Víctor Manuel Fernández


CEFERINO NAMUNCURÁ

El canto de nuestras heridas


Presentación

    Ceferino Namuncurá ha estado muy presente en la piedad. popular de la Argentina, sobre todo en el sur. Pero hay que distinguirlo de otras figuras más legendarias, como la difunta Correa o el gauchito Cruz Gil. Ceferino tiene una historia bien documentada. Muchos testigos que lo han conocido nos han dejado relatos de su vida y conservamos más de cincuenta cartas que él mismo escribió. Además, su vida está inserta en un momento trágico de la historia nacional, que afectó particularmente a su familia indígena.

    Ceferino es bien argentino, un hijo precioso de nuestras pampas, que vivió sólo dieciocho años, pero que nos ha dejado un ejemplo precioso de fortaleza en la adversidad, de alegría, de amor a Jesús y de generosidad fraterna.

    Su vida es una invitación a reflexionar no sólo como individuos creyentes, sino también como ciudadanos. Ahora que nos acercamos a la celebración del Bicentenario de la Revolución de Mayo. este mapuche santo, bien nuestro, nos propone un camino de memoria. identidad y reconciliación nacional.

    En este libro vamos a recorrer su vida, que enamora y conmueve. Cuando repasamos lo que vivió Ceferino, entramos en su corazón, y allí encontramos un tesoro espiritual.

    En la segunda parte del libro propongo una novena para orar con su vida y pedir su intercesión.

 

Vida meditada de Ceferino Namuncurá


Vamos o recorrer brevemente la historia de Ceferino, para conocerlo mejor y para contemplar la belleza de su vida.

 

1. Una tierra y una historia mapuche.

Libertad y dolor


    Ceferino Namuncurá nació en Chimpay (provincia de Río Negro), en la margen derecha del río Negro (Currú Leufú), cerca de Choele Choel. Era el 26 de agosto de 1886, día en el que se celebraba al papa san Ceferino [1]


El famoso padre de Ceferino

    Su padre era el famoso cacique araucano Manuel Namuncurá (Talón de Piedra), que gobernaba uno de los grandes reinos indígenas de la región pampeana, llamado Salinas Grandes. Abarcaba unas 40 mil hectáreas en el centro y el este de la provincia de la Pampa y en parte del oeste de la provincia de Buenos Aires. Cuando nació Ceferino, su padre ya no era cacique sino coronel de la Nación, porque dos años antes se había rendido. Era uno de los últimos caciques que se sometía después de varios años de resistencia.

    Vale la pena que nos detengamos un momento en la vida del padre de Ceferino, para comprender un poco mejor su historia [2].

    Manuel Namuncurá había nacido en 1811 y vivió varias décadas como nómade, participando de numerosos malones. En 1854 juró la Constitución nacional y fue bautizado en Paraná. Su padrino era Justo José de Urquiza.

    Su padre -el abuelo de Ceferino- era Juan Calfucurá (Piedra Azul), que murió en 1873. Antes de morir había hecho un pacto donde él reconocía la soberanía de la Nación argentina, pero pedía autonomía y algunos beneficios económicos para su gente. Por su parte; se había comprometido a cuidar la frontera oeste, impidiendo invasiones de los indígenas de Chile. Sin embargo, no había podido evitar del todo que algunos jefes indígenas organizaran malones y saqueos en poblaciones, aunque estos malones no atacaban directamente a las tropas sino que huían. Vencido Rosas, Calfucurá se alió con Urquiza, puesto que representaba los intereses del interior, enfrentado con Buenos Aires. Cuando murió Calfucurá, 224 jefes indígenas se reunieron para elegir sucesor. Finalmente, aunque no era el hijo mayor, el mando quedó en manos de Manuel Namuncurá, de 62 años.

    Manuel resistió el avance del ejército argentino, aunque por sus cartas se advierte que fomentaba la paz con el gobierno nacional. Pero a través de algunos malones trató de presionar al gobierno para que cumpliera lo prometido en los tratados de paz, y en 1875 organizó un malón de miles de indígenas que avanzó demasiado en la provincia de Buenos Aires, con un lamentable saldo de destrucción y de muertos. Su explicación era siempre que los militares entraban en sus territorios y les robaban, o que el general Rivas se quedaba con bienes que le correspondían por los tratados con el gobierno. Sabemos que, efectivamente, "los militares de la frontera solían abusar. Y no solamente les robaban; más de una vez, sin motivo, los indios fueron atacados" [3]. El incumplimiento de los tratados por parte del gobierno era frecuente, con lo cual los caciques quedaban obligados a robar, porque la caza ya no alcanzaba para alimentar a todos y nunca les habían enseñado a trabajar la tierra. De hecho, el obispo Aneiros le contesta a Namuncurá en 1876, reconociendo: "Yo sé que hay muchos malos cristianos, y creo que les han hecho a ustedes muchas injusticias y maldades" [4]. De hecho, durante la conquista y después, los pobladores originarios de la Patagonia "fueron perseguidos, desplazados, muertos, apresados, privados de sus tierras y medios de vida, y a menudo repartidas sus familias, reducidos a la servidumbre o destinados arbitrariamente a las fuerzas armadas" [5]. Lo peor es que, para poder comerciar con ellos, los "civilizados" habían acostumbrado a los indígenas a muchos productos que antes no necesitaban, y que ellos no podían producir. De este modo se había creado una dependencia dañina que finalmente alentaba la formación de malones. En una carta, el padre Savino cuenta que los indígenas que estaban cerca de las fronteras eran los más viciosos y violentos porque se contagiaban de los vicios de los "civilizados", y dice con claridad: "Ni quiero hacer mención de la perfidia, de la borrachera, de los robos, de los mismos asesinatos y de los escándalos de todo género de que los cristianos con quienes tratan, muy a menudo, les dan el triste ejemplo" [6].

    Mons. Cagliero escribía que, a diferencia de las autoridades y de otros pobladores, los indígenas eran los más dóciles: "Son, de todos modos, la más ponderable gente de bien ... y la más dócil al misionero" [7]. Así lo expresan las palabras que le dijeron al padre Milanesio los indígenas enviados por Manuel Namuncurá: "Nosotros siempre hemos respetado a los misioneros, porque siempre nos han amado y protegido" [8].

    El 23 de abril de 1876 Adolfo Alsina ocupó Carhué, lugar muy importante donde los indígenas tenían sus caballos, se reunían y se organizaban. A partir de esta victoria, los militares comienzan a construir un foso de cien leguas para impedir el paso de los indígenas. No obstante, el mismo Alsina reconocía que "los indios sólo roban para comer, o para saciar la codicia de los comerciantes chilenos" [9]. Estaba dispuesto a devolver a los indígenas parte de sus tierras, sellando una paz estable, pero se topó con la oposición de Levalle, que prefería atacar. La situación se agravó para los indígenas cuando murió Alsina en 1877 y lo reemplazó Julio A. Roca, decidido a una guerra ofensiva y muy agresiva para apoderarse de todo el territorio.

    En 1878 los militares ya habían matado varios miles de indígenas y se habían apoderado de sus tierras. Los indígenas abandonaron las llanuras y se fueron retirando hacia la cordillera. En esa época, el general Julio A. Roca le expresaba al Comandante Freire que "tendría un verdadero placer" si tomaban preso a Namuncurá (carta del 25/11/1878). Días después Namuncurá tuvo que huir con su familia y Roca consideraba enemigo de guerra a quien le diera asilo (telegrama del 01/06/1879).

    Unos años antes, el gobierno chileno le había ofrecido a Namuncurá 1800 soldados para hacer frente a las tropas argentinas y reconquistar las tierras que le habían quitado, pero el cacique decía que "como buen patriota", se "avergonzaba al oír tales ofrecimientos" [10].

    El cacique anduvo errante, escondiéndose en la cordillera durante más de cinco años, hasta que en 1884, con poco más de 200 hombres agotados, tomó una decisión. Siguió el consejo del padre Domingo Milanesio, que le pedía que salvara los pocos indígenas que quedaban y evitara un exterminio total. Entonces el cacique se rindió, y le dieron el grado de coronel. Viajó a Buenos Aires para pedir una parte de las tierras que él había dominado. Pero aunque había sido dueño de una región inmensa,'sólo se le permitía a su agrupación habitar un pequeño territorio junto al río Negro, llamado Chimpay. Nunca consiguió los títulos de esos terrenos.

    Allí se instalaron, y en uno de los toldos comunitarios nació Ceferino en 1886. Era el sexto de los doce hijos del cacique.

    Dos años después el padre Milanesio los visitó y bautizó a Ceferino.


La niñez de Ceferino en Chimpay

    Sabemos que un día el pequeño Ceferino cayó al río y se lo llevó la corriente. Lo daban por muerto cuando el río lo depositó vivo en las arenas de la orilla y Manuel lo tomó feliz en sus brazos.

    Los testimonios de sus hermanos coinciden cuando narran que el niño Ceferino era muy servicial, siempre deseoso de ayudar a su madre y a su gente. Alfredo contaba que "siempre estaba ocupado en algún trabajo manual" [11]. Aníbal repetía las narraciones de la madre, que muchas veces no lo encontraba por la mañana temprano porque Ceferino salía a juntar leña para vender a los vecinos y comprar alimentos para ella. Otras veces "salía Ceferino a pedir alimentos a las casas de los vecinos, quienes le daban, y los traía a su madre". Además, cuando tenía nueve años cuidaba las ovejas y "les construyó un corralito con sus propias manos", mientras "los demás hermanos jugaban" [12].

    En 1894, sabiendo del interés que algunos poderosos tenían por sus tierras, Manuel Namuncurá viajó a Buenos Aires a defender sus derechos ante el presidente de la Nación, mendigando humillado los títulos de propiedad para su pueblo. Aunque el Congreso finalmente le concedió ocho leguas en Chimpay, luego, en la práctica, nunca se le otorgaron los títulos de esas tierras. Los que habían participado en la Campaña del Desierto reclamaban para sí el territorio y luego lo vendían. Después de insistentes ruegos, finalmente Manuel logró que le dieran la seguridad de escriturar ocho leguas cuadradas en San Ignacio, entre las montañas, junto al río Aluminé (provincia de Neuquen). Entonces, los indígenas de Namuncurá se vieron obligados a emigrar nuevamente hacia la cordillera, como cuando escapaban del ejército. No era eso lo que deseaba Namuncurá, que prefería el campo abierto. De hecho, él solía despreciar el territorio chileno porque era "pura piedra" y no tenía la amplitud de las pampas argentinas. Pero entendió que esos terrenos en la cordillera eran el único lugar que podía asegurar a su gente para el futuro. Una vez obtenidas las escrituras, unos años después, lograron trasladarse, pero eso no sucedió inmediatamente. Vemos que Luis Sáenz Peña le escribe al padre Vespignani el 14 de septiembre de 1897 diciendo que obtuvo autorización del Congreso "para otorgar en propiedad a este cacique y su tribu, ocho leguas de campo en el territorio del Neuquen, cuya propiedad está ya escriturada, y en ella se va a establecer este individuo y su tribu". Pero en realidad sólo se habían escriturado tres leguas. Por consiguiente, hasta 1897 todavía estaban en Chimpay reclamando sus derechos [13].


La reacción noble de un corazón generoso

    Ceferino vivió estas angustias en carne propia, al lado de su padre viejo y humillado. Por eso en 1897, cuando todavía estaban en Chimpay, Ceferino "lagrimeaba al ver la miserable condición de los indios ... ante el apremio del padre imposibilitado de aliviar los necesidades de su gente hambrienta", y entonces dijo a su padre:

        "Papá, ¡cómo nos encontramos después de haber sido dueños de esta tierra! Ahora nos encontramos sin amparo. ¿Por qué no me llevas a Buenos Aires a estudiar? ... Y yo podré estudiar y ser un día útil a mi raza [14].

    Tiempo después, el día que llegó a Buenos Aires y un grupo de indígenas fue a recibirlo a la estación de tren, Ceferino les dijo con contundencia: "Vengo a estudiar para bien de los de mi raza" [15].

    Esta actitud solidaria y generosa nunca desapareció del corazón de Ceferino.


¿Quién soy?

    A Ceferino sus parientes le decían "Morales", porque lo encontraban parecido a un miembro de la familia que tenía ese nombre. Ceferino no sabía bien cuál era su nombre, ni su edad, ni la fecha de su cumpleaños. Los mapuches tenían una identidad clara en la vida comunitaria y no necesitaban esos datos para saber quiénes eran. Pero al trasladarse a la ciudad, la vida se complicaba. A nosotros puede llamamos la atención, pero cuando Ceferino tenía 17 años, un año antes de morir, todavía no sabía su edad, su fecha de nacimiento, y tenía dudas sobre su verdadero nombre. Así lo expresa en una carta al padre Crestanello:

        "Yo antes no me llamaba con el nombre de Ceferino sino con el de Morales. Y tengo miedo que antes que mis padres me llamaran Morales haya tenido otro nombre, y después me lo hayan cambiado con el de Morales; como hizo mi papá cuando íbamos a Buenos Aires, que en el viaje me lo cambió y me llamó Ceferino, y desde esa vez tuve ese nombre ... Muchas veces me preguntan el día de mi nacimiento, los años que tengo, etc., y no sé qué contestar" (carta del 14/06/1904).


Cariño fiel

    Varios testimonios resaltan el afecto que le tenía a su padre y a su familia:

        "Lo que varias veces llamó mi atención fue el cariño tan especial que demostraba a su anciano padre" [16].

        "¡Cuánto amaba a su querido y anciano padre, a su buena madre, hermanos y hermanas y a toda la gente de su tribu!" [17].

    En una carta, le dice a su padre Manuel:

        "Quisiera en estos momentos encontrarme a su lado y manifestarle el deseo de mi corazón ... Yo nunca me olvido de usted y familia ... Recuerdos a toda la familia" (carta del 22108/1904).

    A Mons. Cagliero Ie agradece porque "me quiere a mí, a mis parientes y a toda la gente de mi tribu" (carta del 26/08/1903).

    Cuando su padre le mandaba buenas noticias de la familia, le respondía: "Me causó un inmenso júbilo y alegría saber que todos están bien de salud"  (carta a su padre, del 2710417905).

    ¿Quién era la madre de Ceferino? Esta es otra herida en el corazón del indiecito bueno. Se llamaba Rosario Burgos. Los testimonios indican que era una indígena o mestiza chilena y que Manuel Namuncurá la había raptado en un malón en 1879, cuando ella tenía unos 18 años. Pero luego Manuel tomó otra esposa más joven con la cual se casó en 1900. Su hijo Aníbal cuenta que "una vez que el cacique Manuel se casó ante el civil y ante la Iglesia con doña Ignacia, entonces doña Rosario pasó a la tribu de Yanquetruz ... Allí se casó con un tal Francisco Coliqueo y con él se fue a Comallo" [18].

    En el corazón de Ceferino se mezclaban el cariño y la admiración que sentía por su padre, y el dolor que le habrá provocado pensar en su madre abandonada por otra mujer y errante con otro hombre.

    Poco antes de morir le manda a su madre una tarjeta postal. De un lado le dice: "A mi querida mamá Rosario ... ¡Felicidad!. Del otro lado le habla de su "amor, cariño y gratitud", y le pide a Dios y a la Virgen que "le concedan felicidad'. Dos veces le desea "felicidad" a esa madre que había llevado una vida tan sufrida, como esperando que al menos en sus últimos años gozara de un poco de consuelo.

 

2. Adolescencia en Buenos Aires.

Alegría, ofrenda y transformación


    En 1897 Manuel Namuncurá visitó a Mons. Juan Cagliero, que era el vicario del Papa en toda la Patagonia, para pedirle que algún misionero los visitara. Unos meses después, cuando Ceferino. tenía once años, el padre aceptó la propuesta del niño y lo llevó a Buenos Aires para que estudiara. Lo colocó en una escuela estatal del Tigre, pero Ceferino no se encontraba a gusto.


Derramando alegría en el colegio salesiano

    Poco después, con la ayuda de Luis Sáenz Peña, su padre decidió trasladar a Ceferino al colegio Pío IX de los salesianos. El día que lo llevó al colegio salesiano estaba allí el mismo Mons. Cagliero, que lo recibió y los invitó a comer. Desde ese día Cagliero fue el protector de Ceferino.

    Aunque muchos alumnos se burlaban de Ceferino y de su padre, y se reían por su castellano mal hablado, el mapuche cautivó rápidamente a todos con su bondad, su simpatía y algunas habilidades indígenas.

    Entre los alumnos famosos, que Ceferino conoció en ese colegio, estaba Carlos Gardel.

    Ceferino era feliz en ese ambiente salesiano, porque estaba cautivado por la fe cristiana. Muchos testimonios hablan de su permanente alegría:

        "Salía Ceferino de la iglesia, para seguir esparciendo sana alegría a su alrededor" [19].

        "En sus grandes ojos, ingenuos y limpios, había una sonrisa luminosa e infantil ... Sonriendo a los compañeros que pasaban junto a él" [20].

        "Jugaba con su compañeros siempre risueño, compuesto, alegre" [21].

        "EI mismo Ceferino nos servía la comida y, al hacerlo, tenía para todos una sonrisa" [22].

        "Era jovial y mantenía alegre el ambiente donde se hallaba" [23].

    Además de la sonrisa, era propenso a una risa espontánea:

        "¡Con qué ganas reía cuando oía contar algún chiste! Se veía por sus ojos que reía de puro gusto" [24].

    Tomando una melodía italiana, había hecho un cantito que usaba para homenajear a cualquiera que cumpliera años o celebrara algo. Los demás se divertían escuchándolo, porque cantaba con entusiasmo y dando saltos:

        "Oímos su preciosa voz, que sonora y afinada cantaba: '¡Funiculí, funiculá, viva el padre Gherra y Namuncurá!'. Aún me parece verlo saltando al son de su cantito, y sonriendo con su alma  abierta y franca" [25].

    Años después, cuando ya estaba bastante enfermo, él mismo dice, en una carta a Pagliere (08/081 19031. que trataba de contener esas ganas de reírse mucho, para evitar ataques de tos.


Siempre mapuche

    Los salesianos cuentan que era transparente, siempre sincero, incapaz de mentir o de engañar. Por eso se fastidiaba un poco cuando no le creían algo que él decía [26].

    Durante un tiempo le costó habituarse al orden y a la disciplina del colegio, como formar fila y otras normas, ya que todo eso contrastaba con la libertad que había vivido cabalgando y corriendo por las pampas [27]. Sin embargo, con el paso del tiempo se fue adaptando, hasta que, como sabemos por los registros del colegio, comenzó a obtener el primer premio en conducta y aplicación. Se entregó al estudio con toda el alma para poder ayudar a su pueblo, y se aplicó a vivir cuidadosamente el reglamento del colegio.

    De todos modos, esta aplicación no hacía desaparecer las costumbres mapuches de su niñez. Veamos breves narraciones de algunos episodios, sucedidos en los distintos colegios y casas de vacaciones de la Argentina donde él estuvo:

        "EI reverendo padre Beauvoir, misionero de la Tierra del Fuego, conversa con Ceferino. Le da un arco en el patio y los alumnos admiran su puntería" [28].

        "Paseando a pie por los potreros nos atropelló una manada de novillos. Como es de suponer, no supimos hacer otra cosa que echar a correr... Pero a Namuncurá no le faltó el tino, como a nosotros, y en lugar de escapar corrió hacia los novillos gritando y agitándose para espantarlos" [29].

        "Una de las diversiones preferidas, que favorecía la abundancia de sauces y de mimbres, era la preparación de arcos y flechas y el tiro al blanco. Ceferino estaba en su elemento" [30].

        "Más de una vez se prestaba para repetir entre los compañeros que se lo pedían, sus rezos en indio y sus cantitos y bailecitos nativos" [31].

    Un día que el lechero dejó su caballo en el patio del colegio, "Ceferino, que no cabalgaba desde hacía tiempo, apenas lo vio, y llevado por su ancestral afición al caballo, de un salto montó sobre él... Salió campo afuera por el portón y enderezó hacia el sur ... Luego vieron al paisanito que volvía a todo correr, y a una velocidad que quizá el bruto nunca había alcanzado. Entró a todo lo que daba en el patio, lo sofrenó gallardamente, se bajó de un salto, y entregándole las riendas a su dueño le dijo que disculpara, pero que hacía mucho que, no montaba ... " [32].

    En las cartas a sus superiores solía despedirse saludando: "Vuestro indiecito" [33].


Devoción y fraternidad

    Ceferino veía detrás de todo la hermosura de la fe cristiana. De hecho, en la primera carta que le escribe a su padre se descubre que lo que más le atraía eran las celebraciones sagradas. Los testimonios cuentan que frecuentemente hablaba de sus deseos de recibir la Eucaristía. El padre Vespignani narra que se había preparado para su primera comunión con una piedad llena de ternura y deseos. Frecuentemente hacía visitas al Santísimo en los recreos e invitaba a sus compañeros a que lo acompañaran.

    Cuando se preparaba para la primera comunión, descubrió claramente que tenía que reconciliarse con un compañero con el cual había discutido, y tomó la iniciativa. Así mostró la delicadeza de su conciencia. Este sentido de la fraternidad le llevaba a poner "especial empeño en arreglar cuanto antes cualquier desacuerdo que surgiera con los compañeros" [34]. Además, "cuando se originaban altercados y peleas, sabía oportunamente terminarlos con algún chiste inocente, cargando él con la culpa para apaciguar a los demás" [35]. También mostraba su capacidad de convivencia cuando perdía en los juegos. Así lo cuenta un compañero:

        "He de notar que cuando perdía, se conformaba y era el primero en felicitarme. Hasta en eso era un santo y un caballero. Era un buen perdedor" [36].

    Siempre procuraba comprender y disculpar las malas acciones de los demás, porque "le parecía imposible que uno pudiera cometer una falta deliberadamente" [37].

    Cuenta el padre Bertagna que, aunque era muy aplicado, muchas veces parecía distraído en las clases porque miraba por la ventana. Hasta que descubrió que, desde esa ventana, Ceferino alcanzaba a ver la lámpara del Santísimo que despertaba su devoción [38]. En poco tiempo el corazón de Ceferino se había llenado de profundos sentimientos místicos.

    Una de sus grandes pasiones era cantar, para expresar su fervor espiritual:

        "Alma enamorada de Dios y de la Santísima Virgen, se deleitaba sobremanera cantando devotamente las alabanzas en su honor. Grande dicha era para él cantar las partes a solo de las alabanzas" [39].

        "Ceferino lucía su maestría en la preparación de flautas y en el canto, para el que tenía muy buena voz" [40].

    El padre Ceccotto destacaba también su desprendimiento, y ponía como ejemplo que un día de mayo lo había visitado su padre y le había dejado un billete, pero Ceferino inmediatamente le entregó ese dinero para que le comprara flores a la Virgen.


Gratitud

    Tenía un cariño inmenso por Monseñor Cagliero. Siempre expresó su inmensa gratitud hacia este apóstol de la Patagonia, y en un homenaje que se le hizo en Buenos Aires, Ceterino le dirigió unas palabras muy emotivas. Entre otras cosas le dijo: "¡Quiera Dios que yo también pueda compartir tus sudores a favor de los pobres indios, haciendo por ellos lo tú has hecho por mí, ángel de la Patagonia!" [41]. Conmovió a todos los presentes, entre ellos. al ex presidente Luis Sáenz Peña, quien el día siguiente escribió al padre de Ceeferino. Le habló sobre el discurso y le comentó: "Su acento, sus frases, fueron tan oportunas y elocuentes, que cuando lo concluyó me levanté para darle un abrazo ... Repito que he sentido ayer una gran satisfacción al ver los progresos que ha hecho tu hijo" (carta del 06/11/1901).

    La gratitud de Ceferino fue en aumento, sobre todo cuando, en 1902, Mons. Cagliero visitó la agrupación de Namuncurá en la cordillera. Fue allí con el famoso padre Milanesio y con otro sacerdote. El cacique recibió a Cagliero diciéndole: "Yo sentirme contento. Yo vivir como cristiano y también toda mi familia. Yo buen argentino y mi gente querer ser toda cristiana".

    Muchos indígenas recibieron sacramentos, y el mismo cacique recibió la confirmación y la comunión junto con sus familiares.


Una fe que promueve la dignidad humana

    Relegados contra la cordillera como perros, la visita de estos apasionados apóstoles era vivida por los mapuches con tierna gratitud. Cuenta el padre Beraldi que, teniendo a Cagliero hospedado entre ellos, "en el rostro de cada uno se veían retratados el contento y la maravilla" [42]. Los testimonios nos mencionan las largas horas que el viejo Namuncurá y el obispo Caagliero pasaron juntos en esos días, y no dejan de transmitirnos una escena donde el cacique Namuncurá, sentado, tenía el mate en una mano y con la otra aferraba los dedos del querido obispo.

    Humillados y fracasados, los sobrevivientes del reino indígena encontraban en la fe cristiana la seguridad de una dignidad que nadie les podía quitar. Seguramente era eso lo que percibía Ceferino en su propia vida, y por eso no podía apagar el deseo de prepararse para volver un día y ayudar a su pueblo. A medida que pasaban los años fue descubriendo que los que más cerca habían estado de los indígenas, promoviéndolos en todo sentido, eran los sacerdotes. No es extraño entonces que pronto brotara en él el deseo de ser sacerdote para ayudar a los suyos:

        "¡Qué dicha la de poder llegar a ser sacerdote! Entonces volvería a mis tierras a enseñar a tantos paisanos míos a conocer y amar a Dios!" [43].

    Está claro que su modelo eran los misioneros que se habían acercado a los indígenas conviviendo entre ellos. Por eso NSU mayor dicha sería poder proseguir la acción apostólica que entre la indiada de la Patagonia realizaba el inolvidable padre Domingo Milanesio, hablándoles en su propio idioma" [44]. Ceferino había escuchado al misionero predicarle en su lengua materna, y valoraba profundamente esa especial cercanía.

 

3. Viedma, soledad y purificación.

Mística mapuche y cristiana


    En febrero de 1903, sabiendo que Ceferino tenía un problema de salud en los pulmones (tuberculosis), deciden trasladarlo a un colegio de Viedma. Tenía dieciséis años. Cuando llegó a Viedma, aunque ya estaba afectado por la tuberculosis, "llamó la atención de todos sus compañeros por su ánimo constantemente alegre [45].

    Entre los enfermeros que lo atendieron había uno con fama de santo, el hermano Artémides Zatti. Sabemos que Ceferino lo recordaba con gratitud porque le envió una postal desde Turín, poco después de llegar (el 16/08/1904). Zatti dio un testimonio sobre las virtudes de Ceferino destacando sobre todo su humildad y su paciencia con los compañeros molestos [46].

    También cuentan que, a pesar de su mala salud, Ceferino se empeñaba en prestar servicios y en hacer tareas manuales que lo dejaban agotado, como subir una loma llevando cajones con frutas o limpiar la iglesia [47].


Profundidad espiritual

    De la estadía de Ceferino en Viedma se conservan algunas hojas donde hacía sus deberes, y en los márgenes hay pequeñas oraciones que él escribía. Por ejemplo: "¡Viva Jesús!", o "Señor, todo esto por tu amor".

    Sus compañeros dieron testimonio de su permanente amabilidad, de su alegría y de su preocupación por consolar y acompañar a los que estaban tristes.

    Aunque era feliz en el ambiente de los colegios, nunca dejó de manifestar su deseo de regresar a servir a los suyos. Este sueño fue tomando cada vez más un carácter espiritual y misionero. No era para menos si uno advierte la fascinación que Ceferino sentía por Jesucristo. Por eso, era inevitable que tuviera un fervoroso propósito de llevar a los indígenas a un conocimiento cada vez más profundo del Señor. Cuando lamentaba que muchos de ellos no fueran creyentes, destacaba que "no saben que Jesucristo derramó su sangre para salvarnos" [48].

    En una carta que Ceferino escribe el18 de julio de 1903, le cuenta al padre Beraldi que está triste porque sus compañeros habían sido trasladados a Patagones, pero a él, por su poca salud, lo dejaron en Viedma. "¡Cuánto he sufrido!" dice Ceferino en su carta, con la sinceridad que lo caracterizaba. Sin embargo, expresa también dónde encontraba su consuelo:

        "En Viedma me han confiado el dulce cargo de sacristán del colegio, oficio verdaderamente envidiable, porque es tan hermoso estar cerca de Jesús, prisionero de amor en el santo tabernáculo".

    En otra carta, el 26 de agosto, vuelve a mencionar su dolorosa tristeza, pero una vez más habla del dulce alivio que encuentra en la Eucaristía con unas palabras sublimes:

        "Mi óptimo confesor me ha permitido la comunión cotidiana y yo trato de hacerla fervorosamente. Si ahora gusto la dulzura del amor de Jesús, lo debo a usted, amadísimo don Juan, que inspirando en mi pobre corazón el amor a la Virgen, me condujo, sin que yo me diese cuenta, a conocer y amar a Jesús".

    ¡Qué preciosa conciencia de ese amor de Dios completamente gratuito! Ceferino se sintió conducido amorosamente al encuentro místico con Jesús, sin atribuirlo a sus capacidades, a sus prácticas o a sus pensamientos. Dice que fue conducido "sin que él se diera cuenta". Luego sigue agradeciendo la fe cristiana, afirmando que penetró "hasta lo más hondo de mi alma".

    Los compañeros cuentan que "cuando estaba en el estudio, no pasaban cinco minutos sin que el indiecito besara un crucifijo que siempre tenía delante, y se le oía pronunciar jaculatorias" [49].


Firmeza y fragilidad

    Su padre Manuel, desde que conoció los problemas de salud de Ceferino, intentó varias veces llevárselo con él, pero siempre cedió ante la insistencia de los salesianos, del ex presidente Luis Sáenz Peña, y del mismo Ceferino que no quería abandonar los estudios. El indiecito se llenaba de alegría cuando veía a su padre, pero sólo quería volver a su tierra con los estudios terminados y, si era posible, como sacerdote [50].

    Además "temía que sus padres y hermanos no lo dejaran volver" [51].

    La salud de Ceferino empeoraba, frecuentemente tenía vómitos de sangre y fuertes ataques de tos.

    Aunque sentía pasión por el canto, en un ensayo "sufrió un golpe de tos que le impidió seguir cantando, y desde ese día no volvió a tomar parte en el canto" [52].

    A pesar de todo, en este período doloroso, conserva el buen humor y él mismo dice que a veces se ríe muchos [53].

    La noche del Jueves santo de 1904, soñó que Jesús en la Eucaristía le decía suave y repetidamente: "¡Ven conmigo, ven!" [54].

 

4. Italia y la muerte.

Consuelo y consumación


    El 6 de julio de 1904 Mons. Cagliero se despide de Viedma para ir a Roma y se lleva con él a Ceferinooda sentarle bien. Se llevaba con él el fruto más precioso de las pampas.


Fascinación y nostalgia

    En el barco había personas de la alta sociedad, pero a Ceferino no le interesaban demasiado: "No puedo decirle quiénes eran porque andaba muy de prisa llevando los bultos de Monseñor y demás padres" (carta a Pagliere, del 04/08/1904). Siempre esa generosa actitud de servicio que lo caracterizaba, y que demostró a lo largo de todo el viaje.

    Un escritor brasileño que viajaba en el mismo barco y luego fue obispo, se detenía extasiado contemplando los diálogos nocturnos de Ceferino con Mons. Cagliero. Decía que conversaban "envueltos en la luz de la luna como en un efluvio celestial y acunados por las profundas armonías del mar, que semejaban misteriosos salmos del infinito" [55].

    Cuando llegaron a Italia, Ceferino estaba admirado por la hermosura que encontraba, pero sobre todo le alegraba la cantidad de iglesias que contrastaban con su Patagonia amada, tan agreste y vacía: "¡Oh, si la Patagonia tuviera tantas iglesias como aquí, sería el más feliz de todos!" (carta a Pagliere, del 11/08/1904).

    Nunca perdió ese cariño por su tierra, a la que deseaba regresar. Los testimonios del salesiano José Arria cuentan que, cuando estaba en Turín, las conversaciones "fueron siempre sobre la Argentina, tierra que idolatraba" [56], y que, cuando la gente lo miraba con extrañeza, por su aspecto "americano", Ceferino se gloriaba: "Sí, soy americano, y además, de la Patagonia" [57].

    Por otra parte, Ceferino cuenta con pudoroso orgullo que cuando llegó a Turín le llamaban príncipe, en referencia a su padre, el rey de las pampas:

        "También me aplaudieron y gritaban ¡Viva el príncipe Namuncurá! Si le digo esto no es porque me haya enorgullecido, sino porque somos amigos" (carta a Faustino Firpo, del 24/08/1904).

    Fascinado por las bellezas de Europa, su corazón seguía en su tierra.


Anticipos del cielo

    Una cautivación especial le provocó el santuario de María Auxiliadora, cuya devoción le habían sabiido inspirar los salesianos. Hacía largas oraciones extasiado a los pies de María. Veamos cómo lo cuenta él mismo:

        "Fui al santuario de María Auxiliadora y recé a la santísima Virgen por todos; y en ese lugar también me saltaron las lágrimas y casi todas las veces que voy me sucede lo mismo. ¡Ah, mi amado padre, durante las funciones sagradas, qué paraíso es este santuario de la Virgen" (carta a Pagliere, del 16/08/1904).

    Se emocionaba particularmente con la música de las celebraciones. En realidad, desde niño se sentía atraído por la música, cuando formaba parte del grupito donde se tocaba la flauta "ensayando gorjeos y trinos ... " [58]. Imaginemos entonces cómo lo habrá embelesado la música que se ejecutaba en las grandes iglesias de Italia. En sus cartas destaca:

        "Las músicas que se oían, el órgano del santuario ... Fue una función muy linda, en especial la parte musical" (carta a Pagliere, del 16/08/1904).

        "Música no faltaba, me parecía estar en el paraíso" (carta a Fustino Firpo, del 30/12/1904).

        "Las músicas de Perosi y Palestrina me pasaron un rato de paraíso" (carta a Esandi, del 01/01/1905).


    Mientras la enfermedad le iba carcomiendo los pulmones, Ceferino experimentaba frecuentes anticipos de la gloria celestial. Pero entre estas experiencias gloriosas se destaca su encuentro con el Papa. En una carta cuenta que, después de saludar a Pío X, él tuvo que decir un pequeño discurso con intensa emoción, y luego pidió al Papa una bendición para su familia y para los indígenas de la Patagonia. Dice que inmediatamente el Papa le mandó a decir a su padre Manuel que le enviaba su bendición para toda su agrupación. Ceferino expresa: "Yo no podía contener las lágrimas. ¡Oh cuánta bondad la del Padre santo!" (carta a Pagliere, del 26/09/1904).

    También explica en la carta que, cuando se estaban retirando, el Papa lo llamó y le regaló una medalla de plata, y con mucha ternura dice: "Quizá me haya hecho ese regalo porque yo le regalé un precioso poncho de guanaco".


Otra vez la tribu

    Después del encuentro con el Papa, le escribe al padre Crestanello para pedirle encarecidamente que vaya a visitar a los mapuches, les lleve la bendición del Papa, y reparta allí las medallitas, rosarios y estampas que le manda, además de unos retratos de Pío X. Por el tono y la cantidad de detalles de la carta, se nota que Ceferino le daba mucha importancia a esta "misioncita" que le pedía al sacerdote. Parece que él temía que no le dieran valor a los retratos del Papa, porque escribe:

        "Les recomiendo mucho que no pierdan esos retratos porque son preciosos. Cuando vuelva, lo primero que haré será ver los retratos que les mandé de aquí" (carta a Crestanello, del 20/10/1904).

    Aquí vemos la gran preocupación que tenía por su gente y los claros propósitos de volver a su tierra.


Los últimos meses

    Luego regresa a Turín para reanudar los estudios. El padre Zuretti, que era su maestro, se detiene en su diario personal a presentar una síntesis de las características de Ceferino:

        "Quería ser sacerdote para dedicar su vida a sus paisanos ... Tenía en gran veneración al santo Evangelio, que él quería difundir un día entre sus contemporáneos ... Siempre sonriente y con una gran igualdad de carácter siempre la misma calma, la misma dulzura, la misma serena bondad de alma ... Había perdonado de corazón las armas que habían combatido con su gente ... " [59].

    El clima de Turín le sienta muy mal y agrava todavía más su delicado estado de salud. Lo trasladan a Frascati, pero empeora. En medio de lo terrible de su enfermedad, que le carcomía, le causaba muchos dolores y fuertes molestias, Ceferino expresaba admirablemente su fervorosa espiritualidad:

        "En las largas noches de insomnio, agitado y sacudido por la tos implacable, se sentaba en la cama y besaba y volvía a besar la medalla de María Auxiliadora, y musitaba las más ardientes jaculatorias" [60].

    En esos últimos meses de su vida ya no podía sonreír como antes, pero los que lo veían cuentan que "sonreía con los ojos" o que "la sonrisa le brillaba en los ojos" [61]. Es lo mismo que había destacado cinco años antes el padre Moroni: "En sus grandes ojos ingenuos y limpios, había una sonrisa luminosa" [62].


En los brazos de Dios

    En marzo de 1905 Ceferino ya acepta que debe abandonar los estudios. En una carta al padre Pagliere, del 21 de marzo, le cuenta que por consejo del doctor y de los directores del colegio debe dejar completamente de estudiar. Ciertamente, eso le habrá producido un gran dolor, porque él seguía soñando con volver a la Patagonia para servir a los de su raza. Se nota que ha desarrollado en su interior una actitud de profundo abandono a la voluntad de Dios porque en esa misma carta se expresa diciendo: "Cuando venga Monseñor Cagliero, quién sabe dónde me mandará ... Ahora, cambiando de colegio, alguna cosa resultará. ¡Bendito sea Dios y María santísima! Basta que pueda salvar mi alma y en lo demás que se haga la voluntad del Señor.

    Aquel muchacho con grandes deseos, termina aceptando los límites duros de la realidad. Ese mismo día le cuenta al padre Beraldi que los padres superiores le decían que quemara los libros, de manera que renunciara definitivamente a estudiar, y que se volviera a América. Por otra parte, él mismo reconoce que lo mejor sería regresar, porque ya no disfruta ni siquiera de sus salidas al patio en los recreos de sus compañeros: "Porque los recreos que hago ya no son recreos. Solamente voy al patio a tomar aire. Después siempre solo, sin hablar con ninguno". Seguramente no se acercaban a él por temor al contagio.

    Una semana después lo trasladan al hospital de la isla tiberina, en Roma. Uno de los enfermeros cuenta que Ceferino ya conocía bien "la gravedad de su estado y comprendía que ambos pulmones estaban afectados" [63]. Antonio Prenz confirma este dato diciendo: "Lo visité una vez en el hospital y le dije que" rezaba por su salud, y él me contestó que deseaba que rezara por la salvación de su alma" [64].

    A pesar de su estado terminal, se ocupaba de un muchacho que estaba internado a su lado, "le infundía palabras llenas de amor", y le pedía a un sacerdote que cuando él ya no estuviera se acercara a visitar a ese muchacho: "¡Si usted viera cuánto sufre! De noche no duerme casi nada, tose y tose" [65]. En realidad él estaba peor, pero igualmente era capaz de preocuparse por el sufrimiento ajeno.


Papá

    En la cama del hospital Ceferino ya es consciente de que, si no muere pronto, deberá volver a la Argentina para morir entre los suyos. Entonces comienza a pensar mucho en su padre y decide prepararlo poco a poco paro lo que pueda pasar. El 21 de abril le escribe:

        "Le agradezco su gran resignación de sacrificar años sin vemos. En cuanto a mis estudios, resultan bien, pero la salud me impidió continuar ... Cuando esté mejor me prepararé para volver a Buenos Aires y de allí a Viedma. En otras cartas le daré noticias más claras ... Mil besos y abrazos. Querido papá, le pido su paternal bendición y créame su afectísimo hijo que desea abrazarlo".

    Ceferino no le dice de golpe toda la verdad, aunque promete que le mandará noticias "más claras", y no deja de expresarle todo su afecto. Pero se preocupa tanto por su padre, que quiere hacerle saber que pronto se volverán a ver. Por eso, cuatro días después le. escribe también al padre Vespignani para pedirle que averigüe dónde está el cacique y le comunique su estado de salud y su próximo retorno".


La muerte del principito

    Unos días después, el 11 de mayo de 1905, murió de tuberculosis en el hospital, con dieciocho años. A su lado estaba sólo su querido amigo y padre espiritual, Juan Cagliero. Él cuenta que hasta el último momento vio a Ceferino "resignado a la santa voluntad de Dios, tranquilo en su alma, pacientísimo y risueño en sus dolores" [66]. Parece que a Cagliero le brindó su sonrisa hasta el último instante, aun en medio de la tortura de su enfermedad.

    Todos los que lo acompañaron en las últimas semanas de su vida, las más dolorosas, "atestiguan que encontraron en él virtudes extraordinarias y que era admirable en modo especial la resignación en sus enfermedades". El médico director del hospital "hallaba en él una virtud y un juicio que no son comunes a esa edad" [67].

    Cuando Ceferino murió, llegó a Roma una carta de su padre Manuel, que trataba de darle ánimo. Allí le recordaba que era "hijo del que había sido señor de las Pampas y príncipe de los guerreros" [68].

    Manuel esperaba la respuesta de su mimado Ceferino, pero le anunciaron que había muerto. Pocos días después el viejo cacique viajó a Buenos Aires para agradecer a los salesianos la educación cristiana que habían dado a su hijo predilecto. Manuel Namuncurá murió en medio de su pueblo tres años después, a los 97 años.





Notas


[1] He tenido en cuenta varias obras que en algunos puntos se contradicen entre sí, por lo cual debí analizar las fuentes más seguras, sobre todo las cartas, editadas por l. Pedemonte, Cartas y escritos de Ceferino Namuncurá", Buenos Aires, 1949. Pero recojo el trabajo crítico realizado por R. Entraigas, quien restituyó el texto original; a veces corregido por Pedemonte. las obras que seguí son las siguientes: C. Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, Tomo XII, Buenos Aires, 1981; especialmente R. Entraigas, El mancebo de la fierro, Buenos Aires, 1974; también l. Cástano, Agonía y sublimación de una raza. Ceferino Namuncurá. El lirio de las pampas, Buenos Aires, 1968; M. Gálvez, El santito de la toldería. Vida perfecta de Ceferino Namuncuró, Buenos Aires, 1947; E. González, Ceferino. Misionero de su pueblo, Buenos Aires, 1977;R.Noceti, La sangre de la tierro. Nueva viisión de Ceferino Namuncurá. Rosario, 2000. Por otra parte, para el contexto histórico consulté las cartas publicadas en J. G. Durán, Namuncurá y Zeballos. El archivo del cacicazgo de Salinas Grandes, Buenos Aires, 2006; también: P. Paesa, El Patiru Domingo; La cruz en el ocaso mapuche, Rosario, 1964; M. Vanzini, las memorias de las misiones de la Patagonia -desde el año 1887 a 1917- del padre Bernardo Vacchina, Bahía Blanca, 2005.
[2] Cfr. J. G. Durán, Namuncurá y Zeballos (cit.), pp. 344-348; A. Clifton Goldney, El cacique Namuncurá. El último soberano de la Pampa, Buenos Aires, 1956.
[3] J. Gálvez, El santito de la toldería (cit.), p. 23.
[4] Citado por J. Gálvez (cit.), p. 71.
[5] P. Navarro Floria, "la Patagonia como frontera", en Facultad de Teología UCA, Ecos históricos de la Patagonia, Buenos Aires, 2004, p.21.
[6] Citado también por Gálvez (cit.), p. 90.
[7] Carta de Cagliero a Ángel Savio del 12/07/1885 (ACS, Roma, 273/31/4).
[8] Citado por C. Bruno, Historia de la Iglesia (cit.), p. 388.
[9] Citado por Gálvez, p. 90.
[10] Entrevista en La Prensa, 03/08/1908.
[11] Testimonios, serie segunda, p. 52.
[12] Testimonios, serie segunda, pp. 91-92.
[13] Confirma este dato el testimonio citado por R. Entraigas, El mancebo de la tierra (cit.), p. 53.
[14] Confidencia del primo de Ceferino y secretario de su padre, llamado Juan Coñuel, al padre Pagliere: Testimonios, serie primera, p. 90.
[15] Ibidem.
[16] Testimonios, serie primera, p. 52.
[17] Testimonios, serie segunda, pp. 20ss.
[18] Testimonios, serie segunda, p. 92.
[19] Testimonios, serie primera, p. 50.
[20] Testimonios, serie primera, p. 149.
[21] Testimonios, serie primera, p. 19.
[22] Testimonios, serie segunda, p. 81.
[23] Summarium, p. 70; párr. 267.
[24] Testimonios, serie primera, p. 65.
[25] Testimonios, serie segunda, p. 100.
[26] Testimonios, serie primera, p. 108.
[27] Cfr. datos citados por R. Entraigas (cit.), 74-75.
[28] Testimonios, serie primera, p. 72.
[29] Testimonios, serie primera, p. 98.
[30] Testimonios, serie primera, pp. 126-127.
[31] Testimonios, serie primera, p. 150.
[32] R. Entraigas (cit.), 109.
[33] Lo destaca y ejemplifica R. Entraigas (cit.), p. 70.
[34] Testimonios, serie primera, p. 93.
[35] Testimonios, serie primera, pp. 54-55.
[36] Testimonios, serie primera, p. 86.
[37] Testimonios, serie primera, p. 93.
[38] Lo mismo le sucedió años después, cuando vivía en Italia: Cfr. "Testimonio del p. Pavón" en L Castaño (cit.), pp. 195-196.
[39] Testimonios, serie primera, p. 94.
[40] Testimonios, serie primera, p. 127.
[41] El original del discurso se conserva en los archivos de la Sociedad Salesiana en Turín.
[42] Citado por L. Cástano en Ceferino Namuncurá. El lirio de las pampas (cit.). p. 146.
[43] Testimonios, serie primera, p. 113.
[44] Testimonios, serie primera, p. 140.
[45] Testimonios, serie primera, p. 23.
[46] Testimonios, serie segunda, pp. 94-95.
[47] Testimonios, serie primera, pp. 58 Y 129.
[48] Carta citada en el Boletín Salesiano de abril de 1900; cfr. También Testimonios, serie segunda, pp. 106-107.
[49] Testimonios, serie primera, p. 24.
[50] Sobre este punto hay varios testimonios, pero lo dice también Alfredo Namuncurá: Testimonios, serie segunda, p. 50.
[51] Testimonios, serie primera, p. 76.
[52] Testimonios, serie primera, p. 58.
[53] lo dice en la carta a Pagliere del 08/08/1903.
[54] Testimonios, serie primera, p. 140.
[55] Testimonios, serie primera, p. 32.
[56] Testimonios, serie segunda, p.14.
[57] Testimonios, serie segunda, pp. 74-75.
[58] Testimonios, serie primera, p. 51.
[59] Citado por R. Entraigas en El mancebo de la tierra (cit.), pp. 270-271.
[60] Testimonios, serie primera, p. 69.
[61] Ibidem, p. 126. Es el testimonio del padre Costa, superior de la casa de Frascati, que menciona los comentarios de los compañeros de Ceferino.
[62] Testimonios, serie primera, p. 150.
[63] Testimonio de fray Alipio Filippini, Processus, testis VI, pp. 38-39.
[64] Summarium, p. 42, párr. 162.
[65] Testimonios, serie primera, p. 34.
[66] Carta de Cagliero al padre Pagliere en septiembre de 1911: Testimonios, serie primera, p. 7.
[67] Testimonios, serie primera, p. 34.
[68] Lo narra Cagliero en la misma carta de septiembre de 1911.