero de 1544):
Monumenta Historica Societatis Iesu 67 (1944), 166-167.
[191] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[192] Cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 69: AAS 83 (1991), 317-318;
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 927.
[193] Cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 31: AAS 83 (1991), 277.
[194] Ib., 2: l.c., 251
[195] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18; cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 69: AAS 83 (1991), 317-318.
[196] Cf. Propositio 38.
[197] Cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 44: AAS 83 (1991), 290.
[198] Cf. ib., 6: l.c., 292.
[199] Cf. ib., 52-54: l.c., 299-302.
[200] Cf. Propositio 40, A.
[201] Cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 55: AAS 83 (1991), 302; cf. Pontificio consejo para el dialogo interreligioso y congregación para la
evangelización de los pueblos, Instr. Diálogo y anuncio. Reflexiones y orientaciones (19 de mayo de 1991), 45-46: AAS 84 (1992), 429-430.
[202] Cf. Propositio 40, B.
[203] Exhort. ap. postsinodal
Ecclesia in Africa (14 de septiembre de 1995), 62: L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 15 de septiembre de 1995, 12.
[204] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 15: AAS 68 (1976), 13-15.
[205] Sínodo de los Obispos, IX Asamblea general ordinaria, Relatio ante disceptationem, 22:
L’ Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 14 de octubre de 1994, 7.
[206] Juan XXIII,
Discurso de inauguración del Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962), 789.
[207] Cf. Propositio 18.
[208] S. Agustín, Sermo 123, 3-4: PL 38, 685-686.
[209] Cf. Poema XXI, 386-394: PL 61, 587.
[210] Corréspondance, Entretiens, Documents.
Conférence «Sur les Regles» (30 de mayo de 1647), Coste IX, París, 1923, 319.
[211] Regula pastoralis 2, 5: PL 77, 33.
[212] Cf. Carta ap.
Salvifici Doloris (11 de febrero de 1984), 28-30: AAS 76 (1984), 242-248.
[213] Cf. ib., 18: l.c., 221-224; Exhort. ap. postsinodal
Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 52-53: AAS 81 (1989), 496-500.
[214] Cf. Exhort. ap. postsinodal
Pastores dabo Vobis (25 de marzo de 1992), 77: AAS 84 (1992), 794-795.
[215] Cf. Carta enc.
Evangelium Vitae (25 de mazo de 1995), 78-101: AAS 87 (1995), 490-518.
[216] Cf. Propositio 43.
[217] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[218] Cf. Homilía durante la misa de clausura de la IX Asamblea general ordinaria
del Sínodo de los Obispos (29 de octubre de 1994, 3: AAS 87 (1995), 580.
[219] Cf. S. Atanasio, Vida de Antonio, 7: PG 26, 854.
[220] Cf. Propositio 39 A.
[221] Cf. ib., 15, A y 39, C.
[222] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 4; cf. Decr.
Presbyterorum Ordinis, sobre el misterio y vida de los presbíteros, 2.
[223] Cf. Propositio 53; Carta ap.
Tertio Millennio Adveniente (10 de noviembre de 1994), 37: AAS 87 (1995), 29-30.
[224] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 12.
[225] Cf. Propositio 18, A.
[226] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 13.
[227] Cf. Carta enc.
Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), 31-35: AAS 85 (1993), 1158-1162.
[228] Cf. Propositio 19, A;. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 14.
[229] Cf. Propositio 15
[230]
Discurso en la audiencia general (8 de febrero de 1995), 2: L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 10 de febrero de 1995, 3.
[231] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21; cf.
Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 6.
[232]
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 125; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 18.
[233] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
[234] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[235] Conc. Ecum. Vat. II, Decl.
Gravissimum Educationis, sobre la educación cristiana, 8.
[236] Scritti pedagogici e spirituali, Roma, 1987, 294.
[237] Const. Ap.
Sapientia Christiana (15 de abril de 1979), II; AAS 71 (1979), 471.
[238] Cf. Propositio 41.
[239] Const. Ap.
Sapientia Christiana (15 de abril de 1979), II; AAS 71 (1979), 470.
[240] Cf. Propositio 36.
[241] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 5.
[242] Ib., 1.
[243] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instr.
La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994), 34: Ciudad del Vaticano 1994, 32.
[244] Cf.
Mensaje para la XXVIII Jornada de las comunicaciones sociales (24 de enero de 1994): L’Osservatore Romano, edición semanal de la lengua española,
28 de enero de 1994, 12.
[245] Cf. Carta enc.
Ut Unum Sint (25 de mayo de 1995), 21: AAS 87 (1995), 934.
[246] Cf. ib., 28: l.c., 938-939.
[247] Cf. Propositio 45
[248] Cf. Carta enc.
Redemptoris Missio (7 de diciembre de 1990), 55: AAS 83 (1991), 302-304.
[249] Pontificio consejo para el dialogo interreligioso y congregación para la evangelización de los pueblos,
Instr.Dialogo y anuncio. Reflexiones y orientaciones (19 de mayo de 1991), 42, a: AAS 84 (1992), 428.
[250] Ib., 42, b.
[251] Cf. Propositio 46
[252] Pontificio consejo para el dialogo interreligioso y congregación para la evangelización de los pueblos, Instr.Dialogo y anuncio. Reflexiones y orientaciones
(19 de mayo de 1991), 42: c: AAS 84 (1992), 428.
[253] Cf. Propositio 47
[254] B. Ángela de Foligno, Il libro della Beata Angela da Foligno, Grotaferrata 1985, 683.
[255] S. Teresa de Jesús, Libro de la Vida, c. 32, 11.
[256] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelica Testificatio (29 de junio de 1971), 3: AAS 63 (1971), 498.
[257] Cf. Propositio 48.
[258] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 41.
[259] Pablo VI, Exhort. ap.
Evangelica Testificatio (29 de junio de 1971), 53: AAS 63 (1971), 524; Exhort. ap.
Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 59.
[260] Cf. Propositio 16.
[261] S. Agustín, In Joannis Evang., XXI, 8: PL 35, 1568.
[262] Cf. Congregación para los religiosos los institutos seculares, Doc. Religiosos y promoción humana
(12 de agosto de 1980), 13-21: Ench. Vat. 7, 445-453.
[263] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 64.