AL PIE DE LA CRUZ
O LOS
DOLORES DE MARÍA
Por el Rdo. P. Federico G. Faber
Doctor en Teología, Superior del Oratorio de San Felipe Neri, en Londres
Obra traducida por D. Gabino Tejado
Tanto dolore compassa est Virgo, ut inexplicabile sit linguae angelicae, et solus Jesus dicere potuit qui solus potuir materno penetrare dolores. (San Bernardino de Sena.)
Nihil obstat: César Pedotti, Censor ad hoc.
Buenos Aires, 10 de noviembre de 1944.
PUEDE IMPRIMIRSE
+ Mons. Tomás J. Solari
Ob. de Aulón, Aux. y Vic. Gen.
Prefacio del autor
1. Diez años ha ya que
tracé el primer bosquejo de esta obra en San Wilfrido, durante el verano de
1847; y aunque de entonces acá la he revisado varias veces, y más de una la
he refundido del todo, no llegado a ser, tal como hoy la publico, hasta la
primavera de 1855, porque hasta entonces no estuve seguro de que mi doctrina
acerca de la Santísima Virgen fuese ajustada a la sana teología. Así y todo,
he tenido inédita la obra, ya completamente acabada, vacilando sobre si la
incluiría en un tratado que tenía dispuesto acerca de la Pasión de Nuestro
Señor Jesucristo, o si la publicaría por separado, pues de todos modos los
Dolores de María forman parte de aquel asunto, y me era preciso ver cómo
había de ordenarla. Decidíme, al fin, por publicar el presente libro antes
de continuar mi proyectada obra sobre la Pasión, creyendo lograr así mejor
la armonía apetecible entre uno y otro tratado. Pero aun después de
resolverlo así, he tenido que aguardar el turno destinado a este libro en la
serie de los que proyectaba publicar, y por eso no ha salido a luz hasta
hoy.
2. Se cumplen ahora doce
años de mi ingreso en la antigua Orden de los Servitas, y esto me impone la
obligación, que jamás he descuidado, de propagar cuanto me ha sido posible
la devoción a los Siete Dolores. Al fundarse en 1849 el Oratorio de Londres,
y con el fin de propagar esta devoción, se adoptó, entre otros medios con
que se logró cumplidamente, el Rosario de los Siete Dolores, que fue una de
las practicas públicas y singulares de aquel Instituto, y la cual, por
contarse sin duda entre las más gratas a Nuestra Santa Madre, ciertamente ha
producido copiosos frutos de gracias y bendiciones.
3. No sin gran
desconfianza someto, pues, hoy la presente obra al juicio de cuantos se
agradan en honrar a la Santísima Virgen, y acrecentar su culto. Anímame, sin
embargo, la esperanza de que los lectores de este libro le recorrerán con
más holgura que el autor ha sentido al escribirle, y no se verán, como él lo
ha estado incesantemente, acosado por un ideal imposible de realizar,
luchando con la aflicción que a él le aquejaba cuando, después de haberse
esforzado cuanto en su mano estaba en hablar dignamente de María, recelaba
siempre haberlo hecho tan mal que hubiera sido mejor no intentarlo siquiera.
Pero el amor que ha inspirado esos esfuerzos compensa, en cierto modo, lo
imperfecto de la obra.
ORATORIO DE LONDRES, Fiesta de Santo Tomás Gantuariense, 1857.
Capitulo primero
El martirio de Maria
4. Inagotable es la
hermosura de Jesús, varia siempre, y, sin embargo, siempre una misma como la
vista de Dios en el cielo; grata siempre, como un gozo habitual y bien
experimentado; y, sin embargo, causa siempre de sorpresa y regocijo, como si
fuera realmente nuevo. Jesús se nos muestra en todo lugar y a toda hora
hermoso, ora cuando le vemos desfigurado por los tormentos de su Pasión, ora
en los esplendores de su resurrección gloriosa, y lo mismo al mirar sus
miembros dilacerados por los azotes, que al contemplarle en las inefables
dulzuras de Bethleem. Pero, sobre todo, Jesús es hermoso en su madre.
Amando, pues, a Jesús, no podemos menos de amar a María. Necesario nos es
conocer a la Madre para conocer al Hijo. Así como sin fe en la divinidad del
Salvador no existe verdadera devoción a su humanidad sacratísima, así
también sería incompleto nuestro amor al Hijo si, prescindiendo de la Madre,
la considerásemos como un mero instrumento de quien Dios su hubiese servido,
como lo pudiera de cualquier criatura inanimada, extraña a todo concepto de
santidad y de moral conveniencia.
5. Obligación tenemos de
amar a Jesús más y más cada día. Los años, en su curso sucesivo, van
reproduciendo la antigua serie de festividades que celebra la cristiandad,
dejándonos en cada cual determinadas impresiones, que pasan como ellas
mismas, y como los años que nos las traen sucesivamente. ¡Cuántas Navidades,
Semanas Santas, Pentecostés hemos visto pasar, respectivamente, señaladas
por algún acontecimiento que las ha grabado como otras tantas fechas
célebres de nuestra vida! De esas festividades, la una nos halló en tal
sitio, la otra en tal otro, y, todas ellas en varias y distintas
circunstancias. ¡Dichosos nosotros si hemos aprovechado algunas por
singulares efusiones de piedad en nuestra vida íntima, que hayan reformado o
fortalecido nuestro celo, e influido notablemente en nuestra secreta
comunicación con Dios! Durante esas solemnidades se han asentado quizá, y
sin advertirlo nosotros, los cimientos de numerosos edificios que hasta
mucho tiempo después no se han levantado del suelo. Pero en medio de todas
las transformaciones acaecidas durante esas festividades, o a causa de ella,
una sola e idéntica ha sido nuestra ocupación, a saber: esforzarnos en amar
cada día más a Jesús; y, sin embargo, a despecho de tanta reforma interior y
de tanto perseverar en nuestra tarea única, la propia experiencia nos
enseñaba que nunca progresamos tanto en nuestro amor al Hijo como cuando
llegamos a El por la Madre, y que todo cuanto sólidamente hemos edificado en
Jesús, no lo hemos logrado sino con María y por María. Si queremos, pues,
aprovechar el tiempo que empleamos en buscar a Jesús, comencemos por
buscarle en María; pues El siempre está con Ella, y con Ella mora siempre.
La oscuridad de los misterios de nuestro Salvador se torna en claridad
cuando los miramos a la luz de María, porque esa luz es la viene de su Hijo.
María es el atajo para llegar a Jesús, porque. ella es siempre puerta franca
para entrar en su palacio: es la Esther, cuyas súplicas son siempre
favorablemente despachadas con mano presta y generosa.
6. Pero María es todo un
mundo que no podemos abrazar con una sola mirada, sino que debemos ir
escudriñando minuciosamente sus arcanos; mundo de gracia, cuyas regiones
debemos ir recorriendo una por una con exquisita diligencia y
describiéndolas puntualmente; pues sólo así sabremos algo de ella, mientras
que una vaga ojeada nos impediría conocerlas bien y sacar de ellas para
nuestras almas, riquezas espirituales, tesoro a un mismo tiempo de sabiduría
y de amor, que perpetuamente nos acercará más a nuestro Jesús por unión cada
vez más estrecha con El. Si la santa voluntad de Dios quiere conservarnos la
vida, y en sus designios de misericordia nos retiene bajo el agobio de la
triste posibilidad de pecar, resolvámonos siquiera a no tratar sino de Dios,
pues por larga experiencia sabemos ya que no hay ciertamente mejor empleo de
nuestra vida. Ello es verdad que aun en medio de esta región tenebrosa de
los tristes desiertos del mundo, hay miliares de edenes en donde podemos
trabajar al rumor de aguas vivas, y conversar con Dios en las horas frescas
de la jornada, y aun pasar de un edén a otro según nos solicite la flaqueza
o la fuerza de nuestro amor. Mas, por de pronto, encerrémonos en el jardín
de los dolores de María, pues es uno de los paraísos más agradables a Dios,
y en él no podemos trabajar sino a la sombra de su presencia y cuando el
amor de Jesús haya tomado maravillosamente posesión de nuestras almas.
Porque el amor de Jesús es quien embalsama el aire puro de esa mansión; le
respiramos en las emanaciones del suelo laboreado, en el perfume de las
flores en el murmullo del follaje, en el gorjeo de las aves, en los
esplendores del sol, en el suave rumor de los arroyos que brotan de las
peñas. Teniendo el amor del Señor, allí es donde debemos retraernos como en
una celda, y allí cesará de mortificarnos, durante algún tiempo, ese mundo
para el cual somos tan poca cosa, y que en rigor quizá lo es menos para
nosotros.
7. La ley de la
Encarnación es ley de padecimiento. Nuestro Señor fue varón de dolores, y
padeciendo redimió al mundo; su Pasión no fue solamente un acaecimiento de
su vida, sino todo el fin de ella y su desenlace propio y conveniente. El
Calvario no se diferenció de Bethleem ni de Nazareth; los sobrepujó en
grado, no en naturaleza. Los treinta y tres años todos fueron duración de un
padecimiento perpetuo, bien que vario en especie y en intensidad. Pues bien;
esta misma ley de padecimiento, a que Jesús quiso someterse, comprende a
todos cuantos le siguen, y aun los abraza y rodea, tanto más, cuanto son más
santos, hasta querer dominarlos en absoluto. Los Santos Inocentes no eran,
en los designios de Dios, sino meros contemporáneos de Nuestro Señor; pero
esta sola semejanza bastó para sepultarlos en un piélago de padecer. Por eso
hubieron de morir tan prematuramente en brazos de sus madres desesperadas,
para recibir en premio las coronas y palmas eternas. ¡Dichoso cambio, por
cierto; magnífico tesoro, tan prontamente hallado y tan maravillosamente
asegurado! La propia ley veremos aplicada a todos y cada uno de los
Apóstoles escogidos por la inefable vocación del Verbo Encarnado: para Pedro
y su hermano, la cruz; para Pablo, la espada; para Santiago, la lapidación;
degollación para Bartolomé, y para Juan aceite hirviendo y largos años de
expectación dolorosa. Y para todos, bajo estas formas diversas de
padecimientos externos, un interno y .perpetuo padecer, que irá con ellos a
todas partes; cubriéndolos con su sombra en todas sus vicisitudes,
siguiéndolos por los caminos de Roma como si fuese su ángel custodio, y con
ellos surcando en sus galeras las tempestuosas olas del Mediterráneo. Por su
calidad de Apóstoles, era menester que se asemejasen a su Maestro, que los
envolviese la nube, que los rodeasen las tinieblas del eclipse que los
aguardaba en la cima de su Calvario, en Roma, en Bactres, en España, en las
Indias. Todos los mártires de todo tiempo y lugar han tenido que someterse a
esa misma ley; sus respectivos padecimientos han sido vivas sombras de la
gran Pasión, y la sangre de sus venas se ha confundido con el raudal de la
preciosísima sangre de su Redentor, Rey de los mártires. Idéntico ha sido el
destino de todos los santos, obispos o doctores, vírgenes o viudas, seglares
o religiosos; signo y prenda de todos han sido un amor extraordinario y una
gracia extraordinaria, adquiridos por virtud de pruebas extraordinarias y de
extraordinarios padecimientos. Todos han tenido que ser envueltos en la nube
y salir de ella con rostro radiante, porque todos han visto, y visto de
cerca; la faz del Crucificado. Por aquí han tenido que pasar todos los
elegidos, cada cual a su modo y con su medida propia; para asegurar la
salvación de sus almas, haciéndose, en lo posible, semejantes a su Maestro,
preciso ha sido a todos no apartarse, cuando menos, de las orillas de la
negras nube que al pasar ha tenido que cubrirlos, y acaso más de una vez,
con su sombra. ¿Cómo, pues, había de eximirse de esta ley la Madre de Jesús,
que entre todas las criaturas ha sido la más estrechamente unida con El?
8. No es, por tanto, de
maravillar si María ha padecido más que nadie después dé Jesús. La
inmensidad de sus dolores no, tiene por qué sorprendernos ni chocarnos;
antes bien, nos parecerá un resultado propio de todo cuanto sabemos acerca
del gran misterio de la Encarnación. Medida de los padecimientos de la Madre
no será otra sino la grandeza del amor que su Hijo le tiene; así como la
profundidad misma de los dolores de la Madre será la mejor medida del amor
que ella profesa al Hijo. El inmenso océano de sus penas será medida de la
grandeza de su santidad, y en la alteza de su maternidad divina veremos el
nivel que levanta sus padecimientos a la altura de los de la divina Pasión.
No obstante ser ella exenta de culpa, verémosla casi sometida a la misma ley
vivificante de la expiación; y a despecho de las mil diferencias que tan
manifiesta distinción ponen entre la Compasión de María y la Pasión de
Jesús, comprenderemos por qué la unión de la Madre con el Hijo las hace
inseparables. Aquella mujer que las Sagradas Escrituras nos muestran vestida
de sol, se nos mostrará totalmente envuelta en la espléndida oscuridad del
terrible fallo que Jesús quiso primero dictar y después aplicar a su misma
sacratísima persona como ley fundamental de su Encarnación. Dispongámonos
pues, a ver cómo estos dolores de María son superiores a cuanto de ellos
podamos imaginar y encarecer. Sólo con ayuda de la fe y del amor podríamos
contemplarlos, y percibir algo de la hermosura y singularidad de tantas
maravillas. A favor de esta contemplación podemos también acrecentar
singularmente nuestra devoción a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo,
penetrando momentáneamente algunos de sus misterios con la luz que nos
llegue de los dolores de María; así, cuando el planeta Júpiter, al ocultar
su disco luminoso, toca en la región oscura de la Luna, proyecta, a modo de
revelación, una línea fugaz de luz en la extensión del borde invisible del
astro de la noche, mostrando en seguida, por su desaparición, la realidad de
lo que nos es dado ver.
9. Pero antes de pedir a
San Juan Evangelista que, teniéndonos en su mano, penetre con nosotros en lo
profundo de aquel corazón traspasado (que él, como el Santo por excelencia
del Sagrado Corazón, conocía mejor que los demás), forzoso nos es echar una
ojeada sobre el conjunto de los dolores de la Santísima Virgen, a la manera
que antes de explorar por menor una región desconocida, procuramos formar
una idea general de su plano topográfico. En la región que ahora vamos a
visitar hay siete puntos acerca de los cuales necesitamos alguna noticia, si
hemos de explorar con provecho los distintos misterios de sus eminentes
dolores. Forzoso nos es conocer, a menos en cuanto de nosotros dependa, la
inmensidad de los dolores de Maria, y que sepamos porqué Dios los ha
permitido, cuáles son las fuentes de donde nacen, sus notas características;
cómo María ha podido regocijarse en ellos; cómo la Iglesia nos los define y
explica, cuál debe ser nuestra devoción respecto de ellos. Todos estos son
puntos que se necesitan examinar, y nuestras consideraciones, bien que
imperfectas acerca de ellos servirán como de introducción al presente
tratado.
I - Inmensidad de los dolores de la Santísima Virgen.
10. Cuando pensamos el modo
de describir lo mejor posible los dolores de María, vemos cada vez más
claramente que son en verdad indescriptibles. De ellos no percibimos sino su
apariencia exterior, y aun para representar esta misma, no usamos signos
adecuados. Al tender la mirada sobre el vasto océano Atlántico, topan
nuestros ojos con una mole inmensa de agua, rodeada por todas partes de un
horizonte blanquecino; pero aquella vasta extensión de agua nada nos dice,
ni de las innumerables y varias formas de vida que encierra en su seno, ni
de los deliciosos jardines que brotan bajo las ondas henchidos de plantas de
los más vívidos colores, ni de los bancos de corales, ni de las tupidas
algas de verde tornasolado, ni de las grutas abiertas en rocas fantásticas,
bordadas por árboles pajizos, como espesas palmeras, bañándose en las ondas
azules; ni de las plantas relucientes y jaspeadas, grandes como árboles, y
que forman avenidas como de parque cultivado; ni, en fin, de aquellas leguas
y leguas de floresta teñidas de rosicler, en donde fermenta la vida con las
más extrañas formas y magníficos aspectos que sobrepujan la más rica
inventiva. Pues esto sucede con el océano de dolores que mueve sus olas
sobre las escondidas profundidades del corazón sin mancha de la Madre de
Dios. Lo que de ellas alcanzamos a ver nos maravilla, y sin embargo, es nada
comparado con la grandeza de lo que se nos esconde. ¿A qué podremos comparar
esas angustias? Muchos santos que han tratado de hacerlo, lo han hecho
llamando a María corredentora del mundo, y diciendo de sus dolores que se
mezclaron con la preciosa sangre de Jesús, constituyendo, junto con Ella, un
solo sacrificio por los pecados del mundo. Ciertamente, debajo de esas
grandiosas fórmulas se contiene una verdad tan sólida como profunda, a
condición de no tomarlas en un sentido que les quitaría su carácter de
verdaderas. Son expresión de una piedad excelente, que procura dar a nuestra
flaca razón alguna idea exacta de los dolores de María. Pero, adecuadas y
todo como son, es menester enunciarlas con circunspección y necesitan
atentas explicaciones. Mientras desempeñamos esta tarea en el capítulo
noveno del presente tratado, procuremos en sus demás partes llegar al mismo
fin por diverso camino; y esto, no sólo porque nos juzgamos sin fuerzas para
intentar aquella otra vía, sino también porque así nos lo aconsejan nuestros
hábitos y aficiones, y además, porque creemos que, en materia de devoción,
lo que no viene de suyo y naturalmente, rara vez persuade, Por eso, al
procurar incesantemente acercarnos a la altura de nuestro propósito,
preferimos no tocar la meta a pasarla con riesgo de oscurecer los objetos
por el exceso mismo de luz y de pecar por falta de verdad, como pintor
inhábil que extremase las tintas de un ocaso. Confiamos, sin embargo, llegar
al término de un modo, no solamente más conforme a nuestra pequeñez, sino
más adecuado, para granjearnos la confianza de los lectores.
11. Lo primero que llama
nuestra atención en los dolores de María es su inmensidad, tomando esta
palabra, no al pie de la letra, sino en el sentido que de ordinario le
atribuimos al aplicarla a cosas criadas. Esos dolores quiere mencionar la
Iglesia al aplicarles aquellas palabras de Jeremías: “¡Oh vosotros, todos
los que pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable al mío! ¿A quién te
compararé, o hijo de Jerusalén? ¿A quién te igualaré para consolarte, oh
hijo de Sion? Porque su dolor es grande como la mar. ¿Quién podrá sanarte?”
Suele representarse el amor de María como fuego que ningunas aguas pudieran
apagar, y con el mismo encarecimiento han hablado de los dolores de la
Virgen algunos Santos y Doctores de la Iglesia. San Anselmo dice : “Por
grandes que hayan sido las crueldades cometidas con los mártires, poco y aun
casi nada valen, comparadas a la crudeza de la pasión de María”. San
Bernardino de Sena dice que “si el dolor de la Santísima Virgen se
dividiera y se repartiese entre todas las criaturas capaces de padecer,
todas ellas perecerían en el acto”. A Santa Brígida reveló un ángel que si
nuestro Señor no hubiese confortado milagrosamente a su Madre, no habría
podido Ella conservar la vida durante su martirio. Otros muchos pasajes
semejantes podríamos citar, sacados de revelaciones de Santos y escritos de
Doctores de la Iglesia.
12. Pero la razón principal
de que puedan llamarse inmensos los dolores de María, es el haber
sobrepujado a los de todos los mártires, pues, en efecto, ninguno ha
existido jamás, por mucho y muy prolongadamente que haya sido atormentado,
cuyos padecimientos se hayan igualado a los de María; y no sólo esto, sino
que tampoco pueden comparárseles, ni en número ni en intensidad, las
angustias de todos los mártires juntos. Ningún hombre sensato hablará
livianamente nunca del misterio de la pena corporal, y aun tal vez en este
punto la experiencia de cada cual le haría avergonzarse y le dictaría
prudencia. Efectivamente, el mundo ha sido en gran parte redimido por la
virtud expiatoria del padecimiento corporal, y aun cada cristiano ferviente
sabe, por experiencia propia, que ése es un medio principal de
santificación. La infalible justicia de Dios es quien ciñe la frente de los
mártires con esta especial corona, y, en efecto, ceñida la llevan todos los
que, sufriendo con heroica paciencia las penas corporales, han sacrificado
su vida por Jesucristo. Pues bien; aun en este punto María ha padecido más
que todos los mártires. Su ser todo entero ha sido abrevado de amarguras,
las espadas que atravesaron su alma hirieron también todos los nervios y
todas las fibras de su cuerpo; y aun pudiéramos decir que aquel cuerpo:
exento de culpa y tan admirablemente perfecto, no fue tan delicadamente
formado sino para que así padeciese más que todos, excepto el de su Hijo.
Por otra parte, los demás mártires sabían y sentían en sí mismos que su
carne les era enemiga, y la consideraban como obstáculo en su camino al
cielo; por eso la castigaban y la mortificaban, subyugándola hasta el punto
de mirarla con una especie de piadosa detestación. Pero el cuerpo de María
era sin mancha de pecado; era una mina maravillosa, una sustancia purísima y
lo más sublime que había visto. el mundo, pues que de ella se habían formado
la sacratísima carne y sangre preciosísima de nuestro Señor, y, por
consiguiente, estaba de suyo. exenta de aquélla expiadora venganza, llena de
delicias, con que el heroísmo de los santos triunfa de la carne
mortificándola. Pero ¿de dónde viene principalmente a los mártires su
fortaleza, en el padecer? Pues les nace de que sus almas están henchidas de
luz y de esplendor; les nace de que sienten en su interior la presencia de
Jesús, cuya hermosura y gloria los alientan al martirio. Esta es la virtud
que apaga las hogueras de su tormento, que torna sus llamas tan suaves como
brisa de primavera; por eso. las varas con que los azotan les parecen tan
blandas, y sus más duros golpes los regocijan cual si fuesen caricias
regaladas; por eso el acero se embota en sus carnes dilaceradas, y en sus
miembros ensangrentados. Llevan los mártires dentro de sí una fuerza muy
superior a la de sus verdugos. Y no es que sus dolores y angustias dejen de
ser reales, sino que están modificados, contrastados, casi transformados por
la virtud que sacan de sus propias almas, mediante la gracia y el amor en
ellas infundidas pródigamente a la hora de padecer por su liberal divino
Maestro. Pero María, ¿como ni en dónde su espíritu buscará consuelo? Su
mirada espiritual tiene que fijarse allí donde su mirada corporal está fija,
es decir, en Jesús; y cabalmente esa vista es su mayor tormento, porque en
Jesús ve su naturaleza humana, y Ella es su Madre, superior a todas las
demás madres; amante como ninguna, pues juntar el amor de todas en cuanto
más inefable tiene el amor materno, sería inferior al materno amor de María.
Jesús es su Hijo, y ¡qué Hijo!, ¡y por cuán maravillosa manera! El es su
tesoro, su todo. ¡Oh, qué fuente de angustias aceradas, vivas, mortales,
incomparables, había en sólo esa contemplación!
13. Pero había mucho más que
esto, porque había la naturaleza divina del Salvador.
14. Madres hay que de sus
hijos hacen ídolos, es decir, que los adoran, poniendo la criatura en lugar
del Criador, mirándolos como a su fin último y verdadera bienaventuranza,
dándoles así por entero un corazón que sólo a Dios deben. Esto no podía
hacerlo María, bien que, en otro sentido, nadie lo pudiese como Ella, pues
Jesús no podía ser para Ella un ídolo, por más que debiese adorarle como al
Dios eterno. Nadie comprendió esto tan acabadamente como María; ningún ángel
tributó a Jesús culto tan sublimemente humilde como Ella; ningún santo, ni
aun la tierna Magdalena, se prosternó jamás a los pies de Jesús con tan
mortal angustia, con amor tan compasivo. Sí, aquel Jesús, Hijo de María, es
Dios, y María le ve por tal entre las sombras del eclipse. Pero entonces,
¿dónde hay palabras para encarecer la angustia que en el alma de María han
debido causar aquel cuerpo ensangrentado, aquel rostro escupido, enlodado,
aquellas horribles llagas, aquellos cardenales lívidos, aquellos miembros
amoratados de aquella persona real y eternamente divina? Y he aquí cómo
Jesús, alegría de los mártires, venía a ser como verdugo de María, pues dos
veces, cuando menos, por no decir tres, la crucificó; una vez por su
naturaleza humana, otra por su naturaleza divina y aun cabe pensar si en
realidad el cuerpo y el alma no constituyeron dos crucifixiones de la sola
naturaleza humana. ¿Qué martirio hubo jamás igual a éste, ni cómo pudiera
compararse el de todos los mártires juntos? Aquel martirio, en efecto,
constituye una suma de dolores a la cual jamás pudiera adecuarse ninguna
otra suma de unidades materiales indefinidamente conglobadas y multiplicadas
unas por otras. La diferencia no es aquí sólo de grado, sino también de
especie; pues si bien la de los dolores de María tiene cierta afinidad con
otras especies de dolores, se distinguen de todos ellos en tal manera, que
ni aun hay nombre adecuado para expresarla, como no sea el que le dan los
fieles hijos de la Iglesia, es decir, LOS DOLORES DE MARÍA.
15. Pueden estos llamarse
también inmensos en razón de las proporciones que guardan con sus demás
cualidades, pues la inmensidad misma debe tener, bien que de un modo
especial, sus proporciones. Dado que María ha debido sentir el dolor en toda
su perfección; dado que, después de Jesús y a causa de Jesús, debía de
gozar, digámoslo así, la preeminencia del dolor, es claro que sus angustias
han debido proporcionarse a su grandeza. Y siendo Ella la Madre de Dios,
¿quién podrá comprender hasta dónde esa grandeza se levanta? Escudriñándola
Santo Tomás, dice que la Omnipotencia misma no habría podido imaginar
grandeza de mayor excelsitud. Y, en efecto, la Omnipotencia misma, que de
suyo es necesariamente ilimitada, hizo aquí cuanto era en sí posible al
imaginar y erigir la dignidad de MADRE DE DIOS. ¿Qué somos nosotros
comparados a un santo? ¿Qué es un santo comparado al ángel mas excelso? ¿Y
qué es el más excelso de los ángeles comparado con María? Quizá nosotros
distamos mucho menos, y aun hay motivo para creerlo así de Miguel o de
Rafael, que distan estos arcángeles de María; y, sin embargo, es difícil
cosa, aun para el talento más aventajado, concebir todo lo que distamos de
aquellos espíritus dotados de inteligencia y suavidad incomprensibles para
nosotros. Aun proporcionado a nuestras fuerzas y a nuestras gracias, y aun
propuesto a nuestra paciencia con indulgencia medida, puede su dolor ser tan
terrible cosa, que espanta al pensar lo que Dios pudiera exigir de nosotros.
Calcule, pues, quien lo pueda, qué son capaces de padecer, sin aniquilarse,
aquellos espíritus que han salido del mundo en estado de reprobación, y que
cayeron antes de tiempo, cuando aún no tenían en sí las raíces de la
eternidad.
16. Esos, en su lúgubre
morada, morada de desesperación, tienen que padecer, pero no con medida que
exceda sus fuerzas; y, sin embargo, ¿quién puede pensar en sus tormentos sin
echarse en brazos de la divina misericordia, temiendo alguna desdicha sin
nombre? Pues bien; el alma de María era tan inmortal, tan indestructible
como esos espíritus; y por añadidura, más fuerte, mientras que su cuerpo fue
milagrosamente. sostenido por aquella misma Omnipotencia que confiere una
resurrección imperecedera: quizá, añadiremos, aquel mismo sacramento
augusto, no consumado en Ella, y que para nosotros todos es semilla de
gloriosa resurrección, fue quien milagrosamente la conservó viva y aun firme
al pie de la cruz ensangrentada. ¿Cuál, pues, debió ser aquel dolor
proporcionado a la grandeza de María, a la grandeza de la Madre de Dios, a
su fuerza inmensurable y a su tremenda capacidad de padecer? Parémonos un
instante a considerar esto, y veremos cuán poco podemos siquiera concebir.
17. Pero los padecimientos
de la Santísima Virgen habían de ser también proporcionados a su santidad,
pues, en efecto, las pruebas de los santos han sido siempre análogas a sus
méritos, igualándolos en grado y ligándose con ellos de un modo especial.
Si, pues, los dolores de María fueron obra de Dios, y aun pudiéramos decir,
sus agentes; si fueron meritorios y los más semejantes a los de Nuestro
Señor Jesucristo; si los dolores de la Madre, bien que subordinados a los
del Hijo, estuvieron inseparablemente unidos a ellos; si; por último, fueron
calificados por acciones sobrenaturales y multiplicaron las gracias de
María, claro está que debieron ser conformes a la excelencia de su alma, y
proporcionados a su santidad. Pero esta valuación de los méritos de María
es, y será perpetuamente, una tarea inasequible, no porque se interponga en
ella ni aun la sombra de una duda, sino porque hacen imposible todo cálculo
la falta de cifras para escribirle y factores para multiplicaciones tan
gigantescas. La santidad de la Madre de Dios no era en absoluto ilimitada, y
es lo menos que puede decirse en este punto; si, pues, echamos una rápida
ojeada sobre el número, la especie y el grado de las gracias con que Dios
adornó a María; si, comenzando por la Inmaculada Concepción, hacemos, por
decirlo así, un cálculo hasta la Encarnación (sirviéndonos de los signos de
los ángeles, pues los de los hombres no nos bastarían), y si reflexionamos
luego en la manera con que nuestros signos casi tocan en el infinito al
llegar al momento de la Encarnación; si con asombro y confusión, como
debemos hacerlo, contemplamos la rapidez de la indefinible gracia que
durante un espacio de treinta y tres años estuvo como sembrada de
innumerable muchedumbre de misterios, podremos formar, no una idea cabal de
aquella santidad de María, presta a padecer un suma proporcionada de dolores
al pie de la Santa Cruz, sino de la imposibilidad de concebir claramente
santidad tan excelsa. Resulta de aquí que al tratar de hacer este cálculo
nos sentimos agobiados, pero con un agobio como sobrenatural y semejante a
una creencia, y retrocedemos a vista del enorme cúmulo de padecimientos que
a santidad tan excelsa correspondían para que estuviesen al nivel de Ella, y
la fecundasen, y la madurasen, y la completasen, y la coronasen, y la
acrecentaran por otra infinidad.
18. No es menos cierto que
los dolores de María debieron de proporcionarse a sus luces, pues el
conocimiento hace siempre más agudo el dolor, y la sensibilidad acrecienta
su violencia. Por lo general, cuando padecemos, apenas conocemos la mitad de
nuestra presente tribulación, por cuanto apenas conocemos algo más de esa
mitad. El dolor, por lo común, pone al paciente fuera de sí o cuando menos,
deja una parte de su ser como privada de sentimiento a causa del golpe
mismo; parte que viene a ser entonces como un refugio para la otra parte
donde queda vivo el sentimiento. Llora un niño a su madre muerta, pero ¡ay!
¡Cuánto tiempo ha menester, no sólo el niño, sino también el hombre, para
entender lo que significa la pérdida de una madre! No así en la Santísima
Virgen: su ser todo entero estaba lleno de luz; no sólo sus potencias todas,
que en su ejercicio mismo demostraban su excelencia, estaban iluminadas por
una razón y una inteligencia de perfección altísima, sino que además toda su
vida interior se consumaba en medio de una atmósfera sobrenatural de aire y
de luz. Pues bien; esta luz aumentaba la intensidad de los dolores de María.
Creemos estar en lo cierto al pensar que nadie, excepto Nuestro Salvador
mismo, ha comprendido jamás perfectamente la Pasión, ni ha podido penetrar
todos sus horrores en cuanto tienen de terrible y espantoso. Pero María, por
natural consecuencia de aquella misma sobreabundancia de luz celestial que
iluminaba perpetuamente su alma exenta de pecado, fue la única cuyo
conocimiento de la Pasión frisó con el que tenía su propio Hijo. Poco se nos
alcanza de la luz que Dios puede difundir en las vastas inteligencias de los
ángeles; pero menos comprendemos todavía los raudales que sin duda derramó
en el alma tan grande y tan pura de su Santa Madre. De este género de
dificultad nacen cabalmente las muchas que nos embarazan el estudio
teológico de la Visión beatífica. Lo que la ceguera o la sordera son para el
ciego o para el sordo de nacimiento, eso es para nosotros la ignorancia
sobre cualquier cosa; su primer efecto es que no podamos concebir la
opuesta, y luego el que nos demos a adivinar y acabemos por formarnos las
nociones más falsas. Caminamos por entre tinieblas, y apenas si nuestra
flaca vista percibe la vislumbre del crepúsculo, la luz nos molesta, nos
estorba, perturba nuestros pensamientos y nos hace divagar a la ventura. A
los santos mismos, una iluminación repentina les causa el propio efecto que
a nosotros, y es el cegarlos en parte, hasta que se adiestran para recibir
sin desmayo la acción penetrante y extática de la gracia. Con este motivo
recordamos lo que un piadoso escritor, probablemente ilustrado por una
revelación divina dice de Nuestro Señor Jesucristo, que, en la tarde de su
Pasión, después de rudo golpe que le asestó la mano de un soldado cubierta
con guantelete, se debilitó la vista del divino paciente en tal manera, que
no podía soportar la luz, hasta el punto de causarle vivísimos dolores la
claridad del sol; y que al atravesar las calles, abrumado de insultos y de
violencias, iba como aturdido y casi sin ver por dónde caminaba. La
ignorancia es de tal modo nuestra atmósfera natural, que nada es para
nosotros tan difícil de concebir como una sobreabundancia de luz espiritual
y los resplandores de la inteligencia. Y de aquí la gran dificultad de
concebir la extensión de los dolores de la Santísima Virgen, por cuanto nos
faltan medios de apreciar las luces sobrenaturales a que se proporcionaban
aquellos dolores, y que tal vez los acrecentaban a medida de ellas.
19. No menos imposible es
apreciar la muchedumbre de los dolores de María. Cada mirada de Jesús
clavaba más hondamente la espada en el pecho de su Madre; cada acento de su
voz amada, levantándola ciertamente a inconmensurable altura en las alas de
su amor materno, la inundaba también de una amargura tan profunda y dolorosa
como grande era el regocijo que la infundía; cada acción, en fin, de Jesús,
le causaba un cúmulo de penas en que lo pasado y lo por venir se mezclaban y
confundían en una previsión única terrible, perpetuamente fija en su alma.
Cada acto sobrenatural que se consumaba en el corazón de María, y esto
sucedía incesantemente, era para Ella un dolor nuevo.
20. En efecto, ora
descubriese alguna nueva maravilla de su divino Hijo, ora correspondiese a
cualquier testimonio nuevo de su amor filial, ora surgiese en el corazón de
ella un nuevo amor que, estrechando su unión con Jesús e iluminando más y
más su espíritu, le arrebatase en éxtasis de maternal delicia; en fin,
cuando quiera que su piedad se encendiese con nueva llama, en todos esos
movimientos interiores, no cabe duda en que, mientras más caro y precioso
fuese para ella nuestro Salvador, había de sentir más y más lacerado su
corazón por los indescriptibles tormentos de aquella Pasión tan cruel y
afrentosa. Llena como estaba su vida de grandiosos acontecimientos que se
sucedían con tanta rapidez, forzosamente la muchedumbre de sus dolores tenía
que acrecer a cada instante, por el mero hecho de la vida de gracia que
animaba su corazón. Sus penas se acumulaban como las oleadas de gente que en
una gran ciudad van a cada instante engrosando el concurso y llevándolo de
uno a otro lado. Por otra parte, los dolores de María eran independientes de
los acontecimientos exteriores, cuyo encadenamiento mismo, cuya misma
sucesión e intermitencia limita en cierto modo el continuo padecer de la
vida humana. Pudiérase decir de aquellos dolores que eran una creación
perpetua; se creaban por sí mismos; pero no de nada, sino que se formaban de
la eminente santidad de María, y más aún de la infinita hermosura de su
Hijo. Si imposible nos es enumerar las aflicciones de la Santísima Virgen,
¿cómo apreciar la intensidad de su violencia al considerar que todas se
concentran como un peso en un solo punto de sus afectos, para inundar desde
allí, por todos lados, su alma, causándole una variedad de padeceres tan
asombrosa que casi ni aun imaginarIa podemos? Nada, sin embargo, temamos por
ella; la que en el instante de la Encarnación pudo quedar tan tranquila como
si no fuese criatura, no puede perder su paz, por ninguna otra causa, pero
¡cuánta amargura en medio de esta paz! In pace amaritudo mea amarissima.
21. En otro sentido pueden
también llamarse inmensos los dolores de María, y es en que excedían a las
fuerzas propias de la naturaleza humana. En efecto; cuantos piadosos autores
han escrito acerca de la Santísima Virgen, junto con las revelaciones
otorgadas a varios santos, están conformes en que sólo por obra de milagro
pudo la vida de María resistir al cúmulo de tan intolerables angustias. En
esto, como en tantas otras cosas, participó de los dones de Nuestro Señor
Jesucristo durante su Pasión. Y esta milagrosa fortaleza de María es verdad,
no sólo considerándola ante los horrores del Calvario, sino en todo el
discurso de su vida. Por de pronto, la noticia anticipada que tuvo de sus
dolores, especialmente desde la profecía del Santo Simeón, fue tan viva y
real que, sin especial auxilio de la Omnipotencia de Dios, habría bastado
para matarla; imposible le hubiera sido vivir con aquella sombra del
porvenir siempre delante, y ni aun respirar habría podido entre tinieblas
tan espesas; hubiera muerto ahogada en aquel piélago profundo donde su alma
estaba anegada siempre. Cierto, jamás habría perturbado la razón de tan
perfecta criatura, ni la paz habría desertado nunca de aquel corazón tan
estrechamente unido a Dios; pero su hermosísima existencia hubiera podido
extinguirse, y se habría extinguido de seguro por el exceso del dolor, si
Dios no la hubiese conservado con un milagro incesante. Y aun pudiéramos
decir que, durante su vida entera, el exceso también de su amor la tuvo en
trance de muerte, y en efecto, de amor murió cuando, llegado el instante
prefijado por su divino Hijo, cesó de asistirla con el extraordinario
auxilio que le impedía morir. ¿Cuál, pues, y cuánto debió de ser aquel dolor
que necesitaba de un milagro constante para que aquel cuerpo no se separase
de aquella alma sin pecado. de aquella alma en donde no cabía el
remordimiento, y que no fue perturbada por la duda sino una sola vez durante
los tres días que creyó perdido a Jesús; de aquella alma, digo, donde
reinaba paz inalterable, merced a la subordinación de todas las pasiones?
22. Si ahora miramos los
dolores de María bajo el aspecto de su realidad, veremos que fueron muy
superiores a todas las realidades humanas, lo propio de la razón que del
sentimiento. Por lo común, en todas nuestras penas hay una gran parte de
exageración, que nosotros ponemos con nuestra imaginación misma. Si nos las
causa otra persona, las atribuimos a una malquerencia que quizá no existe,
forjándonos allá móviles que ni siquiera han pasado por la mente de aquellos
en quien los suponemos. Sin razón ni discernimiento damos proporciones
absurdas a pequeñeces, de todo punto extrañas quizá a la desgracia que nos
atribula; y si esta desgracia nos causa algún perjuicio, exageramos
desmedidamente su posibles consecuencias, que son a la realidad lo que para
el niño que lleva una linterna, es su propia sombra, gigantescamente
proyectada en la pared. La flaqueza de nuestra imaginativa, combinada con su
actividad, envuelven nuestra pena en una nube de error, tanto más espesa y
dilatada, cuanto más nos obstinamos, por lo común, en rehusar todo consuelo,
en negarnos a toda reflexión y en dejarnos dominar por una indolencia y
abatimiento culpables, que acaban por apartarnos de nuestras ocupaciones y
hacernos descuidar nuestros deberes. Y lo más singular aquí es que en esta
misma obstinación y en esta misma flaqueza encontremos una especie de
fruición que, en rigor, nos ayuda poderosamente a soportar nuestro
infortunio. No así en la Santísima Virgen, pues todos sus dolores eran de
todo punto verdaderos, y levantados a tan excelsa cima que apenas podemos
formar vaga idea de ellos, así como también arraigados en los insondables
abismos de un alma que no podemos explorar, porque falta en las nuestras
tipo adecuado. Aquellos dolores estaban acrecentados por la misma perfección
inapreciable de la naturaleza de María, por su gracia sobreabundante, por la
perfecta hermosura, y, sobre todo, por la divinidad de Jesús. Cada cual de
estas circunstancias agravantes de los dolores de María, en tal modo
acrecientan su magnitud, que nuestra limitada vista no puede abrazarla. Y lo
que tienen de inconmensurable, eso tuvieron de efectivo; por el recogimiento
mismo del espíritu, por la misma paz de ánimo que en grado tan eminente
poseía la Santísima Virgen, era imposible que en sus penas hubiese nada
ficticio; todo en ellas era real, todo plenamente comprendido por la
paciente, y todo heroicamente aceptado, con pleno conocimiento de lo que era
en sí. El cuerpo de María, como exento que estaba de las flaquezas y de la
corrupción, fruto del pecado, poseía todo vigor, así como su alma estaba
dotada de la más exquisita sensibilidad y de la más viva ternura; lo uno y
lo otro le daban capacidad maravillosamente profunda para padecer; nada,
pues, había, ni en su mente ni en su corazón, que pudiese amortiguar una
sola de sus acerbísimas penas. Ni se diga que el hábito de padecer amenguase
la intensidad de sus dolores, por cuanto ninguno de ellos era local antes
bien, todos afectaban a su ser todo entero, como dotado, por decirlo así, de
una circulación rápida y de una acerbidad punzante, que penetraba a un mismo
tiempo todas las regiones de su cuerpo y de su alma, sin que ni por un solo
instante se limitaran a tal o cual miembro a tal o cual potencia. En medio
de la inefable tranquilidad que le era propia, sus dolores no le daban
tregua alguna; jamás le dejaban, ni se adormecían, ni se aliviaban de ningún
modo; noche y día bramaban furiosos en derredor de los muros de la ciudad de
aquella alma. No hubo pena cruel que no probara, ni amargura que no le fuese
conocida; y esto apreciándolas en todo su valor y viéndolas llegar, sin que
jamás ninguna le causase alguna de las sorpresas que a veces nos despeñan a
nosotros de improviso en los trances más apurados. Ni tampoco había en ella
sucesión, sino que todas estaban clavadas a un mismo tiempo en la víctima,
como las flechas de San Sebastián, y todas a un mismo tiempo con sus puntas
emponzoñadas enconando sus heridas. Sí; la realidad de los dolores de María
es verdaderamente espantosa, y aun constituye uno de sus caracteres que el
piadoso lector debe llevar siempre en la memoria, si no quiere comprender
muy imperfectamente lo que vamos a exponer acerca de los dolores de María.
Sí; fueron éstos reales y lo fueron inmensamente, como sólo en Jesús y María
pudieran serlo; esa realidad inmensa forma parte de los abismos de la
Pasión.
23. Otra y muy especial
razón de que los dolores de María deben llamarse inmensos, es el haber
tenido alguna parte en la redención del mundo. Mientras que, más adelante
examinamos esta materia con el debido detenimiento, diré por ahora que, en
virtud de las designios de Dios, María fue asociada a la Pasión con el fin
de que sus dolores se añadiesen a los padecimientos del Salvador, y esto, no
indeliberadamente, sino, como sucede en todas las cosas de Dios, con
designio. real y misterioso. Por otra parte, siendo, como lo es cierto que
de ningún modo podemos considerar separada del Hijo la Madre durante las
treinta y tres años de la vida del Salvador, ¿cómo separarlos en el
Calvario, donde Dios los juntó por tan singular y maravillosa manera?
24. Innecesario parece
hablar ahora de cuanto los dolores de María tienen verdaderamente de bello,
mirados por el aspecto de su idealidad artística. Esta es nota esencial de
todas las obras de Dios. La compasión de María viene a ser como un capítulo
de la grandiosa epopeya de la creación; el carácter patético de las
angustias de aquella compasión no pueden considerarse sino juntamente con
los sublimes y sacratísimos horrores de la Pasión del Verbo Encarnado. Pero
no es aquí nuestro ánimo cantar tiernas endechas sobre tan grave asunto,
sino excitar piedad sencilla y acrecentamiento directo de amor a María y de
devoción a su Hijo, si en alguna parte quisiéramos ver proscrito todo lo que
no es más que sentimiento y sensibilidad en materia de religión, es en
cuanto concierne a la Santísima Virgen. María es una grandiosa realidad de
Dios, y el sentimiento tiende de suyo a velar la realidad de las cosas, por
cuanto cambia en imaginario lo substancial, en elegante lo sólido; y reviste
con tal ornato las apariencias, que nos deja dudosos de si debajo de ellos
existe algo real. Ciertamente, la incomparable belleza del martirio de María
es muy propia para encantarnos, transportarnos a regiones ideales,
arrancarnos lágrimas de ternura y derramar bálsamo suave en nuestros
corazones; pero cuenta que, no por buscar estas fugaces impresiones, vayamos
a perder la senda de sana doctrina y piadosa devoción que nos hemos trazado.
No miremos, pues, aquí, el aspecto artístico, sino en cuanto medio de
aumentar en alguna manera nuestro amor puro a Dios.
II - Por qué Dios permitió los
padecimientos de Maria.
25. ¿Podemos ahora
proponernos este punto? ¿Será reverente intentarlo? Sí, por cierto; todo
cuanto se hace con puro amor, se hace con reverencia. Vamos a investigar, no
porque dudemos ni porque con sacrílega temeridad pidamos a Dios cuenta de
sus actos, sino porque ansiamos saber algo nuevo para convertido en nuevo
amor. Quizá no hay una sola obra de Dios cuyos móviles conozcamos
enteramente, ni aún estén a nuestro alcance, si El mismo no se digna
enseñárnoslo. Las obras que Dios hace, proceden de región infinitamente
profunda. Pero la experiencia nos enseña que tanto más amamos, cuanto más
conocemos, y por eso nos atrevemos a investigar muchas cosas que solo el
amor nos da derecho y alientos para profundizar.
26. ¿Por qué pues,
preguntamos, permitió Dios los padecimientos de su Madre, aquella Madre a
quien amaba por tan inefable modo, que era sin pecado, que nada tenía que
expiar con penitencia, y cuyas lágrimas no eran de modo alguno necesarias a
la Sangre preciosísima, capaz ella sola de obrar la redención del mundo? He
aquí las respuestas que por de pronto vemos a estas preguntas: En primer
lugar, el amor de Jesús a su Madre fue causa de aquella permisión. Por
ventura, ¿puede el amor dar nada mejor que a sí mismo? Pues bien; en Jesús
todo era padecer. Aun las mismas grandezas de la tierra, los más encumbrados
puestos de este mundo, ¿qué son sino teatro de gloriosos padecimientos y de
pruebas extraordinarias? ¿Y cuánto no hay humano y terrestre, bien que
eminentemente celestial, en los treinta y tres años de la vida de Jesús? La
misma ley que a Jesús abraza, comprende también a María, y en el alma
dulcísima de ella no podía caber anhelo más ardiente que compartir la ley de
su Hijo amado. Pero esta ley, repito, es una ley de padecer, de sacrificio,
de expiación, de afrenta y de una abyección, en fin, que toca los límites
del anonadamiento. María, pues, habría sido un mero instrumento, más que una
madre, si hubiese sido extraña a todo esto; sí, semejante a un paisaje
sereno de la llanura iluminado por el sol, nada hubiera sentido de aquella
gloriosa tempestad del Calvario, nuevo Sinaí, harto más riscoso y terrible
que el antiguo. ¿Cómo habría podido no percibir siquiera aquel tremendo
rumor la que tan cerca estaba de Jesús, cuando le sienten aun los que están
lejos? ¿No son las cruces forma predilecta con que Jesús muestra su amor?
Jesús bajó del cielo porque el padecer era para El como un paraíso
exclusivamente terrenal; y amando El tanto este paraíso, ¿cómo los que aman
a Jesús no han de amar ese edén de padecimientos? Las gracias abundantes son
cordilleras de montañas formadas por las ebulliciones subterráneas del
dolor, Los mártires tienen coronas que les pertenecen de derecho. ¿Cómo,
pues, estas coronas habían de ser negadas a María? ¿No era preciso que el
exceso de amor de Jesús fuese para ella exceso también de padecer?
27. Pero, ¿a qué nos
cansamos en este encarecimiento? ¿No nos lo dice todo nuestro solo instinto
de cristiano? ¿Qué sería María sin dolores? Semejantes supuestos implica
nada menos que suprimir en la Iglesia el culto de la Santísima Virgen.
Parece que a una encarnación exenta de dolores debió de corresponder una
madre exenta también de padecimientos; pero el Niño de Bethleem, al
sujetarse a padecer, quiso encadenar a su madre con los mismos eslabones de
dolor que a El le encadenaban. Lo riguroso del martirio de María proviene de
lo perfecto del filial amor que Jesús le profesaba.
28. Otra razón de los
padecimientos de la Santísima Virgen es que ellos aumentaban sus
merecimientos, pues, sabido es que más merece quien padece más. La mera
cualidad de Madre de Dios no habría sido nunca razón suficiente de que María
fuese elevada al cielo, pues se necesitaba además la gracia santificante que
precedió y siguió a la dignidad de aquella maternidad divina. La grandeza de
esta dignidad es para nosotros una prueba de la sobreabundancia de la
gracia, porque en los designios de Dios son inseparables estas cosas. Aquí,
pues, la dignidad que vemos, es para nosotros signo de la gracia que no
vemos. La exaltación de María tuvo que ser correspondiente a sus
merecimientos, y sus merecimientos debieron de corresponder a una larga
serie de dolores. ¡Oh! ¿Quién será capaz de imaginar siquiera el cúmulo de
delicias que en el cielo goza el cuerpo, y sobre todo el alma de nuestra
amadísima Madre, como otros tantos galardones singulares de cada dolor
padecido, y otras tantas coronas especiales de cada acción sobrenatural
consumada? Y aquí es de maravillar que el prodigioso exceso de estos
galardones no la embarga para conocer perfectamente la correspondencia de
cada cual de ellos con cada dolor especial, y para ver cómo todos ellos han
nacido, por decirlo así, de sus dolores, bien que de una manera
sobrenatural. Porque la gracia no es más ni menos que la gloria; sólo que la
primera es la gloria en el destierro, mientras que la segunda es la gracia
en la patria. La gracia es el tesoro sólido; la gloria no es más que el gozo
triunfal de la gracia: de manera que la grandiosa compasión de María ha
llegado a la gloria por el que es camino ordinario y legítimo del reino de
los cielos. En el orden actual de los designios divinos treinta y tres años
de extáticas delicias no habrían bastado por sí solos para poner aquel trono
materno en altura tan extraordinariamente cercana de Dios; la Reina del
cielo necesariamente tenía que ser tratada como Reina, si había de ocupar la
regia sede con título más legítimo y excelso cuando llegase el día de su
exaltación; es decir, el triunfo de la Ascensión había de ser recompensa
adecuada a los méritos de la compasión.
29. En la suerte de todos
los personajes encumbrados hay siempre algo que parece cruel: los favoritos
de la fortuna no logran alcanzarla sin atravesar densas nubes. Pues bien, la
excelsa misión de María no se libertó de esta apariencia de crueldad, y lo
que tan cruel aparece aquí para con Ella es la naturaleza divina de su Hijo.
Me explicaré.
30. Consecuencia necesaria
es de la infinita perfección de Dios el buscarse a sí mismo y ser para sí
mismo su propio fin. Consecuencia igualmente necesaria de ésta es que Dios
sea fin último de todas las criaturas y que no haya en absoluto otro
verdadero fin sino El. A su magnificencia y a su profundo amor cumple que
todas las cosas hayan sido hechas por El y que su gloria sea sobre toda
gloria; de donde resulta que el mayor don de su misericordia infinita para
con la criatura sea permitirle contribuir inteligente y libremente a la
gloria del mismo Dios. Bien considerado, por otra parte, no cabe tampoco
mayor felicidad en la criatura que aumentar la gloria de su Creador: este
es, en resumen, el único verdadero bien de su entendimiento y de su
voluntad, el único en que le es dado alcanzar eterna reposo. Pues esta es
otra de las razones porque Dios permitió a María padecer; con este medio
pudo recibir de Ella más gloria, no sólo que de ninguna otra criatura, sino
que todas las criaturas juntas, excepto la naturaleza creada de Nuestro
Señor Jesucristo. María, en efecto, gozó la maravillosa prerrogativa, no
solo de valer tanto Ella sola como toda la creación, sino de sobrepujarla en
modo eminente y absoluto por la alabanza y por la adoración, por la gloria y
por el culto que el Creador recibió de Ella. Cuando le fue preciso escalar
aquellas tremendas alturas de santidad, inaccesibles a la perspicacia y a la
piedad de los más grandes santos; cuando se anegaba en torrentes profundos
de sangre y de lágrimas y afrontaba aquellas ondas surcadas de escollos y
bajíos, María, sin duda, estaba llena de todas las imponderables gracias que
había menester para corresponder tan maravillosamente a la voluntad divina,
pero jamás recibió de Jesús don alguno tan precioso para Ella como su
dolorosa compasión. Por todo un mundo no habría Ella renunciado a la menor
circunstancia que pudiese agravar sus dolores; en el exceso mismo de sus más
terribles angustias, gozábase en acatar profundamente la inexorable
soberanía de Dios. Y Dios, en efecto, era aquel Hombre que pendía de la
Cruz, y aquel Hombre era Hijo de María. Ella era la Madre de aquel
Dios-Hombre crucificado, lívido, desfallecido, ensangrentado, cuya gloria,
incomparablemente más vasta que las mares, quiso. acrecentar aun sus ondas,
con incomprensible complacencia, bañándolas en los torrentes de sobrenatural
bondad y de santidad consumada que las espadas de dolor hacían brotar del
Inmaculado Corazón de la Virgen Madre. Ella pagaba, digámoslo así, la deuda
que los santos habían contraído con Jesús por su Pasión, deuda que todos
juntos no habrían podido satisfacer. María al pie de la Cruz era el universo
en adoración; pues ¿cuál otra criatura adoraba entonces a aquel Jesús
clavado en suplicio tan afrentoso?
31. Pues toda esta crudeza
de un Dios avaro de su gloria, toda esta sed infinita de poseer a sus
criaturas, era para María el colmo de las delicias y el ejercicio supremo de
su realeza, mientras que de parte de su divino Hijo era la efusión de aquel
amor cuyos torrentes la inundaban desde el instante de la Encarnación del
Verbo. La Iglesia no sería lo que es si el culto de María Dolorosa no
constituyese tan gran parte de su belleza, de sus tesoros y de su poder para
con Dios. Todos los fieles podemos deponer algo de nuestro justo temor y
desconfianza al considerar lo muy en deuda que estamos para con la Pasión de
nuestro Redentor amantísimo cuando pensamos en los dolores con que lo adoró
su Madre Santísima, sólo comparables a los de su Hijo.
32. También nosotros tenemos
lugar en los dolores de María, pues Ella padeció por amor de nosotros, no
menos que por amor de su Hijo. ¿Cómo no, estando destinada a ser consuelo de
los afligidos y refugio de los pecadores? Preciso era que nuestra Madre
sondara la profundidad de todas las penas que pueden atribular el corazón
del hombre; preciso que, en cuanto a la criatura es dado hacerlo, midiese y
probase todos los dolores, incluso el que proviene de la culpa, al cual
estamos nosotros sujetos y del cual estaba exenta Ella; preciso que
conociese el peso de nuestra carga y el género de miseria que cada cual de
nosotros arrastra consigo; preciso que supiera medir con exactitud los
consuelos que necesitan nuestros flacos corazones en sus varias tristezas, y
discernir lo que es eficaz para aliviar y curar nuestras dolencias tan
múltiples, tan varia y desemejantes.
33. Nuestro Señor no quiso
aunque lo pudo, redimirnos de nuestras culpas, ni apareciendo esplendoroso
en los cielos, ni mostrándonos la cruz como una visión fugaz que desde la
verde cima del Tabor percibiésemos flotando entre los fulgores del
firmamento, ni absolviéndonos una vez por todas desde la cumbre del Carmelo
a vista del mar y de nuestro apartado Occidente; no, no quiso que la
Redención fuese tan fácil como la Creación (para El, al menos, pues para
nosotros lo es de una manera maravillosa), sino que quiso conquistar nuestra
salvación durante largos años a precio de padecimientos infinitos, de
abismos de ignominia, con la efusión de su preciosísima Sangre y saturando
su alma de inexpresables amarguras; quiso, en fin, ganar nuestra salud,
merecerla, luchar para lograrla, y no obtenerla sino por los prodigios de su
Pasión. Cierto no era necesario que así lo hiciese; hubiera podido, sin
duda, redimirnos con una palabra, con una lágrima, con una mirada, y aun por
un mero acto de su voluntad divina, con Encarnación o sin ella; mas su
infinita sabiduría lo dispuso de otro modo, y no quiso valerse únicamente de
su Omnipotencia, sino que escogió otro camino.
34. Pues lo propio sucede
respecto de María. No fue erigida de golpe, digámoslo así, en Madre de los
afligidos, como para ejecutoria de nobleza; no fue electa para consoladora
de atribulados por un mero decreto de la voluntad de Dios; pudo ser así,
pero sucedió de otro modo; su calidad de Madre de los hombres es como una
consecuencia prolija y dolorosa de su maternidad divina; para adquirir y
merecer este atributo, trabajó, padeció, soportó la más pesada carga de
dolores hasta lograrlo, en fin, al pie del Calvario. No con esto quiero
decir que María pudiese, propiamente hablando, merecer aquel atributo propio
del modo que Jesús mereció la salvación del mundo, pues al cabo la cualidad
de Madre de Dios no es sino una parte de la salud que nos fue dada por los
méritos de Nuestro Señor Jesucristo, pero es indudable que la mereció cuanto
lo podía una criatura, y en el instante de acercarse Ella al fin, Dios la
previno con su gracia. ¡Cuán necesario no era, pues, para nosotros que Dios
permitiese a María padecer! ¿Qué sería el piélago de los humanos dolores sin
esta especie de resplandor de luna que difunde él María? El Océano, con las
sombrías y densas nubes acumuladas sobre sus ondas, se diferencia menos de
la risueña floresta o del manso arroyuelo dorado por el sol, que el triste
cúmulo de pesares de la existencia humana sin la suave y atractiva luz, que
recibe del amor de María, se diferencia de una vida refugiada bajo la sombra
de su trono materno. ¡Cuantas lágrimas no ha enjugado Ella en nuestros ojos!
Cuántas veces su auxilio nos ha tornado en dulce el más amargo llanto! Y
luego, cuando llega la vejez y se amengua cada día el circulo de nuestros
amados, y los achaques nos afligen, y la muerte nos amenaza, ¡cuánto no
debemos al tesoro de consuelos que encierra el corazón inmaculado de María!
Con pleno regocijo de ese corazón, y por dicha nuestra, permitió Dios que
padeciese, para que fuese así en realidad Madre de los que lloran, pues no
cabe duda en que todos los dolores acumulados sobre Ella sirven hoy para
aliviar los nuestros a toda hora. ¡Cuán imperfectamente sufrimos nosotros
penas, y cuán grande fue, en cambio, el peso de dolores que Ella supo
arrostrar y sobrellevó con augusta paciencia!
35. Nuestro Señor ha sido
para nosotros reconciliación y modelo; sólo con su Preciosísima Sangre
rescató al mundo; sus méritos sólo nos han salvado; nadie comparte con El
sus prerrogativas de Redentor, y preciso era que su Madre fuese para El
rescatada como todos los demás hijos de Adán, bien que lo fuese con diverso
y más excelso modo, a saber: preventivo por la incomparable gracia de la
Inmaculada Concepción no reparativo por reconciliación que hubiese hecho
necesaria culpa anterior alguna. Pero no menos ciertamente quiso Nuestro
Señor que la cooperación, el consentimiento, las gracias y los padecimientos
de su Madre se uniesen a la obra de la Redención en tal manera que no fuese.
posible separarlas; quiso, en suma, unir con estrecho lazo su propia Pasión
y la compasión de María; y de hecho, sin esta compasión, aquélla Pasión
habría sido diversa de lo que realmente fue. Plúgole; sin duda, aplicar a su
Madre la misma ley de expiación que se aplicó a sí mismo, para que en varios
sentidos, pudiera decirse con verdad que Ella había tenido parte en la
Redención del mundo. Esto que decimos de Jesucristo, considerado como
víctima expiatoria (obra para cuya perfección era necesario que se uniesen
la naturaleza divina y la humana), es aplicable con igual verdad a Cristo,
considerado cómo nuestro modelo. Mirada también por este aspecto la misión
de María vemos que, mediante la gracia de su Hijo, ninguna otra criatura
podía como Ella servirnos de modelo al par de Jesús, y aún debemos añadir
que, por el hecho mismo de ser María una mera criatura humana, su ejemplo se
ponía, por decirlo así, más a nuestro alcance. Con lo cual nos hace lícito
suponer que otro de los motivos de Dios para permitir los padecimientos de
María, fue el ofrecernos en Ella modelo más acabado de paciencia. Toda
existencia humana está sujeta, más o menos, al padecer, y no obstante ser
este tan principal camino para nuestra unión con Dios, es, por otra parte,
cierto que ningún otro altera y perturba tanto nuestras relaciones con El,
pues ningún otro es tan ocasionado a quebrantar nuestra confianza en la
bondad divina, y sin confianza no es posible la verdadera adoración. El
dolor, en efecto, es ocasión de tentaciones contra la fe y predispone el
ánimo a recibirlas con amigable hospitalidad, suscitando en él un como
rencor o hastío para con Dios; sacrílegos hervores que se encienden en los
abismos de nuestra propia naturaleza, en los propios abismos donde, sin
embargo, se engendran también la adoración y el amor, a quien aquellas otras
pasiones contrastan secretamente, logrando ¡ay! no pocas veces ocupar su
lugar. Señal para nosotros de que esa rebelión sacrílega es realmente un
fenómeno de nuestra naturaleza creada, la tenemos en la manera sorprendente
con que Dios justifica las irreverentes querellas de Job y tacha de culpa
merecedora de pena las críticas de sus amigos, sin que el Soberano
escrutador de los corazones encuentre en aquellas al parecer irreverentes
murmuraciones del Patriarca nada que amengüe la integridad de su paciencia,
antes, por el contrario, las juzgue muy conformes al respeto y amor a Dios
debidos. Afrontar los pesares es quizá la tarea más augusta y más ardua que
tenemos a nuestro cargo, y, ciertamente, no sin designio de Dios, suele
suceder que la suma de nuestras penas se aumente a medida del grado de
santidad que nos habilita para sobrellevarlas. Ello no hay más remedio que
aguantar el dolor con nuestras fuerzas naturales, hasta cuando para ello
contamos con el auxilio sobrenatural. No es, por cierto, condición de santo
el tener alma insensible o dura para sentir, ni aun cuando este género de
estoicismo nazca de grande interés por cosas de religión, ni aun cuando este
interés absorba enteramente el ánimo. Cierto, el hombre espiritual será
menos inaccesible a varios pesares, y no digo yo que esta insensibilidad
deje de ser, en muchos conceptos, un privilegio, pero no hay que confundirla
con la paciencia heroica en el sufrir, pues aquí el heroísmo supone que el
padecer llega a lo vivo del corazón y que hiere tanto más profunda y
crudamente cuanto es más puro el amor a Dios. Pues bien, en todo esto Maria
es modelo para nosotros, modelo puramente humano, modelo también que de
hecho ha producido en la Iglesia tales frutos de eminente santidad y de
gracias sobrenaturales, que bien podemos sin temor considerarle como uno de
los motivos porque Dios permitió el singular martirio de la Santísima
Virgen.
36. Otra razón de sus
dolores nos atreveremos a conjeturar. Del propio modo que la Biblia es una
revelación verbal, así María es, en cierto sentido, una revelación
simbólica; Dios escogió a María como luminar destinado para hacer visibles
muchas cosas que sin él continuarían siendo oscuras. Es doctrina común entre
los teólogos el considerar a la Virgen María como una especie de imagen de
la Santísima Trinidad: hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu
Santo; y en este triple concepto, representando, ciertamente con la
limitación que lo puede una mera criatura, pero también con verdad, las
relaciones de las tres Personas divinas. Mirada por este aspecto, María
viene a ser como un lago de ondas tranquilas y diáfanas donde se reflejan
distinta y fielmente, a pesar de su inconmensurable distancia, los atributos
de Dios y los resplandores celestiales. Merced a las luces difundidas por
Dios en el ser de María, conocemos mejor que por ningún otro medio la
misericordia del mismo Dios, su condescendencia, su intimidad con sus
criaturas; sus vías especiales, y así también comprendemos mejor lo que de
todo esto conocemos por María, o lo que hubiéramos podido conocer por otro
camino. Cual jeroglíficos fáciles de interpretar a la luz de la fe por la
perspicaz agudeza de la piedad, leemos como sobrescritas en María las
perfecciones de Dios en sí mismo, su modo de obrar para con las criaturas,
el modo en que se manifiestan sus gracias reparatrices, la posibilidad de la
santificación, la fecundísima inventiva del amor divino, el molde en que
Dios forma a sus santos, su acción para con la Iglesia, su unión con las
almas que le buscan. Pues bien: Dios ha querido como revestir de sus propios
dolores a María para darnos en Ella una revelación completa del gran
misterio del padecer; en Ella nos da como una viva lección de la fecunda
doctrina sobre que el padecer, cuando de cosas de Dios se trata, es
verdadera consecuencia del amor. María no había cometido pecado alguno por
donde debiera padecer; a Ella no la comprendía el reato de la prevaricación
de Eva; estaba, en resumen, exenta de pena, como lo estaba de culpa. En el
orden de los designios del cielo, María estaba prevista antes del decreto
que permitió el pecado. Tampoco Ella tenía mundo alguno que redimir: toda su
sangre, toda aquella fuente pura de la preciosísima sangre de su Hijo no
hubiera podido lavar una sola culpa venial ni salvar el alma de un niño
inocente todavía de culpa actual. Pero su ser todo entero estaba como
anegado en un piélago de amor inefable, y por eso las olas del dolor
invadieron su alma y la penetraron justamente, a la manera que los ríos del
caudal impetuoso corren de suyo a precipitarse en el mar. Sus dolores
cerraron las labios del hombre a toda queja, imponiendo silencio con cierta
suave violencia y con una fuerza de persuasión irresistible a todos los
hijos atribulados del Padre celestial. Los santos, al contemplar aquellos
dolores, no pudieron ya dudar de que nada como el padecer los asemejaba a
Jesucristo y todos nosotros a despecho de nuestra profunda miseria, que tan
deleznable y quebradiza torna nuestra paciencia en las adversidades, también
en María hemos aprendido, no sólo a callar, sino a gozar en padecer,
pensando. con regocijo en que día llegará que veremos nuestras penas, por
amor de Dios sufridas, ser coma la moneda de oro con que Dios ha pagado
nuestro amor.
III - Las Fuentes de los Dolores
de la Santísima Virgen
37. Llamamos así, no
precisamente a las causas, sino. a los móviles íntimos de sensibilidad que
abrigaba el corazón de María, y que dieron a sus dolores la amargura que le
es propia. Cuando una madre pierde a su hijo único, la pena que siente es en
sí amarguísima; pero lo es por circunstancias que suscitan en el corazón
materno sentimientos particulares: ¡era tan hermoso, tan discreto, tan
bueno, tan joven! ¡Y además, había medio tan fácil, humanamente hablando, de
salvarle la vida! O bien, ¡ha muerto en un momento tan tristemente crítico
para la familia! etc., etc. Todas estas circunstancias y tantas otras
análogas como pudiéramos encarecer, son, a manera de centros de una especial
amargura, en derredor del cual la pena se amontona y penetra, y se extiende,
y se hincha, y se emponzoña mucho más de lo que la triste realidad tiene de
suyo en ella. Y, sin embargo, todo cuanto siente aquella madre afligida, lo
siente de veras; la exageración que ella pone en su pesar, la atormenta
realmente como si valiese en sí todo la que ella imagina. No así respecto de
la Santísima Virgen: sus aflicciones fueron de todo en todo, y no pudieron
menos de serlo, tan reales como las padecimientos de su divino Hijo, que
eran la causa de ellas. Mejor dicho: no sólo en esas aflicciones nada podía
haber ficticio ni imaginario, sino. que por el mero hecho de ser, como.
eran, afectos de humana criatura, no podían igualarse en intensidad a su
causa, sin que por esto deje de ser cierto que había en el corazón de
aquella Madre singular, centros especiales en cuya circunferencia los
dolores se amontonaban, por decirlo así, más numerosos, más intensos y más
vivos que lo que pudieran en otra cualquier madre. Pues bien: estos centros
especiales, estas fuentes singulares y propias de continua amargura, es lo
que ahora nos proponemos considerar en los dolores de María, no perdiendo de
vista que, por nuestra misma incapacidad de comprender las perfecciones de
aquel corazón amantísimo, había, sin duda, en él varias fuentes de agudísima
tribulación que nosotros no podemos valuar ni aun imaginar: caminamos aquí
por una región desconocida y forzoso nos es pensar que allende sus linderos
hay otras no menos ignoradas, cuyo descubrimiento es quizá una de las más
numerosas delicias que nos aguardan en la mansión celestial.
38. Primera de las fuentes
de dolor para María era el pensar que no podía morir con Jesús. En el caso
de Ella no hay quizá madre alguna que no hubiera deseado ansiosamente morir,
pues para un corazón traspasado, la muerte es preferible a la vida, mucho
más cuando se sabe que ha de ser, no una separación, sino una unión
perpetua, sellada, no en este valle de lágrimas, sino en el seno de nuestro
Padre celestial. Pues esta muerte, que para cualquier madre puesta en el
trance de María, hubiera sido un favor inestimable, lo era para Ella en
grado tanto más eminente, cuanto ningún hijo fue jamás en la tierra tan
amado de su madre como Jesús de María; ninguno tan bueno, tan hermoso, tan
amante, tan verdaderamente hijo como El lo fue para su Madre. En el corazón
de María se concentraban juntos el amor de madre y el de padre; de modo que
Jesús era para ella dos veces Hijo. Pensando en las deliciosas maravillas de
aquella sacratísima humanidad de Jesús, ¿quién podrá imaginar la profundidad
de las raíces que el amor materno tenía en las entrañas de María? Pero aquel
Jesús, hijo suyo, era también Dios y había estado sumiso a Ella como hijo
durante treinta y tres años, en unión de amor tan arrebatado, que mil veces
la habría quitado la vida a no sostenerla su propio Hijo, no ya moderando el
ímpetu de su maternal ternura, sino fortaleciéndole el corazón con la
Omnipotencia. Y aquel Hijo se le iba. Y aquel Sol divino se sepultaba en un
mar de sangre, velado por las espantosas nubes de la afrenta. Y aquella
tragedia incomparable se representaba perpetuamente en el corazón de María,
sin que pudiera echar nunca de sí la memoria del Calvario. Porque esta
memoria debió de ser una de aquellas horrendas previsiones que el tiempo no
desgasta y que la distancia misma ennegrece más y más cuando la vista puede
abrazarlas en el horizonte de lo futuro, sin que el exceso mismo de su
negrura perturbe y anule la mirada. Pero aun cuando así no fuese, ¿para qué
quería ella la vida, muerto su Jesús? ¿Para qué? El Sol de esa vida era
Jesús, y este Sol se había apagado. Para María, aquella oscuridad era
realmente más que hubiera sido el fin del mundo, porque eran tinieblas
inconcebibles, y que hasta imposibles parecían; pues, en efecto, ¿cómo
concebir que el mundo pudiera vivir sin Jesús? Cuando nuestro Salvador cerró
los ojos, cupo pensar que toda bendición iba a ser quitada de la tierra, y
que todos sus esplendores iban a ser anulados por sombras de hielo. En
callando su dulce voz, la naturaleza entera iba de segura a sepultarse en un
silencio, no interrumpido sino por los espantosos clamores de un pueblo
delirante, multiplicados y repetidos ya para siempre en el espacio sombrío.
Cierto, la tierra iba a tener a Pedro; cierto, María iba a tener a Juan:
aquél iba a ser el apóstol del mundo; éste iba a serlo de la Madre... ¡Pero
Jesús iba a partir!...
39. Cabe aquí preguntar no
sólo por qué y para qué había de vivir María, sino cómo. ¿Por ventura, podía
ella vivir sin Jesús? No, ciertamente; ¡oh Madre. ternísima!, no lo hubieras
podido sin el auxilio de la Omnipotencia. ¡Cuán prodigioso tuvo que ser el
amor de aquella Madre para obedecer a un Hijo, en el Calvario, para cumplir
aquella voluntad que le dictaba tan cruel separación y le ordenaba prolongar
la vida durante quince prolijos años de incomprensible martirio! Cuando en
las bodas de Caná le pidió que convirtiese el agua, en vino, le respondió
que su hora no era todavía llegada; pero así y todo, Jesús satisfizo el
deseo de su madre, y obró el milagro, sin que ella tuviera que pedírselo
segunda vez. María, seguramente se acordaba de esto en el Calvario; cierto
que Jesús le mandaba entonces prolongar tristemente quince años su vida;
pero si Ella le pedía exención de este martirio, ¿no lograría entonces de su
Hijo moribundo lo que logró en Caná? Bastábale una palabra, ¿por qué no la
dice? Bastábale una mirada, ¿por qué se la guarda? ¿Por ventura le ama menos
en el Calvario que en Caná de Galilea? ¿Es prueba más fina de amor quedarse
en el mundo y hacer la voluntad de Jesús, que partir con El y gozar de su
hermosura? ¿Es más santa ahora que lo era entonces? Pues la santidad, cuanto
mas crece, más y más renuncia la propia voluntad en la voluntad de Dios;
estos dos hechos son ciertos, y en gran parte fueron fruto de sus dolores.
Además, pues, que ya María ha penetrado con su Hijo en los abismos del
dolor, ¿no se ha sentido encantada, por decirlo así, con ellos? Del propio
modo que Jesús ansía padecer más, y siente como un pasar divino de que aún
sean pocos los horrores del Calvario, así también a María, codiciosa de más
padecer, le otorga Jesús lo que su Padre no le ha otorgado a El, es a saber:
otra Pasión de ciento ochenta meses. Por esto digo que el no morir con Jesús
era para María un dolor especial que no podemos apreciar y apenas nos es
dado vislumbrarlo. Era tan habitual, tan estrecha, tan esencial su unión con
Jesús, que en ella cifraba su vida; y ahora, en el momento más crítico, no
puede estar unida a El: va a diferenciarse de El precisamente en lo que más
desea asemejársele. Y si consideramos que, no uniéndose a su Hijo ahora, va
realmente a estar separada de El, ¿quién podrá apreciar lo que semejante
separación era para María? Y, sin embargo, su amor logró el privilegio de
padecer más tiempo que Jesús y de sobrevivirle padeciendo durante un período
casi tan largo como la mitad de lo que Jesús había vivido. De donde resulta
que encumbrada María en la cima de la santidad, jamás acaso estuvo más
íntimamente unida a su Hijo que cuando le dejó partir sin Ella.
40. Otra fuente de dolores
que acrecentaba la amargura de padecer de María el saber que sus propios
dolores aumentaban los de Jesús y aun hacían parte de lo más cruel de su
agonía. Por aliviar cualquiera de los padecimientos de su Hijo, habría ella
dado mil mundos: no padeció Jesús afrenta alguna que no traspasase el alma
de María y que no hiciese estallar la sangre de su corazón: cuando sobre
Nuestro Señor se acumulaban golpes y blasfemias, insultos y escarnios y todo
linaje de malos tratamientos, cada cual de ellos le parecía a María señalar
el límite de los que podía sufrir; le parecía que al océano de sus dolores
bastaba una gota más para inundar con ímpetu violento las fuentes de su
vida. ¿Cuál sería, pues, su angustia al comprender que la vista de su
corazón traspasado, sin cesar presente a los ojos de su Hijo, era para El
tormento más terrible que los azotes, la corona de espinas, los salivazos y
las bofetadas, viniendo a ser Ella por esa causa como el principal verdugo
de su amadísimo Jesús? El alma de Jesús padecía tanto más agudamente con el
padecer de su Madre, cuanto más crecía la ternura de Ella, cuanto más
voluntariamente sufría Ella sus padecimientos: Ella lo sabía, Ella veía
claramente cómo sus propios dolores aumentaban los de su Hijo, y, sin
embargo, no era dueña de aminorarlos, porque su misma santidad los hacía mil
veces más grandes. Y si de reprimirlos trataba, este esfuerzo mismo era una
angustia más, pues ni rostro sereno, ni firme continente, ni ojos enjutos
habrían podido ocultar a Jesús los secretos abismos del corazón inmaculado
de su Madre. ¿Quién podrá decir los tormentos que esto le causaba? ¡Oh
aparente crueldad del amor inmenso que había determinado hacer de María una
parte integrante y singular de la cruel Pasión de Jesús! ¡Cuán bien
apreciaba la plenitud de las gracias otorgadas a María! ¡Qué confianza tan
absoluta tenía en lo inmenso de su santidad! Jesús no había dejado de gustar
durante su vida algunos gozos, y aun gozos terrenales: su Madre había sido
todo un mundo de dulzura para el varón de dolores; y ahora, por amor a Dios,
por amor a su Madre, por amor de nosotros, convierte todas esas ondas de
dulzura en un océano de la más acerba amargura para sí mismo, y en él apaga
su sed mediante los múltiples misterios de su terrible Pasión. Tan
cabalmente apreciaba el amor de María, tan exactamente calculaba su valeroso
heroísmo, que no vaciló en gravarla con una Cruz casi tan pesada como la
suya misma. Pero lo que todo esto era y valía, no obstante la conformidad
del corazón de la Madre a la voluntad del Hijo, el exceso de padecer, el
dolor sin igual que de todo eso resultaba, cosas son que nosotros no podemos
encarecer: la mar de los dolores de María es insondable, aun en la misma
playa.
41. Pero María, ¿será
meramente pasiva? Pues que Jesús ha determinado darle parte en su Pasión,
¿no le será lícito pensar que la ternura de su amor podrá, en realidad,
aliviar algún tanto los padecimientos de su Hijo? Ella ha vivido sobrado
cerca del Verbo Divino para comprender cómo puede andar junta la más viva
pena con el gozo más vivo, pues no otro fue el estado habitual del alma
sacratísima de Jesús en la tierra; ¿Cómo, por consiguiente, el amor de Madre
tan apreciada, amor sin duda más profundo que las fuentes mismas de sus
penas, podía no ser un manantial de gozo para el corazón del Hijo? Parece,
en efecto, que la heroica abnegación de la Madre debió de ser para el Hijo
un manantial de deliciosas satisfacciones; y, sin embargo, nos aventuramos a
suponer que no fue así, y aun nos parece que todas las analogías de la
Pasión. indican lo contrario. Jesús quiso negar a su naturaleza humana la
buenaventura sensible que la visión luminosa de Dios produce; pues El, por
maravillosa manera, se despojó y desasió de todo cuanto hubiera podido
consolarle; entre los abismos de dolor adonde quiso descender, fue uno de
ellos el ser abandonado por su Padre, y, por consiguiente, no pudo consentir
en que el amor de su Madre le sirviera de auxilio y de consuelo, porque en
este caso se habría reservado, para que alumbrasen sus tinieblas, el mayor
gozo que en la tierra podía gustar su humanidad sacratísima: indudablemente
habría sido esto una falta de armonía en su Pasión, un desacuerdo con
aquella desolación tan completa y tan sombría que quiso abrazar, y que fue,
por cierto, la más vasta y terrible de las soledades del alma, jamás
conocida por hombre alguno, más terrible para El, que era el Salvador sin
pecado, de lo que para Caín había sido la tierra inhospitalaria con todas
sus formas y todas sus sombras de terror, cuando teñidas con sangre las
manos y endurecido su corazón, la vio dilatarse ante él, reproduciendo,
espantable, la imagen de sus remordimientos. No, María no pudo prometerse
que en aquella hora su amor fuese parte a consolar el sacratísimo corazón de
su Hijo.
42. Pero ¿no podía siquiera
dedicarle alguno de los cuidados maternales? ¡Ay! En esto no podía ser de
mejor condición que lo había sido antes la Madre de los Macabeos. Cuando las
heridas abiertas por las espinas en la frente de Jesús manaban sangre que
lenta inundaba sus ojos, a María no le era dado acercarse para enjugar la
sangre de Aquél que, desde entonces y para siempre, tomó como cargo especial
enjugar en todos los ojos el llanto. Cuando la sed abrasaba los labios
descoloridos y agrietados de Jesús, la Madre no podía humedecer siquiera,
con la punta de su velo mojado, la boca de aquel Hijo cuya sangre, desde
entonces y para siempre, había de refrigerar a millones de almas entre las
llamas del Purgatorio. Aquella cabeza magullada por todas partes y sin
almohada en donde reposar; aquella hermosa cabeza, para María lo más hermoso
entre todas las cosas criadas, no puede hallar descanso, porque si se dobla
hacia atrás, se hunden más en ella las espinas, y si se inclina hacia
adelante, deja el cuerpo todo pendiente de los clavos... ¿Qué haces, María?
¿Por qué no vas a sostener con tus manos maternales aquella cabeza de ti tan
amada para que siquiera algunos instantes descanse antes de morir... ¡Ay!
No; ni para María ni para Jesús puede haber en aquella hora consuelo ni
alivio alguno. ¡Oh Madre! Tú no puedes robar a tu Hijo ninguna joya del
tesoro de su Pasión; amor y deber te ordenan dejarle ensanchar pródigamente
para ti las márgenes del océano de tus dolores. Y, sin embargo, el no poder
aliviar la Pasión de tu Hijo es, de cierto, para ti otra fuente de dolor.
43. Causa de pena no menos
singular fue para María el estar presente a la Pasión de su Hijo. Por
revelación otorgada varios santos sabemos que si bien la Santísima Virgen no
asistió corporalmente a las agonías del huerto de Getsemaí, las vio en
espíritu y siguió interiormente sus varias fases con simpatía misteriosa y
sobrenatural. Sabemos también que presenció real y materialmente la
flagelación, el Ecce Homo, el camino. de la Cruz y toda la tremenda escena
de la crucifixión. Probablemente no. entró en la casas de Anás ni de Caifás,
sino que se quedó a la puerta, y allí oyó, no solamente los insultos, sino
que también los golpes con que atormentaron a Jesús, doliéndose con especial
pena durante todo aquel tiempo de estar separada de su Hijo. Y, sin embargo,
¡qué trance más terrible para una madre, sobre todo para una madre tan
exquisitamente sensible y tan tiernamente amorosa, que seguir a su Hijo
único en todas y cada una de las escenas de tan sangriento drama! Horrible
martirio hubiera sido sin duda para María pasar aquellas horas retraída en
la cámara de las mujeres de alguna casa oriental, oyendo desde allí la
lejana gritería de las turbas enconadas, o recibiendo a cada instante
mensajeros de tristes nuevas; pero al cabo, de este modo habría podido
recogerse para sufrir en paz y tranquila... ¡Oh! No; su Hijo era Dios, y le
cumplía más estar cerca de El. Todos nosotros estamos mejor cuanto más cerca
de Dios estemos; pero nadie como la que era Madre de Dios. Bien que su unión
con el Dios invisible fuese continua en todo tiempo y en todo lugar, María
oraba mejor en presencia de Jesús. Por otra parte, ella no podía tener en
sus aflicciones la saludable distracción que tiene el común de las madres
cristianas, pues no podía, como éstas, dividir sus afectos entre el Hijo
amado a quien perdía y el Dios Santísimo que se lo quitaba: su dolor y su
piedad tenían que seguir idéntico camino, porque para Ella el Hijo paciente
y el Dios Santísimo eran un mismo y único sujeto: de aquí la unidad
abrumadora de su dolor. Le era forzoso levantarse y seguir los pasos de
Jesús y empapar sus pies en las huellas de la sangre por El derramada, y
escuchar el espantoso crujido de los azotes, y contar las señales cárdenas
de cada golpe en el sacratísimo cuerpo de la amada Víctima, y oírle
apellidar, en son de mofa, rey de los judíos y de los gentiles. Cuando
Pilatos, mitad por impío desdén, mitad por lástima no menos injuriosa, le
entregó a merced de la turba, sólo María adoraba la majestad real de su
Hijo, en el instante mismo de sentirse como anonadada por el exceso de su
propio dolor. Forzoso le fue oír en el Calvario los martillazos sobre los
clavos que horadaban las manos y los pies de Jesús, y sentir su alma
traspasada por aquel lúgubre sordo golpeo, amortiguado al atravesar la
tierna carne de aquellos miembros sacratísimos. Forzoso le fue escuchar
aquellas siete dulcísimas palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz, y que
eran como el himno funeral cantado por El mismo; aquellas palabras, digo, de
tan suave tristeza, que habría bastado Ella sola para arrancar viva su alma
de su cuerpo débil y padecido. Terrible, en verdad, era todo esto para una
Madre (pues María lo era realmente); y sin embargo de ser tan terrible, no
hubiera Ella consentido que ni por un solo momento fuese de otro modo,
porque así se lo dictaba la regia alteza de su corazón. Pero esto mismo
agravaba indeciblemente sus dolores. Cierto que todas aquellas
circunstancias de la Pasión de Jesús las había tenido ella presente siempre,
mostrándosele con perfecta claridad, sobre todo desde la profecía del Santo
Simeón, en la más luminosa de las previsiones; pero por muy prevista que sea
una desgracia, cuando llega el momento de realizarse, lleva siempre algo que
sorprende y que la hace más dura de lo que se había previsto, pues la
sensación entonces usurpa, en gran parte, los fueros de la razón, es
poderosa para interrumpir aquella serenidad interior que el alma puede
retener aún poseída por las más lúgubres previsiones: la presencia real del
daño perturba entonces aquel recogimiento que constituye nuestra actitud y
nuestra fuerza en el padecer, ora impidiendo al ánimo estar sobre sí, ora
obligándole a esfuerzos costosísimos para conservar la firmeza y valor
necesarios; esto sin contar con la afección física que en los órganos
producen la vista, el sonido y demás determinaciones sensibles del dolor
moral, penetrando las carnes, desconcertando los nervios, helando unas veces
la sangre y abrasándola otras veces, hiriendo el cerebro como puntas
aceradas y oprimiendo, como en un arco de hierro, el corazón lacerado. Por
todo esto el espectáculo material de la Pasión martirizó tan cruelmente el
cuerpo como el alma de María Santísima; causando en ella algo más que aquel
abatimiento de fuerzas físicas que el exceso de resistencia moral suele
producir, porque aquel espectáculo puso cada uno de sus nervios en tortura,
y de cada una de sus pulsaciones hizo un instrumento de dolor.
44. Entre las fuentes del
padecer de María debe contarse también la claridad con que veía y la
exactitud con que apreciaba la enormidad del pecado. Aun sin contar con las
luces que sobre, este punto daban a la Santísima Virgen su misma
impecabilidad y la inconmensurable perspicacia de su razón, no puede caber
duda en que Nuestro Señor le otorgase cierto conocimiento sobrenatural del
pecado y de su enorme malicia, y de la adorable detestación con que Dios le
mira; conocimiento que Jesús, no sólo poseía en el grado más eminente, sino
que constituye el verdadero carácter de los tormentos de su Pasión. La vista
de ese pecado fue quien crucificó el alma de Jesús en el Huerto de las
Olivas; el peso de esa culpa fue quien le derribó en tierra; el cáliz de la
ira causada por esa culpa en el Padre celestial fue el que con tan honda
tristeza le pidió Jesús que apartase de EL. De Santa Catalina de Sena
sabemos que caía en mortal paroxismo cuando le otorgaba Dios ver en espíritu
la horrible deformidad de un solo pecado venial. Pero María era demasiado
fuerte, demasiado perfecta, demasiado cabal, para que pudiese caer en
semejantes desfallecimientos; desde el instante de su Concepción Inmaculada,
y perpetuamente después, había ejercido su razón con demasiada integridad
para que pudiera ser interrumpida ni mermada por letargo ni desvanecimiento
alguno. Por abundantes que fueran los dones sobrenaturales otorgados a Santa
Catalina o a cualquiera otros santos para penetrar la enormidad del pecado,
forzoso es suponer que las gracias otorgadas a la Santísima Virgen para el
mismo efecto los sobrepujaron indeciblemente. Y cierto, al considerar por
una parte la nota singularmente distinta que la clara visión del pecado puso
en la Pasión de Nuestro Señor, y por otra parte. la comunicación de
atributos, digámoslo así, que medió entre la Pasión de Jesús y la Compasión
de María, forzoso nos es suponer que nuestra ternísima Madre participó
abundantísimamente de aquella visión tan asombrosamente aflictiva para
Jesús. Nadie como María era capaz de apreciar la inocencia de aquélla
víctima pura; nadie podía estimar como Ella su hermosura y su bondad; nadie
sondear como Ella la ingratitud de tantos a quienes Jesús había enseñado,
alimentado, sanado, consolado con paciencia tan desinteresada y con
diligencia tan entrañable y exquisita; nadie, en fin, podía como Ella sentir
las bárbaras crueldades cometidas con su Hijo amadísimo en aquella terrible
noche del Jueves Santo y en la siguiente mañana. Acumulados todos estos
pensamientos en el alma de María, ¡con cuánta perspicuidad, con qué
intuición tan rápida debió ofrecérsele la extensión, la variedad, la
intensidad y la malicia de aquella culpa que debía ser expiada por aquélla
Pasión! Pero aún veía más; por que veía pesando sobre los hombros agobiados
de su Hijo el cúmulo gigantesco y espantosamente repugnante. de todos los
pecados del mundo entero. Y aún veía más: porque remontándose a la más alta
cima del ser de Jesús, veía que era Dios verdadero aquel Hombre acosado,
afrentado y mortalmente herido por los pecados del mundo; y todo esto lo
veía con aquella luz inmensa, que sin duda, emanando de lo más excelso de
las regiones divinas, alumbró las escenas de la Pasión, mostrando la
enormidad de la culpa con tan vivo resplandor, que nadie sino Jesús y María
hubieran podido soportarle. ¡Oh! Imposible es a nuestra mísera condición
imaginar siquiera lo que debió ser el dolor causado por aquella iluminación
terrible; ni aun pudiéramos vivir si Dios nos mostrase a nosotros mismos
tales como somos; para soportar nuestra confusión ante el tribunal divino,
necesitamos antes adquirir la inmortalidad. Júzguese, pues, lo intenso, lo
terrible de aquella agonía prolongada que a María le debió causar la visión
clara y plena de los pecados todos del mundo acumulados en la Pasión.
45. No es fácil cosa,
definir cuál haya sido el punto culminante ni la base más profunda de los
tormentos de la Pasión; no todos los instrumentos de ella eran materiales,
sino que había también lanzas, clavos, martillos, espinas y azotes
invisibles, intelectuales y morales más que físicos, pero todos ellos, lo
mismo unos que otros, fueron tan numerosos como varios; cada cual de ellos
era punzante con igual intensidad, y aún puede añadirse que cada uno tenía
su preeminencia propia, elevándose todos demasiado alto para que pueda
alcanzarlos nuestra vista. No menos arduo, es decir cuál de ellos, si alguno
hubo, se levantó en Jesús a mayor altura que los demás. La Pasión fue un
exceso de excesos: todo en ella fue excesivo, y esto es cabalmente en gran
parte lo que impide compararla, aun prescindiendo de la divinidad de
Jesucristo, a ninguna de las más grandiosas epopeyas humanas de dolor. Pero
hay en ellas circunstancias que podemos concebir como más especialmente
dolorosas o como causantes de heridas en puntos de sensibilidad más
delicada. La participación que en una de esas circunstancias tuvo María,
constituye la sexta fuente de sus dolores, y fue la previsión de la
ingratitud con que los fieles del tiempo venidero habían de corresponder a
la Pasión de nuestro Salvador. La Madre de la Iglesia, la Reina de los
Apóstoles, vio en espíritu esa ingratitud, y la vio toda entera. Como un
inmenso y lúgubre panorama, vio pasar la desdeñosa indiferencia para con la
culpa perdonada, las recaídas en pecado mortal, el cúmulo de pecados
veniales derramándose como innumerables hordas en todas las almas para
devastar allí el paraíso de Dios, las negligencias engendradas por la
frialdad del corazón, las faltas contra el decoro, la molicie que huye a
sabiendas de la mortificación, el hastío para con las cosas espirituales, el
uso excesivamente libre o sobrado inatento de aquellos Sacramentos
grandiosos que tan caros costaron a nuestro Salvador, la envidia suspicaz y
difamadora, la tibieza culpable, disfrazada de petulante circunspección, y
toda la turba, en fin, de seres pusilánimes, entre los cuales surge algún
que otro santo, como palmera peregrina en las arenas del desierto. y todo
esto no era para María una mera visión de lo futuro, sino que mucho lo tenía
presente en realidad. ¿En dónde estaba Pedro? ¿Estaba, por ventura, llorando
en alguna gruta fuera de Jerusalén, gozando allí de la abundante gracia que
acababa de recibir? ¿En dónde estaba Andrés, aquel Andrés, digo, que había
de ser luego modelo de todos los amantes de la Cruz? ¿En dónde estaba
Santiago, futuro Obispo de la diócesis misma en que había sido crucificado
su Maestro? Cierto, allí estaba la tierna Magdalena y el corazón sublime de
Juan, y María misma; ahí estaban, representando al mundo en el Calvario;
pero ¿y qué? Aun cuando desde aquel día toda criatura bautizada hubiera sido
un santo, un apóstol, ¿habría dejado por eso la Pasión de ser tan digna de
llanto como insuficientemente pagada? ¿Al menos, los amigos de Jesús le
amarán ardientemente? ¿Serían santos todos los que han de salvarse; santos,
digo, antes de entrar en el cielo, santos que no necesiten ser purificados
por las llamas del Purgatorio; santos, en fin, durante su morada en la
tierra? ¡Ay! No. Los hijos del Crucificado van a ser criaturas de corazón
sólo a medias unidos con Dios, y que apenas se acercan a recibir los
Sacramentos; hombres que no van al templo sino, cuando más, los días de
fiesta, y que, como alimañas tercas y estúpidas, vacilan indecisos entre el
pastor y el mercenario, dando su amor a los deleites del mundo y su temor a
Dios sólo cuando estalla el rayo de la ira divina; seres, en fin, que
después de gozar de la vida y del tiempo en la tierra sin concierto ni
medida, no piensan en la eternidad sino a la hora de la muerte; éstos iban a
ser, en gran parte, el pueblo rescatado por Jesucristo. María lo veía y en
el horizonte de lo futuro, y este espectáculo, para su corazón heroicamente
generoso, era tan aflictivo como la Pasión misma; y luego, bajo el costado
atravesado y manando sangre de Jesús, veía su corazón sacratísimo lacerado
por aquel mismo espectáculo, con lo cual el corazón mismo de María se hacía
pedazos dentro de su pecho.
46. ¿Y qué sería cuando en
espíritu viese a todos los que habían de condenarse? Ella que, como ninguna
otra criatura, sabía lo .inapreciable de cada gota de la sangre derramada en
el Calvario, ¿qué no sentiría al ver frustrada, no ya cada una de esas
gotas, sino todo aquel raudal en que había empapado sus manos cuando
abrazaba la Cruz, y que, después de haber regado en más de un sitio las
nudosas raíces de los olivos de Getsemaní, se extendía como un dilatado
cauce de púrpura desde la columna de los azotes hasta el pie del santo
madero? ¿Veis esas innumerables estrellas que con su rutilante fulgor
tachonan la bóveda de los cielos? Pues un solo azote de los que recibió
Nuestro Señor las habría rescatado todas, si todas y cada una de ellas
hubieran caído mil veces derribadas por la culpa. ¿Qué sería, pues, si los
azotes hubieran sido seis mil? Calculad ahora, si podéis, lo infinito de la
Redención. Pues bien, toda aquella sangre fue derramada, todos aquellos
azotes fueron recibidos por cada alma en particular; cada una, en efecto,
puede apropiarse íntegramente aquellas redenciones infinitas, y, sin
embargo, ¡cuántas de ellas perdidas para el cielo! Considerando ahora lo
infinito del precio de aquel rescate, comparadle con el horror de verle
frustrado. Si una sola alma de aquellas por quienes deliberada y
voluntariamente padeció Jesús con solemnidad jamás hasta entonces vista en
el universo, como que era nada menos que un sacrificio ofrecido a Dios por
Dios mismo; si una sola alma, digo, fuese la que en lo futuro había de
perderse para la eternidad, obteniendo con sus ofensas triste victoria sobre
el amor de su Salvador y secando con el fuego abrasador del infierno los
océanos de aquella sangre divina... considerad cuál habría sido la angustia
del corazón sacratísimo de Jesús; ciertamente, aquélla vista habría sido muy
propia para arrancarle del pecho un grito harto más agudo que el exhalado
del tierno corazón de Jacob cuando le presentaron la túnica de su hijo llena
de manchas de sangre. ¡Cuál, pues, no sería el dolor de Jesús viendo que
había de perderse, no ya un alma sola, sino millones y millones de
millones?... Pues con esto y todo, Jesús, pendiente de la Cruz: no se
arrepintió de aquel tremendo suplicio. Sobre esto no diremos más; se
encarece ello solo. Pero allí padecía otra crucifixión invisible y mucho más
cruel que el madero, el hierro, la sangre y los escarnios visibles, porque
era la crucifixión de un corazón ya crucificado; era la previsión de la
innumerable muchedumbre de almas que habían de separarse de él, y dejando de
ser miembros suyos, había de perderse cruelmente y de una manera
irremediable, arrancados de su cuerpo místico par la envidia triunfante y la
rabia de Satanás. Ni uno de los huesos de su cuerpo. fue quebrado, pero
todos los de su alma fueron triturados por esta otra Pasión invisible. Pues
bien, en aquella agonía especial, en aquel cáliz privativo, María tuvo
también parte; al penetrar en el fondo de este cáliz, su inmenso amor a
Jesús por un lado, y por otro su inmenso amor a las almas, le mostraron sin
duda con todo su horror dos abismos separados, en los cuales, medio muerta
de angustia, le era forzoso entrar voluntariamente, a despecho del horror
que de ellos la apartaba.
47. Tales fueron las siete
fuentes de los dolores de María, nacidas todas de un manantial común, que
era la belleza incomparable de nuestro amantísimo Salvador; ésta era la que
tan vivo y doloroso hacía cada cual de sus padecimientos, la que todos los
agravaba, sin que en ninguno cupiera exageración posible, porque en ellas
podía ser tan grande como su causa principal. Y no que María conociese toda
entera aquella hermosura, incomprensible de suyo, como infinita que es; pero
la que de ella conocía excede en tal manera nuestro alcance, que ni aun
imaginarIo podemos. Dado nos es, ciertamente, decir grandes cosas de la
belleza de nuestro Salvador, y aun pensar otras mucho más grandes que
nuestras palabras; y si nos faltaran pensamientos, siempre podríamos tener
lágrimas de celestial ternura; podemos hasta morir por deliquio de amor a la
hermosura de Jesús, y llegar así a la morada de María; pero alcanzar lo que
ella alcanzó sobre aquella hermosura infinita, eso no la podemos, porque en
la profundidad insondable del corazón de María era aquella hermosura un
océano que, desbordándose a veces, se levantaba hasta otras mares de altura
muy superior, e inundaba sus ondas de insoportable amargura.
IV – Notas distintivas de los
Dolores de la Santísima Virgen
48. Las notas
características de los dolores de la Santísima Virgen han de tener, claro
está, relación íntima con las fuentes de donde nacen; y de aquí el tratar
ahora nosotros de ellas, pues si bien más adelante, cuando, consideremos
cada cual de aquellos dolores, se nos ofrecerán con viva claridad sus
caracteres respectivos, importa mirarlas antes por un aspecto general para
formar cabal idea del martirio de María, porque sólo, cuando hayamos
percibido la completa unidad de sus padecimientos, podremos comprender mejor
sus maravillosos pormenores.
49. Primera de las notas
singulares del martirio, de María, fue el prolongarse casi durante su vida
entera. Es opinión autorizada que hasta el momento de la Encarnación no supo
la Santísima Virgen que había de ser Madre de Dios; cabe, de consiguiente,
que hasta entonces, y por don de profecía, previese coma una vislumbre de
que su vida había de ser vida de grandes padeceres y de heroico sufrimiento;
pero no es probable que desde luego, conociese clara y distintamente el
pormenor de sus dolores. Grande debió, sin embargo, ser la mudanza obrada en
Ella desde el instante de albergar en sus entrañas al Verbo Encarnado, pues
claro está que desde aquel instante su unión con Dios debió ser tan
inefablemente estrecha, tan profunda y cabal su conocimiento del misterio de
la Encarnación, y tan, extensa su comprensión de las recónditas profecías
hebraicas, que indudablemente también la Pasión de Jesús debió
manifestársele en espíritu, junto con los treinta y tres años de pobreza,
trabajos y humillaciones, y, por consecuencia, no pudo menos de prever
siquiera los trances principales de su propia compasión. Es lo menos que
podemos suponer acerca de este punto, pero en realidad se nos alcanza mucho
más. Pero ahora no podemos seguir a los autores que ponen el comienzo de los
dolores de María en la profecía de Simeón, no obstante parecernos muy
probable que las palabras de aquel Santo fuesen el instrumento escogido por
Dios para enaltecer el espíritu de María, y manifestarle en consecuencia con
los más vivos colores el cuadro animado y distinto del terrible porvenir que
le aguardaba. Casi por irreverente tendríamos el pensar que en aquellos
nueve meses de su unión íntima con el Verbo Encarnado nada hubiese María
comprendido acerca de su misión de padecer y de sangre, ni conocido las
leyes de la expiación y de la redención, ni sabido en fin, a ciencia cierta
la gran parte que le estaba reservada en el amargo cáliz de su Hijo. Ello
es, de todos modos, que a contar desde el instante de la profecía de Simeón,
cuando no el de la Encarnación, María no dejó de padecer hasta el fin de su
vida. Junto con los padecimientos de su Hijo estaban presentes siempre a su
espíritu sus propios padecimientos, sin gustar jamás alguno de aquellos
momentos de reposo que suelen dar tregua a nuestros pesares. El camino de su
vida todo estuvo cubierto de sombras tenaces y uniformes. En la más lúgubre
suerte de los hombres hay siempre alternativas de mayor o menor crudeza, que
son ya de por sí un alivio de la desventura: por tenaz que sea nuestro
dolor, alguna vez nos consiente respiro, y de cuando en cuando sus nubes
abren paso a los rayos del sol, aunque sea por poco tiempo. El infortunio
que a veces nos persigue durante toda nuestra vida, parece que en ciertas
ocasiones como que se cansa de molestarnos, o cambia de dirección, cual si
renunciase a su presa o le otorgarse, al menos, una tregua para tomar
aliento. No así en María; el dolor la tenía verdaderamente aherrojada, sin
darle jamás tregua ni reposo; era como una parte de su vida misma, que no
había de abandonarla hasta la muerte. Su Pasión no fue para Ella el triste
fin de una hermosa existencia, ni un fúnebre ocaso del sol tras un día de
alternativa entre luz y tinieblas, ni una tragedia aislada de setenta y tres
años laboriosamente pasados en las ordinarias vicisitudes de la vida humana;
sino que fue parte de un todo consecuente a sus antecedentes; fue un
acrecentamiento de tinieblas, es verdad, pero parte, al fin, de las
tinieblas de una vida que, por lo tocante al padecer, no había jamás visto
la luz. Esto debemos tenerlo presente siempre, si queremos formar cabal idea
de los dolores de María, que no fueron, no, acontecimientos separados, sino
fases continuas de una existencia destinada inexorablemente por el cielo a
girar en una órbita de padecimientos singulares, acá y allá iluminada con el
fulgor más o menos vivo.
50. Los dolores de la
Santísima Virgen no sólo duraron lo que su vida, sino que acrecieron
incesantemente; cuanto más se avezaba a la vista del padecer, tanto más real
y terrible se le presentaba el padecimiento. Y este acrecentamiento continuo
de padecer no ha de creerse ni que fuese incompatible con las luces de
María, ni que amenguara sus fulgores; antes bien, prestaba nuevos
lineamientos, nuevas penas, nuevas profundidades y nueva holgura a sus
continuas meditaciones, exactamente como nos sucede a todos nosotros, aunque
en grado asaz inferior; pues sabido es que mientras más meditamos, por
ejemplo, en los misterios de la Encarnación, más luces alcanzamos sobre todo
lo concerniente a ellos. Y es natural; mientras más nos remontamos, mayor
horizonte descubrimos; cuanto más se acostumbran nuestros ojos a la suave
oscuridad de esos abismos, tanto más advertimos lo imposible de sondear su
profundidad. Consideremos ahora lo que esto debió ser para María, cuya
mirada fija y penetrante distaba tan inconmensurablemente de nuestras
meditaciones fugaces. o someras; para María, que pasó su vida entera
meditando y cuyo corazón estaba tan henchido por el asunto de sus
meditaciones. Claro es, por otra parte, que mientras más se aproximaba la
consumación de aquellos misterios, tanto más temible se mostraban al
espíritu de María y cuanto más se condensaba su fúnebre sombra, tanto más
terror le causaban. Desde la hora y punto que los rugidos de la tempestad
comenzaron a sonar en su corazón, Ella estrechaba más y más contra su pecho
al amado Jesús que entonces le pareció más hermoso que nunca. Pero no había
remedio: cercábala doquiera una mar inmensa y sin orillas, y Ella no tenía
otro refugio sino aquel vasto océano: tal era la voluntad de Dios. ¡Y Jesús,
entre tanto, más hermoso cada día! Sus doce primeros años corrieron
produciendo frutos de amor y de celestial belleza, que exceden a todo
cálculo humano; durante los dieciocho siguientes, cada palabra, cada mirada;
cada acto de sumisión de Jesús estaban llenos de misterios divinos, y
entretanto la vida de María, casi toda entera, no era ya suya, sino de
Jesús; de Jesús, que había llegado a ser para Ella su luz, su vida, su amor,
su todo. Venidos luego los tres años del ministerio público del Salvador, se
habría dicho que el recién nacido de Bethleem, el Niño de Nazareth, nada era
en comparación de aquel predicador de amor, cuyas palabras, obras y milagros
no parecía sino que habían gravado al mundo con más peso de sobrenatural
hermosura que podía soportar, hasta el punto de que los hombres se lanzaron
furiosos a extinguir aquella luz que los ofendía con sus vivísimos
resplandores. A medida de la hermosura de Jesús crecía el amor de su Madre,
y con el amor la angustia; por mejor decir, estas tres cosas crecían
incesante, majestuosa, rápidamente. ¿Será posible que aquellos tres años de
la vida pública de Jesús no aparten de María el cáliz de la Pasión? Para
rescatar al mundo, ¿serán menester las crueles agonías del Calvario, sin que
basten, y aun sobren, las tiernas pláticas del Salvador, ni sus lágrimas de
hombre, ni sus vigilias en las montañas, ni sus trabajosas peregrinaciones,
ni su hambre y su sed, ni su mansedumbre y paciencia, ni la elocuencia de
sus milagros, ni la maravillosa y encantadora sabiduría de sus parábolas?
Sólo una palabra hay que pronunciar aquí pero que lo dice todo: Jesús había
llegado a ser para María un tesoro que no podía quitársele sin arrancarle
con él la vida. De este modo se acumulaban sobre Ella las causas de dolor;
cada cual de sus pensamientos suscitaban en su espíritu otro; cada cual de
sus afectos encendía en su corazón otro más vivo, y así crecían sus dolores
más que las plantas del más frondoso vergel, y con tanta mayor rapidez
cuanto más avanzaban los tiempos.
51. Otro carácter singular
de los dolores de María es que afectaron más a su alma que a su cuerpo; no
que su cuerpo fuera exento, ya lo hemos dicho antes, de dolores especiales y
terribles, pero comparados a los de su alma, nada eran, pues entre unos y
otros no mediaba género alguno de proporción. Costoso de sufrir es, sin
duda, el padecimiento físico, tan costoso que a veces se hace intolerable, y
parece como si furioso se lanzara sobre nuestra vida para devorarla. Pero si
es cierto que nadie puede tener padecimiento corporal por cosa baladí, ¿qué
vale comparado a las penas del alma? ¿Quién de nosotros lo ignora? Y, sin
embargo, las aflicciones de nuestro espíritu, comparadas a las de la
Santísima Virgen, son tan materiales y rastreras, que pudiera hacernos tener
por criaturas de otra especie que Ella. Si cuanto más pura y delicada es un
alma tanta más cruda es su tribulación, ¿cuáles no serían las de aquel vaso
de gracia inmaculado? Para calcular su extensión no tenemos medida, porque
la capacidad de padecer de nuestra Madre excede de los límites de nuestra
comprensión. Todo cuanto sobre esto podemos entender es que ningún padecer
humano puede comparársele; que la región de dolores a que se elevaron los
dos corazones de Jesús y de María reside en una altura inaccesible a todo
corazón humano. Las padecimientos de María constituyen un martirio,
digámoslo así, inverso, porque sus angustias partían del alma para rebotar,
permítasenos también la frase, en su cuerpo, torturándole y quemándole,
mientras que, respecto de los otros mártires, por el contrario, el alma
difunde un bálsamo refrigerante en las llagas del cuerpo y el cielo los
ilumina con resplandores que apagan la llama de las hogueras y la encendida
mirada de las fieras hambrientas. Aun de Jesús mismo se distinguió María
sobre este punto en cierto modo, pues si bien el alma de Jesús fue
crucificada en Gethsemaní y su cuerpo en el Calvario, mientras ningún golpe
hirió el cuerpo de María ni de sus venas se derramó sangre alguna, en cambio
es verdad que de la carne y de la sangre de María se habían formado la carne
y la sangre de Jesús, y era muy bastante que este cuerpo y esta sangre
padecieran por El y por Ella. Constituye esto un carácter íntimo de los
dolores de María, muchas veces independiente de las circunstancias
exteriores, y que ha menester de un gran discernimiento de espíritu para ser
bien apreciado, por lo cual hay que tenerle presente siempre como uno de los
más distintivos.
52. Si por un momento osamos
pensar en lo que la Teología llama circumincesión de las tres Personas
divinas (o sea la existencia infinita de cada una de ellas en las otras dos,
sin detrimento de su distinción recíproca); si nos atreviéramos a escudriñar
el modo de esa existencia inefable, ciertamente excederíamos el lindero
propio de las prerrogativas de María, criatura al fin, y como tal,
infinitamente distante del Criador; pero la idea de aquella eminente unidad
divina pudiera, en cuanto cabe, servirnos como de tipo para apreciar
debidamente la unión que media entre Jesús y su Madre. No parece sino que el
corazón del uno estaba en él del otro; la hermosura de Jesús puede decirse
que ponía fuera de sí a María; Ella no quería ni estimaba sino lo que su
Hijo; con El pensaba, con El sentía, y, en cuanto es posible, con El se
identificaba; en suma, no vivía sino para El; su vida era para Jesús un
instrumento de que podía El disponer según su voluntad. Al par que aquella
bienaventurada Madre daba el corazón todo entero a su sacratísimo Hijo, se
regocijaba de todo cuanto Ella era, de todo cuanto. tenía y de todo cuanto
podía hacer o padecer, únicamente por la razón de que otro tanto le era dado
sacrificar en obsequio a Jesús. Por otro lado, como si María hubiera sido la
hija y Jesús el Padre, se apoyaba en El, le obedecía con perfecta sumisión,
no abrigaba un solo pensamiento que no fuese de su Hijo, y aun sólo en El
pensaba; dejando a solo Jesús el querer y el ordenar, Ella no guardaba para
sí más que el seguirle, servirle, padecer con El, conformarse a El y
adorarle con su amor. Entre todas las maravillas que leemos sobre la vida de
los santos y de su unión con Dios, nada hay comparable a la unión de Jesús y
de María; era unión verdaderamente singular en especie y en grado; igual
sólo a sí misma, no semejaba ninguna otra sino aquella supereminente cuya
inefable realidad vislumbramos entre las sombras del misterio, es decir, la
unión de la Trinidad Santísima. Pues bien, viviendo María, menos con vida
propia que con aquella otra que llevaba fuera de sí; mejor dicho, siendo
aquella vida que llevaba fuera de sí y en Jesús más interior y realmente
suya que su propia vida, nace de aquí una de las notas singulares de sus
dolores, consistente en que no tanto los padecía en sí misma como en aquel a
quien mucho más que a sí propia amaba. Dolores padece el humano linaje que
pueden asemejarse a los de María; no fue Ella ciertamente, ni lo será, la
única viuda traspasada por la pena de ver a su Hijo único acometido y
derribado por la muerte en la flor de su edad, pero ninguna madre ha sentido
ni sentirá como María, porque ninguna ha vivido en unión tan estrecha con el
hijo amado; ninguna otra ha tenido un hijo. que fuese Hombre y Dios
juntamente; ninguna otra, por tanto, ha podido amar y adorar juntamente al
fruto de sus entrañas.
53. Otro carácter especial
de los dolores de María consiste en que, siendo grandemente varios, por el
hecho de ser al mismo tiempo interiores, todos acudieron y se concentraron
en un solo lugar: es decir, en su corazón. Para el corazón de los mártires,
la variedad misma de tormentos aplicados a los varios miembros del cuerpo de
cada cual, era una especie de alivio. Todos nosotros sabemos cuán agudo se
hace el padecer concentrado en un solo nervio, sobre todo si se prolonga
horas, días y aun semanas; éste es un padecer diferente de los que cambian
de sitio, aun cuando sean los más costosos de sufrir. Pero si de cualquier
miembro o nervio se va, para fijarse tenaz e idéntico el dolor en el
corazón, su crudeza excede a todo cálculo. Pues bien; por de pronto la
variedad de los dolores de María era casi infinita, infinidad procedente de
los dos naturalezas de Jesús, la divina y la humana, que de suyo producían
diversidad innumerable de padecimientos, multiplicación indefinida de sus
respectivas causas y acrecentamiento no menos indefinido de su amargura. Las
penas corporales de la Pasión, juntamente con sus aflicciones de espíritu;
la profunda abyección, la gritería, los gestos y aun los claros intentos de
la turba que a Jesús rodeaba, eran otros tantos géneros de padecer para
María. Pues agregadles ahora el que le provenía de la completa unidad de sus
afectos exclusivos, porque ella no amaba más que a un ser y en él
concentraba todas las causas de su martirio, ningún otro objeto había en su
corazón que compartiese con aquel sus dolores. La triste viuda puede
consolarse con las infantiles caricias del hijo pequeñuelo que le dejó el
difunto esposo; la sonrisa de un ángel no le sería más deliciosa; y de hecho
aquel gozo es para ella una grada celestial que alivia poderosamente el peso
de su viudez. Pero María no alcanza tregua a sus pesares; sin número y todo
como son, se acumulan todos en un solo dardo sobrenatural, único y múltiple
a un mismo tiempo, y con toda su violencia la hieren en el centro mismo de
la vida, en el magnífico santuario de su amantísimo corazón.
54. Aún hay más sobre esto;
no solamente para María no hay fuera de Jesús, otro objeto, otro deber, otro
amor que pueda distraerla de sus penas, sino que, en rigor, aquello mismo
que naturalmente habría debido aliviarlas no sería más que para
exacerbarlas. Allí donde habría debido encontrar luz, la cercaban tinieblas
más espesas que las de Egipto; la ponía en trance de muerte aquello mismo
que debiera darle vida. La bondad misma de su Hijo aguzaba con singular
crudeza cada una de las espadas que atravesaban su pecho; la muerte de Jesús
era para Ella tanto más terrible cuanto mejor conocía la infinita santidad
de la sagrada víctima. En suma: el amor mismo del Salvador a su Madre, amor
que, por su propia naturaleza, era para María más que un consuelo, pues era
su vida misma, resultaba ser lo más cruel de su compasión. Si María hubiese
amado menos a Jesús o Jesús menos a María, los dolores de ésta no habrían
excedido, como excedieron, toda comparación con ningún dolor humano. Lo que
cada tormento tenía de excesivo para María, nacía cabalmente del exceso de
su amor.
55. Pero, al menos, la
divinidad de Jesús, el secreto esplendor de su naturaleza gloriosa e
impasible, ¿no será para María un fortísimo sostén? ¡Oh dogma el más
adorable de la fe! ¡Cuántos y cuantos corazones transidos, y ánimos
atribulados, y almas turbadas por la tempestad en medio del común naufragio,
han buscado en ti su reposo, y como en blando y delicioso lecho han logrado
paz y calma, mientras que todo por fuera y por dentro, arriba y abajo, era
tormento y guerra! ¡Para cuántos millares de almas la creencia en ti ha sido
como visita de un ángel que mandó a la tempestad plegar las negras alas y
aun ablandó la rudeza del lecho de la muerte! ¿Y nada serás en pro de
Aquélla que te conoce como ninguna otra de las criaturas de Dios? ¡Ah! No;
ese dogma, esa misma divinidad. de Jesús será para su santa Madre un nuevo
abismo de dolor, hasta, entonces desconocido, y en el cual Ella sondará
profundidades inconmensurables, sin tocar al fondo nunca; esa misma doctrina
será para Ella como, un cerco de aflicciones, y nos la mostrará desfallecida
y errante en un piélago de padecer. Todo en el martirio de María parece
sujeto a la ley de los contrarios; aquello mismo que debiera ser para Ella
puerto de refugio, se le convertía en oleada tempestuosa, que con violencia
cruel la interna más y más en un océano sin orillas. El ser demasiado fuerte
para que pudiera. ahogarse, acumulaba mayor angustia. Entre los dolores
humanos hay quizá alguno que a éste. de María se asemeje; pero de cierto,
ninguno hay que le iguale ni que igualársele pueda.
56. En este mundo de
egoísmo, raro es el dolor que no busque simpatía; pero ¿en donde la hallará
María para el suyo? Un solo ser en el mundo. podía comprenderla, y
cabalmente ese único ser es la causa de sus dolores; más bien que pedirle
compasión, le dará Ella toda la suya. No hay remedio, tiene que sufrir en
secreto. San José la conoció bien, pero, no la comprendió nunca
perfectamente; para el mismo San Juan, que había sido iniciado en los
misterios del Sagrado Corazón de Jesús, el corazón de María, fue un
misterio; y aun aquel Apóstol mismo hubo menester el amor de María para
tenerse firme al pie de la Cruz de su Maestro. Pero siquiera durante los
diez y ocho años transcurridos desde el fin de la infancia de Jesús hasta el
principio de su vida pública, ¿no hablaría su Madre con El alguna vez de sus
dolores futuros, y en su recíproco amor no buscarían ambos mutua simpatía?
Tengo por probable que jamás trataron de eso. Además, la simpatía de la
Santísima Virgen para con su Hijo era en realidad un culto, no que no fuese
amor, y amor de Madre tiernísima; pero al mismo tiempo era adoración
diversísima del sentimiento que llamamos simpatía. Cuando, en la noche tan
lúgubre del Viernes Santo, María con lento paso tornaba del sepulcro de
Jesús, la aguardaba un mundo en donde no había un alma sola capaz de
comprenderla, ni aun la Santa y tierna Magdalena; en aquel mundo ya no había
de hallar más que tinieblas sin un rayo de luz, soledad terrible; existencia
sin atractivo alguno y sin lugar alguno de reposo para su corazón
destrozado; la triste Madre tenia que encerrarse dentro de sus dolores y
sufrir en silencio las angustias de su alma; nadie podía sino, cuando más,
sospechar el tremendo vacío que, como pulsación violenta, latía en lo
profundo de su materno seno.
57. Tales fueron los
caracteres distintivos de los dolores de María, y cuanto sobre ellos pueda
decirse no servirá sino para ennegrecer más las tintas del cuadro, ya de
suyo tan sombrío. Prueba de esta verdad es lo que San Bernardo nos enseña,
respecto del último carácter de aquellos dolores, y el que más admiraba
aquel santo Doctor, es a saber: la serena paciencia con que María los
sobrellevó. ¿Quién, después de haber meditado sobre la vida de nuestra
Santísima Madre, podrá olvidar la celeste calma de aquellas palabras que
respondió al arcángel Gabriel: “He aquí la esclava del Señor”? Pues esa
propia calma tenemos que admirar en María al pie de la Cruz con el corazón
traspasado. Salvo el caso de eminente santidad, y aun en este mismo caso, no
siempre se da excepción, la paciencia en los trabajos implica cierta idea de
frialdad o de insensibilidad de alma. Difícilmente nos puede ser simpática
una persona a quién no descompone ni perturba género alguno de desgracia. En
cuanto a los santos su amor a Dios causa en ellos el efecto de adormecer sus
pesares, o es, por lo menos, una distracción y compensación que se los hace
más llevaderos. Pues bien; en María, cabalmente su amor a Dios era el origen
de sus extremas amarguras. Pensando en el espantoso torbellino de miserias,
en la pesada mole de humano dolor, acrecentado por dolores sobrenaturales,
que a María tocaba padecer, y cómo todo ello había de pesar con irresistible
fuerza sobre su corazón solitario, asombro indecible nos causará verla
arrostrando serena, como la roca inmoble del Océano, aquel oleaje
tempestuoso de su desventura. Y no que fuese, ¡ay!, no, insensible, como el
granito; por el contrario, las olas invadían bramando hasta el último
repliegue de su vasto corazón, y eso no para sofocar, sino para hacer
desbordarse todas las energías que en él abrigaba para padecer, e inundar de
amargura todas las potencias de su alma y todos sus afectos. Y, sin embargo,
es cierto que nada perturbó la serenidad de María; su paz interior era como
la del fondo del Océano mientras el vendaval agita la superficie de las
ondas. Pero aquella serenidad no era en María un refugio para hacerse
insensible a la pena, no; al contrario, le daba mayor aptitud para padecer
más; el dolor se aprovechaba, digámoslo así, de aquella calma para penetrar
con más denuedo en cada parte de su ser; pero sin arrancarle jamás del pecho
ni un suspiro estrepitoso, ni un sollozo entrecortado, ni una palabra de
queja, y mucho menos todavía, ninguna de esas otras muestras extensas de
dolor, que ciertamente no habría jamás imaginado ningún amante discreto de
la Santísima Virgen, a no ser por esos cuadros donde, con tanta inexactitud
como falta de teología, nos la representan desfigurada por contorsiones y
actitudes y gestos, como de una bacante. No; la Santísima Virgen no es una
heroína de teatro, y por más que pueda hacerse con buena intención, la
ofende quien la representa arrastrándose, desmelenada y convulsa, por los
suelos, o necesitando, para no caer desfallecida, apoyarse en ajeno brazo,
aunque sea el de Juan o el de la Magdalena; no, nada de esto puede hacerse,
porque no es lícito imaginar en María suspensión alguna de aquella gloriosa
razón, cuyas magníficas funciones ni aun el sueño había interrumpido desde
el primer instante de su Concepción Inmaculada. Destruyamos, pues, como lo
exige nuestro amor indignado, todas esas imágenes tan irrespetuosas como
absurdas, y olvidemos la impresión que, por otra parte, puedan haber hecho
en nuestra ánimo por su mérito artístico. María estaba de pie junto a la
Cruz; así, y no de otro modo, nos lo representa el pintor más abonado, pues
es nada menos que el mismo divino Esposo de María, el Espíritu Santo, en la
Sagrada Escritura. Así, de pie y serena, es como se la representaba para
contemplarla con amante admiración uno de los más tiernos hijos de María, el
gran San Bernardo. El representárnosla así es lo que tanto nos agrada en la
narración que de sus respectivas visiones y revelaciones nos han transmitido
la Madre María de Agreda y sor Ana Emmerich; y aun el piadoso instinto de la
monja española alcanzó acerca de este punto mayor acierto que el artístico
arrebato de la extática alemana. Cuando meditemos acerca de María no nos la
representemos jamás interiormente, sino revestida de esa tranquila serenidad
en medio de sus dolores porque, ciertamente, nada jamás hubo en Ella, ni
extravagante, ni desordenado, ni dramático, ni apasionado, ni demostrativo,
ni excesivo de ningún modo; su actitud fue siempre grave, digna, regia,
tranquila; no ciertamente comparable a un ameno paisaje en tarde serena de
otoño, ni a una risueña colina iluminada por la luna, sino cual a su
eminente alcurnia y a su alta perfección correspondía, digno reflejo de la
inefable serenidad que sobre la sacratísima persona de Jesús se irradiaba de
su naturaleza divina, mientras que las angustias de la Pasión atormentaban
su naturaleza humana hasta causarle muerte, pues no menos que esta
participación de su propio ser quiso Jesús otorgar a su Santísima Madre,
entre las muchas que le otorgó durante aquel período tenebroso.
V – De cómo la Santísima Virgen
pudo regocijarse en sus dolores
58. Considerados ya los
caracteres propios de los dolores de la Santísima Virgen, debemos tratar
ahora de otra nota no menos singular que los distingue y que es necesario
tener presente siempre, a saber: cómo iba junta con aquellos dolores la
mayor alegría. Así se lo reveló a Santa Brígida la misma Santísima Virgen,
diciéndole que a sus penas había estado asociado constantemente un
copiosísimo raudal de celestial regocijo. Y cierto que no podía ser de otro
modo. ¿Cómo, en efecto, concebir que una criatura racional, exenta de
pecado, pudiese existir de otra manera que anegada en un torrente de júbilo?
La bienaventuranza es la vida de Dios, y de esa vida manan todos los
torrentes de delicias que inundan a la creación entera. No hay otra causa de
dolor sino el pecado, y bien que el inocente pueda padecer por culpas
ajenas, su padecimiento no puede jamás privarle de aquel regocijo permanente
y profundo que la unión con Dios ha de producir necesariamente. Además, no
hay merecimientos sin amor, y los padecimientos mismos de la Santísima
Virgen no fueron meritorios sino en cuanto del amor nacían y el amor los
animaba; el amor era la causa real de sus dolores, y del exceso de su amor
provenía el exceso de su padecer. Pues bien: sabido es que el amor no puede
existir sin delectación, por cuanto él es de suyo y esencialmente un
regocijo; de donde se sigue que la magnitud del celestial regocijo de
nuestra Madre Santísima debió de ser proporcionado a la grandeza de su amor.
Afligirse y regocijarse todo a un tiempo, cosa es posible aun para nosotros
mismos, cuya vida interior fue tan alterada, perturbada y desquiciada por la
culpa; todos nosotros lo hemos experimentado así, por más que nuestra
naturaleza sensitiva sea un campo de batalla donde los combates duran poco,
quedando muy luego dueña del campo una o otra de las opuestas pasiones. Pero
en Jesús y María fueron perfectas la simultaneidad y coexistencia del mas
eminente regocijo y el más vivo dolor, y aun diremos que constituyeron el
estado normal de su vida terrestre. Añadiremos que ese es también uno de los
fenómenos más singulares de la Encarnación, fenómeno que parece haber sido
en la naturaleza humana de Nuestro Señor como un reflejo o imagen de la
unión de sus dos naturalezas en una sola Persona, y que de todos modos
constituye uno de los caracteres singulares cuya participación otorgó Jesús
pródigamente a su Madre. Nuestro Señor, en su Pasión, restringió, digámoslo
así, la luz y la gloria de su divinidad para que no penetraran sensiblemente
su naturaleza humana; y aún osaremos añadir que quiso velar la visión
beatífica de aquella su sagrada humanidad, que brillaba sin nubes en su
espíritu desde el primer instante de su Encarnación, para evitar así que su
naturaleza sensible quedase contenida en una órbita de felicidad que habría
amortiguado sus padecimientos y apagado el fuego de su prolongada agonía.
Pues del propio modo y según la medida con que le había sido otorgado, la
Santísima Virgen, a causa de su íntima unión con Dios, poseía en lo profundo
de su alma un regocijo pleno, bien que contenido en una esfera propia que no
le dejase manifestar con todo su esplendor, o tal, al menos, que hubiese
hecho imposible todo acceso de dolor en su corazón purísimo. Lejos de
impedir este acceso, el regocijo de la Santísima Virgen, como ya lo hemos
dicho antes, no sólo era alivio a sus padecimientos, sino que los
acrecentaba. Recordemos también con este motivo, el cotejo que hemos trazado
entre los padecimientos de María y los de los otros mártires; éstos cantaban
en medio de las hogueras y se regocijaban a la vista de las fieras que iban
a devorarlos, porque sus almas estaban indemnes y henchidas de júbilo
mientras les desgarraban la carne y les quebrantaban los huesos; pero en
María el alma era cabalmente quien padecía más por la lidia misma que dentro
de Ella trataban la alegría y el dolor. En todo esto había algo que se
asemejaba, cuanto es posible, a los misterios divinos, porque era una
verdadera participación de los caracteres especiales de Jesús, un
fraccionamiento del alma que la dividía en dos partes, sin destruir por eso
su unidad, una escisión sin guerra, una llaga que renovaba la vida, un
combate en que todo era paz y concordia. ¡Oh Madre! Nosotros no sabemos cómo
esto sucedía, pero estamos ciertos de que era así. Toda Tú eras alegría; ni
¿cómo pudieras no serIo estando tan cerca de Dios? Y al mismo tiempo toda Tú
eras dolor; ni ¿cómo pudieras no serIo tocándote tanta parte en aquellos
abismos tenebrosos de la Pasión de tu Hijo? Y tu dolor no tenía poder alguno
sobre tu regocijo, pero tu regocijo le tenía en cambio sobre tu dolor para
hacerle más punzante y más acerbo. ¡Oh criatura bienaventurada! ¡El dolor te
rendía, y de repente un júbilo semejante al del cielo se posaba sobre tu
dolor mismo para hacértele diez veces más grave!
59. Sin embargo, quizá no
hacemos justicia a los dolores de María diciendo de ellos que no influían en
sus gozos, pues sin duda los acrecentaban; sin duda eran para la Santísima
Virgen fuentes de delicias incesantemente renovadas y acrecentadas no menos
incesantemente. No que la alegría y el dolor fuesen en su alma como dos
océanos sin comunicación ni unión alguna, sin flujo y reflujo alguno de
simpatía, pues lejos de ser así, pudiéramos decir, en cierto modo, que la
alegría y el dolor de María eran idénticos, por cuanto sus dolores eran
gozos y sus gozos eran dolores, y aún cabe añadir que entrambos hubieran
podido ser lo uno y lo otro, según la doble vida que les era propia. De
hecho en aquellos dolores había muchos motivos de gozo, y de gozo tal como
no cabe en el más alto y más venturoso de los arcángeles del cielo. Al
considerar diligentemente las tinieblas del Calvario, vemos brotar de su más
oscuro centro una luz esplendorosa; pues, en efecto, ¿qué es, al fin,
aquello sino una magnífica reparación del honor divino? Cuando Miguel,
radiante de santidad el rostro e iluminado con el júbilo de su victoria,
arrojó del cielo al audaz Lucifer, no se regocijó tanto del honor de Dios
como se regocijaba María. Ella, dotada con la prerrogativa de sondear tan
profundamente los abismos de la culpa; Ella, que, a semejanza de Jesús en
Gethsemaní, había probado algunas gotas de la ira del Padre, bien pudo
gozarse, más que todos los santos y todos los ángeles juntos, en aquella
satisfacción de la justicia divina; Ella, que había vivido treinta y tres
años con Jesús y que de El había aprendido a codiciar ardientemente la honra
de su Padre, bien podía gustar en la reparación de esta honra fuentes
inagotables de felicidad que todas las criaturas juntas no hubieran podido
ni divisar siquiera. Lo poco que de esta felicidad alcanzan a gustar alguna
vez nuestros corazones, ya sabemos el gozo que nos causa, por más que no
podamos expresarlo... ¡Ah! ¿Cuándo será que, restituidos a la patria,
constituya ese gozo nuestra naturaleza inalterable?
60. Gozo grande era también
para la Santísima Virgen aquella sabiduría inmensa de que Dios la había
dotado, reflejo de la infinita sabiduría divina que se le manifestaba en el
plan todo entero de nuestra Redención.
61. De cuantos abismos de
ignominia quiso padecer Nuestro Señor Jesucristo, no había uno que no
estuviese iluminado por varias perfecciones divinas que en él brillaban con
la más esplendente claridad. En la Pasión de Jesús no hubo uno solo, entre
cuantos horrores ahuyentaran siempre por su repugnante deformidad a toda fe
destituida de amor, que para María no fuese de singular hermosura, emanada
de las tesoros del entendimiento y de la voluntad de Dios; el Misterio de la
Encarnación no se manifestó jamás, ni aun a la misma María, con tan
asombrosa y esplendente lucidez como en su compasión, pues jamás como
entonces conoció todos sus motivos, todas sus posibilidades, sus propiedades
y sus conveniencias; el espectáculo que entonces se ofreció al espíritu de
la Santísima Virgen habría dado materia a la adoración de los nueve coros de
ángeles.
62. Causa de regocijo era
también para nuestra Madre la previsión que tenia de la exaltación de Jesús;
le contemplaba ya sentado a la derecha del Padre; veía su Humanidad
sacratísima recibiendo en el trono del Eterno el homenaje más digno de una
eterna adoración. Por entre las fúnebres tinieblas del eclipse del Calvario
divisaban ya los ojos de su espíritu las nubes refulgentes del día de la
Ascensión sirviendo de escabel de aquellas plantas que en el Calvario
chorreaban sangre, y que habían de mostrarse aquel día levantándose a los
cielos, con sus gloriosas cicatrices semejantes al rosicler de la aurora; En
medio del escuadrón de aquellos bárbaros centuriones extranjeros, veía
mecerse legiones de ángeles con sus alas de espléndida blancura. En suma:
todo aquel espectáculo que en el Calvario presenciaban los ojos corporales
de María era para los ojos de su espíritu como un marco en donde se le
mostraban de realce los esplendores de la gloria de Jesús, al modo que en un
cuadro la lontananza tempestuosa sirve para realzar con luz más viva el
paisaje colocado por el pintor en primer término.
63. Otra fuente de gozo para
María era el participar del gozo de Jesús, cuya corazón, en media de su
angustia, abrigaba todo un océano de alegría; alegría que ninguna otra
criatura en la tierra podía compartir sino su Madre, porque ninguna otra
podía comprenderla. Distribuida entre la innumerable muchedumbre de
escogidos la parte que la Santísima Virgen alcanzaba de esa alegría nos
tocaría a todos porción mucho mayor que podríamos resistir. La inundaba
también de gozo singular el ver a Jesús pagando entonces, de maravillosa
manera, las gloriosas prerrogativas que El había otorgado; cuando aquella
preciosísima sangre roció y tiñó las azucenas de sus manos virginales,
conoció que era, y como tal la adoró, el precio de su Concepción Inmaculada.
¿Cómo, penetrando este misterio, pudiera María no amar a Jesús diez mil
veces más de lo que le había amado hasta entonces? Pues bien, al arrebato de
amor no puede menos de seguirse júbilo arrebatado.
64. Imposible es que las
operaciones de la gracia en nuestras almas no nos causen regocijo, pues cada
aumento de gracia es un nuevo don de una Persona divina, un nuevo contacto y
unión más estrecha y perfecta con Dios; esto lo conoceríamos mejor si en
nuestra vida espiritual pusiésemos más tiempo, más formalidad, menos
distracciones y menos precipitación. Siendo esto así, ¿cuánto y cuánto no
debió de gozar la Santísima Virgen con aquellos afectos grandiosos y
sobrenaturales que sus dolores producían incesantemente en Ella? No hay sino
considerar su fe y su esperanza, su valor y su sumisión, su grande amor al
padecer, su grande espíritu de sacrificio su adoración también entendida, su
unión tan incomparable con Dios. Cada una de estas regias magnificencias
habría bastado para formar un santo, y aun hubiera sobrado una suma de
merecimientos prodigiosa. Júbilo inmenso, pues, sentía también la Virgen
Santísima al pensar cuán rico presente iba su compasión a ser para nosotros;
cuántas gracias había de alcanzarnos; cuán bello ejemplo nos daba con ella;
cuánta devoción excitaría en nosotros; cuán cerca nos llevaría de Jesús, y
cómo, ilustrando debidamente nuestra piedad, nos inspiraría una adoración
más profunda.
65. Tales son los siete
gozos emanados de los dolores mismos de María; pudiéramos mencionar otros
innumerables, pero bastan esos para excitar nuestro amor y son más que
suficientes para que los comprendamos tan lleno como nos es posible.
VI – De cómo la Iglesia nos
propone los dolores de la Santísima Virgen
66. Trazada dejamos la idea
general que podemos alcanzar de los dolores de María: la Iglesia nos lo
propone como parte de los hechos evangélicos y como una devoción especial.
Marchesse, en su Diario de María, refiere una antigua tradición, según la
cual esta devoción tuvo ya principio en los tiempos apostólicos. Pocos años
después, dice, de la muerte de María, cuando San Juan Evangelista seguía
llorándola, más anhelante cada día de ir a reunirse con Ella, plugo a
Nuestro Señor manifestársele en una visión, acompañado de su Santísima
Madre. Naturalmente, los dolores de María y sus frecuentes visitas a los
Santos Lugares de la Pasión, eran pasto continuo de las piadosas
meditaciones del Evangelista, como quien había sido quince años custodio de
la Madre de Jesús, a la cual oyó que, como en pago de aquella fiel
recordación, había solicitado de su Hijo alguna gracia especial en favor de
cuantos con igual fidelidad conmemorasen los dolores por ella sufridos.
Nuestro Señor, en efecto, accedió a la demanda de su Madre, otorgando cuatro
gracias especiales a los que practicasen esta devoción, a saber: la primera,
alcanzar, algún tiempo antes de morir, perfecta contrición de todos sus
pecados; la segunda, una especial asistencia a la hora de la muerte; la
tercera, grabar profundamente en su espíritu los misterios de la Pasión, y
la cuarta, una eficacia especial de cuanto a nombre de ellos pidiese María.
En el séptimo libro de sus Revelaciones refiere Santa Brígida que estando en
la Iglesia de Santa María la Mayor, en Roma, manifestósele en una visión el
inmenso precio que en el cielo se hacía de los dolores de la Santísima
Virgen. A la beata Benvenuta, religiosa dominica, le fue concedida la gracia
de sentir en su alma el dolor que tuvo Nuestra Señora durante los tres días
que creyó perdido al Niño Jesús. Entre las varias revelaciones que acerca de
esta devoción de los dolores tuvo la beata Verónica de Binasco, refieren los
Bolandistas que Nuestro Señor le dijo que las lágrimas derramadas por los
dolores de su Madre le eran más agradables que las derramadas por su Pasión.
En su Historia de los Servitas, refiere Gianio que, recién exaltado
Inocencio IV a la Sede Apostólica, miró con cierta prevención aquel
Instituto, recién fundado por entonces junto a Florencia, temeroso de que
pudiera ser una de tantas sectas como por aquel mismo tiempo turbaban la paz
y unidad de In Iglesia, por ejemplo, la de los llamados Pobres de Lyon, la
de los que fastuosamente se apellidaban Varones Apostólicos, la de los
Flagelantes, la de los discípulos de Guillermo de Saint-Amour, y otras. Pero
deseoso el Padre Santo de proceder con toda circunspección en el asunto,
encargó de examinarle a San Pedro Mártir, religioso de la Orden de Santo
Domingo, el cual durante su tarea, tuvo una visión, a saber: en la cima de
una montaña elevada, florida y bañada de viva luz, mostrósele la Madre de
Dios asentada en un trono y cercada de ángeles que ofrecían a sus plantas
guirnaldas de flores, y tras estos, siete azucenas de singular blancura que
la Santísima Virgen estrechó un momento en su pecho, tejiéndolas luego en
forma de corona y ciñéndosela a su cabeza. Estas siete azucenas, según la
interpretación de San Pedro Mártir, figuraban los siete fundadores de la
Orden de los Servitas, a quienes la misma Santísima Virgen había inspirado
la idea de crear un Instituto nuevo para el culto de los dolores por ella
sufridos en la Pasión y muerte de Jesús. Cierto día que Santa Catalina de
Bolonia lloraba amargamente al considerar los dolores de la Santísima
Virgen, vio de pronto a su lado dos ángeles que lloraban con ella. En suma:
todo un libro voluminoso pudiera llenarse con la historia de visiones y
revelaciones relativas a los dolores de María: quien deseare repertorios
abundantes de esta especie, fácilmente los hallará en los libros titulados,
uno, el ya citado del oratoriano Marchesse, Diario de María, y otro, el
Martirio del Corazón de María, obra del jesuita Sinischalchi.
67. La Iglesia, además, ha
sancionado solemnemente esta devoción incluyéndola en el Misal y en el
Breviario Romano, y consagrándole dos festividades, una en el tercer domingo
de Septiembre, y otra el viernes de la semana de Pasión, así como también
concediendo abundantes indulgencias al Rosario de los Siete Dolores y a
otras varias prácticas de este mismo culto, entre las cuales no
mencionaremos sino el himno Stabat Mater, una hora de meditación sobre los
Dolores, en cualquier época del año; un ejercicio en obsequio al corazón de
la dolorosa, con siete Ave Marías, y el Sancta Mater, istud agas; otro
ejercicio durante los diez últimos días de Carnestolendas, y, por último,
una hora o media de oración el Viernes Santo o en cualquier otro de los del
año. Nada falta, pues, para tener por santificada esta devoción, y en
efecto, la Iglesia la recomienda muy celosamente a los fieles, sobre todo al
proponerles como objeto especial de ella siete dolores singularmente
designados entre los que sufrió la Santísima Virgen, incluyéndolos bajo
forma de antífonas en el Oficio Divino, y como otros tantos misterios que
meditar en el Rosario de los dolores. Son a saber: la Profecía del Santo
Simeón, la Huída a Egipto, el Niño perdido, el Encuentro de Nuestro Señor
cargado de la Cruz, la Crucifixión, el Descendimiento y el Santo Entierro.
Como se ve en esta enumeración de los dolores de María, tres se refieren a
la Infancia de Jesús, y cuatro a su Pasión; o mejor dicho, uno a la Vida
toda de Nuestro Señor, dos a su Infancia, y cuatro a su Pasión; o si se
quiere, uno que comprende íntegros los treinta y tres años que el Verbo
Encarnado habitó entre los hombres, dos relativos a Jesús Niño, dos a Jesús
paciente y otros dos a Jesús muerto. Los Siete Dolores son, pues, según la
mente de la Iglesia, modelos misteriosos de los demás innumerables dolores
de María, y aun pudiéramos llamarlos tipos de todas las tribulaciones
posibles del humano linaje. En los siete capítulos siguientes iremos
considerando por separado cada cual de esos siete dolores, conforme al
sencillo y fácil método que para su respectiva meditación hemos adoptado, a
saber: primero, las circunstancias de cada misterio en sí mismo; segundo,
sus particularidades; tercero, la disposición de ánimo que en cada cual tuvo
la Santísima Virgen; cuarto, el fruto que de cada uno podemos sacar para
nuestro aprovechamiento. Por último, en el capítulo noveno trataremos
especialmente de la compasión de María en sus relaciones con la Pasión de
Nuestro Señor Jesucristo, examinando si aquella tuvo realmente alguna parte
en la redención del mundo, y explicando el verdadero sentido en que a la
Santísima Virgen pueda atribuirse el extraordinario calificativo de
Corredentora, junto con otros semejantes, empleados por autorizadísimos
escritores al ensalzar las glorias de María.
VII – Espíritu de la devoción a
los Dolores de la Santísima Virgen
68. Pero antes de terminar
el presente capítulo, paréceme necesario decir algo sobre el espíritu de
esta bella y popular devoción. Fruto de ella en nuestras almas es movernos
al más acendrado amor, junto con la veneración más profunda a Nuestro Señor
Jesucristo, cuya divinidad debemos adorar con fe firmísima en su bondad y en
la abundancia de su gracia de redención, con esperanza no menos
inquebrantable en sólo El, y por tanto, con prontitud en cumplir todos
nuestros deberes para con El y en obedecer sus mandamientos, como así nos la
exige la razón y nuestra propia necesidad. Mas no sólo esto quiere de
nosotros Jesús, sino que aún reclama con mayor ahínco el homenaje de nuestra
ternura; quiere que le ofrezcamos incesantemente nuestros corazones; desea
ganarnos para sí, y unirnos a El con los lazos del afecto más filial e
íntimo; exige que en todo conformemos a la suya nuestra voluntad, y que en
El concentremos todas nuestras simpatías; que al pensar en El se inunden de
lágrimas nuestras ojos y se abrasen de amor nuestros corazones; que su solo
nombre suene en nuestros oídos como celestial armonía, y que sus palabras
sean ley de nuestra vida entera. No tanto le satisface que llevemos cuenta
minuciosa de nuestros empeños para con El, pues al cabo jamás podríamos
pagarle íntegramente nuestra deuda, como que nos abandonemos a El
espontánea, generosa, pródigamente, movidas por instinto de amar, y no cual
si nuestra vida de fe hubiera de ser una especie de empresa mercantil, o un
libro de caja, o una letra de cambio, o, lo que sería peor, un cálculo
egoísta inspirado por codicia de medro personal. No es esto lo que Jesús
quiere de nosotros, sino que nos apeguemos a El como niño de pecho a su
madre; que nos colguemos de su cuello como de amigo cuya ausencia no podemos
sufrir; que le llevemos. siempre en nuestra mente con la tierna solicitud
que a veces llevamos ciertas obligaciones, cuyo peso, lejos de sernos
molesto, es estímulo y aliento de nuestra vida toda. Pues bien; la
contemplación de las dolores de la Santísima Virgen, por el mero hecho de
suscitar continuamente en nuestra ánima el recuerdo de la Pasión de Jesús,
posee virtud especial para mover en nuestro corazón aquellos afectos. Entre
los varios medios para amar a Jesús, que de todos modos debe ser
infinitamente amado, ninguno tan especial como cuando le contemplamos en el
espejo del corazón de María; y bien que tengamos riguroso deber de mirar la
Pasión por todos los aspectos de bárbara crueldad y de repugnante ignominia
que la distinguen, pues sin esto no formaríamos jamás idea exacta de la
malicia del pecado, pero no es menos cierto que ese espectáculo, mirado en
aquel espejo, tiene virtud para transportarnos a la región serena de la más
afectuosa ternura y amante simpatía para con Nuestro Señor Jesucristo; las
múltiples y vivas emociones que de suyo suscita en nuestros ánimos la
Pasión, se impregnan con esto de aquella atmósfera de ternura que exclusiva
y soberanamente rodea los dolores de María.
69. Esta ternura engendra un
fuerte aborrecimiento del pecado, es decir, el más precioso y extraordinario
don que Dios otorga a sus santos, como raíz que es de toda perfección y
principio sobrenatural de toda perseverancia; por eso el aborrecimiento del
pecado es la más segura y eficaz de todas las gracias especiales. Pues bien:
los dolores de la Santísima Virgen son para nosotros un medio eficacísimo,
no sólo de habituarnos a ese aborrecimiento, sino de merecerle como una
gracia. El horror y la pena que el pecado suscitaba en el corazón de la
Virgen sin mancilla, junto con la reflexión de que sus dolores no causaban,
como los de Jesús, la redención del mundo, son poderosos estímulos para
nosotros de horror y de compasión, de indignación y de remordimiento; en
este orden de consideraciones nada hay que nos distraiga de aquel
pensamiento saludable, mientras que al pensar en el sacrificio de Nuestro
Señor, forzoso nos es pensar también en cómo su grande obra satisface a la
justicia del Padre, mereciendo la exaltación de su humanidad sacratísima y
erigiéndose a sí propio en padre de la innumerable muchedumbre de los
escogidos. El corazón de María brota sangre, pura y simplemente porque es
Ella la Madre del Salvador, y nuestros pecados son quien tan cruelmente los
ensangrientan; nuestros pecados mismos forman parte de la sombra tan espesa
de aquel eclipse que oscurece la vida sin mancha de María; imposible para
nosotros dejar de pensar en el pecado, mientras contemplemos aquel terrible
haz de siete espadas hundidas en el santuario de aquel seno purísimo de la
Madre del Salvador.
70. Y sin embargo, en esos
dolores mismos, en ese mismo horror que nos inspiran del pecado, hay algo
por donde podemos prescindir de nuestras propias culpas sin detrimento de
nuestra humildad; aquella contemplación despierta en nosotros un vivísimo
deseo de la conversión de los pecadores, y se diría que por lo mismo que
aquellos dolores de María fueron la dote propia de la Reina de los
Apóstoles, suscitan en nosotros un celo apostólico instintivo. Ora por
virtud de gracia que secretamente les comuniquen, ora por natural resultado
de su meditación acerca de ellos, sabido es que los dolores de María
constituyen la devoción predilecta de los misioneros . Y, ciertamente, la
desventura de perder a Jesús; la intolerable pena de estar separados de El,
por poco tiempo que fuese; las tinieblas y tristeza que reinan allí donde El
no está, son otras tantas fases de singular consideración en cada cual de
las siete series de aquellos misterios dolorosos. ¡Cuán lejos están de Jesús
los pecadores, los herejes y los idólatras! ¡Cuán apartados caminan de las
vías del Calvario! ¡Cuántas y cuán preciosas por tantos conceptos son esas
almas extraviadas! ¡Qué abismo tan insondable es la culpa! Y ¡qué
espectáculo tan triste para nosotros el de tanto infeliz que con rostro
sereno y cantando alegres y descuidados de lo porvenir, corren desalados a
su eterna perdición como si fuesen a un festín de bodas! ¿Quién podrá pensar
en esos infelices enfermos sin ansiar vivamente curarlos? ¡Y luego, pensar
que el pecado fue causa de toda la Pasión y de todos sus tormentos!... ¿No
habrá algún corazón que, abrasado de amor, se olvide por un instante de sí
mismo y piense que tantos pecados como impida son otras tantas penas
ahorradas a nuestro amadísimo Salvador? ¿Hay error en esto? ¿No hay realidad
alguna? Pues ese corazón, así movido, pensará en hacer como pueda obra de
reparación, y no hay reparación igual a la conversión de un pecador, y
tratará de llevarle a los pies de María para que Ella suavemente le alce y
le ponga en brazos del Salvador. ¡Oh! ¡Cómo lloraremos de júbilo al ver que
hemos podido hacer algo por Jesús y María, llevándoles pecadores
arrepentidos! Nada, ninguna gracia pediremos ya para nosotros, satisfechos
de haber procurado para la Madre y el Hijo un poco de gloria, de amor y de
alabanza.
71. Crecer en devoción a
María es prenda segura de progresar en toda especie de buenas obras; no cabe
tiempo mejor empleado ni medio más infalible de asegurarse la
bienaventuranza. Pero la devoción, en resumen, no tanto nace de la
veneración como del amor, por más que vaya siempre junta con ella; y nada
tan adecuado para excitar nuestro amor a la Santísima Virgen como sus
dolores. Inundados de delicias y de santo temor a un mismo tiempo, nos
tapamos los ojos con las manos cuando la refulgente luz de su Concepción
Inmaculada se nos muestra en todo su esplendor; con asombro y no menos temor
pensamos en el insondable misterio de su maternidad divina; con gozosa
admiración y reverente acatamiento contemplamos su vasta sabiduría, la
excelsitud de su santidad, sus prerrogativas singulares, y nos gozamos
indeciblemente al ver en la poseedora de tan eminentes dotes a nuestra
propia Madre, que nos ama sin medida. Porque aún las más altas cosas es
forzoso que en algún modo se acomoden a nuestra condición terrena: no
podemos, sin alguna fatiga, levantar la cabeza para contemplar la
esplendente bóveda del cielo; el reflejo del sol que dora las orillas de la
nube hiere nuestras pupilas, que se bajan al suelo para descansar en la
verde alfombra de la tierra; bella es la luna tiñendo con suave rosicler el
espacio azul en donde flota; mas para nuestros corazones, perpetuamente
atraídos por la tierra, es más bello todavía el astro de la noche cuando
tiende sus rayos como lluvia de plata sobre las campiñas, las florestas y
los arroyos, o sobre las ondas del mar inmenso, porque, al fin y al cabo, la
tierra es morada que puede amarse. Pues de este modo, cuando la teología
despliega sobre nuestra mente el cuadro de las grandezas de nuestra Madre y
de los misterios sublimes que le conciernen, nuestra devoción, a causa de
esa misma flaqueza de la condición humana, siente una especie de tensión
nerviosa. ¡Oh!, ¡y cómo, tras largo meditar sobre la Inmaculada Concepción,
brota el amor por cada poro de nuestros corazones al pensar que aquella
Reina, que parece más que mortal criatura, es la misma que luego vemos de
pie junto a la Cruz, destrozado el corazón y manchadas de sangre las manos!
¡Oh Madre!, déjanos tenerte un momento por hermana nuestra para que podamos
sentirte más cerca de nosotros. Sin duda podemos llorar de alegría pensando
en la magnificencia de tu trono regio; pero aquellas lágrimas no son, ni nos
refrigeran, como las que podemos derramar contigo en el Calvario; cuando
allí contemplamos tu dulce rostro bañado por el dolor materno, tus mejillas
surcadas de lágrimas, tu serenidad en medio de tan incomparable desventura,
velada con ese manto azul que ha tan largo tiempo conocemos todos tus hijos,
nos parece como si halláramos a nuestra madre después de haberla perdido, y
que eres una Madre diferente de esa maravilla que admiran los cielos; más
pareces, al menos, Madre nuestra en la suave colina del Calvario que cuando
te remontas a las alturas inaccesibles del Empíreo. Mira como entonces el
cariño renovado de tus hijos brota de senos de su corazón ignorados de ellos
mismos hasta entonces; mira cual rodean, como un río circular, a su Madre
recién viuda, cual si quisieran así proveerla de lágrimas inagotables, y
protegerla, como con vasta frontera de amor, contra el embate de nuevas
desventuras. Allí donde reina el dolor, reina el amor siempre, y esto lo
aprendemos bien nosotros en los dolores de María. Uno de los innumerables
fines de la Encarnación fue que Dios consintiese en descender hasta nosotros
para contrastar la humana flaqueza que incesantemente nos mueve a idolatría,
pues tal y tanta es nuestra dificultad de mirar siempre a lo alto y
contemplar fijamente los focos inaccesibles de la luz divina. Pues algo
análogo sucede con los dolores de María comparados a su grandeza. La nueva
fuerza de fe y de devoción que adquirimos contemplando el esplendor
celestial de María, renueva nuestras potencias para amar; y todos nuestros
amores, el nuevo lo propio que el antiguo, se acumulan alrededor de Ella en
su agonía al pie de la Cruz de Jesucristo, allí se acrecienta el amor que le
tenemos, porque allí fue donde verdaderamente fuimos hechos hijos de Ella.
Todo cuanto allí padeció lo padeció por nosotros; no compartimos con Ella la
exención del pecado, pero sí el dolor; éste es lo que hay de común a Ella y
nosotros. Allí, pues, nos rodearemos a Ella y lloraremos con Ella, y más y
más le amaremos sin olvidar, ¡oh!, no su grandeza; pero esculpiendo en
nuestros corazones, junto con la más tierna predilección, el recuerdo de su
martirio sublime.
72. ¿Quién puede decir que
lleva buena vida sino el que procura incesantemente conformarla a Jesús,
modelo divino? ¡Oh! ¡Cómo malgastamos el tiempo, sirviendo de estorbo en el
mundo, tal vez ocupando un sitio usurpado! Debiéramos estar pensando siempre
en algunos de los misterios de Jesús, empapando en ellos nuestro espíritu y
obrando conforme al suyo. La vida interior de nuestro Señor Jesucristo
contiene la gran ciencia práctica de nuestra propia vida, la única ciencia
que puede producirnos frutos de madurez para la eternidad; y el medio que
debiéramos emplear para aprender y aprovechar esta enseñanza es meditar
sobre los misterios de Jesús o presenciarlos por fe, con el espíritu de
María. Esta imitación de la Santísima Virgen debería constituir una base de
la vida cristiana pues Ella leía continuamente en el Corazón Sacratísimo de
Nuestro Señor, y por consecuencia veía habitualmente, como en un espejo,
todos sus pensamientos y afectos, tanto los que se enderezaban a su Padre,
como los que se referían a Ella o a nosotros. A veces cubría Jesús con un
velo aquel espejo, pero por lo común estaba claro a los ojos de María; así
nos lo refieren las revelaciones de la Madre María de Agreda. Pero aunque
así no fuese; ¿qué duda cabe en que María comprendió a Jesús como nadie lo
pudiera, y en que vivió con El en unión más real y estrecha que lo pudiera
santo alguno? ¿Quién, por tanto, dudará de que María conformase todos sus
afectos a los de Jesús, en todos los misterios de Nuestro Señor, ni de que
esa conformidad fuese singularmente perfecta y adecuada a la santidad
eminente de NueStra Señora? Estudiemos, pues, el corazón de María;
procuremos en lo posible conformarnos a él, calcando en su vida interior la
nuestra; por imperfecta y desfigurada que sea la copia; nos ahorrará muchos
desbarros. Pues bien; el camino más seguro para penetrar profundamente en el
corazón de María, es meditar sus dolores, que nos abren un campo vastísimo
para participar del espíritu de Jesús, porque si bien el gozo de nuestro
Salvador fue inmenso y perpetuamente beatífico durante los treinta y tres
años de su vida en la tierra, no es menos cierto que toda esa su vida se
señaló más por el padecer que por el gozo; el dolor le era, en cierto modo,
más connatural, constituía el carácter, el instrumento, la fuerza íntima y
la razón explicativa de su divina misión. Por esto la participación del
espíritu de Jesús por medio del espíritu de María, es el verdadero espíritu
de la devoción a los dolores de la Santísima Virgen. Cuantos llevan ya algún
tiempo de recogerse a la dulce sombra de esos dolores, saben bien hasta qué
punto esa sombra es en sí misma una especie de revelación.
73. Tratándose del espíritu
de esta devoción, algo debemos decir también de su eficacia, pues no basta
saber los frutos espirituales que en nosotros produce, sino que importa
conocer el precio que tenga ante Dios. En materia de devociones concíbese
bien que unas sean más agradables a Dios que otras, y, por consiguiente, que
alcancen más prerrogativas. Pues bien; a ninguna ha prometido Nuestro Señor
tantas como a ésta de los Dolores; y prueba, de ello, entre otras, el gran
número de visiones y revelaciones auténticas, y, por consecuencia natural,
la multitud de ejemplos de santos que la autorizan para con los fieles. Y la
índole misma de esta devoción dice que no podía menos de ser así. Notorio
es, en efecto, el gran poder de la Santísima Virgen para alcanzarnos gracias
espirituales; el culto que por éste y tantos otros motivos le debemos, ha de
recaer, o sobre sus gozos, o sobre sus penas; pero por sus gozos, como
enseña San Sofronio, la Santísima Virgen no es más que deudora de su Hijo,
mientras que por sus penas llegó, en cierto modo, a ser su acreedora. San
Metodio, mártir, enseña, esta misma doctrina. El ejemplo de los santos que
sobre esta materia han escrito, nos autoriza, pues, a decir con ellos que
María, por sus dolores, ha obligado, en cierto modo, a Nuestro Señor
Jesucristo, y de consiguiente, adquirido para con El una especie de derecho
y un como fuero de impetración, que en parte no podía serle negado sin
injusticia. Pero, aunque así no fuera, bastaría lo que en sí es el Santísimo
Corazón de Jesús; bastaría el inmenso amor de Jesús a su Madre y el
recrudecimiento de su Pasión causado por los dolores de Nuestra Señora, para
que, aun sin mediar obligación alguna de su amantísimo Hijo, no pudiéramos
dudar de lo mucho que para con El vale esta devoción; devoción que en el
rigor fue el mismo Jesús primero en practicar, por cuanto, de hecho, la
Compasión de María Santísima constituyó parte muy principal de su por
siempre bendita Pasión. De aquí que en el instante mismo de comenzar a
pensar en los dolores de María, comenzamos a congraciarnos con Jesús; y aun,
como dice San Anselmo, Jesús, tiene prevenida su gracia para los que meditan
sobre los dolores de su Santísima Madre. Apresurarémonos, pues, a buscar por
esta vía los auxilios del cielo; pensemos en lo mucho que nuestras almas
necesitan y en lo poquísimo que hemos hecho para satisfacer su necesidad, en
las escasas e incompletas victorias que hemos logrado sobre nuestra pasión
favorita, sobre nuestros pecados habituales; en lo liviano de nuestro
espíritu de oración; en lo pueril y mezquino de nuestro espíritu de
penitencia; en lo pasajero y fugaz de nuestra unión con Dios. Porque
verdaderamente no tenemos vigor, ni resolución, ni perseverancia, ni
firmeza, ni alientos para empresa valerosa alguna: en una palabra, nuestra
vida espiritual es floja. Pues bien; aquí tenemos una devoción tan sólida y
eficaz, como que cabalmente ha sido establecida para darnos, ora por los
frutos varoniles que en nuestras almas produce, ora por su privanza efectiva
para con el Sagrado Corazón de Jesús, la fuerza que nos falta. ¿Quién hay
que al mirar a los santos y al ver cuánto se ha obrado en pro de ellos, no
haga todo lo posible por cultivar esta devoción para su propio
aprovechamiento?
74. En los negocios de este
mundo nuestra constancia suele crecer con los años; pero ¿quién de nosotros
ignora que sucede muy de otra manera en los negocios del alma? ¡Ay! Aquí la
constancia se engendra del fervor, y nuestro fervor suele ser como nube de
verano; aun lo mejor, a fuerza de practicado, lo practican con descuido y
nuestros hábitos más saludables pierden, digámoslo así, la contextura, como
resorte gastado o máquina desvencijada, y se apoderan de nuestra vida la
ilusión o el desconcierto. De aquí que, mientras mas perseveramos en una
buena obra, más necesitemos vigilar para que no se desgaste su espíritu;
confiamos en que la costumbre y el progreso de la edad aumentaran la
perfección de nuestros actos, y suele suceder lo contrario cabalmente. Sin
duda para lo fácil, para lo fútil, para lo muelle, en suma, para todo lo que
o nada vale o es ocasión de resbalar, el hábito es muy poderoso, mas para
las cosas de verdadera importancia, cuando se trata de esforzarse, de
elevarse, de luchar, de sufrir con paciencia y de perseverar, cada día nos
tornamos mas voluntarios, más veleidosos, más desconcertados, más cobardes;
y llega la vejez y nos trae una flaqueza peor que las de la juventud, porque
da menos esperanza; peor, porque en vez de curar los años del vicio antiguo
suscitan uno nuevo; peor, porque nos hace descuidados la falsa idea de que
cuando mozos éramos demasiado emprendedores, y de que la prudencia nos manda
no querer subir tan alto, sino quedarnos en una región más baja, de aire más
tibio y respirable. Y a todo esto agréguese que no pocos se a pegan más al
mundo cuanto más van envejeciendo, raro fenómeno, en verdad, pero así es, a
causa sin duda de la tibieza. Suele el viejo olvidar mucho de lo bueno que
aprendió cuando mozo pero ¡ay de él cuando desecha las armas de combate! ¡Ay
de él, sobre todo, cuando se despide de la esperanza! Cierto que el descanso
es gran cosa, y bien le necesita el viejo, pero ¡ay de él si antes de tiempo
se echa como suele decirse, en el surco! Cuando joven gozó del mundo
ampliamente, reservando la enmienda para edad madura; y vino la edad madura
y la vejez luego, ¿y en qué ha parado? OídIo bien, cristianos; ora viváis
retraídos en el recinto enervante del hogar doméstico, ora entre las
tempestades de la vida pública, esforzaos valerosamente en vivir con Jesús,
según el espíritu de María, o estáis perdidos. Esto lo aprenderemos con
aumentar nuestra devoción a los dolores de nuestra santa Madre; de este modo
sabremos que al tomar descanso no ha de ser sino por tiempo breve, y que no
debemos dormirnos. Resuene constantemente en nuestras almas y llame
incesantemente a la puerta de nuestros corazones esta patética historia, tan
digna, en verdad, de las miradas de los hombres, y será para nosotros una
fuente de santidad, porque ahuyentará de nuestra vida la pereza, nos
impedirá echar en olvido las cosas sobrenaturales y apartará de nosotros la
seductora tentación de buscar reposo cuando debemos velar. De María
aprenderemos todos a tenernos de pie junto a la Cruz.
Capítulo II
PRIMER DOLOR
PROFECÍA DEL SANTO SIMEÓN
76. En ninguna parte del
Antiguo Testamento parece que estamos cerca de Dios tanto como en el libro
de Job; pues, efectivamente, en ninguna se nos muestra tan rodeado de
tremendos misterios ni tan terrible en sus designios respecto a los hijos de
los hombres, y, sin embargo, en ninguna parte tampoco se nos manifiesta tan
clara ni tan tiernamente como Padre nuestro. El describirse en aquel libro
el misterio del dolor es lo que, por un lado, nos le ofrece tan hecho para
el hombre, y por otro nos eleva tan alto a la región de las cosas divinas.
El dolor es la prueba extrema de la criatura, y el que por lo mismo la mueve
a echarse más de lleno en brazos del Criador. Las tribulaciones de Job son
al Antiguo Testamento lo que la Pasión de Nuestro Señor es al Nuevo, y bien
se ve que las primeras fueron adrede sombra de la segunda. Pensando en los
dolores de la Santísima Virgen, recordamos la tierna descripción que el
libro de Job nos ofrece de los amigos de aquel Patriarca cuando, noticiosos
de sus desgracias, fueron a visitarle. “Miráronle -dice- a lo lejos, y no le
conocían, y con fuertes sollozos lloraron, desgarraron, sus vestiduras y
echaron polvo al aire para que les cayese encima de la cabeza, y estuvieron
sentados, con él en el suelo siete días y siete noches, y ninguno de ellos
le dijo nada porque veían cuánto era su dolor”. Sabían, por lo visto, que el
silencio es la mejor de las consolaciones, y nada, en efecto, podía ser tan
grato al corazón de aquel afligido como el ver que sus amigos apreciaban
debidamente el exceso de su desventura. Ello es que en cuanto hablaron le
irritaron, y con esto la simpatía se trocó en disputa; la disputa, como al
cabo tenía que suceder, acabó en palabras acerbas, y aquellos importunos se
envolvieron, como dice el texto, más que Job mismo, en necias cláusulas.
Pero aquel silencio de los amigos de Job era menos de maravillar que el de
Jesús en la Cruz, porque allí el hondo padecer de Jesús era un martirio
interior y distinto, causado por los dolores de su Madre, a quien no dice
más palabra que las breves con que la encomendó a la custodia de San Juan;
sólo esto oyó de su Hijo crucificado María, y nada más; ni una máxima de
celestial sabiduría, ni una frase de filial ternura, ni una bendición llena
de gracia y fortaleza; nada, en fin, por donde aquella Madre tuviera señal
de que su Hijo veía y sentía sus angustias. Y en verdad, ¿para qué lo había
menester? Ella leía en el corazón de Jesús, y además ya entonces estaba
maravillosamente avezada a los caminos del Señor. Aquel silencio de Jesús
era una muestra de respeto a los dolores de su Madre, así como el silencio
de María era la expresión adecuada a la magnificencia de las penas que en
aquel instante estaba sufriendo. Cosa de maravillar era, por cierto, aquel
silencio en Jesús y en María; él fue casi la única conversación que tuvieron
durante treinta y tres años. Pero el silencio de Jesús era el de un corazón
que rebosaba, y alguna porción de aquélla plenitud es lo que debemos pedirle
cuando meditamos sobre los dolores de María: bien la necesitamos para hacer
digna y fructuosamente esta meditación; bien necesitamos alguna centella de
aquel fuego que ardía en Jesús durante aquellas horas silenciosas, y esa
centella nos bastaría para abrasar nuestros corazones, consumiéndolos del
más ardiente amor por todo el resto de nuestra vida mortal. Jesús, nuestro
modelo en todo, debe serlo también de nuestra simpatía para con su Madre;
como en todo cuanto puede santificarnos, Jesús: mismo es quien, con sus
preceptos y sus ejemplos, nos enseña la devoción a María.
77. Cuarenta días eran
pasados desde que los ángeles cantaron en las alturas. Durante todo aquel
tiempo, María y José habían sido profundamente instruidos en los misterios
de Dios; los pastores habían adorado al Niño recién nacido, los tres reyes
habían puesto a sus pies místicas ofertas, y la estrella que allí los guiara
se había sepultado en la nocturna hoguera de los cielos. El mundo, en tanto,
seguía su ordinario camino; cada mañana se apacentaba de noticias políticas
de Roma, mientras hervían en filosóficas disputas las escuelas de Atenas.
Las caravanas entraban y salían por las puertas de la blanca Damasco, y el
sol calentaba las serpenteantes ondas del Oronte, en Antioquia. Los seides
imperiales preparaban en Belén sus censos y sus listas, donde María y José
no figuraban sino como dos unidades en la cifra de los tributos de la
comarca. Según costumbre y conforme a la ley, el día 1º de Enero Jesús había
derramado su primera sangre. ¡Cuántas y cuán grandes cosas habían pasado ya
desde el 25 de Diciembre anterior, es decir, en ocho días! El Criador se
había manifestado personalmente en su propia creación, bien que casi
escondido debajo de tierra, en una especie de gruta que servía de establo.
Llega el 2 de Febrero; José y María, con el Niño, dejan aquellos lugares en
donde habían pasado, rápidos como una visión celestial, para ellos, los
cuarenta días, y ya van caminando por la falda de la estrecha colina donde
se alza la ciudad: los viñedos, tendidos en las escarpadas laderas,
comienzan apenas a destilar sus gotas primaverales, heridos por la segur del
podador; pero ya verdean los campos en donde espigó Ruth, y el esplendente
sol de una primavera anticipada ilumina las pardas rocas apiñadas junto al
sepulcro de Raquel. A los lejos descuellan los techos de la ciudad santa, y
sobre ellos el glorioso templo, vestido de fiesta aquel día. Camino de ese
templo, que es templo suyo, va el Niño-Dios manifestado a los hombres.
78. Doce años de su purísima
vida había pasado María en las casas dependientes de aquel santuario; allí
había consagrado con voto explícito a Dios, la virginidad que ya le tenía
prometida desde el primer instante de su Inmaculada Concepción; allí había
meditado sobre las Sagradas Escrituras y descubierto los arcanos del Mesías;
Virgen tornaba entonces al mismo templo; Virgen, y al par ¡oh misterio de
gracia! Madre también. Allá iba con su Hijo para ser, ¡oh misterio de
humildad!, para ser purificada; Ella, más pura que la nieve del Líbano;
Ella, no pisada por la planta de ningún ser viviente, iba allí para
presentar a su Hijo-Dios ante Dios, ofreciendo así al Criador un don que no
hubiera podido ofrecerle ninguna otra criatura; es decir, un don
perfectamente igual al Criador mismo. Cuando se levantó el segundo templo,
los ancianos del pueblo lloraron a gritos porque su gloria no igualaba la
del primero; y sin embargo, jamás éste había visto día tan glorioso como el
que ya doraba con sus primeros rayos la cúpula de aquél; el Santo de los
Santos del templo de Salomón no era sino símbolo y figura de la gloria real
que aquel día llevaba la Virgen en sus brazos al templo de Herodes. Dos
ofrendas tenía que presentar: una, el Niño, que iba reclinado en su seno;
otra, el par de tórtolas o palomas para la purificación, que llevaba José.
Como nada extraño ni singular había en ellos, pasaron por entre la
indiferente muchedumbre, que ni los miró siquiera; así sucede siempre en las
cosas de Dios; aunque presente le tenía, fue para Ella tan invisible como lo
es siempre allí donde no le miran los ojos de la fe y del amor.
79. Acudiendo iban al templo
otras personas al sacrificio matutino; entre ellas el anciano Simeón, cuya
venerable cabeza coronaban ya las flores del sepulcro, había sobrevivido a
sí propio, no menos que a los hombres, a las cosas, a las simpatías y a la
sociedad de su tiempo; extraño al espíritu de su época, era superior a las
estériles agitaciones de entonces, y ninguna parte tomaba en las contiendas
y disputas de fariseos y saduceos; el mundo se le hacía cada vez mas
insoportable, parecíale cada vez más perverso, teníale por morada cada vez
menos hospitalaria y menos amiga de sus cansados años. Pero había una cosa,
que ardientemente, y ya desde largo tiempo, deseaba ver; quería diferir su
viaje al cielo hasta que le fuese dado verle un momento en la tierra, según
Dios se lo había, prometido. “Había recibido respuesta del Espíritu Santo
que él no vería la muerte sin ver antes al Cristo del Señor”. (Luc., II,
26). Al acudir al templo aquella mañana , ¿iba prevenido por alguna
revelación manifiesta, o movido por un presentimiento y como impulsado por
extraordinaria llama de su corazón? ¿Quién podría decirlo? Estaba también
aquella mañana en el templo una viuda llamada Ana, hija de Phanuel, de la
tribu de Aser; era ya de muchos días, “como de ochenta y cuatro años”, y
había habitado tiempo atrás en los olivares de la llanura de Acre y en las
orillas del mar de Occidente; poseía don de profecía y no había necesitado
acudir al templo, porque no se apartaba de él jamás, “sirviendo día y noche
en ayunos y oraciones”. Ya entran en el templo María y José con el Niño.
¡Oh! ¡Cuán ricamente ha dispuesto Dios aquella solemne fiesta! ¡Qué de
gracias ha otorgado al viejo Simeón para santificarla! ¡Cuántos años se ha
estado preparando Ana con austeras penitencias y fervientes oraciones! Pues
¿y José? Dios había creado en su alma todo un mundo de piedad. ¿Y María?
¡Oh! María es el trofeo selecto de las magnificencias de Dios; volúmenes sin
cuento se han escrito acerca de sus dones, de sus gracias y de su interior
hermosura, y, sin embargo, ¡cuán poco sabemos de tanta maravilla! Por
último, ya pasó los umbrales de su mansión terrenal el Verbo Encarnado; los
ángeles del santuario pliegan sus alas y le adoran silenciosos con temor y
temblor. ¿Cómo los ojos de aquel Niño no despedían rayos al tomar posesión
de su templo? ¿Cómo no se apagaron las luminarias del Santo de los Santos
cuando, entrando en su recinto el Santo por excelencia, la Santidad misma,
se asentó regiamente en el trono de los brazos de su Madre mortal?...
80. María, presentó sus
ofrendas “conforme está mandado en la ley del Señor”, porque el espíritu de
Jesús era espíritu de obediencia, y aunque el esplendor de la inocencia
angélica habría sido tinieblas comparado a la cándida pureza de María,
también Ella quiso conformarse a la ley del Señor yendo a purificarse; tanto
más, cuanto con aquella ceremonia su humildad hallaba medio de ocultar las
gracias de que Dios la había dotado. Llevaba también en sus brazos a la
verdadera tortolilla, a nuestro Jesús, “para hacer, según la costumbre de la
ley, por El”, y le puso en brazos de Simeón, como después lo ha hecho por
visión con tantos otros santos, y en el alma del anciano sacerdote fulguró
una luz extraordinaria. ¡Oh bienaventurado anciano! Tus trémulos brazos
rodean a tu Dios; tu cuerpo, agobiado por el peso de los años, lleva el peso
de tu Criador, y, sin embargo, no se dobla; en el rostro de ese Niño estás
viendo nada menos que la gloria celestial; el Espíritu Santo te ha cumplido
su promesa; en tus manos tienes al “Cristo del Señor” al que tan largos años
te ha mantenido esperando “la salud de Israel”, conservándote en un mundo ya
para ti peregrino, como después de ti lo fue para San Juan Evangelista...
¡Oh! Seguramente el Dios que te crió, el Dios que en breve has de recibir,
el Dios a quien tan tiernamente estrechas ahora en tu seno, ha fortalecido
tu corazón con su omnipotencia, pues de otro modo no habrías podido flotar
en el diluvio de gozos que en este momento inunda tu alma. Mírale, que no te
hartarás de mirarle; mira esos labios de rosicler que muy pronto
pronunciarán tu sentencia de vida eterna; inflama tu corazón con el fuego de
esos ojitos infantiles. Es el Cristo, el Cristo que esperabas. ¡Cuánta
profecía se cumple en este momento! Ahora es cuando se consuma la historia
del mundo; ahora cuando se corona la creación. Porque, en resumen, ¿qué otra
cosa sino el hermoso rostro de ese Niño, han deseado ver, durante tan largas
edades, tantos patriarcas, reyes y profetas? Pues tú lo has visto, y esto lo
dice todo; tú has visto el cielo, y nada tiene ya la tierra que ver contigo;
¿por qué no te falta de pronto y te deja libre para volar al seno del Dios
infinito, Padre tuyo y Padre de ese su único Hijo, cuya hermosura pudiera
arrebatarte con la más dulce y hermosa de las muertes?
81. Con pena costosísima
suelta Simeón aquélla deliciosa carga; su espíritu, henchido del espíritu de
Dios, vence la flaqueza de su extrema ancianidad, y sus labios rompen el
silencio del templo cantando el Nunc dimittis, como Zacharías había cantado
antes el Benedictus, y María el Magnificat. Todos los siglos repetirán aquel
cántico, resumen de toda la poesía de toda alma cristiana cansada de la
tierra; eco de ese himno será la expresión de todas las aspiraciones al
cielo y del arrobamiento de innumerables santos; para el corazón de millones
de fieles será como un sereno sueño del otoño tras una jornada laboriosa; la
suave melodía de ese tierno cántico será la última en las últimas completas
que la Iglesia ha de cantar antes de aquella noche en que se abra el juicio
universal y el Señor aparezca entre nubes de fuego por el Oriente. Al oírla,
el mismo José fue arrebatado en éxtasis de santa admiración; María se
maravilló de aquellas palabras tan profundas, tan bellas y tan veraces de
Simeón, porque nadie como Ella. sabía, que aquel Niño era realmente “lumbre
para ser revelada a los gentiles y para gloria del pueblo de Israel”.
82. Cuando María se humilló
a recibir la bendición del anciano sacerdote, ¿tenía éste a Jesús todavía en
brazos, y hacía con El sobre la cabeza de la Virgen arrodillada la señal de
la Cruz, como se usa en las bendiciones cristianas, o había tomado ya la
Virgen en sus brazos a Jesús para ponerle a los pies de aquel hombre su
hechura, y recibir de él la bendición? Como quiera que ello fuese, ¡qué
misterio tan asombroso! Pero, sobre todo para ti, Madre inmaculada, ¡qué
bendición tan extraña y tan singularmente triste! ¡Qué terrible cambio ha
tenido al dirigirse a ti la profética poesía de Simeón! ¡Qué lúgubres
acentos pone el Espíritu Santo en boca del anciano sacerdote! Al
pronunciarlos éste, nos inclinamos a creer que tenía en sus brazos a Jesús,
según los términos en que comienza su profecía, “He aquí, dice, que éste (el
Niño) es puesto para, caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para
señal a la que se hará contradicción: y una espada traspasará tu alma de ti
misma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones”.
83. Cuando hubo terminado su
profecía el Santo Simeón, obróse en el espíritu de María. un nuevo e
indecible misterio de la gracia; quizá supo entonces algo que hasta allí, no
había sabido; quizá también, y esto es más probable, supo de un nuevo modo
lo que ya de antes sabía. De una o de otra manera, en su alma, repetimos,
surgió un nuevo estado, una nueva operación de la gracia, una nueva
santificación, un estupendo milagro; pues desde aquel momento vio
súbitamente grabarse en su espíritu todos y cada uno de sus dolores,
especialmente la Pasión toda entera, con todos sus pormenores, y su corazón
inmaculado quedó como sumido en un piélago de aflicciones sobrenaturales por
su índole y por su intensidad; parecióle como si aquella visión le llegase
del rostro mismo de Jesús, que con su penetrante mirada grabase en su mente
aquel espantoso cuadro. Vio entonces sin verlo el corazón mismo de Jesús,
con todo cuanto le llenaba. Reproducíase en ella, pudiéramos decir, el
misterio de la Encarnación, aunque por diverso modo, elevándola a nueva cima
de santidad y aumentando con nueva riqueza la dote que había recibido como
Madre de Dios; sin dejar de ser Ella misma, era diferente de la que poco
antes había entrado en el templo. Pero en aquella su transformación
maravillosa nada hubo que la sorprendiese, ni la desconcertase, ni la
amedrentase, ni de modo alguno turbara su ánimo; antes al contrario, el
mismo piélago de amargura que había inundado su alma, acrecentó su
inalterable serenidad. Desde los brazos, y al par del cántico de Simeón,
había descendido sobre ella la excelsa luz del mundo, seguida de tinieblas
más profundas, espesas y palpables que las de Egipto; del claro sol de Belén
había pasado súbitamente a las oscuras sombras del Calvario; pero esto,
repito, sin menoscabo alguno de su celeste calma, sin que le causara
extrañeza ni asombro, antes bien dejándola llena de la suavidad de un amor
indecible, fortalecida con la unión más divina, no obstante aquella espada
que atravesaba su corazón, y que clavada después en él durante cuarenta y
ocho años, había de hacerla morir de amor cuando Jesús se la arrancase de la
herida.
84. En aquella, misma hora
llega Ana al templo, y María la ve reconocer a su Dios en Jesús, y oye
cuando de El dice “a todos los que esperaban la, redención de Israel”. Y
diligentemente cumplido todo conforme a la ley del Señor, María y José con
el Niño tornaron a los herbosos valles de Galilea y a las enriscadas calles
de la solitaria Nazaret. ¡Oh! ¡Cuántas cosas han pasado desde el mes de
Diciembre, en que la santísima Virgen salió de aquella su ciudad natal,
adonde vuelve hoy con aquella aguda espada en el corazón! Pero el sol
poniente dora las blancas viviendas de Nazaret como si nada hubiera
sucedido...
85. ¡Cruel monotonía de la
invariable naturaleza para quien lleva en el alma todo un nuevo mundo de
pesares!
86. Tal es el misterio del
primer dolor de la Santísima Virgen; veamos de examinarle ahora en todos sus
pormenores. De notar son, por de pronto, el momento en que sucedió el acto
que a la sazón ejecutaba María. Acababa de presentar a Dios una ofrenda
igual a El mismo; ofrenda tal como no se había hecho desde la creación del
mundo, y como ya no podría haberla sino mediante nueva creación. Con esto
había superado María todas las adoraciones de los ángeles, y por otro lado
constábale bien que al restituir a Jesús en el seno de su Padre, separábase
Ella de su Hijo. El galardón que por este sacrificio recibió inmediatamente
fue un indecible dolor para toda su vida. No otras son las vías del Señor;
ese primer dolor de la Santísima Virgen nos revela uno de los principios más
universales del orden sobrenatural que rigen la acción de Dios para con sus
escogidos, es a saber: las penas de este mundo son raíz de los gozos del
otro; toda cruz es principio de una corona. Los santos se gozan en padecer
porque así semejan a Cristo, placiéndose en lo que El se agradó y
compartiendo su afición predilecta; por experiencia saben que el padecer
acrecienta de algún modo su unión con Dios. El dolor es una sombra que apaga
las engañosas fosforescencias del mundo, y por entre la lobreguez misma en
que aparentemente deja sumidas nuestras almas, puede nuestro espíritu
divisar a Dios más claramente. Por otro lado, la inmensidad del dolor de
María y la rapidez con que se siguió a su oblación, manifiestan de suyo la
eminente santidad de nuestra amadísima Madre: Dios proporciona su cruz a las
fuerzas que María posee para sobrellevarla; ni tampoco había para
diferírsela, pues Ella no había menester ni de preparación, ni de gradual
acrecentamiento de gracias interiores, ni de escala ascendente de cruces
cada vez más pesadas, no; hubiera podido desplomarse sobre Ella todo el
mundo de dolores, pues Ella estaba pronta para recibirlos y más firme que
los collados de Jerusalén. Imposible hubiera sido a ningún hombre concebir
cómo un valor humano pudo asemejarse tanto a la omnipotencia divina.
87. Desde aquella hora y
punto, cada acto de María fue para Ella un padecimiento, cada gozo una
fuente de amargura; no había en su alma un solo repliegue donde la amargura
no penetrase. Cada una de sus miradas a Jesús, cada movimiento, cada palabra
del NiñoDios, suscitaban, exacerbaban su amarga pena; el mero transcurso
del tiempo acrecentaba su dolor, por cuanto apresuraban las tristes horas de
Gethsemaní y las tremendas del Calvario. En cualquier actitud o postura, aún
la más natural o accidental, que María viese a Jesús,. veía siempre una viva
imagen de los futuros tormentos de la Pasión; todo cuanto Jesús hacía o
decía era para Ella reproducción constante y sin cesar renovada de aquel
espectáculo venidero. ¿Señalábase en la palma de la mano del Niño alguna
herramienta de carpintería? Allí veía Ella la llaga abierta por el clavo.
¿Miraba los vallados de zarzas de los huertos de Nazaret? Cada rama le
representaba la corona de espinas, y aun en la cándida frente de Jesús
parecíale a veces descubrir un cerco de manchas de sangre. En suma, la
Pasión toda entera se le estaba representando a toda hora, no podía mirar a
lado alguno, y peor si cerraba sus párpados, sin ver aquel sangriento ocaso
en el horizonte sombrío. Nadie jamás había probado tan terrible
transformación en su vida; todo se le convertía. en amargura; cuanto debiera
haber sido para Ella vivísimo gozo, se le tornaba en punzante pena, y esta
radical mudanza le ocurría cabalmente en los instantes mismos que el sol
brillaba más esplendente en su corazón de Madre, dilatándose con el calor
vivificante de su llama. Ninguno de nosotros hubiera podido sufrir cinco
minutos aquel tormento que María estuvo afrontando toda su vida; el dolor
había como tomado posesión de su existencia, y aun dentro mismo del corazón
de Jesús, donde su vida entera se albergaba, la perseguía con lúgubres
sombras y espantosas imágenes, en cuyo fondo negro veía, junto con todos los
instrumentos de la Pasión, las horribles simas del pecado, los relámpagos y
truenos de la ira divina, los crímenes de los hombres y los furores del
infierno.
88. Y entre tanto, su vida
había de correr uniformemente, cumpliendo sus deberes ordinarios a toda
hora, sin tregua ni dispensa alguna. La pobreza misma, que rara vez es
escudo ni aun contra los más graves pesares, aumentaba sus penalidades con
indecible crudeza; lo poco que podía ahorrar era para los pobres; tenía que
ayudar a San José a ganar el sustento, y Jesús mismo, cuando estuvo en edad
de hacerlo, compartía sus labores. Reflexionemos aquí sobre lo que a
nosotros sucede comúnmente; cuando un pesar nos agobia, que la muerte, por
ejemplo, nos arrebata un ser querido, procuramos distraernos con los afanes
de casa, ocuparnos en nuestros asuntos ordinarios, tomar interés,
aparentemente al menos, en multitud de cosas, mostrarnos tranquilos. Pero
¿lo conseguimos por ventura? ¿No sucede, por el contrario, que aquellos
mismos esfuerzos quebrantan más y más nuestro corazón? Cierto que sí;
preferiríamos no hacer cosa alguna; quisiéramos que el globo cesase de
rodar, y prescindir de todas nuestras obligaciones cotidianas, al menos
hasta haber desgastado bastante la pena para poder reanudar nuestra vida
ordinaria. Esto nos pasa a nosotros cuando Dios apenas, digámoslo así, nos
toca con la punta del dedo; ¿qué sería, pues, de María, a quien sus dos
manos, con pesadumbre mayor que la de mil mundos, habían hundido en aquella
sima de dolor? Y, sin embargo, Ella no se eximió de obligación alguna, sino
que en las cosas más comunes puso tanto celo como pudiera en las más
importantes, siempre afanosa, cuidando de todo con la mayor regularidad y
desembarazo, sacando agua de la cisterna, barriendo la casa, aderezando la
comida, hilando las telas, teniendo todo a tiempo y en su lugar. Y entre
tanto, la espada del dolor clavada en lo más sensible del pecho,
revolviéndose a cada paso en las heridas, destrozando sus fibras y saturando
de angustia todo su ser. Y esto no ya durante una semana, mientras
enterraban al muerto o crecía la hierba en su sepulcro, o de cualquier otro
modo el tiempo curaba la llaga de su corazón, ¡ay!, no; el Hijo amado a
quien acababa de perder María, no estaba ya en el sepulcro aguardando el
olvido, sino que estaba allí vivo con Ella, y su vida cabalmente era para
Ella una muerte continua. ¡Que existencia! Con aquella pesadumbre tenaz, con
aquel tormento interior, sin cesar renovado, haber de trabajar, ocuparse en
faenas ordinarias, sin desconcierto, sin tregua... ¡Oh!... ¡Y si al menos le
fuera dado el consuelo de explayar su dolor! Nada, tampoco; loca habría
parecido y por insensata hubiera pasado si con alguien hubiese comunicado su
pena; quien podía entenderla no necesitaba de palabras, y quien no podía,
¿cómo la hubiera comprendido? Llorar, no lo podía sino tal vez a solas, pues
¿quién hubiera ni comprendido ni justificado su llanto? Ella tenía asegurado
el sustento; vivía dichosa con su esposo José y con su Hijo Jesús; a sus
ojos dilatábase el fresco valle cubierto de flores y frutos; como situada
lejos de los caminos centrales, Nazaret era una ciudad pacífica y tranquila.
¿Por qué había de llorar María? ¡Ah! La tierra no había presenciado dolor ni
tan intenso ni tan singular como suyo.
89. El tiempo tampoco lo
desgastaba; la tremenda visión estaba presente al espíritu de María, siempre
tenaz y siempre idéntica, pues ni aun el triste alivio le consentía de
variar alguna vez de tormento; merced a la excelencia misma de su grande
alma, poseía la facultad de reproducir a cada instante en Ella todas las
impresiones una vez recibidas y de percibirlas todas juntas con una sola
intuición espiritual, tan completa y rápida como cabe en la nativa
limitación de una inteligencia creada. Para Ella, por tanto, lo pasado era
presente, lo por venir un segundo presente, y lo presente un presente
triplicado; su vasta sabiduría se le tornaba capacidad incalculable de
padecer, y la claridad misma de sus percepciones era como acerada punta que
agudamente traspasaba su alma y su cuerpo. Terrible era, sin duda, la
inmutabilidad, y aun en cierto sentido, pudiéramos decir la infinidad de
aquella visión dolorosa, pues lejos de desgastarse con el hábito, y por su
misma insistencia, se avivaba y encrudecía más y más cada vez, siendo a toda
hora y con despiadada simultaneidad, una y varia, siempre antigua y siempre
nueva, mostrando incesantemente en su profundo vértice nuevos abismos que la
vista espiritual de María divisaba como surcos de luz en nube tempestuosa,
cada una de las cuales ensanchaba las fronteras del padecer de aquella alma.
¿Quién, ni cómo, puede imaginar que en el dolor de María cupiese alivio?
Ninguno, ninguno. La hermosura de Jesús, que para Ella debiera ser el
consuelo de los consuelos, era, ya lo hemos dicho, cabalmente la que más
hundía la espada de Simeón en el pecho de la Santísima Virgen, como un
martillo que la golpeaba al compás de cada pulsación del Niño Dios; aquella
luz del mundo, que iluminaba día y noche la casa, y sobre todo el corazón de
María, era, ¡contraste maravilloso!, quien sobre Ella difundía sombras más
espesas, y mientras más la regocijaba, más intolerables hacía sus dolores.
Así pasaban los días, la misma en la pacífica Nazaret que en los espléndidos
bazares de Heliópolis.
90. Harto, en verdad, tenía
que hacer con sus propias penas, y basta pensarlo así para comprender cuán
cruel distracción era para Ella el atender a sus faenas ordinarias y a sus
cotidianas obligaciones domésticas. Por experiencia sabemos todos el daño
que nos hace quien, con la mejor intención, se empeña en distraernos de un
grave pesar; quisiéramos entonces llorar más bien que recibir consuelos;
mejor dicho, el verdadero consuelo sería, en esos casos, para nosotros, que
nos dejaran a solas algún tiempo con nuestra pena. Pero la Santísima Virgen
tenía que pensar en las penas de otros, y tales por cierto, que no sólo
causaban las suyas, sino que las absorbían y casi se las hacían olvidar;
esas penas eran las de Jesús. Y, sin embargo, tampoco esto aliviaba los
incesantes dolores de María, antes bien los agravaba duplicándolos, como se
duplica la intensidad del sonido por la vibración simultánea de dos cuerdas
unísonas en dos arpas acordes. Padecía el Corazón Sacratísimo de Jesús, y lo
que en ese corazón padecía el de su Madre superaba con mucho lo que padecía
el suyo propio. Pensemos ahora que toda aquella mística correspondencia de
dolor se perpetuó, secreta y escondida, durante largos años: María no
demandaba compasión ni se quejaba; su dolor era tranquilo, como quedaría el
cielo si en él cesaran los angélicos cantares.
91. ¡Triste vida, que había
de comenzar por desgarrarse el corazón! Pues esa fue la vida de la Madre de
Dios, y lo fue cabalmente a causa de su estrecha unión con Jesús. Sí; ¡el
corazón desgarrado, y eso toda la vida! ¡Toda la vida! Es decir, ¡toda una
serie de pruebas distintas, todo un cúmulo de pensamientos diversos, toda
una muchedumbre de acciones complicadas; y todo esto con fastidiosa
monotonía, un día tras otro, una estación tras otra, sintiendo correr las
horas con su rápida lentitud, deseando siempre algo con afanosa impaciencia,
y viéndolo siempre llegar antes de tiempo!... Esto es la vida para nosotros;
imaginemos ahora, si a tanto alcanzamos, ¡qué sería para aquella
incomparable criatura, cuya existencia poseía interna actividad, latitud,
profundidad, energía tan incomparables!... Pues aquella criatura pasó toda
esa su vida con el corazón desgarrado. ¡Con el corazón desgarrado! Esto se
dice pronto; pero nosotros a penas podemos ni aun concebirlo; sabemos quizá
lo que es un corazón atribulado, herido tal vez en la parte más viva; pero
por lo común, ni la tribulación ni la llaga nos han impedido sobrevivirles;
nos dieron mal rato, duraron tal vez algún tiempo; pero el torbellino de la
vida pasó por encima de ellas y como si nada hubiera sucedido. Y, sin
embargo ¡a milagro teníamos el sobrevivirles!... ¡Pero un corazón
destrozado, y durante la vida entera, casi desde su comienzo mismo!... Esto,
¡oh María!, esto lo sabes tú sola, y sólo tú lo sabes porque eres Madre de
Dios.
92. Atentamente considerado
este primer dolor de María, veremos que se compone de otros cinco dolores
distintos, cada cual de ellos causante de una herida diversa. Por de pronto,
al hacer a Dios María la ofrenda de Jesús le había ofrecido para la muerte,
y esto con voluntad plenamente libre. ¡Singular ofrenda, por cierto, del
amor de una amantísima madre! Y, sin embargo, es indudable que por amor lo
había hecho, por amor de Dios, por el más santo, más puro y más interesado
amor, pues aquel Hijo suyo a quien ofrecía como víctima era Dios también.
Pero ¿sabía Ella realmente para lo que ofrecía a su Hijo? Cierto que sí;
nada se le ocultaba ni podía Ella hacer cosa más a sabiendas ni más pensada
que aquella oblación; y cuando el transcurso mismo de ya largos años hubo
acrecentado en su corazón el ya gravísimo peso de sus dolores, la mera idea
de renunciar a su sacrificio hubiera parecido a María peor que el Calvario,
porque habría sido, en efecto, una infidelidad para con el Hijo a quien tan
tiernamente adoraba. Pero al fin y al cabo era su Hijo; le había llevado
nueve meses en sus entrañas, rica y colmada de bendiciones como jamás lo
había sido criatura alguna, y lo primero que le ocurrió entonces fue
llevarse a su Hijo allende las montañas de Judá y a casa de su prima Isabel.
Durante aquellos nueve meses había deseado con vivas ansias ver el rostro de
su Hijo, anegarse en la luz de sus ojos, extasiarse con sus gritos
infantiles, abrazarle, estrecharle y mecer en su regazo a su tesoro, tesoro
del mundo, tesoro del Padre. Ella era verdadera Madre humana de Jesús, y su
materno corazón estaba dotado de más exquisita sensibilidad humana. Al
despertar de aquel éxtasis en que vivió durante su preñez, comenzó para Ella
otro más delicioso al ver el fruto de su vientre acostado en el pesebre de
pajas, tendiendo hacia Ella sus manecitas, cual si le dijese: “tus brazos
son mi trono”; y, en efecto, lo eran. Cuarenta días no más llevaba la
dichosa Madre de gozar tanta ventura; cuarenta días, mil horas, nada, un
instante para quien las había pasado alimentando su amor materno con las
inagotables perfecciones de Jesús; cuarenta días no más... ¡y tiene que
entregarle a la muerte, y tiene que vivir a la orilla de aquel abismo que la
espada de Simeón acababa de abrir entre Ella y Jesús! Abismo, sí, porque ya
no le poseerá tranquilamente ni podrá impedir su Pasión; abismo, porque ya
sabe que Jesús pertenece todo a los pecadores, a la ira del Padre; y para su
Madre María ya no es sino una víctima que le encargan guardar hasta la hora
del sacrificio. ¡Terrible encargo para una madre! Pues ese fue el encargo de
María por su calidad de Madre de Dios.
93. Pero por lo mismo que
con tanta abnegación la Santísima Virgen había ofrecido a Jesús para que
cumpliese tan inexorablemente su divina misión, había de serle durísimo de
soportar cuanto se hiciese o dijese contra el honor y el amor debidos a su
Hijo, de quien Simeón había profetizado que sería signo de contradicción.
¡Cómo! ¿Será posible que el mundo entero no se postre ante El? Dado que haya
de morir por haber decretado Dios que sin efusión de sangre no se remitirá
el pecado, ¿será posible que, al menos mientras viva, los hombres no estén
pendientes de sus labios y no le sigan a todas partes para apacentarse de su
divina palabra? ¿No se convertirán todos los pecadores? ¿No tornarán para el
pueblo escogido la edad de los santos y la tierra prometida? ¡Ay! No; no
será así, y María bien lo sabe. Por otro lado, ¿qué se ha de hacer ni decir
contra Jesús? ¿No es El todo hermosura, todo verdad, todo amor y la
mansedumbre misma? ¿Quién puede faltarle al respeto? ¿Quién será capaz de
contradecir a su verdad, que es la verdad eterna? Pues así había de ser, y
María lo veía claramente porque se lo había manifestado el mismo Jesús al
descubrirle todos los arcanos de su alma. Desde aquel punto, hasta el día en
que su Hijo había de satisfacer a la justicia de Dios, no hubo mirada
enemiga contra Jesús ni palabras desdeñosas, ni voluntaria irreverencia, ni
sarcasmo indecoroso, ni dura imprecación, ni blasfemia horrible que no
penetraran punzantes y crueles en el corazón de María. En su corazón de
madre resonaban día y noche los sanguinarios clamores de las turbas de
Jerusalén. Tales eran las primicias de aquella magnífica oblación en cuya
virtud había de merecer María honores casi divinos; los hombres no quisieron
apreciar aquella oblación ni comprenderla, antes bien la desdeñaron, la
escarnecieron, la contradijeron, la trataron con crueldad; nadie, por otra
parte, ni en la tierra ni en el cielo, era capaz de comprenderla si no es el
Padre Eterno, a quien María le presentó; sólo El conoció el precio de lo que
María le había dado, que era nada menos que a Jesús, al Verbo hecho carne. Y
nosotros, ¿por ventura le conocemos? Imposible, si le conociésemos, nuestra
vida sería muy otra de lo que es. Hay una ciencia que produce siempre fruto
de obras, y es la que conoce por virtud de la santidad y no sólo por medio
del entendimiento.
94. ¡Pobre Madre! En su
afligido corazón cada llaga es raíz de otra, y todas le han de durar toda la
vida, bien que, como los estigmas de los santos, sangrando siempre sin
enconarse nunca. ¿Será que al fin aquellos contradictores de Jesús conozcan
la magnitud de su error y se conviertan a El como ovejas descarriadas que
vuelven al redil? ¿No querrán servir de triunfo a la gracia del Redentor?
¿No verán que de Jesús emanan la gracia, la mansedumbre, los rectos impulsos
y toda salud? ¿No conocerán, al cabo, la hermosura de Jesús para abrazarse
con ella en éxtasis de amor? Si así ha de suceder, llevaderas, serán para
María las penas que esas contradicciones le causan... ¡Ah! No; aquella
espada de Simeón, semejante a la del Querubín que guarda la puerta del
paraíso terrenal, lanza centellas y se esgrime a uno y otro lado. Aquel Niño
es puesto para caída de muchos (positus in ruinam multorum), ¡para caída
completa, para perdición irreparable!... ¡Cómo! ¿Jesús ha de ser ocasión de
que se pierda una sola de sus criaturas? ¡Cómo! ¿El resplandor mismo de su
luz, la divinidad misma de su hermosura le han de enajenar las almas? ¡Cómo!
¿Habrán de vivir gentes para quienes hubiera valido más que Jesús no hubiese
descendido a la tierra? ¡Oh crudelísima previsión, la más cruel de todas!
Cuanto más meditaba María sobre la Pasión, cuanto más íntegra y permanente
la veía representarse en su espíritu, tanto más crecía su tierno afán por
salvar almas, tanta más hambre y sed tenía de cosechar el fruta de aquella
Pasión redentora. De aquí su justo título para llamarse Madre de los
pecadores, por cuanto es Madre del Salvador y Madre que lo ofreció
voluntariamente al sacrificio, sin haberlo poseído más que cuarenta días en
Belén. Alivio a su inconsolable dolor parece que debió de ser el pensar en
la innumerable muchedumbre de los que habían de salvarse; pero ni aun esto
podía compensar lo terrible de saber que su Hijo, tan hermoso y tan
infinitamente bueno, había de ser, en cierto modo, un exterminador; que
aquel Salvador, ley de vida, había de ser ocasión de muerte, no ya para unos
pocos, sino para muchos. El mundo criado por Dios había empeñado con El
grave contienda; Jesús era una piedra de toque para los hombres, cuya
responsabilidad había crecido a medida de la mayor luz que Jesús les traía
para determinarse a seguir la bandera del bien o del mal; Dios estaba
cansado de los pecados del mundo y de esperar en vano que los hombres se
convirtiesen a El; la divina Justicia iba a ser tanto más severa, cuanto más
tiempo llevaban los hombres de despreciar y frustrar la divina Misericordia,
tan anunciada por los Profetas; de aquí que la salud del humano linaje
hubiese entrado en condiciones hasta cierto punto análogas a las de la
naturaleza angélica en el principio de los tiempos; la prueba del hombre iba
a ser más decisiva, porque desechando a Jesús se condenaba a perdición
eterna, y eso que la misma Sagrada Escritura da, entre otros títulos, a
Jesús el de desechado de los hombres. Si algo duro de creer cupiese en la fe
de María, habríalo sido la idea de que Jesús pudiese ocasionar la perdición
de tantas almas; pero al aceptar Ella heroicamente esta adorable verdad,
endurecía y afilaba el acero clavado en su corazón para que le penetrase más
hondamente.
95. Impedidos por nuestra
misma naturaleza limitada de concebir muchas ideas a un mismo tiempo, sucede
que nuestro ánimo no pueda ser afectado por una impresión sino con menoscabo
de otra; los pesares mismos, cuando nos asaltan en tropel, se neutralizan
hasta cierto punto recíprocamente; la intensidad de los pequeños se anula
por la de los grandes, y bien que por eso no dejemos de sentirlos, son,
respecto de éstos, como gota de agua en el torrente de lluvia tempestuosa.
No así en María, que, por virtud de las perfecciones de su naturaleza exenta
de culpa, era eternamente dueña de sí misma, en su mente no había confusión
ni separación alguna, porque no existía desequilibrio alguno, así es que su
ánimo recibía, valuaba y transmitía íntegramente a su exquisita sensibilidad
los matices más delicados, y múltiples del dolor.
96. Esto le sucedió al oír
la profecía de Simeón: aquel anatema que, en castigo del futuro crimen, de
desechar a Jesús, oyó lanzar María contra su tierra natal, fue para Ella un
pesar tan manifiesto como amargo; representáronse en su espíritu todas las
glorias históricas del pueblo de Dios, desde el Éxodo hasta los Macabeos;
salíase del pecho el corazón al recordar aquella serie de prósperas y
adversas fortunas; pensó en tantos sepulcros de Santos y Profetas derramados
en aquellas colinas; recorrió mentalmente aquellos campos de batalla donde
tantas veces la espada del hombre había vengado a la ultrajada majestad de
Dios; midió en espíritu aquella tierra prometida tan llena de variedad y de
hermosura, tan singularmente privilegiada como quien era mansión luminosa
del pueblo escogido; cruzó su interna mirada desde las playas más remotas de
aquel sacro Oriente hasta las más apartadas de aquel vasto Occidente que de
allí había de recibir la conversión primero, la civilización después, y, por
último, la glorificación. y este viaje espiritual de María no era
ciertamente una mera efusión de amor de patria, pues aquella región en que
su mente y corazón se espaciaban era entonces morada terrestre de la verdad
celestial, mientras el resto del mundo yacía sumido en la sombra glacial del
error y de la ignorancia; la Judea toda era un santuario más bien que una
expresión geográfica, pues apenas había en ella montaña sin milagro ni valle
sin promesa; sobre las márgenes de sus ríos, sobre las playas de sus mares
flotaban nubes de poesía sagrada y sobre la comarca entera, sobre todas las
moradas de sus diversas tribus, cuyas buenas o malas cualidades ejercían no
pequeño influjo en la situación material de sus respectivos territorios,
estaba como tendida una verdadera red de anuncios proféticos. Toda aquella
tierra, cuyos caracteres físicos y morales habían suministrado tantas
imágenes a los inspirados redactores de las Sagradas Escrituras, iba de
nuevo a ser retratada con harto mayor belleza por la divina palabra de
Jesús. Y luego, en aquella tierra estaba Jerusalén, la ciudad predilecta del
Dios Sumo, que casi la amaba con afecto de hombre; que la tenía, digámoslo
así en el corazón tan tierna y férvidamente como jamás ningún hebreo pudo
recordada bajo los sauces de Babilonia. Por ella derramó Jesús desde la cima
del monte de los Olivos llanto del corazón. ¡Oh ciudad tan bella como
desdichada! Era trofeo de tantas misericordias, de tantas caricias, de
tantos triunfos del amor divino! Era tabernáculo de la gloria visible del
Altísimo, inundado por el suave perfume de sacrificios incesantes. Todo esto
era aquel santuario; y ahora, ¿qué va a ser? La adorable sangre de Jesús va
a poner en él desolación; la tea de los romanos y las inclemencias del
tiempo van a no dejar en él piedra sobre piedra. Por eso lloraba Jesús; por
eso hubiera querido guardar bajo sus alas, como la gallina sus polluelos, la
ciudad pecadora. Pues aquel llanto y aquella tierna solicitud fueron para
María nuevo origen de la aflicción más extrema y una de las punzadas más
dolorosas de la espada de Simeón. ¡Oh dulcísima Madre! ¿Es posible que tu
Hijo, y aun Tú misma, hayáis de ocasionar la perdición de Judea, de la
tierra privilegiada, tan de antiguo ya gloriosa, delicia del mundo? Tú,
Madre, que no habías de ser sino amorosa medianera de los hombres para con
Dios, ¿tienes que consentir en ser también instrumento de las iras divinas?
¿Tú también Madre de misericordia, has de ser puesta, entonces como hoy
mismo, en el nuevo Israel como en el antiguo, para ruina de muchos? ¡Ah!
¡Cuán adorable es la voluntad de Dios, hasta cuando es terrible en sus
designios acerca de los hijos de los hombres!
97. Ciertamente, ni este
retrato de Jesús ni este cuadro de las consecuencias de su advenimiento, era
lo que habría deseado cualquier madre, movida al trazarle por natural
instinto: de seguro le hubiera iluminado con un sol sin nubes, y las sombras
del paisaje no habrían sido ni tan oscuras ni tan apiñadas. Y en verdad,
¿cómo pintar de otro modo al Niño Jesús sino rodeado de esplendor y de
alegría, de misericordia sin mezcla de rigor, de paz inalterable, y en
lontananza las últimas sombras de la noche desvaneciéndose y bañadas en un
rosicler de gloria? Cierto, sólo para amar vino al mundo Jesús, y he aquí
que su advenimiento tiene como primer resultado una oposición causante de la
eterna perdición de muchas almas, la devastación de su patria terrenal y la
dispersión de su pueblo escogido. Si para explicarse esta aparente
contradicción María hubiese necesitado alguna enseñanza, la sangre de los
Santos Inocentes le habría mostrado con toda claridad la suerte
misteriosamente costosa, reservada a los fieles de Jesús; habría visto que
si al advenimiento del Mesías esperado no se seguía exclusivamente en la
tierra un himno universal de alabanza y adoración a la misericordia de Dios,
en cambio se glorificaba con él su Justicia, y que, de todos modos, cuanto
aquel suceso iba a producir era para su mayor gloria, tal y como estaba
predeterminado en los designios de la Divina Sabiduría, por más que no fuese
tal y como el humano concepto lo hubiera deseado. La misión de Jesús, en
efecto, era, permítasenos la frase, una posibilidad infinita de gloria para
con Dios; infinita, sin duda, pero sólo posibilidad; Dios no había de lograr
sino una sombra del tributo de gloria que le era debida por haber enviado a
su Hijo Unigénito, por cuanto la malicia de los hombres había de ser tan
poderosa a disputarle de todas maneras aquella gloria, que casi parecería
tener desdichada eficacia para frustrar o mutilar el plan de la Redención. Y
aun había de llegar tiempo en que fuese posible que los teólogos hablasen
como si creyeran que la Redención de María, en su Concepción Inmaculada,
haya sido la grande obra, o cuando menos la obra suficiente de la gracia de
la Redención. La mansedumbre misma de Jesús, su humildad misma, su misma
indulgencia iban a ser como otros tantos tropiezos en el camino de la gloria
de su Padre; y aun todas las demás circunstancias que, por el mero hecho de
ser tan divinas, deberían haber producido más fruto para esa gloria, habían
de convertirse en ocasión de ofender a la Majestad divina más de lo que, sin
mediar la Encarnación, hubieran podido los pecadores ofenderla. ¡Oh! ¡Cómo
se condensan las tinieblas en torno de la cuna misma del Niño-Dios! Por un
contraste que parece repugnar a la naturaleza, la aurora de la Natividad
está como oscurecida por las sombras de la Pasión. ¡Oh Madre desdichada!
Cinco llagas en una laceran tu corazón: ofreciste a tu Hijo para que muera;
su advenimiento será signo de innumerables contradicciones que se levantarán
contra El; le ves puesto para total perdición de muchos; por causa de El
serán malditos tu tierra y tu pueblo, y por la misma causa lograrán los
hombres el triste poder de profanar la gloria de Dios más que todas las
generaciones anteriores. ¡Desdichada Madre! ¿A dónde volverás los ojos? ¿Al
semblante, al corazón de tu Niño Jesús? Pues verás su corazón rodeado de la
corona de espinas que después ha de rodear su cabeza. ¿Por ventura es allí
menos cruel que aquí? Si vuelves a los hombres la mirada, verás perdidos a
muchos; si la vuelves a Dios Padre, verás la humana malicia luchando contra
su gloria y ultrajándole con una impiedad inaudita, pues que le sirve de
camino y de medio de exceso mismo del amor paternal del Criador.
98. Tales fueron las notas
singulares de este dolor primero; no hay para qué hablar extensamente de las
disposiciones interiores con que María le sobrellevó, pues lo dicho hasta
aquí basta para que de ellas se forme el concepto posible, como quiera que
mayor y más cabal sería vano intentarle, tratándose de materia tan superior
de suyo a nuestra comprensión, y tan difícil de percibir en la deslumbradora
hermosura de aquella hija del rey. Sobre esta hermosura interior de María
pudiera escribirse todo un libro, que por cierto sería hoy oportunísimo y
aun necesario; entre tanto nos limitaremos a exponer las tres gracias de que
la Santísima Virgen dio heroica muestra en este primer dolor. Fue la primera
el acatar de hecho e íntegramente la soberana ordenación de Dios. Este
acatamiento es base esencial de todo culto; a Dios, en efecto, no se pueden
poner condiciones, por cuanto le estamos obligados de todo en todo; nuestra
libertad no es perfecta sino cuando nuestra sumisión a la voluntad divina es
absoluta; Dios es nuestro absoluto Señor y dueño, cuya justicia y bondad no
nos es, por tanto, lícito poner en duda. La esencia de la santidad consiste
en reconocer denodadamente esta soberanía; nuestros merecimientos se
proporcionan al grado en que cumplamos este deber fundamental, y sólo cuando
heroicamente le cumplimos se llenan de amor sublime a Dios nuestros
corazones. Fácil nos parece esta abnegación mientras luce claro para
nosotros el sol de la ventura; pero que éste se nos anuble; que nos agobien
sin tregua los pesares; que parezcan cerradas a nuestras súplicas las
puertas del cielo; que nos persiga la injusticia de los hombres y su
perversidad nos pisotee después de caídos, que nos haga traición algún amor
terreno, y parezca, en fin, que Dios nos ha dejado de su mano... ¡Oh! ¡Cuán
ardua cosa es entonces reconocer esa absoluta soberanía de Dios y
reconocerla de todo corazón, con noble constancia, sin afán por descorrer el
velo de sus designios misteriosos, sin el menor deseo de aliviar algo
nuestro tenaz padecer! Sabemos bien que todo lo hemos recibido de Dios y que
a Dios hemos de restituirlo; que nada es bueno sino lo que se refiere a su
gloria, que su voluntad es nuestra única ley, y que las leyes eternas no son
tales sino porque emanan del Eterno, manifestándole a nosotros sin obligarle
a El.
99. Esto es lo que llamamos
naturaleza de las cosas, orden universal, que no es sino manifestación de
Dios mismo en sus obras. Todo esto se ve muy claro cuando nos asiste la luz
necesaria para verlo, y ¡dichosos los que durante su vida entera han gozado
de un rayo de sol que les muestre esta gran verdad de la divina Soberanía!
Pero escuchad ahora los angustiosos clamores de Job que aún resuenan desde
las rocas de Edom en el universo, y comparad luego con la paciencia sublime
y los acentos de resignado padecer de aquel varón que Dios nos propone como
modelo de santidad; comparad, os digo, la callada paciencia de la Madre de
Dios, su corazón sereno atesorando gloria y hermosura, y casi beatificado
por una percepción extática de la excelsa soberanía del Criador. No cabe en
las criaturas excelencia igual a la de la obediencia perfecta. Tan enamorado
estaba el Hombre-Dios de esta virtud, que le profesó sin interrupción
treinta años, y durante los tres siguientes que empleó en la grandiosa obra
de salvar al mundo, no tanto cabe decir que dejó de profesar la virtud de la
obediencia, como que la practicó en otra forma. Este caduco mundo, tan
perverso, ¿por qué hoy se bambolea como cansado de sí mismo, sino por haber
desterrado de sí aquel espíritu de sumisión, único que puede dar la posible
felicidad en la tierra?
100. Por este dolor, la
Santísima Virgen acató de lleno todos los designios de Dios relativos a
Jesús, a Ella misma y a nosotros. En los libros de mística se nos inculca
repetidamente que debemos coadyuvar a los designios de Dios respecto de
nosotros, o conformarnos a las miras interiores de Jesús; este es lenguaje
de todos los autores que han escrito obras ascéticas desde el siglo
decimoséptimo acá, y los cuales expresan así con nueva forma adaptada al
genio de la edad presente una verdad ya antigua, que procuraremos
esclarecer. Cada cual tiene allá su modo de entender las cosas,
singularmente las que le interesan; por esto cabalmente suele ser tan raro
que los hombres piensen unánimes aun acerca de los casos más comunes, a
veces ni aun sobre los hechos más palpables; esto prueba cuán íntimo y
personal es para cada hombre ese punto de vista especial suyo, y cuánto
sirve para determinar y estereotipar, digámoslo así, su carácter. Varias y
múltiples son las causas de esta disidencia, a saber: las aptitudes de cada
hombre, la situación de su familia, las impresiones recibidas cuando niño,
circunstancias locales, recuerdos de su juventud, y, sobre todo, la
educación. Casi cada familia, cada casa tiene carácter propio y especial que
solamente los de fuera perciben y aprecian bien; y aun lo mismo cabe decir
de las comunidades religiosas de cada pueblo y aun de cada nación. Por lo
general, este espíritu singular y exclusivo suele acrecentar nuestras
nativas flaquezas y faltas habituales; todo exclusivismo, sea de familia, de
partido, de comunidad o de nación, es de suyo y necesariamente mezquino; en
el individuo es egoísta por necesidad, y de aquí la idea exagerada que cada
cual de nosotros suele formar de sí mismo; de aquí el tener por justo y
razonable lo que no es sino inspiración de la vanidad; de aquí el empeño de
medir a los demás con nuestra propia medida; de aquí, en fin, todas las
disensiones y disputas. Claro es, pues, que si codiciamos algún
aprovechamiento en nuestra vida espiritual, debemos, ante todo, ver de
exterminar a ese enemigo; y ya que esto no sea posible, pues para los santos
mismos es ardua tarea, tratar al menos de sujetarle, enflaquecerle y
encerrarle bajo dobles cerrojos. ¿Cómo hacerlo?
101. Dejemos, ante todo, de
mirar a nosotros mismos para mirar a Dios; a Dios, que también tiene,
seguramente, su punto de vista especial; sólo que ese punto es siempre y
esencialmente verdadero. Sí, Dios ve el mundo, y las vicisitudes de la
Iglesia, y ciertas máximas de la vida, y nuestras vocaciones, y nuestros
deberes, y nuestros pecados; destinados nos tiene a cada cual para un
determinado fin, y a todos nos da las gracias necesarias para cumplirle
debidamente. Pero así y todo, nos da luz hasta cierto punto, y nada más; nos
da gracia con cierta medida, y nada más; nos la da de cierto modo, y no de
otro alguno; bien que todo ello conforme a sus designios respecto de
nosotros, designios proporcionados, tanto a nuestra índole nativa, como al
grado y modo de nuestra correspondencia sobrenatural a la divina gracia.
Tiene Dios, sobre todo, designios especiales acerca de nuestra santidad, y
aun éste es el fundamento de toda buena dirección espiritual, pues nada, en
efecto, hay tan importante para nosotros como saber para qué Dios nos
quiere; lo cual se nos muestra por las operaciones de la gracia en nuestras
almas. Pero como quiera que a causa del tumulto y confusión que en nosotros
levanta el amor propio, no podamos percibir esas operaciones, o al menos
apreciarlas con juicio seguro y aun definitivo, por eso nos confiamos a la
dirección de otros hombres que en virtud de su carácter sacerdotal, poseen
dones especiales y que para alcanzar luces elevan a Dios preces a que Dios
responde en especial modo con el doble fin de auxiliarlos a ellos en el
ejercicio de su doble cargo y de recompensar nuestra obediencia.
102. Algunos designios de Dios
respecto de nosotros, y por dicha los más importantes, podemos bien
conocerlos inmediatamente a causa de su misma generalidad y porque proceden
de ser Dios quien es. Tan luego como los hayamos conocido, impórtanos ante
todo entrar en ellos, es decir, renunciar cada cual de nosotros a lo que de
suyo puede poner en ellos: para no poner sino lo que viene de Dios. Esto,
ciertamente, no se consigue de golpe sino por grados; hoy en una cosa,
mañana en otra, y así logramos verlas todas conforme a las miras de Dios,
prescindiendo enteramente de las nuestras; es decir, consultando únicamente
a los intereses de Dios, a los principios sobrenaturales que El nos ha
inculcado, a las revelaciones que nos ha hecho de su voluntad, y no a
nuestros propios afectos ni a nuestras simpatías o antipatías, ni a nuestras
inclinaciones nativas o adquiridas por el hábito. Con este proceder echamos
a un lado toda pequeñez de familia, de comunidad, de nación, y, sobre todo,
nuestras miserias personales. Pero este triunfo sobre nosotros mismos supone
nada menos que toda una resolución de nuestro ser interior, capaz de
engendrar en cada cual de nosotros un hombre nuevo y apto, de consiguiente,
para asemejarnos a Jesús, por cuanto es la muerte mística de nosotros
mismos. Mas esto no se logra sin lucha tenaz y terrible; es una
transformación ardua y prolija que se va realizando a costa de tropezones,
de extravíos, de retrocesos y reiterados desfallecimientos de cuerpo y de
alma; es, en suma, como un cautiverio aplicado a lo más vivo de nuestra
naturaleza sensitiva.
103. En María, merced a sus
gracias inconmensurables y a su perpetua morada con Jesús, esta operación
deificante fue completa; la profecía del santo Simeón, que ciertamente no
fue para Nuestra Señora una noticia del conjunto de los designios de Dios
respecto de Jesús, de Ella misma y de nosotros, lo propuso formalmente a su
asentimiento; del propio modo que formalmente se le había pedido su
aquiescencia para la Encarnación del Hijo de Dios, así también invitósele
entonces a entrar en aquellos designios divinos, a tomarlos como cosa suya y
apropiárselos por virtud de una santidad heroica. y en verdad que no se
necesitaba menos, pues, como ya lo hemos dicho antes, aquellos designios,
cierto, no eran tales como el corazón de una madre vulgar los hubiera
deseado, por cuanto le exigían de suyo terribles sacrificios, la elevaban a
cimas donde para la mera naturaleza humana no había aire respirable; la
anegaban en piélagos de dolor sobrenatural, y aun en cierto modo pudiéramos
decir contra naturaleza, no sólo a causa de la violenta relación en que la
constituían para con su Hijo, sino por la misma libre voluntad que en parte
dejaban a su amor de Madre para aceptar aquel sacrificio del fruto de sus
entrañas. María entró heroicamente en estos designios de Dios,
comprendiéndolos y abrazándolos como no hubiera podido ninguna otra
criatura. Jamás nave alguna entró a vela llena en el puerto con mayor
majestad ni, mayor gracia irresistible que María pasó de las regiones de la
naturaleza, de la tierra y de sí misma al profundo seno de su Padre
celestial.
104. Tercera de las gracias
que en este primer dolor mostró María fue la generosidad con que le aceptó.
En nosotros la generosidad de un sacrificio debe muchas veces medirse por el
grado de repugnancia y de esfuerzo que nos haya costado consumarle, pero no
así en María; su generosidad sobrenatural, como sucede con la natural
nuestra, fue tanto más estimable cuanto que nació sin esfuerzo, sin dolores
de parto, digámoslo así, de la abundancia de su corazón; todo en Ella fue
espontáneo, sin cálculo ni aplazamiento alguno. Ni tampoco tenía lucha
alguna que sostener; pues, ¿qué lucha cabía en aquella naturaleza tan
profunda y plenamente sometida a la gracia? Merced a la .magnitud de esta
gracia, lo sobrenatural era para la Santísima Virgen tan fácil como lo
natural para nosotros, cuya generosidad parece tanto más bella cuanto es más
pronta, más instantánea. Sufrimiento y repugnancia son dos cosas diferentes:
María sufrió en extremo, pero no sintió rebelión alguna en Su espíritu;
pudo, sin duda, acaecerla, pero no la acaeció, porque de semejante rebelión
la eximía su estrechísima unión con Dios. En la agonía padecida por Nuestro
Señor en Gethsemaní nada hay que pueda ser comparado a padecimiento alguno
de su Madre, porque ésta no tenía que beber el cáliz del pecado ni el de la
ira del Padre, sino únicamente una copa de amargura que Jesús ponía para
siempre en sus labios. ¿Podía Nuestra Señora rechazarla ni un solo momento?
¿Podía de ningún modo no conformarse a la voluntad de Jesús, que era quien
esa copa le escanciaba? En aquella agonía de Nuestro Señor forzoso es
suponer que medió una especie de secuestración de su naturaleza divina, al
menos por lo relativo a sus principales efectos sobre la naturaleza humana
que le estaba unida; y no sólo esto, sino además tenemos que suponer que la
parte superior de su naturaleza humana desertó, digámoslo así,
milagrosamente de su parte inferior, pues de otro modo no habría sido
posible aquella prodigiosa contienda que se trabó en su alma santísima, ni
aquella rebelión aparente y momentánea, tan singularmente misteriosa, de su
voluntad inferior contra su voluntad superior. Mas esto sólo a Jesús podía
suceder, por cuanto era un trámite sublime de la salvación del mundo, que,
cumplido en el alma de María, le hubiese degradado. En Jesús aquella lucha
interior decía relación al pecado y a la Justicia airada del Padre; era como
una reacción de la inefable pureza de Nuestro Señor contra la repugnancia
que le inspiraba la horrible deformidad de las iniquidades sin número que
tomaba sobre sí; era el punto culminante de su grandioso sacrificio. Pero en
María aquella lucha no hubiera sido más que un rebajamiento de su consumada
santidad, sin la santidad ni la dignidad de la Redención; por consiguiente,
no podemos suponerla ni un instante; habría perturbado la serenidad del alma
de Nuestra Señora; habría mutilado, digámoslo así, la integridad de su
perfecta naturaleza y rebajado hasta el nivel de la nativa índole femenil, o
cuando más, al de cualquiera de los santos, la excelsa dignidad de la Madre
de Dios. La voluntad de María, que sólo un instante se había mostrado en el
misterio de la Encarnación, anegóse desde entonces, y ya para siempre, en
los abismos de la divina voluntad, semejante a la ola rizada de una mar
serena que, después de rielar algunos momentos en la ondulante superficie de
las aguas, se hunde silenciosa en el abismo sin dejar de sí huella ni
vestigio alguno. Así fue de la voluntad de la Santísima Virgen; evocada por
Dios en el momento de la Anunciación, mostróse, brilló y abismóse en el seno
del mismo Dios eternamente; ni ¿cómo pudiera suceder otra cosa a quien tanto
gozaba de la vista de Dios, más unida con El que jamás pudo estarlo santo ni
ángel alguno, dotada de más gracia que todo el resto del universo, más
gloriosa que todos los bienaventurados en el cielo, y cuya voluntad jamás se
apartó de la voluntad divina? No; la generosidad de Nuestra Santísima Madre
consistía en la prontitud espontánea y en la serenidad perfecta de su
conformidad a la suave ordenación de Dios. Para la Encarnación del Verbo
había otorgado cuanto se le pidiera, y del propio modo otorgó sin esfuerzo
cuanto aquel primer asentimiento llevaba consigo.
105. Meditemos ahora sobre las
enseñanzas que para nosotros contiene este primer dolor de Nuestra Señora.
Primeramente duró lo que su vida. El padecer, aun en esta baja región de la
tierra, es un fenómeno misterioso; parece que no debería existir, pues, por
ventura, ¿no está lleno de Dios el mundo entero? ¿Y cómo ha de haber
infortunios allí donde Dios está? Si mirásemos siempre con benevolencia a
los que con nosotros viven, ¡cuán buenos veríamos a veces que son!
Fácilmente se perdonan las culpas a los sinceramente arrepentidos.
Otórgasenos pródigamente la gracia; dado nos es cosechar una suma increíble
de gozos verdaderos, y de todos modos no hay pena ni padecer que no pueda
muy luego trocarse en fruto de santidad. Y, sin embargo, ello es indudable
que en el mundo existe la desgracia, y que en la tierra es cada alma un
santuario de secretas tribulaciones, recientes para unos, antiguas ya para
otros, y para muchos compañeras tan inseparables de toda su vida, que sólo
con la muerte se apartan de ellas; éste porque abrazó un estado que no le
convenía; aquel, por la maldad o por los defectos de las personas a quienes
ama, o porque no se aviene con ellas; esotro, porque la ajena impiedad abusa
cruelmente, y quizá por toda la vida, de la piadosa longanimidad con que se
le tolera; y no falta quien sólo debe sus desventuras a su mismo carácter, a
sus propias culpas o a las consecuencias de las cometidas. A veces la
desdicha grava con tal peso un corazón, y de tal modo lo deprime, que ya ni
aun holgura le deja para tratar de echarle de sí; el tiempo no cura esta
clase de padeceres; el corazón así llagado sangra perpetuamente en manos del
Padre celestial, único que puede consolarle. Es de maravillar lo poco que
valen los consuelos humanos. El vivo reflejo del sol en las aguas nos impide
ver el fondo arenoso que casi se eleva hasta la superficie; nosotros le
creíamos muy hondo, hasta que, al querer una vez sacar agua, nos encontramos
con igual cantidad de arena.
106. ¿Qué hacer con una de
estas penas que duran toda la vida? María nos lo dirá desde los abismos de
su primer dolor. Toda su vida, en efecto, duraron sus aflicciones, y esta
perpetuidad fue el sello característico que la profecía de Simeón grabó en
ellas. María sufrió sin buscar consuelo, sin necesitar el paliativo de las
humanas simpatías; sufrió en silencio y gozosa de sufrir. Prescindamos ahora
de esto, no porque para nosotros sea absolutamente inimitable, pues no
faltará tiempo en que nos hagamos aptos para imitar aun eso mismo; pero
prescindamos, digo, por ahora, como prueba superior a nuestra fortaleza.
Pensemos en que María no sufrió padecer alguno que no estuviese unido a la
Pasión de Jesús, y veremos que, hasta cierto punto, podemos asemejar
nuestras penas a las suyas, uniéndolas a los padecimientos de Nuestro Señor.
En cuanto nuestros dolores provienen del pecado, ciertamente no podemos
asemejarlos a los de María; pero podemos fácilmente, y de un modo no menos
grato a Dios, unirlos a la Pasión de Jesús. No temamos que el Señor deseche
nuestra ofrenda ni aun acrecentemos la intensidad de nuestros pesares con la
idea de que son consecuencias del pecado. ¡Dichosos aquellos a quienes el
Padre castiga en este mundo y trata como a hijos fieles! A ejemplo de María,
seamos amorosos, mansos y pacientes con los que nos causen algún pesar, y
mientras lloramos sin avergonzarnos de nuestras lágrimas, reposemos la
cabeza en el seno de Jesucristo para pensar holgadamente en Dios y en el
cielo. Cierto para los que lloran durante su vida entera, no es pequeño
alivio el saber que lo mismo sucedió a la Santísima Virgen. Cobremos, pues,
aliento: miremos de frente nuestro infortunio, por grave que sea, y
digámosle: ¿Te empeñas en no dejarme hasta el sepulcro? Pues bien: tú serás
para mí otro ángel de la guarda, y como una sombra tutelar del cielo, que no
consienta a los rayos abrasadores del mundo secar en mi corazón la fuente de
las oraciones. Ese género de ángel custodio cada cual de nosotros le tiene,
aun cuando no padezca alguna de las tribulaciones que duran toda la vida,
pues varias, al menos, hemos de padecerlas, que vengan a nosotros como
centinelas que se van relevando. El infortunio es como región oculta debajo
de tierra, sobre la cual estamos caminando a toda hora sin saberlo; y de
aquí que muchas veces parezcamos indiferentes o duros para con la ajena
desgracia, cuando realmente en nuestro corazón no lo somos. ¡Cuánto, pues,
no debe servirnos de consuelo el pensar que tanto la vida de Jesús como la
de María fueron vidas de padecer oculto e incesante! Por eso podemos acudir
confiados a la Madre de los dolores pidiéndole que lo sea del nuestro. Jesús
tiene un cariño especial a los desgraciados; y luego el más largo día ha de
tener su noche, la más laboriosa tarea ha de tener su término, y el más vivo
dolor ha de acabarse, trocado en eterno y alegre descanso.
107. Otra enseñanza sacamos de
este primer dolor de María, y es que de ningún modo podemos emplear mejor
los dones de Dios que restituyéndolos. Nada, en verdad, podemos llamar
nuestro propio sino el pecado, y, por otra parte, Dios no ve con gusto que
nos tengamos por dueños y absolutos señores de nada que nos pertenezca, ni
aun de nuestros dones naturales; pero aún es incomparablemente mayor ese
desagrado divino en lo tocante a los dones de la gracia. Preciso es que de
todo cuanto de Dios hemos recibido hagamos a Dios mismo depositario, pues
evidentemente nosotros no sabemos emplearlo bien. A ejemplo de aquellos
niños que rogaron a su padre les guardase los tesorillos que él mismo les
había dado, confiemos a la custodia de Dios sus mismos dones, pues más
seguros los tenemos así que guardándolos nosotros, y nada más real, ni más
grato, ni más justo, ni más lucrativo podemos poseer que cuanto más a
sabiendas de nosotros mismos se estreche el vínculo de nuestra dependencia
para con Dios. Además, Dios es el fin para que todo nos ha sido dado, y de
aquí que aun lo mejor que poseemos, en cuanto lo referimos a nosotros como a
propio fin, se degrada y corrompe. Cada criatura es un canal por donde las
cosas vuelven a Dios, semejantes a la sangre que refluye en el corazón por
un complicadísimo aparato circulatorio, no ya deteniéndose en vaso alguno,
pues esto sería causa morbosa, sino corriendo, y corriendo rápidamente por
todo el cuerpo para vivificarle. Por otro lado, nuestra humildad peligra
cuando quiera que retenemos un don de Dios, siquiera no sea más que el
tiempo necesario para mirarle de frente, amarle y gozarse en recordarlo
después de perdido. Forzoso es, pues, que todo lo refiramos a Dios, y no
otro es el secreto de la santidad: de ese modo y por ese camino viene la
gracia, se vencen las tentaciones, se obran grandes cosas y se aman con
alegría. Sin duda el amor propio pugna siempre por llevar voz en este
concierto; pero ahoguémosla con el son de las divinas alabanzas, y si se
enoja, enójese enhorabuena, y obliguémosle a callar. Pero, ¿lo podríamos
siempre? Sí, porque para ello recibimos incesantemente gracias que, como los
grupos de pasajeros en calle de ciudad populosa, se disminuyen alguna vez,
pero no desaparecen del todo nunca. Así es como podemos incesantemente
alabar a Dios y restituirle, después de besarlos con humildad, los dones de
su mano. Además, Dios y sus dones son dos cosas de todo punto diferentes; a
veces hace como que quiere sorprendernos para probar nuestro amor, y nos
envía un presente del cielo, espiándonos para ver si le estimamos como bien
sumo y nos ciframos en él, no ya cual si nos perteneciese, o aun como si
perteneciese a Dios, sino como si fuese Dios mismo. Pero el alma
verdaderamente amante no puede incurrir jamás en este error, porque tan
lejos está de cifrar su reposo y ventura en don alguno de Dios, por precioso
que sea, como el menos avisado lo está de escoger por lecho para acostarse y
dormir las movibles olas del mar: esa alma no reposará sino en Dios y nada
menos; a toda hora se esforzará en restituirle sus dones como protestando
continuamente de que, por necesarios que le sean no son Dios mismo ni pueden
ocupar el lugar de Dios.
108. Enséñanos también este
primer dolor que aquí abajo la tribulación es premio de la santidad. En
efecto, para los escogidos la tribulación es en la tierra lo que la visión
beatífica es para los santos en el cielo; es decir, la presencia misma de
Dios, su manifestación y recompensa indefectible. No es, por tanto de
extrañar que cada nuevo esfuerzo para servir a Dios acarree nuevas
tribulaciones; conforme a los principios de la vida espiritual, así tiene
que suceder. Cuando somos capaces de sobrellevarlas, esas tribulaciones
vienen desde luego; mala señal, señal de que Dios nos tiene por flacos, es
que tarden. Pero en todo caso, estemos seguros de que serán proporcionadas a
nuestras fuerzas, pues Dios no da palo de ciego; antes bien, todas nuestras
cruces están rectamente pesadas por su infinita sabiduría, y aun su infinita
misericordia las desgasta para hacérnoslas más llevaderas. Pero, de todos
modos, no estemos satisfechos de nuestra piedad mientras Dios no nos visite,
porque hasta tanto nos faltan pruebas de que se digne aceptarnos, y corremos
riesgo de forjarnos ilusiones. Sucédenos con Dios lo que con las estrellas:
fijas siempre en un punto del firmamento, unas veces, según el estado de la
atmósfera, parece que están más lejos de nosotros, y otras veces tan cerca,
que semejan lágrimas de fuego próximas a desprenderse sobre nuestro globo.
Pues de un modo análogo la alegría nos aleja de Dios, mientras que la
tribulación nos le pone cerca y aun como habitando en nosotros. Tan luego
como nos asalta un pesar, barruntamos por instinto el vínculo que le liga
con las gracias que le han precedido, así como la tentación suele tener en
sí misma algo que nos recuerda nuestros anteriores triunfos. Llegan las
penas unas en pos de otras descargando en nuestro corazón golpes reiterados,
pero con un aire tan modesto y tan celestial al mismo tiempo, que, debajo de
su transparente disfraz, poco nos cuesta conocer que son ángeles; al
tocarlas, y aun en el acto mismo de sentirnos heridos por sus puntas
aceradas, conocemos que en nuestra mano está nuestra perseverancia final;
porque en efecto, ninguna prueba más sólida podemos desear de nuestro favor
para con Dios, ninguna fuente más abundante de gracia mientras nos afligen y
cuando ya han pasado. Un corazón sin tribulaciones es como un mundo sin
revelación, que no ve a Dios sino a la flaca luz del crepúsculo.
109. Además, es forzoso que
nuestra aflicción sea verdaderamente nuestra, y no espere a que nadie más la
comprenda, porque una de las condiciones de toda verdadera aflicción es el
ser mal comprendida; la aflicción es lo más personal que hay en el mundo,
pues no debemos prometernos de nadie simpatía proporcionada a nuestro
padecer, gracias que sea siquiera delicada. Triste cosa es confiar en la
ajena compasión y ver que a la postre nuestras desgracias la importunan
tanto más cuanto son más numerosas; nada hay que desaliente como este
desengaño, nada hay que oprima tanto el corazón; los esfuerzos mismos que
hemos empleado para buscar en vano quien restañe la sangre de sus heridas,
las enconan. Mejor es, pues, encerrar dentro del pecho, cuanto posible nos
sea, nuestros pesares, porque el verlos compadecidos a destiempo nos irrita
y nos induce a pecar; el ver que se nos compadece bastante nos deprime y
descorazona; y si por ventura descubrimos que no se nos compadece de modo
alguno lloramos desesperados. Dios lo ve todo: en solo esta idea hay todo un
mundo de consuelos, así como el solo pensamiento de que todo está en manos
de Dios contiene una sencilla verdad más que suficiente para disipar todas
las tinieblas de nuestra alma. Tengamos por seguro que nuestro corazón está
poblado de tantos ángeles cuantas son las penas que le atribulan;
recibámoslas, pues, como buenas amigas; andemos nuestra jornada de dolores
con la sonrisa siempre en los labios, difundiendo alrededor de nosotros
aquella suavidad que nadie posee tan abundante como el afligido, y esperemos
que Dios nos comprenderá cuando volemos a su regazo por Jesús y María.
¿Quién mejor que los afligidos pueden consolar nuestras aflicciones?
110. Otra semejanza podemos,
hasta cierto punto, prometernos que tengan nuestras aflicciones con las de
María, y es el que nuestros gozos mismos les sirvan de cebo. Dios nos envía
las bienandanzas antes que las desventuras para disponer nuestros corazones;
y el prudente leerá siempre en el gozo de hoy una como profecía del pesar de
mañana. Las satisfacciones vienen a ser como sombras precursoras de las
desdichas; y de aquí cabalmente los singulares presentimientos y vagos
temores que suelen asaltarnos en el momento mismo de tener alguna
satisfacción; diríase que nuestro gozo entonces viene a ser el punto
luminoso de la vida que nos muestra sus puntos negros; ello es que por todo
género de caminos, y aun los más extraños, nuestras alegrías, de súbito unas
veces y otras veces poco a poco, se convierten en pesares, y aún sucede más
de una vez que aquello mismo que aguardábamos como gozo nos llega vestido de
luto, y que el logro del más codiciado bien se trueca en grave disgusto como
por arte de magia. Otras veces sucede que un gusto gozado sin nubes hasta el
fin, nos deja, al acabarse, envueltos en una tempestad que ni siquiera
habíamos barruntado. Ni tampoco es raro que tras un pesar desgastado por el
tiempo, por la paciencia o por cualquier distracción, nos llegue una dicha
que al pronto nos alegra, pero que muy luego, torciendo el curso hacia la
fuente de los dolores, remueve sus aguas, ahonda el manantial y ensancha el
cauce por donde corre más abundante el arroyo de amargura. Pocos serán los
que no hayan visto así renacer y acrecentarse una pena, de resueltas
cabalmente de un nuevo gozo. Pero, en resumen, y a decir verdad, en un mundo
donde a toda hora corremos peligro de prevaricar, en un combate durante el
cual tantas veces perdemos de vista a Dios, en esta mansión de desterrados
hijos de Eva, ¿qué gozo hay exento de pesares? O, mejor dicho, ¿qué son
nuestras alegrías sino tribulaciones vestidas de fiesta? La ventura es un
disfraz que oculta las realidades de la vida; sólo el dolor es la vida sin
careta, la vida con su forma real y propia. Y, sin embargo, el dolor
contiene en sí el más verdadero y celestial de los gozos, por cuanto nos
aparta del mundo y nos encamina a Dios con autoridad serena, persuasiva e
irresistible. La aurora de la gracia en el alma está enturbiada por las
nubes de duda y de inciertos presagios que en ella se levantan a despecho de
la espléndida luz que, ilumina todo aquel horizonte, vago todavía en sus
contornos; pero llegado el sol al meridiano, vense aquellas nubes
desvanecerse, no se sabe cómo, en la azulada bóveda del cielo. Cambiar las
alegrías en pesares constituye nuestra tarea dulce y segura en este mundo,
trocar los pesares en alegrías es la obra propia del cielo, y también de
aquella remontada gracia que es un cielo anticipado en la tierra.
111. De este primer dolor de
la Santísima Virgen aprendemos nosotros también a sobrellevar la triste
análoga pena que por uno y otro camino ha de asaltarnos indefectiblemente en
la vida. Distínguese singularmente el dolor de María en haber sido Jesús la
causa de él; mas, esto no es absolutamente privativo de la aflicción de
María, pues para cada cual de nosotros también es Jesús, una causa de santo
dolor, como quiera que por Jesús debemos sacrificar multitud de gozos
terrenales, so pena de que si a nosotros nos falta valor para ello, Jesús
ejerza en nosotros la caritativa crueldad de quitárnoslos. La persecución es
una palabra de muchos sentidos, y en una u otra forma la han de padecer
infaliblemente cuantos aman a Jesucristo; ora provenga de las malignas
murmuraciones de los mundanos, ora de la suspicacia, de la envidia o de los
juicios temerarios, no ya de nuestros enemigos naturales, sino de nuestros
propios deudos y amigos; en el mismo tranquilo recinto de los afectos de
familia y bajo el mismo techo, la persecución nos viene a veces de manos que
nos la hacen durísima de sufrir; y en materia de religión, sobre todo, hay
muchas veces gravísimas oposiciones y disensiones allí donde los de fuera
creen aseguradas las delicias de un recíproco amor. Raro es, aun en el
recinto del hogar doméstico, que se deje a cada cual libre de servir a Jesús
como quiere; para la mujer suele ser obstáculo el amor mismo del marido;
madre hay que arranca de brazos del Salvador a sus hijas, y padre que,
envidioso de los derechos de Dios, trata duramente a un hijo que jamás le ha
dado el menor disgusto, y con el cual no le ha ocurrido mostrarse severo
hasta que le ve aficionado a prácticas de piedad; el hermano más amante se
torna injusto, grosero y hasta brutal con su hermana por el grave delito de
querer la joven desposarse con Jesús. ¡Oh miserable mundo! Y aun sucede que
en estos casos los buenos son los peores. No hay remedio; fijemos bien en
nuestros ánimos y corazones que, aun prescindiendo de esta inevitable
persecución, Nuestro Señor ha de mandarnos pruebas y cruces para conservar y
acrecentar nuestra gracia, y que nos mandará tantas más cuanto más le
amemos; y aun puede suceder que nuestro mismo amor a Jesús nos cause
aflicciones, sin que nosotros sepamos apenas cómo, induciéndonos casi a
cometer faltas e imprudencias que nos pesan luego. A lo mejor, sobre todo
cuando el fervor no va gobernado por la prudencia, sentimos que nos falta
pie y caemos en un hoyo; y mirando luego atrás, nos parece nuestra caída
inexcusable, sin embargo de no saber cómo ha sucedido. En el recinto mismo
de nuestra alma, ¿qué sucede? ¿No hay, por ventura, penas en el amor? ¿No
son, por cierto, más comunes las penas que las alegrías? Y luego hay a veces
la pena incomparable de no sentir nuestro amor, de parecernos que le hemos
perdido o de advertir que se nos va para siempre. Hay también pruebas
interiores que causan muerte cruel a nuestro amor propio y nos purifican a
modo de cauterio aplicado a la parte más sensible de nuestra alma,
produciendo en ella la más dolorosa agonía. Hay por último; entre las
aflicciones que el amor a Jesús puede causarnos, las que surgen cuando nos
deja después de persuadirnos a que huyamos del mundo y pisoteemos toda flor
de la tierra cultivada en nuestro corazón, y rompamos todo vínculo, y
ahoguemos todo afecto, y nos entreguemos a una vida de silencio, oscuridad y
trabajo; terrible es que después de todo esto nos oculte Dios su rostro, y
con él toda vista de otro mundo mejor. Sucede entonces en nuestra alma
cierto ocaso como cuando al trasmontar el sol de una tarde de Noviembre,
vemos como por encanto levantarse espesa nube blanquecina que ondulando
sobre las riberas, sobre las florestas del valle, sobre las colinas donde
pastan los ganados y sobre las praderas recién abandonadas por los
segadores, nos oculta de pronto el paisaje; pues del propio modo, tan luego
como Dios se nos esconde, levantándose del sepulcro, en donde la absolución
las había encerrado, todas nuestras culpas pasadas, todas nuestras
imperfecciones presentes, junto con nuevas y extrañas tentaciones, sobre
todo la idea de que nos será imposible perseverar hasta el fin en la nueva
vida, y todo esto surgiendo en tropel como velos funerales, abisman el
espíritu en un piélago de glaciales y sombrías tinieblas que ningún rastro
es poderoso a disipar; y gracias si entonces alguna vislumbre azulada nos
dice que la luna ilumina algún punto del espacio. ¿Quién no ha experimentado
esto, más pronto o más tarde? Pero no por eso nos acobardemos. Ello, de
todos modos, nos muestra cómo Jesús puede ser para nosotros causa de
aflicciones, y es de hecho en nosotros , “señal a la que se hará
contradicción, puesto para caída y para levantamiento de muchos”.
112. Tales son las enseñanzas
que debemos aprovechar del primer dolor de María, y que son lecciones para
nuestra vida entera, como lo fueron las aflicciones por aquel primer dolor
producidas en el alma de la Santísima Virgen. Volvamos ahora con Ella a
Nazaret; los ángeles, maravillados y reverenciando su dolor, van con Ella,
sabiendo quizá entonces por primera vez algo de la profunda ciencia de la
Pasión. Allá va la Madre con su Niño en brazos siguiendo su jornada por las
calles de Sión, cruzando luego las colinas y los valles situados al pie de
los arroyos, hasta llegar, en fin, a la herbosa meseta de Nazaret, allá va
con su Niño; todo son el uno para el otro. ¡Ah! ¿Quién podría expresar su
mudo lenguaje cuando el corazón del Hijo latía al unísono del de la Madre?
¿Quién repetir aquel diálogo de dolor y de amor? Cada cual de los dos amaban
más al otro, y entrambos sin duda nos amaban también a nosotros más, pues ya
la sombra del Calvario se había tendido sobre los dos, y esa sombra que
ellos amaban, la proyectábamos nosotros.
Capítulo III
SEGUNDO DOLOR
LA HUIDA A EGIPTO
113. Fecundo asunto ha sido
siempre en la Iglesia para la poesía y el arte, no menos que abundante
manantial de contemplación y de lágrimas para las almas piadosas, pues no
sólo es de suyo misterio singularmente bello, sino que los gentiles se han
complacido en tenerle, después de la Epifanía, por el comienzo de la
conversión obrada en ellos por Nuestro Señor. En efecto, vemos aquí a Jesús
huir de su pueblo para refugiarse en una comarca pagana, y santificar allí
con su presencia la tierra misma que desde antiguo había sido principal
enemiga de su raza, y era entonces modelo típico de todas las formas de la
idolatría. En aquella región, inundada de tinieblas, logra una morada
pacífica donde pasar, libre de persecuciones, su tranquila infancia; en pos
de sus huellas van cayendo los ídolos derribados de sus altares; difúndese
en las feraces márgenes del Nilo una secreta virtud que se extiende a los
abrasados arenales de toda la tierra egipcia, santificándola y escogiéndola
para que en sus estériles llanuras brotasen, como flores en el desierto,
legiones de santos que le convirtiesen en un paraíso. Sabido es, en efecto,
el señalado lugar que entre las magnificencias del Occidente cristiano
merecieron aquellos Padres del desierto, vivos e indelebles ejemplares de
ascética disciplina, asunto de universal admiración y modelo de todas las
generaciones ulteriores de santos católicos. Esto explica el por qué en el
Occidente pagano surgieron tan numerosos y populares tradiciones acerca de
la huída a Egipto y de la residencia de la Sacra Familia en aquellas
tierras.
114. Tranquila en su
apartamiento la aldea de Nazaret, no le valdrá para eximirse del sutil
espionaje de una tiranía suspicaz, egoísta y medrosa, que allá mande a sus
seides en busca del Santo Niño. ¿Le descubrirá entre los inocentes de aquel
pacífico retiro? Por lo menos no cesará de intentarlo con maligna tenacidad;
la quietud y el reposo no se han hecho para Jesús y María, y no importa que
Jesús sea el príncipe de la paz, pues lo es de una paz que el mundo no da ni
entiende.
115. María está recién
llegada; su corazón destrozado necesita que al menos su cuerpo logre algún
descanso, pero no, el descanso no vendrá hasta la hora en que debe venir, y
eso no tal como se hubiera esperado. A media noche el Señor se aparece en
sueños a José, custodia terrenal de los más preciados tesoros del cielo, y
le manda levantarse, tomar al Niño y a su Madre, y huir con entrambos a
Egipto. Ya entonces los tres Reyes habían regresado al Oriente sin
participar a Herodes que habían encontrado al Rey recién nacido ni mostrarle
quién era; Herodes les había mandado que volviesen a su corte, pero la
Sagrada Escritura no dice que ellos lo prometieran; y si por ventura lo
habían prometido, debieron de recibir en sueños mandato de Dios que los
relevó de cumplir su promesa. Pero el tirano no se resignaba a ser burlado
así, y por ver de lograr su rabioso intento, decretó la degollación de los
inocentes e inundó a Belén con su sangre. ¡Oh María! ¡Cruel hermana fuiste
de aquellas infelices madres que la noche de Navidad te habían visto sin
albergue y errante en las calles de Belén, mientras ellas acariciaban a sus
pequeñuelos en los umbrales de sus casas! ¡Qué lúgubre concierto de gemidos
surge del estrecho pico de la colina mientras el torrente de sangre tiñe los
arroyos de las calles empinadas! Comenzaba a cumplirse allí la ley de la
Encarnación, ley que comprendía al manso Jesús. ¡Oh amadísimo Señor nuestro!
Aquel tu inmenso amor a nosotros; que había destrozado ya el corazón de tu
Madre, llevaba entonces aquel horrendo luto a los dichosos hogares de Belén,
y en sus puertas inhospitalarias ponía señal de sangre. Y todo porque Jesús
estaba reservado para derramar, tras de padecimientos harto más crudos, su
preciosísima sangre por nosotros.
116. La sombra nocturna velaba
silenciosa la aldea de Nazaret cuando la Sagrada Familia se partía de ella.
Jamás, ni por el santo más heroico, ni por el ángel más obediente, se había
cumplido el mandato de Dios con la prontitud que éste lo fue por María. En
oyendo las palabras de José, respondióle con mucha sonrisa, y sin turbación
ni apresuramiento, bien que llena de maternal solicitud, levantó a su tesoro
del lecho en que dormía, y sin otro preparativo, porque su pobreza no lo
necesitaba, salió con José, guiada por la pálida luz de las estrellas. Hela
allí dejando otra vez su humilde morada y pensando con la serena tristeza de
un corazón dolorido en todas las dificultades, trabajos y peligros, primero
de aquel viaje, y luego de su residencia en tierra de paganos. El viento
frío de la noche silbaba azotando las desnudas ramas de las higueras, y de
cuando en cuando se oía ladrar los mastines, no porque sintieran los pasos
de los fugitivos, sino por la habitual vigilancia nocturna de aquellos
animales. El Hombre Dios iba como había venido sin ser de nadie notado y sin
que nadie le echase de menos; la tierra no divisó con una mirada siquiera al
Señor del mundo.
117. Tomando un rumbo que la
humana prudencia no les habría aconsejado, echaron por el camino de
Jerusalén, que poco tiempo antes habían traído al regresar a su casa, y
dejando a su lado la ciudad santa, pasaron junto a Belén, cual si Jesús
quisiera derramar con su aliento la bendición sobre aquellos niños que
ignorantes de su cercana cruel suerte, dormían al calor del regazo materno.
Así llegaron a la vereda camino del desierto guiados por José que les
precedía como la sombra del Eterno Padre, pasaron el lindero de la Tierra
prometida, y siguieron hasta perderse de vista en la desierta soledad. Un
pobre carpintero y una humilde doncella iban encargados de llevar al Criador
del mundo por en medio del desierto y a cuidar de él entre las arenas
pedregosas de aquellas áridas gargantas. Largos días vieron reproducirse en
ellas el nacer y ponerse del sol, el esplendor del mediodía y las vislumbres
de la media noche, el cerco de la luna y el viento de fuego; con frío de
noche, y de día sin amparo contra un sol abrasador, escasos de provisiones y
atormentados muchas veces por la sed; pero siguieron la jornada sin
arredrarse ni pedir prodigios que aliviaran su fatiga, no obstante saber a
quién llevaban consigo.
118. Refiere una antigua
tradición que pernoctaron cierta vez en una cueva de ladrones, donde con
fina voluntad les dio pobre posada la mujer del capitán de la partida; quizá
era buena porque le afligían pesares, pues esto es común en las mujeres;
tenía un hermoso niño, blanco como la azucena, vida de su alma y único ser
inocente y manso de aquella turba feroz y criminal. Blanco dice la leyenda
que era el niño; ¡ah!¡ demasiado, porque aquella blancura era la de la
lepra, pero por lo mismo su madre le quería más y le estrechaba con mayor
ternura en su regazo. ¡Singular posada del Redentor del mundo!, ¡extraño
símbolo de la iglesia que a fundar venía! ¡Jesús, Maria y José hospedados,
al caer de la tarde, en una cueva de ladrones, en compañía de la mujer del
capitán y de un niño leproso! María pide a la mujer agua para lavar a Jesús,
y lo lava. La mujer, entre tanto, con la perspicacia nativa de toda alma
buena, nota en sus huéspedes algo extraño y singular; tal vez alguna aureola
en la cabeza de Jesús, o algo sobrenatural en la voz de María, o meramente
quizá que el espectáculo de tanta santidad le excitara insólitos afectos,
¿quién sabe? Ello es que el corazón de aquella mujer, o avivado por el
instinto que rara vez deja de iluminar el amor de una madre, o movido por
cierta especie de fe, adivinó que algo dichoso le estaba sucediendo, y va y
toma el lebrillo de agua donde se había lavado Jesús, y lava con ella
también a su pequeñuelo (Dimas era su nombre), y la lepra deja las carnes
del niño, que de repente se tornan rosadas y tan hermosas como una madre
podía desearlo. Pasan años, el niño Dimas crece, ensaya sus fuerzas y valor
con infantiles hazañas en el desierto, hácese hombre, únese a la partida de
su padre, y bien que, a despecho de su vida de forajido, lleva en sí algo de
la bondad nativa de su madre, y prosigue su desdichada carrera hasta el día
en que Jesús le ve entrar preso y amarrado en Jerusalén. Crucificado allí
junto a Jesús y excitado sin duda por la fiebre del suplicio, más que por
perversidad nativa, el infeliz comenzó a lanzar improperios contra el Justo
que a su lado perecía; pero Jesús le miró silencioso, y súbitamente Dimas
hubo de ver entonces en El algo celestial, algo que ciertamente no era
propio de un malhechor, algo quizá de lo que su madre, treinta años antes,
había visto en la cueva de los ladrones. ¡Ah, pobre Dimas! La lepra que
ahora te cubre es harto más peligrosa que la que te curaste entonces
lavándote en el agua donde se había lavado a Jesús, pues ahora necesitas ser
bañado en sangre.
119. Rápida fue en él la
operación de la gracia; quizá tenía un corazón parecido al de su madre,
naturalmente dispuesto a recibir el don sobrenatural de la fe; y, en efecto,
de pronto sus ojos se abren a la luz, y claramente en cuanto hay en aquella
escena, en aquellos improperios, escarnios y blasfemias lanzadas contra
Cristo, en aquélla oración de Jesús por sus verdugos, en aquella mirada del
Salvador... ¡Ah bienaventurado Dimas! ¡También la Madre de dolores ora en
secreto por ti! ¡Mil veces dichoso! Ya te rodea la nube de misericordia y te
oigo exclamar, llorando de piadosa ternura: “¡Señor, acuérdate de mí cuando
hayas entrado en tu reino!” Con estas palabras del corazón te has levantado
más alto que alguno de los Apóstoles; clavado en cruz y luchando ya con las
ansias de la muerte, acabas de saber que no es de la tierra el reino donde
se acordarán de ti. Oye: “En verdad te digo que hoy serás conmigo en el
Paraíso”. Mira qué ganancia logras; te dan el Paraíso por la hospitalidad
que tu madre dio en la cueva. Muere Jesús, y de su corazón, atravesado por
la lanza, brota la sangre como un suave rocío sobre los miembros del ladrón
moribundo, que si no tiene allí a su madre natural, tiene en cambio a otra
Madre, cuyas oraciones sin duda le abrieron la puerta del Paraíso para ser
primicias de la innumerable muchedumbre que desde aquella hora le compraba a
precio de sangre del Hijo de María.
120. Siglos antes el pueblo
hebreo, después de libertado de la servidumbre de Egipto, había vivido
errante en aquellas mismas regiones... Las parduzcas arenas, las peñas
rojizas de aquel desierto, sus llanuras empedradas de rocas, sus escasos
territorios de frondosidad, las colinas de su litoral, sus pozos tan
conocidos de los pastores, habían sido teatro de prodigios tales como no los
vio jamás el mundo. Jamás, en efecto, el Criador había intervenido tan
manifiestamente ni tan largo tiempo de seguida en favor de sus criaturas; el
campamento todo de los israelitas, con su nube y su columna de fuego, con su
marcha en forma de cruz, con Efraim, Benjamín y Manasés conduciendo los
restos mortales de Joseph, su iglesia ambulante, enriquecida con los
despojos del Egipto, eran un milagro perpetuo. En la cima de su monte Sinaí
Dios había fulminado, difundiendo en el universo por medio de aquel su
pueblo errante, la gloriosa luz y dogma fundamental sobre la existencia de
un solo y único Dios; allí habían sido promulgados aquellos mandamientos de
moral divina, código fundamental del humano linaje, norma de nuestras
acciones en esta vida y ley según la cual hemos de ser juzgados en la otra.
Desde nuestra niñez la doctrina cristiana nos ha enseñado a todos a
discurrir con los judíos por aquel mundo desierto, y allí hemos aprendido el
temor de Dios; en aquella jornada de cuarenta años hemos visto simbolizada
la de nuestra vida, y como que hemos tomado parte en las vicisitudes de
aquel pueblo peregrino; los nombres de los pozos y de los lugares en donde
reposaba resuenan perpetuamente en nuestros oídos como los cantares a cuyo
son se mecieron nuestras cunas.
121. Y de aquí que ahora el
mismo Criador en persona, humillado a la condición de niño, vaga también
errante en aquel famoso desierto, y renovando en sentido inverso el éxodo
del pueblo de Dios, viene a morar en el Egipto, expulsado de la tierra
deleitosa de los antiguos cananeos por aquel pueblo mismo a quien El había
guiado con una columna de fuego, peleando sus batallas, ganándole triunfos,
erigiendo sus tribus y repartiéndoles territorios apropiadas a su índole
respectiva. Allí donde Miriam, la hermana de Moisés, cantó, a orillas del
mar, aquel himno de triunfo, vemos ahora a María con su Magnificat sublime,
y al par de Ella otro José más grande y más amable que el antiguo Patriarca,
porque si este había salvado la vida a sus hermanos con el trigo por él
atesorado en Egipto, aquél iba en el mismo Egipto a ser custodio del pan de
la vida eterna. Los dos Josés habían peregrinado en el mismo desierto.
122. ¡Oh! ¡Cuán admirables
debieron de ser los pensamientos de Jesús y de María mientras pisaban
aquella escena de las antiguas misericordias, grandezas y juicios de Dios!
Meditando en esto, puede sernos dado caminar en pos de ellos reverentemente;
pero casi irreverente sería exponer nuestras conjeturas acerca de aquel
viaje tan arduo y fatigoso. Mirémoslos llegados, en fin, a las orillas del
mar Rojo y ante las aguas que mediaban entre ellos y el Egipto. Costaríanos
mucho trabajo no suponer que la huella de sus plantas consagrase el sitio
determinado, sea cual fuere, en donde se inauguró el éxodo, y por muy
probable tenemos que desde allí echaron por la cuesta, y rodeando el golfo
por Suez, se encaminaron a Heliópolis, que de esta vez iba realmente a ser,
durante algunos años, ciudad del sol. La tradición refiere que los árboles
inclinaban sus copas y tendían su espeso follaje para servir de quitasoles a
la Madre y al Hijo; refiere también que las deformes imágenes de los dioses
gentílicos, al pasar el Dios verdadero junto a ellas, caían, como Dragón,
derrumbadas de sus pedestales. Allí, en las márgenes de aquel famoso río,
donde pobre y menesteroso Moisés obró sus milagros ante aquellas turbas de
groseros idólatras, moraron los nuevos desterrados de Judea, durante siete
años, o cinco, o dos y medio (pues sobre esto hay diversas opiniones); allí
José continuó ejerciendo su oficio de carpintero, y María ayudando al sostén
de la modesta familia, mientras que Jesús mostraba cada día más sus gracias
infantiles, más delicado y mil veces más hermoso entre los hijos de los
hombres que la más fresca azucena entre cuantas bañan sus nevadas corolas en
las ondas del Nilo.
123. Durante aquellos años fue
verdaderamente Heliópolis corazón del mundo; ni por su hermosura ni por su
riqueza era nada el jardín de Edén comparado a la ciudad egipcia; los
ángeles bajaban a porfía para admirar y adorar el tesoro que en ella se
encerraba. Allí, sin que las hombres lo sospecharan siquiera, llegaban las
plegarias, los suspiros y las recónditas esperanzas del mundo entero; allí
los acentos de pena y dolor de la ciudad misma, de la misma calle, de la
casa misma quizá en donde habitaba el verdadero Dios, resonaban en sus oídos
de hombre. Día y noche emanaban del alma humana de Jesús, con más abundancia
que la más alta inundación del Nilo, actos sobrenaturales de consumada
santidad y de precio infinito, merecedores de gracias bastantes a fertilizar
todo el desierto de un mundo degradado. ¿Y cómo encarecer la hermosura del
corazón de María durante aquellos años? Su santidad crecía incesantemente;
su unión con Dios, íntima ya como no cabe explicarlo en teología humana,
estrechábase más y más cada vez de tal modo, que ya la Madre parecía casi
identificada con el Hijo, cuando le consiente la distancia infinita que
media entre el Criador y la criatura. También se acrecentaban al par las
dolores de María; en su corazón vivía íntegra y perpetuamente duradera la
aflicción causada por el primero, acrecentada por las nuevas aflicciones de
ese dolor segundo.
124. ¿Conoció aquel oscuro
Egipto la magnífica luz que resplandecía en las márgenes de su famoso río?
Aquellos sacerdotes del sol, ¿ofrecieron con menos fanatismo, sin darse
ellos cuenta del por qué, sus sacrificios cuando Jesús estuvo tan cerca de
ellos, percibiendo el olor de sus sacrílegos perfumes y oyendo sus
insensatas plegarias? ¿Nada les avisó de que tan cerca de sí tenían al
Hacedor del sol, al que lo había criado de la nada y le había dado su calor
fecundante y su foco de luz esplendorosa; centro de tantas otras órbitas de
vida tan bastas y tan apartadas, y de tantas magníficas evoluciones en
esferas desconocidas? Cuando aquellas turbas idólatras se juntaban para
celebrar las ridículas pompas de aquel asqueroso culto de inmundos animales,
¿no había, por ventura, entre ellas alguien que sospechase que el Criador de
toda vida estaba en la tierra, vestido de una naturaleza creada, y que se le
podía ver y oír con ojos y oídos mortales?
125. No podemos creer que la
presencia de Jesús y de María en aquellos lugares haya dejado de enviar como
efluvios vitales, a varias almas algunos rayos de verdad y algún como
saludable presentimiento; por ventura, ¿es posible estar cerca de tal Hijo y
de tal Madre sin lograr alguna bendición? Pero todos estos misterios de su
morada en Egipto forman divinamente parte de la vida oculta del Salvador.
126. Transcurridos así los
años prefijados, muere el rey Herodes, y un ángel del Señor se aparece a
José en sueños y le dice: “Levántate, y toma al Niño y a su Madre, y vete a
tierra de Israel, porque muertos son los que querían matar al Niño”. José
obedeció con la prontitud que siempre; y como nadie, por otra parte, merced
a su retraída existencia, se curaba de retenerlos, pudieron libremente
disponer de sí, y partieron. Ya van errantes camino de la patria bajo el
solio de las nocturnas estrellas que difunden sus trémulos rayos como cintas
luminosas en la corriente del Nilo; ya tocan otra vez las orillas del mar
Rojo, y otra vez el viento del desierto se cambia para ellos en aura
refrigerante cuando se asientan para reposar en las arenas: otra vez sus
miradas se esparcen con regocijo sobre las colinas y viñedos de Judá, tierra
predilecta del amor divino. Quisieron visitar el templo de Jerusalén, pero
José conocía bien el precio del tesoro que le había sido encomendado, y
noticioso de que Arquelao había sucedido a su padre Herodes, no quiso ir
allá; sin duda pidió entonces a Dios que le iluminara en aquel trance, y
recibió en sueños mandato de retraerse en Galilea. Con esto, su ya prolijo
viaje se alargó más, hasta que los tres regresaron, en fin, a su antigua
morada de Nazaret.
127. Tal es el misterio del
segundo dolor, cuya historia abraza un espacio incierto de tiempo, pues no
debemos limitarla al mero hecho de la huída. Según Epifanes, Nuestro Señor
tenía dos años cuando huyó a Egipto, y allí moró otro tanto tiempo; Nicéforo
dice que estuvo tres años; Barradio opina que cinco o seis, y Ammonio de
Alejandría, siete; Maldonado piensa que ni más de siete ni menos de cuatro;
Baronio, tras varias consideraciones, deduce que Nuestro Señor huyó a Egipto
durante el primer año de su edad, y que residió allí hasta el noveno, es
decir, siete años cumplidos. Suárez, por último, se inclina a este mismo
parecer, sin concluir nada positivo, y tal es también la creencia común de
los fieles.
128. Tres puntos de piadosa
meditación nos ofrece este dolor, a saber: la huída con todos sus afanes,
trabajos y peligros; la residencia en Egipto con todos los afectos que allí
debió sentir la Sacra Familia al verse desterrada y en tierra de idólatras;
el regreso a Nazaret con las particularidades que resultan de haber entonces
crecido ya Jesús en edad y en cuerpo. El devoto contemplativo puede pasar de
cualquiera de estos puntos de meditación a otro, según la disposición de
ánimo; pero si hemos de abrazar bien el conjunto de este misterio, hay que
considerarle como un drama en tres actos que, según muy luego veremos,
duplican el respectivo dolor de la Santísima Virgen. Pasemos, pues, ahora de
la parte narrativa del misterio a la contemplación de cada cual de los tres
puntos mencionados.
129. Lo primero de notar aquí
es que, así como Simeón fue instrumento del primer dolor, José lo fue del
segundo. Esta circunstancia era, sin duda, muy para lastimar el amante
corazón de María, pues ciertamente son más crueles las aflicciones que nos
llegan por manos de una persona querida. Con razón dice Shakespeare que el
anuncio de una mala nueva tiene un triste encargo. Y aquí no menos doloroso
era para José causar a María aquel nuevo pesar, que lo era para ella
recibirlo de él Grandes y heroicos ejemplos de amor conyugal honran la
historia del humano linaje, y cierto que no son para olvidarlos. En lo
íntimo del hogar doméstico, el amor conyugal es llama que nunca se extingue;
pero jamás ninguno de los consagrados por la divina sanción del matrimonio
había sido tan puro, ni tan verdadero, ni tan vivo como el que mediaba entre
María y José; jamás había existido unión tan perfecta, identidad tan
absoluta, recíproca abnegación tan generosa como en aquel santo matrimonio;
era la perfección misma del cariño que cabe en humana criatura, y bien puede
decirse que después del amor natural de María a Jesús, el mundo no había
visto otro semejante al que mediaba entre los dos esposos, a no ser el de
José al Niño de Dios. Pero además de este amor natural, abrigaba el corazón
de María otro sobrenatural, no sólo, por consiguiente, más profundo, sino
también más tierno que aquél: pues el amor sobrenatural, en efecto, llena
muy de otro modo que en el amor natural cabe los profundos senos del corazón
humano. Para María era José la sombra del Eterno Padre y el representante
del Espíritu Santo, celestial esposo de la inmaculada doncella, que en su
esposo terrenal divisaba, con refulgente claridad y con la ternura más
reverente, a dos de las Personas de la Santísima Trinidad; así que cuando
veía en brazos de José al Niño Dios, manifestábasele un misterio demasiado
profundo para que se le pueda explicar por palabras, y que solamente con
lágrimas se pudiera expresar. Y luego, María tenía de continuo delante de sí
la eminente santidad de José, y estaba iniciada en aquellos misterios de la
gracia que en el alma de él se obraban, y que sin duda eran de más valía que
en la de ningún otro santo, por cuanto ninguno gozó jamás la augusta
prerrogativa de ser el dueño de la casa en donde habitaba Dios. Así, pues,
no obstante que este segundo dolor daba ocasión a María para ejercitar su
virtud de obediencia profesándola para con aquél a quien estaba sometida
como esposa, era no leve acrecentamiento de su aflicción el que por esta vez
le llegase de manos de José.
130. Agravaba no menos este
dolor segundo el ver que no tanto se lo causaba la ordenación directa de
Dios como la malicia de los hombres, cosa que no sucedía respecto de su
primer dolor. Este se lo había causado una profecía, una revelación que Dios
le había mostrado de lo futuro junto con una visión clara que de ello había
de poseer incesantemente su espíritu; pero ahora ya, en el segundo dolor,
María tiene que padecer física y materialmente la violencia contra Jesús; y
este que llamaríamos nosotros punto inicial del Calvario, le hiela el
corazón. En la reducida esfera de nuestros humanos pesares, seguramente para
todos nosotros ha sido más duro recibir una cruz, no tanto directamente de
manos de Dios como de la humana perversidad; no sólo agrava esto nuestra
pena, sino que parece ser cabalmente sin razón casi siempre, que si aquel
pesar nos viniese entera y exclusivamente de la mano de Dios, habíamos de
llevar nuestra cruz con paciencia y regocijo. Pero ello es que, en efecto,
hay algo depresivo en la cruz que nos viene de manos de hombres, porque no
sólo pone a prueba nuestra paciencia, sino también nuestra humildad. Cierto,
nada tiene de humillante la opresión del pesar que directamente nos envía la
Divina Omnipotencia por mediación de causas segundas y meramente físicas;
por ejemplo, la pérdida de una persona querida, la dispersión de nuestra
familia, causada por la muerte del padre o de la madre, la destrucción de
nuestra hacienda por algún fracaso. Este género de desgracias no ejercita
directa o indirectamente nuestra humildad; pero cuando Dios nos castiga por
mano de hombres injustos, por la baja envidia de un competidor indigno, por
las sospechas injuriosas de amigos crédulos, o por un amor cualquiera mal
correspondido, entonces los ánimos más valerosos decaen y echan de sí la
cruz a poder hacerlo. Y en vano la razón dirá que aquella pena es realmente
y de todos modos ordenación de Dios, y que el hombre allí no es más que
instrumento; en vano, a menos de poseer en grado eminente la virtud de la
humildad, rara vez este dictamen de la razón se convertirá en regla práctica
de conducta. Y aun en los casos mismos de que la aflicción nos provenga de
agentes inanimados, repugnamos más de lo que parece el someternos a ella. Al
saber una madre la muerte de su hijo, llorará, sin duda, lágrimas amargas;
pero si es cristiana, se resignará. Pues bien: resignada y todo, figuraos
que le van llegando noticias minuciosas de cómo y cuándo ha sucedido la
desgracia. “¡Pobre muchacho! Ha muerto por una imprudencia suya; bien se le
dijo que no saliera aquél día de casa, que amenazaba tempestad y que, al
menos, no fuese cargado de metales; pero él se empeñó, y ¿qué había de
suceder? Le mató un rayo con tal desgracia, que de cuatro amigos que le
acompañaban ninguno tuvo novedad... Nada, era sino suyo...” ¡Ah madre
cristiana! ¿Por qué en todo ese conjunto de incidencias no has visto la mano
del Padre celestial que te hiere para probarte? ¿Adónde ha ido a parar tu
primitiva resignación?... “¡Hijo mío! ¿Por qué no te impidieron salir? ¡Si
te hubieran socorrido a tiempo! Quizá los amigos te abandonaron espantados
cuando se podía haberte aplicado algún remedio...” ¡Pobre madre! No te queda
sino tu antigua fe para sostenerte la vida; pero en tu nuevo llanto hay algo
de encono, de rencor; te retuerces las manos, te olvidaste de todos tus
deberes domésticos, te entregaste a una inacción desesperada; y además, a
fuerza de repetir la triste historia, ha tomado en tu imaginación
proporciones gigantescas; cada vez que la cuentas de nuevo, exageras algo;
de donde resulta que aquella muerte de tu hijo, sobrellevada primero por ti
con tanta resignación, se te ha convertido en un misterio horrible, en una
injusticia atroz, en un golpe insoportable, para el cual no hay consuelo. He
aquí como la intervención de las criaturas hace incomparablemente más
amargas nuestras aflicciones.
131. Pero aún hay algo más en
esta falta de paciencia para sobrellevar la intervención de las criaturas en
nuestras desgracias, y es la confianza misma, tan arraigada en nuestras
almas, que nos inspira la justicia de Dios, y que es el fundamento de toda
nuestra fortaleza en las pruebas de la vida. Parece, en efecto, que a
nuestra naturaleza cumple el sufrir los golpes de Dios, y aun hay mucho de
consolador en la creencia de que, pues nos castiga, señal es de que está
cerca de nosotros; nuestro ser todo entero cree infalible el amor de Dios, y
en esa infalibilidad descansa, hasta cuando tiene motivo de quejarse, sin
que jamás le ocurra tener por cruel a Dios justiciero, ni aun por saber que
es criador del infierno. Mas en el rostro del hombre divisamos siempre algo
duro, y en su mirada algo que nos advierte no fiar enteramente de él, por
mucho que fiemos; de cuyas resultas la idea de que estamos a merced de él
hace menos llevadero el pesar que directamente nos venga de sus manos, por
cuanto le agravan los recelos. ¡Cosa singular!, mientras nos sentimos
oprimidos por la mano del Dios inescrutable, parécenos verlo todo claro, y
en cuanto nos golpea la mano de una criatura, divisamos allá en lontananza y
con proporciones gigantescas males y peligros, injusticias y crueldades
tanto más aterradoras cuanto se nos muestran con mayor vaguedad. Entre lo
que nos duelen los infortunios que creemos venirnos directamente de Dios y
los que creemos venirnos del hombre, hay la misma diferencia que entre el
miedo de un malhechor al oír desde la cárcel segura los gritos de venganza
con que la turba popular pidiese en la calle su castigo, y el que tendría en
la misma calle al pasar por entre aquella misma turba enconada, custodiado
por escolta que no pudiera o no quisiera defenderle de un atropello; pues en
el primer caso está seguro de no habérselas sino con la justicia, que ha de
juzgarle por trámites regulares, mientras en el segundo puede temer
cualquiera atrocidad de aquella plebe desbandada. David mismo, cuyo corazón
era según el corazón de Dios, nos probó ejemplarmente esta verdad cuando
dándole el Señor a escoger castigo de la orgullosa complacencia que le movió
a levantar el censo de población de su reino, respondió el santo rey:
“Perplejo estoy, pero más quiero caer en manos del Señor, cuyas
misericordias son sin número, que en manos de los hombres”. Y, en efecto,
escogió la peste. ¿Quién, por ventura, no sabe que es más fácil aplacar al
Dios inmutable que los corazones movedizos de hombres pecadores como
nosotros? Ciertamente el Señor muda más fácilmente sus designios que los
hombres; cuando vemos a Dios puesto entre nosotros y el mundo perverso, nos
creemos seguros, y por honda que sea nuestra desventura, nos echamos
confiados y tranquilos en brazos de la divina misericordia, pero cuando nos
creemos a merced del mundo despiadado, somos como oveja trasquilada o como
pajuela que arrebata el vendaval. Pues esta era la situación de María
Santísima; el muro de separación que había entre su corazón despedazado y la
dureza del mundo, se derrumba aquí con estrépito, dejándola sin defensa en
las tribulaciones crecientes de su martirio, bien que no perturbando la
inalterable serenidad de su alma fuerte.
132. Baste lo dicho acerca del
modo en que este segundo dolor afligió a Nuestra Señora, y digamos algo
sobre cómo le agravaban los padecimientos de José con un peso que duró todo
el tiempo del destierro de la Sacra Familia. En aquel tiempo José era ya
anciano y había menester de vida tranquila y reposada; sus días hasta allí
habían corrido tan serenos como a las gracias de que estaba prevenido
cumplía para que en él obrasen con holgura que, al ,decir de los viajeros,
crece el espeso follaje en las islas no azotadas de ordinario por los
vientos; su existencia había gozado de tanta paz exterior como interior, sin
apresuramiento, ni afán, ni desconcierto alguno; dotado de tanta modestia
virginal como de amor ferviente, era sencillo como Jacob, meditabundo como
Isaac, y como Abraham poseía fe profunda, jamás removida por tempestad
alguna del alma. Semejaba, o por lo menos ocurre naturalmente pensarlo así,
a nuestro primer padre cuando, todavía inocente, lleno de mansedumbre y
santidad, trataba familiarmente con Dios; era, en suma, como flor nacida
para difundir su aroma en región extraterrena, o para ser trasplantada al
Edén de la inocencia. ¡Oh! ¡Cuánto y cuánto el corazón de María debió de
amar y de admirar aquel trofeo de las más dulces y suaves gracias de Dios!
Y, sin embargo, Ella tenía que arrastrarle consigo en el torrente de sus
penas, en el torbellino de la vida, en medio de aquella turba grosera,
ignorante, violenta y brutal, para que allí luchase con ella y fuese
golpeada, herida, destrozada su alma tan hermosa. ¡Cuánto no se dolería la
Santísima Virgen de vede, en edad ya tan avanzada. padecer los fríos y
calores, las borrascas y humedades del desierto! Cuánto no la aterrarían
aquellos rostros feroces y selváticos de los árabes y aquellas caras
sombrías de los egipcios! ¡Y cuán dolorosamente extraño no se le haría el
trato y conversación con ellos! La Santísima Virgen padecía con todo esto y
con otras muchas cosas harto peores, de las cuales nada sabemos, pero que
abre ancho campo a las conjeturas. Sólo el ver a su Jesús y el considerar
los peligros que le cercaban podía infundirle valor; y luego José, como flor
trasplantada a nuevo clima, ¡mostraba tan bellos matices, difundía tan
abundantes perfumes, se enriquecía con tantos renuevos, producía tan
exquisitos y variados frutos! Su alma era más hermosa que nunca, y junto con
el esplendor de su belleza, se acrecentaba el amor de María, y al par de
este acrecentamiento, cada pesar, cada molestia de su anciano esposo era
para Ella una causa de mayor aflicción y de más profunda pena.
133. ¡Madre Santísima! Su vida
estaba verdaderamente aprisionada en un férreo circulo de dolor. De José
transportaba sus miradas a Jesús; su unión con El íbasele ya convirtiendo
en hábito sobrenatural, preciosísimamente fecundo para su alma que producía
en ella rápidos frutos de santidad, la dotaba de extraordinarias
perfecciones y obraba en todo su ser lo que en el enérgico lenguaje de la
teología mística se llama transformación deífica. Imposible es formarnos
idea cabal de lo que era María; pero hay momentos en que nuestra alma
vislumbra los efectos obrados en ella por la presencia habitual del
Santísimo Sacramento, pues no sólo percibimos su influjo en cada virtud y en
cada gracia que Dios nos haya otorgado, sino advertimos además que nos ha
transmutado, que ha modificado nuestra naturaleza, que nos ha inoculado
afectos e instintos superiores a este mundo, que ha evocado o creado en
nosotros nuevas potencias que no sabemos cómo nombrar, y cuyo oficio no
acertamos a definir. La rapidez con que algunos sacerdotes rezan sus Horas o
dicen la Santa Misa es un enigma para las gentes extrañas a la fe católica,
por cuanto son absolutamente incapaces de comprender toda la realidad con
que el católico ve a Dios en el Santísimo Sacramento, y cómo toda afectación
de pompa, todo prurito ostentoso, en resumen, todo cuanto sea curarse de los
demás o de sí mismo, cedería en mengua de la exclusiva adoración que a Dios
debemos y del santo temor que su augusta presencia real en nuestros altares
debe infundir a todo fiel cristiano. Este ejemplo puede sugerirnos alguna
idea de lo que la presencia de Jesús era para María, pero imagínese cuánto
más sensible le serían sus efectos desde el instante de ver padeciendo ya a
su amadísimo Hijo, y, por consiguiente, lo que aquella presencia misma iba
cada día agravando su dolor. Mirábale, en efecto, padecer por cosas que
antes no había siquiera advertido, pues claro está que su perspicacia crecía
en proporción de su amor, comoquiera que en las cosas divinas la perspicacia
y el amor se corresponden inseparablemente. Del propio modo que a medida de
nuestros adelantamientos en santidad y rectitud de conciencia crece, en
cuanto nuestra limitada naturaleza lo consiente, nuestro pesar de haber
ofendido a Dios y nuestro conocimiento de la fealdad del pecado, así
también, por análoga manera, se acrecentaban indeciblemente en Nuestra
Señora las facultades que poseía para padecer con cuanto padecía Jesús.
134. Pero aún hay más: a esa
progresiva transmutación de María iba correspondiendo una manifestación
sucesiva de las adorables perfecciones de Jesús, y esto mismo era nueva
fuente que acrecentaba el raudal de los dolores de la Santísima Virgen. Del
propio modo que al unirnos con Dios por la Sacratísima Eucaristía la
sentimos vivir, obrar y crecer en nosotros, inmutable siempre, y sin
embargo, continuamente progresiva como la adoración de los ángeles en el
cielo, así también el Niño Dios iba difundiendo cada día nuevos resplandores
y mostrando sin cesar nueva hermosura, inagotable tesoro de encantos
sobrenaturales; parecía siempre como si María hubiese conocido perfectamente
y desde el principio todo cuanto Jesús era, y, sin embargo, estuviese
perpetuamente comenzando a conocerlo; en el amor que con El la unía, había
cierta mezcla de hábito y de sorpresa que le hacía incomparable a ningún
otro afecto de este mundo, pues si bien como, por una especie de instinto
profético, presentía siempre la Madre lo que en cada caso había de hacer el
Hijo, tenía también al mismo tiempo completa seguridad de que, llegando el
caso, le vería hacer algo inopinado, algo que bien pudiera llamarse una
sorpresa divina. Resultaba de aquí para María un cúmulo de delicias siempre
antiguas, digámoslo así, y siempre nuevas; la intensidad y la extensión de
su amor, sin cesar crecientes, aumentaban con proporción igual su
perspicacia; nada se le escondía; todo para Ella tenía significación, pues
si bien como criatura le era imposible medir la profundidad de ciertos
abismos, iba continuamente sondeándolos mejor. Jesús, como revelación que
era de Dios en su misma sacratísima persona, suscitaba, no sólo la fe, sino
también la ciencia de María; para nosotros mismos conocer a Nuestro Señor y
creer en El son dos cosas diversas, cuanto Jesús nos enseña de sí en sí
mismo, es interminable cúmulo de innumerables ciencias, es una indefinida
serie de lecciones. para cuyo estudio la eternidad es escuela donde los
mejores alumnos de entre nosotros no acabarán jamás el curso ni recibirán el
grado. Pero la Santísima Virgen aprendía esas lecciones con más
aprovechamiento que todos los ángeles en el cielo; el mérito de la gracia
que le infundía Nuestro Señor era tan infinito como el precio de sus actos
cotidianos y como la satisfacción de cada cual de sus menores padecimientos;
de modo que en todos aquellos abismos del segundo dolor de María divisaba
tres períodos, y aun diríamos mejor, tres eternidades, para aprender la
hermosura de Jesús y levantar su amor al nivel de su ciencia; esos tres
períodos fueron, a saber: primero el desierto, luego la morada de Egipto, y
luego el desierto otra vez. Pero todas aquellas luces acumuladas, toda
aquella sensibilidad, aquella hermosura, aquellas gracias, aquellos
atractivos; todas aquellas cualidades, en fin, tan a propósito para excitar
el amor, hacían la espada de Simeón más aguda, y el resultado de todas y
cada una de ellas, el producto de su varia combinación, constituían
realmente un dolor inmenso.
135. Dos maneras hay de
combatir el pesar: una de ellas es retraernos, encerrarnos en el secreto de
nuestros corazones apenados, a solas con Dios, sin que nada ni nadie nos
interrumpa ni estorbe. Pero esto es muy difícil de conseguir, ni aun en las
circunstancias más propicias, pues por de pronto nos lo impiden nuestros
ordinarios deberes domésticos, y después, aun dado el caso de que fuéramos
libres de escoger nuestra cruz, no por eso la llevaríamos con más paciencia,
porque siempre nos habría de parecer pesada, y quizá en la misma que
hubiésemos escogido hallásemos alguna especial agravación que justificase
nuestra impaciencia hasta cierto punto. Pero esta lucha se hace harto más
ardua de sostener cuando tenemos que salir al encuentro del enemigo,
aguantar la compañía y trato de los hombres en medio de un mundo despiadado,
recibir de manos de nuestros semejantes la tribulación y sentir el peso de
su malignidad. En estos casos, no sólo nuestras ocupaciones ordinarias son
distracción desagradable de nuestras penas; no sólo nuestro dolor nos dice
que tenemos derecho para dispensarnos de aquellas tareas exteriores, sino
que el mero hecho de desempeñarlas es para nosotros una aflicción, porque
tenemos que salir al encuentro de las molestias y dejar adrede el asilo de
la soledad para ir a buscarlas, y hacer todo lo posible para que el padecer
se nos agrave con los inconvenientes que acarrea de suyo, cuando no se está
muy alerta, el haber de atender a muchos quehaceres y cuidar a un mismo
tiempo de muchas cosas. Y esto, por lo común, no depende de nuestra
voluntad, sino que es rigurosamente necesario. De los dos combates que
tenemos que sostener contra el dolor, éste es indudablemente. el más penoso
y en el que nos es más difícil salir con victoria. Pues bien: la Santísima
Virgen al pasar del primer dolor al segundo pasó de un combate a otro más
difícil (si la palabra combate cabe allí donde reina una paz celestial de
todo punto), porque su nueva pena le exigía una obediencia exterior, y no el
mero asentimiento de una generosidad interior; hasta allí había sufrido
encerrada en el santuario de su alma; pero desde entonces tiene que dar
cabida en su dolor a las fatigas personales y a las privaciones materiales y
a faenas muy penosas. Cuantos sepan estimar la nativa timidez de una
santidad eminente podrán comprender algo de lo que esa mudanza es en sí
misma, y prescindiendo de otras circunstancias agravantes, fortificaba la
nativa delicadeza de la Santísima Virgen.
136. En los comienzos de la
vida espiritual suele suceder a las personas entradas en fervor de santidad
en ella, que sin darse cuenta a sí mismas, adquieren cierto desdén hacia las
prácticas externas de la religión. Seguramente, si su piedad es ilustrada,
no incurrirán en error acerca de este punto; pero, así y todo, es muy común
que sientan este desdén y que durante algún tiempo le manifiesten en varias
ocasiones de escasa importancia. Nace esto de ser comparativamente nuevos
para ellas los hábitos de interna piedad, y como, por otra parte, está
reciente su experiencia de lo poco que vale la devoción exterior, cuando no
va acompañada de la otra, exageran la importancia de las prácticas
interiores, y las aprecian con estimación demasiado exclusiva. Realmente
causan tanta delicia (y esta es la única palabra propia para expresarlo) las
primeras jornadas de nuestra unión íntima con Jesús, que, faltos de
práctica, nuestra fe no sabe entonces hallar a Nuestro Señor, como le
hallará más adelante, en las devociones comunes y ceremonias del culto
externo de la Iglesia católica. Pero cuando ya el alma ha crecido en
santidad, vuelve en sí y comprende la importancia efectiva de la oración
vocal, y ve que los Sacramentos son realmente cosas interiores, y aprecia
debidamente el influjo espiritual de las festividades de la Iglesia y las
devociones por ella recomendadas o aprobadas, como son el Santo Rosario, los
escapularios, las indulgencias, cofradías, etc., y todo esto va labrando
profundamente en el alma y habituándonos a seguir con fruto las prácticas
admitidas. Cuando ya la santidad alcanza un grado eminente, estas prácticas
parecen como aquellas ánforas llenas hasta la boca donde Jesús convirtió el
agua en vino, perpetuamente derramadas por El en nuestras almas, y entonces
basta una sola rúbrica para arrebatar en éxtasis o para transformar de
súbito a un santo, haciéndole más santo que era . Un principiante inexperto
de la vida espiritual comprenderá mucho mejor la doctrina sublime de Santa
Teresa sobre la oración y la quietud, que la devoción al agua bendita y el
uso continuo que de ella hacía y las grandes cosas que dice sobre esta
práctica. Resulta de todo esto que en el segundo dolor de la Santísima
Virgen había una singularidad que ni aun el santo más eminente podría
comprender del todo, por tratarse aquí de asunto relativo a María, y era el
estar privada de prácticas espirituales en aquel desierto de Egipto, donde
no había templo, y probablemente tampoco sinagoga, y se celebraban además
sacrificios que Ella abominaba con horror; en suma, faltábale aquella
inefable atmósfera de la verdadera religión, y en cambio rodeábanle
tinieblas hediondas y el triste consorcio de la incredulidad más estúpida y
el degradante culto de los más viles animales. Para María era esto un
desconsuelo terrible, pues, a pesar de su eminente santidad, no se creía
dispensada de los auxilios más comunes de la gracia, antes bien, por lo
mismo los estimaba y aprovechaba con mayor discreción. Ciertamente, Ella no
necesitaba, para tenerse firme, el apoyo, ni para caminar la guía de las
prácticas externas, pero complacíase en prestarle la sanción de sus propias
virtudes, y tanto menos quería dispensarse de las cosas pequeñas cuanto más
ricamente dotada estaba de las grandes. Había llegado a ver más clara y
profundamente que nadie aquella gran verdad, tan sabida de los santos, sobre
que en la vida espiritual nunca una gracia ocupa el lugar ni toma el oficio
de otra; los que poco de esto saben, no distinguen entre suceder y
sustituir, y así dejan de respetar debidamente ciertas cosas por desconocer
el carácter divino que las determina. Del propio modo que los devotos
contemplativos saben remontarse sin tropiezo a las más altas regiones
espirituales para descender con la misma holgura hasta igualarse con el
inocente niño que se arrodilla y ora por primera vez, así también nada es
tan asombroso como ver a los santos humillarse desde la altura de sus mas
sublimes contemplaciones hasta la prudente minuciosidad y trivialidades
infantiles de sus primeros pasos en el camino de la santificación. Los
tropiezos en la vida devota no son sino síntomas de que es imperfecta; en
ese género de jornada comiénzase por atravesar el río para llegar a la
tierra de Canaam; al principio se encuentra poca agua, pero conforme se va
andando se va perdiendo pie, hasta que se vuelve a tomar en la opuesta
orilla, y, desde entonces se sube por suave cuesta a las márgenes
celestiales. De seguro causaba gran pesar a María el estar privada de las
prácticas exteriores de la religión; de seguro echaba de menos su alma el
recinto del templo, y su muchedumbre de adoradores, y las antiguas
festividades consagradas a renovar periódicamente el tierno y bello
espectáculo de las ceremonias legales, y las antiguas Escrituras hebraicas
que el lector repetía en el púlpito de la sinagoga. La presencia de Jesús,
en vez de reemplazar estas cosas para María, excitábale, por el contrario,
mayor deseo de asistir a ceremonias que el mismo Dios, tantos años antes de
ser su hijo, había prescrito y ordenado en el monte Sinaí. Cierto que jamás
podremos apreciar exactamente esta pena de María, pero debemos tenerla
presente; para bien estimarla, seríamos menester la exquisita sensibilidad
de aquella hermosísima alma, junto con el vivísimo anhelo que ella tenía de
las cosas de Dios y con la presencia de Jesús, que ella poseía, y que
convertía aquel anhelo en hambre y ser devoradoras.
137. Érase cierto viajero que,
avezado durante largo tiempo a los espectáculos y rumores de la vida
oriental, y acostumbrado a oír la plañidera canturría del meuzín, que desde
el alto alminar suscitaba cada día por la mañana y tarde la supersticiosa
oración del pueblo islamita, había olvidado el sonido de la campana
cristiana; partió al fin un día embarcándose en el mar Negro; subió por la
corriente del Danubio, y no paró hasta las fronteras de Transilvana.
Desembarcando allí en una aldeílla apartada, oye un campaneo singularmente
alegre que casi ahogaba las voces de un coro de campesinos; ve reflejar la
luz del sol en la cruz de metal que llevaba un clérigo, y detrás algunos
pendones más devotos que ricos, y luego dos fila de doncellas vestidas de
blanco con sendas velas en la mano, y otras dos de rollizos mancebos
tremolando varios ramos de blancas flores, y por último, un cura aciano,
vestido con una raída capa pluvial, bajo un palio más raído todavía, y
llevando en sus manos un pobre viril que servia de trono al Criador del
Universo: era la procesión del Corpus. Ante aquel espectáculo, el viajero,
conmovido, lloroso, agitado, pensó con dulce tristeza en lo que María debió
sufrir durante su morada en Egipto, y formóse alguna idea, bien que
incompleta, de lo que a la Santísima Virgen debió costar el vivir privada
del culto de sus mayores. Tales fueron los afectos de aquel viajero la
primera vez que, tras largo habitar en pueblo de infieles, presenció una
fiesta cristiana. Aquel viajero, llegado a las puertas de la cristiandad,
volvía a ver lo que había perdido: María en Egipto no veía nada.
138. Pero aquel falso y odioso
culto que tenía delante de sí, no sólo lastimaba su incomparable piedad,
sino que le dolían también las almas a quien aquella superstición perdía,
almas que ciertamente no conocían la verdadera religión, y cuya ignorancia,
por tanto, era excusable hasta cierto punto, pero que de todos modos tenían
herido de muerte el sentido moral, y harto viciada la conciencia para poder
emitir sobre nada juicio alguno íntegro ni verdadero. Era aquel estado
social una especie de encantamiento bárbaro que a todo aquel pueblo tenía
como preso en una red de iniquidades; era todo un organismo tan vasto como
abominable que, semejante a un torrente oculto, arrastraba toda la nación al
abismo de tinieblas perpetuas, tan suave y calladamente como una balsa
desciende por la corriente del Nilo. Era todo esto tanto más triste cuanto
en los atezados semblantes de muchos moradores de aquella desdichada tierra
centelleaba una inteligencia perspicacísima, y en sus acentos se percibía
como el eco de ocultas gracias y de sanos afectos y buenas inclinaciones. Y
todo eso había de verlo María mientras que, a orillas de aquel río, tenía en
sus brazos a Jesús, Salvador del mundo, al amante más tierno de las almas,
que a todas las hubiera purificado si ellas lo hubiesen querido. Pero, ¿por
qué El no se reveló desde luego a esas almas? ¿Por qué, al menos, no se
adelantó a predicarles, basando su enseñanza sobre las verdades de orden
natural que aquellos desventurados pueblos pudiesen poseer? El aplazar este
beneficio, ¿no parece que tenía algo de cruel e inexplicable como el mismo
aparente retardo de la Iglesia en convertir a los gentiles? ¡Insondable
misterio de los designios de Dios! ¿Quién osó jamás dictarle plazos? Pero,
entre tanto, no era sólo la suerte de todas aquellas almas lo que oprimía
como una pesadilla el corazón de la Santísima Virgen, sino también la gloria
de Dios; una sola palabra de Jesús bastaba para reparar todo aquel daño, y
Jesús no la pronunciaba. Y el doler tan fuertemente a María todo esto, no
nacía ciertamente de que su afán dejara de conformarse en todo a los
decretos de la divina sabiduría, pues Ella comprendía y veneraba harto bien
la historia de los cuatro mil años que Jesús había tardado en venir al mundo
para que se le ocultara el misterio de los aplazamientos divinos; dolíale
únicamente la previsión de la ruina que a tan gran número de almas amenazaba
en aquella tierra tan dominada por tan groseras supersticiones.
139. Pequeñas parecen las
grandes cosas al lado de las desmesuradamente mayores, y esto cabalmente
sucede con los múltiples dolores de Nuestra Señora. Acumúlanse en torno de
sus penas multitud de circunstancias que daría cada una grandioso asunto
para un poema trágico en las esferas de la vida vulgar, y que, sin embargo,
comparadas a otras, se desvanecen ante nosotros como las exhalaciones de una
nube preñada de tempestad. Mas no por eso debemos dejar de tomarlas en
cuenta, tales y como se acumularon en el misterio sobre que discurrimos.
140. Padece el desterrado
contrariedades y penas bien notorias, que agotan las fuerzas de su
sufrimiento como carga más pesada cada día; lejos de habituarse al
destierro, cada hora se le hace menos tolerable, pues lleva clavado en el
alma un hierro candente que sin cesar le causa heridas a cual más dolorosas.
Por de pronto, la pobreza, molesta de suyo siempre y en todas partes, lo es
indeciblemente en la tierra extraña, donde apenas tenemos derecho a la
simpatía; parece como si aquel suelo nos hiciera un favor en darnos tierra
que pisar, y si se digna no negarnos el más preciso sustento, es porque sin
duda abriga entrañas más compasivas que el hombre. Para la desterrada Madre
de Nuestro Salvador era inexplicablemente aflictivo su completo aislamiento
respecto de las personas de su sexo; entre aquella turba de mujeres de
Heliópolis se veía más solitaria que Thais la penitente o Santa María
Egipciaca en los ásperos desiertos de la silenciosa Tebaida; ¡horrible
martirio, en verdad, para aquella joven madre, tan dulce, tan padecida, tan
delicada, flor purísima que las auras del Edén no habrían osado tocar con su
aliento! ¡Sola allí en tierra de paganos, sin una parienta, sin una amiga,
para todo el mundo extraña! ¡Oh terrible situación, por cierto!... Pero
Dios, se dirá, estaba con Ella. Sí, estaba; pero miradle, es más débil
todavía que su Virgen Madre. Tenía a su Esposo José, cierto; pero su misma
mansedumbre se volvía en contra suya, y luego, ya tan anciano, tan
quebrantado por la fatiga, tan poco acostumbrado a quejarse de nada, ¿qué
amparo había de prestarle contra cualquier atropello de aquellos bárbaros?
¡Ah! Si el Profeta lloró al ver derribados los vallados de la viña de Sión,
¿qué no hubiera llorado al ver aquella familia, resumen del Paraíso,
viviendo allí en tal pobreza y desnudez?
141. Pasemos ahora a cosas
mayores. No parece contrario a las perfecciones de la Santísima Virgen
suponer que en este segundo dolor padeciese aquel temor propio de la
naturaleza humana y que sintió en su alma sacratísima Nuestro Señor mismo;
pues de no ser así, tendríamos que imaginarIa como criatura de todo punto
peregrina, no perteneciente ni a la familia de los ángeles ni a la de los
hombres; en resumen, como una gloria de Dios, no ya solamente única (pues
esto lo es efectivamente por sus prerrogativas y su santidad), sino
enteramente extraña a la órbita del humano linaje; tendríamos que imaginar,
añadiremos, que los dones a Ella otorgados eran más excelentes que los que
el Dios Hombre quiso poner en sí mismo, pues le hubieran quitado su ser de
mujer. Pero entonces María no fuera para nosotros modelo, y el suponerla
capaz de dolor sería tan incongruente y extraño, que, más que realidad,
parecería una ficción poética, o, cuanto más, un mero símbolo, una bella
alegoría de la Encarnación. Demos, pues, por sentado que el temor fue uno de
los principales padecimientos de María en la huída a Egipto. Quizá no hay
pasión que domine tan tiránicamente el ánimo como el temor, ni impresión
mental más estrechamente ligada con el padecimiento físico. El temor nos
asalta como un espíritu que surge de improviso, y sin que sepamos cómo, se
lanza sobre nosotros desde algún antro recóndito y desconocido; no podemos
precavernos contra su embate, porque ignoramos cuándo nos asaltará, ni
podemos resistirle cuando ya nos ha acometido, porque desde luego se apodera
de nosotros y nos aherroja y oprime. El es poderoso para anublar el cielo
más sereno y para helar los rayos del mismo sol; pasa por nuestros corazones
como un viento glacial que paraliza todos nuestros sentidos y potencias,
dejándonos como máquinas que ven y oyen, pero incapaces de hablar ni de
moverse. Si el temor no fuese un afecto eminentemente fugaz, que se produce
semejante a una vibración instantánea, sería poderoso a quitarnos, primero
el libre albedrío, y luego la razón; de todos modos, su acometida nos causa,
ora una turbación peor que el dolor físico y que de continuarse nos mataría,
ora una angustia tal que a cada momento parece capaz de acabar con nosotros.
No es un padecer, sino un tormento; por lo común, el daño temido es menos
tolerable que el ya llegado; la tierra no engendra pesar, ni la justicia
humana ha inventado castigo en que no se muestre la realidad de este
fenómeno.
142. Pues imaginemos ahora los
efectos de esta pasión en el alma. tan exquisitamente sensible de María,
combinada con su santidad incomparable. Incesante es su unión con Dios e
inalterable la tranquilidad que esta unión produce en Ella; cabe asaltar el
santuario de esa alma, pero no el profanarlo; cabe el temor en su recinto,
pero no el abrir brecha en sus muros. La Santísima Virgen sabía muy bien que
la hora del Calvario había de llegar, y no ignoraba que aún estaba lejos,
como también estaba segura de que, su Hijo no moriría a manos de Herodes, y,
sin embargo, el temor, impotente para anublar la luz de su espíritu, podía
llenarlos de recelos, porque si bien los pensamientos que el temor suscita
pueden ser en sí mismos exactos y juiciosos, no les consiente trabazón, así
es que los esteriliza.
143. Esto, cabalmente, nos
enseña el Libro de la Sabiduría, (cap. XVII), al decirnos que el temor no es
otra cosa sino “turbación del alma que se juzga totalmente desamparada, y
que mientras menos acierta a recobrarse, tanto más exagera, sin conocerlos
bien, los motivos que tenga de recelo”. Por otra parte, es muy posible que
Nuestro Señor tuviera entonces su corazón velado para María. Cierto, no iba
entonces a morir, pero ¡cuántos otros abismos de infortunio podían estar
abiertos a los pies mismos de Nuestra Señora sin que Ella los viese! y
además, ¡hay tantas cosas que no matan y que son peores que la muerte! La
posibilidad del padecer es inagotable aun para la limitada condición humana.
Por de pronto, era posible que la Madre tuviera que separarse de su Hijo,
que a sus propios ojos Herodes lo entregase a manos ajenas; ¿y qué valían
las tinieblas de Egipto, ni aun el eclipse del Calvario, comparados a
separación tan espantosa? María, con su vasta mirada, sin duda que abrazaba
lo porvenir, pero no todo entero, o al menos podía dudar de que así la
abrazase, y, por consiguiente, podía muy bien recelar peligros y afanes
desconocidos para Ella, como, por ejemplo, los tres días del Niño perdido.
144. ¿Hasta. qué punto, pues,
aquella eminente santidad de María pudo abrir acceso. al temor? ¿Tembló
quizá alguna vez mirando a los ladrones atravesar a lo lejos el desierto?
¿Extremecíala el rumor del aura nocturna, que murmurando de repente en las
copas de las palmeras o en las trenzadas crines de la acacia, semejaba ruido
de voces humanas? ¿La espantaran alguna vez aquellos negros ojos de los
egipcios, clavando en el Niño Dios la mirada escudriñadora? ¿Apresuró tímida
alguna vez el paso y creyó ver u oír lo que no había? ¿Estrechó más de una
vez convulsivamente en su seno al Niño, haciendo allá, en su interior, voto
de no separarse de El sino. con la vida? ¿Sintió crujir en las oídos de su
espíritu vidente las gemidos de las madres de Belén? ¿Llevóle el viento del
desierto los gritos agudos y desgarradores de los Santos Inocentes? Todo
esto sólo Tú lo sabes, ¡oh Madre amadísima! Nosotros no osamos decirlo, pero
¿quién dudaría de que el temor te causó angustias y de que el desierto y el
Egipto. fueran para ti como un Gethsemaní prolongado varios años? De seguro
te viste cercada por las espesas tinieblas de Egipto, y bien que respecto de
ti no podamos tomar a la letra lo que la Sagrada Escritura dice de aquella
horrenda plaga, podemos considerarlo, sin ofensa de la veneración que te es
debida, como un pálido e indistinto bosquejo de lo que en este segundo dolor
padeciste. “Sobrecogido, dice, de un mismo sueño en aquella espantosa noche
que les había sobrevenido del infierno más profundo, aterrábanlos, por su
parte, aquellos espectros que se les aparecían, y por otra, el
desfallecimiento mismo de sus ánimos, causado por los súbitos e inopinados
temores que los asaltaban de improviso. Si alguno caía, quedábase aherrojado
sin grillos en aquella cárcel de tinieblas; menestral, pastor o campesino,
quien quiera que fuese el atacado de la plaga, no podía esperar socorro ni
amparo, porque a todos las tinieblas los atacaban con una misma cadena. Él
viento que silbaba; el gorjeo de las aves, que alegremente cantaban en las
espesas ramas de la arboleda; el murmullo de las aguas, que impetuosas
corrían; el estrépito de las piedras al caer; el atropellado correr de los
animales, que ellos oían sin verlo; los rugidos de las fieras o los ecos que
se levantaban de las cavernas de los montes; todo esto, hiriendo sus oídos,
los hacía morir de terror. Porque el resto del mundo lucía con purísima luz
y se ocupaba en sus faenas con toda holgura. Sólo ellos, abismados en
aquella profunda oscuridad, imagen de las tinieblas que les estaban
preparadas, se habían hecho más insoportables a sí propios que sus mismas
tinieblas”. (Lib. Sap., cap. XVII, 13-20).
145. Pero aún no hemos dicho,
ni nadie sabrá decir debidamente, lo más aflictivo de este segundo dolor de
María; podríamos comprenderlo si se nos revelase el corazón de la Santísima
Virgen; pero ni aun entonces cabría expresarlo por palabras, porque fue un
conjunto de la más viva pena, del más justo y punzante resentimiento, de una
desventura tan grande que parecía imposible, de un horror que quisiera no
creer lo mismo que está viendo, de una maldad, en fin, tan inconmensurable
como que era poderosa a pisotear en el inmaculado corazón de María todas las
especies y grados de amor que le inundaban. Provenía este tormento de que,
en su segundo dolor, la Madre veía claramente el odio de los hombres contra
su Hijo, contra aquel Jesús tan lleno de hermosura, que Dios se había
dignado hacer fruto bendito de su vientre virginal. ¿Hubo jamás en el mundo
nada más amable, nada menos aborrecible que aquel Hijo adorado? Pues ¿cómo
era posible que los hombres se volviesen así contra El? ¿Cómo era posible
que los reyes le buscaran con tan rabioso afán, como de tigres fieros,
espiando el oscuro asilo de su inocencia, y sedientos de sangre infantil,
como si fuera presa bastante para saciar su feroz apetito? Tan inocente, tan
delicado, tan silencioso, tan humilde y tan bello, ¿por qué van los hombres
a expulsarle de su retiro como si fuese un monstruo de crueldad, tiránico,
sanguinario, cuyas grandes iniquidades y ocultos crímenes excitasen horror y
repugnancia? María, conociendo tan acabadamente la hermosura de Jesús,
comprendía bien, por lo mismo, todo lo indefinible de aquel execrable
sacrilegio cometido al desterrarle con tanta crueldad, al perseguirle con
aquella rabia homicida, que no habría parado donde paró si Dios mismo no
hubiese arrancado a la Víctima de manos de los verdugos. Sabía también María
que Jesús era Dios, que era el Criador bajado del cielo para habitar entre
sus criaturas; y aunque no había tenido todavía trato con los hombres, ni
siquiera les había hablado, bien que los hubiese ya mirado con sus dulces
ojos, ellos en cambio, le miran ya con recelo y le tienen por carga
pesada... ¡Oh! No lo era para ti, amantísima Madre; para ti, que le llevaste
en brazos por todo el desierto; ¿por qué? Porque cuando ni siquiera puede
todavía andar, los hombres le obligan a correr fugitivo. Así recibían al
mismo Dios, que habían estado esperando cuarenta siglos... ¡Oh cielo
piadoso! ¿No es verdad que el amor divino excede a todo lo creíble?
146. En aquel corazón de Madre
no había un solo afecto que no estuviese calculado. El mero hecho de que los
hombres se hubiesen apartado desdeñosamente de Jesús y evitado su trato,
habría causado a María un pesar intolerable; y aun solo el que le hubiesen
mirado con indiferencia, importándoles nada de El y considerándole como uno
más entre los seres vivientes, le hubiera afligido en el alma; ver, en
efecto, que los hombres no conociesen a Jesús o le menospreciasen o no le
estimasen de modo alguno, habría sido un dardo penetrante clavado en lo más
profundo de aquel seno virginal; ¿que sería, pues, al verle, no ya
desconocido, ni desdeñado, ni menospreciado, sino aborrecido y mirado con
malos ojos, sobre todo por los pobres y de humilde condición, a quienes El
tan singularmente amaba entre todos los que había venido a salvar? María
amaba de muchas maneras a Jesús, porque le amaba por muchos títulos y en
virtud de muchos derechos, y veía cruelmente conculcados todos y cada uno de
aquellos amores; por de pronto era criatura de Jesús y era su Madre; le
amaba con el natural cariño más acendrado, porque le había llevado en sus
entrañas; y este su amor materno se iba maravillosamente acrecentando a
medida que se manifestaba más la hermosura de Jesús y que Ella le iba
conociendo mejor. Amábale, además, con amor sobrenatural, no sólo por la
santidad de que El estaba tan lleno como quien era Dios, sino por la que
Ella misma tenía participada de la de El; amábale como a Salvador y Redentor
del mundo; amaba con perfecta adoración su naturaleza divina y a la persona
del Verbo Eterno; es decir, le amaba cuanto cabe en amor de criatura. Pero
además, le amaba con un entusiasmo que constituía para Ella una segunda
vida, y cuyo objeto era la gloria de Dios, exaltarle en sus criaturas,
honrar su Majestad divina; amaba a la Santísima Trinidad con todos los
géneros de amor que han podido abrasar el corazón de todos los santos,
complacencia, congratulación, deseo, consuelo, imitación, estima. Pues bien;
Jesús era el verdadero término adonde tendían todas estas glorias de Dios,
el trofeo en quien se ostentaban, la fuente de donde surgían, el alimento
único poderoso a saciarla, el precio a ellas adecuado, el medio, en fin, el
único medio por quien María pudiera amarlas como lo deseaba Ella. No hay,
pues, objeto caro al corazón de Dios que no fuese ultrajado y ofendido en
aquella tentativa contra la vida de Jesús, en aquel odio contra aquel Hijo
enviado por Dios a la tierra; y todos estos innumerables agravios contra el
eterno objeto de su amor imprimíanse en el abrasado corazón de María con los
estigmas de los santos.
147. Pero María, además, amaba
a los hombres como jamás pudieron amarlos sus esposas ni sus madres, con
celo superior al del más celoso apóstol, con tierna solicitud por cuanto a
todos y a cada uno de ellos importa; si el sacrificio limitado de una mera
criatura hubiese podido ser merecimiento para la salvación, María hubiera
querido morir por la del último de nosotros; y tan amante de nuestras almas
como de la gloria de Dios, habría arrostrado mil tormentos por evitarnos un
solo pecado. Pero, ¿qué necesidad tenemos de encarecer el amor de nuestra
Madre? ¿Por ventura, no estaba determinada a darnos, o mejor dicho, no nos
había dado ya virtualmente a Jesús, a su Hijo tan amado? ¡Oh! ¡Cuánto no la
afligiría ver pagado con tanta ingratitud, desdeñado y encerrado, por
decirlo así, en solo ella su amor a los hombres! Estremecíala ver aquellos
abismos de tinieblas, aquel apartamiento de Dios, manifestado en aquel odio
contra Jesús, y sentía, diríamos, un santo horror ante aquella terrible
muestra de la potestad y la nequicia de los espíritus malignos. Cierto, los
hombres no sabían que Jesús era Dios; pero sentíanse instintivamente
atraídos por su gracia y santidad como por influjo de oculto imán, y, sin
embargo, se revolvían furiosos contra El. Aquellos hombres cuya carne se
había vestido el Verbo; aquellos hombres que iban a tener por Madre a María,
y aun aquellas mismas tribus de Israel, pueblo escogido de Dios, estaban
como poseídos del maligno espíritu, y se dejaban llevar de él, y lo
obedecían sin saber el daño que a sí propios causaban. ¡Ah! Pensando en
esto, parécenos oír brotando anticipadamente del más lacerado de los
corazones, del seno de la Madre de misericordia, aquella tierna y
omnipotente súplica de su Hijo: “Padre, perdónalos, que no saben lo que
hacen”.
148. Este segundo dolor de la
Santísima Virgen no fue, como ya lo hemos dicho antes, un misterio pasajero,
una acción completa desde el momento de ejecutarse, sino que abraza largo
espacio de tiempo, y aun años enteros, durante los cuales estuvo María
padeciendo todas esas aflicciones. El continuo dolor causado por el
destierro durante los siete años en la inhospitalaria tierra del Egipto tuvo
un eco en las subsiguientes penalidades del regreso a Judea, reproducción de
todas las ocasionadas por la huída; las mismas penosas jornadas, la mismas
fatigas, las mismas privaciones y aun varios de los mismos peligros. Sin
embargo, en aquel regreso, el temor de la Santísima Virgen no era ya tanto,
o, por mejor decir, se cifraba en un solo objeto, a saber: la vida del Niño,
bien que no le faltasen otros cuidados de menor importancia. Pero, de todos
modos, mediaban en aquel suceso circunstancias agravantes que le distinguen
del de ¡a huída. Por de pronto, la edad ya entonces de Jesús era causa de
especial embarazo para María y José, pues el Niño había cumplido a la sazón
ocho años, y de consiguiente, era demasiado pequeño para caminar por su pie,
y carga demasiado pesada para los brazos de su Madre; es de inferir, por
tanto, que tuviesen que alquilar alguna cabalgadura, lo cual aumentaría las
faenas de José en el desierto, o que necesitasen llevar alternativamente a
cuestas a Jesús cuandoquiera que el Niño Dios consintiese a su naturaleza
humana el impedirle caminar, ora por cansancio, ora que las abrasadoras
arenas o las zarzas del desierto lastimasen sus delicadas plantas. La
entonces agravada ancianidad de José daba también incesante cuidado a María;
el trabajo había agobiado su cuerpo, y la vida inquieta y recelosa de
aquellos siete años de destierro había grabado triste huella en su faz
venerable; cansábase muy luego, y sabido es que Jesús, a los que tiene cerca
de sí, les aligera menos la cruz que a los que están lejos de El. Por otra
parte, como a todas las madres sucede, mientras más iba Jesús creciendo en
edad, más motivos iba Ella teniendo de amarle, y al par que esto acrecentaba
incesantemente su primitivo amor, aumentaba en la propia medida sus
maternales afanes. Además, la Madre y el Hijo iban ya camino del Calvario y
con los rostros vueltos hacia la fúnebre montaña; imagen terrible que de
seguro no dejó ni un instante de ir impresa en la mente de María durante
todo el viaje. Llegado que hubieron a las fronteras de Tierra Santa,
volvieron, naturalmente, a temer persecuciones, por lo cual dejaron a un
lado Sión, y regresaron a su retiro de Nazaret. No hay paz para los malos,
dice la Sagrada Escritura; más: ¡ay!, que mirando al mundo, tentados estamos
de creer que todavía la hay menos para los buenos.
149. De las particularidades
de este segundo dolor, pasemos ahora a decir algo sobre las disposiciones
con que le arrostró la Santísima Virgen. Entre todo cuanto acerca de esto
deducirse puede de lo dicho hasta aquí, hay tres puntos principales que
considerar. El primero es la generosa abnegación con que María se olvidaba
de sus propios pesares para sentir los ajenos. Al recorrer mentalmente las
circunstancias de este segundo dolor, cierto, no echamos en olvido las
molestias y padecimientos materiales que sufrió entonces Nuestra Señora,
hambre y sed, fríos y calores, vigilias y cansancios; en fin, privaciones de
toda especie, y fatigas de cuerpo y aun de espíritu; nada de esto,
repetimos, nos es posible olvidar, ni aun dejar de tenerlo como parte
integrante de su padecer; pero nada de eso consideramos como esencial de sus
dolores íntimos, pues creeríamos ofenderla incluyéndolo en el número de las
tribulaciones que para Ella tenían valor e importancia, y en las cuales
siquiera parase mientes. Otros eran, en verdad, los objetos y términos de
sus dolorosas simpatías, que ora se irradiaban en José, ora se concentraban
en Jesús, ora se difundían en actos de adoración y reparación consagrados a
la majestad divina, ora, en fin, se desbordaban como un diluvio en toda la
tierra, inundando a las almas de cada generación del humano linaje en un mar
de lágrimas y de compasión eficaz. En todas partes, menos en sus propias
desventuras, se fijaban las simpatías de la Santísima Virgen, a todos
alcanzaban, menos a Ella misma; surgían en su corazón sin esfuerzo, y aun
pudiéramos decir que naturalmente, porque en Ella la gracia venía a ser
naturaleza. Como la luna refleja de suyo la luz del sol y alumbra la tierra
sin que le cueste trabajo alguno; así María es reflejo de Dios, que ilumina
y resplandece espontáneamente, casi sin saberlo, cual si tuviera de suyo el
ser luminosa y bella.
150. Otro de los puntos de
meditación sobre este segundo dolor de María es el vivísimo afán con que se
curaba de desagraviar la majestad de Dios, ofendida por el pecado. Es este
afán una especie como de nuevo sentido que la santidad crea en el alma, y
que mientras más vamos adelantando en piedad adquiere mayor sutileza, mayor
amplitud mayor perspicacia, mayor seguridad, mayor acierto; su actividad
crece al par de la gracia, y, por natural consecuencia, crece con ella
nuestra capacidad de padecer. En los santos este afán se convierte de todo
punto en pasión, que acaba por dominar su vida entera; pero, así y todo, no
es comparable al que abrasaba el corazón de la Madre de Dios, cuya
existencia giraba dentro de una órbita divina, y tenía con la majestad de
Dios cierta unidad, unidad espiritual que le daba derecho a intervenir en
los negocios divinos, a tomar parte singularísima en sus intereses, a
participar realmente en cierto modo, y tal como no pudiera pretenderlo
ninguna otra criatura, de la gloria sensible de Dios. María es, en la región
divina, como una persona de la casa, y, por consiguiente, interesada en sus
negocios como nadie de los de fuera lo está, por allegado que sea. La
oración de María no es una mera intercesión, sino que tiene, digámoslo así,
cierta jurisdicción sobre el Corazón sacratísimo y sobre la voluntad de Dios
Sumo, para el cual las súplicas de María son cosa específicamente diversa de
la intercesión de los santos; porque si bien es verdad que todos ellos, en
unión con Jesús, se afanan por multiplicar los frutos de la Pasión, esto
también que María goza la prerrogativa de ejercer una cooperación
indefinible en la Redención del mundo, una cooperación a la cual no puede
ser comparada la de los santos, por la misma razón y en el mismo concepto
que la simpatía de los santos por la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo no
puede ser comparada a la Compasión de la Santísima Virgen. Si San Pablo pudo
decir de las mortificaciones de su carne, que “suplían lo que resta de los
sufrimientos de Cristo, por el cuerpo de El, que es la Iglesia” (Coloss., 1,
24) ¿qué diremos de los dolores de María? Estas consideraciones, bien que no
alcancen a producir en nuestra mente tarda una idea exacta del celo de María
por la gloria de Dios, nos darán a entender, siempre que admiremos la
sublimidad de este instinto en los santos cómo por lo tocante a María se
elevaba a una altura que los santos mismos no pueden ni aun concebir.
151. Para nosotros mismos,
desde lo oscuro del hondo valle donde nos ha encontrado la solicitud de la
gracia misericordiosa, es asunto de indecible tristeza el modo con que se
excluye de su propia creación a Dios. Considerando estamos el misterio en
que se nos muestra al Criador huyendo de sus criaturas, pero, ¿es, por
ventura, menos terrible el hecho, continuamente manifiesto, de las criaturas
huyendo de su Criador? Mirado con los ojos de la fe, ¡oh, qué espectáculo
nos ofrece el mundo! En unas partes Dios solicitando a sus criaturas, y
criaturas culpables, no ya para castigarlas, sino para salvarlas, no hay
rincón en la tierra, ni asilo escondido de miseria, ni mansión de pecado, ni
lugar indigno de tal excelsa Majestad, adonde ella no vaya a visitarnos para
forzarnos casi a recibir sus inmensos dones; más veloz que el relámpago, más
impetuosa que el Océano, más universal que el aire, la compasión de Dios se
multiplica y pródigamente se derrama sobre el mundo por El creado; y en
todas partes el hombre insensato se obstina es esquivar solicitud tan
generosa y misericordiosa; que no parece sino que el objeto primario de la
humana vida es huir de Dios, y que el tiempo le ha sido dado como un plazo
de exención para libertarse de la necesaria presencia de Dios en la
eternidad, y el espacio para que pueda encontrar refugio contra su Creador.
Hasta los niños huyen de Dios a todo correr, cual si comprendieran la cosa
tan bien como los adultos, y estuviesen tan determinados como ellos acerca
del particular. En vano Dios habla, ruega, suplica, clama; los hombres no le
oyen; en vano avivan los esplendores del sol que les envía con propósito de
ganar sus corazones por el exceso de paternal indulgencia; los hombres se
empeñan en taparse los ojos. En vano los visita con sombras y tinieblas para
ver si el castigo los hace sensatos y prudentes; inútil también; se
revuelven contra la mano que los prueba. Para ver si logra detenerlos en su
fuga, arroja gracias sobre sus almas como piedras lanzadas por hábil
hondero; en vano también; si caen al golpe, enderezánse muy luego y vuelven
a correr fugitivos; o si el golpe ha sido tan fuerte que no les permite
enderezarse, dejan a Dios que les lave la sangre y el polvo de la herida, y
les bese la frente con paternal ternura, y... vuelta a correr. ¿Qué hará
Dios para no ver frustrados por el hombre sus designios de clemencia? Se
esconderá debajo del agua de las fuentes bautismales, y desde allí le
prenderá con dulces lazos antes que. el niño sea hombre... Pues para
retenerle necesita llevársele del mundo, porque si no, apenas el niño sepa
andar, correrá también huyendo... Piadoso lector, ¿te parece triste el
cuadro? Pues imagina lo que sería en el espíritu vidente y en el amante
corazón de nuestra Santísima Madre.
152. Si la vista y
consideración del mundo y sus maldades indignan tanto a nuestro mezquino
amor de Dios, ¿qué no afligirían a la Madre de Dios? Porque eso que irrita
nuestra flaqueza debió de ser para su alma fuerte el dolor más profundo y
más inmenso. Dios quiere ser buscado por el mundo, su criatura, y el mundo
ni se mueve a buscarle, ni aun lo puede, sumido como está en un pozo sin
salida, cavado en profundidad inmensa debajo de Dios; la divina misericordia
muéstrase a la tierra con increíbles maravillas, y la tierra desdeña su
hermosura; acércasele más, y cuando parece que la tierra va a hacer algo,
paralizase helada ante Dios; ante Dios, poderoso a crear otros mundos harto
más fértiles y accesibles para El que éste. En la abrasada zona espiritual
que habitan los ángeles, Dios sería bien recibido, pero aquí no lo es; este
mundo es el polo septentrional del universo, y ni aun la hirviente sangre de
Dios ha logrado deshelarle; mundo ingobernable, innavegable, inhabitable
para Dios, nada puede lograr de él, ni hacer en él otra cosa sino difundir
su sol para que sus rayos se quiebren en mares de eterno hielo, mandar a la
luna que le bañe con su hermosa palidez o tender sobre este horizonte de
noche prolija los rayos azules de una aurora. cuyos esplendores ni aun se
dignarán salir a admirar los esquimales, sepultados como están en sus
oscuras cuevas. No hay otra diferencia entre aquel polo material y este otro
espiritual del mundo, sino que aquél hace su oficio de producir hielo bajo
todas las formas imaginables, mientras que éste, avezado ya miserablemente a
su frialdad, ni siquiera sabe hasta qué extremo le falta calórico, y aun se
imagina ser la zona templada del universo criado por Dios.
153. Viene Dios al mundo, y
las cosas en él siguen como estaban. Triste es de pensar, y ojalá fuese
increíble, cuántos hombres hay en este mundo apartados de Dios hasta el
punto de que, sin milagro patente, la gracia no prenda en sus almas.
Infinito es el número de dichosos comienzos, de intentos piadosos, de santos
deseos, de celosos combates, de ardientes aspiraciones; pero sobrevienen
tiránicos los afanes de la vida, y helos aquí sobreponerse a los intereses
de Dios. ¡Cuánto tropiezo aun para los mejor intencionados! Este se ve
impedido de darse a Dios por exigencias de familia; aquél forzado a vivir
lejos de los canales de la gracia; ese otro, metido en un tropel de malos
ejemplos, obligado a tomar parte en distracciones que no le agradan y
colocado en la triste alternativa de resistir, o a la voluntad de sus padres
o a la vocación de Dios; el de más allá, comprometido a un matrimonio que no
le conviene o a una posición social llena de peligros para su alma. Dios, no
puede, ni quiere, ni debe querer conformarse al capricho o a la flaqueza de
los que se hallan en estos o análogos casos, ni tiene obligación de obrar
milagros por ellos, y así se pierden las almas. ¡Cuántas y cuántas apartadas
de Dios por causa del dinero! Aquí es un huérfano cuya piedad corre peligro
por el testamento de un padre sin previsión o por la asistencia de un tutor
sin fe; allí un heredero instituido tal con condiciones que, al menos de una
gracia heroica, le impedirán convertirse; a este la necesidad le obligará a
vivir en tal sitio que seque en su alma la fuente de todo bien espiritual;
aquél seguirá tal carrera o tomará tal profesión desastrosa para su fe, por
motivos de dinero; la pobreza misma es a veces obstáculo a la libertad de
muchas almas, que, a juzgar por lo que en ellas vemos, la emplearán en
servicio de Dios: esotro tiene que pasar largas temporadas en sitio donde no
puede frecuentar los Sacramentos o entre personas de diverso culto; ni falta
quien cubra con un velo su fe o su piedad por lograr un influjo político, y
no es raro que algunos jóvenes tengan que renunciar a obras de misericordia
habituales, mal aprendidas acaso en alguna gran ciudad, donde al cabo
tuvieron algunas prácticas que no pueden tener en la verde inocente campiña.
Y no hablemos de la multitud de personas que, sin culpa suya ni ajena: viven
apartadas de Dios por consecuencia temporal de desgracias que, dispersando,
por ejemplo, la familia, emplean a sus varios individuos en tareas que no
les convienen o en ocupaciones peligrosas, resultando de aquí un sinnúmero
de obstáculos a la piedad, realmente inevitables. Si aquí se nos opone que
la excelencia de la religión es cosa toda interior, y que debe sobreponerse
a los obstáculos exteriores, preguntaremos: ¿y a cuántas almas ha sido dado
ese espíritu interior? Por de pronto, no es esta una de las gracias
ordinarias de Dios, y luego, aun a las personas que le poseen, se las ve
decaer en cuanto les faltan los auxilios exteriores de la gracia. Otras
vemos apartadas de Dios por haber tomado liviana o interesablemente
resoluciones que no pueden revocar, y que sin embargo de ser de suyo
temporales, parecen llevar consigo el reato de una suerte eterna; en estos
casos, las almas nada pueden hacer por sí, ni darse enteramente a Dios, aún
cuando lo quisieran, a menos que Dios les comunique algunas de las gracias
extraordinarias otorgadas a los santos más adelantados en la vida mística.
Digamos aquí, sin embargo, para nuestro consuelo, que si bien hay
resoluciones irreparables, nada hay en los negocios de la vida espiritual
que no pueda tener remedio. ¿Quién podría vivir creyendo lo contrario? Pero
de todas maneras, es espantoso el poder de los hombres para apartar de Dios
a sus prójimos... ¡Ah! Para un espíritu fervoroso que sepa execrar la
injusticia y ame recta y sinceramente a las almas, ¡qué magnífico empleo,
pero también qué dolorosa tarea el defenderlas contra la presión de un vasto
sistema público, contra la organización y las instituciones de un Estado sin
fe! ¡Qué horrible cosa mirar a un alma en el borde del precipicio, amenazada
de perdición eterna, y ver claramente que con un poco de buena voluntad y
con el más leve estímulo se podría salvarla, y no poder siquiera tenderle
amiga mano! ¡Imposibilidad cruel, tormento intolerable! Y nada servirá
reclamar en pro de esas almas el más común derecho de equidad, pues quizá lo
que en ese derecho hay real y legítimo, sólo desde nuestro punto de vista
cabe verlo; cabe, efectivamente, que no podemos obtener justicia sino
pidiéndola como gracia y como privilegio. ¡Ah! ¡Por amor a los Pobres de
Jesucristo, pidámosle un día y otro que sostenga y acreciente nuestra
paciencia! Ello es, de todos modos, que en el mundo entero, en todas las
clases, y sobre todo en las más encumbradas, la creación, por decirlo así,
está apartada de Dios, y que Dios no puede emplear con ella su bondad, a
menos de trastornar sus propias eternas leyes y apelar a los recursos
heroicos de su omnipotencia. Hay en las cosas del mundo una tiranía que casi
parece hacer necesario el pecado, y menester es nada menos que un dogma de
nuestra fe para asegurarnos que semejante necesidad es, por dicha,
imposible. Pero aquella tiranía todos la sentimos, por cierto, y a todos nos
hiere en lo vivo; a veces nos abate, a veces nos irrita, según la
resistencia que le opone nuestra débil y mal segura gracia. Pues multiplicad
ahora este tormento hasta que os falten cifras; agrandadle hasta que su
volumen rellene el espacio y aun lo extralimite, y tendréis alguna idea de
cómo el alma exquisitamente delicada de la Santísima Virgen sentía este
inmenso cúmulo de ofensas contra el honor debido a la Divina Majestad.
154. Otro afecto que debemos
también considerar en la Santísima Virgen es su caridad para con los
pecadores, sólo comparable al horror del pecado. Mientras por una parte
dolíase profundamente de que el amor de Dios fuese desdeñado y menoscabada
la gloria que se le debe, ningún resentimiento amargo abrigaba contra los
pecadores; las culpas de los hombres no le irritaban, sino que las deploraba
con indecible pena por el amor que les profesa y por las consecuencias
terribles que para ellos tiene el pecado; no los condenaba en su corazón,
sino que los compadecía; la culpa se le mostraba tan manifiestamente fea
como es, en cuanto la consideraba como atentado contra el honor de Dios;
pero al considerarla en relación con el hombre culpable, su horror del
pecado fundíase, diremos, como un diluvio de compasión; su celo no se
cifraba en vengar, con juicios espantables y castigos dignos, las injurias a
la Majestad divina, sino en ver de repararlas con la conversión del pecador,
porque entendía que mientras más suscitase la misericordia de Dios, servía
mejor a la causa de su justicia. Y, ciertamente, cuando en el pecador
consideramos, no el pecado en sí mismo, que es siempre y de todos modos
detestable, sino la desgracia de haberle cometido y la solicitud que reclama
de la divina misericordia, debémosle cierto respeto; y aún el ver las
muestras de este afecto en los varones apostólicos, es cabalmente lo que en
pos de ellos atrae a los pecadores y el primer agente de su conversión. En
el corazón de los siervos de Dios hay siempre un reflejo especial de la
tierna solicitud que Nuestro Señor Jesucristo mostró para con los pecadores;
y en verdad que cuando ellos se arrepienten, esta gran señal de la
predilección divina es más digna de admiración, respeto y amor, que el
pecado lo es de horror y aborrecimiento. En todos los institutos creados
para la conversión de pecadores, puede asegurarse que su fecundidad y
eficacia dependen de que los inspire y dirija o no ese respeto sobrenatural.
Cuando Nuestro Señor quería convertir, no lo hacía ahuyentando ceñudo al
culpable, sino mirándole bondadoso con palabras de amor, y aun con una
indulgencia que, según nuestra medida humana, pudiera parecer excesiva. Si
tan duro se mostró con Herodes y con los fariseos, fue porque no se dignó
tratar de convertirlos; los dejó de su mano, y por eso les habló con tanta
dureza. Pues análogos a los afectos de Nuestro Señor Jesucristo eran los de
su Santísima Madre a vista del pecado que su segundo dolor le ponía delante;
no se indignaba contra los hombres, sino que, amorosa y compasiva con ellos,
mirabalos más bien como a desgraciados que como a culpables; su amor crecía
en proporción de los pecados de ellos, al modo, en cuanto cabe, que Nuestro
Señor parece haber tomado por medida de su sacrificio la plenitud de
iniquidad en el mundo. Por muchos y muy graves que fuesen los pecados de los
hombres, el amor que María les tuvo siempre era cada vez más grande. Bien
puede asegurarse que en nada son más privativos los instintos de la santidad
que en el modo con que un corazón santificado mira a los pecadores, pues
nada hay que atestigüe tanto como esto la secreta comunión con Jesús, la
unión callada y tierna con Dios, la justa estimación del Corazón
sacratísimo, y aun pudiéramos decir el dichoso contacto con él. Entre los
santos siempre los contemplativos han amado a los pecadores más que los
activos, consagrados durante su vida entera al ministerio apostólico; y por
cierto que esto explica la necesidad del elemento contemplativo para formar
un apóstol consumado.
155. De los afectos que este
segundo dolor suscitó en la Santísima Virgen pasemos ahora a mencionar
algunas de las muchas enseñanzas que para nosotros contiene. Primeramente,
la morada de la Sacra Familia en Egipto es una imagen perfecta del modo con
que Dios, Jesucristo, el Santísimo Sacramento, la Fe y los santos moran en
este mundo. En efecto; allí vemos convertirse en maravillosa, por influjo de
un espíritu interior, la existencia exterior más común; allí está la
asociación de María y José con Jesús; allí las tres hermanas evangélicas,
pobreza, laboriosidad y abnegación; allí el misterioso retiro que, al menos
en apariencia, nada descubre a las miradas de los hombres; allí el
destierro, y destierro en Egipto; allí el amor de Dios ejerciendo su
absoluta soberanía; allí, en fin, el Criador del mundo, visible bajo la
forma de un niño pequeñuelo, y, por consiguiente, invisible en su excelsa
majestad, como lo está Dios en su creación, a pesar del esplendor de sus
infinitas perfecciones; como lo está en su Iglesia y en la Santa Sede, a
pesar de todos sus triunfos; invisible, como lo está en el Santísimo
Sacramento del altar, a pesar de los numerosos volúmenes de sublime teología
escritos acerca de tan alto misterio; invisible, como también lo está la Fe
en el torbellino de intereses que hoy la anublan y de todas estas pompas de
la civilización moderna, a pesar de sus conquistas antiguas y de las que
cada día va logrando; invisible, por último, como lo están los santos en el
retiro donde el mundo no puede verlos, a pesar de los milagros que obran
sobre el mundo. Y allí estamos también nosotros figurando en aquel cuadro;
allí el caudaloso Nilo llevando su raudal como un sueño por el antiguo y
pacífico Egipto; allí las pirámides, maravilla del genio pagano; allí los
desiertos de arena, las campiñas fecundas por el cieno que las inunda cada
año, los bosques de palmeras, el extraño vaivén de los bazares orientales; y
allí, finalmente, Jesús, María y José. La alegoría es completa: eso es el
mundo, nuestra tierra natal; Dios mora escondido en ella, y todo en ella es
extranjero para nosotros, aunque nacido en el mismo suelo de nuestra patria,
porque realmente la gracia, con singular modo nos ha hecho extranjeros en
ella. Aquí aguardamos pacientemente a consumar la obra de Dios, contando
años hasta que llegue el que ha de ser postrero, y restituyéndonos a nuestra
verdadera patria, nos ponga a los pies de Dios, para que, así como nosotros
hayamos sido enteramente suyos durante nuestro destierro, sea El enteramente
nuestro en la mansión eterna. Allí serás... ¡Misericordia infinita!
perdóname este dislate, pues ¿por ventura no te poseemos ya desde ahora
mismo?
156. Junto con la enseñanza
contenida en esta alegoría hay otras que diligentemente debemos tratar de
comprender. Por de pronto, es menester que de aquí aprendamos a padecer con
Jesús, sobre todo las penas que nosotros mismos le hemos causado. La
religión es un amor personal a Dios, y la sinceridad de este amor la hemos
de probar con nuestra obediencia, que es verdaderamente el alma de la piedad
y lo que le presta valor y sentido. Para ser verdaderamente piadosas
nuestras almas han de vivir en una atmósfera especial y privativa, atmósfera
encantada en donde no haya para el mundo aire respirable, y en donde, por
consiguiente, el mundo no pueda entrar. Es preciso que nosotros no podamos
respirar aire libre sino en las regiones de la oración; es menester que
nuestras almas tengan privativamente para sí todo un mundo de esperanzas y
de temores, posean un patrimonio especial de gustos y de inclinaciones, de
instintos y de presentimientos, atracciones y de repulsiones que nos
pertenezcan exclusivamente. No basta que creamos un gran numero de dogmas ni
que guardemos ciertos mandamientos; sin duda esto es esencial, pero no
basta; eso no es más que la carne y la sangre de la piedad; su alma, su
verdadera alma es el amor. Pues bien; el principal medio de formarnos esta
atmósfera privativa, es la devoción a los misterios de Nuestro Señor
Jesucristo. María, en este segundo dolor, se santificó precisamente por su
Compasión con Jesús. De la venerable franciscana Juana de Jesús María se
refiere que, meditando un día sobre el misterio este de la Huída a Egipto,
oyó de repente un rumor como de gente armada que corría en tropel y como si
persiguiese a alguien, y poco después vio llegarse a ella, desolado y
jadeando de cansancio, un hermosísimo niñito que le gritaba: “Escóndeme,
Juana, escóndeme: soy yo Jesús de Nazaret, y quiero libertarme de los
pecadores que me quieren matar, y vienen persiguiéndome como en otro tiempo
Herodes; sálvame, por piedad”. Nuestro principal afán debe consistir en
tener a toda hora presentes los misterios de Nuestro Señor, sobre todo su
Pasión y la santa Infancia. Guardémonos mucho de pensar en estos misterios
como lo pudiéramos en cualquier otra historia que nos gustase por poética y
sentimental; en estos misterios hemos de pensar como si hoy mismo
sucediesen, como si pasaran a nuestra vista; en fin, como si nosotros mismos
fuésemos actores en ellos. Cabalmente la diferencia que hay entre los
misterios del Verbo encarnado que nos propone el Nuevo Testamento, y las
gloriosas manifestaciones de Dios que nos refiere el Antiguo, consiste en
que éstas son para nosotros enseñanzas, y aquellos aliento de nuestra vida,
no meramente revelados para encantarnos con su belleza, sino para vivir en
realidad, atrayéndonos a toda hora, fortaleciéndonos, santificándonos,
transformán-donos, como animados que están por la vitalidad misma de la
Encarnación del Hijo de Dios. Y aquí tenemos (dicho sea de pasada) la razón
oculta de la preferencia que los herejes muestran por el Antiguo Testamento,
sin duda creyéndole más conforme a su índole perversa. Claro está, como
ellos no tienen Santísimo Sacramento, y han destronado también a María, no
pueden comprender el sentido de la Encarnación; para ellos, el Evangelio es
poco más que una historia muy divertida; el Éxodo les parece más romancesco,
más interesante, más glorioso; y lo mismo les sucede con las hazañas de los
hebreos en la conquista de Canaán, y el reinado de David y el heroico
patriotismo de los profetas. Por eso, el entusiasmo que a los católicos
inspiran todos los hechos del Evangelio, se lo inspira a los herejes las
historias del Antiguo Testamento; sólo que en los herejes el entusiasmo no
es más que entusiasmo, y en los católicos es mucho más, porque es la vida de
su religión, el aliento de su santidad, la real presencia continua y la
visión perpetua de su amadísimo Salvador. Ora, pues, con amor que llore, ora
con amor que cante, meditemos sin cesar los misterios de Jesús,
asimilándolos, viviendo en ellos, sintiendo con ellos, hasta que, de meros
hechos históricos se conviertan para nosotros en culto real y verdadero, y
el corazón de Jesús palpite, digámoslo así, en el nuestro, animándole con
vida mejor y sobrenatural.
157. Enséñanos también este
dolor que, entre todos los dones espirituales externos, el mejor es los
trabajos que Dios nos manda. Otorgado fue a la religiosa agustina Santa
Verónica de Binasco el acompañar en espíritu a Jesús y María durante su
huída a Egipto, y cuando el viaje se hubo acabado, díjole Nuestro Señor:
“Hija, ya has visto los trabajos que hemos pasado para llegar aquí; con esto
sabrás que nadie alcanza gracias sin padecer”. Lo comprendemos
perfectamente; pero cuando el padecer es obstáculo a los medios por donde
recibimos la gracia, cuando es causa de que perdamos nuestras ventajas
espirituales exteriores, pudiera parecer lo contrario; como quiera que el
someterse entonces con gusto al padecer supone algo más que una sumisión
ordinaria, pues se necesita fe muy grande para creer que el padecimiento,
sólo por ser voluntad de Dios, vale más para nosotros que la duración misma
de nuestros bienes espirituales. En efecto; ser piadoso y devoto es cosa que
importa a nuestra eterna salvación, y por experiencia sabemos lo mucho que a
esto contribuye el ejercicio ordenado de prácticas religiosas. Pasar un rato
de la mañana con Dios equivale a darle el día entero, y por esto hay tantas
personas que frecuentan como devoción fundamental de su vida la Misa diaria.
Para un alma devota no hay pérdida comparable a la de verse de repente
privada de la Sagrada Comunión cuando tiene costumbre de recibirla a menudo.
Y además, ¿a cuántas personas conocemos que se hayan mejorado
espiritualmente con el padecer? No hay muchas; por el contrario, ¿a quienes
ha hecho perder bastante de su primitiva piedad? - Guillore dice que las
enfermedades exasperan a más gentes de las que santifican; duro es este
aserto; pero aun quitándole algo, todavía quedará lo bastante para causarnos
grave tristeza. El Cardenal de Berulle, que ciertamente no peca de
ponderativo en sus asertos, al tratar de las penas interiores y de las
pruebas del espíritu, dice que entre las muchas personas eminentemente
piadosas a quienes había conocido, sólo una había arrostrado el combate sin
retroceder. ¿Cómo, pues, a despecho de tales autoridades y de tan triste
experiencia, creer firmemente que los trabajos que Dios nos manda valen más
para nuestro aprovechamiento espiritual que todas las oraciones, todas las
devociones y todos los Sacramentos, y que si lícito nos es, y aun meritorio,
el desear con ardor todas estas cosas, y sentir vivamente el estar privado
de ellas, es mejor de todos modos someterse a la voluntad de Dios? ¡Cosa, en
verdad, terrible de creer! ¿Quién no recuerda cómo se alarmó su piedad la
primera vez que tuvo ocasión de probarlo en sí y cómo entonces se le
tornaron oscuras las cosas antes más claras, y el laberinto que se levantó
en su conciencia respecto de multitud de cuestiones? Nunca habíamos
necesitado tanto de gracia espiritual como precisamente en el momento que
nos faltaba. Si, por ejemplo, el trabajo que Dios mandó fue por una
enfermedad, ¿cuántas y cuántas prácticas no nos impidió seguir, y cuán
terrible no era el padecer que nos causaba tan dura privación? Cabalmente,
cuando más probados nos veíamos y más empeñados con Dios, precisamente a
causa de nuestro padecer, se nos mermaban los auxilios espirituales;
multitud de molestias que en salud habíamos sobrellevado con resignación y
aun con gusto, parecían haber agotado nuestras fuerzas, dejándolas como.
resortes que estallan a puro abrir y cerrar. ¡Terrible período! Las penas
caen sobre un hombre afligido como alimañas medrosas que no se atreven
contra la presa mientras no la ven herida; de este modo se nos exigía mayor
sufrimiento. cuando menos fuerza teníamos para resistir al padecer. ¡Triste
lección, por cierto, aprendida en medio de terrores e incertidumbres,
fecunda en lágrimas y enojos! Pero, en fin, la aprendíamos, y si bien es
verdad que después o la olvidamos o casi guardamos de ella un leve recuerdo
por causa de los pecados veniales que desgraciadamente la van desfigurando a
toda hora, sin embargo hubimos ganado. con ella al desconfiar prudentemente
de nosotros mismos, el habernos acercado más a Dios, el haber adelantado
algo en el camino de nuestra vida espiritual, el habernos conocido mejor por
un examen más atento de nuestra ser íntimo, y, por último, haber sentido en
nosotros un aumento de fortaleza, correspondiente al de la gracia.
158. Otra lección nos da este
segundo dolor de la Santísima Virgen, y es que nunca debemos compadecer
mejor las ajenas desdichas que cuando las padecemos propias, y que este es
un gran medio de alcanzar las gracias especiales otorgadas al sufrimiento.
La gracia y la naturaleza casi siempre están en oposición; Moisés no llegó
por gracia a poseer tanta mansedumbre, sino porque tenía por naturaleza un
carácter arrebatado. Esto explica el por qué la tribulación, que de suyo nos
hace egoístas, fundada por la gracia, nos estimula a prescindir de nuestro
propio padecer, y a difundir, como bálsamo celestial, sobre las ajenas
desdichas toda la ternura y compasión que la naturaleza nos induce a
concentrar en las propias. Prescindir de nosotros mismos cuando estamos
atribulados, es agrandar nuestro corazón y dilatar nuestras facultades; y lo
que más importa es hacer otra cosa tan singularmente agradable a Dios, que
cuando la hacemos por motivos sobrenaturales y para imitar a Jesucristo, nos
alcanza instantáneamente gracias abundantísimas. Sentarnos compasivos a la
cabecera de un pobre enfermo cuando a nosotros mismos nos agobia la dolencia
y sentimos desgarrársenos las entrañas o partírsenos la frente y quisiéramos
no hablar ni ver a persona humana; o, lo que aún es más difícil, escuchar
durante horas enteras el molesto relato de leves contrariedades ajenas,
mientras nosotros estamos transidos de grave pesar, o mostrarnos afables,
corteses, benévolos y aun joviales con los demás, mientras allá en el alma
llevamos toda una tempestad de cuidados, afanes, recelos, temores o
sospechas; éstas, éstas son las magníficas granjerías del que trata negocios
espirituales; estas la auras amigas que empujan a seguro puerto las naves
que de las Indias del cielo vienen cargadas de ricas presas y de frutos
peregrinos. Una hora no más de cualquiera de estas mortificaciones (sufridas
por amor de Dios, repito) vale muchas veces tanto como un mes de oraciones,
y cuenta con que esto no es poco. La falta o escasez de abnegación para
arrastrar esas pruebas es causa de que, por lo común, el padecer aproveche
para la santificación mucho menos de lo que debiéramos prometernos de
nuestros principios cristianos. No parece sino que por la tribulación nos
creemos dispensados de abras de caridad; figúrasenos que todo regalo nos
pertenece entonces de juro, y que más estamos para recibir que para dar.
Error, error manifiesto; no hay hora ni sazón en que ese amor propio sea
legítimo, porque, como. dice San Pablo: “Jesucristo no trató de contentarse
a sí propio” Si realmente alguna vez nos fuera lícito no amar a las demás,
sería en el trance de muerte, porque entonces debemos a Dios todo nuestro
amor. El yo no cabe en corazón amante; y tan luego como de cualquier modo el
amor se roza con él, se convierte en deber o en indignidad. Cierto que las
penas nos inducen al apartamiento solitario, pero no nos autorizan a
expulsar de él la caridad ni el trato amoroso con los hombres; enhorabuena
nos aparten de lo que en el mundo es verdaderamente mundano, pero no de
aquellas regiones de él donde tienen derecho a vivir el recíproco amor y el
mutuo sacrificio. Cuando las santos esconden sus penas, hácenlo
principalmente sin duda porque el amor se aplace de suyo en guardar secretos
sólo conocidos de él y del objeto amado, y porque el amor de Dios es el más
tímido y retraído de todos los amores; los santos temen que la divina
ternura se encele; y no estime cosa que todo el mundo sabe, cual si la
propia tribulación fuese flor celestial que se ajase tocada por ajenas
manos. Creemos, además, que la caridad sea otra razón de esa reserva de los
santos, codiciosos de no gravar con una pena más al mundo en que ya hay
tantas. Por otra parte dado que el dolor escondido pesa más que el
comunicado, se explica el que los santos lo quieran todo para sí, y que, a
poder ellos, sus tribulaciones no quiten ni una sonrisa a la tierra. Como el
viajero cansado suspira cuando, viéndose ya desfallecer, tiene que subir una
colina escarpada y tortuosa, del propio modo alienta el infeliz aguzado por
la desdicha cuando se le muestran Jesús y María pacientes, diciéndole que
debe sufrir como ellos. ¿Ni cómo pudiera ser otra cosa? Nuestro dolor se
mide por nuestra simpatía para con los de otros; el ministerio activo,
gozoso, sereno y prudente que ejerzamos para con los demás, debe ser la nota
fija de nuestro martirio.
159. Enséñanos también este
misterio que no debemos regatear con Dios ni nuestras propias penas ni las
de las personas de nosotros amadas: Dios hubiera podido ahorrar de muchos
modos a María las suyas, pues cada trámite de este su segundo dolor parece
agravado sin necesidad, y bien se ve que, aun sin intervenir milagro,
hubiera podido lograr muchos alivios y consuelos. ¿Nos extrañaría que el
Todopoderoso hubiese obrado milagros en ocasión tan crítica y solemne? Suele
ocurrir a las personas espirituales una cosa no fácil de definir, porque se
parece algo a irreverencia, sin serlo ciertamente en realidad; habituados a
rezar con fervor, pero sin aplicarle con la debida exactitud y recogimiento
a sus demás actos cotidianos, de modo que todos los saturasen, digámoslo
así, del espíritu de oración, acostúmbranse indeliberadamente a una especie
de familiaridad con Dios que tiene algo de irrespetuosa; llegan a figurarse
que, hablando ellas con Dios más que otros, deben saber también ser más de
las cosas de Dios. Y en esto ciertamente se equivocan; la oración no es el
todo de la vida espiritual; en sí misma, no es la parte más sólida de la
piedad, sino que necesita de otros actos ulteriores para adquirir solidez, y
de hecho hay personas devotas para quienes la oración es la parte menos
sólida de sus ejercicios espirituales, pues, en efecto, los hay más
interiores, con los cuales el alma se instruye mejor y más pronto en las
cosas de Dios, bien que sin la oración no pueden ser ni durar. Estas
personas, digo, para quienes la oración es práctica espiritual casi
exclusiva, traban así con Dios una especie de intimidad, y se acostumbran,
sobre todo si su oración es más afectiva que meditativa, a pensar en Dios y
en sí misma juntamente, es decir, no en Dios sólo, sino a Dios en ellas más
que en sí mismo. De resultas de este hábito sucede que en los períodos de
tribulación, y señaladamente en los de pruebas interiores, esas personas no
se resignan con prontitud, y quisieran como que Dios las persuadiese, ya que
no persuadir ellas a Dios; nada menos que esto le exigen; aceptan de buen
grado la cruz que Dios conviene con ellas en darle, pero no la que les da
sin consultadas, o al menos se dejan llevar de la flaca naturaleza,
querellándose con buenos modos a Dios por lo que con ellas ha hecho y
pidiéndole importunas nuevas gracias que las indemnicen del nuevo
sufrimiento. Esto, digo, no es más ni menos que regatear con Dios, y perder
así el candor infantil de la santidad; porque los hombres no tienen derecho
a asaltar a Dios, ni aún con el ímpetu de sus oraciones; su oficio es
adorarle, pues sin esto dilapidan el mérito de la sumisión y pierden todo
derecho a que Dios las una más estrechamente consigo; las aguas de la gracia
se les merman, y el espíritu de oración se les torna mezquino, turbulento y
quejumbroso; todo ello porque en sus oraciones se empeñan en ser algo ante
Dios, en vez de ofrecérsele como si nada fueran. Triste cosa es la multitud
de personas devotas inclinadas a esta especie de irreverencia para con Dios,
y quizá al predominio de esa tendencia debe atribuirse lo escaso del número
de santos. Pero en esto mismo hay algún consuelo, pues al cabo Dios conoce
nuestra flaqueza, harto mejor que los que más la conocemos, y tiene para con
nosotros una indulgencia y una tolerancia tales como no es posible
concebirlas ni imaginarlas; ¡desdichados de nosotros si nos atrevemos a
excusarnos delante de El una milésima parte de lo que El nos excusa!
160. Vamos con la última
enseñanza que deduciremos de este misterio lo más de nuestra vida moramos,
por decirlo así, en Tierra Santa, tranquilos en nuestra casa, viviendo, ora
en la Santa Ciudad, en las dependencias del Templo, adonde podemos asistir
sin molestia, ora en el piadoso retiro de Nazaret o junto a las azules ondas
que se mecen a orillas del sereno lago de Genesaret. Pero también algunas
veces tenemos que ir a Egipto a comprar el saludable trigo de la
tribulación, alimento el más substancioso de nuestras almas; otras veces
tenemos que evitar el trato con los hombres o los artificios de los
demonios. Pues bien, en donde quiera que estemos, en donde quiera que
asentemos nuestra morada, allí tenemos siempre a Jesús con nosotros; para El
no hay tiempo ni lugar que bien no le venga, ni tinieblas, que El no disipe
con su luz, ni luz que El no acreciente con sus vivos resplandores. ¡Ah!
¿Cómo es posible olvidar bien tan precioso? Y, sin embargo, ¿quién no le
olvida alguna vez? Hay quien no se acuerda nunca. Pero la Santísima Virgen,
¿podía olvidar a Jesús cuando le llevaba en sus brazos? ¿Por qué dejar
nosotros tan preciosa compañía? ¿Cómo, teniéndole tan cerca, podemos no
mirarle alguna vez? ¡Cuánta carga pesada se nos tornaría leve pensando, en
Jesús! Hay un género de libertad importuna que a nosotros mismos nos
estorba, porque produce siempre hastío, y que sería nuestra delicia si la
cautiváramos enlazándola a los amorosos brazos de Jesús; hay en nuestros
corazones latidos de dolor que seguramente no sentiríamos si posáramos en
nuestros pechos la divina cabeza del Salvador; hay una soledad que por
divertir sus tristezas abre campo a las tentaciones, y que la compañía de
nuestro Jesús trocaría en celestial coloquio y gozosísimo arrobamiento.
Fácil es que Jesús se nos vaya si le dejamos correr junto a nosotros por la
desierta arena, o si nos olvidamos de que lo tenemos ahí; pero si le
llevamos en brazos, como lo hacen María y el amor, muy desalmados habíamos
de ser para soltarle sobre el arenal y dejarle allí sin remordimiento. Pues
bien, con nosotros esta siempre, y lo está como un niño, en parte para
pesarnos menos, en parte para interesarnos más y en parte para igualar, en
lo posible, su pequeñez con la nuestra. Un solo símbolo hay verdaderamente
representativo del alma cristiana, y jamás debemos mirarle diverso con los
ojos del espíritu; en tinieblas y en pleno día, en las amadísimas orillas
del Jordán o en las tristes márgenes del oscuro Nilo, en todas partes y
siempre, ese verdadero símbolo del alma cristiana es y será Maria con su
Niño en brazos.
161. Esto es lo poco que nos
ha ocurrido sobre lo inacabable que decirse puede acerca de la huída a
Egipto, segundo de los misterios dolorosos de María. ¿Quién no le ha
venerado como devoción predilecta de su infancia? ¿Quién no ha comenzado por
él su aprendizaje de piadosas meditaciones? Tipo de vida ha sido para
nosotros; poema bañado en oración, y oración fecunda por su misma celestial
poesía. ¡Oh! El nos recuerda años ya pasados y lágrimas también pasadas; y
con su recuerdo evocamos la imagen de los amados que ya no son; memorias
infantiles, florescencia primera de nuestras almas cultivadas por Dios y que
nos dio frutos de gracia, infundiéndonos amor divino, marchito alguna vez,
corrompido nunca, y con su mismo aroma señalándonos la vía para conocer a
Jesús. Todas estas imágenes, iluminadas con el suave resplandor de nuestra
inocente niñez, invaden serenamente nuestras almas al meditar este hermoso
misterio de Jesús y de María, y renuevan en nuestro espíritu la edad remota
en que parece como si hubiéramos sido uno con Jesús, en que su Madre y la
nuestra se confunden indistintas en una sola forma y nos hablan con un solo
e idéntico acento. Y con esto, el trasmontar del sol allende los secos
arenales, y el ingente disco lanzando sus últimas llamaradas en el desierto
horizonte reflejando sus rayos en las cansadas pupilas del anciano José, y a
Jesús durmiendo en el regazo de su Madre, y la luna derramando su tibia luz
sobre el grupo celestial, y la cisterna donde el agua centellea, y la
palmera que besa el agua suspirando, y la nocturna brisa que abate su tardo
vuelo sobre la candente arena. Mas ¡ay! los muertos no vuelven; en otro
tiempo completaban ese cuadro figuras que ya borró la muerte. Y los años nos
devoran al pasar. Y uno tras otro, van desapareciendo hombres y cosas. ¡Oh
locura humana! Dios no falta nunca.
Capítulo IV
TERCER DOLOR
EL NIÑO PERDIDO
162. Vamos a contemplar una
fase verdaderamente nueva de los dolores de María; es a saber; la Madre sin
el Hijo. Belén había tenido para Ella tribulaciones; Nazaret se las había
dado más grandes, y en el Calvario llegaron a su colmo. Pero en todos esos
lugares María estaba con su Hijo, y así gozaba de luz aun en medio de
tinieblas; aquí vamos a verla cercada de absoluta oscuridad. Cuando queremos
contemplar a la Santísima Virgen por el mero aspecto de las gracias
personales con que fue singularmente dotada, como, por ejemplo, en su
Inmaculada Concepción, nos la presentamos sin su Hijo y mirando al cielo,
como para mostrar que es criatura inundada por torrentes de gracia emanada
del Criador. Cuando queremos verla tal como es con relación a nosotros, es
decir, como Madre de cuyas manos el Hijo se agrada en hacer canal de las
gracias que nos envía, nos la representamos también sin Jesús, con los ojos
clavados en el suelo y las manos extendidas como derramando luz y flores
sobre la tierra. Pero con ninguna de estas dos imágenes tienen relación los
dos cuadros en que la Sagrada Escritura nos muestra sin Jesús a la Santísima
Virgen; es a saber: uno, el que vamos a contemplar ahora, donde la vemos
correr desolada por todo Jerusalén buscando a su Hijo; y otro, el
correspondiente al séptimo dolor, donde la vemos al caer del día regresando
del Santo Sepulcro a la gran ciudad, después de dejar al objeto de su amor
encerrado en el hueco de una peña. La historia de la Pasión, que así vemos
irse concertando con la de la Santa Infancia, adúnase muy especialmente en
este tercer dolor, que tanto por lo que respecta a Jesús como a María,
constituye uno de los principales misterios de los treinta y tres años de la
vida de Nuestro Señor. Dicho se está que nosotros no vamos a considerarle
sino por el aspecto relativo a María.
163. La uniforme existencia de
la Sacra Familia en Nazaret no se interrumpía sino para cumplir las
prácticas de la religión, que atraían nuevas bendiciones sobre la santa
morada, y acrecentaban la serenidad de su hogar doméstico. Según la ley,
estaban los judíos obligados a ir tres veces en cada año a Jerusalén para
adorar a Dios, salvo el caso de legítimo impedimento; la primera vez era por
Pascua, o séase la festividad de los panes ázimos, la más solemne del pueblo
hebreo, instituida en memoria de la salida de Egipto, y correspondiente a
nuestra Pascua de la Nueva Ley; la segunda vez era para la festividad de las
Semanas, o séase de Pentecostés; la tercera para la fiesta de los
Tabernáculos, solemnidad de júbilo y acción de gracias que se celebraba
cuando “se habían terminado la siega y la vendimia”. José concurría todos
los años a todas estas festividades; pero en virtud de que la ley no imponía
igual obligación a las mujeres, algunos santos contemplativos han opinado
que María con Jesús no concurrían anualmente, sino sólo a las primeras de
las festividades mencionadas. Cinco años eran pasados desde el regreso de
Egipto, con lo cual Jesús había cumplido ya doce, y por entonces fue, según
nos refiere el Evangelio, cuando en compañía de María y José acudió a
Jerusalén para celebrar la Pascua, siendo también tradición que anduvo a pie
toda la jornada. Como quiera que el pensar de aquellas tres personas tenía
que ser unánime, créese muy probable que San José preconocía los misterios
de la Pasión también como la Santísima Virgen, y a un por revelación
otorgada a Juana-María de la Cruz, sabemos que el santo Patriarca obtuvo
antes de morir la gracia, concedida ulteriormente con más o menos limitación
a otros santos, de sentir en sí con adecuada medida, todas las aflicciones
de la Pasión, y, por tanto, vio constantemente en espíritu aquella última
Pascua que jamás se apartaba del de María, y sobre todo del de Jesús. Los
tres se la representaban vivamente cada vez que iban a Jerusalén y allende
las colinas, valles y blancos arrecifes tendidos como una cinta sobre las
verdes montañas, mostrábaseles el Calvario con sus tres cruces, limitando el
horizonte de cada cual de sus jornadas y como término definitivo de todas.
Pero no todo era siempre claro para la Santísima Virgen, pues así como
algunas veces Nuestro Señor le velaba los arcanos de su Corazón Sacratísimo,
así también, escondiéndole otras veces la visión íntegra de lo futuro,
limitaba su comprensión al misterio de lo presente; mas Ella todo lo fiaba
de Jesús, complaciéndose en que de El fuese todo y de Ella nada, como quien
sabía que la criatura no es otra cosa sino un vacío que el Criador llena.
Conformándose de este modo a la voluntad de Dios, pudo nuestra Madre no ver,
que mientras el Calvario de su Hijo aún estaba muy remoto, el suyo estaba
tan cercano.
164. ¡Cuánto se acrecentó su
amor a Jesús en aquel viaje a Jerusalén! En su corazón se adunaba la imagen
de la dolorosa Pasión futura con la presencia de aquel Niño de doce años, a
quien veía con sus ojos de carne, y el amor se levantaba en pos como un
océano sin orillas; a cada momento le parecía su Hijo infinitamente más
precioso que se lo había parecido en el momento anterior, y cuando creía que
hasta entonces no había comenzado a amarle debidamente, sentía que en el
subsiguiente momento se acrecentaba su amor, porque, en resumen, sabía, y lo
había sabido siempre, que jamás podría amarle como El merecía ser amado. Y
en verdad, supongamos el imposible de que hubiese habido mil Marías, y aun
concluiremos que todas juntas no habrían podido colmar la medida del amor
debido a Jesús. Por otra parte, en aquel Dios ya casi adolescente
mostrábanse perfecciones que en el Niño-Dios habían estado como escondidas;
entre las apariencias de aquel Jesús pequeñuelo, sin habla todavía, y la
realidad de sus eternas perfecciones mediaba una contradicción palpable y
visible que hacía más misterioso, por decirlo así, el misterio de su vida;
durante su infancia, en efecto, ocultábase más su naturaleza divina debajo
su naturaleza humana, cuyos actos vitales aparecían como meros movimientos
del mecanismo vegetativo, pues las operaciones de la razón que en Jesús fue
indeciblemente perfectísima, y, por consiguiente, exentas de toda condición
de progreso desde el primer instante de la Encarnación, eran invisibles. La
infancia de Jesús era, pues, evidentemente un misterio, y lo misterioso lo
es menos cuando se muestra como tal paladinamente. Pero llegado ya a la edad
de la adolescencia, mostrábase por ende más su voluntad humana, y
manifestábanse, bien que con energía privativa y singular, todos los
caracteres de la humana naturaleza; su espíritu centelleaba con adorable
resplandor en su hermoso semblante; su apostura, su andar y otras muchas
cosas manifestaban más definida, más personal, diríamos, su adolescencia que
se había mostrado su infancia. El corazón de una madre es muy perspicaz para
conocer y apreciar estas manifestaciones, nuevo alimento de su amor, en
cuanto los albores de la adolescencia de su hijo le indican terminado el
período de la niñez, durante el cual vivió como atado al regazo materno con
dulcísimos lazos. Pero debemos tratar de imaginarnos bien lo que todas estas
cosas eran en Jesús, a fin de estimar lo que eran para la Santísima Virgen.
¿Quién, por de pronto, dudará de que en Jesús resplandecía una hermosura
espiritual que se difundía en todos sus actos y movimientos, cautivando a
toda hora con inopinados gozos el corazón de María? Pero sobre todo en
aquella vida de Jesús adolescente, mostrábase por maravillosa manera su
naturaleza divina; y si al pronto parece que hay en esto contradicción, nos
bastará reflexionar un momento para comprender que, en virtud de la unión
hipostática constitutiva de la persona de Jesucristo, mientras mas se
manifestaba su voluntad humana y con mayor amplitud y energía se mostraba su
naturaleza inferior, tanto más se revelaba en El la gloria de su divinidad.
Mientras el misterio de su doble naturaleza estuvo como velado bajo las
apariencias de la infancia, adorábasele como en un santuario; pero cuando
ya, por palabras y obras, se descubrió en los innumerables actos y
movimientos de su vida cotidiana, salió, por decido así, de su santuario y
se manifestó a los hombres, lanzando como flechas de fuego de los ojos de
Jesús, hablando con sus labios, encantando con la melodía de su acento,
esculpiéndose en las huellas de sus plantas, destilando de sus manos “la
mirra más preciosa”. Pasada la infancia de Jesús y comenzada su
adolescencia, todo en torno de El fue luz y aroma, y lo fue a toda hora y
momento, y los actos todos de su vida externa y de su voluntad humana
llevaban en sí el sello y el perfume de su persona divina, y por eso se
dilataban “como la fontana de los huertos, como el manantial de aguas vivas
que abundantes corren del Líbano”. Decir esto equivale a decir que al entrar
María aquel año por las puertas de Jerusalén, iba menos capaz que nunca de
vivir sin su Jesús.
165. Llegados a Jerusalén
antes de comenzarse la semana de los ázimos, emplearon todo el tiempo que
faltaba en frecuentar el templo, visitar a los pobres y a los enfermos y
continuar sus demás obras de misericordia habituales. ¿Quién podría enumerar
las maravillas sobrenaturales que durante la semana de los ázimos emanaron
de aquellos tres moradores de la tierra y subieron hasta el trono de la
Santísima Trinidad? ¿Qué santo pudiéramos comparar a José? ¡Qué admirable
unión con Dios! ¡Qué juego de amor divino! ¡Qué abismos de humildad,
semejantes a los de María, no avaloraban al padre putativo de Jesús, digna
sombra del Eterno Padre, cuya excelsa majestad y terrible y adorable persona
representaba en la tierra! Pues, ¿y María? Comparadas a una sola oración
suya o a cualquiera de sus cánticos de alabanza, sobre todo aquel Magnificat
que cantó una sola vez, ¿qué valen todas las plegarias y loores ofrecidos en
el templo de Jerusalén por tantas generaciones de santos hebreos, no
obstante haber sido más agradables a Dios. que todos los sacrificios
ofrecidos durante siglos ante sus aras? ¿Y que son, añadiremos, no ya las
ofrendas de todos los santos hasta entonces nacidos y por nacer, sino las
mismas adoraciones angélicas, comparadas a las de María y José cuando juntos
se arrodillaron en el templo? ¡Cuántos piadosos ancianos, recordando sin
duda entonces los tiempos de David y los fervores de piedad que en sus
magníficos salmos subían incesantemente al trono del Altísimo, llorarían
quizá pensando cómo había degenerado la edad contemporánea y cuán poco
valían los modernos adoradores, comparados a las pasadas series de grandes
Profetas e inspirados cantores de la antigua Israel! Y sin embargo, ¿qué
valió todo aquello como parado a la incomparable gloria de los corazones de
Jesús y de María? Pero, ¿quién, sino Dios, pudiera penetrar a la profundidad
que aquel misterio alcanza cuando. el mismo Eterno Hacedor, cuya nombre es
inefable, humillado a la condición de un adolescente de doce años, se
arrodilla entre María y José? Cuando el Verbo encarnado se prosternó así
para orar en la tierra, ¿siguieron resonando los cánticos eternos del
Empíreo, o mudos y absortos abatieron los ángeles sus alas para escuchar
aquella oración que Dios levantaba al trono de Dios, haciendo enmudecer las
pobres oraciones de todas las míseras criaturas? Por lo que a María y José
toca, no cabe duda en que cesaron de elevar sus preces al trono celestial o
de dirigirlas al Santo Tabernáculo, y que arrebatados en éxtasis adoraron de
hinojos al Eterno arrodillado entre los dos, proclamando con mudo
acatamiento la tremenda divinidad de aquel Niño cuya palabra nada sino a El
les consentía ver, oír ni entender en el universo. ¿Qué templo ha sido.
jamás consagrado por tan estupendo modo? ¿No es de maravillar que la tierra
pudiera seguir girando sobre su eje, y el sol abrasar, y lucir la luna, y
fulgurar las estrellas en el espacio sin mostrar siquiera con una sonrisa
que algo se les alcanzaba de aquel espectáculo divino? Y Jerusalén, ¿se
agitaba su pueblo como de costumbre, y vivía la vida ordinaria, sin que
algún secreto instinto le avisase de que dentro de sus muros estaba pasando
algo incomparablemente más grandioso que los triunfos de David y más
espléndido que la corte de Salomón? Hijo era, en efecto, de David, harto más
grande que Salomón y más antiguo que la edad e Abraham, y poderoso a
destruir el templo y reedificarle en tres días, aquel hermoso Niño de doce
años que allí estaba confundido entre la gente coma uno de tantos llevados
por sus madres a la fiesta.
166. Pasada, en fin, la semana
de los ázimos, la gente, según costumbre, internóse atropelladamente en la
ciudad santa, como sucede hoy en Roma después de las grandes festividades.
Habían acudido allá adoradores de todas las tribus: de la de Simeón, desde
sus aldeas más apartadas al Sur; de la de Rubén, desde allende los montes de
Aubrim; de la de Manasés, allende el río; de los ribazos de la de Aser y de
las faldas del Líbano, tierra de la tribu de Neftalí. Para regresar de
Jerusalén a sus respectivas comarcas, era costumbre salir a diversas horas y
en distintos grupos hombres con hombres y mujeres con mujeres; aquellos por
una puerta de la ciudad, éstas por otra; emprendíase la jornada por la tarde
para reunirse a la primera noche en el respectivo lugar de descanso, lo cual
evitaba confusión y extravíos a los peregrinos de cada comarca, cuyo porte
durante el viaje era tan ordenado y modesto como convenía a la piadosa
solemnidad que venían de celebrar. Esto explica cómo María y José hubieron
de andar la primera jornada en distinto grupo cada cual, y cómo, por
consiguiente, pudo extraviárseles Nuestro Señor, sin que ellos lo
advirtieran, bien que la Santísima Virgen, al incorporarse ya en la
respectiva puerta de Jerusalén a la caravana de mujeres con quien debían
salir, notase la ausencia de Jesús, pero como los niños podían ir
indistintamente con sus padres o con sus madres, creyó sin duda que le
llevaba José; y cierto, no le pesó del inmenso regocijo que con esto lograba
el santo anciano, sin contar con que a Ella le estaba bien no ser egoísta en
su amor a Jesús y acostumbrarse desde temprano a la horrenda aflicción de
quedarse sin El. ¡Ah! No sospechaba Ella entonces cuán cerca estaba tan
aciago momento. Prosiguió, pues, tranquila su jornada, y según sabemos por
revelación de algunos santos, y como aun sin esto nos inducirían a
conjeturarlo las vías ordinarias de Dios, el Espíritu Santo inundó entonces
de inopinada suavidad el corazón de Nuestra Señora, como suele hacerlo en
víspera de algún pesar extraordinario; la tristeza que sin esto le habría
causado la ausencia de su Hijo fue en aquella sazón compensada por un
celestial arrobamiento de su alma que se acrisolaba en las fraguas del amor
divino para disponerse a la tribulación ya tan próxima; así caminaba absorta
en Dios, casi extraña a todos los rumores y afanes de la tierra.
167. Era ya de noche cuando
los dos respectivos grupos de hombres y de mujeres se reunieron en la común
parada. José estaba ya esperando a María; pero Jesús no estaba con él: María
tiembla y apenas se atreve a preguntar; José nada sabe, creía que el Niño
venía con su Madre, y en su humildad ni aun ocurrido le había que pudiera
Jesús haberle preferido por compañero de jornada. Desde aquel instante ya,
nada vieron, nada oyeron; ni el vaivén de los peregrinos, ni los gritos de
la gente, ni los preparativos de la cena, ni el descargue de las acémilas
para llevar las caballerías al abrevadero, nada, nada; se veían de repente
solos como en un desierto, solos como jamás lo habían estado dos corazones
desde aquel día en que el sol poniente iluminó con tristes rayos entre Adán
y Eva las montañas del Paraíso, como puertas de oro que se les cerraban para
siempre... ¡Cómo! ¡Jesús los había dejado! ¡Jesús se apartaba de ellos! Para
María era esto mucho más difícil de creer que lo había sido el misterio de
la Encarnación, le hubiera asombrado menos ver pararse al globo, y las
trompetas del juicio final habrían estremecido menos su corazón. Preguntan
por el Niño a todos sus parientes y allegados, pues muchos le tenían
afición, cuya índole no entendían ellos mismos; en vano; y harto sabía María
que lo era, pues conocía bien a Jesús, y no dudaba que si El hubiera estado
por allí, habría ido ya en busca de su Madre; ni en su corazón cabía que
pudiera ser otra cosa, y que por motivo tan común y vulgar hubiera de perder
a su Jesús. ¡Oh! No; la causa de su desventura era más honda; ante sus
plantas se abría un abismo cuyas glaciales emanaciones helaban los más
recónditos pliegues de su alma. Siguen preguntado; todos les compadecen,
pero nadie les dice el paradero del Niño. Ya nada pregunta; la triste noche
pasa, amanece el nuevo día; pero ni la nocturna sombra calma, ni el nuevo
sol puede alumbrar aquellos dos corazones. Muchos dolores entristecieron
aquella noche a la tierra, pero ninguno como el de Maria; muchas otras
noches vio desde entonces el mundo sembradas de estrellas, y muchos pesares
para los cuales no había ninguno que difundiera un solo rayo de consuelo;
pero no hubo tribulación comparable a la de María; los astros se hubieran
apagado a tener corazón y las tinieblas habrían manado lágrimas de sangre
para compadecer la angustia y horrenda soledad de aquella noche memorable.
Cuando poblaron los ámbitos del Egipto aquellos gemidos espantosos que le
arrancó la súbita muerte de sus primogénitos, y el Nilo conturbado parecía
huir precipitadamente de aquel concierto doloroso, y los innumerables
quejidos del pueblo resonaban como el estrépito ingente de una sola voz,
cual si la tierra misma sollozase desde las cataratas del río hasta el
Delta; todo aquel tumulto de dolor era nada comparado al que aquella noche
hervía en el corazón de la angustiada Madre.
168. Solos, mudos y caminando
a tientas por entre las sombras de la noche, vuelven María y José a la
ciudad santa; llagados van sus pies, ¿qué importa eso? Harto más lo están
sus corazones; el de Maria, sobre todo, le cubren tinieblas harto más
espesas que las ondulantes en las colinas. A despecho de las nocturnas
sombras habían divisado la estrella blanquecina del arrecife; pero, ¿dónde
hallar camino para salir de su dolor? ¡Cómo! Lo pasado, que ciertamente no
era un sueño, ¿había sido una cosa fugaz? ¿Sería posible que ya María no
viese más a Jesús? ¿Se había extinguido ya por siempre en el corazón de la
Madre aquella luz del corazón del Hijo, aquella luz que tan espléndida había
lucido para Ella durante doce años, revelándole tanto misterio, tanto
arcano, y siendo perpetuamente alma de su alma y vida de su vida? Por
ventura, ¿habría dejado Ella de merecerle? No; a El bien le constaba. Pero,
¿quién sabe? Quizá Dios ha mudado sus decretos; quizá el Hijo ha vuelto al
seno del Padre sin redimir a un mundo que no quiere ser redimido... ¡Oh!
Imposible; ¿cómo ha de ser esto, si aún Jesús no ha pagado el precio de la
Inmaculada Concepción de María?... ¡Ah, qué horrible idea! Los tiranos no
duermen nunca; tal vez Arquelao, heredero y albacea de la artificiosa
política y del odio tenaz de Herodes, ha estado espiando los pasos de Jesús,
y al fin le ha encontrado, y el Calvario no ha de erizarse cuando lo pensaba
María, sino que se había erizado ya; y allí está Jesús ya clavado en el
madero y Ella le ve cercado de tinieblas descollando sobre los muros de la
ciudad... ¡Horrible visión, horrible!... ¡Pero si Ella ha visto en Espíritu
toda la Pasión, y no es así como debían suceder las cosas! Ella debía de
estar allí al pie de la Cruz y no está; eso no puede ser. ¡Morir Jesús sin
ella, derramar su sangre sin estar Ella a su lado! No puede ser... ¡Oh! ¿Si
habrá ido él mismo en busca de la muerte y se lo habrá ocultado por no
afligirla? Tampoco; semejante bondad hubiera sido cruelísima, por opuesta a
la unión de sus dos corazones. Pero, ¿por ventura es más conforme a esta
unión el separarse así, sin decirle palabra y dejándola sumida en tan
horrenda oscuridad? Todo en aquel instante es confusión e incertidumbre para
la Madre de Jesús; de cierto no sabe sino que su Hijo es Dios; la misma
tribulación que tiene presente le enseña que nada de lo pasado hasta aquel
momento es para ella profecía segura del porvenir. ¡Qué momento para su
corazón no poder comprender lo pasado, y después de haberlo visto con tan
esplendente diafanidad, sentir que de súbito se le oscurece! Su espíritu
quisiera ver; pero tiene delante un velo que todo se lo esconde y de todo le
priva, excepto del don de la paz, tan profundamente arraigado en su alma.
Pero de los abismos insondables de esta misma paz, ¡cuán cruelmente brotaban
sin rumor las aguas de aquella hondísima amargura (¿quién no la conoce
después de probarla una vez?), compañera inseparable luego de toda la
vida!...
169. ¿En dónde estará Jesús?
¿Se habrá ido quizá al desierto para habitar ahí con el hijo también
adolescente de Zacarías, con aquel prodigioso modelo de santos eremitas, con
aquel Juan que luego había de apellidarse Bautista, y que ya entonces, a
despecho de su tierna edad, había comenzado aquel aprendizaje de penitencia
viviendo solitario entre las alimañas, padeciendo hambre, desnudez y todas
las inclemencias del cielo, preparándose, en fin, a ser digno Precursor del
Mesías? La Santísima Virgen pensó si su Hijo habría ido a compartir el
ascético noviciado de aquella maravilla de anacoretas; pero si hubiese visto
tan claramente como de costumbre las cosas, habría caído muy luego en la
cuenta de que no podía ser así. ¡Ah!, la mayor negrura de aquel pasajero
anublamiento de su espíritu consistía en que Jesús, al parecer, se le
velaba, y Jesús era la única luz que su alma había menester; teniendo esta
luz, la oscuridad del mundo entero le habría sido tolerable; pero no
comprender a Jesús era para Ella un nuevo modo de martirio que jamás había
recelado. Mas era forzoso que la Madre del varón de dolores fuese también en
esto modelo a tantas otras madres como padecen la aflicción de ver a sus
hijos retraídos y reservados con ellas en el período que más quisieran ellas
verlos expansivos y confiados, es decir, cuando ellos se ven en algún arduo
trance o en cualquier situación peligrosa para su inexperiencia. Madres hay
para quienes esta es tribulación muy amarga; pero la de ninguna puede
compararse a la de María cuando el Jesús adolescente de Nazaret se le mostró
diverso de lo que el Niño de Belén había sido para Ella. Este pensamiento le
suscitó el de si habría ido Jesús a Belén para visitar aquel santuario de su
infancia; pero, ¿qué tenía que hacer allí conexo a la Redención del mundo?
Por capricho, no cabía ni aun suponerlo en aquel divino dechado de todas las
perfecciones; por devoción, pudiera ser; pero, en este caso, ¿qué
inconveniente ni reparo tenía en ir acompañado de sus padres? ¿Cómo sin
gravísima razón (y de seguro era buena y santísima siendo suya) se hubiera
ausentado sin advertirles nada, sabiendo la terrible aflicción que había de
causarles? Por ventura, habría dejado de estarles ya sumiso con filial
obediencia? ¿Tan pronto? ¡A los doce años! Pero aunque así fuera, ¡lo habría
dicho antes!... ¡Oh, qué mar de confusiones! María no sabe qué pensar ni qué
decir; sólo sabe que su Hijo es Dios, y con esto le sobra para resignarse y
guardar en lo más secreto de su llagado corazón la indecible pena.
Crucificada está en medio de tinieblas, como su Hijo lo ha de estar un día,
y El le ha abandonado, como un día el Padre le ha de abandonar a El...
Misterio que debes adorar, y que sin duda adoras, ¡Oh humildísima y
amantísima Madre de Dios! Sigue, sigue tu triste y penosa jornada; sigue,
hija admirable del Altísimo; ya la aurora va dorando las torres de Sión,
éntrate en la ciudad a enriquecerla con el tesoro de tu dolor incomparable.
170. Entre tanto, ¿no sabremos
al fin en donde está Nuestro Señor? Sí; está en Jerusalén, y algo sabemos de
lo que había ido a hacer allí, pues la Sagrada Escritura nos refiere la
parte más singular del hecho, y las revelaciones ulteriores de los santos
nos muestran lo que habríamos podido conjeturar como probable. En efecto
después de larga oración en el templo, había ido a las asambleas de los
doctores y de los ancianos, encontrándolos allí afanosamente atareados en
tergiversar el sentido de las antiguas profecías y en inventar un Mesías
ostentoso, belicoso, triunfador, político, que había de venir a restaurar la
independencia nacional del oprimido pueblo israelita. En esta falsa noción
del Mesías verdadero ve Jesús un obstáculo a su doctrina y a los frutos del
misterio de la Encarnación, y quiere remover ese obstáculo, o al menos
exponer la verdad a los que tengan oídos para escucharla. Atento a esta
empresa, que endereza El a la gloria del Padre celestial, preséntase
modestamente a los doctores, proponiéndoles punto de examen; con su
mansedumbre gánase las voluntades del auditorio, y aun los más autorizados
del concurso penden de sus labios; preséntales con suave modo sus
argumentos, expóneles el maravilloso sentido de recónditas profecías,
persuade a varios de la futilidad de sus opiniones, y todo esto lo hace, no
como quien difunde en ellos nueva sabiduría, sino cual si deseara ilustrarse
al par de ellos. De este modo preparaba los -corazones para sí propio, y
echaba indirectamente los cimientos de multitud de vocaciones apostólicas.
Cuando Pedro con su primer sermón convirtió a millares de oyentes, mil por
cada una de las Tres Personas divinas, dábale quizá consumada en gran parte
su tarea la doctrina emanada de aquella disputa del Niño de Nazaret con los
doctores.
171. Durante los tres días que
anduvo perdido para sus padres, Nuestro Señor, según lo sabemos por
revelación de algunos santos, mendigó el pan de puerta en puerta con el fin
de profesar pobreza más estrecha que la padecida en Nazaret. De este modo le
había sobrado para socorrer a otros pobres, y había tenido ocasión de
visitar a los ricos y servirles en los más humildes oficios, y con palabras
bondadosas atraerlos a Dios; había dormido en el duro suelo, sin más abrigo
que las paredes exteriores de las casas; éste era todo el abrigo que la
tierra daba a su Creador, el cual, privado por entonces de la solícita
asistencia de su Madre, vivió en todo como un pobrecito mendicante de doce
años, para que no hubiese en el mundo condición alguna humilde y aflictiva
de quien El no fuese bendito modelo.
172. Por indudable tenemos
que, llegados María y José a Jerusalén, en donde ya se prometían encontrar
al Niño, comenzaron por entrar en el templo a pedir la bendición de Dios
para aquel dolor que los agobiaba. Durante el día entero estuvieron
recorriendo fatigosamente las calles de la ciudad, mirando, sobre todo
María, y preguntando a los transeúntes con un curioso afán como jamás lo
habían hecho; unos la escuchaban con fría paciencia; otros con desagrado,
cual si les estorbasen su camino, y algunos con benévola simpatía, pero que
nada le decían del paradero de Jesús; una mujer le pidió las señas del Niño;
figúrese el piadoso lector si su celestial interlocutora se las daría bien,
pero inútilmente; no convenían con las de un mancebito que aquella mujer
pensó pudiera ser Jesús. ¡Oh! Si le hubiese visto una sola vez no se le
habría despintado. Entre la multitud de gentes interrogadas por María,
algunas le daban esperanzas que se desvanecían muy luego, y no faltó quien,
con la mejor intención del mundo, le dio consejos tan vanos como
impertinentes: -“Buena mujer, ¿por qué no vas a buscar a tu Niño a tal
parte? ¿Por qué no has ido a cuál otra?”- Alma de Dios, ¡si ya no hay rincón
de la ciudad que no haya escudriñado! –“Oiga, buena señora, ¿será, por
ventura, un lindo mocito a quien di limosna esta mañana? Las señas que de él
me dais le convienen...” No era muy luminosa esta indicación para la pobre
Madre, pero, en fin, algo valía, porque no podía en el mundo haber otro Niño
a quien convinieran las señas de Jesús.- “Como no sea -dice bondadosamente
cierta mujer- un mocito que al abrir hoy la puerta de mi casa vi recostado
en el umbral. No le vi sino un instante, pero era hermoso y de rubios
cabellos”. Otra mujer había visto un niño como el retratado por María en
el momento de partir un pan con dos pobres mendigos, pero luego no reparó
por donde había tirado... Resulta de informes, que si Jesús no está hoy en
Jerusalén, ayer, por lo menos, estaba. Pero hay otra persona que le ha visto
hoy por la mañana a la cabecera de una enferma; ¿en dónde vive? Allá va
María: -“Perdóneme, señora si vengo a importunarla; ando en busca de mi
Hijo, y me dicen que ha estado aquí.- No sé si sería hijo vuestro; sólo sé
que sus modales, sus miradas, su acento, su caritativa solicitud me han
hecho llorar y han dejado en mi alma un no se qué que no es cosa de la
tierra.- El es, no hay duda”. Sáltasele a María el corazón. Aquél era de
cierto su Jesús; imposible confundirle con ningún otro. Pero ¿de dónde
venía? ¿A dónde se fue? La enferma no lo sabía; mientras le tuvo a su lado
le contempló tan absorta en El, que no le ocurrió preguntarle nada... Y en
esto se acabó el día, y las sombras de la noche cercaron a Jerusalén, Jesús
no había parecido. Terrible había sido la jornada; ni María ni José habían
comido; estaban hambrientos de Jesús, y quien padece como ellos padecían no
ha menester alimento ni sueño. En el alma de la Santísima Virgen la noche
era más oscura que en el recinto de la ciudad.
173. O al completarse tres
días enteros de aquella aflicción, o en la mañana del tercer día, ello es
que María y José acudieron al templo para renovar ante el Señor sus lágrimas
y sus clamores. Junto a la Puerta Oriental, por donde entraron, había una
especie de aula en que los intérpretes de la ley se reunían para responder a
consultas, decidir casos arduos y dirigir investigaciones; a ese lugar se
refiere San Pablo cuando, defendiéndose ante Félix, dice que no se le había
encontrado disputando en el templo; allí fue también donde el gran Apóstol
de los gentiles, asentado a los pies de Gamaliel, aprendió las tradiciones
de la ley hebraica. Por delante de la puerta de aquella aula tenían que
pasar María y José, no sospechando que allí pudieran encontrar el perdido
tesoro... De pronto María se para como herida de un rayo; no hay duda:
aquella es la voz de Jesús. Entran: ¡Oh, qué espectáculo! Los doctores están
mirando al Niño, no se sabe si con temor o con gozo; nunca maestro de la ley
tan singular se había sentado en sus escaños. Maravilláronse no menos María
y José, especialmente María, que jamás había oído aquel acento en la voz de
Jesús ni había visto aquel fulgor en su mirada. Tan luego como lo hubo
visto, adoróle en su interior: y hubiera querido postrarse ante El, pero
usando entonces de sus derechos de Madre, que grandemente extrañaron los
sabios y ancianos allí presentes; y sabiendo, por otra parte, que aun no era
llegado el tiempo de confesar la divinidad de Jesús, acercóse a El y le
dijo: - “Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira cómo tu padre y
yo, angustiados, te buscamos”. Harto bien podía, en efecto, conocer Jesús la
angustia de su Madre, aunque Ella no se lo dijese, pues demasiado la
publicaban los surcos de su rostro, la palidez de sus mejillas y el trémulo
acento de su voz, así como también pudo conocer el desfallecimiento que en
aquel instante le causaba su misma inefable alegría. Pero Jesús no había
menester verla ni oírla, pues ni un instante había estado lejos de Ella,
sino reposando en su corazón, dándole con exacta medida la suma de fuerza
física y gracia celestial que Ella necesitaba para soportar su tormento, y
aun crucificando su propio corazón junto con el de Ella. Sin embargo, para
completar el misterio de toda aquélla escena, Jesús, mirando a María y José
les dice: - “¿Para qué me buscabais? ¿No sabíais que me conviene estar en
las cosas que son de mi Padre?”- ¡Pobre madre! Tu Hijo acaba de desclavarte
la espada de Simeón para clavarte otra suya! “¿Para qué me buscabais?” Pues
¿podría Ella no buscarle? ¿Podría vivir sin El? ¿O le negará El sus derechos
de Madre? Pues ¿y Belén? ¿Y el desierto? ¿Y Egipto? ¿Y Nazaret? ¿Querrá
quitarle aquellos derechos en el instante mismo que tanto se goza de haberle
hallado? Verdad que estos derechos eran un don de El y podía recobrarlos
cuando le pluguiese, pero ¿y su carne? ¿Y su sangre? ¿Y aquel corazón que
latía en su pecho? ¿No eran, en cierto modo, carne, sangre y el corazón de
María? ¡Oh! No; los de Ella sí que eran de El. Pero, en fin, ¿podía el
Creador quitar a su criatura el derecho de amarle? No; este derecho es
inalienable; para cancelarle sería preciso aniquilar la creación. Si ahora
quiere el hijo separarse de la Madre en la puerta oriental del templo, Ella,
verdadera puerta del Oriente, seguirá amando a su Hijo, no ya tanto, sino
más que antes, porque aquella mirada, aquel acento que ha notado en Jesús al
hallarle en medio de los doctores, son para Ella una absoluta revelación
divina.
174. Pero, ¿se han disipado
con eso las tinieblas de su alma? No, por cierto; antes bien, Jesús acaba de
espesarlas momentáneamente con sus palabras, y así lo expresa claramente
aquella frase del Evangelio: “Mas ellos no entendieron la palabra que les
habló” (Luc., II, 50). De todos modos, ¡oh dicha!, Jesús no va a dejar a su
Madre; si hoy le retienen en Jerusalén “las cosas que son de su Padre”, ya
Nazaret le llama por igual motivo. Y hele aquí más hermoso, y María más
santa, y José más cerca de Dios que nunca, y más semejante a la sombra del
Eterno Padre, que tornan juntos a Nazaret, en donde durante diez y ocho años
seguidos, sin otra variedad en su existencia que las visitas periódicas a
Jerusalén, María gozará de la presencia santificante de Jesús, y Jesús,
trabajando en su taller, se mostrará tan atento a las cosas que son de su
Padre celestial, como a sostener la ancianidad de su padre en la tierra.
Aquellos diez y ocho años iban a ser para María como la anchurosa
perspectiva del magnífico Océano después de subir montes escarpados y
sombríos, como también lo expresa el Evangelio: “Y descendió con ellos, y
vino a Nazaret, y estaba sujeto a ellos; y su Madre guardaba todas estas
cosas en su corazón” (Luc., 51)".
175. Al narrar el misterio de
este tercer dolor, hemos ido indicando varios de los puntos de consideración
que ofrece; sin embargo, hay que exponer con algún detenimiento sus
caracteres distintivos. En primer lugar, diremos que fue el mayor de los
dolores de la Virgen Santísima, en parte porque llevó consigo el separarla
de Jesús, y en parte por otro conjunto de circunstancias que vamos a
exponer. En la vida de la beata Benvenuta Bojano, religiosa dominica, leemos
que aquejada de una dolencia que durante muchos años no le dejó recostarse
sino en una silla, púsose a considerar el dolor de Nuestra Señora durante
los tres días de ausencia de Jesús; y codiciosa de compartirle (tanto más,
cuanto ella conocía bien el largo padecer, y aun le había buscado y pedido a
Dios, renunciando a toda especie de gozo), solicitó de Nuestro Señor y de su
Madre la gracia de sentirlo en sí. Y he aquí que cierto día aparécesele en
su celda una santa y venerable Señora con un precioso Niño, cuyo aspecto y
conversación le causaron indecible delicia; pero al querer tocarle, se le
desapareció, y juntamente con él la Señora. Inconsolable desde aquel punto
la santa religiosa, y agobiada de una pena que parecía amenazar su vida,
pidió favor a la Santísima Virgen, más nada obtuvo hasta que, pasados tres
días, volviósele a aparecer la misma Señora con el Niño en brazos, y le
dijo: “Me pediste sentir el dolor que yo sentí al perder a Jesús; pues
sábete que apenas le has experimentado, y no vuelvas a pedir tales cosas,
porque tu flaqueza no te consentiría vivir con semejante angustia”. Y
ciertamente, a la crudeza de este tercer dolor sólo pudiera compararse la
del séptimo, que fue después del entierro de Jesús; pero en rigor, esta
aflicción fue menor que aquella por varios motivos; pues si bien una y otra
convenían en estar María separada de Jesús, sabía la Madre que el Hijo,
después de sepultado, ya no tenía que padecer, y además comprendía el
misterio, y se regocijaba de ver consumada la Redención, y esperaba la
Resurrección próxima; mientras que en este tercer dolor había perdido a
Jesús, y no sabía por qué, y además ignoraba en donde estuviese y lo que
pudiese estar padeciendo; es decir, que se veía anegada en espesísimas
tinieblas de espíritu, y como abandonada de Dios. Resulta, pues, de todo
esto, que jamás las angustias de su alma, ni aun ante los horrores de la
Pasión, fueron tan intolerablemente acerbas como en los tres días que lloró
perdido al Niño Jesús.
176. En cualquier
circunstancia, este suceso habría sido para María un dolor crudísimo, que
con nuestra pobre gracia y nuestro amor aún más pobre, no podríamos apreciar
con alguna exactitud, pues necesitaríamos tener el corazón de aquella Madre
para sentir su pena; pero la circunstancia especial que le hizo tan
terribles aquellos tres días de ausencia, fue aquel profundísimo
anublamiento de su alma, donde todo hasta entonces había sido luz
esplendidísima: seguía Dios, sin duda, obrando en Ella; mas Ella ignoraba
cómo había de corresponder a la acción de Dios. Lo presente la atormentaba,
no sólo por su contraste con lo pasado, sino en sí mismo, pues absorta
siempre en Jesús, no había sabido, hasta el momento de verle retirarse de
Ella, cuán pendiente estaba de El su vida; mostrábasele velado lo futuro,
marchito lo pasado, y lo presente cercado de incertidumbre, junto con
dolorosa angustia del corazón y sequedad del espíritu. Según la beata María
de Agreda, los ángeles mismos dejaron de hablar a Nuestra Señora, por no
disipar con sus revelaciones la oscuridad que la cercaba, pues
indudablemente aquellas tinieblas de su espíritu le llegaban de manos del
mismo Dios. Para hallar algo parecido a esto, tenemos que recordar aquellas
acerbísimas sequedades de espíritu padecidas por algunos santos eminentes,
si bien tomando en cuenta que, mientras para ellos esta tribulación era una
prueba purificativa, para el inmaculado corazón de María no era ni podía ser
sino un nuevo y maravilloso acrecentamiento de santificación, pues que el
espíritu de la Concebida sin mancha no había menester purificación alguna;
para los santos, aquella prueba podía durar años enteros; mas para la
Santísima Virgen podía ser consumada en tres días, no sólo por las
perfecciones de su alma, que abrían tan expedito acceso a la más rápida
operación de la gracia divina, sino porque de hecho las operaciones de Dios
en el alma del hombre no han menester apenas transcurso de tiempo. Aun en el
mismo orden natural, ¿quién no sabe cómo a veces se condensa el tiempo,
sobre todo en los sueños, en los fracasos repentinos y en ciertos momentos
de intenso padecer? Con la rapidez de una exhalación recorre a veces nuestra
mente años enteros de la vida pasada, viendo clara, distinta y menudamente
cuanto nos ha sucedido en todos y cada uno de ellos. Por aquí puede
entenderse el misterio de ciertas apariciones de almas del Purgatorio, que
se quejan a sus deudos o amigos de haberlas dejado largos años padecer en
las llamas purificadoras, sin aliviarlas con algún sufragio, cuando quizá ni
aun tiempo de enfriarse ha tenido el cuerpo del difunto. Un instante apenas
se nos enseña que ha de durar el juicio particular de cada cual de nosotros
ante el tribunal Eterno. Un solo acto nuestro en ciertas ocasiones condensa
la historia de años enteros de nuestra vida, adquiriendo, sobre todo cuando
se trata de actos heroicos, como, por ejemplo el sacrificio de Abraham, una
profesión religiosa; y aun el mismo efecto puede producir la gracia especial
de varios Sacramentos. ¿Quién de nosotros dejará de haber sentido en sí
alguna operación tan maravillosamente rápida de la gracia que, siendo y todo
una serie de diversos grados, parece haber necesitado apenas un instante
para consumarse? Por aquí podemos entender cómo en el alma perfecta de
María, elevada ya por la gracia y la unión a tan sublime altura, la
tenebrosa aflicción que Dios le envió durante aquellos tres días produjese
efectos imposibles de describir para nosotros, por cuanto, aun antes de
aquel trance, nuestra vista no alcanza, ni con mucho a las regiones de
aquella alma purísima. Pues bien; aquellas tinieblas constituyen una
singularidad de este tercer dolor, que de manera alguna distingue a ningún
otro de los de la Santísima Virgen.
177. No sabemos decir de
cierto cuándo se acabaron aquellas tinieblas; pero se nos figura que no debe
de incluirse en ellas el hecho de no haber entendido Maria las palabras que
Jesús le dijo en el aula del Templo; antes bien nos, inclinamos a pensar que
aquel hecho fue una circunstancia especial, independientemente del contexto
de este tercer dolor, y dependiente de otras causas, por ejemplo, del
influjo que aquella aflicción ejerció naturalmente en el ánimo de la Madre
de Jesús. Cabe también que aquellas tinieblas se fueran desvaneciendo
gradualmente, a contar desde el primer momento en que María hubo encontrado
a su Hijo; pero más nos inclinamos a pensar que desde este momento cesaron
del todo, bien que durasen algún tiempo sus influjos. Es posible también que
el cansancio y desfallecimiento sentidos apenas hasta entonces por María,
embargado como estaba su ánimo por aquel tenebroso dolor; se mostrasen
entonces gradualmente por causa de aquel repentino trueque de la pena en
júbilo, como sabemos haber sucedido a varios santos después de algún éxtasis
prolongado. Los teólogos explican con diversas razones el por qué la
Santísima Virgen no entendió las palabras aquellas de Jesús; Ruperto opina
que las entendió muy bien, pero que por humildad mostró no haberlas
entendido, mas esta explicación no satisface, porque se concierta mal con el
texto expreso del Evangelio. Stapleton piensa que el extremo júbilo de María
al encontrar a Jesús le embargó el ánimo de modo que no pudo entender las
palabras de su Hijo, cabalmente como, por opuesto motivo, es decir, por
extremo dolor, no pudieron los Apóstoles comprender a Nuestro Señor cuando
les anunció su muerte cercana; pero tampoco nos parece admisible esta
paridad entre la Santísima Virgen y los Apóstoles, porque, salvo la
contraria opinión de autores respetables, para admitirla sería preciso
suponer perturbadas la serenidad del alma y la firme razón de Nuestra Señora
durante algún tiempo, incluso mientras le hablaba Aquel cuya voz apaciguaba
los vientos y calmaba las tempestades. Según Dionisio el Cartujano, María
entendió en parte: y en parte no, las palabras de Jesús; entendió que Jesús
no habla entonces de su padre putativo José, sino de su Eterno Padre, y de
la obra para que El había venido al mundo, y de cómo, en virtud de su
naturaleza humana, hipostáticamente unida a la divina, le era necesario
emplearse continuamente en aquella obra; pero, que a María no fueron
reveladas las circunstancias de modo, lugar y tiempo en que había de
consumarse. Esta hipótesis, más honrosa ciertamente para la Santísima Virgen
que la de Stapleton, se apoya en la creencia de que los treinta y tres años
de la vida de Nuestro Señor, y singularmente la historia de su Pasión,
fueron reveladas a María gradual y sucesivamente; pero por lo que a nosotros
toca, ya el lector ha visto que en todo el discurso de la presente obra
damos por supuesto que María conoció todo, o casi todo, desde el principio,
y esta hipótesis va más conforme a las visiones y revelaciones de los santos
contemplativos.
178. Suárez aventura dos
hipótesis: primera, que María entendió bien que Jesús hablaba de su Padre
celestial, pero no tan bien cuáles fuesen aquellas cosas que eran de su
Padre, y en cuya virtud había dejado a su Madre y a José; segundo, que María
no estaba enteramente segura de que Jesús no quisiera tal vez decir con
aquellas palabras que había determinado adelantar la fecha de su
manifestación al mundo, o séase de su vida pública, la cual, sin esta
determinación, no había de comenzar hasta el trigésimo año. De modo, añade
aquel gran teólogo, que en María no hubo ignorancia privativa, sino mera
carencia de conocimiento de algunas particularidades, no necesarias a la
perfección de su ciencia. Podrá ser lo que aquí dice Suárez; pero en este
caso nosotros nos inclinamos a considerarlo parte de aquellas tinieblas
interiores con que Dios había visitado a la Santísima Virgen. San Aelredo,
con algunos otros, opinan que las palabras de Jesús contenían lo que los
retóricos llaman una sinécdoque ; es decir, que se aplicaban sólo a José, y
no a María, del propio modo que el Evangelio dice que los dos ladrones
blasfemaron en la cruz, cuando realmente, según opinión de varios
comentaristas, sólo uno de ellos lo hizo. Conforme, pues, a este parecer de
Aelredo, Nuestra Señora entendió muy bien las palabras de Jesús, y las
guardó en su corazón para enseñárselas después a los Apóstoles. Pero a esto
pudiera replicarse que, por de pronto, no es cierto que uno solo de los dos
ladrones blasfemase, pues la opinión común asegura que fueron los dos; y
además, con esta interpretación, San Aelredo parece tratar el texto
evangélico de cierto modo que a penas sería excusable sin la autoridad de la
tradición, que es mucho más grande. Otros intérpretes piensan que las
palabras Y ellos no entendieron, se aplican a la gente que estaba en el aula
de los doctores, y de ningún modo a la Virgen y a San José; más esta opinión
vale poco, pues ello es que los fieles han tenido siempre por arduo y oscuro
este pasaje, lo cual no habría sucedido a ser tan natural y obvia su
interpretación. Según Novato, María, por especial permisión divina, no
entendió al pronto las palabras de Jesús, pero las fue comprendiendo al
meditarlas en su corazón; cree aquel autor que esta interpretación va más
ajustada al texto evangélico, y supone que lo sucedido entonces en el
espíritu de María es análogo al modo en que los santos agraciados con el don
profético preveían a veces lo futuro; es decir, no por inmediata
iluminación, sino comparando luces con luces, y sacando de esta comparación
nuevas conclusiones. No se nos alcanza la ventaja de esta hipótesis, pues
nadie querrá poner en duda que la Santísima Virgen poseyese todos los dones
que han poseído los más grandes santos; y ¿qué necesidad hay de atribuir a
María ninguna de las imperfecciones con que los demás santos han empleado
sus dones respectivos, salvo aquellas no tanto imperfecciones como
limitaciones necesariamente propias de su condición de criatura?
179. Séanos lícito aventurar
también a nosotros una conjetura. ¿No cabe suponer que a cada nuevo
acrecentamiento de santidad de Nuestra Señora correspondió proporcionalmente
otro de su ciencia? Tratándose de naturaleza íntegra y no degradada, como lo
es la de María, fuera difícil concebir división ni separación en aquellos
dos actos; no sucede lo mismo, respecto del hombre manchado de la culpa, en
el cual cabe que no haya proporción rigurosamente exacta entre la
purificación y la iluminación de su espíritu; pues si bien luz y amor son de
suyo cosas correlativas, no lo son tan perfectamente para los pecadores como
para los que nunca pecaron. Esto asentado, séanos lícito suponer que
aquellas tinieblas místicas acumuladas por Dios en el alma de María como una
prueba espiritual suscitaron en Ella, tales y tan heroicos actos de amor y
de unión, que la levantaron a prodigiosas alturas de santidad, por cima de
las ya tan excelsas adonde antes estaba remontada. Séanos lícito suponer que
entre aquélla María que, terminada la semana de los ázimos, salió por la
puerta del templo, y aquella otra que entró en él la mañana que encontró a
su Hijo, medió mayor diferencia sobrenatural que jamás hubo entre la santa
juventud de un escogido y su ancianidad más santa todavía. En el ser de la
Santísima Virgen no cabían revoluciones, propiamente hablando, porque nada
en Ella había que destruir ni mudar, ni cabía otra cosa sino añadir a lo que
ya tenía; pero las nuevas adiciones podían ser lo bastante numerosas, o
acumuladas con bastante rapidez, o conferidas de un modo bastante
instantáneo para causar una mudanza que llamaríamos revolución si se obrase
en cualquier otra criatura que no fuese la Virgen Madre; y así lo entienden,
sin duda, las teólogos, cuando hablan de la primera, segunda, tercera o
sucesivas santificaciones de Nuestra Señora: con esto, ciertamente, no
quieren negarle ni que mereciese la gracia siempre ni que dejase de merecer
en ella nunca, sino que la Inmaculada Concepción, la Encarnación, la bajada
del Espíritu Santo sobre Ella, y su Tránsito glorioso, fueron, por decirlo
así, épocas en la creación continua de su santidad no sujetas a las leyes
comunes de todo progreso. Pues bien: nosotros diríamos que aquellas
tinieblas interiores fueron una de esas épocas.
180. Pero ¿que conexión tiene
todo esto con no haber entendido María, las palabras de Jesús? Para
responder a esta pregunta hemos de remontarnos, siquiera sea por breve
tiempo, a las más encumbradas regiones de la teología mística, allí donde la
ciencia se eleva hasta tocar los términos de la ignorancia; donde lo humano
se pone cerca de lo divino; cima, en fin, de inconmensurable altura, pero,
ciertamente, no inaccesible en absoluto, pues que accesible es para los
serafines, y lo ha sido para algunos santos. Quizá la Santísima Virgen
alcanzó a mayor altura todavía; pero criatura al fin, y, por consiguiente,
limitada en sus facultades, ciñámonos a decir que tocó el último término
posible a una criatura y que desde él pudo tender la mirada en los abismos
divinos. En ese último término, las tinieblas son luz esplendidísima y la
ciencia es ignorancia, no sólo porque ni el lenguaje humano tiene palabras
para proponer sus definiciones, ni la mente capacidad para contener sus
ideas, sino porque allí los ojos del alma están abismados en la claridad
divina. Lo único que el espíritu ve entonces es que ni sabe ni puede saber
que está sumergido, que su luz es un resplandor maravilloso e indistinto,
que el conocimiento está absorto en el amor, y que el amor vive escondido en
un deleite sin nombre. Concíbese bien que unas mismas palabras susciten
ideas diversas en diversos oyentes; cuando decimos, por ejemplo, que la luna
gira en derredor de la tierra, el ignorante y el sabio entienden uno y otro
lo que decimos; sólo que el sabio lo entiende de diverso modo, porque lo
comprende más. Pues bien: las palabras aquellas de Nuestro Señor no las
entendieron los doctores, porque ni ellos sabían quién era el Padre de
Jesús, ni cuáles las cosas de aquel Padre en que Jesús tenía que emplearse,
ni el por qué no se le debía buscar en razón a estar empleado en esas cosas.
Tampoco San José entendió aquellas palabras, porque si bien él sabía, a no
dudar, que aquel Padre de quien Jesús hablaba era el Padre Eterno, y las
cosas de este Padre en que debía emplearse eran la Redención del mundo,
ignoraba, en cambio, a qué parte de esta obra se referían las palabras de
Jesús, y por qué era ello razón por haberse ausentado sin avisarle.
Últimamente, María tampoco comprendió estas palabras, porque cada cual de
ellas llegaba a sus oídos como si brotase de un abismo inimaginable de la
sabiduría divina, transportando la obra de la Encarnación a una región
inaccesible de los eternos designios del Espíritu Santo, extendiendo
inmensamente, sin duda, la perspectiva de la Santísima Virgen, pero sin
mostrarle imágenes claras y distintas; atrayéndola más fuertemente a lo más
recóndito de la divina sabiduría, hasta que, casi tocando a lo que veía,
cesase por ende de ver; elevándola, en fin, hasta aquel término extremo del
conocer en donde la ciencia de la humana criatura es consumada por una
ignorancia divina. Aquellas mismas palabras que María oyó le impedían
comprenderlas, porque la transportaban a una región en donde el
entendimiento se anonada para convertirse en facultad harto más excelente
por virtud de su aproximación a Dios. Las tinieblas en que, acababa de estar
sumida el alma de María fueron el propulsor que la transportó a ese punto en
que aquella ignorancia divina es posible. Tal es la conjetura que
humildemente osamos aventurar para resolver la dificultad propuesta; sólo
nuestra Santísima Madre sabe hasta qué punto nuestra explicación puede ser
vana o desacertada; pero confiamos en que no la desdeñará, como inspirada
por nuestro amor y encaminada a honrarla.
181. Hay en este tercer dolor
de María una singularidad que se concierta bien con los misteriosos
caracteres que ya respecto de él dejamos enunciados, y es el habérselo
causado Jesús mismo, sin intervención de criatura alguna, lo cual no sucede
ni respecto del primer dolor, que se lo causó Simeón, ni respecto del
segundo, que se lo causó José. Punto es éste importantísimo de considerar.
Parece al pronto que aquella circunstancia debía de hacer más llevadera la
tribulación a María Santísima; pero; bien mirado, se ve que se le hacía más
penosa, o mejor dicho, María miraba en esa circunstancia un motivo más
poderoso para resignarse a su aflicción; pero la aflicción en sí misma era
más cruda. Lo que Dios se digna hacer por sí, no sólo está mejor hecho que
lo que puede la criatura, sino que lo es de un modo muy diferente; no sólo
es más fecundo en resultados, sino que los produce diversos y sellados con
diverso carácter. Las palabras de Dios, cuando se las dice El mismo al alma,
son substanciales y creadoras; realizan todo lo que expresan, y lo realizan
por el mero hecho de haber sido pronunciadas, por eso, cabalmente, tiene
siempre algo tremendo la acción directa del Criador en el alma de la
criatura, pues es, un contacto divino que nos estrecha sin intermedio
alguno, ni aun el de la carne animada por el espíritu a quien Dios visita;
es una operación espiritual, que tiene algo de punzante y acerado como
ninguna otra. Por eso también la acción directa de Dios. en las almas de los
santos es mucho más santificante que la persecución contra ellos movida por
las criaturas, y más que todas las mortificaciones de su carne, y más que
toda presión de la providencia exterior de Dios. Distínguese también esa
acción por una nota singular y privativa de los grandes milagros, y es el
producir instantáneamente sus efectos. Por eso, en fin, cuando la acción
directa de Dios se encamina a causar padecer, lógralo del modo que espanta
pensarlo. Espantoso es, sin duda, considerar que puede haber cosa sacada de
la nada por la Omnipotencia creadora, con el solo fin de emplearla en causar
tormento, como, por ejemplo, el fuego del infierno y su misteriosa acción
sobre las almas separadas de sus cuerpos, lo mismo en el infierno que en el
purgatorio; espanta, repetimos, pensar que ese misterioso agente no esté
destinado a oficio alguno benéfico, que ni cese ni cambie de naturaleza; en
suma, que esté sólo y expresamente creado para atormentar, y atormentar sin
tregua, por toda una eternidad. Multiplicad con el pensamiento, condensad
cuanto queráis la masa en quien ese fuego ha de prender, y le veréis
penetrarla toda, sin torcerse, sin apaciguarse jamás, sin perder nunca un
átomo de su horrenda actividad ni ejercerla jamás en vano. Pues bien: ese
fuego no es más que una causa secundaria; imaginad, pues, ahora si podéis,
qué debe ser el contacto directo e inmediato de Dios mismo cuando tiene por
objeto causar un padecer fecundado, digámoslo así, por el amor... ¡Oh!
Durante aquellos tres días de la ausencia de Jesús padeció María muchos
martirios en uno, que nosotros no merecemos ni referir ni entender; apártese
toda criatura, o, mejor dicho, acérquese y prostérnese mientras en el alma
de María se cumple la voluntad de Dios. Mas no por esto se entienda que la
humana condición de María dejase de tomar también parte en su martirio, pues
de hecho. la Madre, según naturaleza, veíase allí crucificada en su corazón
por el Hijo a quien había llevado en sus entrañas; mejor dicho, las dos
naturalezas de Jesús confluían para mortificar a Nuestra Señora, pues por
una parte causábale pesar angustiosísimo la idea de haber perdido la
posesión actual de aquel rostro tan hermoso, de aquéllas miradas tan dulces,
de aquel humano corazón tan bondadoso de Jesús; y, por otra parte, aquel
mismo Jesús, en cuanto Dios, la visitaba con aquellas tremendas agonías
interiores que, como hemos dicho, constituían lo principal de este tercer
dolor, cuya intensidad en vano querríamos encarecer, pues nunca lograríamos
definirla.
182. Pensando en María, como
debemos, forzosamente nos han de ocurrir consideraciones que no podríamos
aplicar a ningún otro santo; porque el concepto de la Santísima Virgen, tal
como nos le sugieren los Evangelios interpretados por la teología católica,
no es para nosotros una mera operación intelectual; pues bien que ese
concepto, en cierto sentido, sea una conclusión teológica, es al mismo
tiempo mucho más, por cuanto es un fruto de la fe y del amor, fecundado en
nuestro espíritu por virtud de la oración habitual. De aquí que en el alma
del piadoso creyente hayal junto con la noción de los misterios evangélicos,
una estimación, un concepto, una visión real instintiva, y aun cierta
intuición de Jesús y de María, que nos ofrecen certidumbre especial,
congruencias, atributos y analogías propias y singulares. Cierto que en el
ánimo de los devotos todas estas cosas se producen selladas con los
caracteres propios e individuales de cada cual; pero considerado luego el
modo unánime con que se nos ofrecen en multitud de obras populares, de
prácticas generalizadas, de revelaciones de los santos y de otras varias
maneras, constituyen también un objetivo universal e idéntico para todos los
fieles, que expresa genuinamente la idea católica. Impórtanos, pues,
gravemente pensar y sentir con rectitud acerca de Nuestro Señor y de su
Santísima Madre por la conexión necesaria que esto tiene con nuestra
santificación, por el influjo que ejerce en nuestra adoración del Santísimo
Sacramento del altar, no menos que en otras devociones, y en el espíritu
general con que celebramos las solemnes festividades de la Iglesia. Pues
bien: ahora que ya nos hemos formado, en cuanto es posible, idea clara y
determinada de la persona de María Santísima, oiremos y veremos acerca de
Ella cosas que nos extrañarán y chocarán como inverosímiles; cuando estas
cosas no vayan autorizadas por doctrina de fe, sino que meramente sean
apreciaciones de algún predicador, opiniones de algún autor o
contemplaciones de algún santo particular, las echamos a un lado, por cuanto
nos juzgamos con derecho a fiarnos más de nuestro modo de considerar a la
Santísima Virgen, como quiera que esta consideración forme ya parte muy
señalada de nuestra vida espiritual; no que reprobemos aquellos puntos de
vista particulares de otros, ni que dejemos tal vez de conformarnos de buen
grado a ellos, sino que no los tomamos en cuenta. Pero si lo que nos extrañe
o choque estuviere propuesto por autoridad de la Iglesia, entonces es
menester que rectifiquemos la idea preconcebida en nuestro ánimo,
persuadidos a que, de seguro, aquello que nos haya chocado tiene una
significación verdadera, profunda y recóndita. Pues bien; entre las
particularidades de este tercer dolor de María Santísima hay una o dos cosas
de ese género que vamos a mencionar.
183. Primeramente, nos parece
impropio del carácter de la Santísima Virgen suponer que se dejó llevar de
su dolor hasta el extremo de manifestarle con señales estrepitosas;
mostróle, es cierto, con todo el tenor de su conducta, y aun a Jesús le
dijo: “Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”; palabras en las
que hay, no sólo demostración de pena, sino una tinta bien clara de
reconvención. Pero aquí nos ocurre que todos los santos han sufrido siempre
sus mayores aflicciones en silencio absoluto, heroico, sobrenatural, y que
ésta ha sido constantemente nota singular de su paciencia, como codiciosos
de que sólo Dios supiera sus pesares. Pues ¿cómo suponer que la Santísima
Virgen pueda haber sido inferior en esto a ninguno de los santos, cuando
sabemos por el contrario, que una de sus más señaladas gracias era el
sufrimiento mudo? La tradición enseña que los tres moradores de la santa
casa de Nazaret no conversaban casi nunca; las celestiales pláticas que
podemos imaginar como parte de la vida doméstica de la Sacra Familia, no han
existido jamás sino en nuestra imaginación; de hecho, allí reinaba un
silencio más profundo que en ninguna triste soledad o en la Cartuja más
observante. Jesús era de pocas palabras, y aun por eso María las guardaba en
su corazón como tesoros de rara preciosidad. Y en verdad, a poco que
reflexionemos, veremos que no podía ser otra cosa; Dios es de suyo
silencioso, y por lo tocante a María, el Evangelio confirma lo que enseña la
tradición, pues nos transmite palabras de Ella singularmente escasas; ora
nos la representa parada, ora en movimiento, vémosla siempre como una
hermosa estatua que sólo habla con su misma hermosura; y aun este elocuente
mutismo ha llamado en tal manera la atención de algunos santos
contemplativos, que les ha inducido a pensar si María, por impulso de
humildad, mandó a los Evangelistas que de lo relativo a Ella suprimiesen en
sus narraciones todo cuanto no tuviese conexión absolutamente necesaria con
la vida y doctrina de Nuestro Señor; de hecho San Juan, que fue quien más
largo tiempo tuvo la gloria de vivir con la Santísima Virgen, casi no la
menciona en su Evangelio; San Marcos sólo una vez la nombra, y eso
indirectamente. Tengamos, pues, por cierto que ningún santo, practicó el
silencio como Nuestra Señora, y maravillosa prueba de ello es, entre otras,
el que guardó San José. Ni ¿cómo pudiera haber sido otra cosa? Criatura que
tan largo tiempo había vivido tan estrechamente unida con su Criador, no
podía hablar mucho; la plenitud de su corazón no cabía en palabras humanas;
había pasado con Jesús doce años, espacio bastante largo para formar un
hábito cualquiera, bien que para Ella hubiesen transcurrido como un santo
éxtasis de amor y de dolor; había llevado a Jesús en brazos, había velado su
sueño, se había mirado en sus ojos, le había criado a sus pechos; Jesús le
había descubierto a toda hora su corazón, y Ella había aprendido a leer en
El. Todo cuanto la criatura puede asemejarse al Criador estaba, pues,
grabado en el alma de María, y Dios, repetimos, es de suyo silencioso. En
aquel trato continuo de María con su Dios, y para conversaciones tales como
las que debía de tener con Jesús, el silencio era más elocuente que todas
las palabras; ni ¿cómo encontrarlas tampoco en ningún idioma que pudieran
expresar los pensamientos de la Madre, y mucho menos los del Hijo? Para una
y otro el hablar hubiera sido un esfuerzo, una condescendencia, bajar de la
alta cima en que moraban; ¿Y para qué? San José no lo había menester
tampoco; pues él también habitaba aquellas cumbres de silencio, demasiado
elevadas para que pudiese llegar a ellas eco alguno de esta tierra
miserable; para gozar de regiones de hermosura, él no necesitaba, como el
vulgo de los mortales, ni de la verde montaña, ni de la majestuosa llanura,
ni de las alegres márgenes del lago de Genesaret.
184. En cuanto a Nuestro
Señor, sabido es que aun durante su vida pública, que era tiempo de hablar,
así como el de su vida privada era el de callar, mostró gran sobriedad de
palabras, y harto bien nos lo da a entender al fin de su Evangelio San Juan,
el discípulo amado: “Otras muchas cosas hay también que hizo Jesús, que si
se escribiesen una por una, me parece que ni aun en el mundo cabrían los
libros que se habían de escribir”. (S. Joann., XXI, 25). ¿Referíase aquí el
Evangelista a los treinta y tres años de la vida mortal del Salvador, o se
propuso acabar su Evangelio, como lo había empezado, por los actos eternos
del Verbo de Dios?
185. Pero vamos a ver: ¿no hay
motivo para extrañar aquella misma señal de su dolor pasado que mostró la
Santísima Virgen al hallar a Jesús, agravada, por añadidura, con aquella
reconvención implícita que le dirige? En efecto; algo hay aquí grandemente
misterioso. Ya el libro de Job nos enseña la singular tolerancia con que
Dios permite a sus criaturas querellársele con cierta libertad y tratarle
con cierta familiaridad y amor, al parecer irreverentes; diríase hasta que
Dios se complace y entiende ser dignamente adorado en esas ingenuas
expresiones de afecto emanadas de lo más profundo de sus propias criaturas;
y cierto que este es gran consuelo para el afligido cuando piensa en Dios.
Pero es el caso que nada de esto puede aplicarse a María. ¿Por ventura
aquellas palabras blandamente querellosas de la Santísima Virgen, fueron un
acto heroico de humildad con el cual quiso expresar, no el dolor suyo, sino
la parte que tomaba en el de José? Ciertamente no sería indigno de Ella este
acto, pero es tan terminante aquí el texto del Evangelio, que, sin evidente
necesidad, no quisiéramos amenguar su exacto sentido con interpretaciones
como esa. Pocas palabras conocemos pronunciadas entonces por Nuestra Señora,
pero, por lo mismo, quisiéramos hallar en ellas algo que nos mostrara el
sentido en que las pronunció. ¿Quería con ellas únicamente expresar lo mucho
que había padecido en este tercer dolor, sin que su querella implicase
petición alguna ni demanda alguna de satisfacción para sí? Algunos pasajes
hay en el Evangelio que autorizarían esta interpretación, como, por ejemplo,
cuando al orar Nuestro Señor y bajar aquella voz del cielo, dijo a sus
discípulos, que no por El, sino por ellos, había orado al Padre a fin de
glorificarle. Pero esta interpretación ofrece la misma dificultad que la
anterior mencionada. Ciertamente eran un acto de humildad aquellas palabras
en que la Santísima Virgen confundía e igualaba con su pena la de San José
que; grande y todo, era tan inferior. Ciertamente también aquellas palabras
expresaban la magnitud de su aflicción, tal y como suenan y por virtud de
su propio literal sentido expresaban, digo, con maravillosa verdad el
extremo de su angustia, y ésta no excitada por mudaza alguna repentina de
sus afectos, sino con plena serenidad y absoluto dominio de sí misma.
Tampoco en aquel acto había imperfección alguna. La imperfección supone
desproporción; si nos quejamos es porque somos débiles, porque nuestro dolor
no guarda proporción con nuestra fuerza; y por eso, al quejarnos, mostramos
en ello mismo nuestra imperfección, pero no que seamos culpables. Los santos
padecen sin quejarse, porque su fuerza interna guarda proporción con su
padecimiento, y de aquí que su silencio sea una perfección. Pero aún cabe en
esta perfección un grado superior. Necesariamente la criatura cuando padece
se vuelve a su Criador para hablarle; sólo que, así como la queja dirigida a
las criaturas no es más que queja, así la queja elevada a Dios es acto de
adoración. Jamás un santo padece todo lo que puede sufrir; pero no creemos
que haya sucedido así a María en su tercer dolor, sino que, por el
contrario, éste fue superior a sus fuerzas y aun a su voluntad de sufrirlo
sin quejarse, agotando su resistencia natural, no obstante ser tan sublime y
veneranda su naturaleza, y forzándola a un acto proporcionado a la violencia
de su padecer, es decir, a buscar el último refugio de la criatura, que es
abrir su corazón al Criador. Sobre este punto, la naturaleza humana de
Nuestro Señor, como perfectísimo que era alcanzó con sólo una palabra el
grado máximo de perfección; adorabilísima sin duda había sido la de su
silencio pero aún más sublime fue aquella exclamación que exhaló su pecho:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Entonces fue cuando su
Pasión tocó el extremo límite de su humanidad. Pues de análoga manera,
nuestra amantísima Madre tuvo su Pasión al terminarse la infancia de Jesús,
como tuvo su compasión al mismo tiempo que la Pasión de Nuestro Señor, al
terminarse la vida pública de éste; las tinieblas del tercer dolor fueron el
Gethsemaní de María Santísima; la pérdida de Jesús, su Calvario y aquella
queja, su grito final en la Cruz. La futura Pasión del Hijo se representaba
anticipadamente en esta de la de su Madre.
186. Otra circunstancia nos
extraña en este tercer dolor, como al parecer mal avenida con los caracteres
singulares de la Santísima Virgen, y es el haberse resuelto a preguntar a su
Hijo los motivos de su conducta para con Ella. Tanto más incomprensible es
esto, cuanto que jamás, ni un solo momento olvidó la Madre de Jesús que
aquel Hombre, Hijo Suyo, era también Dios; y aun en esto cabalmente
consistía la grandeza de su amor, como quiera que para Ella el objeto de su
maternal cariño era simultáneamente objeto de perpetua adoración. Tenemos
por muy probable que Nuestro Señor había manifestado realmente su naturaleza
divina a su Santísima Madre; pero en todo caso, Ella veía incesantemente por
fe la divinidad de su Hijo, y aun era atributo supereminente que a toda hora
contemplaba en El. Imposible, pues, parece que osara interrogarle; oponíase
a ello su inteligencia sublime y la humildad de su corazón. Una sola vez se
había atrevido a tanto, y fue inmediatamente antes de consentir en la
Encarnación; pero entonces no se había encarado con Dios, sino con un ángel,
y además, aquellos días eran ya pasados. ¿Por qué, pues, ahora se atreve a
decir a Jesús, y eso en público, que explique y justifique su conducta?
Jamás el Evangelio nos muestra en ninguna otra ocasión a María hablando
semejante lenguaje. Tampoco podemos suponerla perturbada por las tinieblas
interiores de su alma; primero, porque tratándose de la Santísima Virgen, la
palabra perturbación es tan irreverente como impropia, y luego porque de
hecho aquellas tinieblas se disiparon en el momento que hubo encontrado a
Jesús. Por análoga razón a esa primera, no podemos tampoco suponer que
María, enloquecida de júbilo por haber recobrado a su Hijo, pudiera decir
palabras sin concierto, como Pedro en el Tabor, cuando quería levantar allí
tres Tabernáculos. No; ni penas ni alegrías torcieron jamás el justo fiel de
aquella alma serena, en su espíritu jamás hubo combate, pues la lucha habría
profanado su inmaculado corazón. Ni cabe tampoco decir que María tuviese
necesidad de saber, pues su ciencia era tan vasta, que de ningún modo tenía
por qué codiciarla mayor, salvo en lo que tenía, no meramente de ciencia,
sino de beatífico atributo de un amor que se acrecentaba incesantemente; en
suma, la ciencia de Nuestra Señora era tal y como convenía a las excelencias
de la Madre de Dios; no sólo sabía todo lo que debía y le era conveniente
saber, sino todo cuanto podía engrandecer sus perfecciones hasta el extremo
limite posible a la criatura, pues criatura era al fin, y, por consiguiente,
limitada en sus perfecciones mismas; sólo Dios es absoluto y esencialmente
ilimitado. Pero si tan vasta y perfecta, bien que limitada, era la ciencia
de María; ¿por qué y para qué interrogar de aquel modo a Jesús? Aventuremos
humildemente alguna conjetura sobre este punto. María, diremos, obró así por
impulso del Espíritu Santo, por atracción de Jesús mismo, por virtud de la
voluntad que Ella leía en el Sagrado Corazón de su Hijo. Acababa de ser
encumbrada a nuevas alturas de santidad, y, por consiguiente, se había
puesto más cerca de Dios: pues bien; a gracias magníficas se siguen grandes
denuedos, así como a grandes pruebas se siguen magníficas gracias; cuando la
piedad se pone en contacto íntimo actual con Dios, adora con filial
familiaridad. Si así lo vemos en los santos, ¿qué no será en María
Santísima? Lo que pasó allí fue que Jesús invitó a su Madre a reclamarlo
como hijo, a mostrar para con El sus derechos y autoridad de madre, y esto
en público y a presencia de los doctores para proclamar así solemnemente que
aquella era su Madre y que El quería honrarla como a tal públicamente, bien
que los que esto vieron y oyeron no entendiesen el valor inmenso de aquella
regia proclamación. Así como San José hubo menester un magnífico auxilio de
gracia para que en su humildad cupiese el maravilloso cargo de ayo y tutor
de Dios, así también María necesitó de gracia inmensa para alegar en aquella
ocasión sus derechos de Madre. Pero lo hizo con la misma serenidad y la
misma sencillez que cuando dio su consentimiento a la Encarnación; momento
comparable a aquel otro en que se encumbraba más alto el pedestal que hasta
allí había sido sustentáculo de su gracia maravillosa. Tenemos, pues, que en
aquella su pregunta, tan atrevida al parecer, conteníanse para la Santísima
Virgen gloria de obediencia, triunfo de humildad y magnificencia de
adoración.
187. Nota singular también de
este tercer dolor es haber causado uno de los principales, y tal vez en
absoluto el principal padecimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Corriendo el
siglo XVII floreció en Turín una religiosa de la Orden de la Visitación,
llamada Juana Benigna Gojos, que vivía en estado de unión la más perfecta
con Nuestro Señor. Tenía devoción especial a la Sacratísima Humanidad de
Jesucristo, y como práctica espiritual de esta devoción, había tomado por
costumbre ofrecer todos sus actos, en unión con los de Jesús, al Eterno
Padre, siendo causa de esta predilección el habérsele revelado que tal fue
la devoción especial de María y José en la tierra; amorosa invención, decía
Juana, que les había granjeado dones inmensos de gracia. Repasando en
espíritu cierta vez los varios misterios de los treinta y tres años de la
vida de Nuestro Señor, sintióse movida por sobrenatural impulso a unir su
alma con El en el Misterio del Niño Perdido, y en esto perseveró hasta que
Nuestro Señor quiso revelarle acerca del particular algunos secretos de su
sagrado corazón. Díjole, pues, que durante el tercer dolor de su Madre había
padecido más que en todas las demás aflicciones de su vida, porque en aquel
dolor veía El comprendido el que su Madre había de sentir en el Calvario; y
que así como durante la crucifixión el cuerpo y el alma de María se hubieran
separado por la angustia del dolor, a no retenerlos El unidos con su
omnipotencia, del propio modo, durante los tres días de ausencia, su amor
todopoderoso había tenido unidos con su persona a María y José, porque el
dolor de ellos había sido tan agudo, que sin aquel secreto auxilio de Jesús,
ni el uno ni el otro habrían podido vivir. A esto añadió Nuestro Señor que
el dolor de entrambos era realmente incomprensible, y que nadie sino El
podía comprenderlo. Meditemos sobre esto, sin añadir cosa alguna de nuestra
parte, y vamos a considerar otro punto.
188. Desde las cumbres de
mística teología que este dolor nos obliga a escalar, no debemos perder de
vista otras consideraciones más al nivel de nuestra comprensión. Esto sin
contar con que, realmente, en las cosas divinas no hay grados; las que
parecen pequeñas son tan grandes como las que grandes parecen cuando Dios
media en las unas y en las otras. Por eso notaremos entre las
particularidades de este tercer dolor de María Santísima la de haberle El
hecho, si lícito nos es decirlo así, más capaz de bien comprender la miseria
de los pecadores. Refugio de ellos y madre de misericordia tenía que ser la
Santísima Virgen; tenía que amarlos como jamás amó a su hijo inocente madre
alguna; tenía que ser santuario en tal manera fortificado por el amor, que
apenas la divina Omnipotencia pudiese arrancar de él las víctimas reclamadas
por la Justicia. No era bastante para María conocer con tan maravillosa
intuición la fealdad del pecado, sino que debía conocer no menos
maravillosamente la miseria de los infelices pecadores. Pero ¿cómo podía ser
esto, no teniendo Ella mancha de pecado? ¿Cómo el pecado podía ser causa
para quitarle a su Hijo, y para darle tantos otros? Desde el principio la
oscura sombra del pecado había anublado la alegría de su corazón, robándole,
junto con aquel vivo gozo que tenía consigo en la casa de Nazaret, aquel
interno júbilo que alimentaba su vida. Nada tenía que hacer en Ella ni con
Ella el pecado; nada tenía que ver con Ella el decreto en que había sido
previsto, pues Ella misma había sido decretada antes. Pero al mirar a su
Jesús, comprende demasiado la malicia del monstruo, pues ve que él ha de
matarle a su Hijo. Mas, así y todo, ¿cómo, sin detrimento alguno de la
pureza de su alma, podrá penetrar en la región oscura del alma de los
pecadores? Pues será por medio de este tercer dolor; pecar es perder a
Jesús, y ya sabe Ella lo que es este infortunio; pecar es perder a Jesús
después de haberlo poseído, y ya Ella lo ha experimentado. La incertidumbre
que le atormentó durante aquellas tinieblas sobrenaturales que cubrieron su
alma, la sospecha que entonces abrigó. ¡Virgen Santísima!, de si se habría
hecho indigna de poseer a Jesús, se asemejaban, en cuanto es posible, al
terror de los que, por su culpa, han sido destituidos de la gracia y han
perdido a Nuestro Señor; la índole al menos, de este dolor, pudo entonces
conocerla María. Perder a Jesús después de haberle poseído, y lo que aún es
más terrible, no sentir la pérdida, o mirarla con indiferencia absoluta, o
conocer su magnitud y no hacer nada para repararla; esto, esto es lo que a
María le reveló su pena, mostrándole por el cotejo con ella, la
inconmensurable desventura, la horrenda privación en que el pecador vive. De
allí en adelante, si María mide con la medida del Calvario la espantosa
magnitud de la culpa, por el dolor que sintió al ver perdido a su Hijo
medirá su amor a los pecadores; y ¿cuál no será este amor, habiendo sido
aquél dolor tan grande?
189. Pero aún se distingue
este dolor por otra singularidad más notable y sorprendente, cual fue
suscitar en el corazón de María nuevo amor a Jesús, el amor del bien que
recobramos después de llorarle perdido; de todos los gérmenes de amor que
brotan en el fecundo vergel de los humanos dolores, ninguno florece con
variedad más rica ni más bella. Mirad a esa madre que está ahí clavada como
la estatua del dolor junto a la cuna de su hijo moribundo; resignada con la
voluntad de Dios, no pararía, aunque lo pudiese, el golpe de su mano que la
amenaza; pero a despecho de ella, su corazón de madre grita protestando
contra la sumisión de su alma cristiana; de hora en hora, de minuto en
minuto, ve que la muerte le va robando su tesoro; la ciencia humana, por no
confesar que desconfía de sí, dice que no hay remedio; pero, la madre no lo
cree, antes bien espera; en su corazón ya hizo el sacrificio a Dios; si Dios
quiere a su hijo, allí le tiene; pero ella no pierde la esperanza, y aún es
la única ya en tenerla, porque si no esperase, moriría de angustia. Mas,
¡ay, que se le va su amado, que se muere, que ésta expirando! ¡Momento
horrible! La infeliz quisiera revocar su sacrificio; mas no lo hace, porque
si es madre de aquel hijo, es también hija de Dios... Ya el enfermito cerró
los ojos; aquella convulsión es el temblor de la muerte... No, madre
afligida, no es la muerte, es la crisis, Dios ha oído tu súplica, te le
deja. Pocos días después le tiene en su regazo, pálido todavía, demacrado;
ni aun hablar puede el angelito, pero ya mira sonriendo a su madre... ¡Oh!
Aquella muda sonrisa es para ella un rayo del cielo. ¿Le ama como le amaba?
No; le ama con amor nuevo, ahora es dos veces su madre, porque el Padre
celestial se le ha dado dos veces... ¡Madre dichosa! Pero ¿qué eres tú,
comparada a María? ¿Qué es tu hijo comparado a Jesús? ¿Qué somos nosotros
para comprender el nuevo amor de la Santísima Virgen a ese hijo, que también
dos veces le ha dado el Eterno Padre? Perdona, ¡oh Madre amantísima!, esta
comparación de tu amor inmenso con los amores vulgares de la tierra. Cierto
que sí este dolor gravó tu corazón con innumerables cruces, ciñó también tu
frente con innumerables coronas; y la más preciosa, este nuevo modo de amar
a tu Jesús.
190. Tales fueron las notas
especiales del misterio que vamos contemplando. Perdona otra vez, Virgen
Santísima, si hemos osado medir la profundidad de esa tu aflicción, que
Nuestro Señor mismo declaró ser insondable; pero tú has prometido que
cuantos de algún modo enseñen tus perfecciones, alcanzarán la vida eterna, y
esperamos que no queden sin recompensa estos esfuerzos de nuestro amor.
Ayúdanos ahora para exponer lo mejor posible a nuestra insuficiencia los
afectos que este dolor suscitó en ti.
191. El primero y principal
fue un conjunto de ardiente deseo y de heroica abnegación, imposible para
nosotros de comprender, porque la coexistencia de tan contrarios afectos no
podía darse en el mundo sino una sola vez, y en una sola criatura; es decir,
en la escogida para Madre de Dios. María, en efecto, deseaba ardientemente
encontrar a Jesús, porque era su madre, y porque anhelaba tener realmente
presente su hermosura visible; aquel deseo era tanto más férvido en María,
cuanto para Ella siempre habían sido uno mismo su Hijo y el Eterno; y en
verdad no se concibe que ella hubiese suprimido ni mutilado en su espíritu
esta sublime devoción y esta adoración perpetua, desuniendo mentalmente lo
que Dios había unido, unido con lazo tan estrecho como lo es la unión
hipostática. Pero al par de esté ardentísimo deseo de María, moraba en su
alma una perfecta conformidad a la voluntad de Dios, practicando la virtud
del desinterés en el grado más heroico que jamás se ha conocido; y esto no
por tibieza, sino al contrario, inundando de vivas ansias su corazón. Mas el
ardiente deseo de María no era de modo alguno contrastado por el desinterés
en lo relativo a Dios o a la naturaleza divina de Jesús, pues el desinterés
no puede referirse de suyo sino a las criaturas, y cuando recae sobre dones
creados de Dios, es altísima virtud; pero aplicado a Dios mismo como objeto,
es una horrenda monstruosidad, que no cabe sino en impenitentes o en
condenados. Excepto María y José, y acaso también San Juan Bautista, la
criatura más amante de Nuestro Señor ha sido quizá San Pedro, más tal vez
que los mismos serafines; y después de San Pedro, San Juan, el discípulo
amado de Jesús. Pero en aquel amor de los Apóstoles, profundo y todo como
era, y ardiente y glorioso, habría algo imperfecto, algo terrenal, que había
de durar hasta que el Señor se partiese de ellos, pues no habían de ser
completamente santificados hasta que se vieran sin la preciosa real compañía
del Salvador. Las operaciones de la gracia purifican las imperfecciones del
alma, no sólo purgándola de ellas, sino constituyéndolas con algún don
señalado o con la presencia particular de Dios; ese don purificativo no es
inseparable de la purificación misma; y aun las dos cosas van siempre,
parejas en los santos. Mas en la Santísima Virgen nada había que purificar,
pues lo que su amor a Jesús pudiese tener meramente natural, estaba ya
plenamente absorbido y santificado por el amor sobrenatural; nada indigno,
pues nada terrenal había en el amor de Nuestra Señora. Posible, es, pues,
que al perder María la presencia real de Jesús, recibiese el mismo don que,
en igual caso, fue conferido a los Apóstoles, y que lo recibiese con la
mayor excelencia proporcionada a la de la Santísima Virgen; pero, cualquiera
que fuese, nada tenía que purificar en su alma purísima. Por consiguiente,
así como durante este tercer dolor María concibió nuevo amor a Jesús, cabe
que la gracia de este dolor mismo encumbrase a cima inmensamente más alta su
amor, haciéndole tan absolutamente digno del objeto amado como podía serIo
en una criatura. Lo mismo cabe decir de otras muchas gracias otorgadas a la
Santísima Virgen, las cuales caminan con incesantes pasos por las incógnitas
regiones de lo infinito sin llegar jamás a límites, porque no le hay, pero
acercándose cada vez más a Dios.
192. Indicada dejamos ya otra
de las disposiciones espirituales de la Santísima Virgen, a saber: la
extrema humildad que practicó en el templo. Efectivamente, cada momento de
los tres días de ausencia suscitaba en María los actos de humildad más
asombrosos; cuando su alma se vio cercada de aquella serenidad de su
espíritu en medio de aquellas tinieblas tan propias para perturbarla, pero
que, sin embargo, no la perturbaron; aquel temor que concibió de que Jesús
la hubiese dejado por no merecerle ya ella, fruto asombroso fue también de
aquella santa desestimación que toda persona verdaderamente piadosa tiene de
sí misma, y que, aun exagerándose y todo, lo pone cada vez más cerca de la
verdad de Dios. Pero la humildad de María nunca fue mejor probada ni
apareció más triunfante que al proclamar Ella en público sus derechos sobre
Jesús; sobre Jesús, a cuyos pies hubiera Ella querido prosternarse para
adorar en El a la segunda persona de la Santísima Trinidad, como
efectivamente lo hizo, según revelación de María de Agreda, en cuanto hubo
salido de Jerusalén y hallándose a solas con su Hijo. Continuación de la
misma incomparable humildad fue aquel silencio que guardó al oír aquellas
palabras de Jesús, que más que respuesta a su pregunta parecía una
reconvención extraña en boca de un niño de doce años. Mas, en verdad, todo
esto es muy conforme a lo que se nos alcanza respecto de nuestra amadísima
Madre; no nos sorprende, por más que nos admire; en esto al menos, ya que no
imitarla dignamente; podemos seguirla con mayor holgura que cuando hemos
tenido que remontarnos en pos de Ella a cimas vedadas para míseras criaturas
como nosotros. Pero aquí y allí siempre la admiramos, y, en rigor, aun al
considerar sus gracias, relativamente menos preciosas, nos maravilla su
heroica hermosura; sólo que entonces, aunque tan distante de nosotros la
vemos, parece como que podemos acercarnos más a Ella; o que por lo menos nos
atrae hacia si, mostrándonos el camino más breve y expedito para llegar a su
maternal regazo. ¿No es, en verdad, cosa bien extraña que el poseer a Dios
nos haga más humildes, es decir, precisamente cuanto mas encumbrados nos
sentimos? La humildad es el perfume de Dios; es el aroma que deja en pos de
sí Aquel que no puede humillarse, por cuanto es el Hacedor y Arbitro
soberano de toda cosa; es la marca, el sello que graba Dios en la criatura
cuando la ha tenido debajo de sus manos un momento. De seguro la humildad es
una ley del mundo de la gracia, pues que la vemos cumplirse en María, en los
santos, y a veces, aunque bien escasa y apenas perceptible, en nosotros
mismos. Es tesoro que no podemos dejar de hallar siempre que a Dios
hallemos. Por la humildad descubrimos en el Antiguo Testamento al Altísimo,
al incomunicable, y en el Nuevo a Jesús; gloriosa la vemos en la naturaleza
humana de Nuestro Señor, no obstante su unión perpetua y perfectísima con la
naturaleza divina. Este inevitable perfume que deja siempre Dios en pos de
sí, es para nosotros la estela de sus pasos; es “la mirra, el áloe, y la
canela de sus casas de marfil”. María la posee y espléndidamente la mostró
en este tercer dolor, mientras escondida Ella en el valle de la humildad más
profunda y más florida, perfumó Dios con ese aroma sus vestiduras,
“vestiduras recamadas de oro y ornadas de varia riqueza”. (Salmo XLIV, 10).
193. Otro afecto de la
Santísima Virgen es este tercer dolor fue su resignación, que simplificaba,
por decirlo así, con un padecimiento solo las varias y numerosas torturas en
él contenidas. No hay efecto alguno del ánimo, ni don ni gracia alguna para
sobrellevar la desgracia, como la sencillez; donde el ánimo es sencillo, el
corazón es recto y la mirada es pura. La sencillez de nada se extraña, ni
obra jamás con precipitación, ni se deja subyugar por muchedumbre de
cuidados; es de suyo sobria sin advertirlo ella, posee un don de prudencia,
utilísimo en tiempos de tribulación; cuando ésta nos agita, lo más difícil y
necesario para nosotros es saber abnegarnos, y la sencillez nos da para esto
andado la mitad del camino. Además, fortalece nuestra fe, por cuanto nos
hace tener la vista fija en Dios, y esto blandamente y casi sin esfuerzo
alguno. Propio es también de la sencillez el ser bastante dueña de sí para
no dejarse sorprender por ciertas tentaciones sutiles que nos asaltan cuando
estamos apenados, y que, so capa de prudencia o de cualquier otro bien
mayor, nos apartan mañosamente de Dios para concentrar nuestra afición en
las criaturas. La sencillez está rodeada, hasta cuando mora ella en
tinieblas, de un círculo luminoso que brilla como por entre la niebla el
resplandor de la luna, y que, si bien no da bastante luz para alumbrar el
camino, la da para evitar sorpresas. Pues tal era la sencillez de nuestra
Madre amadísima; sencillez que tenía que luchar contra una espantosa
complicación de tribulaciones ¡Por de pronto, la misma pena en sí, que de
suyo, distrae y desconcierta, cual si dividiese nuestro ser en varios
fragmentos, cada uno armado de dolor propio y especial; luego el
padecimiento corporal ocasionado por la interna aflicción, por el cansancio
y por la falta de alimento y reposo; echarse en tierra y morir le hubiera
sido más cómodo, a serle lícito; pero no se lo era, sino que tenía que
pensar, proyectar, combinar, moverse; y junto con lo insoportable de todo
este afán en la tristísima coyuntura que la embargaba, Dios había escogido
precisamente aquel momento para agobiarla con sobrenaturales aflicciones de
espíritu. Todo parecía súbitamente mudado en su alma; luchaba no con un daño
solo, sino con muchos; no contra un peligro conocido y posible de arrostrar,
sino con incertidumbres, conjeturas, sospechas, ansiedades crueles;
oscuridades a que no estaba habituada y que la desconcertaban poniendo
confusión en sus proyectos y perplejidad en sus decisiones. Y todo esto lo
sufría a un mismo tiempo, pero sin que por eso su voluntad dejase de estar
serena como un lago en estío, porque al modo que los remansos del agua
duermen tranquilos en el fondo del valle, su voluntad descansaba en el seno
dé Dios, sin que ni aun con leve soplo agitasen las limpias ondas de su
pecho ni un arranque de impaciencia ni un hervor indeliberado de amor
propio. Pues aquella calma dábasela su sencillez; virtud que, durante los
sesenta y tres años de su vida mortal, le produjo frutos abundantísimos y
maravillosos, bien que, excepto el instante de la Encarnación, nada puede
ser comparado al amoroso silencio de aquellos tres días de angustia.
Parecía, y seguramente sólo apariencia podía ser, que la pérdida de su Hijo
le hubiese impulsado a reposar con más ahínco en el seno del Padre.
194. Por más que este dolor
esté encumbrado en alturas para nosotros inaccesibles, nos ofrece enseñanzas
tan abundantes, que no sabemos cuáles enumerar preferentemente. Enséñanos,
por de pronto, que perder a Jesús aunque poco tiempo sea, es el mayor de los
males; esto era lo casi intolerable aun para la Santísima Virgen, y cierto
que Jesús no nos es menos necesario a nosotros que a Ella, porque lo es de
un modo absoluto para todas las criaturas; sólo que para nosotros lo es
mucho más por causa de nuestra flaqueza y de nuestros pecados. Medida bien
clara de la magnitud de esta desventura es para nosotros la magnitud de la
aflicción de María, y, sin embargo, ¡ay!, ¡cuán poco lo sentimos! ¡Cuán
descuidados no vemos a multitud de hombres que han perdido a Jesús, y ni
siquiera lo advierten, o, lo que es peor, lo advierten sin temor ni pena; y
en verdad que si incomparablemente horrenda es la desventura de haber
perdido tal tesoro, todavía es mayor y más miserable de no comprender lo
espantoso de tal pérdida! ¡Triste cosa, por cierto, que la voz del mundo sea
más agradable a nuestros oídos que el llamamiento de Jesús! ¡Miserable y
aborrecible mundo, que cabalmente por ser tal no la merece, no! Jesús nada
tiene que ver con el mundo, pues no quiso rogar por él; amar al mundo es
declarar a Jesús la guerra, como así nos lo ha enseñado Nuestro Señor mismo.
Mirar al mundo y verle extraño a Jesús, cosa es que nos prensa el corazón
como el aspecto de campiñas desoladas o de estériles pantanos; región
verdaderamente lóbrega que ningún sol es poderoso a iluminar; lóbrega aun en
medio del más esplendoroso día, y tanto más horrible cuanto más la bañe el
sol; eso es el mundo sin Jesús, eso somos nosotros, más o menos, según
estamos más o plenos cerca del mundo y lejos de Jesús, porque Jesús y el
mundo son incompatibles. ¿No hay aquí por qué espantarnos? ¿Podemos, sin
horrendísimo sacrilegio, imaginar siquiera que en el corazón de Jesús quepan
estas mundanas vanidades que se llaman placeres, goces, moda, lujo? ¿Puede
Jesús oír con gusto estas palabras? ¿Puede El ser amigo de los que nada
hacen para mostrarse amigos de su Padre? ¿Impórtale a El algo la vana
popularidad, ni pudiera tratar afable a los que no se curan de lo único que
a El importa? ¿Queréis, mundanos, que El encubra ni disfrace sus principios
por amor a la falsa paz, por prudencia de carne, por respeto a vuestras
mezquinas conveniencias o esta hipócrita cortesía y frívolos miramientos
sociales que quisierais poner en lugar de la caridad? ¡Ah! No os engañéis,
el pecado es un mal; el exceso de goces, aun lícitos, es un mal; poner a
Dios en segundo término en el cuadro de nuestra vida, es un mal; adorar al
rico, es un mal; desgastar nuestra primitiva educación cristiana a fuerza de
mundanas frivolidades, de livianas pláticas o de venenosas murmuraciones, es
un mal. Y al menos éstos son males claros, sin careta; el que los comete,
los comete a sabiendas y se aparta de Jesús con pleno conocimiento de causa;
¡pero el afán de agradar! Ese, ese es el gran peligro para una persona
piadosa; pensarlo sólo es ya empezar a separarse de Cristo. Porque, en
resumidas cuentas, ¿a quién queremos agradar? Al mundo, enemigo de Jesús, es
decir, a gentes que no se curan de agradar a Dios y en quienes Dios no se
agrada. ¿Y en qué deseamos agradar? En obras, en conversaciones, en empresas
que nada tienen que ver con Dios, que no respiran el perfume de Cristo, que
son de todo punto extrañas cuando no son diametralmente opuestas a la
religión. ¿Y en qué momentos deseamos agradar? En los momentos que menos
hacemos por Jesucristo, cuando sería evidentemente inoportuno, y en cierta
manera escandaloso, todo acto de oración, de fe, de esperanza, de caridad o
de contrición. ¿Y en dónde deseamos agradar? En sitios donde Dios es, cuando
menos, un huésped extraño y en donde todo nos ofrece imágenes mundanas, pues
así y todo hay gentes que en esto no ven mal alguno; gentes para quienes
todo va bien allí donde, echado Jesús a un lado o tapado con un velo para
que su luz no ofenda, campean la falsa modestia, la humildad de garabatillo;
la caridad de relumbrón. ¡Como si no estuviera escrito que Dios y Mahoma no
pueden habitar juntos! Y ello es que, en cierto modo, tomamos a pechos el
que lo estén, y quisiéramos como que Dios hiciera tratos de paz y alianza
con el mundo... ¡Terrible, terrible insensatez, cuya sola tentativa es ya la
puerta del infierno! Y, sin embargo, ¡cuán pocos lo sospechan! Sucede esto
como cuando estamos en una atmósfera viciada por algún gas metífico; al
pronto no nos oprime la respiración, pero poco a poco las luces se van
apagando hasta que nos quedamos a oscuras, atados al suelo por la asfixia.
En otros términos: poco a poco vamos dejando desgastarse en toda nuestra
conducta los sanos principios, o los guardamos para ocasiones solemnes, por
ejemplo, la Cuaresma, o una romería, o un duelo; insensiblemente, después
comienzan a irnos fastidiando el trato y conversación con los que son
cristianos ante todo, y los motejamos de intempestivos, y después de
satisfacer así a nuestra contentadiza conciencia, los alabamos sin medida,
porque nosotros somos, claro está, muy imparciales. – “Ello sí; ¿Fulano?
¡Excelente sujeto! ¡Si no fuese tan nimio! Leal, honrado, capaz de matarse
por servir a cualquiera; pero, ya se ve, es tan pesado con sus
beaterías!...” - Te conozco, amigo; quieres estar bien con Dios y con el
mundo, si ya no te ocurre la idea peregrina de que te conviene estar bien
con el mundo para servir mejor a Dios. No puede ser; estar bien con el mundo
es casi ser su amigo. Tras esto comienzan, sin advertirlo nosotros, los
síntomas precursores de las dos vidas distintas que vamos a llevar; por un
lado, allá en lontananza de nuestro ser cristiano, cierta inquietud que nos
acomete a deshora, no dejándonos gozar tranquilos el gusto que nos causan
ciertas personas, ciertas cosas, ciertos libros, ciertas conversaciones; por
otro lado, una contraria invasión de sofismas de nuestra conciencia que nos
persuaden a que debemos ser tolerantes, afables, benignos con las
perversidades del mundo. Y en esto paramos, y mientras tanto, las
bendiciones de Dios y todos sus dones espirituales se evaporan y huyen, con
la suavidad y lentitud de una niebla otoñal, de nosotros, de nuestros hijos,
de nuestras casas, de nuestros corazones y de todo lo que nos rodea. Y en
medio de la material prosperidad que tal vez nos ha dado el mundo a cambio
de nuestras complacencias, no vemos cómo aquella niebla fugitiva se pierde
allá en los confines del cielo, cargada con todo lo bueno que teníamos en la
tierra. Y luego todo es para nosotros oscuridad; ¿quién sabe si volveremos a
ver la luz? El deseo de agradar es de suyo soporífero. Y así vamos sin
sospechar hasta qué punto nuestro sueño nos aparta de Dios; quizá entramos
en el sueño eterno sin haberlo sospechado, pero lo sabemos después, lo
averiguamos al instante.
195. Podemos, pues, perder a
Jesús en tres maneras, a saber: o apartándonos súbitamente de El por el
pecado, o volviéndole la espalda a sabiendas y proclamando que el mundo
tiene más atractivos que El, o dejándole por grados e insensiblemente, pero
con la cara vuelta para El, como se hace con las personas reales, y eso
porque Jesús no es para nosotros un principio fijo mientras que sí lo es el
deseo de agradar. Pero, sea cualquiera de estos tres el modo en que hayamos
perdido a Jesús, ¿qué debemos de hacer si El nos otorga la gracia de
reconciliarnos consigo? Esto nos lo enseña también el tercer dolor de María.
Lo primero, sentir haberle perdido, y luego buscarle, como lo hizo la
Santísima Virgen.
196. Es posible que Jesús no
quiera dejarse encontrar de nosotros desde luego, y aun es probabilísimo:
pero en este caso, menester nos es dejarlo todo para emplearnos sólo en
buscarle, subordinarlo todo a esto. Y no le busquemos con precipitación; no
corramos, pero andemos, porque en cuanto nos paremos o corramos, no le
hallaremos. Nada violento hagamos, ni aunque hayamos de pagarlo sólo
nosotros, por más que lo tengamos tan merecido; pero no es aquella la razón
de nuevas penitencias, pues harto grave la llevamos ya en haber perdido a
Jesús, caso de que hayamos caído bien en la cuenta de nuestra desventura.
Debemos ser mansos con la mansedumbre que produce el dolor, y con dolor
hemos de buscar a Jesús, como le buscaba María; llorando, pero no a gritos,
con el corazón partido, pero sereno. Hemos de buscarle en su hogar propio,
en Jerusalén, en el templo; es decir, en la Iglesia católica, en sus
Sacramentos y en sus oraciones, no en nuestra casa, ni entre nuestros
deudos, ni en los gozos inocentes de nuestros tranquilos hogares, porque
jamás se escondió allí; esto es duro de decir, pero así es, y este tercer
dolor lo prueba. Sólo con estos medios y por estos caminos se busca
eficazmente a Jesús; con ellos le buscó María, y con ellos le encontró.
Manos, pues, a la obra, y nada nos descorazone, porque para todo hay
remedio, incluso para la misma mundanidad; y eso que si alguna dolencia
espiritual hay casi incurable, es ella; pero aunque nuestra vida toda se
haya cifrado en el afán de agradar al mundo, y aunque todos nuestros
pensamientos, todas nuestras palabras, todos nuestros actos, todas nuestras
omisiones y todo cuanto vemos y oímos esté impregnado de esa ponzoña, no por
eso, repito, nos descorazonemos; si el mudar de hábitos nos es difícil
cambiemos de objeto, poniendo a Jesús en el lugar del mundo. He conocido
enteramente dadas a Dios algunas personas que lo habían restado al mundo, y
que aun de resultas de haber estado enteramente. dadas al mundo, lo están
hoy enteramente a Dios.
197. Pero hemos de vivir muy
alerta, como también nos lo enseña este dolor, contra una tentación, que
probablemente nos asaltará mientras andemos buscando a Jesús, y es
consecuencia de nuestra frivolidad nativa a saber en cuanto nos veamos algo
mejorados, apreciar torcidamente el origen y la gravedad del nuestros
pasados extravíos; tan luego como llevemos algo adelantada nuestra empresa
de buscar a Jesús, corremos riesgo de sentirnos inclinados a pensar que no
le habíamos perdido por culpa nuestra sino por efecto de alguna prueba
misteriosa y sobrenatural que Dios nos hubiese enviado, cabalmente porque
tuviese en mucho los quilates de nuestra virtud; este corazón, nos decimos,
que hoy se abrasa tan apenado de haber perdido a Jesús, no es de seguro el
mismo corazón que antes creía poder vivir muy satisfecho sin El; es así que
esta mudanza de nuestro corazón ni ha venido de repente ni siquiera yo la he
notado; luego algo hubo siempre en El que no ha tenido por qué mudarse. Así
discurrimos, porque nuestra inconstancia es tal y tan grande, que nosotros
mismos no la conocemos hasta verla y palparla; pero no hay que engañarnos;
esas pruebas misteriosas y sobrenaturales que imaginamos son de suyo raras,
sobre todo para gentes tan mezquinas como nosotros; lo que pasa pura y
simplemente es que hemos pecado, y Dios nos castiga; ni más ni menos;
nuestro castigo consiste en esa necesidad misma que nos aqueja de buscar al
mismo Jesús que antes hemos tenido con nosotros, y que, ciertamente, no nos
dejó sin grave pesar suyo. Estemos, pues, ciertos de que cuanto nos acontece
es común y vulgar; hemos perdido a Jesús, no porque nos le hayan ocultado
tinieblas místicas del alma, sino porque El no ha querido morar en nuestro
mundano corazón; cuando volvamos a encontrarle ha de ser, no en visiones
maravillosas ni por obra de extraordinaria gracia interior, sino volviendo a
nuestra antigua vida de piedad, a las oraciones y a la frecuencia de
Sacramentos. Sobre todo esto, el maligno espíritu se goza en alucinar a
muchas gentes induciéndolas a empeñarse en ver a Nuestro Señor por algún
medio extraordinario y sorprendente; de donde resulta que cuando Jesús les
sale al encuentro, pasan junto a El sin verle o sin conocerle; y sabido es
que raras veces los hombres vuelven paso atrás para buscar lo perdido.
¿Quién no ve que de este modo se corre peligro de engolfarse en un desierto
inacabable, y donde se puede encontrar la muerte antes que el fin de la
jornada? María Santísima tuvo derecho y razón para pensar que la pérdida de
Jesús era para Ella una prueba sobrenatural, y, sin embargo, con maravillosa
humildad pensó que le había perdido por culpa suya, con lo cual se levantó
en las regiones de la verdad a más alta cima.
198. Cierto, hay para nosotros
una pérdida de Jesús que no es enteramente culpa nuestra, y tiene más de
prueba que de castigo; así sucede cuando Jesús no se pierde, sino que nos
oculta su divino rostro; creemos entonces haberle perdido porque no le
vemos, cosa que nos acontece más de una vez en el discurso de nuestra vida
espiritual, y que, bien mirado, es el cumplimiento de una ley divina. Si
queremos ahora saber cuándo eso acontece, y cuánto tiempo dura y cómo se
termina volviendo a mostrársenos Jesús, consideremos que, más todavía que en
mundo material, si cabe, Dios todo lo ha hecho en el mundo de nuestras almas
con número, peso y medida; respecto de cada cual de nosotros tiene sus
designios particulares, que nos importa conocer; pero tengamos en cuenta que
esos designios de Dios constituyen un sistema de reglas y períodos fijos,
tan constante en sus aparentes excepciones y tan puntual en sus catástrofes
como en su más tranquilo y armónico movimiento. Quizá no tenemos medio
infalible de saber cuándo se nos pierde Jesús por culpa nuestra, quizá
siempre tenemos en ello alguna culpa; pero si fuese únicamente una prueba,
no un castigo, y de ello estuviésemos seguros, perdería, por ende, gran
parte de su eficacia. Pero así y todo, deberíamos no ser pasivos, sino antes
bien dolernos de nuestra desventura, y buscar de todos modos a nuestro
perdido Jesús; no esperar a que El se nos aparezca, sino buscarle hasta
encontrarle, y mientras tanto no pedir consuelo ni a nuestros guías, ni a
nosotros mismos, ni a la compasión de criatura alguna, ni a cosa alguna de
la tierra, sino a Dios y a Dios sólo, que es nuestro verdadero consolador;
porque sería tristísimo en verdad que ninguna otra cosa pudiera consolarnos,
sino encontrar nuestro tesoro. He aquí lo que, nos enseña también este
tercer dolor, reflejando en su superficie las relaciones del alma con su
Salvador y Señor, sin que las profundidades de su seno nos causen confusión
alguna.
199. Cuando al recoger el
último aliento de una persona amada nos apartamos del lecho mortuorio,
sentimos cierto alivio egoísta que al pronto casi parece como que nos
alegra. ¡Padecía tan horriblemente! ¡Dolíanos tanto no poder servirle de
nada sino con oraciones, que la pena nos impedía hacer bien y que Dios no
aceptaba quizá sino como tributo de un corazón afligido! ¡Águijábanos tanto
la consideración de lo mucho que para el difunto iba en aquella terrible y
prolija lucha con sus últimos dolores! Ya todo se acabó; su. cuerpo ya no
padece, y piadosamente pensando, su alma goza de paz eterna en el seno de
Dios; al descansar él, descansamos también nosotros. Pues análogo a esto es
lo que sentimos al dejar ahora otra vez a Jesús y a María reunidos en su
casita de Nazaret, siendo uno el corazón de entrambos en la margen de aquel
ancho y sereno mar de diez y ocho años que van a pasar juntos sin separarse
nunca. Cierto, el corazón de María está llagado, y no puede menos de
estarlo, pero como late en otro corazón que ya no ha de dejarla en muchos
años, hay en su dolor, no ya las tinieblas ni la errante y fatigosa
peregrinación de los tres días de ausencia, sino la serena luz de una bella
tarde que convida a meditar. María ha encontrado a su Jesús, y con esto, a
despecho de sus numerosos e inmensos dolores, goza de envidiables alegrías.
Capítulo V
CUARTO DOLOR
JESÚS CON LA CRUZ A CUESTAS
200. Nuevo campo se abre a
nuestra contemplación, henos aquí ya bien lejos de Belén y de Nazaret, de la
santa infancia, de la adolescencia y de la vida oculta del Salvador del
mundo. Pasado es también el trienio de su vida pública, y veintiún años
desde aquellos tres días de dolorosa ausencia. Desde entonces ha ido pasando
también por el corazón de María todo un mundo de misterios, simultáneamente
y sin interrupción, mezclados de júbilo sobrenatural y de dolor
inmensurable. Ahora ya fijamos nuestra mirada en Jerusalén, teatro de los
cuatro últimos dolores, como lo fue también de dos de los tres primeros.
Estamos en la mañana del Viernes Santo y en el momento que María encontró a
Nuestro Señor con la Cruz a cuestas, que es el cuarto dolor de la Santísima
Virgen.
201. Pero mal propondríamos
este misterio sin echar una ojeada retrospectiva sobre los veinte años
anteriores; durante ellos María va caminado incesantemente hacia un solo y
único término, creciendo continuamente en santidad porque continuamente
crece en amor, y creciendo en amor a medida que Jesús crece en hermosura. De
aquí que cada dolor la tome, en cierto sentido, menos prevenida, y en otro
más; menos, en cuanto cada vez ama más a Jesús, y en El y por El padece, y
más, porque, cada vez más santa, es más fuerte para llevar más pesadas
cruces. Visto dejamos cuanto se acrecentaba su capacidad para padecer, a
medida que su amor se fue acrecentando, desde el regreso de Egipto hasta que
fue con Nuestro Señor a Jerusalén para celebrar la duodécima Pascua; la
maravilla, pues, de santidad a quien hemos dejado en Jerusalén después de
hallar a su perdido Jesús, va a mostrársenos por muy diverso aspecto
mientras de corazón la acompañamos en el camino de la Cruz, por cuanto este
cuarto dolor, diverso en sí del tercero, le encontró ya con mayor capacidad
para padecer. Comparado con las delicias de la Santa Casa durante los diez y
ocho años de la vida oculta de Jesús, apenas sombras son de ellas las de
aquel paraíso terrenal plantado por las manos del mismo Dios, y adonde
bajaba, al levantarse el aura vespertina, para conversar con sus criaturas,
aún no degeneradas. Imposible formarnos idea de los misterios consumados en
aquella morada celestial; con ser pocas las palabras habladas allí durante
aquellos dieciocho años, fueron lo que la lengua humana llamaría
innumerables, y aun el silencio era allí fuente de gracia; millones de actos
admirables obráronse allí, cada cual de ellos tan infinitamente valioso, que
hubiera bastado para rescatar al mundo. Inconmensurable universo; durante
aquellos dieciocho años estaba día y noche dando gloria a Dios; los astros
rutilantes girando majestuosos en sus invariables órbitas; los vastos
espacios aún desiertos, con su interna elaboración de materia inorgánica y
sus indefinidos períodos de vida inanimada; la tierra con todos sus
moradores; los adoradores del Dios verdadero difundidos en el seno de las
varias tinieblas de sus diversas regiones; la prez de las pasadas
generaciones descansando en el seno de Abraham y en los Limbos de los Santos
Padres; las turbas alegres de inocentes niños; la innumerable muchedumbre de
espíritus moradores en los antros subterráneos; las benditas almas del
Purgatorio en acto de perpetua adoración; todo se concentraba para mayor
gloria del Altísimo, y sobre todo esto, los innumerables ejércitos de
ángeles poblando su región inmensa, y con los ojos de su espíritu que ven a
Dios cara a cara, rindiéndole sin cesar culto soberanamente perfecto. Pues
todo estos mundos eran nada comparados a la santa morada de Nazaret; una
hora sola de aquella vid pesaba más que todo el tiempo en la balanza de los
siglos, porque sólo le era adecuada la eternidad. En aquella aldeíta, la más
escondida quizá de la oscura Galilea, estaba concentrada toda la creación
espiritual y material. ¿Por qué así? En los centros de Dios no puede
penetrar la vista humana.
202. Mirada por cierto
aspecto, María era como el punto central de aquella órbita abreviada de toda
la creación; porque si Jesús era centro para José, para María y para las
innumerables cohortes de ángeles que maravillados la adoraban, María ¡oh
prodigio admirable! era también centro para Jesús. Nuestro Señor había
bajado a la tierra para redimir al mundo, y sólo treinta y tres años se
habían señalado de plazo para esta obra inconmensurable. De estos años, doce
habían sido dados a María, y durante ellos habíanse prosternado ante Jesús
unos cuantos pastores, habíanle besado los pies tres reyes del Oriente,
Simeón le había tenido en sus brazos, Ana le había bendecido, habíanle visto
con asombro paganos egipcios y con indiferencia los moradores de Nazaret;
esto es cuanto de Jesús sabía el mundo, para el cual no era sino uno de
tantos niños de Galilea. Habíase dado a María durante aquellos doce años que
transcurrieron y se acabaron con el más extraño misterio de dolor, cual si
fuese para Nuestra Señora una especie de ingreso en alguna región altísima
de santidad inefable. A contar desde aquel misterio, comienza un período de
dieciocho años, durante los cuales Nuestro Señor parece consagrarse
exclusivamente a María y a José, y que fueron para la Santísima Virgen como
un largo noviciado seguido bajo la dirección de su Hijo hasta hacer
profesión de fe en el Calvario. Aquel período de diez y ocho años no podía
ser ocioso ni desproporcionado a la obra del misterio público de Jesús, ni a
las angustias de su Pasión, sino antes bien debía ser proporcionado a su
infinita misericordia; fue el tiempo, digámoslo así, de María, como los tres
años de vida pública del Salvador fueron el tiempo de los judíos y como la
Pasión fue el nuestro.
203. Temerario fuera calcular,
ni aun aproximadamente, la suma de amor que aquellos años produjeron en el
corazón de María, cuyo espíritu inundaba, como tantas otras fuentes de
gracias espirituales, la divina hermosura del alma humana de Jesús, el
influjo de su celestial ejemplo, el atractivo de todas sus acciones, la
eficacia de sus palabras sobrehumanas, su corazón que El mostraba a su Madre
sin velo y las frecuentes visiones que le otorgaba de su naturaleza divina y
de la Persona del Verbo. Sin especial asistencia, la Santísima Virgen no
habría podido vivir en tan estrecha compañía con Jesús; no habría tenido
fuerzas para recibir en sí aquella obra de santificación más que angélica;
se hubiera consumido de amor. De caber alguna tregua, si lícito no es
decirlo así, en aquella gradual e incesante elevación del alma de María, no
hubiera sido otra sino cuando Jesús prodigaba su amor a José, adornando con
nuevas e incomparables mercedes aquella alma, ya de suyo más grande que la
de todos los demás santos. ¡Pasar diez y ocho años con Dios, sabiendo que lo
es, y a toda hora verle, oírle, tocarle, y lo que es aún más asombroso,
mandar en El, en El, autor del universo. ¿Qué lengua humana podría expresar
los misterios durante aquel tiempo consumados? Como quiera que el más
inimitable de los atributos de Dios para nosotros, hechura suya, sea
(maravillosa verdad por cierto!) su santidad, y debiendo nosotros ser, según
las palabras de Nuestro Señor mismo, perfectos como perfecto es Dios, claro
está que el efecto de aquellos diez y ocho años en el alma de María fue
santidad, y, por consiguiente, amor en grado tan superior como su alma lo
era a la nuestra. Pero ¿por qué vías, de qué modo, por infusión de qué dones
se obró ese efecto? Y de la prodigiosa rapidez con que se obró, ¿quién
pudiera formar idea sino María y José, en cuyas almas Dios moraba como en
lugar, digámoslo así, de su descanso? Si el amor fuese cosa únicamente de
hombres y de ángeles, tendríamos que darle otro nombre cuando tan alto se
remonta como el amor de María. Pero Dios mismo es amor, y por eso cabalmente
el nuestro gira en un espacio infinito, con lo cual bien podemos llamar amor
la santidad de María sin temor de menoscabar con este apelativo su grandeza
sublimada. Cuando tanta pena costó a María, diez y ocho años antes, el verse
sin Jesús a la puerta de Jerusalén, ¡qué no será hoy cuando su corazón le
ama con tantos diversos amores? Por eso, cuando se dice que cada dolor de
María excede al que le ha precedido, ha de entenderse que cada nuevo dolor
halla en el corazón de Nuestra Señora mayor suma de amor en que cebarse;
tanta, que hace necesaria una asistencia especial del Todopoderoso para que
no estalle en pedazos aquel corazón más amado de El que todo lo demás del
universo.
204. Al acabarse aquellos diez
y ocho años, y comenzarse, por consiguiente, los tres de la vida pública de
Nuestro Señor, ignórase el grado de frecuencia con que la Santísima Virgen
le acompañaba, si bien se tiene por probable que nunca estaba largo tiempo
separada de El; pero el Evangelio nada terminante dice sobre esto, y también
difiere el parecer de los santos contemplativos; lo más verosímil es que la
Madre no se apartase nunca del Hijo, pues si lícito le fue seguirle durante
su Pasión, no es de presumir que estuviese lejos de El durante su público
ministerio. Sabemos por de pronto, que Jesús obró el primer milagro en Caná
de Galilea a ruego de su Madre, si bien otra vez que el Evangelio nos la
muestra buscándole con derechos de tal, no nos deja ver claro si le
acompañaba de continuo, o si se apartaba de El por algún tiempo. De todos
modos, es de suponer que, ora en espíritu, ora por revelación de ángeles, o
también por cualquier medio ordinario conociera, incesantemente, todas las
palabras y acciones de Jesús durante aquellos tres años, pues ciertamente no
es creíble que pudiendo cualquiera de nosotros conocer y aprovechar aquellas
palabras y acciones, no las hubiese conocido María y aun santificándose con
ellas como nosotros lo podemos.
205. Para María, aquel
ministerio público de Jesús fue como si de nuevo se le revelase, pues le vio
por varios aspectos que nunca hasta allí le había visto; todo cuanto nuevo
hiciese o dijese entonces Nuestro Señor, por común y vulgar que pareciese,
no podía, en realidad, serIo, sino antes bien, tenía que ser dechado
maravilloso de bondad y de hermosura, por lo cual era para el amor de María
nuevo incentivo que sin cesar le acrecentaban en su materno corazón. Cuando
niño había visto a Jesús, por decirlo así, parado, produciendo, como el
manantial sus aguas, misterios celestiales con pasividad aparente, aunque
sabiendo muy bien que los producía; cuando adolescente, habíale visto ya
mostrar maravillosas gracias que cautivaban más cada día su corazón de
madre; pero entonces su Hijo habitaba en la santa Casa con personas a
quienes conocía, de quien se fiaba, a quien amaba con indecible ternura, y
para los cuales era simultáneamente súbdito y soberano; mas ahora ya había
comenzado su ministerio público, que se diferenciaba de su vida oculta más
que ésta de su infancia, y tenía que mostrarse al mundo, y mostrarse como
Dios, sin distinguirse en apariencia del común de los hombres, y acomodarse
a multitud de nuevas situaciones, y dirigirse a oyentes de toda clase y
condición. Por eso ya le vemos, ora madurando poco a poco la vocación de los
Apóstoles, ora dominando a la muchedumbre, ora calmando penas y reprendiendo
a pecadores, ora exponiendo las Sagradas Escrituras y explicando a un
escogido auditorio lo recóndito de sus parábolas profundas, ora, en fin, con
magistral sencillez y prudencia esquivando los lazos que le tendían malignos
codiciosos de tomarle por palabras; y siempre, en medio de tal variedad de
actitudes, situaciones y tareas, descubriendo todas y cada una de las dotes
de su naturaleza humana, y manifestando a toda hora gracias infinitas; eran
aquellos tres años como una celestial armonía, cuyos dulcísimos acordes ora
se elevaban, ora decrecían, cambiándose y combinándose, cesando y volviendo
a comenzar, recogiéndose y dilatándose indefinidamente; eran un
indescriptible conjunto de mansedumbre y de fortaleza, de prudencia y de
sencillez, de indulgencia y de rigor, de humanidad y divinidad. Pues bien;
no había, ni era posible que hubiese en todos los actos y palabras del
Creador Encarnado un solo punto que de suyo no fuese una revelación para
María, como lo era también para los ángeles, aunque en escala inferior, y al
mismo tiempo un abismo imposible de sondear para otros ojos que los del
mismo Jesús. Maravillosos debieron ser en María los frutos de aquellos tres
años de vida pública de Nuestro Señor, más bellos que su infancia y más
admirables, que su vida oculta.
206. Jamás nos formaremos idea
aproximadamente exacta de María; el influjo Progresivo y maravilloso que en
su santificación ejercieron aquellos tres años, los períodos en que esta
obra se fue consumando, son no menos prodigiosos y no menos distintamente
señalados que los días de la creación. El primero de esos períodos fue la
Inmaculada Concepción y sus quince años de sucesivos merecimientos; segundo,
la Encarnación, con los doce años de la infancia de Jesús; tercero, los tres
días del Niño perdido, con los diez y ocho años ulteriores de su vida
oculta; cuarto: los tres años de su vida pública; quinto, la Pasión; sexto,
los cuarenta días de Jesús resucitado, con la bajada del Espíritu Santo;
séptimo, en fin, que pudiéramos llamar el sábado de Nuestro Señor, cuando,
ascendido a los cielos y sentado a la derecha del Padre, dejó continuar su
celeste giro durante quince años a la órbita inmensurable de la santidad de
María, como dejó rodar los astros con el auxilio de su asistencia
permanente, de su providencia vigilante y de su presencia real, pero sin
poner ya sus manos a la obra, como antes lo había hecho. Consúmase, por
último, la santificación de María con su muerte gloriosa, su gloriosísima
Asunción y su coronación como Reina de los cielos. Jamás, repito, podremos
apreciar los dones de gracia otorgados a nuestra amadísima Madre, sino
abrazando el conjunto de estos siete días de su génesis espiritual.
207. Conforme se iban
manifestando más y más las adorables perfecciones de Nuestro Señor durante
los tres años de su vida pública, iba creciendo con vigor nuevo el amor de
María; y esto constituye punto de vista especial para considerar el presente
misterio. En vano, para valuar ese crecimiento de amor, buscaríamos ya
medida, que los ángeles mismos no sabrían hallar tampoco, pues ya de largos
años antes el amor de María se había remontado tanto a Dios, que sus límites
y proporciones son inaccesibles a nuestros ojos humanos, deslumbrados por
resplandores que tan cerca emanan del trono del Altísimo. Sin embargo,
forzoso nos es proseguir en el estilo que hasta aquí acerca de este punto,
bien que, apenas conozcamos la magnitud de lo que hemos de encarecer.
208. María llegó a Betania el
Jueves de la Semana Santa, henchida de un amor a Jesús muy superior a los
tesoros de ternura en su corazón acumulados durante los dieciocho años de la
vida oculta del Salvador. Por entonces había ya muerto San José; y si bien
el cariño que María le profesaba, profundo y todo como era, lejos de mermar
su amor a Jesús, venía a ser nueva forma y como una añadidura del mismo,
aquella muerte obró en su alma el efecto que toda mudanza de situación le
causaba, es decir, acrecentó el amor a su Hijo. Los Apóstoles habían ocupado
en el corazón de la Virgen Santísima el lugar que en vida tuvo San José;
conocía Ella de antemano las gracias que respectivamente había decretado
distribuirles Nuestro Señor, y veía claramente cómo los iba disponiendo
según sus respectivas vocaciones, aptitudes y caracteres, aprendiendo así
del divino modelo a ser digna Reina de los Apóstoles, y multiplicando, en
cierto modo, por su amor a ellos el que a Jesús tenía. En aquel período de
la vida de Nuestra Señora, como en todos los demás, cada acto de su Hijo,
sus pláticas, su conversación, su doctrina, sus austeridades, sus oraciones,
sus lágrimas, sus milagros, sus viajes, sus fatigas, su hambre y su sed, y
las contradicciones que se le oponían, eran nuevo inagotable manantial de
amor para Ella, y siéndolo siguieron hasta el fin; aquel incalculable
acrecentamiento de amor lo era también proporcionalmente de su capacidad de
padecer; así es que, al llegar al término del ministerio público de Jesús,
las aptitudes del corazón de María se nos ofrecen más que nunca
maravillosas.
209. Por si el lector creyere
que lo hasta aquí dicho en el capítulo presente es extraño a su materia
propia, le diremos que lo consideramos necesario para entender el conjunto
del misterio de los Siete Dolores, como quiera que abrazando en su unidad un
período de treinta y tres años, cada cual de ellos por su verdad,
profundidad, intensidad y carácter propio, corresponde a una determinada
parte de ese período total. En efecto, durante él se va manifestando cada
vez más la hermosura de Jesús y elevándose proporcionalmente la gracia en el
alma de María, y con la gracia el amor, en cada cual de los períodos
parciales de esa serie total, la gracia de María remóntase a cierta altura,
sólo de Dios conocida y por Dios determinada, a la cual corresponde en
Nuestra Señora una suma dada de dolores que la santifican acrecentándose, y
otra de fuerzas para sobrellevarlos; en llegando a cada cual de esas cimas
graduales, envíale Dios, como por virtud de previo decreto, un nuevo dolor,
que se empalma, digámoslo así, con la gracia y el amor del inmediato
precedente; y lo mismo al comenzarse aquella serie con los siete años de la
Infancia de Jesús, que al terminarse con su gloriosa Pasión, la Santísima
Virgen recoge cada nuevo tesoro de gracia y de amor para aumentar con él su
santidad más alta y sólida, si cabe, que antes, embelleciendo su alma con
hermosura igual a la de todos los coros angélicos, y remontándose a mucha
mayor altura. Resulta de aquí que cada dolor es para María una santificación
especial, un renovamiento, una transfiguración, un nuevo grado de unión con
Dios. Tenemos, pues, dos puntos de partida para cotejar entre sí los dolores
de la Santísima Virgen: primero, cada cual de ellos, como los tormentos de
la Pasión de Nuestro Señor, es diferente del otro, y al par de su crudeza
privativa, tiene su especial perfección. y singular preeminencia; segundo,
todos son igualmente perfectos, pero cada cual con su perfección propia y
específica y con intensidad privativa, poderosa a causar mayor padecer que
otro, por eso cabe decir, y se dice con toda propiedad que el tercer dolor,
por ejemplo fue el más grande. Así entendida, pues, la serie de esos
dolores, cabe compararlos a una pirámide, no en cuanto sus bases son mas
agudas a medida que se van aproximando al vértice, sino en cuanto cada nuevo
dolor se estriba siempre en un amor más grande y más padecido, y, por
consiguiente, de mayor capacidad para padecer; cada dolor, pues, es más
penoso que el anterior inmediato, y todos juntos, sucesivamente y en el más
alto grado, son terriblemente poderosos a causar angustias hasta el fin,
hasta el sepelio de Jesús, hasta parecer agotada la posibilidad de sufrir;
hasta que los mares de dolor santificante que inundan el inmenso continente
de la Encarnación son absorbidos por sólo el corazón sin mancha de la Madre
del Verbo Encarnado. En esto consiste la unidad de los dolores de María;
cada cual de ellos significa realmente, no lo que parece ser de suyo, sino
lo que es en relación con cada período correspondiente de los treinta y tres
años de la vida de Jesús.
210. La Pasión no comienza,
propiamente hablando, sino el jueves de la Semana Santa, en casa de Lázaro,
en Betania; y dicho se está que hemos de hallar a María en el principio de
aquella serie de dolores, tan terriblemente grandiosa en sí misma como breve
por su duración. Entrado había Jesucristo en Jerusalén él Domingo de Ramos,
y obtenido aquel modesto triunfo que tan solemnemente conmemora la Iglesia;
todo aquel día y lunes y martes siguientes, los había pasado enseñando en el
templo, si bien que al caer la tarde se fuese a Betania, pues que nadie en
Jerusalén se atrevía a hospedarle por miedo al encono que en los escribas y
fariseos había suscitado la resurrección de Lázaro, y ni uno solo de
aquellas turbas que el domingo habían gritado ¡Hosanna!, tenía valor para
arrostrar las iras del Príncipe de los sacerdotes. Créese que Jesús pasó el
miércoles orando en el Huerto de los Olivos y que allí vio en espíritu
desfilar ante sí las numerosas huestes de escogidos, pidiendo en particular
por cada uno de ellos. Judas, entre tanto, tramaba su traición con los
príncipes del pueblo. Créese también que nuestro adorable Salvador pasó la
noche del citado miércoles orando en el Huerto, y que a la mañana siguiente
regresó a Betania para despedirse de su Madre y pedirle su venia para la
Pasión, como se la había pedido para la Encarnación antes; no que tal venia
fuese necesaria para aquello, como no había sido tampoco para esto, sino que
así lo demandaba la perfección de su filial obediencia. Según lo revelado a
la beata María de Agreda acerca de aquella tierna escena, Jesús, de rodillas
ante su Madre, le pidió su bendición, y María, con temor y asombro de oír
tal demanda de su Dios y su Criador, postróse ante El y le adoró con humilde
acatamiento; pero Jesús insistió, y de rodillas entrambos, la Madre dio su
bendición al Hijo, y el Hijo, a la Madre. ¿Quién pudiera dudar que Jesús
enriqueciese también con especial bendición a su amadísima Magdalena,
primera y predilecta entre las hijas de María? Restituido luego a Jerusalén,
junto con su Madre y con María Magdalena, para solemnizar la Pascua, celebró
aquella última Cena, primera Misa, primer sacrificio incruento, víspera del
terrible cruento que había de celebrarse en el Calvario.
211. Otorgóse a María la
gracia de asistir en espíritu a la agonía de Jesús en el Huerto y de ver
allí sin velo el Sacratísimo Corazón de Nuestro Señor, y de sentir cuanto
cabía en el suyo aquella agonía. Allí vio la traición de Judas ya consumada,
Y oró ¡ay! en vano para evitarle tamaña desventura; luego se anubla su
espíritu, la visión desaparece, dejándola por algún tiempo en la más
angustiosa oscuridad. Acompañada después por la tierna y animosa Magdalena,
lánzase a la calle, camino de la casa de Anás y de Caifás, donde le niegan
la entrada, como treinta y tres años antes le habían negado albergue en
Belén. Oye a la puerta la voz de Jesús y el crujir de los golpes contra su
amadísimo Hijo, que estaba dentro preso por toda la noche, y allí permanece
hasta que San Juan llega y se la lleva a la casa donde se había celebrado la
última Cena; mas Ella no descansa, y al día siguiente vuelve a presenciar
aquella horrenda flagelación de Jesús amarrado a la columna y aquellos
sayones salpicados de su preciosísima sangre, y oye los blandos gemidos, los
balidos casi imperceptibles del Cordero sin mancha; los oye, y, sin embargo,
el Todopoderoso le manda seguir viviendo. Con los ojos del espíritu ve
también los guardias de Herodes escarnecer al Eterno, vistiéndole con
irrisoria púrpura ciñéndole corona de espinas, y poniendo en sus manos cetro
de caña, ve tapados con una venda los ojos de Aquel a quien todo está
presente en todas partes, ya la hez de la canalla doblando por mofa la
rodilla ante Aquel que un día será su Juez Supremo. Levanta los ojos a las
gradas del Pretorio de Pilatos, y allí contempla todavía hermoso, aunque ya
desfigurado, a su Hijo, pisoteado, acardenalado, lacerado por la saña brutal
de los verdugos, y ya más parecido a gusano de la tierra que a hombre. Oye a
Pilatos aquel Ecce Homo (he aquí el Hombre); y cierto, menester era
atestiguarlo, porque si sólo hombre hubiera sido, no habría podido
sobrevivir a la triple agonía que le habían causado su Padre, los demonios y
los hombres. Tras esto hiere su corazón aquella blasfema gritería de la
turba feroz, del propio pueblo de Jesús, clamando contra El sangre y
exterminio; estrépito horrendo que perpetuamente resuena en nuestros oídos,
que desde entonces inunda el tiempo y el espacio, y hasta la pacífica morada
de los cielos, donde eternamente la escucha María, que le oyó entonces
azotar el aire con su bárbara crudeza. Terminado aquel espectáculo atroz, la
Santísima Virgen, acompañada también de la fiel Magdalena, vuelve a su casa,
en donde estará hasta que Juan llegue a notificarle que se ha pronunciado la
impía sentencia.
212. ¡Oh, qué frías y qué
insuficientes son todas las palabras del humano lenguaje para expresar todo
esto! ¡Qué vanas son todas las cifras posibles para enumerar, y qué
mezquinas todas las medidas humanas para medir los tormentos contenidos en
cada instante de aquellas horas para el corazón, para la santidad y para el
dolor de María! Cada misterio de por sí, cada azote, cada átomo del padecer
de Jesús posee, no sólo en sí mismo, sino considerado en el corazón de
María, un valor, una importancia, una extensión, una realidad mucho más
grande que si a cada momento el Hacedor hubiera sacado de la nada un nuevo
universo, con sus millones de millones de estrellas, y poblado de seres mil
veces más hermosos que los más hermosos ángeles... Con el asombro y terror
de un niño a vista de una máquina colosal para él desconocida, contemplamos
nosotros la santidad de María cuando la vemos, semejante a un globo
gigantesco movida con espantosa rapidez, girar en aquel inconmensurable
espacio de tinieblas, de blasfemias y de sangre. ¿Podía ser el estado de su
alma idéntico al que era no más tarde que cuando en la del día anterior
salió de Betania? Menos que la madre de ayer se diferencia de la de hoy, sin
dejar de ser una misma, se diferencia el Santo radiante de gloria al entrar
en los cielos, del que momentos antes agonizaba, pálido y demacrado, en su
lecho de muerte. Esto nos ocurre para encarecer el momento de comenzar para
María su cuarto dolor, cuando se dispone a encontrar a Jesús con la Cruz a
cuestas.
213. Ya sabía por San Juan la
terrible nueva, junto con otros pormenores, y traspasado el corazón, bien
que serena y como radiante de luz divina, dispónese a salir acompañada de
Magdalena y del Apóstol amado, el cual, conocedor de las calles de
Jerusalén, se la lleva para situarla en una esquina por donde Jesús ha de
pasar camino del Calvario. ¿Tendrá ella fuerzas para soportar escena tan
dolorosa? Por sí misma, no; pero tendrá tantas como Jesús para proseguir su
camino, porque lleva en su seno al mismo Jesús, bajo las especies no
consumidas de la Sagrada Eucaristía; Ella, lo mismo que nosotros, no podía
encontrar a Jesús sino llevándole consigo; sólo que nosotros le recibimos
como Viático para ir a verle como nuestro Juez y María para ir a verle como
reo camino del suplicio. Aquel inefable Sacramento la conformó durante
aquella sobrehumana tortura que iba a durar de doce a quince horas. Si fuese
probable, que no nos lo parece, la opinión de los que creen que hasta el
momento de haberse consumido en el seno de Nuestro Señor las especies
sacramentales no pronunció aquellas palabras: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué
me habéis desamparado?, podríamos apreciar la fortaleza que la Sagrada
Eucaristía dio a la Santísima Virgen en aquel terrible trance.
214. Inundadas están las
calles de turbas que se encaminan al Calvario, en cada esquina los
pregoneros publican al son de trompeta la sentencia; María se cubre con su
velo, y Juan y Magdalena se apoyan en su seno casi exánimes. Apenas puede
Nuestra Señora ver las calles por donde va, pero lo que de ellas puede
divisar por entre él velo, recuérdale tristemente la Pascua de veinte años
antes, y los tres crueles días subsiguientes. Llega, por fin, al sitio en
donde había de esperar a Nuestro Señor, párase en él muda y serena, apenas
llorosa, pero con lágrimas que enrojecen su rostro, porque son de sangre. Ya
se divisa el fúnebre cortejo: abre y guía la marcha el corcel del centurión;
crujen plañideros los clarines; las mujeres miran al suelo por entre el
enverjado de las ventanas; María mira todo aquel espectáculo, a los dos
ladrones, las cruces, el gentío; pero sólo ve a Jesús: cuando ya le tiene
cerca, siente en su corazón paz más profunda; y no podía suceder otra cosa,
pues Dios se le acercaba, y la paz iba con El. Jamás el amor de madre se
había sentado en trono semejante al del corazón de María, su angustia era
indecible, y sólo Dios, que sabe el número de las arenas del mar, podía
valuarla. Ya Jesús llega cerca de María, detiénese un momento, y levanta la
mano que le queda libre de la Cruz, para limpiarse la sangre que de la
frente le venda los ojos. ¿Para qué? ¿Para ver a su Madre? No, sino para que
Ella pueda verle a El y anegarse en su mirada llena de tristeza y de amor.
Acércasele para abrazarle, pero los soldados la repelen brutalmente
despiadados; Ella entonces vacila un momento, pero muy luego recobra su
serenidad, fija en Jesús la mirada, y bebe sedienta la que Jesús le envía.
¡Oh divina correspondencia! ¡Oh sagrado abrazo! ¡Oh torrente de amor! ¡Oh
diluvio de angustia! ¿Será, quizá, el Hijo menos fuerte que la Madre? Vedle
doblegarse agobiado por la pesada Cruz; vedle caer, y oíd el sordo y lúgubre
rumor del golpe, como de árbol corpulento que se derrumba. María lo ve,
María ve tendido en tierra al Dios de tierra y cielo, y luego a varios
sayones que, como carniceros a la res derribada, le golpean con pies y
manos, profiriendo blasfemias horribles, y le enderezan con cruel ferocidad.
Era ya aquella la tercera caída de Jesús; María lo ve; aquél es el Hijo
amado que sus brazos mecieron en Belén; nada puede hacer por El ahora, ni
siquiera acercársele... ¡Dios Todopoderoso, ten de tu mano el corazón de
María! Y le tiene en efecto; vedla fortalecida con paz inaccesible al humano
entendimiento, seguir con lento paso, camino del Gólgota, las huellas de su
Hijo, y detrás, casi ciegos de dolor y de lágrimas, a Magdalena y a Juan que
ni aun fuerzas para moverse tendrían si no los sostuviera la gracia
difundida en sus despedazados corazones del manto azul de María Santísima.
Consumado está el cuarto dolor, mas ¡ay! que hasta aquí no le hemos visto
sino por defuera.
215. Bien que este dolor
parezca no ser sino uno de tantos, entre los innumerables padecidos por la
Santísima Virgen durante la Pasión de Nuestro Señor, tiene caracteres
privativos y una significación propia y especial, como lo prueba el mero
hecho de ser contado por la Iglesia entre los Siete Dolores. Nuestra Señora
le vio venir como un daño largo tiempo temido, como la realización de una
imagen posada en su espíritu años enteros; dormida Ella y despierta. Era el
primero de los dolores extraño a los misterios de la Santa Infancia e
inauguración de los correspondientes a la segunda serie de sus aflicciones,
que abraza el período de la Pasión. Cuando llega una desdicha largo tiempo
aguardada, viene siempre con cierta exacerbación que nos toma de sorpresa;
parécenos que estamos preparados a recibirla, que todo lo hemos previsto,
que sabemos perfectamente todo lo que hemos de hacer y decir cuando llegue
el caso, que hemos estudiado, por decirlo así, hasta la actitud en que hemos
de recibir el golpe, y que, a fuerza de preverlo, ya le tenemos como de
antemano amortiguado; pero el caso llega, y burlándose caprichosamente de
todas nuestras previsiones, no llega ni por donde lo pensábamos; de modo que
nos toma en rigor desprevenidos, y nos desconcierta, y nos causa, por lo
menos, tanto pesar como el daño mismo que estábamos aguardando.
216. Por otra parte, la misma
violencia que nos hemos hecho de ánimo y de cuerpo para sobrellevar el
infortunio, aguza nuestra sensibilidad y la exacerba quitándonos la mitad de
aquel heroico denuedo con que nos habíamos prometido arrostrarlo. Muchos hay
que afrontan denodados el tormento y la muerte si llegan cuando lo
esperaban; pero que se dilaten un poco, y veremos desfallecer y mermarse
extraordinariamente las fuerzas que habíamos concentrado a prevención en el
alma para el momento crítico. Y, sin embargo, es cierto el dicho del poeta:
“Sustos y pesares son
no más que imaginación”.
217. Pero en lo relativo a los
dolores de la Santísima Virgen, la realidad del hecho era más terrible que
la más terrible expectativa, pues no sólo le llegaban las penas tan crueles
como Ella había pensado, sino agravadas por la concomitancia de otras muchas
que, a despecho de su clara previsión, la tomaban de improviso. Llegado era,
en fin, y mostrado se le había en las calles de Jerusalén aquel dolor que
durante treinta y tres años se le había representado siempre como más cruel
de todos los demás, y llegado era para cumplir los designios divinos que
Ella, en efecto cumplió como los agentes de Dios lo hacen siempre, es decir
, superabundantemente.
218. Entre la presencia real
de un daño y su previsión mejor imaginada, media siempre gran diferencia, de
que no se eximió ni aun Nuestra Señora misma; por de pronto, la realidad
tiene una fuerza y una viveza siempre imprevistas; luego, no es lo mismo ver
de lejos la aflicción que sentirla ya real, presente y activa, sin contar
con que este acceso material de cada infortunio tiene una vitalidad propia,
un modo singular de manifestarse, que llamaríamos nosotros la personalidad
del dolor, y que todos ¡ay! conocemos bien, cuál más, cuál menos. Pues esa
individualidad constituye cabalmente lo insoportable de cada dolor, y no
necesitamos ser muy viejos para saber por experiencia que si hay dolores
parecidos, ninguno hay que sea idéntico a otro, sino que cada cual de los
que hemos sentido tiene su privativo sello, que es justamente lo que más nos
aflige de él. Pues esto sucedió también a nuestra Madre amantísima; todos
sus dolores los previó con toda su crudeza, pero cuando brotaron a la vida,
engendrados en su alma, y con la espada de Simeón le hubieron traspasado el
pecho, mostráronsela tan diferentes como la vigilia del sueño y la vida de
la muerte.
219. Agravaba también este
cuarto dolor de Maria el saber que con él se acrecentaban los padecimientos
de Nuestro Señor. En el dolor precedente Jesús había sido el ejecutor,
digámoslo así, de las aflicciones de María; pero ahora lo es Ella de la
aflicción de Jesús. ¿Cuál era de estas dos penas la más punzante? ¿Qué madre
no quisiera más ser afligida por su Hijo que afligirle Ella? ¿Cuál, pues, no
debió ser la aflicción de aquella que en ternura y abnegación sobrepuja
tanto a todas las madres como quien es la Madre de Dios? Cada escarnio que
se hacía de Jesús, cada golpe descargado sobre su sacratísimo cuerpo, eran
para María un tormento incomparable. Transida de horror había previsto la
sacrílega crueldad de todos aquellos sacerdotes, jueces, soldados, sayones y
turbas, desdichados reos de tamañas atrocidades; Y he aquí que ahora Ella
misma tiene que contarse entre los mortificadores de Jesús, doblando y más
que doblando el peso de la Cruz, que a cuestas lleva, pues, en efecto, ver
el rostro de su Madre había sido para Jesús más cruel mil veces que los
crueles azotes atado a la columna; aquella presencia de su Madre fue la
causa de su tercera caída. ¿Qué nombre dar a semejante dolor, ni como, sin
degradarlo, ponerlo en cotejo con ningún dolor de hombre? Algunos han
querido compararlo al encuentro de Tomás Moro con su hija en las calles de
Londres; pero ¿qué han logrado con eso? Menoscabar la patética belleza de
aquel tierno episodio de la historia de Inglaterra, Y sin tocar siquiera la
superficie del dolor que vamos exponiendo, no tocarla sino para ajarla. El
dolor éste de la Santísima Virgen no podía Ella esquivarle, porque estaba
inexorablemente decretado que Ella contribuyese a agravar los tormentos de
su Hijo; y cierto que de todos cuantos padeció Jesús, ninguno le fue tan
cruel como éste causado por su Madre, para la cual era también inauguración
de aquel tremendo cargo, tan extraño para Ella, que jamás había causado a su
Hijo la menor aflicción. Pero así era voluntad de Dios, suave siempre hasta
cuando es rigurosa; adorable siempre, aunque carne, sangre y espíritu
retrocedan espantados ante su inflexible crudeza. Esa voluntad que movía el
cortejo al Calvario y se posaba en su cima como nube luminosa, era quien
ceñía con aquella nueva corona de espinas la cabeza de Jesús, y cargaba con
otra cruz sus hombros, y clavaba otra espada en el corazón de la Madre, y de
este corazón hacía otra espada para clavarla en el corazón del Hijo. ¿Hubo
jamás santo alguno con obligación de someterse a un decreto divino como éste
dictado a María, ni que cumpliese con tan maravillosa obediencia la voluntad
de Dios? María valerosamente sube al Calvario para ayudar allí al sacrificio
de aquel Hijo que adoró en Belén con delicia tan inefable.
220. Otro pesar causaba este
dolor a María, nuevo para Ella, y que, en escala inmensamente superior,
hacíala padecer la punzante pena que el sacrilegio suscita en el alma de los
santos; y era el ver a Jesús en ajenas manos, que podían tocarle, y aun
maltratarle así, mientras a Ella no se le consentía ni acercársele siquiera
ni para restañar con su velo la sangre que inundaba su rostro, ni para
recoger un poco de su desmelenada cabellera, ni para aflojar un tanto
aquella cruel diadema de espinas, ni aliviarle un momento del peso de la
Cruz, y para probar si en el despedazado corazón de la Madre había quedado
fuerza para llevar aquella carga por el Hijo. ¡Oh! Pensemos ahora cuánto y
cuánto aquella preciosa Víctima de nuestras culpas había menester la
solícita asistencia de una madre; pensemos en la plenitud de los derechos
que María gozaba respecto de Jesús, derechos tales como jamás en el mundo
los había tenido madre alguna sobre su hijo, pues Jesús mismo los había
proclamado dejándole ejercerlos públicamente en el templo. Pero aquellas
gentes no conocían a la Madre de Dios, dignos precursores en esto de los
herejes ulteriores; y aun cuando conocido la hubieran, mal habrían tenido en
cuenta los derechos de la Madre quienes de aquel modo trataban al Hijo. ¡Ah!
En Belén y en Egipto, y durante la infancia toda de Jesús, había gozado
María la inefable delicia de cuidar con sus propias manos, de criar a sus
pechos, de mecer en su regazo al Niño-Dios, y aquel contacto incesante de su
sacratísimo cuerpo, que acrecentaba con indecible ternura el amor en el
corazón de la dichosa Madre, acrecentaba no menos su reverente veneración a
quien le constaba ser Autor del Universo. Si tan grande ha sido el júbilo de
algunos santos sacerdotes al elevar en sus manos el Santísimo Sacramento,
que se les ha visto levantarse extáticos del suelo y balancearse como árbol
florido al soplo del aura primaveral, ¿cuál no sería el gozo de la Santísima
Virgen cuando realmente veía y palpaba al mismo Dios, escondido bajo las
formas sacramentales? Menester era todo el cariño que a José profesaba y
toda la generosa abnegación de su grande alma, no sólo para no envidiarle
las caricias de Jesús, sino para satisfacer con aquello mismo su propio amor
materno. Aquel gozo había sido para María siempre nuevo; y el hábito no le
desgastó jamás; ni mermó un ápice su veneración, antes bien, la acrecentaba
perpetuamente. Pues ahora el recuerdo de aquellos instantes deliciosos,
amontonado en el ánimo de María, agita en su corazón con indecible
vehemencia las oleadas del dolor. ¡Oh indescriptible angustia! ¡Aquellas
manos callosas del verdugo palpando así aquella cabeza tan hermosa y aquel
hermoso cuerpo, formado en tan puras entrañas! ¡Aquellos pies enlodados de
la brutal soldadesca pisoteando aquellas sacratísimas carnes ensangrentadas!
¡Aquellos bárbaros golpeando con su misma Cruz la frente del Hijo de Dios
para que se le claven más las espinas! Santa Catalina de Sena hubo menester,
para no morir, de especial auxilio divino cuando vio en espíritu la
intrínseca malicia de un solo pecado venial; ¿qué hubiera sido si del propio
modo hubiese visto, aquella horrible maldad revolcando así al Santísimo
Sacramento en la inmundicia de las calles? El amor de todo el pueblo
cristiano se subleva aquí indignado para reparar tan horrendo sacrilegio; y
hasta los más indiferentes a sus propias culpas se mortifican con
penitencias y limosnas expiatorias, porque allá en el fondo del corazón de
todos los creyentes, y a despecho de todas las apariencias en contrario,
viven siempre fe y amor. Y ciertamente, el dolor moral que sentimos al
presenciar un sacrilegio, tiene algo de padecimiento corporal; parece como
si nos maltratase a nosotros mismos, y esto explica el por qué tantas
personas piadosas, religiosos y seglares, han ofrecido sus vidas en
desagravio de sacrilegios, gozosísimas de que Dios se haya dignado aceptar
sus ofrendas; morir por el Santísimo Sacramento, sería, en efecto, una
muerte tan gloriosa como dulce, y aún más dulce que gloriosa, porque sería
contentamiento del amor. ¿Qué no debiera, pues, hacerse para expiar el
sacrilegio cometido aquel día en las calles de Jerusalén? Cierto que el
dolor de María no es posible imaginarlo; mil muertes hubiera querido Ella
padecer para desagraviar a nuestro Dios; pero ¡ay, madre amadísima; no;
tienes que vivir, y esa necesidad, más dura para ti que la muerte, ha de ser
cabalmente tu acto de desagravio; todo lo malo, y aun mucho más que nosotros
vemos en la muerte, lo probarás tú con la vida; para ti, el no vivir después
de las tres de la tarde del Viernes Santo habría sido un gozo equivalente a
la total aflicción de tus Siete Dolores juntos. ¡Paciencia, Virgen
Santísima! Entre ti y la muerte media la omnipotente voluntad de Dios;
tienes que resignarte con tu suerte, como siempre lo has hecho; tienes que
mirar con santa envidia al Buen Ladrón, y por amor a nosotros prolongar tu
triste vida.
221. Este cuarto dolor de
María fue también agravado por la reproducción de uno de sus más crueles
padecimiento durante la huída a Egipto, y fue el terror. Hacemos
perfectamente y estamos en lo cierto al considerar a María como la criatura
colocada más cerca de Dios, bien que siempre tan infinitamente lejos como
dista del Criador la criatura, pero no debemos olvidar que el corazón de
nuestra Madre, poseía en el más alto grado la ternura propia de su sexo; y
siendo así, representémonos ahora las cataduras de aquellas turbas feroces
que en aquel día y en aquella sazón (pues era tiempo de Pascua) inundaban
las calles de Jerusalén; las alimañas del desierto le habrían parecido menos
espantosas. Aquellas oleadas de hombres, de mujeres quizás, y acaso también
de niños, sedientas de sangre y lanzando rugidos de saña como solamente se
oyen en un populacho desenfrenado; gritería verdaderamente infernal,
concierto espantoso de toda especie de lúgubres sonidos, de rabia, de odio,
de sanguinaria demencia, de blasfemias, de imprecaciones, de escarnios; todo
esto, necesariamente, helaba de terror a María Santísima. Por de pronto, se
veía sola y sin amparo, porque si bien iban con Ella Juan y Magdalena, más
estaban para ser consolados y animados que para animarla y consolarla; el
solitario apartamiento del desierto, con todos sus terrores a deshora, le
habría sido menos insoportable que aquella turbulenta plebe, poseía del
demonio, que la codea, y la pisa, y le habla, y mira tal vez con estúpida
extrañeza su manto azul, y llevándosela de un lado para otro, como las olas
de tempestad los despojos de un naufragio, la separa de Jesús, que va a
morir, y que, anegado en aquel oleaje turbulento, no puede confortarla con
una mirada, ni Ella puede tenderle una mano amiga. Memorable es en la
Historia Sagrada, y más todavía en los corazones cristianos, aquella madre
de los Macabeos que tan valerosamente presenció el aparato cruelmente
pomposo del asesinato legal cometido con sus hijos; pero aquellos bramidos,
aquellas caras del populacho de Jerusalén en aquel día tremendo, eso no lo
había visto ni oído igual la tierra; ¡criaturas impulsadas por el infierno,
y lanzando imprecaciones contra su Dios vencido!... y cuenta que para María
todo aquello tenía una realidad y una significación que para nadie más podía
tener; de seguro, nadie ha padecido jamás la tortura del terror tan
vivamente como María Santísima en aquel trance, sobre todo si se toma en
cuenta que las amarguras por Ella probadas en toda aquella mañana y noche
anterior habían, naturalmente, mermado su fortaleza para resistir a tan
temeroso espectáculo, temeroso menos por Ella misma que por Jesús, en cuyo
corazón, más que en el suyo propio, vivían todos sus afectos. Y aquí el
saber que Jesús era Dios, lejos de amenguar, acrecentaba sus terrores, pues
cabalmente el ser Dios Jesús aumentaba el horror de aquella escena con
proporciones que el mundo jamás ha visto ni verá, porque no las tiene; el
Juicio final mismo será menos terrible que aquel Viernes Santo, y aun lo
mismo que ese Viernes Santo tuvo de horrible, hará de aquel Juicio un
espectáculo de pompa tan serena, y majestuosa. ¡Oh Madre amadísima! Aquel
día te indemnizará del terror de hoy, porque verás la sacratísima Humanidad
de tu Hijo en el grandioso esplendor de su gloria, despidiendo de sus llagas
resplandores que iluminarán a la asombrada tierra y saldrás del valle de
Josafat rodeada de millones y millones de hijos que serán en el cielo eterna
corona ganada por ti durante aquellos tremendos misterios del Viernes Santo.
222. La perfección del alma de
María Santísima exigía, como lo hemos dicho antes, que ningún pormenor de
sus dolores absorbiese ni neutralizase a otro; sino que cada cual de ellos
le afligiese de suyo y por entero con su propia y específica intensidad,
como si fuese él solo, y concentrara en sí la plenitud del misterio
respectivo; así, pues, el terror no modificaba en manera alguna las
circunstancias de este cuarto dolor, porque no siendo poderoso a turbar la
paz de María, dejaba enteramente libres y expeditos todos sus demás afectos;
carácter distintivo que ya sabemos es común a todos los dolores de María, y
que los hace absolutamente incomparables. En la sazón presente, por ejemplo,
acrecentaba su dolor el ver que ninguno de los Apóstoles, excepto San Juan,
siguiese a su Maestro para morir con El; veía entonces en espíritu Nuestra
Señora todas las gracias otorgadas a cada uno de ellos; recordaba los
pormenores de su vocación respectiva; y la solícita ternura y generosa
indulgencia que esa vocación suponía de parte de Jesús, y resonaban en su
alma las palabras que durante tres años les había estado dirigiendo El que
es Sabiduría eterna, enseñándoles las más sublimes verdades y dándoles los
más paternales consejos; veía cómo el Todopoderoso los había hecho
partícipes de la omnipotencia poniendo en sus manos el don de milagros;
pensaba cómo Jesús los había nutrido, bien que menos tiempo que a Ella, con
el pan de su gracia y divina hermosura mostrándoles a toda hora su rostro
venerable, conversando con ellos, tocándolos con sus manos, mirándolos con
sus ojos y hablándoles hasta con su mismo silencio lleno de amor. Atraídos
ellos por los encantos de Jesús, habían recibido del mismo nueva existencia
y anticipado cielo, o, como Nuestro Señor les decía, habían renacido; y en
efecto, renacido habían de María Santísima para ser, por consiguiente, hijos
suyos, hermanos o retratos de Jesús.
223. La Santísima Virgen sabía
que, después de la dignidad de Madre de Dios, no había en el mundo vocación
tan alta como la de los Apóstoles del Verbo, pues ciertamente don excelso
era de la Eterna Sabiduría, bajada del cielo a escoger a doce de entre todos
los millones de almas esparcidas en la tierra, para comunicarles los arcanos
divinos, para que reflejaran la imagen de Dios, y en vasos de carne llevaran
la potestad del Eterno y consumaran la obra por El comenzada; más que
ángeles eran, porque, excepto la secreta Anunciación de Gabriel, ninguno
había sido para los hombres heraldo de tan grandiosas nuevas como aquellos
doce escogidos; reyes como no los había visto el mundo, pues no sólo habían
de conquistar la tierra, sino que ya tenían preparados tronos en rededor del
trono del Juez Altísimo. A los ojos de Jesús no era tan preciosa la sangre
de mártir alguno como la de sus Apóstoles; jamás doctor alguno alcanzó tan
sublime ciencia como ellos, ni a su pureza, ora poseída por inocencia
original, ora recobrada por la penitencia, igualó la de virgen alguna; jamás
confesor alguno confesó ni más presta ni más valerosamente a Cristo, ni hubo
jamás obispo que manejara las llaves del cielo más liberal, ni más discreta,
ni más irreprensiblemente que ellos. Ningún sumo Pontífice ha consentido
apellidarse Pedro, porque ninguno ha llevado la tiara con tanta gloria y
tanta mansedumbre juntas como aquel príncipe de los Apóstoles. Pues bien:
¿en dónde están esos Cristos por adopción, mientras va al suplicio el Cristo
Hijo de Dios vivo? ¿Qué se ha hecho de aquellos hombres enriquecidos con
tales tesoros de gracia, escogidos de entre todo el universo para ser nuevo
paraíso plantado por la mano de Dios? ¿En dónde están? Pedro, escondido en
el Huerto de los Olivos, llorando amargamente su culpable negación, no fue
al Calvario sino en el corazón de su Maestro y en el de María; no, su amor
no era como el de la Madre de Jesús, y eso que él le amaba más que los otros
Apóstoles, pero no lo bastante para decidirse a verle padecer, sin contar
con que su confusión y el pesar de su culpa le quitaban fuerza para sufrir
dignamente dolor tan grande. En cuanto a los demás Apóstoles, estaban
también retraídos desde que, huyendo de Getsemaní andaban dispersos,
acosados por la pena y la incertidumbre, dando más oídos a su medrosa
desesperación que a la voz de su amor al divino Maestro. Solo han dejado ir
al suplicio aquel Jesús, que luego de resucitado irá a buscarlos en alas del
amor que antes les tenía, y aun ahora más acendrado, y no les dirá una sola
palabra de reconvención, ni ellos la verán escrita tampoco en ninguna mirada
de María. El único que está allí es Juan, y eso, más atraído por el amor de
Jesús a él, que por el de él a Jesús.
224. Esta deserción de los
Apóstoles agravaba cruelmente el dolor de María, y le agravaba en tres
maneras, a saber: primeramente, porque su amor a Jesús adivinaba la profunda
pena que su sacratísimo corazón sentía de verse abandonado así, y en él leía
que este cruel alejamiento de aquellos a quienes Nuestro Señor había amado
más que a todos los demás hombres, le causaba mayor dolor que los azotes y
la corona de espinas. Luego, el propio amor de la Santísima Virgen a su
divino Hijo le causaba intenso martirio al verle así abandonado por los que,
en virtud de su mismo cargo, tenían obligación de acompañarle al Calvario
para ser ahí testigos de su suplicio, como debieron serlo también de su
resurrección. No ignoraba Nuestra Señora que esto había de suceder, y, sin
embargo, le dolía como si fuese inesperado, porque eso tiene la ingratitud;
es cuchilla tan cortante, que cuando hiere nos hace estremecer, por muy
preparados que estemos al golpe, y fácilmente damos crédito al que se queja,
aunque sea sin razón, de esa especie de heridas. Pues este cuchillo en
aquella ocasión, no sólo hería a Jesús, sino también a María. Nuestra Señora
medía el amor que los Apóstoles debían profesarle por el que Ella les tenía,
no dudaba de que la amasen tan verdadera como vivamente; pero entonces, ¿por
qué habían dejado que sólo Juan la acompañase al encontrar camino del
Calvario a su Hijo con la Cruz a cuestas? Un corazón tan angustiado como el
de la Santísima Virgen demandaba la correspondencia de todo amor legítimo, y
cuando el que Jesús le tenía estaba siendo para Ella ocasión de amargura más
que de gozo, debía sentir que le faltase aquel amor de los Apóstoles, que al
menos en aquellos terribles instantes le hubieran servido de alivio y
consuelo. Pero no, ni aun con esto podía contar; consoladora de afligidos
era, y no para ser de nadie consolada; su Hijo había venido, no para ser
servido, sino para servir, y Ella tenía que participar de su sublime cargo;
forzoso le es renunciar a todo consuelo para difundirlo en toda la tierra, y
guardar para sí lo que es exclusivamente suyo, la carga imponderable de su
dolor extremo. Quizá le hubiera sido penosa la cuesta del Calvario llevando
a los Apóstoles consigo, y, sin embargo, por amor de ellos se alegró de que
sólo Juan la acompañase a ver aquel espectáculo, que les habría sido tan
doloroso; pero, con todo, a causa de ese mismo amor que les tenía, el verlos
ausentes en aquel trance causaba una tercera herida en su corazón; la
flaqueza que con esto mostraban era para su amante Madre un dolor cruel, no
contrastado por el que le causaba pensar lo mucho que habrían sufrido a
estar presentes, como bien lo daba a entender aquella su flaqueza misma.
Dolíale también la idea de lo que habían de afligirse ellos mismos un día
por no haber morado con Jesús hasta el fin, y se apenaba por lo que a ellos
debía de pesarles no haber sido testigos de aquellos tremendos misterios,
pues no sentía el corazón de ninguno de ellos dolor que Ella no sintiese en
el suyo, por cuanto en él les había dado el lugar que ocupó José; y si José
la acompañó en sus primeros dolores, ¿por qué ellos la dejaban sola en el
cuarto? Al pensar en esto echaba de menos con maravillosa ternura a su santo
esposo... ¡Oh! ¡Qué asombrosamente fecundo es el amor para suscitar penas en
los corazones!
225. Pero de entre todos los
Apóstoles, ninguno le causaba el dolor punzante y amargo que Judas; por
varias revelaciones de santos sabemos lo mucho y muy ardientemente que la
Santísima Virgen había orado por aquella ánima mezquina; pródiga de bondades
había sido con el desdichado traidor, cual si le amase más que a Juan o a
Pedro; con indecible horror le había ido siguiendo en todos los trámites de
su fiera alevosía; había penetrado toda la negrura difundida por aquel
crimen atroz en el corazón de Jesús, y el espantoso número de azotes que
habría sido necesario para causar a Nuestro Señor tormentos equivalentes al
del único beso con que el traidor quemó sus labios sacratísimos; durante
algún tiempo no parecía sino que Judas embargaba el ánimo de María más que
el mismo Jesús, a juzgar por los esfuerzos de oración y de lágrimas que
había empleado con el fin de apartarle del sacrílego intento. Por otra
parte, nadie como Nuestra Señora podía conocer la enormidad de aquel pecado,
porque nadie como Ella recibía luces del corazón de Jesús para comprender
hasta qué punto aquella maldad empañaba las glorias de Dios; para la
Santísima Virgen era como si hubiese visto a Lucifer derribarse desde los
altos cielos al más profundo abismo, triste y maldita morada actual del
ángel caído. Por terrible que de suyo fuese ya sólo el pensar que un apóstol
pudiera vender a Jesús, era todavía más injurioso al Salvador del mundo que,
después de manchado, el traidor con tan negro crimen, desesperase de la
misericordia de su Maestro y de su bondad infinita; en su escaso tesoro de
almas hallaba, pues, María una de menos, un hijo menos en su reducida
familia, y no era Jesús el único sin quien iba a quedarse, sino que también
había de ver anegarse en el más espantoso de los naufragios, en el abismo de
la desesperación, aquel alma de apóstol, enriquecida con dones equivalentes
a los de todo un coro angélico, coronada con la diadema de la más celestial
vocación que en la tierra cabía, santificada por la singular predilección de
Jesús y por las prodigalidades de su amor. Tremenda muestra para ser primera
de su especie, se revelaba entonces a María de cómo se pierde un alma;
necesitaríamos parecernos algo más a los santos para comprender toda la
amargura de semejante experimento. ¡Oh insondable abismo de las divinas
compensaciones! ¡La Pasión que comienza ocasionando la condenación de un
apóstol, acaba por abrir a un mísero ladrón las puertas del cielo!
226. Hasta aquí, en los
dolores de María Santísima, no hemos considerado sino sus padecimientos
morales, sus angustias de ánimo y de corazón; tócanos ahora decir algo de
sus padecimientos físicos, que con este cuarto dolor comienzan y aun
constituyen unas de sus notas más señaladas. Pocas personas hay que al leer
la Pasión de Nuestro Señor no quisieran ver suprimidos del relato ciertos
pormenores, y esto no porque dejen de creerlos, sino por interior movimiento
de aquella nativa repugnancia, no completamente vencida por aquel otro amor
sobrenatural, cuyo objeto único divide San Pablo en dos con frase tan
expresiva: “Por que yo no he creído saber algo entre vosotros sino a
Jesucristo, y éste crucificado” (Cor. II, 2). Amor engendrado por verdadera
penitencia, no rehusará mirar frente a frente aquellos horrendos
padecimientos materiales que Nuestro Señor quiso sufrir por nosotros a causa
de nuestros pecados; adoración que no se sobrepone a las flaquezas del
sentimentalismo, excitando en el corazón afectos viriles, señal es de haber
mal conocido la enormidad del pecado y de no tener verdadero amor a
Jesucristo; desconfíe de sí el que, por ejemplo, aparte los ojos del visible
horror material del Calvario para fijarlos en la secreta y mental agonía del
Huerto, sólo porque las tres horas de esta no desconciertan sus delicados
nervios como las tremendas atrocidades de aquellas otras tres. Por lo que a
nosotros toca, veneramos bastante la Pasión de Nuestro Señor y los dolores
de la Santísima Virgen para dar alas a esa piedad postiza; aquellos horrores
materiales saturaron, digámoslo así, el corazón de Nuestra Señora, y fueron
parte de su santificación; y en el lúgubre día que vamos contemplando, los
arrostró con viril denuedo, sin que por nada en el mundo hubiera querido
ahorrarse la feroz amargura de uno sólo.
227. Y cierto que era terrible
cosa para una madre ir pisando calle tras calle el reguero de sangre de su
Hijo y considerar el atroz castigo que a sí propio había de darse al infeliz
por cuya traición se derramaba sangre tan preciosa; horrible era ver esta
sangre pisoteada por aquellas turbas, y amasado con ella el lodo inmundo, y
con ella salpicadas las vestiduras del gentío, y empapados sus pies en ella,
y con ella rociadas hasta la puerta de las casas, y saltando hasta las
crines del caballo del Centurión. Y esto sin que a nadie le doliese ni le
horrorizase, ni sospechara siquiera el misterio celestial que los ángeles
contemplaban con mudo estupor... Sí; María iba pisando también aquella
sangre adorada, que era más para Ella que pisotear su propio corazón;
aquella sangre, unida hipostáticamente a Dios, y plenamente digna, por
tanto, de la adoración a Dios debida; adorándole iba María a cada paso, y no
había gota de ella en el suelo, ni salpicadura en cualesquiera ropas, que
los coros angélicos no adorasen prosternados, perseverando en este oficio
hasta la hora de la Resurrección. Misterios, en verdad, que no pueden ser
meditados sino con el más profundo recogimiento.
228. También debemos notar
singularmente en este dolor, aunque ya lo hayamos hecho en otros, cómo la
Santísima Virgen sentía simultáneamente aquí el horror al pecado y la más
tierna compasión de los desdichados pecadores. ¡Qué agonía tan cruel le
causaban algunos de ellos a quienes veía poner sacrílegas manos sobre
Nuestro Señor o acosarle con ludibrios e imprecaciones, no sabiendo,
¡infelices! ni sospechando siquiera la enormidad de su atentado! En el
instante que María comenzaba su oficio de madre y tutora de las almas,
¡cuánto y cuán indeciblemente no le dolería ver a tantas ignorantes de Dios,
endurecidas en la impiedad, y aspirando como aura vital la muerte del
pecado! Tormento era aquel demasiado grande para llorarlo con lágrimas en
los ojos; aquel desierto de una conciencia cauterizada por la ignorancia
culpable, espectáculo era que hubiese querido María Santísima ver imposible
en la tierra. ¿Y cómo ponerle remedio? Delante de sí tenían aquellos
desventurados a la verdad eterna, y eso mismo los cegaba más. Pero junto a
éstos había otros más perversos que ignorantes, que a sabiendas se
satisfacían con aquellos aviesos instintos; los unos, por odio quizá a la
pureza de Jesús; los otros, por la nativa saña de la mentira contra la
verdad, o por la envidia que excita siempre la mansedumbre celestial y
heroica, o por encono político o por iras largo tiempo fermentadas contra el
descubridor de sus maldades, o pura y simplemente por accesos de aquella
fiereza que el olor de sangre suele suscitar en el hombre, lo propio que en
las fieras y alimañas, y todo esto lo veía bien María, y viéndolo se
horrorizaba, y su corazón brotaba sangre, no sólo al pensar en el manso y
purísimo Cordero, víctima de aquella furia y de aquella crueldad, sino en
sus mismos verdugos, de Ella tan amados. ¡Oh! Ella no hubiera jamás pedido,
como Santiago y Juan, que cayese fuego del cielo sobre la aldea samaritana;
Ella no quería castigos, sino impedir, con sus más eficaces y santas
oraciones, el advenimiento de un ángel exterminador; tiene hambre y sed de
almas; acaba de quedarse sin la de Judas, y quiere ser indemnizada, quiere
que en aquellos entendimientos inundados de tinieblas se difunda la luz de
la fe; quiere que en aquellas almas corra fecunda y a torrentes aquella
misma sangre adorable que ahora no las purifica, sino que las mancha; quiere
entronizar al Santísimo Sacramento en aquellas mismas lenguas que de El
están blasfemando; quiere, en fin, a costa de toda su sangre, regenerar
aquellas almas en Jesucristo. Y para eso, y para eso cabalmente, sube
también al Calvario. Miradla bien; no temáis que flaquee en su empresa; nada
hay imposible para el dolor santificante, y Dios parece tratarla como si
fuese su igual. Pero: ¡ay Madre amadísima! ¡Cuán costoso privilegio! ¡Cuán
tremendamente se proporciona tu dolor a tu santidad!
229. Como por natural efecto
de la viveza misma de contraste, representábase entonces más que nunca
diáfana en el espíritu de María la deliciosa imagen del Niño Jesús.
Ciertamente, desde el principio mismo de su vida, el alma de Nuestra Señora
había padecido continuas tribulaciones, pero comparados al estrepitoso furor
y a la sanguinaria crudeza de la tremenda Pasión, ¿cuán serenos y suaves no
se reproducían en su mente aquellos días de Nazaret y aun aquellas auras del
desierto en las apartadas márgenes del Nilo? Entonces, al ceñir con sus
brazos a Jesús, estrechaba en su seno su propio dolor y su amor mismo;
entonces tenía con su Jesús dulces coloquios; entonces Jesús era sólo suyo,
pues para Ella José era como una porción de sí misma. Pero ahora, ahora
tiene que hacer dejación de Jesús, no ya sólo con el pensamiento, no ya con
el sereno heroísmo de una resolución que no haya de cumplirse hasta más
tarde, sino en el acto y realmente; no sólo ha de verle en manos ajenas,
sino arrancado de las suyas, pues todo el mundo puede acercársele excepto
Ella... ¡Oh! ¡Cuán acerbo se le presentaba el contraste entre todos los
momentos de la Santa Infancia de Jesús y los de aquella escena que estaba
pasando en las calles de Jerusalén! Recordaba María cuando lavaba a su Niño
divino, y cuando le vestía, y le amamantaba y le adormía; y cómo le adoraba
prosternada ante su cuna mientras estaba dormido, por más que Ella supiese
bien que aun entonces la veía. Con cada cual de aquellos pormenores tenía
correspondencia terriblemente exacta cada trámite del camino de la Cruz;
ahora lodo, sangre y asquerosos salivajos que cubren rostro, manos, y pies
de Jesús; su cabellera, mutilada de rizos arrancados brutalmente,
desmelenada y chorreando sangre; su túnica, pegándose a la sangre coagulada
de sus llagas en todo el cuerpo... en aquel hermosísimo cuerpo que, cuando
Niño, lavaba y asistía con tan reverente solicitud su Madre. Ya volveremos a
hablar de esto cuando expongamos el sexto dolor, y veremos cuánto más cruel
fue entonces este padecimiento; en el punto que ahora contemplamos, ya
habían desnudado una vez a Nuestro Señor y, por consiguiente, exasperado sus
llagas; en el Calvario volverán a desnudarle... ¡Oh! ¡No era así como María
le desnudaba en la Santa Gasa de Nazaret! A esto agréguese que Jesús desde
el día anterior no había tomado otro alimento sino los pecados de los
hombres y un verdadero festín de ignominias; tampoco había dormido, y ya no
había de dormir nunca. María recordaba las mudas lágrimas que vio correr
algunas veces por las mejillas del Niño Jesús; ¿cómo aquellas gotas de
infinito precio no habían bastado a rescatar el mundo y a lavar todos los
pecados? Así, aquella afligida Madre iba amontonando en su memoria cotejos y
contrastes que uno en pos de otro acrecentaban las angustias de aquel trance
horrendo. ¿Cómo una mera criatura mortal podía subir así la cuesta del
Calvario con aquella serena resignación a la voluntad divina, y a despecho
de su fiero dolor, no perder un átomo de su majestuosa calma? Mortal era,
sí, pero era también Madre del Eterno, y sólo a los corazones amantes es
dado saber cómo esas dos condiciones son a un mismo tiempo contrarias y
verdaderas.
230. Tal fue el cuarto dolor.
Meditando ahora sobre los efectos con que le sufrió María, notemos
primeramente la generosidad perseverante con que le aceptó después de
haberle ofrecido en holocausto; entre tanto pensamiento como en el discurso
de sus dolores embargaron su ánimo, jamás le ocurrió el de revocar aquella
ofrenda; en su perfecta santidad no cabía prometerse ni alivio de su carga,
ni atenuación alguna de su padecer, ni siquiera alguna mudanza que se lo
hiciese más llevadero. Cuando nosotros nos damos a Dios, sin duda nos
empeñamos más de lo que creemos; al prometerse Juan beber del cáliz de su
divino Maestro no contaba con haber de pasar tantos años de triste
aplazamiento en el destierro de la vida; pues así nos sucede a nosotros,
cuyo ánimo nunca es prometer tanto como en realidad ha de demandarnos Dios,
más exigente cuanto más nos ama, y que nos trata como si nuestros corazones
tuviesen otra magnanimidad que la que El nos da con su gracia. No así la
Santísima Virgen, que desde el principio midió perfectamente la magnitud de
su oblación, y aun por eso cabalmente su perpetua aflicción fue más real y
más viva que lo hubiera sido la prevista por cualquier profeta o cualquier
santo. Pero aun conociéndolo todo, no había previsto la plenitud de su
realidad; clara y todo como había sido su intuición, no abrazó desde luego
aquella progresiva serie de penas que el curso mismo del tiempo va
acumulando en un corazón afligido; de aquí que si en lo relativo al total
conjunto de sus pormenores, a su varia combinación, a su acumulada crudeza y
a su larga duración, no menos que a su acción real sobre los sentidos, el
dolor de María era tal y como Ella había querido prometerlo, por cuanto su
intención había sido darse al Señor en pleno holocausto; sin embargo, el
dolor resultaba en realidad más agudo, tal vez, de lo que Ella pensó al
ofrecerse como víctima, pues al fin criatura era; y cierto que recordarlo
nos es menester, para que la grandeza de su santidad no nos lo haga olvidar,
pues ya San Dionisio decía que apenas habría tenido a la Santísima Virgen
por una mera criatura si la Iglesia no se lo hubiera así enseñado.
231. Pero cabalmente esta
consideración avalora mucho la generosidad de aquella ofrenda; porque, si
bien llegada la hora del sacrificio, nada para María Santísima sucedía
inopinado, veía, en cambio, más hondo de lo que se le había revelado, el
abismo de sus penas, pues la horrible realidad de lo presente amortiguaba,
en parte, la luz que le había alumbrado para descender a ese abismo, cuando
solamente en espíritu le había sondeado angustiosa; y sin embargo, no
retrocedía, y por cuanto en él pasaba, seguía bendiciendo a Dios, como
hubiera seguido si el Todopoderoso hubiese decretado gravar su corazón con
nuevas y mayores tribulaciones. Una sola vez lanzó un grito su seno, pero
fue en un momento terrible, en el gran templo de Jerusalén, ante los
doctores del pueblo; y eso por permisión, y aun por obra del Criador mismo,
que así quiso, por una parte suscitar en ella todo un mundo de gracias, y
por otra, complacerse en la maravillosa adoración expresada por aquel grito.
Si a Job pudo santificarle lo paciente de sus querellas, a nosotros, que le
somos tan inferiores, ¿cuán fácil nos debe parecer imitarle si comparamos su
paciencia a la generosa paciencia de María?
232. Y a nosotros mismos, en
nuestros mezquinos pesares, ¿cuán difícil no nos es perseverar fieles a
Dios, y no volverle la cara para buscar alivio en las criaturas, como
pidiéndoles amparo contra la opresión que nos causa la visita de Dios? Y si
perseveramos, ¿no es nuestra perseverancia una especie de lucha entre la
gracia y el tiempo, lucha en que tanto arriesgamos, no sabiendo si a la
postre saldremos vencedores o vencidos? ¿No son los santos tan duros consigo
como indulgentes con los demás? ¿No sucede, por lo común, que cuanto menos
mortificados, más propensos somos a censurar? ¿No es cierto que los que más
se bajan son los que tienen que hacerlo desde más alto? Pues he aquí por
qué, para nosotros, que, trémulos, espantados, desesperados, nos arrastramos
en el lodo, María, por la alteza de su generosidad, elevada hasta las cimas
del cielo y siempre coronada de luz eterna, es la mejor de las madres.
233. Es también de notar la
fortaleza de la Santísima Virgen para contener su dolor; empujada y codeada
por el gentío, vésela impasible, sin mostrar con gesto ni movimiento alguno
el más leve desconcierto. Enteramente señora de sí misma ante aquellos
sayones que se ponen como muralla entre la Madre y el Hijo, no descubre en
sus modales la menor impaciencia, ni en su rostro el menor resentimiento, ni
de sus labios brota una queja; más serena que la suya no puede ser la
actitud de los bienaventurados ante la presencia de Dios en el cielo. San
Ambrosio discurre largamente sobre este punto, pero no por eso nos
imaginemos a Nuestra Señora como bella y muda estatua clavada en su
pedestal, no; las estatuas no tienen corazón que palpite despedazado;
aquella imperturbable serenidad de María, efecto era de su eminente
santidad, y aun, en gran parte, del exceso mismo de su dolor, que se
expresaba siempre por una calma sublime, la cual no nos parece sobrehumana
sino porque sólo en María se ve cuanto es plena, perfecta y exclusivamente
humana, así es como debemos representarnos siempre a la Santísima Virgen;
como mujer, con toda las condiciones de tal, bien que individualmente, no
como otra mujer cualquiera, pues la degradaríamos si, por retratarla con
mayor realidad y granjearle mayor simpatía, exagerásemos las condiciones de
su sexo, pintándola de otro modo que el Evangelio nos la muestra, como
también suele hacerse, por desgracia, más de una vez con nuestro mismo Señor
Jesucristo, sobre todo al encarecer su compasión para con los pecadores, que
es muy común atribuirle un sentimentalismo bien desemejante de la majestuosa
mansedumbre con que nos le pinta la Sagrada Escritura; los que así creen
acercárnosle por hacerle tan semejante a nosotros como se puede sin incurrir
en abierta herejía, no consiguen en definitiva otra cosa sino separarnos de
El con muro inaccesible y alejárnosle millones de leguas. Por desgracia, es
más hacedero degradar así a la Santísima Virgen, pues Ella, para defenderse
contra semejante procedimiento, no tiene, como Nuestro Señor, el escudo de
la divinidad. Una María que individualmente fuese como otra cualquier mujer,
no es la Madre de Jesús que la Biblia nos retrata, como tampoco es una mera
sombra de Jesús, ni sus misterios son una mera reproducción de los del
Salvador; tan luego como quisiéramos ponerla al nivel, aun guardando ciertas
proporciones, de Nuestro Señor, no haríamos otra cosa más que rebajar a
Jesús sin realzar a María; porque en Ella no había dos naturalezas; su
persona no era divina, ni era Redentora del mundo, ni se había vestido de
nuestros pecados, ni las iras del Padre se descargaban directamente sobre
Ella; su inocencia no era lo mismo que la impecabilidad de Jesús, su
Compasión no era la Pasión de Nuestro Señor, ni su Asunción era la
Ascensión. María, en suma, es un ser aparte, con significación propia y
exclusiva, con especial y singular grandeza entre todas las obras del
Criador; nadie puede comparársele, ni Ella puede compararse a nadie; por
consiguiente, ni Jesús con Ella, ni Ella con Jesús; en el contexto universal
de lo creado. Ella es sola y en sí un vasto mundo, pero en ese mundo no está
la sacratísima humanidad de Jesús ni tampoco se le asemeja; es María, es la
Madre de Dios, la criatura que está más cerca de Dios; pero tal y
absolutamente criatura; persona humana y no divina. Los que la representan
como sombra o pálido bosquejo de Nuestro Señor, adulteran su sexo y la
rebajan en realidad, errando tanto en lo concerniente a la grandeza efectiva
de María como a la singular magnificencia de la Encarnación. Pues del propio
modo, exagerando, por avalorar sus aflicciones, su condición de mujer, se
comete el mismo error que empeñándose en igualarla de todos modos a su Hijo,
porque de una y otra manera se le falsifica. La Santísima Virgen es más
semejante al Dios invisible que al Dios Encarnado, y más exactamente cabe
comparada con lo puramente divino que con lo que es juntamente divino y
humano; es una criatura vestida del Eterno Sol, como San Juan la vio en el
Apocalipsis; es, entre todo lo creado, la copia más perfecta del Criador; y
así como por la hipóstasis se hacen real y efectivamente uno el Criador y la
criatura, del propio modo María, criatura divinamente perfecta y purísima,
viene a ser como garganta que une al cuerpo entero de las criaturas con su
divina Cabeza Encarnada. Tengamos, pues, por asentado que María posee lugar
propio y significación privativa en el contexto del universo; que a ninguna
otra criatura se parece, ni otra alguna se parece a Ella, y que a quien más
se parece es al Criador incomprensible. Así, pues, de los tres caracteres
que divisamos en el concepto de María, a saber: el de Mujer, el de Madre del
Verbo Encarnado, y de criatura singular de Dios, este último es principal,
bien que estén los tres tan insolublemente trabados, que sea imposible
prescindir de cualquiera de ellos sin mutilar el concepto íntegro de la
Virgen Santísima.
234. Aquí es también sazón
propia de mencionar la unión de los dolores de María con los padecimientos
de Nuestro Señor; unión de que ya hemos hablado antes, pero que en este
dolor se nos ofrece con un carácter nuevo y muy significativo. Otorgada nos
ha sido tan misteriosa unión con Nuestro Señor, vínculo tan estrecho entre
el Redentor y los redimidos, que no ya como mero concepto ni por un simple
acto de fe, sino real y positivamente nos es dado unir nuestros
padecimientos a los del Salvador y hacerlos así meritorios para la vida
eterna. Los santos no se diferencian de nosotros sino porque en ellos esta
unión es más perfecta. Según sentir de algunos teólogos, la especial
diferencia que media entre la condición de los bienaventurados en el cielo y
la de los elegidos viadores en la tierra es que aquí el alma se une con Dios
por el ejercicio de varias virtudes, mientras que en el cielo Jesucristo es
única virtud de los compresores, y vínculo único que los une con el Padre;
algunos santos, por singular privilegio, y de contado con cierta medida, han
gozado anticipadamente en la tierra de aquel especialísimo don celestial
siendo informados del espíritu mismo de Jesús, por vía de todo punto
extraordinaria; del Cardenal Berulle se refiere que poseía el don de
comunicar, por supuesto con la respectiva proporción conveniente, ese
espíritu a las personas cuyas conciencias dirigía. Pues bien; ningún santo,
ni aun todos los santos juntos, poseyeron jamás, de un modo tan
singularmente íntimo como María, el espíritu de Jesús; y de aquí que cuantos
dolores hubo de padecer, los padeciese en indecible unión con Nuestro Señor;
pero sobre todos, el que ahora vamos meditando, por cuanto aquí la realidad
invisible de los afectos del ánimo se torna visible y palpable, uniéndose de
tal modo en su realidad extrínseca los padecimientos de la Madre y los del
Hijo, que casi es imposible distinguir unos de otros, según parecen
idénticos en su esencia, en su manifestación y en las respectivas
situaciones de ánimo con que fueron sufridos; Jesús y María, cada cual de
los dos padecía en el otro, como el otro y por el otro; jamás el mundo había
visto unión más perfecta de dos almas y dos corazones; para expresarla
dignamente a falta de términos adecuados, correríamos riesgo de parecer
opuestos a la fe y a la verdad, como lo sería si confundiésemos a la Madre
con el Hijo.
235. Ya hemos anunciado cómo,
en este cuarto dolor, se juntaba el horror de la Santísima Virgen al pecado
con su tierna compasión para con los pecadores; aquí nos limitamos a
recordarlo, como nota especial que es también de este dolor, junto con los
respectivos afectos de María; sólo advirtiendo que si bien para facilitar la
meditación, tratamos separadamente de estas dos cosas, en realidad van
juntas como flores de un mismo tallo, y aun como una misma y sola flor con
diferentes nombres.
236. Otro afecto sentía en
este cuarto dolor Nuestra Señora, consecuencia de su eminente santidad. En
el conjunto de aquella serie tan vasta y tan múltiple de aflicciones sólo a
Dios veía en el foco luminoso de su alma; y ante esta única contemplación de
la causa primera, nada valían para Ella las segundas; ni Pilatos, ni
Herodes, ni Anás, ni Caifás, sino Dios y Dios solo, con su irresistible y
suave voluntad, manifestándose aun en los más recónditos pliegues, donde sin
esto hubiera podido quizá creerse que había alguna obra del humano influjo.
Si la Santísima Virgen tomaba en cuenta las segundas causas, era para
contemplarlas allá a lo lejos, en último término, veladas por la misteriosa
nube de los misericordiosos designios divinos, o por los vapores que sus
calientes rayos levantan al difundirse en la tierra. Esta visión espiritual
cuyo conjunto grandioso codician con tanto afán los santos, sin alcanzarla
apenas tras numerosos prodigios de virtud, de mortificación y de pruebas
sobrenaturales, fue una gracia otorgada desde el principio a María, y
constantemente aprovechada por Ella; pues bien, en el discurso de este
cuarto dolor, el ejercicio de esa gracia fuéle tanto más arduo cuanto su
aflicción estaba más en contacto con la vida externa, y era producida por un
concurso de circunstancias visibles y agentes físicos mucho más grande que
en ningún otro de sus precedentes dolores. Si en María la práctica de todas
las virtudes era siempre heroica, muchas veces era más que heroica, divina;
de aquí que en este cuarto dolor, aquella su contemplación única de sólo
Dios fuese como una sombra de la inefable eterna intuición con que Dios se
contempla a sí mismo, intuición adecuada a la esencia de Aquél que no puede
tener otro fin sino su propia adorable Persona. Esto supuesto, ¿cómo
extrañar que gracia de tan profundas raíces, y elevada tan alto a las
cumbres del mismo Dios, produjese en María tanta mansedumbre, tanta
paciencia, tanta sumisión, tan tierno amor a los pecadores y tan inefable
efusión de amor a Jesús?
237. También de este cuarto
dolor podemos nosotros recoger óptimo fruto de enseñanza. Entre todas las
cosas de la humana vida, ninguna más real y consistente que el dolor; y, en
efecto, reales y de realidad bien señalada son cuantos hasta aquí hemos
contemplado de la Santísima Virgen, pero ninguno como éste, que forma
argumento del último terrible drama en que fue consumada la salvación del
mundo a precio infinito de padecimientos corporales, de afrentas y de
agonías, tesoros los tres de la Santísima Humanidad de Nuestro Señor
Jesucristo, que su justicia misericordiosa quiso gastar pródigamente para
redimir al humano linaje. Visto habemos cómo todas esas angustias del
cuerpo, del espíritu y del corazón fueron mutuamente comunicándose entre
Jesús y María; pues ahora preguntamos: ¿hemos sido nosotros, o no, parte en
esas angustias? Sí, por cierto; parte hemos sido, y tanta, que no hay
piedad, por fervorosa que fuese, bastante a pagarla. Sí; parte éramos de los
dolores de María, porque parte somos, y bien real por cierto, de la Pasión
de Nuestro Salvador. Por consiguiente, los padecimientos de Jesús y de María
son para nosotros harto más que meros hechos históricos; harto más que
motivos de meras devociones, practicadas acaso únicamente porque satisfacen
nuestro gusto; harto más que hermosos cuadros patéticos que la Sagrada
Escritura se place en mostrarnos para realzar a nuestros ojos los adorables
misterios de la Encarnación y avivar los saludables estímulos de nuestro
amor y nuestra fe; en la historia de todos aquellos dolores nosotros todos
éramos actores, y como la realidad de aquellos dolores vive siempre, a
nosotros no es lícito ser meros espectadores de ellos; nuestras culpas los
causaron, y es menester que perpetuamente sintamos su efecto. Pero el dolor
nuestro, como nacido de pecado, es pesar y es vergüenza; cosa muy diversa
del que nace de gratuita piedad o de compasión amorosa, y que, de
consiguiente, ha de influir muy de otro modo que por obra de estos afectos
en nuestras obligaciones para con María Santísima; la devoción, pues, a
nuestra Madre ha de ser para nosotros acto obligatorio de penitencia, no de
libre elección de nuestro instinto religioso, y mucho menos de piedad
sentimental y caprichosa; otras devociones hay en que podemos seguir nuestro
gusto; pero ésta nos obliga en justicia. Harto bien sabe esto el amor
engendrado de verdadera penitencia, y ahí tenemos a la Iglesia poniéndonos
perpetuamente delante a la penitente Magdalena para enseñarnos que debemos
amar mucho, porque mucho se nos ha perdonado. Crueles hemos sido para con
nuestra Madre, que nos estrechaba en su seno cuando la habíamos herido, y
aun esgrimíamos el arma parricida; ingratos y despiadados, le causábamos
ultraje sobre ultraje, y Ella por cada ultraje nos devolvía fino amor, y
siempre nuevo. Siete espadas clavamos en su pecho; siete veces hemos sido
parte en sus misterios principales de aflicción; siete veces nos hemos
revueltos contra Ella cuando nos amaba como jamás ninguna Madre, y ¡oh
ingratitud y locura!, setenta veces siete, sería pequeña cifra para enumerar
las gracias que Ella nos ha alcanzado. ¡Ah! cuando tan de veras hemos sido
parte en los dolores de María, ¿podemos hacer menos para pagarle que tomar
nosotros de veras también parte en sus dolores?
238. Al despuntar cada aurora,
reanúdase para nosotros la vida, y nos echamos a la calle en busca de un
nuevo día que ha de hundirse en la eternidad; pero durante él, mucho tenemos
que hacer y mucho que hablar; llegada la hora de recobrar el sueño, Dios
sabe todo lo que en el día hemos hablado y hemos hecho, y lo escribe en el
eterno libro para guardado allí hasta el juicio final. Pues ahora, ¿no
debemos contar por día perdido el pasado sin hallar a Nuestro Señor? Por
ventura, ¿vivimos para otra cosa? ¿Qué sino tristeza y oscuridad es para
nosotros el día más espléndido, cuando no lo alumbra con sus rayos de salud
el sol de justicia? Sí, busquemos a Jesús todos los días y a todas horas;
pero sabiendo por este dolor de María que rara vez le encontraremos sino con
la Cruz a cuestas y nueva siempre. Cuando padecemos tribulación Jesús mismo
“se llega a nosotros y camina en nuestra compañía”, como lo hizo con sus
discípulos camino de Emaús; privilegio es éste de la tribulación, y tengamos
por seguro que si de sólo Jesús pedimos consuelo, a nosotros vendrá y nos
consolará El mismo. ¡Ah, simplecillos de nosotros! ¡Si supiéramos cuantas
gracias malogramos por perder el tiempo contando a otros nuestras penas; y
cómo se multiplicarían los santos en la Iglesia de Dios si no nos
empeñáramos en pedir consuelos al mundo! Leyendo las vidas de los santos,
asómbranos cómo pudieron llegar a tan alto grado de unión con Dios, sin
sospechar que nosotros llevamos en nuestras aflicciones alas para volar más
alto que ellos, y que por no haber pedido consuelo a Jesús, apenas nos
levantaremos a la región de los ángeles que nos haya enviado, no creyéndonos
dignos de venir El en persona. Adelantémonos, pues, a buscar a Jesús, si
queremos que El nos salga al paso; pero no hay que engañarnos: ora le
busquemos por las vías de la oración y de prácticas valerosamente
profesadas, ora por elección de estado eclesiástico, secular o regular, ora
por obras habituales de misericordia, o por cualquier otro camino siempre le
hallaremos con la Cruz a cuestas. ¿Por qué, pues, nos extrañamos de que
también sobre nosotros vengan cruces? Cuando así acontece, ¿cómo no vemos
que tal es la ley del reino de la gracia, y que el no conocerla equivale a
perder la mitad de las bendiciones que nos valdría el acatarla? En brazos
nos echamos de nuestro Padre celestial, no sabiendo lo que será de nosotros,
sino que, fuere lo que fuere, ha de exceder a lo que podríamos sobrellevar
si nos faltase el auxilio divino; quedémonos, por tanto, en brazos de Dios y
cuidando sólo de no revocar la ofrenda que una vez le hayamos hecho. ¿Qué
cruz nos aguardará hoy? Lo ignoramos, y por lo común, ni aun sospecharlo
podemos; pero estemos ciertos que, de todos modos, en hallando á Jesús, cruz
hemos de hallar; y a cuestas la hemos de llevar hasta la noche. Tengamos
siempre esto en la memoria y seamos tan reverentemente parcos en prometer,
como firmes y denodados en cumplir.
239. Hay quien, al encontrar a
Jesús, le vuelve la espalda, y quien, al divisarle de lejos, cambia en el
acto de rumbo; otros llegan cerca de El, y en estando allí se arrojan en la
sima cercana como si Jesús fuese un ángel exterminador que obstruyese el
camino; y no falta quien, pasando junto a Nuestro Señor, hace del
desconocido. En suma: Jesús con su cruz a cuestas, lleva ya recorridos
millones de leguas en la tierra, y pocos le han honrado con el debido
recibimiento; algunos no tan absolutamente destituidos de fe y de amor que
le hayan dejado pasar como a extraño, pero le han regateado la Cruz y
gimoteado cuando le han visto empeñado en cargarlos con ella. Otros,
siguiéndole de mala gana y como por fuerza, arrastran más bien que llevan la
Cruz, y la Cruz, tropezando con las piedras, los lastima doblemente hasta
que los derriba; sólo que sus caídas entonces no pueden juntarse con las
tres de Jesús en el camino del Calvario. Contados son los que con la
solícita premura de una grata sorpresa se arrodillan ante Nuestro Señor para
besarle los pies, le toman su Cruz para llevarla ellos a cuestas con buena
voluntad, y agobiados y todo con la carga, le siguen gozosos, cantando con
El himnos de loores. ¡Oh! Y a éstos, ¡qué alegría les espera al fin de
aquella jornada con Jesús! Mas lo detuvieron por fuerza, diciéndole:
“Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya inclinado el día. Y
entró con ellos” (Luc., XXIV, 29). Eso, es lo que deberíamos hacer. ¿Lo
podemos? No; pero podemos intentarlo, y entonces Jesús lo hará por nosotros,
con tal que nos encuentre siempre cargados con la Cruz; y cuenta que esto
supone mucho, porque supone que nos hayamos apartado de nuestro antiguo
camino, reconociendo que todo el que habíamos andado antes de encontrar a
Jesús fueron trabajo y tiempo perdido. Nuestras cruces han de ir, como
nuestros ojos, mirando al cielo, y las hemos de llevar cuesta arriba,
porque, de llevarlas cuesta abajo, nos derribarán y nos aplastarán. Si
sabemos llevar con mediana firmeza siquiera nuestra Cruz, el pie ha de ir
mirando a tierra, que es donde ha de clavarse, pero los brazos mirando al
cielo, aunque los nuestros flaqueen de fatiga, como la aguja imantada que,
temblando siempre, no cesa jamás de mirar al Norte. Aprovechemos, pues, la
ocasión; tomemos sin demora nuestra Cruz, y vueltos hacia Jesús con ella,
sigámosle puntualmente, porque sólo así tomaremos fila en la procesión de
los predestinados.
240. Enséñanos también este
cuarto dolor que largas bienandanzas suelen ser preludios de muy pesadas
cruces, tanto más pesadas cuanto la bienandanza haya sido mayor; lección es
ésta que pocos de nosotros dejarán de haber aprendido por experiencia
propia. Veintiún años habían pasado entre el tercer dolor de María y este de
que tratamos. ¿A cuántos de nosotros no ha sucedido algo semejante? En
parte, porque Dios quiere darnos respiro para que nos aprovechemos lo mejor
posible de las gracias recibidas, cobrando así fuerzas para empresas
mayores, y en parte, porque las gracias ya recibidas, preludio y preparación
de otras venideras, piden tiempo para arraigarse y fructificar en el alma.
Pero llegada la sazón, la Cruz viene indefectiblemente para fortalecer las
gracias ya maduras, para garantirnos su pacífica posesión y para coronarnos
con la única diadema que nuestras victorias alcanzan en el combate de esta
vida. Gracia que no haya sido probada por tribulaciones, está en nuestra
alma, permítasenos la frase, presa con alfileres; es renta, no capital. El
dolor aquilata la gracia, y la gracia se nos convierte en gloria por el mero
hecho de haberla conservado sin merma. Malgasta el tiempo bonancible quien,
durante él, no se refuerza para recibir la Cruz, pues con este descuido
frustra el fin con que la bonanza le ha sido otorgada, y cuando la Cruz
viene, se ve tanto más flaco para llevarla cuando está menos preparado. La
mayor parte de los fracasos, por lo común casi irreparables, que acontecen
en la vida espiritual, suelen incubarse durante esos largos plazos de
bonanza: a veces se nos figura haber tocado el ápice de la gracia que nos
estaba reservada, desoyendo la interna vocación que a trepar nos invita, y
aun tomando aquel saludable llamamiento por tentación peligrosa; nada más a
propósito para frustrar la obra toda entera de nuestra santificación.
Algunas veces, tomando por tranquilidad de ánimo lo que no es sino descuido,
cansancio o falta de fervor, desoímos los llamamientos de la gracia, que nos
despiertan a deshora en medio de aquella calma aparente, y aun tomando a
pechos el apartarnos de la vía que nos está trazada, arreglamos
caprichosamente nuestra vida devota, no pensando que se arriesga mucho más
en carecer de guía espiritual durante estas largas temporadas de calma
comparativamente exentas de tentación, que durante los períodos de turbación
y de mudanza. Concluyamos, pues, que ciertamente no tendríamos tibieza, ni
loca presunción de nosotros mismos, ni recaídas ni malogros de tiempo, sólo
con pensar a toda hora que nuestros plazos de calma son, por lo común,
preludios de tempestad, pues con sólo esto serían para nosotros, por de
pronto, un período de descanso en Dios, y luego una digna preparación a
recibir su visita, que ha de llegar, cuando menos lo pensemos, para
aquilatar nuestros merecimientos.
241. Prepáranos además este
cuarto dolor a una prueba, no rara en tiempo de cruces. Ciertamente, nunca
necesitamos tanto de la consoladora asistencia y de las palabras de
Jesucristo como cuando nos manda una Cruz, porque nuestra flaqueza nativa o
la repele o se abate. ¿Cómo, pues, llevarla, si en aquel momento nuestra
misma vida sobrenatural se torna cruz para nosotros, viniendo así a tener
una dentro del alma y otra fuera? Y de esto, casi todos sabemos algo;
encontramos a Jesús, y sin decirnos palabra, y al parecer sin confortarnos
con una sola bendición, nos carga de cruces; a veces ni una señal de
benevolencia descubrimos en su rostro, y en todo se nos muestra, más que
amoroso Padre, tirano dueño, a quienes hemos de obedecer como esclavos, sin
que nada en El nos diga si está o no satisfecho de nosotros, si le agrada
que tomemos de buena voluntad la nueva Cruz, o si, indiferente a nuestros
afectos, impórtale sólo que obedezcamos cual si fuéramos máquinas y no seres
libres. Tras esto, después de cargarnos fría y secamente con la Cruz, échase
a caminar con nosotros sin dirigirnos ni una palabra, ni una mirada, como
embargado por sus propios pensamientos, o temiendo, quizá, que si nos da una
sola señal de benevolencia, nos engreiremos y subiremos a mayores. Y aun
suele suceder que, cual si quisiera llevarnos detrás como a siervos en
quienes fuera irreverencia grave la presunción de caminar a su lado, después
de habernos cargado con su Cruz. como viandante aligerado de molesto peso,
aprieta el paso de modo que no podemos seguirle; si nos quedamos rezagados,
parece como si lo tomara por falta de atención o de respeto, y corre hasta
perdérsenos de vista sin decirnos siquiera el rumbo que hemos de tomar,
dejándonos sin brújula en una red de opuestos senderos; y todo esto lo hace
como superior acostumbrado a no pedir venias, tan naturalmente y al parecer
con tal descuido, que no podemos saber si lo hace por probar nuestra
sumisión o si por indiferencia, desdén o enojo; y todo ello, añadimos, en la
sazón misma de darnos más ardua tarea y carga más pesada. Pues así fue de
María cuando se encontró con Jesús, camino del Calvario; ni una palabra le
dijo, sino que siguió andando hasta que Ella le perdió de vista, y en el
Calvario volvió a verle. En ese camino no hay un solo paso que nosotros a
veces no tengamos obligación de andar, y para esta jornada no hay otro
preparativo adecuado sino el amor; mientras más amemos a Jesús, más
confiaremos en su amor a nosotros, y sin extrañar entonces ninguna señal
aparente de indiferencia, pues nuestra ruindad y bajeza nos dirán bien claro
que más merecemos, el amor nos dará alas para recorrer gozosos y serenos las
vías del padecer, persuadidos a que el Corazón de Jesús es para nosotros muy
otra cosa de lo que su rostro aparenta.
242. Dispongámonos también a
experimentar que una cruz se empalma con otra, y que las chicas se tornan
grandes; por lo común, nunca viene una sola, y hasta parece que se han dado
cita en nuestras almas; a veces, sobre todo tras largos plazos de
tranquilidad y de aparente encalmamiento de la gracia, entramos de súbito en
una constelación de cruces, al modo que en ciertas épocas del año el globo
de la tierra entra en una órbita de estrellas errantes; las cruces entonces
se acumulan unas tras otras, dos juntas a veces, a veces tres y aun más; de
modo que nos consienten apenas tenernos de pie; otras veces es toda una
tempestad de cruces, que nos golpean como asolador granizo, dejándonos sin
poder movernos, o por lo menos tan acobardados, que así nos lo figuramos;
suelen también tomarnos por detrás, y a poco apercibidos que caminemos nos
hacen tropezar y caer; y cuenta que caer con cruz a cuestas, aunque parece
caída más perdonable, nos lastima harto más que caer sin cruz. Ley terrible,
pero al fin ley de la vida espiritual.
243. Hay quien sólo una cruz
ha de llevar toda la vida; mas para el caso es igual, porque entonces, lo
que no va en el peso va en lo fragoso del camino, en lo caluroso de la
jornada, y no es raro que de pronto, sin saber por qué, y como por milagro,
nos hastiemos o nos acobardemos de la carga, con lo cual, no sólo se nos
torna más pesada y fatigosa, sino que, como ignoramos la causa del daño, no
acertamos con el remedio. Estas cruces únicas son las menos llevaderas, pues
si bien parece que, por ser solas y ya tan conocidas, deberían pesarnos
menos, es tan veleidosa nuestra humana condición, que toda mudanza de
padecer nos alivia, aunque sea de suyo el daño más grave; nada nos molesta
ni cansa tanto como la uniformidad, y aun en esto consiste el secreto
heroísmo de los votos. Llevar una cruz años y años, y hasta el fin llevarla
con paciencia, señal es, o de santidad, tanto más sublime cuanto más
escondida para el mundo, o de flojedad de virtud y tibieza de afectos, que
frise con lo más indispensable para la salvación del alma. Pero a veces, esa
cruz única de toda la vida no es sino andamio de todo un edificio de cruces,
que Dios alternativamente fabrica, derriba y reconstruye sobre aquel mismo
andamio. Hay, efectivamente, almas en quien Dios está como haciendo siempre
experiencias y ensayos, bien que en realidad haga una sola obra continua,
cual si en esas almas quisiera de este modo juntar los dos padeceres de la
monotonía y de la mudanza; las personas así probadas cuentan las épocas de
su vida por las varias series de cruces fabricadas sobre sólo una
permanente; esas personas viven para nosotros, no solamente como dechados
asombrosos y admirables, sino como ejemplares estímulos de piedad; son almas
verdaderamente poderosas, pues que sus calladas oraciones alcanzan a renovar
la faz de la tierra, y más de una vez en los brazos de su cruz han sostenido
a la Iglesia entera; son verdaderos monumentos del amor de Dios, porque en
ellas (y proporcionalmente hasta el más ruin de nosotros también) vamos
todos mostrando plenamente con nuestra propia historia la gran verdad de que
la cruz nunca es únicamente castigo, sino que siempre es al mismo tiempo
galardón, y que la suma de cruces de cada criatura es la medida de su
privanza para con Dios.
244. También este dolor nos
enseña que Jesús y María siguen un mismo y solo rumbo, el del cielo, pues
otro no podía ser; pero que en medio de la jornada está el Calvario, y que
sin pasar por él no se puede llegar al cielo. Sepámoslo o no, camino del
dolor vamos siempre; en este recodo la muerte nos lleva a una persona amada;
en aquél, desconcierta con un golpe de fortuna todos nuestros planes, en el
de más allá, nos trae una desventura inopinada; cuando más alegres
esperábamos para el verano un gozo preparado con mil afanes, sálenos al
encuentro una dolencia, y apenas el otoño nos verá convalecientes; nos
prometíamos llenar las prolijas noches del invierno con una tarea que
sentimos haber diferido, porque aguardábamos de ella mucha gloria para Dios,
y provecho espiritual nuestro y ajeno, mas he aquí que aún no acabó el
otoño, y toda nuestra vida está trocada; las circunstancias han cambiado, y
con ellas pasó la sazón o se frustraron nuestros medios de hacer aquella
obra buena, y entonces nos duele haber de renunciar a ella, y más todavía el
no haberla hecho antes, conociendo tardíamente que lo bueno tiene su sazón;
hoy puede lograrse, mañana no, o al revés, pues Dios trueca las cosas cuando
los tiempos; y aun por eso, las gentes que lo dejan todo para mañana, no son
de madera de santos, y aun por lo común pecan de egoístas. Así va pasando la
vida, y nosotros fabricando por negligencia nuestros propios pesares.
Devoción en el vocabulario de la teología, no significa más que prontitud.
245. Lo más común es que
veamos venir el nublado; por ejemplo, sabemos casi a ciencia cierta que en
tal estación del año recaeremos en tal o cual enfermedad, o bien tenemos que
desempeñar tal o cual tarea, que por experiencia nos consta ya causarnos
grave daño, o estamos viendo morir de incurable dolencia a una persona
querida; ¿cuándo fallecerá? ¿Este otoño? ¿En entrando el invierno? ¿Durará,
quizá, hasta la primavera? ¡Qué angustia! Podríamos acumular indefinidamente
ejemplos, pero nos limitaremos a decir que, por lo general, estas penas
previstas santifican más que las inopinadas; son como una dulce sombra que
vela nuestra vida, con tal que acertemos a proyectarla de la tierra en el
cielo; porque ese género de pesares se concierta mejor que los imprevistos
con las leyes ordinarias de la gracia, y no es tan propincua ocasión de
caídas como aquellos desastres subitáneos, de los cuales salen santificadas
las almas como del troquel acuñada la moneda, es decir, de un golpe.
¡Dichosos, y más todavía si conocen su ventura, los que aguardan. esta
especie de pruebas en la jornada de la vida! Por ese camino han pasado la
mayor parte de los escogidos.
246. Este cuarto dolor
contiene, pues, de lleno el misterio íntegro de Jesús con su Cruz a cuestas,
y nos alecciona para que llevemos las nuestras dignamente, tal es la ciencia
que aprendemos al contemplar a María en las calles de la despiadada
Jerusalén; viendo, por una parte, con los ojos del alma las sonrosadas
mejillas y blanda cabellera de aquel hermosísimo Niño a quien veinte años
antes había encontrado disputando con los doctores en el templo, y por otra
parte, mirando ahora con los ojos del cuerpo el rostro cárdeno,
ensangrentado y enlodado de aquel Hombre que a son de trompeta y cargado de
maldiciones va camino del suplicio. Y nosotros que a ese Hombre hemos
agobiado con tan pesada Cruz y aun no satisfecha nuestra crueldad, hemos
seguido por tan largo tiempo haciéndosela todavía más pesada, ¿osaríamos
repeler estas otras tan suaves y tan fecundas de gracia que El nos envía;
cruces en rigor tan leves, que después de llevarlas un poco, nos obligan a
confesar que apenas sentimos su peso? ¡Ah! No, imitemos a María en aquel
horrendo trance, y recorriendo en pos de Ella el camino de la Cruz, pongamos
los ojos del alma en el Sacratísimo Corazón, y los del cuerpo en el rostro
demudado de aquella incomparable víctima, que por nosotros camina
voluntariamente al sacrificio.
Capítulo VI
QUINTO DOLOR
LA CRUCIFIXIÓN
247. Misterio es el mundo: la
vida, el tiempo, la muerte, la duda, el bien y el mal, la incertidumbre
sobre nuestro porvenir eterno, misterios todos que a veces están posados en
nuestro corazón como carbones encendidos. Pues bien, el Crucifijo los
explica todos; él los propone y él los descifra; solución de todo enigma,
disipación de toda duda, centro de toda creencia, manantial de toda
esperanza, por él se revela Dios al hombre, y el hombre se conoce a sí
mismo; es en el tiempo atalaya para mirar con segura mirada la eternidad.
Dulce para nosotros de ver en tiempo bonancible, porque nos da legítimo gozo
y nos eleva sin desconcertarnos, lo es como ningún otro consuelo en horas de
tribulación, porque nos da el desahogo del llanto, suscitando en nuestro
corazón lágrimas tan abundantes como refrigerantes. El es luz que disipa
toda tiniebla; su silencio es elocuente, y la muerte escrita en él es prenda
de eterna vida. Idéntico siempre a sí mismo, acomódase con maravillosa
ductilidad a todo estado de nuestro ánimo, a toda necesidad de nuestro
corazón. No es, pues, de maravillar que los santos se hayan abrazado con él,
arrebatados con éxtasis de amor satisfecho. Parte real de ese vivo símbolo
es María; junto con el Apóstol, viéndola están los siglos clavada al pie del
Crucificado, y siendo ellos también símbolo permanente del gran misterio,
testimonio continuo de la única religión verdadera, y de cuanto Dios ha
obrado en pro de sus criaturas. Ahí están perpetuamente juntos la Madre y el
Hijo, en el Calvario, como lo estaban en Belén y Egipto, y en Nazaret, pero
más particularmente en el Calvario, adonde llegamos ahora con la más honda
reverencia para contemplar allí el quinto dolor de María.
248. Andado está, por fin, el
camino de amargura; las doce del día van a dar cuando el fúnebre cortejo es
llegado a la cima de la santa montaña. Según tradición, ya por entonces era
el Calvario un lugar famoso, y el más adecuado para santuario del mundo,
pues creíase que allí estaba sepultado Adán, nuestro primer padre, desde que
la divina misericordia se dignó terminar sus novecientos años de heroica
penitencia; y no lejos está la ciudad de David, mejor llamada la ciudad de
Dios, teatro de tantos acaecimientos maravillosos, objeto del más tierno
amor; ciudad reina, que iba en aquel instante a ser destronada para legar
corona mucho más esplendente de esperanza, de verdad y de hermosura a todas
las demás ciudades del universo, en donde la Cruz iba a ser predicada y
erigido el Santísimo Sacramento del altar. Una hora lo más acaso era pasado
desde que María encontró a su Hijo en la calle de Amargura; de modo que
entre su cuarto dolor y la consumación del quinto pocas transcurrieron, bien
que para el padecer y para la santificación fuesen más largas que los
dieciocho años de Nazaret. En rigor, para Dios mil años son como un día, y
en nada se prueba tanto esta verdad como en la obra de nuestra
santificación. Aquellas pocas horas fueron llenas de misterios tan divinos,
de sucesos tan prodigiosamente condensados, que apenas, en lo tocante a su
duración, son valuables las agonías del alma de nuestra Madre Santísima, la
cual llegó al trance horrendo más admirable de gracia, más prodigiosamente
fortalecida que al encontrar a su Hijo cargado con la Cruz una hora antes.
249. Ya le han despojado de
sus vestiduras, suscitando con esta afrenta en su naturaleza humana un
estremecimiento de rubor indescriptible; para su Madre fue en sí mismo un
tormento aquella brutal irreverencia, sin contar con el indecible que sentía
viendo sin velo en el corazón de su Hijo el horror que semejante ludibrio le
causaba. Ya le tienden sobre la Cruz, lecho más duro, por cierto, que su
cuna de Belén; vedle dócil dejarse manosear por los sayones como fatigado
pequeñuelo próximo a dormirse en el materno regazo; más parece, y en rigor
así era, que está ahí por su voluntad que por obra de aquellos desalmados;
hermoso a despecho de su mismo estado, adorable en su misma ignominia, el
Dios eterno se extiende en la Cruz, levantados al cielo sus dulces ojos. Más
digno de adoración, y, en efecto, más profundamente adorado, más
ostensiblemente Dios, jamás se había mostrado a María que al verle así
tendido sobre el madero, víctima voluntaria. Ya los verdugos le alargan el
brazo derecho por el aspa de la Cruz; ya oradan y remachan en su mano el
clavo retorcido, en aquella mano que siembra de gracias el universo; los
martillazos resuenan las quebradas del monte; estremécense todas las carnes
del manso Cordero, pero el dolor no altera la serenidad de su mirada y el
martillo, crujir y crujir, difundiendo lúgubres ecos en toda la colina;
Magdalena y Juan se tapan los oídos, porque aquel rumor les es más
intolerable que si estuvieran atravesándoles a ellos las entrañas; María lo
oye también, ¡también lo oye!, y mira al cielo sin pronunciar palabra; ni
¿qué pudiera decir? Sólo Dios Padre podía comprender la ofrenda de aquel
corazón, ya tantas veces lacerado; cada golpe de aquel mazo es para Ella un
martirio especial, una nota dolorosa de aquella horrible cadencia.
250. Ya le clavaron la mano
derecha; pero la izquierda no llega al agujero abierto para el clavo, o
porque los verdugos no han medido bien la distancia, o porque el tormento ha
contraído los miembros de Jesús. De aquí una escena terriblemente brutal;
los verdugos no logran estirar el brazo, y para ver de conseguirlo, aprietan
las rodillas contra el costado de Jesús, cuyos huesos crujen sin romperse, y
al fin, dislocándole el brazo, ponen la mano en su sitio. La víctima exhala
apenas un leve suspiro, y no se altera tampoco la serenidad de su dulce
mirada.
251. Pero María... ¡Oh!
Cállese aquí el humano lenguaje. Otra vez los martillazos resonando
variamente, según caen sobre la carne o los músculos o el madero o el clavo.
Luego, análoga operación con las piernas; crúzanle uno sobre otro aquellos
pies, tantas veces llagados cuando corrían en busca de almas, y horadando
sus músculos palpitantes, va lentamente hincándose el hierro, y dilacerando
tanto más el tejido cuanto los pies, por lo forzado de la posición, se
resbalan a uno y otro lado del madero... ¡Ay, Madre! Sin el auxilio del
Todopoderoso, ¿cómo hubieras podido vivir?
252. Ya enderezan la Cruz con
Jesús, que extendido en ella, los mira siempre amoroso, y transportándola
junto al hoyo en que ha de enclavarse, van tirando con cuerdas del cabo
inferior hasta ponerla vertical, y logrado esto, déjanla caer de golpe en el
hoyo con violencia que disloca todos los huesos del Crucificado y deja su
cuerpo casi enteramente colgado de los clavos solos, si ya no es, como
leemos en las revelaciones de algunos santos, que le sujetaron con un cordel
tan cruelmente apretado que se le hundía en las carnes. Es decir, horror
sobre horror; corriendo desatado como volcánica lava en los más profundos
senos del corazón de aquella Madre... Miradla y llorad, cristianos, llorad y
no habléis, si ya el divino amor no os ha enseñado su idioma... ¡Oh Madre
afligidísima! ¡Bendita una y mil veces sea la Santísima Trinidad por los
milagros de gracia que contigo obró en aquella hora tremenda!
253. La tierra retembló hasta
en sus entrañas, y los seres insensibles se estremecieron cual si fuesen
animados; hendiéronse las peñas, abriéronse cataratas en el más remoto
litoral del Mediterráneo, y con el terremoto se desgarró el velo del templo
cual si fuese por mano del hombre. Refiérenos una revelación que en aquel
instante sonaron estrepitosas y plañideras las trompetas del templo,
pregonando que estaba ofreciéndose el sacrificio meridiano; y, cierto, los
que las tañían no sospecharon siquiera lo insólito y extraordinario de aquel
sonido. Tras esto, tinieblas de eclipse, como si la luna quisiese tapar la
luz del sol material cuando la tierra eclipsaba de aquel modo al Sol de
Justicia, Luz eterna del Padre. Huían despavoridas las alimañas, y mudas
encogían las aves el vuelo en los jardines de la falda del Calvario; la
gente, horrorizada, se golpeaba el pecho, y de muchos brotó entonces, como
dudosa vislumbre de naciente aurora, un preludio de gracia santificante. Al
acumularse tan grandiosos misterios, cada instante parecía un siglo.
254. Aquí comienza la primera
de aquellas tres horas, imagen tan expresiva de los tres días que la
Santísima Virgen anduvo en busca de su Niño perdido. A favor de las
tinieblas, llégase al pie de la Cruz María, y ve que todos los judíos han
huido pasmados de terror, porque su propia fe los acusaba ya del horrendo
crimen; pero allí se habían quedado los desalmados verdugos y, los
legionarios romanos, avezados a desafiar a las tinieblas, y que, a favor de
la pardusca vislumbre del eclipse, jugaban a los dados las vestiduras de
Nuestro Señor; sus brutales improperios y sus groseros dicharachos
atravesaban como dardos candentes el corazón de María, para que nada, como
ya lo hemos dicho anteriormente, faltase a la perfección de sus dolores, y
cada pormenor del horroroso misterio la llagase con especial herida, cual si
ella sola fuese concentración exclusiva de toda la crudeza de las demás.
Aquellas vestiduras, reliquia preciosa que la sangre del mundo todo no
habría podido pagar, veíalas en manos de miserables pecadores que iban a
convertirlas en sacrílego disfraz; durante treinta años habían ido creciendo
sin gastarse con el uso, al par de Jesús, renovándose así el milagro obrado
por Dios con los judíos durante su peregrinación en el desierto, que en
cuarenta años “no se gastaron sus ropas, ni su calzado desmedró con el
tiempo”; aquellas sagradas vestiduras, digo, iban a parar ahora en no se qué
antros de vicio brutal y asqueroso. Pero también esto era símbolo
representativo de aquella generación impura que, desde los pies hasta la
cabeza, iba a vestirse de la justicia y de la hermosura del Hijo divino de
María Santísima; como símbolo, digo, y figura de tantos pecadores, iban a
ceñirse las virtudes de Jesús y a merecer con sus méritos, y a satisfacer
con sus satisfacciones, y a beber hasta saciarse en las fuentes de su sangre
preciosísima. Como Jacob fue bendito en las ropas de su hermano Esaú, así el
humano linaje iba también a serIo en las de su Hermano primogénito.
255. Entre las vestiduras de
Jesús estaba aquella túnica sin costura y toda de una pieza que su Santísima
Madre le había hecho, figura de la unidad de la Iglesia de Cristo; pues
también este sagrado símbolo vio María jugar a los dados, y como advirtiese
a quien le había caído en suerte, aprovechóse de ello para hacer a la
Iglesia el don primero de su amor, adquiriendo tan preciosa reliquia y
legándola a la adoración de los fieles. En aquel instante recorrió el
espíritu de María la historia entera de la Iglesia; y allí, en el mismo
Calvario, a la hora misma de estarse ofreciendo el sacrificio vivo, y
comprándose a precio tan costoso la unidad de la fe católica, María vio ya
desgarrado su padecido corazón por cada cisma de los que habían de mutilar
el cuerpo místico de su Hijo, nuevamente lacerado con tanta herejía, tanta
controversia temeraria y tanta persecución, en fin, de todo género como
había de levantarse para renovar sus padecimientos. Pero el alma de María,
bien que embargada de tanta amargura, no cesó un instante de estar fija en
Jesús; modelo ejemplar en esto a tanto pontífice santo como, embargado su
ánimo y lacerado el corazón por las injurias de toda especie acumuladas
contra la Iglesia, no habían de cesar un momento en su interior unión con
Cristo. María pensaba y sentía todo esto en el Calvario con la singular
perfecta atención que nosotros, harto menos perfectamente, lo pensamos y
sentimos durante los especiales períodos de penitencia y meditaciones sobre
la Pasión, que debieran darnos, junto con la fidelidad, más tierno y eficaz
amor a la Iglesia, también nuestra Madre.
256. Nuevos tormentos causó a
la Santísima Virgen. aquella inscripción que Pilatos mandó poner sobre la
Cruz: JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS. Arrimada una escalera de mano al
madero para clavar este lema sobre la cabeza de Nuestro Señor, cada
martillazo producía en su sacratísimo corazón angustia indecible, que, como
un eco, rebotaba en el de su Madre. Sin contar que ya para Ella era dolor
agudísimo ver puesto allí el nombre de Jesús como padrón de ignominia ante
el mundo entero, aquel nombre, más dulce a sus oídos que la más armoniosa
cadencia y más oloroso que todos los perfumes de Arabia. El recuerdo aquel
de Nazaret despertaba en su ánimo imagenes de pasados días, que con horrible
contraste acrecentaban la amargura de lo presente; por mejor decir, en su
alma se acumulaban Belén, Nazaret y el espectáculo tremendo de aquella hora,
suscitando un tumulto de recuerdos y de afectos que con incesante y múltiple
energía iba cada cual inundando su corazón de dolores. Rey, sí, era Jesús,
pero ¡qué singular trono le erigía su propio pueblo! Y si era su Rey, ¿por
qué no lo proclamaban? ¿Por qué aguardaron a que un extranjero, un romano lo
proclamase ante ellos en son de ludibrio? ¿Por qué, sobre todo, no le
entronizaban en sus corazones? ¡Ah, pueblo desdichado! ¡Cuánto mejor te
hubiera estado eso! ¡Qué maternal compasión al pensar en las maldiciones que
se había atraído aquel pueblo regicida y que sobre él iban a desplomarse!
Con toda el alma hubiera padecido Ella otra vez sus siete dolores por anular
la terrible sentencia pronunciada contra ese pueblo, restituirle el amor
predilecto del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Mas ya no era tiempo;
había pasado para ellos la sazón, estaba colmada la medida de sus
iniquidades, y aquel día ya rebosaron, por culpa de ellos en parte, para
derramarse como océano de angustia en el corazón de la Santísima Virgen.
Pero al menos en este corazón reinaba muy de veras Jesús cual soberano
dueño, y como lo propio sucediese a la tierna Magdalena y al amantísimo
Juan, María los amaba, y, por ende, con verdadera predilección de
sobrenatural cariño. ¡Oh buen Jesús! ¡Diríase que no te place reinar sino
sobre corazones lacerados! Al pensar María en lo que es tener por Rey a
Jesús, y en el absoluto imperio que, por obra de su misma divina gracia,
poseía en aquel inmaculado corazón, engrandeciéndole y enriqueciéndole cada
día más que al reino mismo de los ángeles, edificando en él por toda una
eternidad su magnifica “Torre de marfil”, y poniendo en él sus delicias,
rebosaba de su alma el amor como desbordado piélago, y ya sabemos que para
María cada acrecentamiento de amor lo era de adecuado padecer.
257. Para un corazón amante
son las penas lo que el viento al fuego, que apaga el chico y aviva el
grande; en el corazón amantísimo de María, sus penas, inconmensurables y
todo, dejaban inagotable espacio a todos los afectos expansivos, y hela aquí
adoptando por hijos a los dos ladrones, pues jamás su maternal ternura había
necesitado tanto difundirse como al perder aquel su Hijo único, más caro aún
a sus fieles cuando espirante que cuando glorioso; nuestra Madre Santísima
había pedido férvidamente por aquellos dos compañeros del suplicio de Jesús,
y Dios le otorgó el triunfo de uno. Mas esto no podía saciar su sed de
almas; sabía ya por experiencia lo que su intercesión vale, sobre todo, lo
que debía valer en aquel momento, y ciertamente no fue el cielo quien le
resistió en lo tocante al ladrón no convertido; como celestial rocío
llovieron las gracias sobre aquel corazón; pero en vano empaparon su
corteza, en vano regaron la semilla puesta en él de dolor, de terror y de
remordimiento, pues en el fondo quedó su libre albedrío, y éste prefirió la
horrible aridez de la impenitencia. ¡Oh qué aflicción! ¡Tan cerca de Jesús,
y perderse! María jamás lo hubiera creído, pero así era, más que sus
oraciones, pudo la dureza de aquel obstinado corazón. ¡Triste victoria para
El! ¡Triste vencimiento para Ella! Resignarse podía a no reinar en un
corazón que no quería por Rey a Jesús; pero ¡qué rebeldía esta tan
angustiosa para la Virgen Santísima! ¡Qué inconcebible obstinación la de
aquel hombre! ¡Ver tan de cerca el rostro moribundo de la Víctima sin
mancha, oír sus gemidos, sentir en la cara el contacto de su aliento y en
las carnes el calor de las gotas de su sangre; haber visto ya y oído lo
bastante para comprender cómo aquel horrendo suplicio podía muy luego
convertírsele en eterna gloria y perder así tan precioso fruto de su padecer
transitorio, cambiándole por fuego eterno! María le vio ya en espíritu bajo
las garras del dragón infernal, y su maternal corazón exhaló un suspiro
bastante a desagraviar la ultrajada majestad divina, pero insuficiente ¡ay!
para ablandar el corazón de aquel pecador desventurado.
258. Tales eran los tristes
episodios de la aflicción de María durante aquella primera hora de la agonía
de Jesús; mas ellos, ciertamente, no la distraían del objeto en quien
estaban concentradas todas sus potencias interiores y exteriores; aquel
Jesús, digo, pendiente de la Cruz y a quien los ojos de su espíritu veían
tanto más claro cuanto menos se lo dejaban ver a sus ojos corporales
aquellas tinieblas sombrías. Semejante a nuestros ángeles custodios que, no
por emplearse en guiar todos nuestros pasos, dejan de estar perpetua y
enteramente anegados en la visión única y beatífica de Dios, o como los
santos, que, arrebatados en éxtasis habitual, satisfacen, sin embargo,
puntualmente las ordinarias faenas de la vida; así también, aunque por modo
harto más excelente, la Santísima Virgen estaba remontada en la presencia de
Dios y anegada en su inmensa lumbre, mientras atenta miraba y escuchaba
repartirse los sayones las vestiduras de Nuestro Señor y poner el INRI sobre
la Cruz, y se curaba tan amorosamente de la conversión de los dos ladrones.
Así pasó la primera hora; Jesús, entre tanto, mudo; su cuerpo, ya abatido y
como inerte, pendiendo de los clavos; pálido cada vez más su divino rostro;
su sangre, inflamada por el tormento, corriendo por el madero hasta empapar
la tierra; cada instante de su agonía era un acto de adoración digno del
Dios Hijo, que le ofrecía al Dios Padre mientras en su humano corazón, ora
dilatado, ora contraído por un padecer insoportable sin especial auxilio de
lo alto, se consumaban misterios infinitamente superiores a cuántos
consumados se habían en la tierra. Auxilio de lo alto, sí, pero no alivio ni
consuelo; y toda esta desolación, entre tanto, comunicándose de lleno al
espíritu y al corazón de María, que no menos habían menester de milagros
para no sucumbir a tan atroz angustia. Y, en efecto, el milagro se obró,
pero con las mismas condiciones que en su divino Hijo; es decir, negándole
también todo consuelo, bien que infundiéndole mundos enteros de gracia y
santidad durante los minutos de aquella hora, cada vez más lentos, como los
tañidos del nocturno reloj caen a plomo sobre el lecho del enfermo
desvelado.
259. Comiénzase aquí la
segunda hora. Las tinieblas se han espesado, ya hay menos gente en torno de
la Cruz, cesó el sacrílego juego de los sayones, cesaron los martillazos,
reina silencio como en un santuario; Jesús va a hablar: “Padre, perdónalos,
que no saben lo que hacen”. Diríase que estas palabras eran parte de un
secreto diálogo de Jesús con su padre Eterno llevado a punto en que no podía
menos de manifestarse, y cual si a la intercesión del Hijo por los pecadores
hubiera respondido el Padre que aquel crimen era demasiado atroz para
perdonarlo. Tal, por lo menos, es, para humanos oídos, el significado de
aquella exclamación, sin duda procedente del abismo insondable, o del
interno pensamiento del mismo Jesús, o de su extremo placer, o de coloquio
con su Eterno Padre. Como quiera que fuere, esa plegaria, maravillosamente
continua, es aplicable a todos los pecados y a todos los pecadores de todo
tiempo. “No saben lo que se hacen”. Cierto, nadie, sabe lo que se hace
cuando peca, y en eso cabalmente consiste la mayor malicia del pecado; en
que el pecador sabe que esta malicia excede a toda comprensión. Plegaria tan
tierna como grandiosa, por cuanto nos muestra la característica generosidad
de nuestro amadísimo Salvador, que al romper su silencio no lo hace en pro
de su Madre, ni de sus Apóstoles, ni para decir una palabra de consuelo a su
amante y amada Magdalena, sino en pro de los pecadores, y eso de los más
culpables, enemigos personales suyos, de los que le han puesto en Cruz, y le
han perseguido con sus improperios en las calles, y le han agobiado con los
más infames tratamientos. Diríase que si en Nazaret pudo mostrarse amante de
su Madre más que de nadie en el mundo, ahora, llegado al Calvario y en el
solemne momento de manifestar lo más profundo de su Corazón Sacratísimo,
quiere mostrar qué objeto predilecto de su amor son los pecadores. ¿Se
apenará María por esta manifestación? ¿Será para ella motivo de nuevo dolor
el no haber sido primero en la memoria de Jesús? ¡Ah! No; ni este egoísmo
cabía en el Calvario, ni en el corazón de María tampoco; si en mano de Ella
hubiera estado hablar también en aquel momento, habría pronunciado aquella
misma plegaria; y sin embargo, ésta le causó todo un diluvio de nuevos
dolores; aquel mismo clamor de su Hijo atravesando por sobre Ella el ámbito
tenebroso, resonó en lo íntimo de su alma, y nunca como al oírle entonces
había comprendido lo maravilloso del paciente silencio hasta allí guardado
por Jesús: la belleza misma de las palabras pronunciadas por su Hijo le
causaba aquella especial angustia que producen las postreras de amor
dirigidas por labios moribundos a cuantos rodean ansiosos el lecho de muerte
para beber el último suspiro de la eterna despedida. Y con todo aquellas
palabras ampliaron, digámoslo así, el seno de María, dándole cavidad para
recibir en él al mundo entero y bañarle en llanto de amor; para Ella, la
exclamación de Jesús era como cláusula creadora, que de Madre de Dios la
erigía en Madre de Misericordia, pues en efecto, desde aquel instante mismo
la misericordia de María, más rápida que la luz del sol, en el acto mismo de
acrecentarse su dolor, a medida de su amor incalculable, difundía sobre el
mundo un torrente de luz que alumbraba las más densas tinieblas y embellecía
las más desiertas regiones.
260. Cada cual de aquellas
palabras de Jesús era magníficamente bella, como jamás en la tierra lo había
sido ninguna, pues en cada una de ellas se mostraba el alma
incomparablemente hermosa de Nuestro Señor; pero ¡cuán diferentemente para
María y para los demás humanos! La divina suavidad contenida en aquellas
palabras va de siglo en siglo inundando de celestial deleite a las almas
contemplativas que más se han señalado por su amor a Jesús; y si para
nosotros mismos es tan precioso asunto de meditación, ¿qué no habrá sido
para los santos, sobre todo para la Santísima Madre de Nuestro Señor? En
cada cual de aquellas palabras leía Ella toda una teología, tan luminosa
para su espíritu como arrebatadamente deliciosa para su corazón; constábale
que habían de ser las postreras pronunciadas por Jesús, que tan pocas había
hablado durante su vida, y que ahora, en dos horas escasas, iba a pronunciar
siete que el mundo había de escuchar y admirar hasta el fin de los tiempos.
Además, para María no eran aisladas aquellas palabras, sino que se
concertaban con otras que Ella seguramente no había olvidado; y
confrontándolas y cotejándolas, descubría en todas un sinnúmero de nuevas
significaciones, sin contar con el sentido más profundo que para Ella
tenían, viendo el interior de donde emanaban. Y todo esto se convertía para
Ella en nueva fuente de dolor, como lo había sido durante treinta y tres
años la siempre nueva hermosura de Jesús, pero nunca de aquel terrible modo
como en aquel trance del Calvario, cuando aquella hermosura mostraba de
lleno entre la sombra del eclipse los resplandores de su divinidad, pues no
parecía sino que Dios quería mostrarse al desnudo en aquellos mismos
despojos de su sacratísima humanidad, como se mostraban saliéndose de sus
carnes los huesos de Jesús. Pero nada de esto puede expresarse con palabras.
María levantó su espíritu a las últimas cumbres, para remontarse hasta la
adoración a Jesús debida; y conociendo que todo esto excedía sus fuerzas,
transformó su adoración en torrentes de amor, condensado por las heladas
sombras del Calvario en lago inmenso de dolor, cuyo fondo penetraban hasta
lo íntimo las menores vibraciones del sonoro y dulce acento de Jesús.
261. La principal aspiración
de Nuestro Señor, si cabe así decirlo sin irreverencia, era dar gloria a su
Padre; pero sin duda en pos de esa aspiración, y sobre todos los afectos que
El había querido asumir en su naturaleza creada, estaba el amor a su
inmaculada Madre. Esto explica el por qué, entre las siete últimas cláusulas
del testamento de Jesús, y en pos de la pronunciada para absolver al ladrón
por intercesión de María Santísima, pronunció una, compuesta de dos
términos: el primero dirigiéndose a su Madre, el segundo hablando de Ella.
Esa cláusula, que fue también palabra creadora, no sólo para María, sino más
aún para la Iglesia de Jesucristo; esa cláusula, inspirada por el más
inefable amor, aparece, sin embargo, tan misteriosamente seca y desabrida,
que debió indudablemente de hacer más agudo el dolor de la Santísima Virgen;
-¡Mujer!- le dice, cual si al hablar le así quisiera dejar de ser Hijo suyo,
y, sobre todo, al poner en lugar de sí a Juan, y transferirle su propio
derecho de llamar Madre a María. ¿Cuánto y cuánto no había aquí para agravar
la aflicción de Nuestra Señora? No que se le ocultase el sentido de aquel
misterio, pues harto bien veía que por aquella sustitución de San Juan a
Jesús acababa Ella de ser erigida en segunda Eva, madre de todo el género
humano, bien sabía que de este modo Jesús le había unido más estrechamente y
asemejado a sí más que nunca, que jamás la había amado tanto como entonces,
ni se lo había mostrado mejor; pero cabalmente esta, como todas las nuevas
demostraciones del amor que Jesús le tenía, renovaban también con creces el
suyo, y sabido es que para la Santísima Virgen, toda renovación de amor lo
era de dolor también.
262. ¡Singular contraste el de
este testamento instituyéndola Madre de los hombres, y de aquel mensaje que
la instituyó Madre de Dios! ¡Qué diferencia entre aquella noche celestial de
la Anunciación, cuando sola en su estancia y arrebatada en éxtasis oyó aquel
mensaje con tan humilde prontitud aceptado, y con tan misteriosa y
maravillosa brevedad cumplido! ¡Qué diferencia entre aquella hora
incomparablemente dichosísima y este otro espectáculo de tinieblas, de
horror, de sangre y de muerte! ¡Cuán gozosa la primera de aquellas
anunciaciones, y cuán angustiosa la segunda, no obstante haber sido un ángel
no más el mensajero de la una, y ser Dios mismo humanado el adorable anuncio
de la otra! Pero entrambas recibió María con igual serenidad, con el propio
solícito y piadoso acatamiento.
263. Mas aquí había para
Nuestra Señora otro motivo especial de dolor. Cuando estamos gravemente
atribulados; nada hay que sobreexcite y agrave nuestra pena cómo el vernos
forzados a pensar en otra cosa; entonces hasta la necesidad de movernos
materialmente perturba nuestro ánimo; la menor interrupción, el más leve
ruido, cualquier espectáculo extraño a nuestro dolor bastan para exasperar
su amargura. Pues de este modo (en cuanto cabe comparar cosas tan diversas),
para María el aceptar, como lo hizo, con toda su alma, el testamento de
Jesús y el de haber de transferir a Juan su materno amor, fue como renovar
en Ella las agonías de aquel drama, tornándolas más ásperas y más activas.
Pensar entonces en sólo Jesús, era para su Madre Santísima el más terrible,
pero también el mas tolerable de sus pensamientos, y nunca lo conoció tanto
como al verse con la obligación de pensar en otros. ¿Quién de nosotros
ignora este género de aflicción? Perdemos a un ser amado; nada tan terrible
para nosotros como un recuerdo, y, sin embargo, nada tan dulce al mismo
tiempo, aquel recuerdo es el incentivo de nuestra pena, y no obstante, el
haber de pensar en otra persona y en otras cosas nos hiela, nos
desconcierta, nos molesta y aun nos irrita. Pues bien; María, después de oír
a Jesús y de conformarse a su voluntad, tenía que pensar ante todo y sobre
todo en los pecadores; tenía que apartar de su Hijo los ojos para ponerlos
en la Iglesia, y en sus enemigos y perseguidores; tenía que dimitir,
permítasenos la palabra, su oficio de Madre de Dios para emplearse
exclusivamente en el de madre del género humano, pues harto claro había
dicho su Hijo, al hablar con Ella y al hablar de Ella, que más que en Ella
pensaba en los pecadores. Para María todo esto se trocaba en inmenso dolor,
más cruel que cuantos le había causado aquella triste jornada, tan llena de
tormentos. Así pasó aquella segunda hora de Nuestro Señor en la Cruz, hora
equivalente a un siglo entero de prodigios, imposible de ser debidamente
apreciados por la ciencia de todos los ángeles ni por la contemplación de
todos los serafines. Aún vivía Jesús, aún corría la sangre de su cuerpo cada
vez más empalidecido; silencio y tinieblas reinaban en torno, más bien
manifestados que interrumpidos por las tiernas palabras de Jesús, cuyo dulce
y sonoro acento vibraba trémulo en el aire.
264. Aquí comienza la tercera
y última hora de la agonía de Jesús. La primera palabra que pronunció
durante ella fue para su Santísima Madre más aguda que la espada de Simeón.
“TENGO SED”. Y grande, en efecto, debía de tenerla, pues desde la víspera
que bebió del cáliz bendito de su propia sangre, no se habían humedecido sus
labios sino con el brebaje de vino y hiel que le dieron a gustar, con la
esponja empapada de vinagre que aplicaron a su boca y con la sangre que de
la frente le chorreaba por las mejillas. Agréguese a esto que los clavos
abrasaban sus manos y sus pies, que todas sus carnes estaban horriblemente
laceradas por los azotes, y la corona de largas espinas, clavadas en
derredor de su cabeza como dardos candentes, le habían hinchado el cerebro
con espantosa inflamación; el sudor había resecado todas sus vísceras, su
sangre estaba agotada, y la poca que aún quedaba en su corazón, iba a
estarlo en breve; no es, por tanto, difícil de comprender que jamás hubo sed
comparable a la de Jesús en aquel trance; y si ahora queremos calcular la
intensidad de su tormento, bástenos pensar que él ha sido poderoso a
enloquecer a hombres muy fuertes, y que lo es para causar uno de los géneros
de muerte más atroces. Por consiguiente, es de toda evidencia que Nuestro
Señor padeció ese tormento hasta un punto en que sin milagro no habría
podido vivir. Tremendo debió de ser el padecimiento que a víctima tan
sufrida y silenciosa de suyo arrancó exclamación tan dolorosa; pero no menos
de maravillar es que en trance tan angustioso permaneciera fiel a sí misma
aquella afligidísima Madre sin mostrar una sola señal de femenil flaqueza,
ni sentir desmayo alguno, ni exhalar un solo gemido, ni expresar su dolor
con movimiento alguno desconcertado. ¡Oh! Y para su corazón de madre, lo que
en sí mismo tenía de cruel aquella exclamación, era menos todavía que la
angustia, más intolerable para una madre que para otro ninguno, de no poder
y de sentir que no podía socorrer a su Hijo agonizante. María lanza sobre el
rostro ya casi cadavérico de Jesús una mirada también de agonía, y ve
aquellos labios secos, enmohecidos, trémulos y pálidos con la palidez
blanquecina de la muerte, que a ninguna otra se asemeja; y no puede, ¡oh
tormento!, ni aun acercársele para restañar con sus rizos la sangre
coagulada. Era en vano, y Ella lo sabía bien, apelar a la compasión de los
sayones; nada, no podía humedecer siquiera aquellos divinos labios con una
gota de agua, que hubiera Ella pagado a precio de toda su sangre. Recordó
entonces un día no lejano en que había visto a Jesús echar una sedienta
mirada sobre el agua fresca y limpia del pozo de Jacob, y en vez de
refrigerarse con una buchada siquiera de aquel elemento creado por El,
olvidó sed y fatiga para correr amoroso a convertir a una pobre samaritana.
¡Ah! ¿Y ahora? El agua para el Salvador moribundo falta, como faltó para el
rico avariento en aquel seno incandescente donde clamaba por una gota
siquiera; nada, es menester que el Hijo de sus entrañas padezca aquel
tormento, intolerable hasta el extremo de arrancarle una queja; queja
inútil, que sólo sirve para producir nueva ternura en el corazón de su
Madre, y para suscitar el amor y la admiración de innumerables almas en toda
la serie de generaciones de su Iglesia. ¡Oh! No se quejaba El porque
esperase ni porque quisiese alivio; quejábase por amor a nosotros, para que,
aun a costa de mayor angustia de su Madre, tuviésemos nuevo motivo de amor a
nuestro Hermano crucificado.
265. Pero aquella sed de Jesús
no era de agua solamente, sino, sobre todo, sed de almas. Recorría su
espíritu todos los siglos venideros, buscando en ellos, con ansia ardiente,
almas y más almas que rescatar. ¡Ah! Que si imposible nos es apreciar ni aun
aproximativamente el tormento de su sed corporal, lo es más todavía, si
cabe, concebir la intensidad de este otro que padecía su espíritu; su amor a
las almas era como de quien para salvarlas había venido al mundo, y ese amor
es para nosotros tan incomprensible como el del Criador a sus criaturas,
amor único en su especie, no parecido a otro amor alguno de hombres ni de
ángeles. Así como los amores todos de la tierra no son sino destellos del
amor Creador, así también todo el celo de los Apóstoles, toda la abnegación
de los mártires, toda la compunción de los penitentes, todo el arrobamiento
de los más grandes santos contemplativos, son apenas una sombra de aquel
amor salvador que levantó su trono en el Calvario. ¿Cuál, pues, y cuán
ardiente no sería la sed de almas suscitada por tal amor en el alma del
Salvador del mundo? María la vio, y este espectáculo la transportó
arrebatadamente, por decirlo así, a un nuevo y desconocido mundo de dolores,
porque en él vio cómo esta sed de almas sería casi tan mal satisfecha como
aquella otra ahora, y al par de Jesús contempló en espíritu la interminable
fila de hijos de Adán que, sacrílegamente ingratos, habían de correr
desolados al infierno con el sello del bautismo en la frente, y rociados con
la sangre preciosísima del Redentor, muerto en la Cruz por ellos. Allí, allí
mismo está, como triste primicia de tan fiera ingratitud, aquel ladrón
impenitente, desdichado modelo de tantos otros que habrán de negarse como él
a mitigar con una gota siquiera la inextinguible sed del alma de Jesús...
¡Virgen Santísima! ¿Para qué haber dejado a Nazaret y su pacífica morada?
¿Para qué haber agotado tantos océanos de dolor, que no eran absolutamente
necesarios, si tan escaso había de ser el fruto proporcionado al sacrificio?
¿Por ventura este fruto había de ser más bien la gloria de Dios que la
salvación de los hombres? En parte si, y en parte no también. Gloria de Dios
era de todos modos aquella resignación perfecta con que la Santísima Virgen,
a ejemplo de su Sacratísimo Hijo, no se quejaba de una sola tribulación, ni
de un solo padecimiento corporal, ni de un solo sacrificio, pero Ella tenía
también sed de almas, y su corazón desfallecía viendo cuán mal satisfecha
sería la de Jesús. ¡Ah! Si nosotros fuésemos hijos menos ingratos, ¡cuántos
de nosotros hubiéramos podido aquel día ser consuelo a Jesús y a su
Santísima Madre!
266. Pero llega ya el momento
en que Jesús ha de bajar, y con El su Madre, a un abismo de su Pasión más
profundo que cuantos lleva ya agotados; las palabras que vamos a oírle no se
dirigen únicamente a nosotros, sin que excedan todos los términos de la
tierra y del hombre; son como el clamor lejano y misterioso, exhalado del
más hondo seno de la agonía espiritual, y que en ninguna teología mística
tiene nombre adecuado. Trátase aquí de Dios abandonado de Dios mismo; se ve
aquí a la criatura repelida por el Criador, no obstante estarle unida con
unión hipostática; óyese una sacratísima humanidad como aislada de la propia
naturaleza divina, con quien está ligada por vínculo indisoluble; se ve a
una naturaleza humana destituida de personalidad, por cuanto de ella aparece
separada la Persona divina que le es inseparable, en suma, se ve a la
segunda Persona de la Santísima Trinidad como dividida de las otras dos.
¡Extraño lenguaje!, se dirá al oírnos. Cierto, tan extraño como que con él
expresamos contradicciones palpables, cosas puras y simplemente imposibles;
y sin embargo, la verdad es que el humano lenguaje no nos da otras formas
para enunciar el desamparo que aquí nos expresan las palabras de Jesús:
“¡DIOS MÍO! ¡DIOS MÍO! ¿POR QUÉ ME HABÉIS DESAMPARADO?”. Exclamación
verdaderamente y de todo punto misteriosa, pues que no conviniendo, ni
pudiendo convenir sino a la criatura, fue exhalada por el Criador mismo.
Claro es, por tanto, que ese clamor de ninguna manera concierne
exclusivamente a nosotros, sino que al levantarle Jesús en el exceso de su
agonía, expresó con él un acto de adoración. Algunos intérpretes opinan
(como ya anteriormente lo hemos indicado) que Nuestro Señor lanzó ese grito
en el instante de consumirse dentro de su seno las especies del Santísimo
Sacramento, que hasta entonces habían permanecido íntegras, y, por
consiguiente, había cesado la misteriosa unión de Jesús consigo mismo. Pero
esta doctrina nos parece de muy escaso valor, pues por de pronto, ¿para qué
Jesús había de haber querido fortalecerse con el Sacramento de su carne y de
su sangre cuando cabalmente entregaba la una y la otra a tormentos tan
inauditos? ¿A qué buscar alivio ni consuelo alguno mientras de todo cuanto
le rodeaba, incluso del corazón de su propia Madre, había deliberado hacer
instrumento de tortura para sí? ¿Por qué se había de mostrar tan hondamente
angustiado de separarse de su divinidad sacramentada cuando, a despecho de
su unión hipostática, incomparablemente más estrecha que la del Santísimo
Sacramento, negaba El mismo a su naturaleza humana los auxilios de su propia
naturaleza divina, excepto únicamente el de su omnipotencia, que le era
necesaria para vivir y más padecer? No; el común sentir de los fieles, con
su instintiva perspicacia, siempre ha tenido por causa inmediata de aquella
dolorosa exclamación de Jesús la voluntad del Eterno Padre, y a El ha creído
que la dirigió Nuestro Señor.
267. Pero, ¿cómo, se dirá
aquí, cabe crueldad en Dios? No, ciertamente; la justicia infinita es tan
ajena a la crueldad como el amor, y, sin embargo, es verdad que no otro sino
el Eterno Padre, todo bondad, todo mansedumbre, todo paciencia, todo paterno
amor en la tierra como en el cielo, fue quien para crucificar de nuevo con
espantosa crucifixión espiritual al Hijo de sus eternas complacencias, quiso
escoger aquel instante, el más terrible y crítico de su agonía, por cuanto
en él estaba ya casi agotada la posible crudeza de su padecer. Y aun con
esto no quedaba lleno el cáliz de la amargura de Jesús, ni, por
consiguiente, el de la de María, pues era preciso que Ella también, con
esfuerzo indeciblemente superior a la virtud de toda gracia, excepto la
gracia de Jesús, levantara también el corazón al Padre, y conformándose a su
soberana voluntad en aquel trance extremo, abandonase también, en cierto
modo, a su Hijo para entregárselo; a su deber de Hija del Padre sacrificó su
amor de Madre del Hijo, confesando a su Criador como único fin último de la
criatura, y consumando así el sacrificio ya por Ella prometido al inaugurar
sus dolores cuando la presentación de Jesús en el templo. ¡Ay, Madre! ¡Cuán
magnánimamente costoso había de ser para ti satisfacer en lo que te
concernía la gloria de Dios! ¡Ahí ves a tu Jesús abandonado, oyes el grito
de su alma nuevamente crucificada por aquel nuevo decreto de la justicia del
Padre; y sin embargo, Tú, Tú, que tan inefablemente le amas, no quieres que
otra cosa sea sino lo que quiera el Padre. ¡Oh maravillosa aquiescencia,
inapreciable sacrificio! Del Calvario no bajarías si el Padre no te lo
mandara, y eso que ningún entendimiento, ni humano ni angélico, podría
concebir la inmensidad de amor que en aquel trance sentías por tu Hijo, ni
la intensidad de dolor que su agonía te causaba. Si tu corazón no es
infinitamente inagotable, en verdad que lo parece...
268. Y ahora ya, Madre
amadísima, ahora que a tal cumbre te remontaste de heroísmo y de santidad,
ya puede llegar el fin. Todo, en efecto, está consumado, y más que nada, la
creación, órbita inmensa, cuyos polos eran la tumba del primer Adán, y la
Cruz del segundo. Ya el Padre abandonó al Hijo, y es forzoso que el Hijo
vuelva al seno del Padre, pues que desunidos no pueden estar. Ya las
criaturas han hecho cuanto de ellas era: llenar hasta el borde la copa de
las amarguras del Salvador, y El hizo también lo que era suyo, apurarla
hasta las heces. ¿Qué resta? Nada, sino la material consumación de un
castigo, causado por la criatura, más bien que ordenado por el Criador;
castigo creado, verdaderamente creado. ¿Por quién? Principalmente por una
mujer; de Ella principalmente procedió ese castigo, que es la muerte.
Forzoso es que muera también el hijo primogénito de la primera Eva. Pero
¿cómo la muerte ha de tener imperio sobre el que es la Vida misma, la Vida
eterna? ¿Cómo el castigo de Eva pueda alcanzar a todo un Dios? ¿Qué tiene El
que ver con la amarga herencia de las delicias del Paraíso? Si es Dios,
¿cómo ha de morir?... Prepárate, ¡oh María!, levanta más alto aún el corazón
para que en esta hora tremenda sepas a tanta costa cuanto saber puede
criatura sobre el misterio divino. Va a cerrarse el período de los treinta y
tres años y a abrirse nueva Era en los anales del mundo... Pero Jesús, ¿ha
de morir?... ¿Y qué será en El la muerte? ¡Ah! Preguntad más bien qué será
la vida para María después de muerto Jesús. La desolada Madre no levantaba
los ojos, pero sabía bien que los de su Hijo estaban clavados en Ella, como
lo estaban en el establo de Belén cuando recién nacido yacía en el suelo,
envuelto en un pliegue del manto de su bienaventurada Madre, que oraba de
rodillas mientras El le tendía, sonriendo, sus manecitas para que le tomase
en brazos y le reclinara en su falda. ¡Cuán de otro modo se levantaban ahora
los brazos de Jesús! ¡Cuán amoroso nos invitaba a echarnos en ellos, como
hijos también amantes, para que gustásemos los abrazos inefablemente
deliciosos del Salvador del mundo! María, en fin, como atraída por la
irresistible mirada del ya expirante Jesús, levanta la cabeza y le mira
también. ¡Oh qué trueque de miradas! Si el Eterno Padre no hubiera tenido de
su mano a María, en aquel acto hubiera muerto de amor... Pero ¡ay! ¿Por qué
ese estremecimiento súbito en lo más profundo de sus entrañas? “¡PADRE, EN
TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU!”, clama Jesús y expira; su sacratísima
cabeza cae desplomada sobre el pecho helado, sus párpados se cierran y su
alma pasa, más veloz que el relámpago, por delante de María. Gime el aura
leve sacudiendo el velo de tinieblas; reaparece el astro del día vertiendo
torrentes de luz sobre la cima del Calvario, y las aves tornan, todavía mal
seguras, a sus acostumbrados trinos. María, entretanto, Madre ya y sin Hijo,
muda y firme al pie de la Cruz. Era pasada la tercera hora.
269. Tal fue el quinto dolor
con sus períodos generadores de santidad y de angustia. Durante ellos, y sin
interrupción de un solo instante, la Santísima Virgen, a despecho de las
atroces torturas del día anterior, seguido de una noche de insomnio, y luego
de aquella horrenda mañana, estaba de pie. Estaba de pie, como el Evangelio
con elocuente concisión nos la pinta, cual si en aquel prodigio de
sufrimiento valeroso quisiera revelarnos la inconmensurable magnanimidad de
nuestra Madre Santísima. Galardón es, por cierto, de tal heroísmo que no
podamos representarnos a Jesús Crucificado sino con su Madre al pie. Mas por
ahora resignémonos a verla sola en el Calvario. Son las tres de la tarde del
más terrible día que ha visto ni verá el universo.
270. Bien que al narrar este
dolor dejemos ya señaladas en globo sus notas características, expondremos
algunas más menudamente. Vemos, en primer lugar, que la Crucifixión tiene de
singular y privativo haber sido fuente y origen de todos los demás dolores
de Nuestra Señora, excepto del tercero, que fue como la especial Crucifixión
de Ella, su Getsemaní y su Calvario. Pero sus otros dos dolores durante la
infancia de Jesús, y el cuarto, en que se contiene la historia de la Pasión
de Nuestro Señor, viene a concentrarse en este quinto. Por lo tocante al
tercero, es decir, los tres días del Niño perdido, ni pertenece a la
infancia de Jesús, ni se refiere a su Pasión más especialmente que
cualesquiera otros sucesos de la vida de María Santísima; fue un acto de
Jesús, especialmente conexo, al parecer por lo menos, a las relaciones del
Hijo con la Madre, respecto de cuyas aflicciones anteriores a los diez y
ocho años de Nazaret, era lo que estos dieciocho años al conjunto de toda su
vida, es decir, asunto, permítasenos la frase, exclusivo entre los dos, y,
por consiguiente misterio, muy diverso de otros en que los dos juntos
cooperaban a la redención del género humano. Pero respecto de todos los
demás misterios dolorosos de María Santísima, el Calvario era su punto común
de confluencia; lo es, por lo pronto muy claramente la profecía de Simeón;
lo es no menos la huída a Egipto, cuyo objeto inmediato era evitar que el
cruel Herodes anticipase la muerte de Nuestro Salvador; mucho más lo es el
camino del Calvario, en donde María ve a su Hijo con la Cruz a cuestas; y,
por último, el Descendimiento de la Cruz y el Santo Entierro. La
Crucifixión, pues, de Nuestro Señor fue sustancia real, digámoslo así, de
todos los dolores de María; en aquel instante había llegado a su misma
fuente original, que era el Calvario; todos los demás dolores que de aquí
procedían eran como arroyo de sangre extendido desde la cima de aquel monte
hasta el sepulcro mismo de Jesús, en cuyo inmenso océano desembocaba; así es
que, comparados todos ellos a la Crucifixión, eran como oleaje flotante en
la superficie del insondable abismo de las aflicciones de María. La
Crucifixión era de suyo un dolor sin nombre ni compasión posible; centro
propio de la órbita de todos los dolores de nuestra Madre Santísima, así
como el tercero de ellos constituía por sí una esfera singular, a saber:
María en sí misma, astro esplendidísimo, harto más caro a Jesús que esta
nuestra oscura región iluminada con su luz misteriosa, merced a la cual
percibimos como una vislumbre de aquel mundo de grandezas casi eclipsado a
nuestros ojos durante aquellos dieciocho años que el Hijo de Dios quiso
vivir sumiso a su Madre mortal. Así entendido, el misterio de los tres días
de perdido el Niño Jesús forma, con los de la Inmaculada Concepción, la
Encarnación del Verbo y la Asunción de Nuestra Señora, un mundo suyo aparte,
que habría existido aunque no hubiera pecado Adán, y en él sus
descendientes, bien que habría sido diverso de lo que es por efecto de aquel
pecado. De todos modos, aquel tercer dolor ciertamente uno de los misterios
que menos se nos alcanzan entre cuantos el Evangelio nos propone, nos
encamina para conocer el orden de relación que media entre María y José,
entre la maternidad divina y la naturaleza pasible del Verbo Encarnado, o lo
que es igual entre la culpa y la reparación.
271. Otra nota singular de
este quinto dolor de María es la continuidad e identidad de aquel inmenso
padecer de la Santísima Virgen. Cada cual de los misterios consumados
durante aquellas tres horas de la Crucifixión tiene su valor propio y
específico, que no consiente (salvo, quizá, el instante en que Nuestro Señor
clama al Padre por el desamparo en que le deja) considerarlos como grados
diversos de aflicción ascendente; no forman, digámoslo así, montañas de una
cordillera única, sino que cada cual de ellos la constituye por sí, y de tan
inconmensurable altura como lo era la agonía por cada cual también causada
en el alma de la Santísima Virgen. Las ansias de la muerte duran un momento;
la más terrible operación quirúrgica rara vez atormenta al paciente más de
un cuarto de hora; y sabido es que el tormento, en cuanto excede cierto
límite, causa muerte instantánea, de tal modo que, para evitarla (como
sucedía, por ejemplo, en las bárbaras pruebas del enjuiciamiento durante la
Edad Media), se necesita especial asistencia de facultativo para que mida lo
que el paciente puede sufrir. Pues bien; para María la Crucifixión fueron
tres horas de agonía mortal, continua e idéntica, a despecho de la
interminable variedad de torturas que la constituyeron, intolerables todas,
y cada una de ellas hasta un extremo superior a las fuerzas naturales del
hombre. Cuando alguna dolencia nos aqueja, y a menos que la violencia del
dolor no nos haga correr y gritar como locos, todos apetecemos el lecho:
pues bien; María, durante aquellas tres horas, se mantuvo de pie (Stabat
Mater) sin apoyarse en nada; llorando sí (lacrymosa), pero sin exhalar un
gemido. Esto no podrá entenderlo, y eso muy poco, sino quien sepa orar y
meditar como pocos saben.
272. Singularmente notable es
también en este dolor la heroica prueba de incomparable fe que durante él
muestra María; Ella sola, de pie junto a la Cruz con Juan y Magdalena, lleva
en sí y representa la fe del género humano. Sobrenaturalmente considerada,
jamás se había mostrado tan manifiesta la divinidad de Jesús; pero
naturalmente hablando, jamás se había mostrado tan eclipsada. ¡Cómo! ¿Aquél
hombre clavado en aquella. Cruz, blanco de tantos oprobios, víctima paciente
de tales iniquidades; aquel hombre era Dios? ¿Pues cómo de sus pupilas no
brotaba una centella que así lo mostrase? Si era el Omnipotente, ¿cómo pudo
consentir en ser miserable juguete de los groseros pretorianos de un rey
incestuoso? ¿Cómo tolerar aquella serie de insultos, de ludibrios, de
tormentos que ninguna mente humana puede ni aun concebir sin repugnancia y
horror? Y eso que el Evangelio, ciertamente, no nos refiere sino una mínima
parte; y así y todo, cuando lo contemplamos al cabo ya de tantos siglos,
habemos menester devoción muy tierna, fe muy viva y amor muy profundo para
recorrer mentalmente sin femenil desmayo aquellas escenas horribles que a
tanta costa fueron expiadas nuestras culpas más atroces y nuestras más viles
torpezas. Los prácticos en las dificultades de la vida espiritual saben por
cierto muy bien que la devoción a la Pasión es el escollo de toda fe mal
segura, de todo amor tibio, de toda penitencia floja. ¡Desdichados de
nosotros! ¿Presumiríamos de tener alma más delicada que María, y aficiones
más exquisitas, y entendimiento más perspicaz para comprender, y corazón más
abonado para sentir todos aquellos horrores? Pues juzgad por aquí cuál
debería ser la fe de nuestra amadísima Madre.
273. Las perfecciones mismas
del Dios infinitamente perfecto parecían eclipsadas por la Pasión.
Triunfante parecía el pecado, y oprimida la justicia; y abandonado el Santo
por quien es la Santidad misma, y la Providencia como ahuyentada por fuerza,
y el Criador pisoteado y expulsado del mundo por sus criaturas; Dios, en
fin, el Todopoderoso: el sumamente bueno, ausente, oculto, inactivo,
cabalmente cuando más natural y necesaria parecía su intervención soberana.
¿Qué no puede osar el hombre si tanto pudo en aquella hora? ¿Se había
despojado de su poder el Eterno, o había trocado en cruel su justicia
misericordiosa? ¡Oh! Teología más que angélica era menester para no ver
entonces contradicción entre los atributos del Altísimo, y aun los mismos
ángeles venían a poner a prueba la fe de María, porque Ella ciertamente no
ignoraba ni podía dudar de que existían esos espíritus puros, pues la misma
noche anterior había visto al glorioso arcángel Miguel postrado ante Jesús
confortándole en su agonía, como el Padre se lo había mandado. Pues ¿qué
hacéis, moradores del Empíreo, qué hacéis, que no acudís en hueste
formidable en defensa de vuestro Rey y Señor? ¿Qué se han hecho aquellas
espadas de fuego con que guardabais la entrada del Paraíso?... ¡Ah! Ya lo
sé; fieles sois vosotros; como nube arrebatada por la tempestad os ha dejado
vuestro ardiente celo en torno de la cruz; pero la dulce mirada de vuestro
Señor os mandó volveros y dejarle cumplir los decretos de su Eterno Padre.
Mas siendo así, y, por otra parte, conociendo, como la Santísima Virgen
conocía, la hermosura divina del Crucificado y la inconmensurable
profundidad de su plegaria a favor de los pecadores, ¿cómo es posible que su
gracia no convierta en el acto los corazones de todos? Los hombres mismos,
con sus propias manos, desgarraban entonces el velo de humanidad con que
Jesús había querido encubrirle la inefable excelencia de su santidad
esencial; nunca su mansedumbre, su paciencia, su modestia, se habían
mostrado con tan vivos resplandores como en aquella hora de ultrajes y de
crueles ingratitudes se manifestaban; y, sin embargo, hay quien resiste a
tan dulce atractivo. ¡Oh, sí! Duros e impenitentes le vieron los guardias a
quienes con sólo su mirada había derribado por tierra en el huerto la noche
anterior; duros e impenitentes los que le habían azotado y los que habían
presenciado con algazara brutal aquel brutal tormento; duro e impenitente
aquel Pilatos que le había interrogado, y que no hallaba en El causa; y
aquel Herodes en cuya presencia había estado, y todos los que le habían
acompañado al ir y al volver; y más que todos impenitente y duro aquel
ladrón que con El moría injuriándole. Sí; continuamente emanaba de Jesús la
gracia; incesantemente era su plegaria, y no lo era menos la férvida oración
de María; y, sin embargo, al ponerse el sol de aquel viernes, ¡cuán escaso
había sido el fruto de semilla tan maravillosa! Pues con eso y todo, en el
Corazón de María no cesó ni un sólo momento de arder llama de fe bastante
para salvar a todo un mundo.
274. Otra de las más señaladas
particularidades de este quinto dolor fueron las siete palabras de Nuestro
Señor en la Cruz. Si esas palabras atravesaron el corazón de María,
penetrando hasta una profundidad inaccesible a nuestros más agudos dolores,
no fue sólo por ser últimas de tal hijo para tal madre, ni porque en ella
suscitaran recuerdos tanto más vivos de lo pasado, cuanto más lo contrastaba
lo presente, ni porque, cotejadas con otras del mismo Salvador, descubriesen
en el espíritu de María nuevos e inopinados horizontes de misterios
inefables y creasen en su corazón nuevos y maravillosos afectos; sino porque
eran palabras de Dios, “viva y eficaz, como dice el Apóstol, y más
penetrante que espada de dos filos, y que alcanza hasta la división del alma
y del espíritu, y aun de las coyunturas , y de los tuétanos, y que discierne
los pensamientos e intenciones del corazón”. (S. Paul., Rom., IV, 12).
Tales, en efecto, fueron aquellas palabras para el corazón de María;
penetráronla, como suele, nuestros oídos agudo son de clarín, sutiles y
rápidos, causándole nuevos y múltiples dolores, y dejándole como aquel cedro
hendido, como la llama partida en dos, como el trémulo desierto de Cades que
el Rey Profeta nos pinta (Sal. XXVIII).
275. Particularidad es también
de este quinto dolor aquella analogía que ya antes de ahora hemos notado
entre la Crucifixión y la Anunciación, pues así como en este segundo
misterio María comenzó a ser la Madre de Dios, así también desde el momento
de morir Jesús, comenzó a ser nuestra Madre. El Calvario fue terminación
solemne de aquel período de treinta y tres años que la Santísima Virgen
había pasado con Jesús en la unión más estrecha, y comienzo también no menos
solemne de esta otra dignidad que María ejerce en la Iglesia, también
nuestra santa Madre. Así también como en el tercer dolor vemos a Jesús
hablar a María con aparente aspereza, cual si quisiera mostrarle que su
dignidad de madre había de ceder entonces al ministerio que a la sazón
estaba El ejerciendo por mandato de su Eterno Padre, así también en este
quinto dolor Jesús anega, diríamos, la divina maternidad de María en una
nueva maternidad humana. De cuantas palabras había Jesús hablado a su Madre
durante su vida entera, quizá no hay otras tan henchidas de misterio ni que
causen dolor tan profundo a María Santísima como las que le dijo en el
templo, y estas otras que acababa de hablarle desde la Cruz, tan
maravillosamente concertadas entre sí como las notas extremas de un mismo y
solo acorde. Junto con el amor de la Santísima Virgen a las almas, amor
inmensamente acrecentado por las terribles grandezas de aquel solemne día,
habíase acrecentado proporcionalmente su aflicción; porque desde entonces ya
vio en espíritu aquella muchedumbre, no sólo de los hombres que a la sazón
andaban errantes sin pastor sobre la haz de la tierra, sino de todos los
demás que habían de estarlo también en los siglos venideros. Al par que con
luz sobrenatural veía clara y plenamente la malicia del pecado, mostrábasela
con no menor viveza la miserable condición y horrible suerte eterna de los
pecadores pertinaces. La palabra de Jesús había, no ya sólo revestido a
María de la dignidad de Madre de los hombres, sino que en realidad nos había
hecho hijos suyos, abriendo de su corazón purísimo nuevas e inagotables
fuentes de amor, con el cual nos amase como el mismo Jesús, y fuese Madre
nuestra, más todavía que suya; madre de todos y de cada uno de nosotros,
madre tiernísima, fiel, afanosa, celosa como madre ninguna en la tierra. Mas
¡ay! que ese nuevo amor no era sino nueva capacidad de padecer. Imposible es
para nosotros comprender el dolor de María al pie de la Cruz, porque como
quiera que le consideremos excede a nuestra comprensión; pero aun de aquello
mismo que de él podemos alcanzar no formaríamos idea exacta sino tomando en
cuenta que María fue desde entonces nuestra Madre, no meramente porque Jesús
la nombrase para este cargo, sino porque tal, en efecto, la hizo la palabra
creadora de Dios, magnificando por ende su corazón afligido y llenándole de
tribulaciones adecuadas al inconmensurable acrecentamiento de su amor; en
Ella renacemos con verdadero dolor de sus entrañas, cual si al darnos la
nueva vida espiritual hubiese de costar a su alma purísima padecer la pena
de la prevaricación impuesta a Eva, nuestra primera madre.
276. Contar debemos entre las
particularidades de este quinto dolor una que le es común con el cuarto, y
que contrasta singularmente al sexto, a saber, el verse la Santísima Virgen
impedida de acercarse a Jesús, para asistirle como solícita Madre. Tiene el
dolor tan distintas fases en el humano corazón que aquello mismo que
presente le apena, ausente le acongoja; y esto cabalmente sucedió a María en
los distintos casos; de la Crucifixión el uno, y del Descendimiento de la
Cruz el otro; aquí desgarraba su corazón el asistir con materna solicitud a
su Hijo muerto, y allí el no poder aliviar de modo alguno a su Hijo
expirante. Quien por experiencia propia no conozca este contraste, poco ha
padecido, por dicha suya. ¿Cómo una madre podrá estar inmóvil a la cabecera
de su hijo moribundo? Su pena misma no se lo consiente, y el cuidar de aquel
mismo ser a quien ama, le sirve entonces de alivio y consuelo; mullirle la
almohada, recogerle la cabellera, limpiarle el sudor de la frente,
humedecerle los labios, frotar suavemente aquella mano rígida para
restituirle el calor que ya no volverá, renovar el aire de la estancia,
echar las cortinas para que no entre demasiada luz, apartar de aquel pecho
oprimido el pesado cobertor, esto y mil otras cosas más hará la triste
madre, y a veces hasta siendo claro que estaría mejor al enfermo el que no
se le tocase; pero ella no lo ve, ni entiende el por qué lo ha mandado así
el médico; antes bien, se imagina que semejante prescripción es una
crueldad... – “¿No veis que la espuma de la boca le está quitando la
respiración? ¿No comprendéis que esos cabellos encima de los ojos le están
quitando la vista? ¡Bárbaros! ¿Por qué no me dejáis restañarle esa sangre?”
– “¡Madre infeliz; si ya sus ojos no ven, si ya su sangre toda está agolpada
en el corazón, que va a dejar de latir! Nada puede hacerse ya para
reanimarle”. – “Pues no importa, quiero que sienta el contacto de su madre
hasta el postrer momento...”.
277. Madres, ¿comprendéis
ahora el dolor de María durante aquellas tres horas? Allí está su Hijo en
Cruz, clavados pies y manos y todo su cuerpo colgando a plomo sobre aquel
madero nudoso y áspero; su cabeza golpeándose contra la tablilla del Inri, y
de todos modos horadada por las espinas; si la reclina sobre el pecho, su
tronco entonces se desploma con peso mayor, la sangre que de todas partes le
brota corre abrasadora por sus llagas y le ciega, coagulándose en sus
párpados, y le embarga más la respiración, coagulándose en sus labios
sedientos... ¿Qué haces, María? ¿Cómo no te acercas para sostener su tronco
desplomado, para restañar su sangre, para humedecer su boca? ¡Madres que la
contempláis! sabed que no la dejan; no la dejan acercarse a su Hijo: a ese
Hijo, en aquel momento, no puede acercarse siquiera aquella Madre... Y, sin
embargo, miradla y maravillaos; está serena, firme como una roca sin
desfallecimiento, sin estupor, llorando y adorando, y mereciendo que el
Eterno la tenga, como la tiene, de su mano, para que viva amando y sufriendo
silenciosa.
278. Tomar debemos también
aquí en cuenta que el ver a Jesús desamparado por el Padre tenía que ser
para María muy otra cosa que para nosotros. En lo tocante a los misterios
que la Iglesia nos propone, tenemos que aceptar términos cuyo valor
significativo no podemos apreciar plenamente; por ejemplo, cuando hablamos
de la eterna generación del Hijo y de la procesión del Espíritu Santo,
imposible nos es abrazar la sabiduría, el esplendor, el amor, la ternura, la
patética energía, si lícito es decirlo así, que implican todos esos actos de
la vida divina, y, por consiguiente, los términos que los expresan no pueden
suscitar en nosotros imágenes, sensaciones y afectos que podamos definir,
sino que únicamente nos es dado concebirlos por mero acto de amor y de
adoración. Sin embargo, es indudable que para los teólogos, esos términos
tienen todos una significación más extensa que para el común de creyentes,
así como la tienen para los santos mayor que para los sabios, y para los
comprensores en el cielo incomparablemente más vasta que para los viadores
en la tierra, pues que así en la tierra como en el cielo, en tanto conocemos
y sabemos de las cosas de Dios, en cuanto más o menos le amamos. Esto
cabalmente nos acontece respecto de aquel desamparo de Jesús crucificado;
nos llena de santo temor, pero apenas le concebimos; vemos de Ello bastante
para tenerle por misterio sacratísimo, pero no para definir en qué consiste
el misterio. Providencia de Dios es indudablemente esta oscuridad, que nos
vela el fondo de ciertas cosas del orden sobrenatural, para que nuestra
flaca vista pueda mirarlas sin vértigos; ¿quién, por ejemplo, no fallecería
helado de espanto si pudiese ver tal cual es el infierno y la muchedumbre
de almas inmortales que en él entran para padecer por toda una eternidad
penas tan horrorosas? En el instante mismo que estamos aspirando el grato
aroma de una flor, se está pronunciando la eterna condenación de un alma; en
el acto mismo que con amor y temor estamos adorando al Santísimo Sacramento,
se están abriendo para muchas otras las puertas de aquella horrible cárcel,
que con sus llamas eternas arde bajo el blando césped donde muellemente
reclinados, vemos las nubes tornasoladas mecerse en el aire al soplo de
regaladas brisas; allí, a menos distancia quizá del diámetro que conocemos
de nuestro globo, está la inextinguible hoguera, y mezclados con su estridor
horrendo los desesperados gritos de inacabable agonía, poblando con lamentos
las regiones tenebrosas. ¿Cuál no sería, decimos, la angustia de nuestra
alma si, como a veces creemos entrever y entreoír un momento de la profunda
mansión de tales horrores, la viésemos y oyésemos en toda su espantosa
grandeza? Sólo con haber Dios mostrado a una santa la malicia de un solo
pecado venial, la puso en trance tan peligroso de muerte, que, en efecto, a
no mediar el auxilio divino, el terror y el horror le hubieran quitado la
vida; ¿qué sería, pues, el ver la innumerable suma de enormes pecados,
juntos con la impenitencia final y con el espectáculo tremendo de sus
adecuadas penas? Pues en su especie quizá nos aconteciese algo análogo si
viéramos tal como en sí debió ser aquel desamparo de Jesús, que ciertamente
ninguna criatura pudo comprender como María, para la cual fue quizá clara la
maravillosa profundidad de aquel misterio; o, por lo menos, nadie, ni aun el
ángel más encumbrado, logró ver tanta parte de él. Pero cabalmente por eso
debió de causarle los más indecibles afectos de amor compasivo, que trocados
muy luego en correspondiente dolor, le mostraron la Pasión de su Hijo
sacratísimo por un nuevo y más terrible aspecto.
279. Distínguese también ese
quinto dolor de María por otra nota especial que le convierte en uno como
reflejo de la Pasión de Nuestro Señor, y fue la universalidad de su padecer,
que, en efecto, como espesa malla, oprimió durante aquellas tres horas todo
entero su ser natural, no dejando ni en su cuerpo ni en su alma espacio
alguno donde la mano de Dios no grabase una tortura. Y aun lo mismo que en
todas ellas era sobrenatural, las agravaba en vez de aliviarlas, pues así
como las llamas del infierno son tan terriblemente penetrantes porque son
pena del pecado, así también lo que había sobrenatural en este dolor de
María Santísima era tan terriblemente agudo porque Dios quería extremar en
Ella el padecer hasta el postrer límite posible a una criatura, con el fin
de que su santidad y sus merecimientos fuesen encumbrados sobre los de todas
juntas, excepto únicamente la naturaleza humana de Nuestro Señor Jesucristo.
Por todos los sentidos y potencias de la Santísima Virgen se desbordó el
padecer como oleaje tempestuoso; todos sus afectos había ido inmolando uno
tras otro al pie de la Cruz; su voluntad habíase sujetado a la más dura
prueba, consintiendo en el más inaudito sacrificio que exigir pudiera la
tremenda justicia de Dios; su alma había sido sacrificada y su cuerpo
fieramente quebrantado por la angustia misma de su espíritu, sin contar el
material cansancio de aquellas tres horas rígidamente pasadas de pie en
aquella situación de ánimo y sintiendo salpicadas de la sangre de Jesús
manos y rostro. ¡Oh Madre! Por ti lloraba, sin duda, el espíritu profético
de Jeremías en aquella lamentación sublime: “El Señor ha cercado de
tinieblas a la Hija de Sión; Ella no cesa de llorar toda la noche, y sus
mejillas están surcadas de lágrimas; ni uno de cuantos amaba la consuela. De
lo alto envió el Señor fuego que ha devorado mis huesos; El ha macerado mis
carnes; El ha tendido a mis pies una red que me ha derribado, y por todo el
día me dejó sola y desfalleciente; El derribó a todos los esforzados que me
guardaban, y sobre mí echó el tiempo que había señalado para despedazar a
mis huestes escogidas... Por eso lloro, y mis ojos son fuentes, porque el
consolador que había de restituirme la vida se ha apartado de mí... Perdido
se han mis hijos, porque mi enemigo ha sido más fuerte. Mi corazón se ha
volcado dentro de mi pecho, porque estoy henchida de amargura. ¡Por de fuera
todo lo destruyó el filo de la espada, y por dentro no parece sino muerte!
¡Oh, vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor
que al dolor mío se compare. Porque el Señor me ha exprimido como a uva,
cuando me afligió en el día de su ira abrasadora...”
280. Sobre todas estas
aflicciones de María estaba la pena de no poder morir con Jesús. En
perdiendo un ser amado, ¡cuántas veces nuestro verdadero y único consuelo
sería morir con él! Luz ha sido de toda nuestra vida, compañero y
copartícipe de nuestras alegrías y de nuestras penas; la muerte nos le ha
llevado; ¿para qué hemos ya de vivir? En él se cifraban nuestros proyectos,
nuestros afanes, nuestras esperanzas; faltándonos él falta el punto de apoyo
de toda nuestra existencia; con él hemos perdido el aire respirable; ¿para
qué ni cómo seguir nosotros viviendo? Los Apóstoles, y sobre todos Tomás,
cuyos afectos eran tan vivos, querían morir con Lázaro, sólo porque Jesús
tan tiernamente le amaba. ¿Quién de nosotros ha olvidado aquel día terrible,
que nos pareció el último de la tierra, para nosotros al menos? ¿Aquel día
en que vimos aquel ataúd encerrando aquellos restos que a nuestro espíritu
conturbado parecía como cifra de la eternidad? Lo habíamos previsto, y, sin
embargo nos toma de nuevas, como la más inopinada desventura. ¿Qué nos
haremos ahora de la vida? ¿Cómo proseguir nuestras habituales tareas? ¿Ni
cómo emprender otras? Helado aquel corazón, ya no hay calor posible para el
nuestro... Así piensa y así siente el hombre cuando la muerte le arrebata un
ser humano a quien amó como naturalmente el hombre puede amar. Pues juzgad
por aquí del dolor de María; aquel Hijo suyo, que expiraba en aquel
suplicio, y a quien había Ella prodigado durante treinta y tres años su
maternal solicitud, aquél hombre era Dios, y Ella lo sabía. Calculad ahora,
si os es posible, la intensidad de su dolor, su soledad profunda, el
horrendo vacío de toda su existencia, después de rota aquella unión tan
maravillosamente íntima, gozada por largo período de misterios y de
milagros.
281. Descrito ya este quinto
dolor, enunciemos ahora las disposiciones de ánimo con que le sufrió la
Virgen Santísima. Leyendo las vidas de los Santos advertimos en cada cual de
ellos una especial gracia interior, semejante a veces, y a veces diversa de
la de otros Santos, no siendo raro hallarnos con algunas que no sabemos cómo
clasificar en el catálogo de las virtudes con ellas recompensadas. Pero de
todos modos nos maravillan aquellos esplendores con que vemos adornada el
alma de los bienaventurados, in splendoribus sanctorum, y más todavía si
consideramos que cuanto de aquella hermosura se nos alcanza es casi nada
comparado a lo que no vemos, pues, como la reina del mediodía lo proclamaba
de Salomón, apenas se nos muestra la mitad; aquello poco que percibimos es
apenas señal de lo inconmensurable que a nuestros ojos terrenales se oculta.
Pues si esto es así de cualquier santo, imaginad qué será de la Santísima
Virgen, de quien expresamente dice David que la hermosura de la Hija del Rey
es toda interior, y el Cantar de los cantares, para mejor encarecerla, añade
repitiéndolo: “Sin contar con lo que dentro se esconde: absque eo quod
intrinsecus lutet”. Imposible es, pues, hablar debidamente de la hermosura
interior de María; y aun es, por tanto, más arduo: al considerar cada cual
de sus dolores, enunciar los afectos suscitados por él en su corazón, pues
que para expresar cosas de todo punto extraordinarias tenemos que valernos
de imágenes terrenas y de palabras comunes, que no sólo ofrecen el
inconveniente de ser inadecuadas a la realidad, sino que a veces la
enturbian, como quiera que es forzoso emplear siempre términos idénticos
para expresar afectos constantemente diversos en cada dolor, ora por el
nuevo modo con que respectivamente se producen, ora por el nuevo y magnífico
grado de heroísmo a que se van elevando incesantemente. María es de por sí
uno de aquellos espectáculos divinos que, como la visión beatífica misma,
excita siempre en el que le contempla deseo de más conocer, sin que por eso
deje de regocijar luego el ánimo con indecible contentamiento.
282. Otra razón hay que agrava
también, sobre todo en lo relativo a los dolores de María, esta dificultad,
mejor dicho, imposibilidad de describir dignamente la profundidad y grandeza
de su interior hermosura. Nace esa dificultad de la que, por su misma
limitación nativa, tiene nuestro espíritu para abrazar el conjunto de lo
presente. En efecto, cada cual de nosotros sabe por experiencia propia que
ni en nuestros gozos ni en nuestros pesares vemos nunca de golpe todo lo que
hay en ellos, sino que lo vamos descubriendo, digámoslo así, por jornadas.
Esto hay que tomar en cuenta para entendernos, cuando decimos que crece un
dolor; no es el dolor lo que crece, sino el conocimiento que de él
adquirimos; todo cuanto de él hemos de ir probando durante años enteros
estaba en él desde el primer instante; sólo que nosotros, por la nativa
cortedad de nuestra intuición, no lo habíamos visto en junto desde luego. De
aquí el parecer a veces más heroicos de lo que realmente somos en sufrir el
dolor; no llevamos de él sino la porción de peso que conocemos; si le
conociéramos todo, no le llevaríamos con aquel denuedo; por eso la
misericordia de nuestro Padre celestial nos le va mostrando poco a poco tal
cual es, hasta que la costumbre de llevarle nos fortalezca para sufrir toda
su carga. Entre tanto, lo que sufrir vamos pudiendo, obra es de la divina
gracia, no de nuestros alientos propios. Ello es, de todas maneras, que de
lo que tenemos delante siempre sabemos poco; que estamos perpetuamente en
deuda con el tiempo, y que cuando llegamos a entender lo que al pronto no
vimos sino mermado, suele ser ya tarde. Para nuestra enmienda, para nuestra
santificación, quizá muchas veces conviniera que el entender y el sentir
nuestros dolores se anticipase a su plena manifestación ulterior; pero, al
fin, merced a esa lentitud de nuestra flaqueza, las penas se nos hacen; por
lo general, más soportables de lo que parecen, como quiera que las vamos
sobrellevando gradualmente y casi sin advertirlo. Pues bien; nada de esto es
aplicable a la Santísima Virgen, para la cual todo dolor era desde luego
plenamente entendido y sentido; así es que de ellos cabe decir con toda
verdad lo contrario que de los nuestros, a saber, que son más grandes de lo
que parecen y que se acrecientan en nuestra estimativa, mas no en realidad,
por cuanto considerados en sí mismos y con relación a nuestra amadísima
Madre, todos y cada uno de ellos la afligían con la plenitud de su
respectiva intensidad. Forzoso es tener esto presente al hablar de los
afectos que cada dolor suscitaba en Nuestra Señora, pues sus tribulaciones
eran de distinta índole que las nuestras, y, por consiguiente, diversas
también las disposiciones de ánimo con que las sufría. Si queremos, pues,
estar en lo cierto acerca de este punto y suplir en lo posible la
insuficiencia del humano lenguaje: concibamos siempre los dolores de María
Santísima todo lo intensos y múltiples que nuestra mente puede alcanzar.
283. Esto supuesto, comencemos
por contemplar, según lo hemos hecho respecto de los demás dolores, la
serenidad de ánimo que la Santísima Virgen mostró en éste. Al considerar los
numerosos horrores de la Crucifixión y lo violento de las emociones que
ellos acumulaban en el corazón de María, parece que todo lo debíamos
prometernos de la abundantísima gracia difundida por Dios en Ella, menos
ánimo tranquilo; y, ciertamente, si no supiésemos que Dios es paz eterna,
por intempestiva y extraña tendríamos una santidad que en tan críticos
momentos fuese poderosa a conservar calma tan profunda. En nosotros la
violencia de los afectos manifiéstase comúnmente por vivas agitaciones, y de
aquí el que tan arduo se nos haga comprender cómo la más cruda pena y la
sensibilidad más exquisita pueden concertarse con una calma que más parece
impasibilidad; y de hecho, en el común de los hombres, señal es de dureza de
corazón esa serenidad en las graves desventuras. Pero la paz de la Santísima
Virgen, fiel imagen de la paz divina, no se hubiera alterado por el
estrépito de millones de mundos, pues que ni aun el horrendo aspecto del
pecado, con afligirla tan profundamente, era poderoso a desconcertarla ni
amortiguar un ápice la siempre encendida hoguera de su amante corazón. Nada
nos muestra con maravilloso modo como esta calma inalterable la unión
estrechísima de María con Dios, porque, ciertamente, allí donde Dios está no
puede haber turbulencias, y en el ser de la Santísima Virgen no había lugar
que Dios no llenara y señorease con absoluta soberanía; por eso, a despecho
de aquel cúmulo de horrores, el alma de Nuestra Señora fue exenta de
espanto, de estupor y de desmayo, y hasta en los instantes mismos de
mostrársele más profunda la sima del misterio doloroso, veíase claramente
que los designios de Dios no tomaban de nuevas a su predilecta criatura; tal
y tan continua era en Ella la presencia de Dios; tal y tan admirable era su
prontitud en corresponder a la voluntad del Eterno; tan maravillosamente se
concertaban en Ella, por una parte, la más perfecta subordinación de su
afecto al influjo instantáneo de la gracia, y por otra la holgura que,
merced a esta subordinación misma, lograban aquellos afectos para ampliar y
fortalecer con indecible acrecentamiento sus potencias de amar y de sufrir.
Ni esfuerzo violento, ni trabajosa lucha, ni cobarde tregua, ni señal, en
fin alguna dio María de sentir su espíritu dominado por influjo exterior
alguno; dócil y sumisa al querer de su Criador, los ángeles mismos
contemplaron maravillados el celestial reposo y la grandiosa resignación de
tan sin par criatura.
284. De aquel ánimo valeroso
procedía su elocuente silencio. Tomemos en cuenta que si bien para María el
sobrevivir a dolor tan grave era de suyo milagroso, su paciencia en
sufrirlo, más que milagro, era gracia. Conservábale Dios la vida, mas no le
enviaba auxilio que por un momento solo pudiese amenguar el mérito sublime
de su paciencia; virtud en Ella tan excelente, que el más encumbrado de los
espíritus celestiales no pudiera igualar. Era el suyo un valor que con su
mismo silencio mostraba elocuentemente lo riguroso de la prueba, lo generoso
del sacrificio, y, además, su maravillosa unión con Dios, pues sabido es que
cuantos tratan con Dios familiarmente más acostumbran a escuchar que hablar.
María no hablaba porque todo lo fiaba de Dios; ni aun recogía su espíritu
para padecer, ni se curaba de aprestarse para el combate, sino que le dejaba
llegar sin apresurarlo ni retardarlo. ¿Cómo resolución tan serena podía ser
al mismo tiempo tan fuerte? En cuanto nuestra mente limitada puede entender
los misterios de la santidad, diríamos que esa resolución era tan fuerte,
cabalmente porque era, tan serena. Pero con esto no creemos haberla
explicado, ni presumimos de poder hacerlo adecuadamente nunca, pues ¿quién
será capaz de apreciar cómo en el alma de María se juntaba fortaleza tan
eminente con sencillez tan infantil de corazón y con serenidad tan
inaccesible a todo desconcierto?
285. Considerada ya la
tranquilidad de ánimo de María y su valor silencioso, tócanos decir algo
sobre lo generoso de su sacrificio. Diríamos que estos afectos de la
Santísima Virgen eran en la fortaleza de su corazón como anchurosas
estancias donde no nos atrevemos a hablar por temor de suscitar ecos, y
donde, mudos, nos limitamos a contemplar los magníficos trofeos colgados en
las paredes. Sólo una voluntad tiene la criatura que sacrificar a Dios, y
cuando se la ha entregado irrevocablemente, ¿qué le queda por hacer? Nada
mas sino perseverar en la resolución primitiva, pues sólo así obtiene su
plenitud el sacrificio. Pero, María no parece sino que tuviese voluntades
sin término que entregar a Dios, y que todas, en efecto, se las hubiese ido
entregando, cada cual en su sazón propia, con toda la prontitud de la más
filial obediencia, y a medida que la divina voluntad le probaba a toda hora
y de todos modos; María no esquivaba, ni aplazaba, ni regateaba jamás su
obediencia, por más que le costase esfuerzo; ni ¿cómo, en verdad, pudiera
menos de costárselo, cuando se le ordenaba no quedarse, digámoslo así, a la
zaga de Dios, y sobre todo cuando la tremenda justicia del Padre pedía ser
satisfecha con la Pasión del Hijo? Pero el esfuerzo de María iba anegado en
paz celestial y avalorado por la más reverente adoración; su obediencia se
medía por cada exigencia de Dios, y Ella tanto más le daba cuanto más Dios
le pedía, no pareciendo sino que era tanto más infatigable cuanto más
fatigada estaba, como las almas de los compresores, que tanto más aman y
adoran cuanto más profundamente su beatífica visión penetra en los
insondables senos de la Santísima Trinidad.
286. Y sea, desde luego, esta
sublime generosidad de María, primer ejemplo que de Ella tomemos en este su
quinto dolor, donde nos enseña perseverante fidelidad a nuestras cruces,
después de habernos enseñado en el cuarto cómo debemos de llevarlas. Sí;
menester es que no nos separemos de nuestra cruz, y que no bajemos del
Calvario sino después de crucificados. Pero acontece, ¡ay!, que precisamente
el Calvario es el grande escollo de la humana paciencia; muchos suben con
valor al sacro monte con la cruz a cuestas, pero en llegando arriba la
sueltan y bajan a la ciudad para acabar la fiesta entre la algazara del
pueblo; algunos se dejan desnudar, pero en tocando a ponerse en cruz, huyen
medrosos; los hay que hasta se dejan clavar en ella, pero se desclavan antes
que la enderecen; y no falta quien, enderezada ya y todo, baja de ella sin
esperar a que pasen las tres horas; unos bajan a la primera, otros a la
segunda, y algunos, ¡oh dolor!, en el instante mismo de estarse acabando la
tercera. El mundo está lleno de desertores del Calvario; tan lleno, que no
parece sino que o por desdén o por prudencia, la gracia los deja como cosa
perdida, pues ella no crucifica jamás a ningún hombre mal de su grado, sino
que encomienda este oficio al mundo, el cual le desempeña, por cierto, a las
mil maravillas, tan traidora como crudamente. Piensa el común de los hombres
que para refrigerarse les basta con aspirar media hora la brisa del
Calvario, y que la crucifixión es como baño de mar, tanto más saludable
cuanto más corto; pero miserablemente se engañan; el dolor es un obrero de
suyo pesado en la tarea, y la crucifixión no es asunto breve; más pronto se
arraiga el árbol en un terreno baldío que la cruz en un corazón
inmortificado. Todo esto nos impacienta muy luego; quisiéramos que nuestra
santificación fuese como operación quirúrgica que pasa pronto, no como cura
que pide tiempo. El amor propio, para quien conoce bien las mañas de este
enemigo, es de suyo tenaz y rebelde, y nadie lo sabe mejor que los santos,
pues a veces, cuando ya han vencido heroicamente a todos los demás, tienen
que mantener todavía contra él fuerte batalla. Por esto nos es, ¡ay!, tan
difícil permanecer las tres horas enteras en el Calvario, y, cierto, no hay
en la tierra cosa más triste que esta veleidosa flaqueza de desertar del
cielo cuando más cerca se está ya de sus alturas. ¡Cuántas de esas almas a
medio crucificar vemos a toda hora y en todas partes, dislocadas de su
centro propio, mísero ejemplo de las veleidades de nuestra naturaleza y de
las justas represalias de la gracia!
287. La Divina Majestad es de
suyo exigente; sábenlo bien los que de veras la aman, y aun tanto más la
aman cuanto mejor lo saben. De aquí que para Dios no hemos cumplido ni aun
con pasar las tres horas enteras en el Calvario, sino que mientras no
estemos amarrados a la cruz es menester que nos tengamos de pie, no
sentados, no tendidos en tierra, no recostados en la cruz, que cierto nos
aguarda allí como suplicio y no como lecho de descanso; ni aun arrodillados
tampoco hemos de estar, por más que bien parezca, pues allí estamos para
sufrir a pie firme, no para adorar; o mejor dicho, allí el sufrimiento es
acto de adoración. No creamos; no, haberlo hecho todo con adorar la cruz o
decir de ella lindas frases, o tomar delante de ella devotas aposturas; nada
de esto vale como la sencillísima cosa de tenernos de pie junto a ella en
actitud varonil. Este es; diríamos nosotros, el ceremonial del Calvario.
Pero ¡qué pocos le cumplen, debidamente!; y ¡dichosos nosotros si no somos
de ellos! Hay quien todo lo promete camino del Calvario, pero en llegando
arriba, todo lo revoca; tal vez le estuviera mejor haber sido crucificado
desde luego, mas Dios no lo quiso así, y he aquí que el aplazamiento le ha
quitado el valor; he aquí que le han puesto miedo aquellas espantosas
calaveras esparcidas en el césped marchito de la montaña, y o se ha sentado
para aguardar sin molestia, o ha pedido a grito y de rodillas que aparten de
él la cruz. ¡Insensato! Esa plegaria está bien en Getsemaní, pero no en el
Calvario; aquí estás ya en el fin, no en el principio. Otros se aterran al
ver los preparativos de la crucifixión, abrir el hoyo para el madero, medir
con cruel frialdad la longitud de los brazos de la víctima, aguzar los
clavos, levantar el martillo... Algunos por miedo al frío, no quieren
dejarse desnudar; a otros espanta el eclipse que les anubla los rostros
amigos y les esconde todo mundanal consuelo; éste grita y huye despavorido
en cuanto siente el frío hierro tocarle la palma de la mano, aquél... Casi
todos huyen. ¿No fuera mejor bajar buenamente del Calvario confesando
nuestra flaqueza que no dar tales muestras de cobardía, en la cima del monte
sacro? No; lo que hay que hacer es quedarse allí, pues más vale al cabo
dejarse crucificar de mala gana que no serlo de modo alguno. Aguardemos,
pues, a pie firme si podemos; y si no, dejémonos traer y llevar aunque sea
temblando de miedo, y que nos claven cuando quieran. Lo que importa es que
seamos crucificados de buena voluntad si es posible, y haciendo, como
vulgarmente se dice, de tripas corazón, si otra cosa no consiente nuestra
ruindad.
288. ¿Por qué tantos fracasan
en la prueba? Porque no saben callar, porque ignoran cómo la fuerza se va
con las palabras, y cuánto la paciencia depende del silencio. Así cabalmente
han podido los santos llevar tan pesadas cruces; cabe que la nuestra, sólo
por no ser compadecida, se nos haga más pesada, porque enerve nuestras
fuerzas para llevarle el mismo afán de ser compadecidos. Sí; el silencio es
la atmósfera propia de la cruz; las mejores, son las que el mundo no ve;
pero aun de aquellas que ve, nos conviene no quejarnos, pues con esto sólo
las convertimos en secreto nuestro, porque si no podemos ocultar el daño,
podemos al menos ocultar lo que nos cuesta sufrirlo; podemos ocultar la
flaqueza que tantas veces nos pone en trance; de sucumbir; podemos, en fin,
merecer, guardando para nosotros solos aquellos pormenores del dolor que
suelen ser sus puntas más aceradas, y excitan, por lo común, la compasión
ajena más que la sustancia misma de nuestro padecer. De todos modos, la
compasión ajena profana, por decirlo así, las operaciones de la gracia, pues
el Espíritu Santo esquiva todo lo que “procedente de la tierra es terreno”,
sus mejores consuelos están reservados cabalmente para los corazones
humanamente inconsolables, y no son para los que antes que a Dios buscan a
las criaturas. Aquellos a quienes Dios no baste, sino que por añadidura
pidan consuelos al mundo, errarán miserablemente siempre, porque Dios no les
mostrará jamás cuán diferente cosa son el oro del cielo y la escoria de la
tierra. Mas todo esto parece duro a la humana condición; explorador flojo y
cobarde de las regiones encumbradas, el hombre no respira libremente en las
alturas del Calvario, y apenas se detiene en ellas un punto para gozar la
magnífica perspectiva que desde allí se descubre. Cuesta mucho en verdad,
renunciar a todo consuelo, y nuestro amor propio se place de la ajena
compasión, porque en rigor puede ella alguna vez aliviar momentáneamente
nuestra pena; pero sépase que al buscarla descendemos; no la repelamos,
pues, si a nosotros viene; pero no la pidamos tampoco ni la codiciemos,
porque tal como es el mundo: arriesgaríamos por un bien o falaz o liviano
malograr lo que en nuestros afectos hay divino. Que esto es costoso, repito;
¿pues no ha de serlo?, y mucho; tanto más, cuanto hemos de aceptarlo
cabalmente como parte de nuestra crucifixión. Pero así nos lo enseña el
Calvario; aprovechemos, pues, la lección, por dura que sea, y no nos
descorazonemos por sentirnos temerosos. ¿Quién ha dejado nunca de temer al
emprender algo grande?
289. Mas acontece que en este
mismo sacrificio de renunciar a todo consuelo humano, hay un verdadero
consuelo, profundamente escondido, sí, pero a nuestro alcance; y es que
nunca estamos realmente más cerca de Jesús que durante esas tinieblas de
nuestra alma; nunca sentimos más el estrecho abrazo del Criador que cuando
nos falta el de las criaturas. Allí donde las criaturas están, reinan
siempre sombras que nos importunan, que nos estorban la gracia, que nos
ocultan a Dios, y privándonos de consuelos espirituales nos tornan flojos y
descontentadizos. Cuando quiera que deseemos poner nuestra vida más cerca de
Dios, sépase que el dolor nos dará para esto más ganancia que pensamos,
porque él nos envolverá como velo de noche amiga, y mientras más nos oculte
el horizonte del mundo, más apartará de nuestro espíritu sus miasmas y le
obtendrá aire más respirable. Momentos habrá tal vez en que la misma
Jerusalén se nos esconda y apenas veamos reflejar en la turbada cima del
Gólgota el casco luciente del legionario romano; pero aguardemos un poco, y
todo aquel espectáculo de tinieblas que nos ciega se irá disipando, y
veremos levantarse dulce, majestuosa, refulgente la imagen de Jesús, y
sentiremos su aliento en nuestro rostro y su preciosísima sangre en nuestras
manos. Y aquello no será, no, una mera aparición, sino que será realidad y
vida; estaremos con Dios, nuestro Criador y Salvador, y El será todo
nuestro. Con nosotros le habíamos tenido siempre; pero el falso brillo de
las criaturas nos le ocultaba, y gracias a ellas por habernos dejado, pues
que así ya le vemos; vémosle, sí, no ciertamente como el sol del medio día,
pero sí como a las estrellas rutilantes, como a la blanca luna en el
nocturno firmamento. Por entre las tinieblas de nuestro calvario espiritual
habremos sentido difundirse en nosotros la suave luz de nuestro admirable
Salvador.
290. El aire saludable del
monte Calvario cura, no sólo nuestra ceguera, sino también nuestra sordera
espiritual; los rumores que allí suben, no sólo de la ciudad, sino quizá
también de los huertos cercanos, llegan a los oídos de nuestra alma
indistintos y leves para advertirnos más que para distraernos, y no
perturban ni el silencio de nuestro dolor ni el blando murmullo de nuestras
oraciones, ni mucho menos el claro acento de la voz de nuestro Señor cuando
se digna hablarnos. Muy otra cosa nos acontece con la destemplada gritería
de este gárrulo mundo; esa sí que nos asorda y desconcierta, no dejándonos
oír la voz de Jesús aunque le llevamos a nuestro lado, como nos sucede
cuando queremos hablar con otro al pie de una cascada o entre el estrépito
de encrucijada en ciudad populosa, un día de fiesta o de tumulto. En la
tierra el andar presuroso y las oleadas movedizas del gentío nos estorban
adelantar en el camino del cielo; sólo en el Calvario se percibe distinta y
claramente la voz de Dios, sólo allí también pueden concertarse los rumores
del cielo con los de la tierra, porque estos últimos llegan allí más como un
acompañamiento que como un sonido, y su misma lejanía casi no deja advertir
las disonancias.
291. En la lúgubre escena del
Calvario sólo a dos personas contemplamos, Jesús y María; de cada cual de
ellas recibimos una enseñanza, de Jesús aprendemos a morir, de María a
sobrellevar la muerte de nuestros amados. Si en su última hora quiso Jesús
tener consigo a su Madre ¿cómo pudiéramos nosotros morir sin Ella? Imitemos
en todo a Jesús, del modo y en el grado que es posible a nuestra limitada
naturaleza; pero imitémosle sobre todo en la muerte. Si en los designios de
Dios cupiese, bien hubiera querido nuestro Señor evitar a su Madre aquel
tremendo espectáculo, por más que Ella hubiese tenido por cruel esta piedad;
pero allí estuvo, y junto a aquel suplicio fue erigida en Madre nuestra; y a
contar de aquel día no hubo creyente, desde el Sumo Pontífice al último de
los fieles, sabio o ignorante, rico o pobre, eremita o seglar, que todos los
días no clame muchas veces y que no deba clamar en todas sus oraciones:
“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte”. Dejemos a la libérrima y exclusiva disposición de
Dios el lugar, tiempo y modo en que hayamos de morir, no pidiéndole acerca
de este punto sino que la muerte nos tome preparados, y, sobre todo,
asistidos de María. La hora de la muerte es temerosamente crítica; primero
porque es una sola y no ha de repetirse; luego, porque, prevista y todo no
sabemos el momento preciso en que ha de llegar, y como quiera que viniere ha
de tomarnos de nuevas, truncando y volcando todas nuestras previsiones,
devorando quizá, como la tierra seca traga el rocío, nuestras gracias más
antiguas y mejor cimentadas, y, últimamente, porque el enemigo reserva para
ese trance nuestro sus más peligrosas armas. Verdad es que la Iglesia tiene
para ese momento grandes auxilios que darnos, pero ciertamente todos son
menester; ¡lucha tremenda! ¡Ay de nosotros si entonces no tuviéramos a
María! Con razón sobrada pasamos la vida entera pidiendo que ella no nos
falte en aquella hora, y con mayor razón. todavía debemos curarnos mucho
durante la vida entera también de no faltarle a Ella nosotros, pues en vano
le diríamos: “muestra que eres Madre”, si no le mostramos nosotros que somos
hijos suyos. Tengamos buena vida si queremos buena muerte, y no olvidemos
que la buena vida, como la buena muerte, sin María es imposible. Que Ella
nos vea siempre crucificados, pues el Calvario nos dice que Ella es
puntualmente fiel a la hora de las crucifixiones. Y de todos modos,
cualquiera que en el trance mortal haya sido la perturbación de un alma,
¡dichosos mil veces los muertos a quienes María cierra los ojos!
292. Tal es la lección de
morir que nos da Jesús en el Calvario; veamos ahora lo que María nos enseña
respecto de la muerte de otros. Pues nos enseña que la caridad para con los
moribundos es una imitación de María, muy agradable a su corazón inmaculado.
No pasa momento del día ni de la noche en que la muerte no esté paseando su
terrible pompa por el mundo, y llevándose tras de sí millares y millares de
personas, tan buenas quizá como nosotros, o quizá mejores, que han tenido
amigos y deudos más amantes de ellas que nosotros, y cuya cruel agonía les
pone en trance de arriesgar su salvación eterna. ¿Cabe más digno empleo a
nuestra caridad que asistirlas en tan crítico instante? Para saber cuán
grato sea para la Santísima Virgen, no hay sino pensar en todo cuanto ha
hecho Ella por cada una de las almas, señaladamente por las que sin cesar
pasan de la región mortal a la eterna, y recordar la dilatada serie de
gracias que en pro de esas almas ha obtenido, y, por consiguiente, la
ansiedad con que su materno corazón espía si las aprovechan perseverando
hasta el fin. Los lechos de agonía son mansión predilecta de nuestra
Santísima Madre, pues en ellos es donde ejerce jurisdicción privativa, y de
hecho es donde más visiblemente coopera con Jesús a la redención del linaje
humano. Pero quiere, además, que nosotros cooperemos con Ella sintiendo con
su corazón y uniendo a las suyas nuestras oraciones; Madre, como es nuestra,
y hermanos, por consiguiente, nuestros los moribundos, tiene éste, diríamos,
por negocio de familia. Asistamos, pues, caritativamente a cuantos hermanos
nuestros agonizantes podamos hacerlo en persona, y extendamos luego en
espíritu la misma caridad para con todos los hombres que mueren en todo el
mundo, incluso los herejes y paganos, pues hermanos nuestros son también y
alma tienen como nosotros que perder o salvar por toda una eternidad, y
María se cuida tanto o más de ellos cuanto más en riesgo está su vida
eterna. ¿Qué duda cabe en que por esto mismo han menester mucho más de
nuestras oraciones que otros? ¿Cuán nublada y triste no será para ellos esa
hora postrera sin luz de fe que la ilumine? ¿Cuánto más fervientes no deben
ser nuestras preces por ellos, pues que se trata de alcanzarles, no ya una
gracia ordinaria, sino un verdadero milagro de la misericordia divina?
Démosles eso siquiera, ya que otra cosa no podamos darles, y aun a despecho
de ellos. Acordémonos de que también nosotros hemos de morir, y que llegará
día en que, necesitados y grandemente menesterosos de las mismas oraciones,
se nos medirá con el rasero que hayamos medido a nuestros hermanos, porque
tal es la ley divina de las compensaciones. Nada nos alcanzará muerte tan
dulce como esa devoción diaria de auxiliar con nuestras preces a todos los
agonizantes. Aprendamos de María, que, después de auxiliar por muchos y
misteriosos modos a su Hijo expirante, y tanto por satisfacer a su materno
amor como a la voluntad del mismo Jesús, lleva ya socorridas con su poderosa
intercesión a millones y millones de almas próximas a comparecer ante el
Juez Eterno, y es maravillosamente experta, permítasenos la frase, en el
arte de morir. Orando, pues, suplicando, mortificándose con penitencias
propiciatorias y expiatorias, practicando, en fin, cualesquiera devociones
de las varias aprobadas para el caso por la Santa Iglesia, y aun
enriquecidas con indulgencias numerosas, procuremos acudir en unión con la
Santísima Virgen junto al lecho de los que mueren, para que Ella, en pago de
nuestra fidelidad, nos alcance fin dulce y glorioso.
293. Esto nos enseña el quinto
dolor. La crucifixión no puede ser bien comprendida sin María, porque Ella
fue personaje muy principal en aquella grandiosa escena, de aquella Misa
verdaderamente Mayor de la Redención del mundo: en que Jesús mismo era
sacerdote y las legiones angélicas pueblo. Al elevarse aquella Hostia, la
tierra entera y la misma creación inanimada dieron a todos los siglos bien
clara señal de que Dios era quien allí se ofrecía por sí y en sí mismo al
Eterno Padre. ¿Cuál fue allí el oficio de María? Su corazón inmaculado fue
el vivo altar de diamante en que se ofreció el sacrificio; las palpitaciones
de ese corazón, el responsorio; su seno purísimo, la naveta donde la fe, la
esperanza, la caridad y la adoración del universo ardían como incienso ante
el cordero sin mancha que borra los pecados del mundo; el coro, en fin, el
coro más que angélico de aquella festividad tan tremendamente solemne, era
aquel silencio que desde lo profundo del dolor resonaba como inefable
cántico en los oídos de la víctima cruenta.
Capítulo VII
SEXTO DOLOR
EL DESCENDIMIENTO DE LA CRUZ
294. Desapareció la sombra del
eclipse y comienzan a ir cayendo las de la tarde; los últimos rayos del sol
poniente doran el ensangrentado madero, que sobresale de la cima del
Calvario; las turbas, nada restándoles ya que ver, habían tornado a la
ciudad, fatigadas o codiciosas de nuevas emociones; nadie queda en la
montaña sino unas cuantas personas que han bajado a Cristo de la Cruz o que
están recién llegadas con aromas para embalsamarle. María, sentada al pie
del madero; tiene en su regazo el inanimado cuerpo de su Hijo... ¡Ay, Madre,
así mecías en Belén a tú Niño Jesús!
295. De los humanos dolores no
hay uno que a otro se parezca, pues cada cual tiene su sello privativo que
le presta una crudeza especial y distinta de la de otro cualquiera; de aquí
que una tribulación, al parecer menos grave que otra, pueda en rigor serlo
más por sus circunstancias singulares de tiempo, lugar y modo. Esto
cabalmente acontece respecto del dolor que ahora contemplamos; aflicción,
resultante de daño consumado ya, difiere tanto de la cruel ansiedad que
suscita la previsión de inminente desgracia, como el fatigoso padecer
causado por el infortunio en el momento de estar descargando sobre nosotros
el golpe. Todos por experiencia propia sabemos algo en el instante de
arrostrar el daño, nuestro ser todo entero acude a resistirle con fuerzas
que nosotros mismos no advertimos, que ni aun sospechábamos poseer, y que
proceden acaso de sobrenatural auxilio más eficaz que le hemos de recibir
luego; de aquí que, pasado el momento crítico, sintamos agotado nuestro
aliento por el esfuerzo anterior. Los desfallecimientos del ánimo llegan,
como los del cuerpo, después de terminada la lucha; entonces es cuando, por
decirlo así, tenemos lugar para medir nuestra desventura, y la reacción
obrada en el espíritu por virtud de aquella aparente calma produce en
nosotros un abatimiento más angustioso que el período de la lucha misma.
Agréguese a esto la necesidad de que, por disposición misericordiosamente
inexorable de la Divina Providencia, solemos vernos de satisfacer, ora
nuestras ordinarias obligaciones, ora las extraordinarias producidas tal vez
por el hecho causante de nuestra aflicción, y hallaremos que si bien esto
mismo puede evitarnos un exceso de desaliento, nos hace más necesario que
nunca el poderoso auxilio de la gracia, como quiera que en la especie de
nueva vida que el deber nos traza, entonces sentimos enflaquecidas nuestras
fuerzas cuando para cumplirle las hemos menester más briosas. Un grave
pesar, aunque dure poco tiempo, desquicia el eje de nuestra existencia, y
después de pasado y todo, sucédenos que nos sentimos flojos y desmañados
para las más sencillas ocupaciones, cuando antes aun las más arduas
desempeñábamos con holgura. Pero no hay remedio; ello es preciso vivir y
trabajar y someterse a las leyes del orden eterno, sin que el dolor nos
autorice a poner tregua ni merma en cumplirlas, bien que de este modo
nuestros merecimientos sean mayores. Con esto dejamos enunciadas la índole
del sexto dolor de María Santísima; multipliquemos ahora nuestras anteriores
reflexiones por la intensidad del padecer que en el alma delicadísima de
nuestra Madre suscitó aquel horrendo espectáculo, con todo lo que en él se
contenía, veremos la imposibilidad absoluta de apreciarle exactamente;
inmensa y todo como es la santidad de su corazón inmaculado, aun el dolor
tiene en él algo donde cebarse, y, por consiguiente, virtud para
engrandecerla y hermosearla sin medida.
296. Desde la cima del
Calvario había descendido el alma de Jesús a lo profundo de los Limbos.
María, clavada entretanto al pie de la Cruz, sondeaba el misterio
profundísimo de la separación de aquel cuerpo y aquella alma; sólo el cuerpo
de Jesús quedábale a su Madre; hora vendrá en que ya ni esto le quede, y su
soledad sea completa, cual si Dios quisiera desampararla, no de golpe, sino
por grados, y después de otorgarle gracias especiales y unión más estrecha
con El, como el perfume se exhala del vaso que le contiene. Todavía respiran
los dos malhechores junto al ya exánime cuerpo de Jesús; para el uno de
ellos, esta perspectiva era lo que para nuestras almas atribuladas la
consoladora presencia del Santísimo Sacramento; para el otro ya no hay
consuelo, pero aún está a tiempo de salvarse, y María intercede por él; es
su Madre, y no se resigna a verle perdido sin remedio, que ponga él de su
parte lo que le toca, que dé una señal siquiera de sincero arrepentimiento,
y Jesús, muerto y todo, le oirá... Nada; ¡infeliz! La vida que le resta se
acaba blasfemando...
297. La crucifixión era un
suplicio lento y acompañado de varias torturas, entre las cuales se contaba
la de quebrar las piernas del paciente, ora porque con esta brutal operación
los impacientes verdugos quisieran acabar antes la tarea, y quizá también
por impulso de lástima feroz; sea cualquiera el móvil de semejante
atrocidad, el procedimiento consistía en poner atravesado sobre los huesos
de la víctima un pesado barrote de hierro y fracturarlos a martilIazos. Esta
operación fueron los verdugos a ejecutar con los dos ladrones; María oyó el
crujir de los huesos triturados y los horribles gritos de aquellos dos
infelices, uno de los cuales era primogénito de su nueva maternidad. Pero su
horror y su pena llegaron a indecible extremo cuando vio los verdugos
acercarse al cuerpo de Jesús. ¡Oh! ¡Qué sacrilegio! Ni en la tierra ni en el
infierno cabía mayor; aquel sacratísimo cuerpo, muerto y todo, estaba unido
a la divinidad, y era, por consiguiente, adorable; tocarlo, pues, con
irreverencia era ya de por sí profanación demoníaca; ¡pero sajar sus carnes,
romper sus huesos!... Si el pensarlo sólo nos espanta, imaginad qué sería
para la Santísima Virgen verlo inminente. Decidlo vosotros, madres que
hayáis tenido valor para contemplar el cadáver de vuestro hijo, ¿no es
verdad que jamás os había parecido tan hermoso aquel semblante velado con el
pago de la muerte? ¿Que jamás habíais bebido tanta luz. en aquellas pupilas
anubladas? ¿Que nunca habíais oído tanta elocuencia en aquellos labios
cárdenos e inmóviles? No diréis, como es verdad: “esa es la sombra de mi
hijo”, sino, “ese es mi hijo, el hijo de mis entrañas, el que alimenté con
mi sangre, el que mecí en mi regazo, el que me regocijaba con sus gracias
infantiles; el que me enorgulleció después cuando hombre con sus virtudes y
sus altos hechos; no está muerto, no; el me mira, me habla, me ama y le amo
como nunca...”. Madres, digo, y sobre todo si vuestro hijo muerto lo ha sido
por alguna manera desastrosa; madres cristianas, concebid, si podéis, los
afectos de María delante de aquel cuerpo de su Hijo, de su Hijo, que era
Dios, y en aquel lugar y en aquel momento... Muda de santo horror, no
pronunció palabra; pero su interna plegaria llegó al cielo. Los verdugos,
hallando muerto a Jesús, se retiraron sin tocarle, para que así se cumpliese
lo escrito: “no le quebrantaréis ni un hueso”.
298. Pero también estaba
escrito: “Mirarán al que traspasaron”, y era preciso que también se
cumpliese esta profecía, sin que ya la oración de la Santísima Virgen
lograra evitarlo, como fue ocasión de qué se cumpliera la otra; así había de
suceder para que ningún dolor faltase a su corazón maternal ni se embotara
el filo de ninguna de las espadas de Simeón. En efecto; ya porque dudaran de
si estaba muerto Jesús, ya por mero capricho de licencia desenfrenada,
acercósele uno de los soldados, metiendo su lanza por el costado derecho de
Nuestro Señor, le atravesó el cuerpo y corazón sacratísimo; de la herida
manó en el acto agua y sangre que salpicó al buen ladrón como exterior
bautismo y confirmación visible de la gracia ya antes consumada en su
interior. Volúmenes sin fin pudieran escribirse, y de hecho ha sido asunto
de profunda meditación para innumerables santos, sobre la significación
mística de aquella herida del Sagrado Corazón, figura y símbolo del amor más
tierno, refugio y santuario de las almas de todos los siglos, y, sobre todo,
de las de los últimos días; tesoro inagotable de fortaleza para resistir el
embate de todas las tribulaciones; y de todos los asaltos del mundo
perverso. Con justo motivo, pues, tributamos culto de adoración a la
preciosísima Sangre de Nuestro amantísimo Jesús, que toda la vertió por
nosotros, y ésta, entre muchas otras, es la razón porque aquella herida del
Corazón Sacratísimo se nos ofrece como fuente perenne de consuelos
espirituales. Mas aquí la consideramos únicamente como uno de los
principales dolores de María Santísima.
299. Imposible es
representarnos aquel cuerpo exánime de Nuestro Señor sin sentir el ánimo
embargado por una dulce tristeza, mezclada de la veneración más profunda.
Allí está pendiente de la Cruz, iluminado por el sol poniente de una tarde
primaveral, todo manchado de sangre lívida, y lacerado de la cabeza a los
pies; en la tierra no había objeto tan sagrado, como que lo era de
adoración, y de hecho legiones angélicas le adoraban, cercándole invisibles;
y sin embargo, allí estaba inerte, en suplicio de ignominia y a merced de
viles sayones que sacrílegos podían profanarle sin temer censura ni castigo
alguno de los hombres. Allí está su Madre también, adorándole con todo su
corazón, y tan inerme como el cuerpo mismo de Jesús, para defenderle de
sacrílegos ultrajes; ni aun suplicar podían sin riesgo de provocar
sacrilegios mayores de aquellos bárbaros despiadados; cualquiera de ellos
puede llevarse de allí y tratar a su albedrío aquel divino cuerpo formado de
las entrañas purísimas de Ella; a uno y otro lado del sacratísimo leño,
aquellos dos infelices malhechores retorciéndose con las ansias de la
muerte. Y entre tanto.
Allá en la baja llanura,
Está la impía ciudad,
Como meretriz impura,
Que, falsa, ostenta hermosura,
Merced a la oscuridad.
(ZORRILLA: María al pie de la
Cruz).
300. Sordo como oleaje de
tempestad cercana se oye el rumor de fiesta, preludio de la del siguiente
día; mas para la Víctima santa ya había comenzado el sábado; su cuerpo
descansaba. Los verdugos se retiran, los soldados romanos de la legión
ecuestre suben y bajan las laderas del monte para quitar de él, antes de
comenzar el sábado, toda reliquia de suplicio. Ya no es la Cruz el relicario
de aquel sacratísimo cuerpo; lo es el regazo de su Madre; y en breve lo será
un trono de inefable excelsitud a la derecha del Padre; mas esto allí nadie
lo sabe sino María, que lo calla porque aun no ha llegado la hora de
manifestado, y teme que sus palabras fuesen más de daño que de provecho. El
exceso mismo de su amor le sugería esta prudencia, pues sabido es que
aquellos a quienes amamos son los que nos causan más vivos temores. El amor
de Dios, sobre todo, suscita en nuestros corazones gran número de nuevos
afectos que, por su mismo excelso origen, en nada se asemejan a lo que los
hombres llamarían prendas singulares y virtudes heroicas; para bien
apreciarlas es menester gran discernimiento de espíritu, pues mirados con
ojos meramente terrenos, más que admiración debemos prometernos que susciten
sospechas, tergiversaciones y malas voluntades. Si se los pone en tela de
juicio, no es tarea fácil defenderlos, porque para debatirlos se necesita
fijar una base que acepten en común los contendientes, y aquí entra
cabalmente lo arduo, por cuanto las máximas del Evangelio son para el mundo
harto más duras de pasar que las que inventa él para su uso propio; entre
sus prácticas se cuenta la de ahogar a gritos nuestra voz y juzgarnos en un
tribunal donde estamos de antemano condenados con costas; como que el mundo
tiene precisamente por reglas fundamentales de conducta una porción de
principios que para nosotros son herejías. Y es muy natural; extranjeros
somos en él, y no es extraño que no nos entienda y que se burle de nosotros;
en el cielo únicamente seremos bien comprendidos. Desdichados los cristianos
a quienes el mundo entienda fácilmente y tolere de buena voluntad, porque
esto es señal de que han pactado con él transacciones y acomodamientos.
301. Uno de los afectos que
suscita el amor a Jesús en nuestros corazones, es el celo de las almas. El
mundo le apellida fanatismo de sectario que quiere ganar secuaces, y ora le
motejan por extremadamente laxo, ora por farisaicamente rígido; pues él no
puede digerir la inviolabilidad de los principios religiosos. Pero ese celo
de las almas, para ser íntegramente legítimo, ha de estar subordinado al
amor de Jesús, es decir, hemos de amar a las almas por Jesús, no viceversa.
302. Y esto explica cómo, en
determinados tiempos y lugares, el amor de Dios engendra legítimamente en
nuestras almas otro afecto que le corresponde, y es la detestación de la
herejía. Este afecto es cabalmente lo que más irrita y escandaliza al mundo,
porque ciertamente de tal modo se opone a sus máximas, que aun entre
personas creyentes y buenas suele parecer exceso intolerable, siendo
increíble cómo subleva las iras hasta de los caracteres más pacíficos y cuán
poderoso es a impedir o frustrar en muchas gentes la operación de la gracia.
Multitud de almas en quienes Dios había mostrado querer obrar milagros de
conversión, se tornan miserable ejemplo de aborto espiritual, por no haberse
resuelto a huir de la herejía. Pero no se llame convertido el corazón que
vacile en detestarla y entienda que Dios anda muy lejos de reinar en él con
absoluto imperio, y que cerrado le está el camino de la santificación. En la
estimación del mundo y de los cristianos flojos, la detestación de la
herejía llamase exageración, genialidad, imprudencia, y motéjase de
insensata, descontentadiza, huraña, intolerable, ruin, estúpida, inmoral.
¿Qué hemos de responder a esto? Nada que esos infelices preocupados puedan
entendernos; lo mejor es callar, y con tal que Dios nos entienda, y sobre
todo que entendamos nosotros a Dios seguir buenamente nuestro camino y
resignarnos a todo género de sinsabores.
303. Tras la detestación de la
herejía, el amor de Dios nos inspira otro afecto que también lo es
correlativo, a saber: el horror al sacrilegio, y éste también suele tenerle
el mundo por sentimentalismo y exageración; chócale que nos escandalice y
aflija una palabra o una acción profana, y llama superstición o mojigatería
toda práctica de penitencia o de reparación, lo cual equivale a desconocer y
motejar el espíritu mismo de la Iglesia, enójase o estúpidamente se burla
del inmenso dolor que a las almas cristianas causa cualquier acto, no ya de
sacrílega profanación, sino de mera irreverencia contra el Santísimo
Sacramento; cuando cree sincero este dolor lo tiene por absurdo, o al menos
por desproporcionado a su causa, y a poco que contra este juicio proteste de
suyo nuestra discreción habitual y notoria, nos proclamará reos de
hipocresía. “Tiene usted, nos dirá, demasiado talento para dar tanto valor a
esas fruslerías de beata melindrosa”. Inútil tratar de convencer a quien así
piense, y mucho más a quien ni finja de que el sacrilegio, como la herejía,
son en sí cosas perversísimas y detestables; inútil, porque hablaremos un
idioma que el mundo no entiende, o porque no puede o porque no quiere
entenderlo; necio sería el disputar con un ciego sobre colores.
304. Importa tomar en cuenta
todas estas reflexiones al considerar el presente dolor de María Santísima.
Entre los afectos de su corazón inmaculado, llenábanle como al de ninguna
otra criatura el celo de las almas, la detestación de la herejía y el horror
al sacrilegio; eran en su corazón estos tres afectos otros tantos abismos
insondables de gracia, y, por consecuencia, fuentes perennes de incesante
padecer. Por lo común, siempre que meditamos sobre la Pasión de Nuestro
Señor sentimos cierta opresión de espíritu, no sólo por aquel cúmulo de
horrores que se han ido ofreciendo a nuestra imaginativa, sino por los
afectos de profunda adoración que despierta en nuestras almas aquel
espectáculo tan grandiosamente tierno y terrible; de aquí que, en llegando
al fin de nuestra meditación, o sea al momento en que ya ha expirado Nuestro
Señor Jesucristo, nos parezca como si recobráramos el aliento, y casi se nos
figure entonces que allí debieron terminarse los dolores de la Santísima
Virgen; por consiguiente, que el sexto y séptimo son una especie de
añadidura que ponemos nosotros como para rematar el cuadro con sombras
artísticamente colocadas. Pero ese cuadro no es, en realidad, sino una de
las formas con que nuestra devoción a los dolores de María Santísima realza
y amplía la que tenemos a la Pasión de Nuestro Señor; no es obra de nuestra
imaginativa, sino de nuestro discernimiento espiritual, que al contemplar
estos dos últimos dolores de Nuestra Señora percibe ciertos refinamientos,
diríamos, de padecer y matices de dolor tanto más delicados cuanto entonces
ofrece a nuestra contemplación un alma elevada por virtud misma de las
grandes aflicciones que hasta allí ha sufrido, a santidad más admirablemente
encumbrada que lo estaba antes. Pues subamos ahora nosotros tan alto como
nos es posible a esta cumbre y contemplemos desde ella el horror y el dolor
que a la Santísima Virgen debió causar aquella lanzada tan fría y
gratuitamente asestada contra el pecho de Nuestro Señor; espantable
sacrilegio en verdad y el más atroz que un hombre pudiera cometer, pues,
comparado a tan bárbara profanación de aquel adorable cuerpo, nada valdría
haber invadido violentamente el templo y profanado el Santo de los Santos
con todo género de abominaciones paganas. Para presentir algo de lo que
entonces pasó en el corazón de María, nos fuera menester mucho más amor de
Dios y perspicacia harto más sutil de las cosas divinas; y así y todo
juzguemos de lo que para aquella Madre sería aquel insulto contra aquel
Hijo, por la terrible emoción que causa en nuestra pobre estimativa.
305. Madres que habéis visto
morir a vuestros hijos, vuelvo a decir (pues sois el más adecuado término
comparativo de María en el Calvario), cuando terminada la prolija agonía
sentís al menos el triste consuelo de no verlos ya padecer, y de aquellos
restos inanimados hacéis como un santuario donde encerrar vuestro dolor,
¿cabe agravación mayor de vuestra pena que verlas profanados por la menor
irreverencia? ¿Qué sentiríais, por ejemplo, viendo el escalpelo de un
anatomista buscar en las entrañas de aquel amado cadáver la causa de la
enfermedad? ¿Que horror no os inspiraría la maniobra de aquel hombre, cuya
existencia hubierais invocado y bendecido vosotras mismas una hora antes
quizá? Y si por ventura habéis perdido a vuestro hijo en tiempo de peste,
¿cuál no fue la pena, la ira, la repugnancia y el espanto con que le visteis
grosera y brutalmente arrebatado de vuestros brazos, todavía caliente su
cuerpo, y echado como un fardo en el montón de cadáveres y metido en la cal
viva de la fosa común?... ¿Tembláis sólo de pensarlo? Pues imaginad ahora el
dolor de María al ver aquel soldado brutal llegarse indiferente o sañudo, o
escarnecedor tal vez, al cuerpo de Jesús y atravesarle con la lanza... ¡Oh
madres!, nadie puede entender esto como vosotras.
306. Pongamos otra
comparación. Está un santo sacerdote celebrando el Sacrificio incruento,
acaba de ejercer su tremenda potestad de traer a Dios a sus manos; el
corazón se le salta del pecho, ardiendo de amor y anonadado en piadoso
arrobamiento... Estalla fuera el popular tumulto y turbas feroces y
desalmadas inundan el templo, y llegan al altar, y se lanzan sobre el ungido
del Señor, y le arrastran con sus vestiduras sacerdotales, y arrojan al
suelo la Sagrada Forma, y la pisotean, y blasfemando derraman la sangre
preciosísima... ¡Tremendo, aciago instante! El ministro de Dios no lo
olvidará jamás; escrito con caracteres de fuego en su alma, no habrá
penitencia expiatoria que le parezca bastante para reparar el infando
sacrilegio; largos años, toda su vida, serán ya sus ojos un raudal de
lágrimas, y el cielo no le oirá plegaria tan ferviente como la que le
dirigía pidiéndole misericordia para aquellos desventurados... Pues bien,
¿qué vale esto comparado al dolor de María viendo aquella lanza clavarse en
aquel costado, y el movimiento como de vida que hizo el cuerpo al ser
herido, y aquel chorro hirviente de sangre y agua?... Un ángel dijo a Santa
Brígida que, a no intervenir milagro, la santísima Virgen hubiera muerto en
aquel instante.
307. Mas aquí tócanos ahora
considerar cómo a los graves pecados suelen a veces seguir de cerca las más
estupendas gracias. Longinos quizá no había conocido lo horrible de su
sacrilegio, por más que debiera advertir la crueldad de su acto, sobre todo
si sabía que aquella era la madre de Jesús; y es tanto menos disculpable,
cuanto, según tradición, estaba señalado por la mano de Dios, pues se dice
que le tenía casi ciego una enfermedad de la vista; quizá por esto mismo, no
pudiendo distinguir si Jesús estaba muerto o vivo, le ocurrió aquella
atrocidad para averiguarlo. Sea de esto lo que fuere, la tradición añade que
al brotar la sangre del costado de Jesús le cayeron algunas gotas en los
ojos que, no sólo se los curaron y le restituyeron plenamente vista
corporal, sino, lo que incomparablemente más valía, la vista del alma,
convirtiéndole en el acto y moviéndole a confesar a gritos la divinidad de
aquel Jesús, cuyo cuerpo muerto acababa de profanar tan impíamente, con
riesgo de haber sido deicida, pues él no sabía si Jesús estaba vivo. ¡Virgen
Santísima! De seguro dice verdad la beata María de Agreda al atribuir a tus
oraciones la conversión de Longinos, como antes la del Buen Ladrón. ¿Qué
duda cabe en eso? Don sería como tuyo. ¿No había sido aquel hombre
instrumento de mayor dolor para ti? Pues dicho se está por eso mismo ganó
mejor título a tu mediación amorosa...
308. Pero sigamos narrando la
dolorosa escena. ¿Qué grupo de gente es aquel que sube por el Calvario?
Según la dirección de sus miradas, evidentemente van en busca de Jesús.
¿Para qué? ¿Llevan, con algún nuevo ultraje al Hijo, algún nuevo dolor para
la Madre? No; llévanle, sí, un nuevo dolor, pero no un nuevo ultraje. San
José de Arimatea y Nicodemus con sus criados; entrambos eran discípulos de
Jesús, aunque “ocultos, dice el Evangelio, por miedo de los judíos”. José
era “senador; varón bueno. y justo, que no había consentido en el consejo ni
en los hechos de ellos..., el cual esperaba también el reino de Dios” (Luc.,
XXIII). Nicodemus era varón instruido en las Escrituras, y “el que había ido
primeramente de noche a Jesús (de noche, por miedo también a los judíos) y
había aprendido del Divino Maestro la doctrina de la regeneración”. José, a
favor sin duda de su ilustre dignidad de senador, había ido a Pilatos para
pedirle el cuerpo de Jesús, y se lo había otorgado; llevaba para envolverlo
“una sábana limpia”, como nos dice San Mateo (XXVII), y había recabado de
Nicodemus que le acompañase al Calvario; Nicodemus llevaba consigo “una
confección, dice San Juan (Evang., XIX), como de cien libras de mirra y de
áloe”. Seguidos de sus criados, llegáronse los dos a la Santísima Virgen con
la más afectuosa y profunda veneración, manifestándole su intento, y le
pidieron venia para bajar el cuerpo de la Cruz. Obtenida que fue, arrimaron
al santo madero una escalera, y suben, primero José y después Nicodemus,
quedándose abajo María, Juan y Magdalena. Sobre todos parecía cernerse y
envolverse como celeste nube una gracia sobrenatural, emanada del adorable
cuerpo de Jesús, y que, embargando sus ánimos e inflamando. de amor divino
sus corazones, los reunía en silenciosa y profundísima adoración. Pasaron
por el de María entonces los recuerdos de otra edad, y mirando al José que
en aquel instante desempeñaba con el cuerpo de Jesús el piadoso oficio,
pensó que este habría sido cargo de aquel otro José que tantas veces había
llevado en sus brazos al Niño Dios y tantas otras le había puesto en los de
Ella. ¡También, ¡ay!, ahora el José que allí estaba, también le va a tomar
en sus brazos, y también los de Ella van a recibirle! De su regazo le llevó
mil veces a la cuna; de su regazo le llevará ahora al sepulcro. ¡Qué
contraste!...
309. Consideremos aquí un
instante cómo la piedad tiene virtud para curar las humanas flaquezas y
ennoblecer los ánimos; aquellos dos varones que por miedo a los judíos no
habían osado ser públicamente discípulos de Jesús, son los mismos que ahora
desafían las iras y los escarnios de los enemigos de su divino Maestro,
mientras los apóstoles, que habían sido sus discípulos públicos, se esconden
temerosos. ¡Qué contraste también! Pero también ¡dichoso José, dichoso
Nicodemus!, ¡con qué deliciosas expansiones de su amor santificante estará
Jesús recompensándoos eternamente en el cielo el piadoso oficio que con El
hicisteis. en la tierra!... Miradlos: con mano trémula, no ya de miedo, sino
de amor y de veneración sobrenatural, toca José la corona de espinas, y
suavemente levantándola de las sienes de Jesús, y desprendiéndola de la
cabellera prendida en sus puntas, pónela, sin atreverse a besarla, en manos
de Nicodemus, que la pasa a Juan, y éste a María, la cual la recibe de
hinojos con devoción incomparable a la de ninguna otra criatura; cada cual
de aquellas ensangrentadas espinas, penetrando como viva llama en su
corazón, graba más profundamente en su espíritu la sustancia de la Pasión de
Jesús. Con el cuerpo, tan helado de terror y de lástima como encendida el
alma de celestial ternura, José va luego desclavando las manos y los pies
del Salvador, atentísimo a no golpear ni mutilar aquellos miembros tan
terriblemente lacerados; los ángeles debieron ayudarle sin duda en tan ardua
tarea. También los clavos fueron uno tras otro pasando a manos de María;
singulares dones, por cierto, iba recibiendo de aquel su nuevo hijo, y sin
embargo no dejaban de ser análogos a los que del mismo Jesús había recibido
durante treinta y tres años. Jamás la tierra vio adoración tan reverente ni
tan dolorosa como la de nuestra Santísima Madre al besar aquellas
sacratísimas reliquias conforme las iba recibiendo, manchadas, humedecidas,
quizá todavía con aquella preciosísima sangre que Ella adoraba en su unión
indisoluble con la persona del Verbo encarnado; pero al mismo tiempo, ¡qué
angustia para su corazón! ¡Qué recrudescencia de todas las heridas por la
Pasión abiertas. en su purísimo seno!
310. Aun le aguarda más fiero
golpe: que desprenda de la Cruz el cuerpo; innumerables huestes angélicas le
cercan invisibles y le sostienen, arrebatadas en éxtasis de amor y de
bienaventuranza. María, prosternada, con las manos manchadas de sangre,
extiende la sábana para recoger a su Hijo, Hijo verdaderamente Pródigo, que
vuelve a Ella; y ¡cómo vuelve!... Verdaderamente Pródigo, sí; por ventura,
¿no había El dejado voluntariamente su pacífica morada para cruzar errante
el más inhospitalario desierto, apartado miles y miles de leguas de la
pureza y del amor inmaculado de su Madre? ¿No había malgastado toda su
hacienda con ingratos y ruines advenedizos? ¿No acababa de derrocharla, por
decirlo así, en las últimas diez y ocho horas? ¿No había, en fin, realmente
prodigado su preciosa sangre, su hermosura, su inocencia, su vida, su gracia
y hasta su divinidad? ¡Y en qué estado vuelve ahora al regazo de su Madre!
¿Cómo hallar nombre para aquel cúmulo de angustias? ¿Podrá soportarlas el
espíritu de María? Y si con el espíritu lo puede, ¿lo podrán sus fuerzas
corporales? Sí, fuerte será su cuerpo y firme su alma.
311. Lentamente va
descendiendo el cuerpo de Jesús; María entonces recuerda aquella hora de
media noche en Nazaret, cuando el Espíritu Santo la veló con su sombra,
singular contraste de esta otra; con que en aquel momento anubla su corazón
el Hijo de sus entrañas. José vacila, temeroso de que le falten fuerzas para
sostener el cuerpo ya desprendido de la Cruz, y eso que Nicodemus le ayuda;
quizá le agobiaban, más que el peso, los afectos de su alma en aquel
instante, y sin duda necesitó de auxilio sobrenatural para no desfallecer.
Por fin, el cuerpo está ya al alcance de Juan, que recoge con reverente
solicitud la sacratísima cabeza, mientras Magdalena, fiel a su antiguo
oficio, toma en sus manos los pies... Así estás en los cielos, postrada a
las plantas de Jesús; así estás, ¡oh milagro de penitencia y ejemplar
sublime de la misericordia del Salvador! María Santísima se prosterna un
momento para adorar silenciosa al cuerpo, y luego le recibe con los brazos
tendidos. Ya tienes, ¡oh Madre!, ya tienes otra vez en tu regazo al Niño de
Belén. Arrodillada sigue algunos instantes, sirviendo de altar de aquel
Sacramento visible, mientras postrados le adoran Juan, Magdalena, José,
Nicodemus y las piadosas mujeres. Después María, trocando el oficio de
sacerdote por el de Madre, incorpórase con su Hijo en brazos, como cuando le
llevaba huyendo a Egipto, y se sienta luego sobre la hierba, acomodándole en
sus rodillas. Serena como siempre, y con la más exquisita solicitud
maternal, le alisa los cabellos; no le lava la sangre, porque es tesoro
demasiado precioso para disiparle, y pronto Jerusalén la habrá menester
toda, no sólo la que allí se ve, sino la que se quedó en las calles de la
ciudad, y en las vestiduras de sus moradas, y en las raíces de los olivos de
Gethsemaní; no le lava, digo, la sangre, pero a cada cual de sus llagas,
heridas y miembros acardenalados por los azotes, aplica la confección de
mirra y áloe, que había llevado Nicodemus. En el rostro lívido de Jesús y en
su lacerado cuerpo no había huella alguna de su padecer que no fuese para
María ocasión de dolor nuevo y asunto de las más profundas meditaciones; en
aquel sangriento espejo iba viendo reproducirse todas las angustias de la
Pasión, como desde alta cima ve el triste viajero en la desolada llanura los
estragos de la tempestad; sereno el ánimo, a despecho de su dolor
incomparable, podía concentrar sus pensamientos y sus afectos para sondear
cada vez más profundamente el abismo de los padecimientos de Jesús, y
sentirlos con renovada amargura; jamás había tenido tanta necesidad de
dominarse para mostrarse tan digna como lo era de la sublime majestad de su
dolor. Imagen la más viva que entonces pudiera ver la tierra de un dolor
levantado hasta las cumbres del cielo, nada le distraía de aquella
meditación tan grandiosamente triste; ni el gorjeo de las aves, medrosas
todavía del eclipse recién pasado; ni el murmullo de los arroyos que se
resbalaban por las laderas; ni el aroma primaveral que de las floridas ramas
difundían las brisas refrescando el ambiente. ¡Ay! La flor de su alma estaba
segada y la tenía mustia en su regazo.
312. Pero aquel era un acto de
religión para la Santísima Virgen, y Ella le satisfacía con grave asiduidad,
sin curarse nada de su propio dolor. Según Nuestra Señora misma lo reveló a
Santa Brígida, mientras tuvo en su regazo el cuerpo de Jesús, pudo Ella,
como cuando Niño le mecía, acomodarle, en todas las posturas menos en una
sola, y fue que cuantas veces quiso juntarle los brazos nunca lo consiguió.
¡Ah misterio de amor, casi te comprendemos! Jesús quería estar en las
rodillas de su Madre como estuvo siempre en la tierra, como está hoy mismo y
eternamente en la tierra y en el cielo, con los brazos tendidos para
estrechar amoroso al mundo en ellos, para invitarle a que en ellos se
refugie, porque asilo son bastante y más que ancho para el universo. Si al
tenerlos levantados en la Cruz ofrecía el sacrificio vespertino al Eterno
Padre, teniéndolos después y siempre extendidos, va diciendo con esa actitud
a los hombres que a ninguno excluye de su llamamiento. Por eso quiso llevar
al sepulcro la forma y postura de crucificado; su Madre lo entendió y
cumplió su voluntad, y en aquella forma y postura le envolvió en la sábana
santa.
313. Y ahora, Virgen
Santísima, disponte a mirar por última vez el rostro inanimado de tu Hijo...
¡Madres! Decid vosotras lo que debió ser aquella mirada. ¿Cómo no bastó para
abrir palpitantes de amor los labios y refulgentes de amor los ojos de
Jesús? ¿Cómo pudo no tenderle el brazo que la sostuviese en el momento de
rodear Ella con la sábana su cabeza sacratísima y de tapar su divino rostro?
Ahora sí que te cercan tinieblas, Madre amantísima. ¿Y eres Tú, con tus
propias manos, quien ha tenido el heroico valor de velar esa luz de tu alma?
¡Tú que, en mudo éxtasis, habrías pasado contemplándola siglos enteros como
si fuesen instantes?... ¡Ah, bien, lo entiendo! Para ti es hora de religión
y de deber, no de satisfacer tu ternura; clávate Tú misma esa espada; Dios
te lo manda, y Tú obedeces, Hija del Eterno.
314. Aquí se termina la
narración, propiamente dicha, del sexto dolor; consideremos ahora sus notas
singulares, y mencionemos desde luego una que lo envuelve todo entero, a
saber: la de ser todo él un como reverbero de la Santa Infancia de Jesús y
una figura del Santísimo Sacramento; diríase que la Pasión no es aquí sino
cimiento de un edificio construido para albergar símbolos de Belén y del
Altar. En efecto, durante el período de este dolor, apenas hay un movimiento
ni actitud de María que no nos recuerde, ora las pasadas relaciones entre la
Madre y el Hijo, ora las futuras entre el sacerdote y la hostia. Imagen viva
de la adoración del Santísimo Sacramento se nos ofrece cuando María recibe
prosternada el Cuerpo de Jesús, y prosternada también le tiene en sus brazos
para que otras le cubran, y cuando le asiste y le toca tan reverentemente,
con tan afanosa solicitud, y tan exquisitamente cuidadosa de evitarle hasta
la sombra de una profanación. Diríase que todos aquellos actos y posturas de
Nuestra Señora han servido de modelo a la Iglesia para obtener el ritual de
la Santa Misa, de las exposiciones y procesiones del Santísimo Sacramento,
así como sus afectos interiores durante aquellos actos externos son tipo
ideal para todos los sacerdotes verdaderamente dignos de su augusto
ministerio. Ejemplares vivos también de digna adoración fueron, en la medida
y grado que les pertenece, José y Nicodemus, Juan y Magdalena. La
contemplación, pues, de este dolor abre a nuestra piedad nuevos horizontes;
y mientras parece que no es sino una secuela natural y necesaria de la
Crucifixión, vemos que, en rigor, por el espíritu que le informa, por sus
ejemplos, alusiones, doctrinas y figuras se refiere a misterios de diversa
índole. Esto constituye diferencia esencial entre el presente dolor y los
dos anteriores. En cuanto a la mística relación que media entre el Santísimo
Sacramento y la Santa Infancia, asunto es ya. por nosotros largamente
tratado en otra obra ; el primero es continuación real, digámoslo así, de la
segunda, y la Pasión de Nuestro Señor el centro de confluencia de entrambos.
Tan pronto, en efecto, como Jesús hubo consumado su obra en el Calvario
(momento que es el punto de partida del sexto dolor de la Santísima Virgen),
comenzó a dar amorosas muestras de cómo era su voluntad permanecer para
siempre con su Iglesia en el Sacramento del Altar; y desde entonces también
comienzan a reproducirse las escenas de la Infancia del Salvador, haciéndose
cada vez más claras y expresivas sus imágenes, como proféticas
representaciones del Santísimo Sacramento. No es esta, repetimos, una nota
aislada del sexto dolor, sino más bien la sustancia de su realidad, la clave
explicativa de sus pormenores, no menos que el emblema de los respectivos
afectos de María, y el núcleo de las enseñanzas que para nosotros contiene.
315. Otro carácter distingue a
este dolor, que nos es imposible comprender plenamente, pero el cual debemos
tener siempre en la memoria, porque él constituye la mayor aflicción causada
por el misterio respectivo en el alma de María Santísima. Nuestra Señora
vivía en Jesús y por Jesús; quizá Ella misma no sabía hasta qué punto esa
vida, durante treinta y tres años, había sido el alma de la suya, su
atmósfera respirable, su corazón maternal había latido en el de Jesús; con
los ojos de Jesús había visto, con sus oídos había oído, con sus
pensamientos había pensado y había hablado por sus labios; dígalo, si no,
aquel Magnificat, incomparable cántico de loores y de esperanzas que Jesús
le inspiró desde el seno de sus purísimas entrañas. Jamás el mundo había
visto ni verá unión tan estrecha ni tal identificación de vidas entre una
Madre y un Hijo. Pues ¿cómo la menor de esas vidas ha da durar sin la mayor
que la sostiene? Si la muerte es separación entre el cuerpo y el alma, ¿cómo
María podrá vivir sin Jesús? Quizá por esto las especies eucarísticas, según
revelaciones otorgadas a varios Santos, permanecían incorruptas en el seno
de María Santísima durante su vida entera, de una Comunión a otra. ¡Oh
viudas cristianas, madres de un solo hijo, sobre todo si le habéis criado y
educado a costa de heroicos afanes y de penosas privaciones! ¡A vosotras
pregunto: ¿Vivía vuestro hijo en vosotras, o vosotras en él? Y si un día la
muerte sañuda y despiadada, os arrebató ese centro de vuestra existencia,
¿cómo pudisteis vivir? Pues comparaos ahora con aquella Madre, y vuestro
hijo con aquel Hijo, y vuestra separación con aquella separación...
316. Para concebir de algún
modo el horrendo vacío abierto en el corazón de María Santísima por aquella
dislocación de su vida, necesitaríamos saber lo que la vida de su hijo había
sido siempre para Ella; y cabalmente acerca de ese punto tenemos que
limitarnos a meras conjeturas que de seguro distan de la realidad espacios
inconmensurables. Recorred con la memoria, representaos vivamente la
imaginación, y valuad con el afecto más tierno las más estrechas uniones que
hayáis visto y que la tierra pueda ofrecer entre dos seres; pensad en aquel
anciano y su amada compañera que, ligados con vínculo indisoluble en el ara
santa donde Jesucristo consagró el puro amor de su juventud, han cruzado
juntos durante tan largos años el desierto de la vida, y tras prolijos
afanes, sobrellevados en la perpetua paz de la más amorosa correspondencia,
han ido perdiendo uno tras otro el fruto de dos generaciones; solos han
quedado en la tierra; cada cual de ellos es para el otro cifra y compendio
de toda la existencia; en sus recuerdos hay muchos tristes, ninguno amargo;
las penas, como las alegrías del uno, nada son y nada valen sino como
repercusión de las del otro; sólo un temor los espanta; el de no morir a un
mismo tiempo. Pues bien; la muerte, celosa de fidelidad tan inquebrantable,
se puso entre los dos, y despiadada truncó de un solo golpe el nudo que los
unía... ¡Dichoso el que se va! ¡Desventurado el que se queda! ¿Veis aquel
otro anciano, tullido, ciego, víctima de la injusticia de los hombres, que
sin odiarlos ni temerlos, caritativo los compadece en el apartado retiro
donde vive como en un santuario? ¿Veis luego aquel hermoso ángel que a toda
hora le acompaña, y le guía, y le mantiene, y le alegra, y le enorgullece
con sus virtudes? Es su hija única; no tiene en la tierra ningún otro ser
que le ame; pero el amor de ella vale un mundo, y es todo para su padre...
Pues se la han asesinado; la mató a traición vengativa un malvado que quería
robársela a su padre y al cielo. Y yo os digo que el seguir viviendo aquel
anciano es un misterio de la justicia de Dios... Pero ¿a qué cansarnos en
inventar comparaciones? Cuantas imaginemos serán pálida sombra de la unión
que el Espíritu Santo había puesto entre Jesús y María, y, por consiguiente,
mezquina imagen del dolor causado en tal Madre por la separación de tal
Hijo.
317. Nota singular también de
este sexto dolor, como lo era de lo más grave que había en el tercero, y que
no concurría en el cuarto ni en el quinto, es la responsabilidad que pesaba
sobre la Santísima Virgen respecto del Sacratísimo Cuerpo de Jesús;
responsabilidad tanto más penosa, cuanto el satisfacerla era más arduo
entonces para aquella triste Madre que lo había sido durante la infancia de
su Hijo. Nadie como Ella comprendía lo adorable de aquel Cuerpo; ¿quién le
tratará dignamente sino Ella, que cabalmente no puede hacerlo? Ciertamente
sintió algo análogo a lo que la Iglesia entera siente para con el Santísimo
Sacramento, es decir, júbilo supremo de poseerlo y ansioso de temor de que
se le profane; pero en María se acumulaban estos afectos con otros muchos.
Sin duda la responsabilidad es una circunstancia agravante de las
tribulaciones, pues por virtud de ley providencial de los dolores, sucede
que con ellos se nos vienen encima nuevos deberes en el momento cabalmente
que menos aptos somos para bien cumplirlos. Los pesares tienen en sí
eficacia para concentrar la vida, pero no para simplificarla; nos
desconciertan más que nos ilustran, y eso que nada nos hace tan expertos ni
aguza tan finamente nuestras potencias, al contrario de la vida plácida, que
por lo común es de suyo frívola, muelle, mala conductora, diríamos nosotros,
de la electricidad de los heroísmos. La santidad no se labra: sino de la
madera de las tribulaciones, ella es la que después de labrada convierte en
oro puro y celestial la escoria de la tierra; y aun por eso nos trata Dios
con mano tan cruda en apariencia, tan piadoso en realidad, sobre todo, al
mandarnos, junto con las tribulaciones, estas responsabilidades que tanto
las agravan, siendo, por lo mismo, uno de los más preciosos dones del cielo,
aunque a nosotros parezca lo contrario; del modo con que aprovechemos ese
don puede muy bien depender nuestra suerte eterna.
318. Las obligaciones de María
para con el Cuerpo de Jesús le eran dolorosas, no sólo en sí mismas, sino
por sus circunstancias de lugar y de tiempo; cercábanla por todas partes
violencia y crueldad; dueños eran del Calvario verdugos bárbaros y soldados
brutales, de modo que no ya probable y sino inevitable, parecía todo linaje
de injurias: aquel romper los huesos a los dos ladrones; aquella lanza de
Longinos; aquella prisa en quitar del monte toda huella de suplicio por
causa de la festividad del siguiente sábado; la sañuda perversidad de los
judíos; la infame cobardía que Pilatos había demostrado ante sus exigencias;
el impío menosprecio con que solían tratarse los cuerpos de los
ajusticiados; la proximidad misma del monte a la ciudad, todo esto hacía más
que inminente cualquier profanación sacrílega del cuerpo de Jesús. Y si se
intentaba, ¿qué medios de evitarla tenía la Santísima Virgen? Ninguno. Esta
idea, que sólo al pensarla nosotros en el pacífico retiro de nuestras
meditaciones se nos ofrece tan terriblemente espantosa, ¿qué sería para el
piadosísimo corazón de nuestra Madre, ver tan cerca un riesgo que a Ella le
tocaba evitar, y al sentirse tan desarmada para evitarlo, no como la más
vulgar madre del malhechor más odioso, sino en rigor mucho más, porque a sus
instancias y súplicas hubieran respondido insultos, y estaba mucho más
cierta de no mover a compasión el alma de aquellos forajidos.
319. De aquí, por
consiguiente, una angustia más para Nuestra Señora, es a saber: el terror,
afecto tanto más grave para su corazón, cuanto le nacía de prever un
sacrilegio. Y nadie extrañe en María Santísima este afecto que ya hemos
visto agravarle con tal extremo otros dolores, sobre todo cuando la huída a
Egipto. Considerando este punto con la perspicacia de su corazón amante,
podemos entrever el cómo y el por qué de esa especial y tan terrible
agravación de las tribulaciones de la Santísima Virgen. Cabe, en primer
lugar, que Dios le enviase esa angustia como prueba especial de la especial
gracia que le había otorgado, poniendo en su espíritu aquella serenidad que
ya hemos visto constituir nota privativa y muy principal del genuino
concepto de nuestra Madre. Quizá acertaríamos mejor diciendo que esa paz del
ánimo de Nuestra Señora, no tanto era una gracia singular suya, entre tantas
otras, como el firmamento donde todas resplandecían, señaladamente su
pureza, su humildad y su abnegación. En cada cual de sus dolores, lo mismo
que de sus gozos desde la Anunciación hasta la bajada del Espíritu Santo,
había, siempre, algo para poner a prueba la fortaleza de su alma, ora lo
imprevisto ora lo violento, ora lo horrible del suceso; algo, en fin,
superior a las ordinarias fuerzas de la condición humana, poderoso de suyo a
perturbar la paz interior de Nuestra Señora, y a mermar o suspender por un
momento la serena creciente majestad de su realeza. Cabe, decimos, que sólo
por poner a prueba, y de consiguiente, perfeccionar y enaltecer esta dote de
María Santísima, quisiera Dios agravar sus dolores con las varias especies
de terror que hemos visto, ora despuntar a lo lejos en el horizonte de su
alma, ora amenazar de cerca, ora mostrarse a flor, digámoslo así, de sus
tribulaciones, ora penetrar en los profundos senos de su corazón. En segundo
lugar, una santidad como la de la Santísima Virgen, convenía que fuese
aquilatada con pruebas adecuadas a su excelsitud; y cierto, entre todas las
que Dios pudiera enviarle, no parece que para la exquisita sensibilidad de
su delicada naturaleza (como lo fue para Nuestro Señor mismo, de quien el
Evangelio dice que en la agonía del Huerto “empezó a entristecerse y a
angustiarse” (Mat., XXVI, 37), pudiese haber otra tentación tan punzante
como la del miedo. Cabe, pues, decimos, que Dios le enviase este género de
prueba como cifra y compendio de todas las propiedades aflictivas de otras
innumerables tentaciones que en María hubieran sido de todo punto
ineficaces, a causa de su absoluta impecabilidad. Tal es la interpretación
que, con los respetos debidos, damos a los terrores de María Santísima; sea
lo que fuere de nuestras conjeturas, lo que importa para formar idea, si no
cabal, por lo menos verdadera, de los padecimientos de Nuestra Señora, es no
perder nunca de vista el hecho.
320. Efecto y consecuencia de
responsabilidades, tales como la de María tras la Crucifixión de su Hijo,
suelen ser, no sólo el temor, sino también la tristeza de la soledad. Cabe,
ciertamente, que estemos en el mundo más solos de lo que pensamos aun en
medio de nuestros deudos y allegados más íntimos; mientras tenemos salud y
paz, esto puede importarnos poco, pues al cabo con la compañía de esos dos
buenos amigos, en un retiro plácido y con alegre cielo, la soledad, más que
tristeza, puede sernos comodidad y hasta delicia. Pero que nos acometa una
dolencia, física o moral, que nos obligue a estar clavados en un hogar
doméstico donde, por cualquier causa, todo sea para nosotros extraño, y nos
diga que también allí lo somos, ésta sí que es soledad triste, más triste
que la de Caín, porque no tenemos siquiera el consuelo de pasear nuestra
pena libremente. Pues en este trance, digo, añádase a nuestros males el peso
de nuestra responsabilidad cualquiera, y entonces sí que la soledad nos es
carga insoportable, porque necesitamos de auxilio ajeno, y nadie nos acude;
los que deberían hacerlo, no quieren; lo sabemos y sin embargo, esperamos;
los labios que debieran hablarnos, están mudos; buscamos a tientas el brazo
que antes nos sustentaba, y no está allí; a cada instante, acosados por la
necesidad, llamamos a las puertas de corazones que deberían estarnos
abiertos, y como si llamáramos a la losa de un sepulcro. Habituados
estábamos a este desierto; mas hoy que nuestra alma necesita algún eco, la
vasta y muda llanura nos es más triste que la muerte. Pues este género de
soledad era una de las aflicciones del sexto dolor de María, bien que aún no
pudiera llamarse enteramente, sola; ya lo estará en el séptimo dolor; pero
de todos modos, cuando la hubo dejado el alma de su Hijo, la tierra fue para
Ella como páramo inhospitalario, y tanto más penoso, cuanto agravaban su
angustia, por una parte, su presente deber de guardar el cuerpo de Jesús;
por otra, lo inerme que se veía para impedir que fuese profanado si algún
sacrílego lo intentara. Añádase que, a despecho de su terrible penar, tenía
que ser apoyo y consuelo de otros; pues así como Jesús había sido la vida
para Ella, así era Ella desde aquel punto la vida para Magdalena y para
Juan. Pero al fin, no estaba enteramente sola; tenía consigo el adorable
cuerpo de Jesús, que, muerto y todo, le era compañía de infinito valor, como
quiera que estaba indisolublemente unido a una Persona eternamente viva; no
era un cadáver, por cuanto no estaba sujeto a corrupción; no era tampoco un
mero despojo de la muerte que el amor venera con lágrimas; sino que era un
objeto sagrado de culto y adoración. Así, pues, la soledad de María no era
completa; pero tal como era, gravaba su alma con una aflicción que ninguna
otra criatura hubiera podido sufrir.
321. Otra singularidad de este
dolor consistía en ser más bien postración de padecer pasado que angustia de
daño presente, pues que llegaba inmediatamente después del horrendo
espectáculo de la Pasión, y recaía en persona ya tan a punto de morir por
exceso de martirio, la cual, si bien estaba sostenida por auxilio
sobrenatural nunca le recibía bajo forma de alivio ni consuelo alguno
sensible, porque Dios la asistía ocultamente, de un modo análogo al que la
naturaleza divina de Nuestro Señor Jesucristo asistía durante la Pasión a su
naturaleza humana. El padecer, pues, había agotado las fuerzas de Nuestra
Señora, hasta el extremo de que un punto más la hubiera rematado; en su alma
sentía un malestar análogo al que un extremo cansancio produce en el cuerpo,
y de Ella pudiera decirse con toda verdad que estaba “triste hasta la
muerte”, por cuanto la vida había llegado a serle huésped importuno. Aquella
depresión de su espíritu la angustiaba más que lo hubiera podido el más
agudo padecer, pues semejante al abatimiento causado por la tortura, ni aun
fuerzas deja para sentir el alivio, por cuanto produce como una nueva
existencia, dotada de especial capacidad de sufrir. Así y todo, María
sobrellevó también esta prueba con ánimo sereno, sin caer en estupor ni
desconcierto ni inercia, antes bien, satisfizo puntual y reposadamente el
triste cargo que a la sazón le incumbía, obrando en todo con aquella paz de
un corazón atribulado, suave, reposada, atenta, desinteresada, majestuosa,
indicio seguro siempre, de la presencia de Dios en un alma. Del propio modo
que durante la Crucifixión había estado tres horas a pie firme junto al
suplicio, así ahora prosternada tenía el cuerpo de Jesús en sus brazos
extendidos, con igual valor y reposado continente; jamás alma ninguna había
estado tan abatida como la santísima Virgen en este sexto dolor, ni se había
mostrado tan denodada a despecho de su abatimiento. ¿No es verdad que la
sangre se hiela al contemplar desde la orilla este mar glacial de dolor?
322. En aquel trance, hasta la
bondad misma que se le mostraba era cruel, si no por la intención, por el
afecto; así fue que al rodearla silenciosos José, Nicodemus, Juan y
Magdalena, mientras Ella embalsamaba el cuerpo de Jesús, aquella misma
demostración de amor compasivo le descubría más de relieve la pérdida de su
amado. Mientras estuvo al pie de la cruz, no se había curado de sí misma,
antes bien, sólo atenta a su Hijo, no sentía sus propios dolores sino coma
repercusión de los del divino Corazón de Jesús, sin advertir que a Ella
también se la compadeciese; mas ahora lo advertía, y esto, al par que una
emoción de tierna gratitud, le causaba pena, por cuanto el único capaz de
comprender su Corazón ya no la veía; y aun el mismo Jesús antes de morir la
había contristado al compararse tácitamente con Juan cuando se la dio por
hijo en lugar suyo, pues si bien aquella respetuosa y tierna solicitud
filial que el Apóstol usaba entonces para con Ella la inundaba de amoroso
agradecimiento, suscitaba también en su alma recuerdos y cotejos que la
entristecían, transportándola a los tiempos pasados en compañía de su Jesús,
bien que estas memorias no causasen a María Santísima nada semejante al
acerbo afecto que nosotros llamamos pesar, porque en los pesares aun más
legítimos y santos hay siempre algo de protesta implícita contra el querer
de Dios. Verdaderamente, en aquellos rostros amigos que cercaban a la
Santísima Virgen mostrábansele otros tantos espejos de lo pasado; el Apóstol
amado de Jesús le representaba al que tanto le amó; aquella Magdalena,
serafín de penitentes, reflejo era también del divino esposo a quien lloraba
con tan vehemente desconsuelo; José de Arimatea, que allí junto a Ella
estaba mirándola con Jesús en su regazo, sombra era también de aquel otro
José que tantas veces había adorado en el mismo altar al Verbo Encarnado;
Nicodemus, con su ofrenda de mirra y áloe, imagen era de aquellos tres
Reyes, bien que ahora la ofrenda no fuese profética, sino realmente aplicada
para embalsamar el cuerpo de Jesús. Al hacer esto mismo a la Santísima
Virgen, recordó aquel día y aquellas palabras de Jesús cuando Magdalena fue
a ungirle: “Porque derramando ésta este ungüento sobre mi cuerpo, para
sepultarme lo hizo” (Mat., XXVI, 22). Por último, del cuerpo de Jesús,
tendido allí en el centro de aquel grupo, levantábase una como nube de
recuerdos dulcemente tristes que envolvían el alma de su Madre.
323. Realmente, la apacible
intensidad de aquel dolor era contraste manifiesto de las vivas y punzantes
angustias de otros pasados; era el primero que después de haber corrido como
fuente escondida debajo de los otros, salía a flor de tierra formando un
arroyo caudaloso, pero manso, que mostraba la plenitud de sus aguas antes de
meterse en el mar, reflejando en su espejo clarísimo la infancia de Jesús al
par de su Pasión, las imágenes de Belén y del Calvario armoniosamente
concentradas, y la vida de Jesús visible en carne mortal, junto con la
invisible de su Sacratísimo Cuerpo y preciosísima Sangre en el adorable
Sacramento. Visibles y palpables mostrábanse efectivamente la infancia y la
Pasión de Jesús, constituyendo, un misterio único, en aquel cuerpo recostado
en el regazo de María: La Pasión bien se veía esculpida en sus miembros,
donde cada culpa había grabado tan cruelmente el emblema de su reparación, y
donde se podía recorrer, de los pies a la cabeza, el camino del Calvario,
con cada cual de sus estaciones, chorreando sangre y proclamando un
misterio. Allí estaba también la infancia de Jesús; allí el Niño en el
regazo de su Madre, que también, junto con un José amoroso, le asiste, ¡ay!,
como entonces, y le alisa la hermosa cabellera, y le acomoda y le envuelve
en blancos cendales... ¿Qué era aquello, Madre amantísima? ¿Era un tremendo
desquite de los pasados gozos, o una prosecución y complemento de antiguas
aflicciones? En Belén, en Egipto, en Nazaret, habías Tú ya previsto bien lo
que ves ahora; y, sin embargo, te toma de nuevas, y en recompensa de tanta
solicitud maternal, de tantos y tan penosos afanes, hete aquí anegada en
abismos inconmensurables de dolor. ¡Extraña recompensa! ¡Galardón
misteriosamente singular! Pero Dios lo manda, y Tú lo sabes mejor que nadie;
tu dolor es tan hermoso, que no deja lugar para ver lo que tiene de amargo.
324. Tales fueron las notas
singulares del sexto dolor. Consideremos ahora los afectos de María durante
él, y en primer lugar la serena claridad con que vio y siguió las vías de
Dios por en medio de tinieblas. Nada ciega tanto los ojos a la luz de la fe
como el dejarse dominar de una pena, porque siervos entonces de nuestra
naturaleza degradada por la culpa, perdemos la aptitud para conocer y
entender la voluntad de Dios. No son, no, muchas veces tan oscuros sus
designios como lo presumimos, cegados por la tribulación, bien que Dios nos
perdone misericordioso este delito de nuestra flaqueza, que El conoce tanto;
harto más difícil es conocer esos designios en tiempos de bienandanza,
porque las dichas de la tierra nos quitan la memoria de lo que somos y de lo
que merecemos. El dolor nos hace perspicaces en este punto, porque nos hace
atentos; así que toda pena, mirada con calma, es, por lo general, una
verdadera revelación, pues a poco que nos conozcamos, veremos claro en el
misterio que el dolor encierra. Para nosotros, que tan tardos solemos ser en
mirar a ese misterio, los maravillosos horrores de la Pasión nos toman
siempre de nuevas, aunque los conozcamos desde niños; pero María nada
extrañaba en ellos, ni aun aquellas tremendas realidades que tan de cerca la
tocaban y que la tenían a toda hora en trance de muerte; su ánimo sencillo
descansaba únicamente en la voluntad de Dios, y para Ella siempre esta
voluntad se cumplía en tiempo y lugar oportunos; que tal es el efecto
habitual de la fe sencilla: conocer que Dios siempre se muestra en la sazón
conveniente, y aun extrañarse de no haberlo previsto. Señalados ejemplos de
esta visión habitual nos ofrece la vida de muchos santos, pero ninguno tan
maravilloso como la Santísima Virgen, siempre dispuesta y pronta a cumplir
la voluntad más apremiante, más extraordinaria, y al parecer más
intempestiva de Dios, cual si fuese el más ordinario y común suceso natural.
Por la virtud de esa perpetua disposición interior, nunca pierde tiempo ni
aplaza jamás el corresponder al llamamiento de la divina gracia; la voluntad
de Dios es suma y compendio de su teología mística, y por ese camino alcanzó
una perfección que la teología mística más sublime no ha podido apellidar
con nombre adecuado.
325. Manifestó también por
admirable modo en este dolor la Santísima Virgen cómo pueden juntarse la más
amigable familiaridad con Dios y la veneración más profunda. Señal suele ser
ésta de gran santidad, y tan difícil es dictarle normas como trazar reglas
minuciosas de buena crianza. En efecto, así como la decorosa y afable
urbanidad suele ser resultado de cierto instinto, de cierta finura nativa
más que labrada por la educación, así también el juntar aquellos dos
afectos, en apariencia contradictorios, obra es de instinto sobrenatural, de
gracia singular y exquisita; puédese merecerla, pero aprenderla no; lo más
que sobre esto cabe enseñar, es a evitar ciertos excesos de familiaridad que
en ningún caso sería legítima; pero ante todo nos es menester largo hábito
de vivir consumados en el amor de Dios y en el conocimiento de nuestra nada.
Pues bien; ¡qué ejemplo tan admirable de esta gracia tan preciosa y tan poco
común nos da María Santísima en la obra de embalsamar el Cuerpo de su Hijo!
No la veremos hacer extremo alguno de ternura con aquel sacratísimo Cuerpo;
mas tampoco lo necesitamos para saber cuán caro y precioso es para Ella, así
como tampoco hemos menester que muestre acto alguno de adoración para saber
cuán profundamente lo adora; bastaríanos para adivinar que aquel es el
cuerpo del Dios, ver la actitud de recogimiento con que María juntamente
muestra el tierno amor y honda reverencia sólo debidos a los objetos de
adoración. Miradla, contemplad su rostro, seguid el movimiento de sus manos,
escuchad los latidos de su corazón, y en todo la veréis modelo celestial de
aquella gracia. La historia entera de la Encarnación del Verbo contiene
pocas enseñanzas tan profundas como ésta: la Santísima Virgen sabía que
Jesús era Dios, y, sin embargo, no temía usar para con El los derechos del
amor maternal; como Madre suya vivió con El treinta y tres años en la más
asombrosa unión de familiar correspondencia, y, sin embargo, ni uno solo se
olvidó de que aquel Hijo suyo era de Dios, ni de lo que como a Dios le era
debido. Esto solo es bastante para encumbrar a Nuestra Señora hasta regiones
inaccesibles a nuestra ruin estimativa.
326. Notable fue también en
este dolor el diligente celo con que la Santísima Virgen unió su espíritu a
la obra de reparación que acababa de consumar Jesús. El amor de todos los
mundos posibles fuera mezquino precio para pagar el menor de los
padecimientos de nuestro Salvador, ni una sola gota del raudal de su sangre
que derramó por nosotros; pues siendo, como era, Dios, entre su beneficio y
nuestro pago mediaría eternamente una distancia infinita; por eso los santos
de todas las edades han amado y adorado tan férvidamente la Pasión de
Nuestro Señor, reproduciendo en sí, cuanto en su limitada condición de
criaturas cabía, con penitencias sobrenaturales y mística conformación, los
tremendos misterios de aquel divino martirio. Pues todo ese tesoro de
reparaciones junto vale mucho menos que la adoración de María mientras
preparaba el sepelio de Jesús, aunque sólo se tomase en cuenta que Ella veía
y palpaba realmente los afectos de aquella Pasión, y que los santos no han
presenciado sino en espíritu, y por consiguiente, que ninguno como Ella
podía sondear los abismos del gran misterio; ninguno, santo ni ángel el más
encumbrado, podía como Ella leer e interpretar aquellos terribles documentos
escritos por dentro y por fuera en el cuerpo de Jesús, como en el libro de
Ezequiel lo estaban “lamentaciones, cánticos y dolores”. A medida que sus
manos iban embalsamando aquel cuerpo, brotaban del magnífico alcázar de su
seno virginal actos de adoración y de amor expiatorio, numerando, pesando y
midiendo las culpas todas del humano linaje, distinta y singularmente
grabadas en la inmolada víctima, y por cada una de ellas reiterando el más
cumplido desagravio. Ciertamente el espíritu de reparación es uno de los
efectos más señalados del amor divino. A semejanza de los ángeles custodios,
que mientras vigilantes guían nuestros pasos no cesan jamás de contemplar a
Dios, así también los siervos de Dios en la tierra van por el mundo
instruyendo el proceso de los agravios contra la majestad divina para ver de
repararlos, incluso los que en su humildad habitual y propia entienden haber
cometido ellos mismos. Pero este acto en la Santísima Virgen, que sabía de
sí tener exenta de culpa, era acto de humildad más profunda todavía que la
del arcángel Miguel, entre todos los coros celestiales el más celoso de la
gloria de Dios, cabalmente por haber sido el más humilde. El desagravio
ofrecido por María Santísima tenía eso de privativa y singular, ser acto de
adoración de un alma íntegra y originalmente inocente, mientras que los
demás santos, por una u otra manera, expían también sus propias culpas al
expiar las ajenas. Así como Nuestro Señor Jesucristo satisfizo por nosotros
lo que nosotros no podíamos satisfacer, así también la Santísima Virgen
adoraba la Pasión por nosotros al mismo tiempo que por sí misma, no sólo
para suplir a nuestra indignidad, sino porque, como Madre nuestra que es,
instituida por Nuestro Señor, todo lo suyo es, en realidad, también nuestro.
Hasta entonces no lo había hecho porque el tiempo de la reparación no era
llegado hasta aquel instante en que, rematada la obra de crueldad, quedaba
consumado el gran crimen. En aquella solemnísima función de desagravios otra
piedad que la de María se hubiera desatado en querellas, y con estrepitosa
indignación hubiera clamado a la justicia divina; Ella no, que todo lo hizo
con majestad, silencio y ternura.
327. ¡Oh! Gran gozo para
nosotros es pensar que si en las heridas y llagas de Nuestro Señor
Jesucristo estaban nuestros pecados, también en las manos de nuestra Madre
estaban nuestras propias manos embalsamando su cuerpo, y haciendo,
permítasenos la frase, una cura póstuma en aquellos sangrientos y profundos
jeroglíficos grabados por nuestras culpas.
328. Entre los varios heroicos
afectos con que la Santísima Virgen sufrió este dolor, debemos mencionar uno
que ya antes de ahora hemos divisado en todas las varias fases de su
martirio, y es la perseverante serenidad de ánimo que en todas ellas
muestra. Sin duda es esta, por lo menos en cuanto nos es dado entender, la
mayor maravilla de su vida espiritual; más que dote de santidad eminente,
más que jornada en las vías de la santificación, parece deificación completa
del alma humana; por lo menos, es la gracia que más dista de las nativas
imperfecciones de la criatura mortal. Inecuanimidad, extrañeza, veleidad,
inconstancia, vacilación, duda, instabilidad, caídas, asombramientos; todo
esto constituye lo que un espejista llamaría pelos en la santidad de la
criatura, y de hecho son los lunares puestos por la humana flaqueza en la
obra del Criador, antes de que esté rematada y consolidada; son las huellas
de una catástrofe que fue en sí misma obra de trascendente flaqueza. Pues
bien; la incomparable ecuanimidad de María Santísima la preservó de todas
esas imperfecciones; diríase que le fue comunicada parte de aquella paz de
Dios que, según frase de la Sagrada Escritura, “excede a todo
entendimiento”, y cuyo especial oficio para con nosotros es “esconder en
Jesucristo nuestros corazones y nuestras almas”. Nada tanto como esa calma
celestial sirve de sobrescrito a la grandeza de María; en leyendo lo que
está debajo de ese emblema, comenzamos a tener por íntegramente real aquello
mismo que al pronto pudo parecernos exagerado en el encomio de la Santísima
Virgen; y gracias de Ella, que aisladamente consideradas parecen imposibles,
se nos muestran claras, obvias y sencillas. Cierto que sólo el corazón de
Jesús puede descifrar bien el jeroglífico divino de su Madre; pero algo de
él podemos entender también nosotros si llegamos a formar idea tan exacta
como nos es posible de esa paz de paloma, de ese espíritu así dotado de
serenidad más que angélica, cuasi divina. Diríase que si por amor a nosotros
Dios le comunicó su atributo de misericordia, por amor a Ella le comunicó su
atributo de paz.
329. Vamos ahora con las
enseñanzas que este dolor contiene para nosotros. Son dos principalmente, a
saber: un modelo de devoción al Santísimo Sacramento, y un ejemplar de
conducta en tiempos de tribulación. Primeramente, de las congruencias que en
el discurso de todo este dolor hemos ido refiriendo al Santísimo Sacramento,
podemos inferir cuál debe ser nuestra devoción a este misterio adorable,
pues todas ellas se perpetúan, digámoslo así, en la Iglesia hasta el fin de
los tiempos. En efecto; del propio modo que se ofrece a Nuestro Señor mismo
en la Santa Misa y en todo instante del tiempo se está continuando y
renovando en toda la tierra el sacrificio mismo del Calvario, así también en
todos los altares del orbe católico, y por mano de todos los sacerdotes, se
van reproduciendo los piadosos oficios de María para con el adorable Cuerpo
de Jesús; pero con la enorme diferencia, común a todo lo que nos viene de
Jesús y de María, de que lo que para Ella fue crudísima angustia, es para
nosotros júbilo, privilegio y amor. Cuando ya hubo puesto cuidadosamente
aparte, como preciosas reliquias, los clavos de la Cruz y la corona de
espinas, ¡con qué profunda veneración no se prosternó para recoger el
Sacratísimo Cuerpo de Jesús! No era aquella la actitud de una Madre ante su
Hijo, sino de una criatura ante su Criador, en sus brazos le tuvo hasta que
todos los presentes le hubieron también adorado; se olvidaba de sus derechos
de madre por sus deberes de sierva. Pues bien; si adorable era el Cuerpo de
Jesús muerto, como indisolublemente unido que estaba con la persona del
Verbo eterno, ¡cuán reverente, cuán humilde, cuán profunda no debe ser
nuestra adoración al Santísimo Sacramento, que es Jesús vivo, cuerpo y alma,
Divinidad y Humanidad! No podemos alegar para con Jesús los derechos de su
Madre ni los piadosos oficios con que le asistió José de Arimatea, no; al
contrario, le estamos obligados de todo punto por haber querido volver a
bajar a nosotros desde el cielo. ¡Cuál, pues, no debe ser nuestra veneración
a ese inefable Sacramento! ¡Con qué santa diligencia no debemos, sobre todo,
prepararnos a la Sagrada Comunión! Recibirla deberíamos con solicitud
amorosa, sí, pero también con temor y temblor, y en nuestros hacimientos de
gracia deberíamos echarnos denodados en los brazos de Dios sin importunarle
con demanda alguna de mercedes antes de habernos prosternado en humilde
acatamiento ante el Verbo encarnado, que tan generosamente ha querido
habitar en nuestra ruin morada. Deberíamos asistir al Santo Sacrificio
incruento con la propia compunción que, dada nuestra fe y conocimiento
actual, habríamos asistido al sacrificio cruento del Calvario. A la
Bendición, en las Cuarenta Horas, y en donde quiera que veamos expuesto el
Santísimo Sacramento, deberíamos informarnos de un espíritu de adoración
incesante, como el Hossanna que los serafines y querubines cantan ante el
inaccesible trono de la Santísima Trinidad. Y todo esto deberíamos hacerlo
con reposo, no precipitadamente, no forzando, digámoslo así, la máquina de
nuestro espíritu por inquieto afán de hacer nuestra veneración más profunda;
que si ella es sincera, de ella misma nos vendrá el reposo y todo lo demás
bueno que deseamos. Dejémonos llevar dulcemente cautivos de la majestad que
tenemos delante; no nos demos a escudriñar nuestro interior para ver si
adoramos dignamente, pues todo esto es añagaza del enemigo para que nos
curemos de nosotros, y no de Jesús, a quien tenemos allí sacramentado. De la
falta de atención a estas cosas procede el escaso fruto de nuestras
Comuniones; mejor nos fuera si tuviésemos un poco de más reposo. Y todo ello
porque vamos allí mal preparados; porque antes no hemos purgado de humanos
pensamientos nuestros corazones, y así nos van persiguiendo luego y
distrayéndonos e importunándonos en el momento que nuestra adoración habría
de ser más continua y más profunda. Yerran los que presumen que, para bien
prepararse a la Sagrada Comunión, hay que evocar, a modo de conjuro,
nuestros afectos con devotas consideraciones, hasta elevar la temperatura de
nuestro fervor al grado que nosotros creemos debido; por de pronto, la cosa
no está en nuestra mano, pues todo lo violento es de suyo artificioso, y
además poco duradero; con que si nos empeñamos en enfervorizarnos por ese
camino, lograremos poco y nos cansaremos muy luego. El fuelle apaga la
hoguera chica, y si al pronto parece que aviva la llama, en breve se la ve
irse amortiguando y tornarse rescoldo. La mejor reparación es más sencilla;
basta con abstraernos bien de nosotros mismos, si es posible hasta
anonadarnos; sacudir de la imaginación todo lo que pueda distraernos,
reconocer humildemente nuestra pobreza, nuestra humildad y nuestra malicia,
y echarnos en busca de Jesús, como vemos en el Evangelio que iban los
enfermos para que los sanase. Si sentimos el corazón vacío, pongámosle en el
suyo, que ya nos le llenará El; mientras más dentro nos metamos, más gracias
hallaremos. Tengamos por cierto que una Comunión hecha con sencillez y
reposo, aunque sintamos poco fervor en ella, nos aprovecha más que otra que
halagüeñamente nos agite con grandes pensamientos; porque, el reposo y la
sencillez de corazón tienen en sí mismos virtud para elevarnos a regiones
sobrenaturales.
330. Tomemos el escudo de la
paz, y guardemos con él un pecho en donde va a albergarse Jesús, que es paz,
y obra grandes cosas allí donde la encuentra, y donde, por consiguiente, no
necesita perder tiempo en hacerse lugar y despedir a huéspedes importunos.
331. De la paz nacerá el amor,
y el amor tal como se debe a la Eucaristía es decir, fervoroso y humilde.
Estemos ciertos de que nuestra veneración no es lo que debe si el amor no la
sigue, y de que el amor no acudirá sino allí donde le prepara aposento la
paz del alma y el reposo del espíritu; muchas veces dejamos de amar, todo lo
que podríamos si nos afanásemos menos en lograrlo, porque la fe de suyo nos
dice cosas tan admirables acerca del divino misterio, que es mala vergüenza
y casi pecado no estar amándole tiernamente día y noche. ¡Cómo! ¡Tener a
Jesús tan cerca, tan estrechamente unido con nosotros; tener a Belén, a
Nazaret, al Calvario presentes, y nosotros tan tibios, tan flojos, cuando
deberíamos abrasarnos en amor como de serafines! Y, sin embargo, ello es
así. Pero de todos modos, en advirtiendo nuestra flojedad, más que enojarnos
de ella y empeñarnos en sacudirla a fuerza de golpes interiores, que de
seguro nos dejarán molidos y no amantes, vale reconocer buenamente nuestra
ruindad. Por otro lado, el amor al Santísimo Sacramento, como todos los
afectos constantes, verdaderos y profundos, ni puede mostrarse por de fuera
a toda hora, ni necesita probarse con estrepitosas demostraciones; más que
la vehemencia le conviene la perseverancia; ésta es el verdadero cebo de la
llama de amor divino. ¿Cuidamos de oír diariamente la Santa Misa, aunque nos
cueste alguna molestia? ¿Asistimos a ella con la reverencia debida? ¿Somos
puntuales en nuestra cotidiana visita al Santísimo, y la hacemos con la
debida devoción o por mera rutina? ¿Nos preparamos dignamente a la Sagrada
Comunión, y después de recibirla damos gracias eficaces como cumplen a don
tan alto? ¿Damos tregua siempre que nos es posible y no indiscreto (pues ya
dice un sabio proverbio que antes es la obligación que la devoción) a
nuestras habituales ocupaciones? Y, sobre todo, ¿nos privamos de algún
recreo, aunque sea honesto como debe, por asistir a la bendición del
Santísimo? Pues todo esto es mejor señal y alimento más seguro del verdadero
amor que otros incentivos de piedad que pueden muy bien ser fuegos fatuos.
332. Así como de la veneración
nace el amor, del amor ha de nacer la familiaridad. Pero es menester que la
familiaridad, como la veneración, se sujete a regla y tenga esas condiciones
especiales; es menester que no sea desmandada ni presuntuosa, ni se
convierta en descuido, ni en indiferencia, ni en rutina. La familiaridad
implica un alma habituada a las visitas de Dios, y es menester que cuando
Dios a ella venga no la tome de improviso, ni ella se perturbe, ni se
exalte, ni se amedrente ni falte a los debidos miramientos. Tomemos en esto
ejemplo de los sacerdotes verdaderamente dignos y sólidamente instruidos en
la hermosa ciencia de los ritos y ceremonias de la Iglesia; veámoslos cuando
de pronto tienen que ejercer algunos de los actos solemnes de su augusto
ministerio, cómo se ponen a ello y lo hacen sin desconcierto ni
precipitación; cada cosa en su lugar y a su tiempo, sin que ninguna se les
pase; con ternura y sencillez, con dignidad y modestia, desempeñar se les ve
una tarea que para sacerdotes verdaderamente dignos nada tiene en sí de
fácil ni de obvia, y sin embargo, ellos dignamente la desempeñan con tal
holgura y naturalidad, que ni aun reparar dejan la perfección interior y
exterior con que lo han hecho. Pues éste, digo, es un gran ejemplo de
familiaridad tal como debe ser en las cosas divinas; se siente, digámoslo
así, a sus anchas con Dios, no ciertamente por presunción, ni por
negligencia, ni por menosprecio, sino porque, entendiendo bien lo que le
toca, sabe recibir a Dios con el debido obsequio y olvidarse enteramente de
sí para no curarse más que de honrar con veneración, amor y confianza filial
a tan excelso huésped. Esto es lo que en la lengua cristiana se llama santa
familiaridad.
333. Considerando ahora cuán
frecuentes y accesibles son la Santa Misa, la Bendición, la Sagrada Comunión
y la visita al Santísimo Sacramento, veremos que esta familiaridad es
requisito esencial de la devoción al misterio adorable. Pues aprendamos de
María cuando tuvo que recibir en sus brazos, y recostar en su seno, y
embalsamar, y amortajar el cuerpo de Jesús; nuevo era, en verdad, y tan
nuevo para Ella, ese piadoso oficio de suyo tan arduo, y sin embargo, la
vemos desempeñarlo con la misma reverente familiaridad que sus oficios de
Madre en Belén y en Nazaret.
334. Es menester, por último,
que toda nuestra devoción al Santísimo sea como un acto perpetuo de
desagravio; y éste es fruto próximo de la santa familiaridad, o, mejor
dicho, es esta familiaridad misma expresada por aquel amor respetuoso,
cimiento de toda devoción verdadera. Para el alma devota, Jesús es como un
rey justísimo y amantísimo, contra quien sus pérfidos e ingratos vasallos se
están rebelando a toda hora, y sabido es que para un corazón amante nada es
tan triste y acerbo como ver maltratado al objeto de su amor; sólo con
pensar que puede tal cosa suceder al amado, siente el amante crecer su
cariño, y no imagina sacrificio de que no sea capaz. Este es, quizá, entre
los hombres y en la historia de los humanos afectos, uno de los pocos casos
en que el amor deja de ser, como hubo de llamarlo cierto filósofo triste, un
egoísmo a dúo. En circunstancias ordinarias, el amor propio nos mueve a
gozar por nuestra cuenta tanto o más que por cuenta de nuestro amado; pero
que le veamos maltratado con injusticia, y ya se torna para nosotros objeto
de adoración, y, por consiguiente, de cariño enteramente desinteresado, pues
en la adoración no cabe el egoísmo; no hay sacrificio entonces que no
hiciéramos por desagraviarle. Aplicado este noble desinterés al objeto
supremamente digno del más puro amor, al único adorable, es decir, a Jesús,
vémosle, no sólo como Rey villanamente desconocido por sus vasallos, sino
como afligido que, por misterioso modo, ha menester de nuestra compasión que
le consuele y de nuestro desagravio que le indemnice, lo cual acrecienta la
ternura de nuestro amor para con El, no consistiéndonos curarnos entonces de
nosotros, sino para demandar a nuestro ser toda la generosidad, todo el
dolor y todo el sacrificio de que seamos capaces. Eso tiene de admirable el
espíritu de desagravio. el ser en nuestro corazón un tesoro especial,
reservado al servicio de nuestro amadísimo Jesús, y ese tesoro, de María le
hemos recibido, de Ella y por Ella le poseemos como viril en que debiéramos,
por decido así, tener expuesto siempre al Santísimo Sacramento en nuestras
almas, como corporal blanco y puro en que guardarle. Tal debería ser
nuestra; devoción al Santísimo; así nos la enseñó nuestra Madre con sus
oficios para con el Santísimo Cuerpo de Jesús en el Calvario; como en pernos
diamantinos, esa devoción debe descansar en veneración profunda, reposada,
tierna, santamente familiar e informada del espíritu de desagravio. De todo
ello es modelo María en este sexto dolor.
335. Pero lo es también, hemos
dicho, de nuestra conducta en las tribulaciones. Pueden éstas ser cimiento
sólido de una grandiosa fábrica de santidad, y pueden también ser el más
ruin de todos los afectos humanos, egoísmo necio y torpe, y el más
interesable de todos los amores, pues, en efecto, algo que se parece al amor
tienen las penas. Es decir, sucede en esto lo que con todas las cosas
humanas, lo mismo las más viles que las más encumbradas; todo depende del
modo con que las tratemos. Ello sí, las tribulaciones son la carga más
difícil de llevar bien; nunca tanto como durante ellas necesitamos
corresponder más afanosa, cuidadosa y desinteresadamente a la operación de
la gracia; dejarnos dominar de la pena es poner tropiezos a un gran designio
de Dios, olvidándonos de que cuanto sucede en el mundo puede ser de provecho
a nuestras almas, y que la tribulación es el crisol en que Dios las aquilata
y perfecciona. Desdichados de nosotros si nos empeñamos en quitar a Dios
este oficio, porque si se digna luego tomarle en el punto que nosotros le
hemos dejado, necesita fundirnos de nuevo. Pero es el caso que todos, cual
más, cual menos, caemos en tentación de apasionarnos de nuestras penas y
convertidas en ídolos; nos cansa muy luego el sufrir en paciencia, escuchar
la voluntad de Dios, cumplir nuestros deberes, elevar a región sobrenatural
nuestras adversidades, soportar nuestras cruces y mirar al cielo. Con esta
inmortificación sucédenos lo que al trepar a una montaña escarpada; tenemos
todos los trabajos de la subida y no ganamos terreno, así como el abrir los
brazos a la pena, desahogarla llorando y quejarse, sobre todo si con
nuestras querellas se mezcla una puntita de religión a modo de exornación
poética, nos causa efecto análogo al de bajar una cuesta, y de hecho es el
camino por donde un corazón da en tierra más pronto. Por eso, el que tenga
resuello corto para padecer, debe ponerse más en guardia contra las penas
que el tísico contra el aire colado. La tentación más peligrosa que el dolor
trae consigo nace de que el entregarse a él con armas y bagajes suele ser
aplaudido por el mundo como señal de corazón fino y delicado, mientras que,
por el contrario, arrostrarle con denuedo suele ser tenido como indicio de
baja condición y alma berroqueña; ésta, decimos, es tentación peligrosa, y
tanto más cuanto más tierno corazón se tenga. No por aquí se entienda que
aconsejemos esforzarse en ahogar el llanto, pues esto puede agravar la
aflicción sin provecho ni para el cuerpo ni para el alma, y, por otro lado,
a Dios no desplace que sus criaturas lloren, y aun nosotros. mismos vemos a
veces con gusto las lágrimas de seres queridos. Sobre este punto, lo que nos
enseña el ejemplo de la Santísima Virgen es que seamos sobrios; desahoguemos
enhorabuena nuestros corazones como escudo contra el egoísmo, pero no
empollemos, por decirlo así, nuestra pena, no la mimemos ni le consintamos
incentivo, y, sobre todo, no la dejemos dominarnos, porque esto sería
sentimentalismo voluptuoso y tierra donde el Espíritu Santo no sembraría,
porque sabemos que no tiene jugo.
336. Y menos mal si esto no
tuviese otras consecuencias; pero es el caso que con esa especie de derroche
sentimental sin duda por lo que de suyo tiene de egoísta, damos de codo a
nuestros deberes más sagrados, figurándosenos que la pena nos autoriza para
holgar, cuando cabalmente nada es tan a propósito como el trabajo para
aliviarla; mas nosotros imaginamos que el dolor nos ha convertido en seres
privilegiados, olvidando que todo privilegio engendra deber, y no pensando,
como es verdad, que la valuación más verdadera y sólida de nuestras
obligaciones consiste en tenerlas siempre por verdaderos privilegios. Y,
además, el mundo, ni se ha de parar, ni lo debe, porque nosotros tengamos
penas; en la inconmensurable cifra del humano linaje, somos poco más que
cero, y es menester que estemos en la suma común, que nos movamos a derecha
y a izquierda con nuestros semejantes; que tomemos la vida como la
encontremos, y las penas, como las alegrías, cuando vinieren; por lo común,
vienen juntas, y aunque en rigor ellas valen tan poco en sí como todas las
cosas de este mundo, son, al cabo, jornadas del camino hacia lo único que
nos importa, que es Dios. La excesiva estimación de sí propio es el gusano
roedor de las tribulaciones para el cristiano; y esa polilla, que a toda
costa debiéramos sacudir, es cabalmente la que con más fecundidad engendra
en nuestras aflicciones los necios consuelos del mundo; de aquí la egoísta
indulgencia con nosotros mismos, que desviándonos de nuestros deberes,
rebaja nuestra condición moral, y degrada, sobre todo, la gran nobleza de un
dolor dignamente soportado. Las aflicciones son una fuerza aplicada al eje
de rotación del mundo en su órbita providencial, una corriente eléctrica, no
un aislador; un reloj que no debemos dejar pararse, pues el gran péndulo ha
de seguir de todos modos andando, y nos exponemos a perderlo todo sin ganar
nada. En la casa donde hay enfermo, tenemos cuidado de echar las persianas,
rociar de juncia la calle, entrapar las campanillas y andar como sombras;
pues guardémonos mucho de hacer eso con la pena que llevamos en el alma,
porque, lejos de estar allí como enfermedad, no está sino como salud y
fuerza. Convengo en que los pecados de omisión pueden ser más veniales en
tiempo de tribulaciones, pero digo que roban joyeles a nuestra corona y
estorban el paso a la visita de Dios.
337. El dolor es un santuario,
con tal que no pongamos al yo en él como divinidad; porque, el yo, como dice
Donoso Cortés, de suyo es satánico, y no hay remedio; la tribulación o es
cosecha de gracia, o es cebo de este otro enemigo; no hay sino mirar a las
gentes idólatras sentimentales de su dolor, y las veremos duras, y hasta
groseras con los demás, figurándose que no hay más que ellas en el mundo, ni
otra cosa que hacer sino compadecerlas y mimarlas; así es que en su casa
todo lo desconciertan, a todo el mundo secan y aburren, y de los de fuera
reciben los favores de mala gana, como acreedor usurero, o parece como que
los toleran por pura cortesía. En llevando por este camino una tribulación,
el hombre maduro se vuelve niño impertinente y caprichoso, quejumbroso,
descortés, quisquilloso; en suma, intolerable. En cambio, el alma cristiana
que sabe llevar varonilmente su pena, toma en cuenta y agradece la menor
señal de simpatía, y aun se asombra de que se le dispense, sabiendo, como
sabe, entonces mejor que nunca, lo poco que merece; a todo y a todos atiende
en su casa, y no perdona medio de que su cruz pese sobre él solo; sonríe
llorando, cierra sus labios a toda palabra lúgubre o dura, tiene a los demás
contentos mientras él agoniza. Eso es el dolor de un cristiano.
338. Guardémonos también mucho
de implorar la compasión ajena, y hasta de desearla. ¿Qué vale pedida? Nada;
la compasión no tiene precio sino cuando se da gratis. No tengamos por malo
apetecerla, pero sobre lo que no es malo, y aun sobre lo bueno, está lo
mejor, y lo mejor es, en todo, lo que más a Dios place. Dios nos ha de
descontar los consuelos que recibamos de las criaturas, porque allí donde El
entra para llevarlos, no le agrada encontrar tomado el puesto; por eso ama
con tanta predilección a los despreciados, injuriados, abandonados o
perseguidos por el mundo, ya los que por Dios dejan padre y madre, y
parientes y amigos, y patria y hogar. Además, los humanos consuelos, por
poco que nos cuesten, salen siempre caros; porque cabe que si Dios al
visitarnos tiene que esperar a que ellos se vayan, y si, como suele
acontecer, o ellos no quieren irse, o nosotros no queremos echarlos, cabe,
decimos, que su Divina Majestad se nos vaya, no cansado ni enojado, pero sí
triste; lo cual es para nosotros gran desventura.
339. Por otra parte, es
probado que allí donde se mete el yo, surgen fantasmas; y de aquí nuestra
aversión a cosas que pueden ser molestas de ver o de oír, pero que son
necesarias o inevitables; de aquí el desabrimiento con los demás, y la
consiguiente repugnancia de estos a cumplir deberes que en otro caso habrían
satisfecho de buena gana. Sucede aquí, ¡singular contradicción entre las
muchas del hombre!, que aquellas mismas diversiones y distracciones que una
imaginación enferma de pesares ha codiciado con más ansia, son lo que más le
molesta y amarga cuando las consigue. Nada parecido a esta degradante
malicia se hallará en las penas de un hombre de Dios; no evocará, pero de
seguro tampoco ahuyentará la nube de los pesares cuando se levante en su
alma; será un hombre, por decirlo así, sobrenaturalmente natural. Y en esto
cabalmente consiste lo perfecto de la tribulación; en acomodarse a lo que
Rioja diría:
“Un estilo común y moderado,
Que no lo note nadie que lo vea".
(Epístola moral a Fabio).
340. Arduo es esto, pero muy
meritorio. Los pesares son de suyo ocasionados a rarezas, y a fuerza de
empeñarnos en torcer el curso natural o sobrenatural de las cosas, paramos
en estrambóticos.
341. Hay que reprimir todo
esto, y ofrecérselo a Dios como parte de nuestro sacrificio; si en la divina
balanza nuestro dolor pesa una onza, echemos nosotros en el platillo una
libra de sacrificio de nuestro amor propio; seamos con nosotros mismos más
severos que Dios, que ésta es notable grandeza de alma, y en eso puede
compendiarse la teología entera del dolor. Para nuestra santificación nos es
dado, como todo cuanto de Dios nos viene, y nada tanto como el egoísmo se
opone a ese designio de misericordia. Sea, pues, el desasimiento de nosotros
mismos el fruto de nuestro dolor fecundado por la gracia.
342. Ultimo consejo. De
ninguna manera ni en ningún caso achaquemos nuestras penas a la perversidad
o descuido de los hombres; primero porque podemos equivocarnos, y luego y
principalmente, porque de todos modos Dios es quien nos las envía. La fe no
debe mirar sino a la voluntad divina, y desentenderse de las causas
segundas. Toda cruz nos viene derechamente del Crucificado, que es Dios; a
El sólo miremos, a El no más escuchemos, y a nadie ni nada más queramos ver
y oír; Dios en nuestra alma, y nuestra alma en Dios, sean para nosotros el
universo. ¡Oh qué gigantesco estímulo a la paciencia en nuestras
adversidades contiene esta sublime sencillez de la fe! Ciencia muy ardua es
de todos modos esta del dolor, pero, ¿cómo extrañar que no sean fáciles las
lecciones que nos da María, sobre todo cuando nos las da desde el Calvario?
343. Mirémosla por última vez,
mientras envuelve en el santo sudario el cuerpo de Jesús ¿Es una Madre, o es
un sacerdote? Sacerdocio es, en rigor, toda maternidad; y la tuya, Virgen
Santísima, lo fue como no la ha visto ni la verá el mundo.
Capítulo VIII
SÉPTIMO DOLOR
El SANTO ENTIERRO
344. Veloces y mudas iban
agolpándose las sombras de la noche en torno de aquella Madre, sentada al
pie de la Cruz, recostada en su regazo la ya velada cabeza de su Hijo
muerto. La tierra misma parecía doblarse bajo la pesadumbre de aquel día tan
lleno de acontecimientos grandiosos. Reposaban los animales, todavía
medrosos del recién pasado eclipse, cuyas tinieblas tomaron, quizá, por
nocturno velo; las alimañas se habían refugiado a sus cuevas, las aves a sus
nidos y los reptiles a las hendeduras de las rocas. Los hombres mismos
parecían agobiados por la mole de su horrenda culpa, mientras la pequeña
grey de fieles dispersos que a la sazón podían llamarse Iglesia, devoraban
retraídos la vergüenza de su cobardía y el dolor de sus tumultuosos
pensamientos. Los sordos rumores de la noche iban levantándose en pos de la
estrepitosa algazara del día. La Santísima Virgen, cercado el corazón de
divina oscuridad, recoge en él todas sus fuerzas para afrontar el séptimo y
postrero de sus dolores.
345. ¡Lugar, en verdad, bien
extraño de reposo al pie de aquel madero donde había sido inmolado su Hijo,
y húmedo todavía de su Preciosísima Sangre! Y sin embargo, ha ya veinte
siglos que allí van impelidos por afecto semejante al de María, los tristes
de la tierra, en busca de la paz que no puede dar les el mundo; allí se han
secado lágrimas cuya fuente parecía inagotable; allí han recobrado amor a la
vida corazones que anhelaban morir; allí la viuda inconsolable ha logrado
mejor esposo; las madres han robado al sepulcro los hijos que él les robara,
y los huérfanos han vuelto a los brazos de su perdida madre. Millares de
almas han averiguado allí cuán santamente bello es el padecer, pues que les
descubre el rostro de Dios. Allí, sentada en la cima de aquel monte, y como
en un trono, teniendo en sus brazos a Jesús muerto, María legó inacabable
tesoro de bendiciones a todas las edades, poniéndoles por condición de su
ventura el fijar la morada en la cumbre del Calvario. No, pues, por Ella,
sino por nosotros, estuvo sentada y reposando en aquel teatro sangriento.
346. Era, en fin, llegada la
hora de dar sepultura a Jesús, y María, con serenidad y recogimiento, invitó
a los discípulos allí presentes a formar la fúnebre comitiva; eran José de
Arimatea y Nicodemus, con algunos de sus fieles criados; Juan y Magdalena,
las santas mujeres que habían acudido al pie de la Cruz, y junto con ellos
el centurión convertido que, en el momento de expirar Jesús, le había
confesado Hijo de Dios. Quizá también, como lo han supuesto varios santos,
habían concurrido al Calvario, algunos Apóstoles y discípulos de Nuestro
Señor. Triste, en verdad, era el haber de poner fin a un tierno espectáculo
de sublime dolor; pero había de cumplirse lo que estaba escrito, y la
Santísima Virgen, con heroica serenidad, se desprendió del divino tesoro que
yacía en su regazo. ¿Quién más que Ella tenía derecho a tocar el cuerpo de
Jesús? ¡Ah Madre amadísima! Tú sabes que hoy ya le tenemos todos; que todos
los pecadores, de quien Tú eres refugio común y Madre amorosa, podemos hacer
nuestro el Sacratísimo Cuerpo de tu Hijo, como herederos universales. Mas en
aquella sazón, ¿no eras Tú a quien tocaba llevarle al sepulcro como Niño le
habías llevado a Egipto? No, Madre afligida, no, Dios, que milagrosamente te
ha dado fuerzas para sufrir tanto, no quiere dártelas para lo que te sería
consuelo; pero, en fin, no profanaron manos indignas la reliquia santa; el
piadoso José, que con amorosa reverencia te ha seguido en tus dos últimos
dolores, se encargará de llevarla junto con Nicodemus, y Juan y Magdalena le
harán compañía.
347. La callada pompa de aquel
funeral incomparable no fue profanada por la grosera turba, que como el
reflujo de la mar, se había retirado largo tiempo antes de la sagrada
colina; el terremoto de aquella tarde había puesto silencio de temor en
muchos que por la mañana rugían de furia diabólica; la ciudad estaba
conturbada por extrañas visiones que habían aparecido en sus populosas
calles; semblantes y corazones estaban velados por nube de terror y de
tristeza, porque, en expirando Jesús, habíanse acumulado sobre el pueblo
deicida terroríficos asombros y amenazas vengadoras. “Y he aquí que se rasgó
el velo del templo de alto a bajo; y tembló la tierra; y se hendieron las
rocas; y se abrieron los sepulcros; y muchos cuerpos de santos que habían
muerto resucitaron, y saliendo de los sepulcros vinieron a la santa ciudad,
y aparecieron a muchos” (Mat., XXVII). Para los unos, era aquel un día de
tremenda recordación, nuncio espantoso de tremendos castigos; para otros,
fue viva llama en sus corazones, mensajera de conversión dichosa; muchos
lloraban, la mayor parte suspiraban con angustia, y todos padecían
postración y agonía de terror divino. El infierno había encendido aquella
mañana un volcán de sanguinarios furores; y apagado ya, brotaba de sus
negras cenizas el vapor de las iras justicieras del cielo; oíanse ya
preludiar los clarines de las huestes de Tito, y retemblaban las murallas
como reo cercano al suplicio. ¡Oh mísera Jerusalén, tan amada un tiempo de
Dios con predilección tan misteriosa! Un crimen ha colmado la medida, y ya
para ti no hay sino venganza y desolación... Ese fúnebre cortejo que
descendiendo de la cima del Calvario ves caminar por entre las sombras del
crepúsculo expirante, es el entierro de tu Rey, a quien desleal
desconociste; de tu Dios, a quien sacrílega pusiste en suplicio ignominioso.
Le dejas en paz caminar porque te embarga el miedo.
348. ¡Oh qué tremendo cúmulo
de males, de profecías y de misteriosos decretos divinos va ondeando entre
las primeras tinieblas de la noche como otros tantos pendones funerales de
aquella procesión sagrada! ¿Y en eso había de parar la creación? ¡En aquella
reducida grey de criaturas fieles que llevan allí a su Criador para
entregárselo al hueco tallado en una roca; y en aquella madre mortal que
apenas ha cumplido cincuenta años, y residiendo aquella pompa fúnebre como
verdadera Madre del Eterno! Mudos los ángeles, y agrupadas sus huestes en
actitud del más humilde acatamiento, van casi espantados de su propia
ciencia por lo que con ella descubren de aquel misterio insondable,
bordeando maravillados el abismo de grandezas que media entre el sepulcro de
Adán primero y la Cruz del segundo, sobre él levantada. El alma de Jesús
había ya bajado para elevar a la visión beatífica el alma de nuestro primer
padre, mientras que sus hijos pisoteaban impíos su sepulcro, y mientras su
hija, la segunda Eva, asentada sobre él, había tenido al Eterno muerto en su
regazo. Acá y allá, en medio de las veredas, o mal ocultos entre la hierba
recién pastada, veíanse esparcidos los huesos y calaveras de malhechores
ajusticiados, como tristes jeroglíficos del reato común a los mortales...
349. Ya el fúnebre cortejo va
camino del nuevo Edén en donde ha de plantarse en la hoya de una piedra
aquel árbol incomparablemente más precioso que todos los del Edén primitivo,
más que el árbol de la vida, pues que a los tres días había de florecer con
lozanía inconcebible. En aquel huerto plantado de viñedo y de opimos
olivares iba a plantarse una vid de fruto que había de regocijar el corazón
del hombre como jamás lo pudieran las más lozanas de Engaddi, y un renuevo
de aceites singular que había de ser para el mundo bálsamo inagotable de
todos los dolores. Sobre la haz de la tierra no había flor alguna que, ni
por sus preciados colores, ni por su graciosa contextura, ni por sus
delicados perfumes, pudiera compararse con aquella flor marchita que en
aquellas andas iba para reanimarse en breve con el más refulgente sol de la
más espléndida primavera. Caminando siguen al huerto; iluminados ya por los
tibios rayos de luna, que a la sazón descendía por la banda de Occidente,
lentos y mudos como las nocturnas horas; la ciudad hubiera podido
alborotarse oyéndoles cánticos, ni ¿cuáles pudieran cantar adecuados a
solemnidad tan extraordinaria? El arpa misma de David hubiera sido trivial
armonía para celebrar tan excelsa pompa. Tampoco hablaban, ¿qué hubieran
podido decirse? ¿Qué palabras hubieran podido expresar sus pensamientos? “De
la abundancia del corazón habla la boca”, es cierto; pero cuando el corazón
está lleno le faltan palabras. Jamás entre hombres se había visto aflicción
tan honda como la que entonces anublaba el camino del Calvario al sepulcro;
en sólo el corazón de María reinaba lo bastante para anublar el universo;
limitada era, como de criatura al fin, mas tocaba los linderos de lo
infinito. Sólo un sacrificio podía ya ofrecer, y le estaba consumando; aquel
cuerpo helado era para Ella más que la vida, y se iba a apartar de él y a
dejarle en el hueco de una piedra para que le guardasen allí con malévola
vigilancia los soldados romanos. ¿Y después? Después, iba por de pronto a
tocar la cumbre de aquella pobreza evangélica enriquecida por Dios con la
promesa de tan magníficos galardones; lo único que Ella quería guardar para
sí y a la que no hubiera renunciado jamás aun a poder hacerlo, eran las
angustias de su corazón, anegado en amargura como ningún otro de la tierra.
Si las penas acumuladas entonces sobre María se hubieran repartido entre
todos los hijos de Adán, el mundo habría perdido hasta la idea de lo que es
un gozo. Nos admiran y asombran las narraciones de viajeros valerosos que se
han lanzado a explorar regiones remotas y desconocidas; pues si ahora
queremos colmar nuestro asombro y admiración, contemplemos a María mientras
va cerrando aquel maravilloso cortejo. Aquella mujer es criatura más
encumbrada que espíritu celestial alguno; el trono para Ella preparado es
una maravilla en el cielo mismo; es más pura que los rayos del sol, y su
imperio se extiende al universo; aguárdanla para coronarla las Tres Personas
de la indivisible Trinidad. Pues bien; esta criatura tan excelsa lleva ya
exploradas todas las vastísimas regiones del dolor, y sondeados, no
solamente todos los océanos de padecer que en el humano corazón caben, sino
abismos inmensos de aflicción que ninguna otra criatura ha conocido ni puede
conocer, como quien siguió al Verbo Encarnado en aquellos insondables
tormentos de la Pasión, para los cuales ni la más alta teología ni la
santidad más evidente han podido hallar nombre adecuado; no sólo tiene
agotada la capacidad del humano padecer, sino que sus dolores exceden a la
comprensión misma de los ángeles; únicamente Ella y Jesús pueden valuarlos.
Y sin embargo, aún no ha llegado al fin, porque los límites del sufrimiento,
como los del espacio, son inconcebibles; pero está ya cerca del místico
lindero; un grado más, y habrá llegado adonde ya no pueden alcanzar ojos
mortales. ¿Cabe para Ella mayor aflicción que ver ante sí el cuerpo
inmaculado del Dios eternamente vivo? Sí, cabe; la de separarse de aquella
adorable reliquia y volverse al mundo sola, con una soledad como no la ha
visto en el mundo.
350. Ya llegaron. El sepulcro
era nuevo y cavado en una roca, a expensas de su dueño, José, que le
destinaba para sí mismo; nadie había yacido en él, y todo, fuera y dentro,
estaba debidamente aprestado para recibir el gran depósito. Aquel lecho
funeral del nuevo José, era emblema de los brazos de aquel otro, su padre
adoptivo, que tantas veces le había tenido en ellos cuando lo dejaba su
Madre; su Madre, que también, ¡ay!, iba a dejarle ahora, ¡cuán diversamente!
Ayudada de José de Arimatea, que tal honra mereció, entra con el cuerpo de
Jesús en el sepulcro, y Ella lo dispone allí todo; Ella le acomoda
suavemente la cabeza; y en cuanto a los brazos, no sabemos si los alargó por
el tronco, o si la anchura del sepulcro consintió que quedasen tendidos como
en la Cruz, prestos a estrechar misericordiosos todo un mundo de pecadores
penitentes; pónele después juntos aquellos pies que tan cruelmente lo habían
estado durante tres horas en la Cruz, y recogiendo luego cuidadosamente
plegado sobre todo el cuerpo el santo Sudario, toma, por último, los
instrumentos de la Pasión, bésalos y los deposita también en el sepulcro;
todo esto hecho sin las inútiles demoras, signo común de las aflicciones
vulgares; todo con orden, regularidad y silencio. Quizá le miró entonces por
última vez, quizá levantó suavemente el sudario para ver si con algún
movimiento había descompuesto algunas de las facciones de aquel adorable
rostro. Si así fue, ¡cuán pálido debió de verle a la mortecina luz de la tea
que alumbraba el sepulcro! ¡Cerrados aquellos ojos que con una mirada habían
convertido a Pedro! ¡Cerrados aquellos labios que poco antes pronunciaban
aquellas siete palabras, todavía resonantes en el oído de María... ¡Madre!
¡Hay que despedirse! Recoge, en fin, otra vez pausadamente el sudario, y por
última vez adora presente aquel cuerpo tan amado... Sobre muchos sepulcros
ha caído la losa dejando encerrados en ellos tesoros de esperanza y de amor,
y a veces más vida de la que resta al que fuera se queda llorando; pero
dolor como el de aquella Madre que allí se quedaba, angustia como la suya,
desdicha como la suya, ni han sido ni serán, porque excedieron de todo punto
a lo que cabe en el corazón del hombre, y porque la que lloraba allí, y el
llorado son, cada cual de por sí, incomparables. Quizá en ningún determinado
momento de todos los dolores de María, hubo uno que, ni por el cúmulo, ni
por la intensidad del padecer, pueda equipararse a éste; quedaba en efecto,
viuda y desamparada, como jamás pudiera estarlo criatura. ¿Qué son, en
verdad, padre ni madre, ni esposo ni hijo, comparados a un Dios vivo en
carne mortal? Para un alma cualquiera, no tener a Cristo equivale a estar en
pleno paganismo, en el infierno; para María, quedarse sin Cristo, y esto en
la noche de día tan horrendo... ¡Oh! He aquí una pena que es para nuestro
entendimiento lo que para nuestros ojos mirar el mar en noche sin estrellas.
351. Cuantos acompañaron a
María se prosternaron también al pie del sepulcro y adoraron, profundamente
el cuerpo de Jesús, retirándose después tristes y mudos. José, como nos dice
San Mateo (ibidem), “revolvió una grande losa a la entrada del sepulcro, y
se fue”. María, Juan y Magdalena se volvieron con lento paso al Calvario.
Bien, necesitaba Nuestra Señora algún reposo después de la terrible agonía
que de pasar acababa, mas no hay tregua posible todavía para su corazón
destrozado, pues agobiado y todo como estaba por el horrendo trance
postrero, restábale otra prueba antes de irse a la vivienda de Juan, en
Jerusalén; hela aquí. Yacía tendida la Cruz en el suelo cuando la Santísima
Virgen y el discípulo amado llegaron al sacro monte, y a la escasa luz de la
luna, cuyo disco agrandado, meciéndose en la extrema línea del horizonte,
irradiaba sus trémulos fulgores a flor de tierra, divisaron el santo madero;
María se detiene, y cae de rodillas para adorarle, y amorosa le besa, parte
en señal de reconciliación con aquel instrumento de crueldades tan fecundas
en misericordias, parte por venerar el objeto más precioso que ofrecérsele
pudiera después de sepultado el cuerpo crucificado en él, parte por adorar
con especial adoración la preciosísima Sangre que le teñía. Es piadosa
tradición, que al incorporarse tenía enrojecidos de aquella sangre los
labios; terrible sello de amor que el Hijo imprimía en la boca y mejillas de
su Madre. ¡Oh Virgen Santísima!, ya sabemos por qué dice de ti el cantar de
los sagrados amores que “tus mejillas son como la corteza del granado, sin
contar lo que dentro se esconde”. ¡Oh boca teñida en sangre, órgano
melodioso de tu alma celestial! ¡Cuántas cosas han pasado desde que cantó
aquel Magnificat admirable! Y aún es ahora más elocuente tu silencio que lo
fue tu cántico entonces.
352. Ya se aleja del Calvario.
Allá abajo se divisa, como gigantesco túmulo envuelto en la bruma de la
noche, la ciudad deicida, sembrada aquí y allá de luces entreveradas y de
vagos rumores; María la mira sin rencor, y ni una palabra amarga le dirigen
sus labios ni le envía su pensamiento; abrazóla toda con su mirada, desde el
templo hasta los postigos de sus muros, y ya con espíritu profético la ve
cercada por las huestes de Tito, y a las madres hambrientas matar a sus
propios pequeñuelos para devorarlos; ve, como nube dorada por el sol
poniente, retirarse de la antigua Sión la aureola preciada con que Dios la
ciñó un día como a la ciudad predilecta de su amor, y lloró por ella como
poco antes el Justo sacrificado por aquel pueblo escogido del Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob había llorado también con lágrimas de compasiva
ternura, llamándole a penitencia. ¡Oh ciudad infeliz! ¡Buen modo has tenido
de responder a tan misericordioso llamamiento! ¡Crucificar al que por ti
lloraba, Aquel a quien vitoreaban con Hossanna clamoroso tus inocentes niñas
y tus mancebos aún no contaminados! ¡Desdichada Jerusalén! Bien sabe María
la sentencia que inexorable te condena, y, sin embargo, con su gran corazón
te compadece, y te ama y diera toda su sangre por verte convertida.
353. En el cúmulo de
grandiosos recuerdos que aun hoy día el piadoso peregrino lee en los
derruidos santuarios de la ciudad destronada, cuéntase entre los más
preciados aquel regreso de María después de sepultar a Jesús. La tierra no
tiene lugar tan predilecto del cristiano como aquella ciudad medio sepultada
en sus escombros, y la cual de cierto modo hemos todos de ver el día del
gran emplazamiento, cuando, casi en el sitio mismo donde fue inmolada, venga
la Sagrada Víctima para juzgar a las humanas generaciones en el valle de
Josafat. María entró aquella memorable noche en Jerusalén por la misma
puerta que aquella mañana había salido; entre una y otra hora habían pasado
diez, del tiempo que contamos los hombres; pero según la cuenta de Dios, en
los anales de la gracia y en la historia del corazón de nuestra Madre
Santísima habían transcurrido largas edades, más largas que desde el día de
Abraham hasta entonces. Terminábase allí aquel viernes que apellidamos
Santo, en parte por velar el horrendo crimen durante él cometido, en parte
porque aquella inconmensurable maldad fue para nosotros comienzo de
misericordias infinitas.
354. Para apreciar tan
exactamente como nos es posible las angustias de Nuestra Señora durante
aquel horrendo día, conviene tomar en cuenta varias circunstancias. Por de
pronto, saturada como estaba su alma de amargura, no había sentido, como le
sucedió también durante los tres días de perdido el Niño Jesús, necesidad de
alimento corporal, pero estaba cruelmente debilitada por su absoluto ayuno
del día anterior; tampoco había pegado los ojos en toda la noche del jueves,
y no era de esperar que tras las escenas de aquella tarde pudiese conciliar
el sueño. Además, durante las últimas veinticuatro horas, tan henchidas de
acontecimientos tan grandiosos y de misterios tan inefables, su espíritu
había padecido los más crudos tormentos, y a despecho de su celeste
serenidad y de su vastísima penetración, le tenía como agobiado por la mole
de las terribles magnificencias que su mente había ido contemplando y su
corazón sintiendo; el pasado terror, sin ser poderoso a desconcertarla, lo
fue para acrecentar su pena con ansia mortal; había estado de pie tres
horas, y junto al suplicio de su Hijo, y hasta la intensidad misma de su
adoración había contribuido a devorar las fuerzas de su cuerpo; los
tormentos indescriptibles pasados dentro del sepulcro de Jesús habían sido
para Ella eclipse y terremoto en su alma. Atormentada, pues, de hambre y
sed, con los pies llagados, hinchados los ojos por el insomnio y el llanto,
extenuado el cuerpo de fatiga, agobiado el ánimo de espantosos recuerdos y
de tristes previsiones, despedazado el corazón; tal era aquel prodigio de
sufrimiento, que por las puertas de Jerusalén entraba, mísero despojo de
toda una tempestad de padecimientos sobrehumanos.
355. Aquí comienza la
Santísima Virgen a recorrer en espíritu aquel Vía Crucis en que acababa de
ser testigo presencial y tan principal actora; le recorrió, no de la primera
Estación a la última, sino retrocediendo de la última a la primera; en este
ejercicio espiritual su memoria le era tan fiel como atentas y vigilantes
habían sido sus potencias todas para recoger los mínimos pormenores de la
realidad. Oía entre las brisas de la noche los leves y apagados suspiros de
Jesús; veía por entre las tinieblas su hermosísimo rostro desfigurado. Aquí
cayó con la Cruz a cuestas, y Ella, trémula, sentía las huellas de la
preciosísima sangre derramada en el suelo quemarle las plantas. Allí le
ayudó a llevar la Cruz Simón Cireneo. Más allá dirigió a las compadecidas
mujeres de Jerusalén aquellas palabras tan terriblemente amorosas: “Hijas de
Jerusalén, no lloréis por mí, sino por vosotras y por vuestros hijos”. Allí
grabó su adorable rostro en el paño de la Verónica. Ya ve la esquina de la
calle donde le encontró; siglos parecían pasados desde aquella entrevista,
y, sin embargo, viva, quemante de filial amor y de paternal ternura, siente
clavarse en Ella la divina mirada. Allí está el atrio donde los impíos
pretorianos le ciñeron corona de espinas, allí la columna donde le azotaron;
al pie chorrea la sangre. Más allá el pretorio donde aquel juez inicuamente
cobarde creyó pasarse de generoso presentándole a los escarnios de la turba
enfurecida; claro se le oye gritar pidiendo soltar a Barrabás y crucificar
al que Pilatos había apellidado el Justo... ¡Oh qué jornada mental para
quien la había andado con realidad tan espantosa! Y, sin embargo, prueba
insigne de amor era el recorrerla. Lo es siempre, por más que sea crudamente
dolorosa, esta recordación de pasadas penas, aun cuando ya esté su viveza
amortiguada; brotan entonces lágrimas largo tiempo escondidas, aun en
varones esforzados, que las derraman sin avergonzarse, y hacen bien, como
mujeres; renuévanse llagas mal cerradas por la paciencia, y ábrense nuevas
ocultas fuentes de amargura que anegan el alma. Pero si esto sucede con el
recuerdo de penas ya gastadas por el tiempo, imaginad qué sería en la
Santísima Virgen a raíz de tan horrendas tribulaciones.
356. Así vieron las calles de
Jerusalén a su reina despreciada, y ni siquiera conocida encaminarse
desfalleciente a la vivienda de Juan. Aquella iba a ser de allí en adelante
su casa de Nazaret, y aquél iba a ser su hijo en lugar de Jesús; hombre es
él y mujer Ella, y, sin embargo, Ella será el amparo de él; y es muy justo
que quien la noche anterior reposaba su cabeza en el Sacratísimo Corazón de
Jesús, tenga de hoy más por escudo de su existencia el corazón inmaculado de
su afligida Madre. Pero Ella, en fin, tiene también un asilo... ¡Un asilo!
La Esposa del Eterno logra poco más que la guarida de una cierva herida por
el cazador. Ni ¿qué asilo hay para Ella donde no está Jesús? Habíalo sido
Belén; habíalo sido la remota e inhospitalaria tierra de Egipto; habíalo
sido la escondida Nazaret y la sombría cumbre del Calvario, y hasta el hueco
del sepulcro donde Jesús yacía. Sólo al dejar este sepulcro sintió María que
le faltaba asilo en el mundo; entonces sí que comenzó para Ella el
destierro. La morada misma de Juan tenía mucho por donde suscitarle
recuerdos y anublarle el alma y oprimir su corazón despedazado. ¿Quién
ignora la agudeza que sin pensar en ello adquieren nuestros ojos y oídos
cuando estamos atribulados, para percibir los más insignificantes pormenores
del lugar que habitamos? El mueblaje y su colocación, los cuadros colgados
en las paredes, los dibujos de la alfombra, los pliegues de las cortinas,
las vigas del techo, las molduras de las cornisas, las baratijas
desparramadas sobre el marco de la chimenea, las macetas alineadas en el
volado del balcón; todo esto se nos graba en la memoria, y es a veces
ocasión de tristes cotejos y de recuerdos dolorosos. Pues esto sucedió
entonces a Nuestra Señora; en aquella estancia había pasado durante las tres
horas de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní; y aunque Ella había
estado allí con su espíritu, la reproducción de las imágenes que entre tanto
vieron entonces sus ojos, renovaba ahora en su mente el padecer todo entero
de su Hijo, de aquella estancia había salido con Juan y Magdalena para ver
si lograba entrar en casa del gran sacerdote; allí había regresado después
del prendimiento nocturno de Jesús; allí había pasado una noche como ninguna
otra madre hubiera podido pasarla sin perder la vida o el juicio; allí, en
fin, tornaba ahora triste, sola, desamparada como ninguna de las hechuras de
nuestro Padre celestial, sin duda porque a ninguna tenía tan cerca de sí, ni
le era tan amada.
357. En aquella estancia
estuvo más de veinticuatro horas sin otra compañía que Juan y Magdalena,
cuyo triste silencio condensaba más la nube de su alma solitaria, que sólo
Dios podía consolar. Pero aún no era llegada la sazón de consuelo, antes
bien, no sólo nada menguaba su pena, ni con el hábito, ni con el tiempo, ni
con la material inquietud, sino que por modo sobrenatural se acrecentaba.
Como todas las obras de Dios, la magnitud de la aflicción de María estaba
tan maravillosamente proporcionada, que con ser y todo inconmensurable, sólo
una vista muy ejercitada pudiera percibirla; era una tempestad que se iba
extendiendo y condensando sin relámpagos ni truenos; pero tempestad
verdadera y terrible, cuyo fragor y estragosa violencia estallaban allá en
los senos recónditos de su ser, no alterando la serenidad de su alma, pero
sí inundándola de torrentes de amargura, bastante caudalosos para no dejar
que en ella brotase ni una sola fuente de aguas dulces, y hasta para romper
los diques que la fe pudiera ponerles, pues en aquel alma el amor y hasta la
esperanza misma eran angustiosos. Todas sus potencias parecían hacerse
concertado para atormentarla; su entendimiento, tan perspicaz para medir el
abismo de su desamparo; su memoria, tan fiel y tenaz conjurada con su
imaginación, tan viva para producir sin transformación ni merma los dolores
pasados y las penas futuras; su voluntad como enclavada en el querer de
Dios, pronta y dispuesta siempre a más padecer. Y aun es posible que, por
añadidura, aquel desamparo exterior en que Dios la dejaba se complicase con
otro interior análogo al que sufrió durante los tres días de perdido el Niño
Jesús, dolor que fue como preludio y sombra de éste que vamos contemplando.
En suma: el dolor la cercaba y rodeaba su ser como las aguas el cuerpo
anegado; aquello era toda una transfiguración de humana criatura,
personificación viva del dolor sobrehumano.
358. Tal es la sustancia del
séptimo misterio doloroso, o, mejor dicho, de algunos de sus trámites al
alcance de nuestra comprensión limitada, que nos dejan apenas entrever los
profundos arcanos del corazón de María. Si trabajo nos ha costado narrarle,
más arduo es todavía notar sus particularidades. La mayor de todas consiste
en haber sido el último, y esto le da gran precio; diremos por qué. No es
difícil advertir que los dolores de la Santísima Virgen son de por sí una
fábrica divina, todo un mundo gobernado por leyes que no podemos entender
sino muy incompletamente, pues si bien las hemos clasificado ateniéndonos a
ciertas reglas, escasamente hemos conocido su materia propia, y quizá
tampoco lo podemos más, viendo, como vemos por una especie de instinto o
adivinación, que esos dolores, lo propio que la Pasión de Nuestro Señor, con
quien van tan insolublemente enlazados, forman un conjunto indivisible, cuya
unidad excede nuestra comprensión. En estas regiones oscuras divisamos luces
ciertamente muy vivas; pero nada más que bastantes para advertirnos de lo
mucho que dejamos de ver; como en paisaje iluminado por la luna, todos los
objetos aquí se nos presentan vagos y confusos. Las aflicciones de María son
indudablemente una obra singular de Dios pues que así nos lo asegura la
Santa Iglesia; siendo obra divina, forzosamente ha de proponerse un fin
digno de su principio y adecuado a él como coronamiento y complemento de su
grandeza; por consiguiente, el séptimo dolor, cualquiera que sea su índole
especial, tiene su consumación adecuada y correspondiente a los seis
anteriores. Lo que aquellos fueron, ya lo hemos visto; ¿cuál, pues, no debió
ser éste?
359. Fue verdaderamente una
aflicción incalificable, indefinible, de todo punto sin par; como quiera que
la nombráramos, lo haríamos a la ventura, porque no tenemos tipo a que
referida ni aun otro dolor de Nuestra Señora misma con que compararla,
incluso el tercero, que es, en varios conceptos, el que más se le asemeja.
Incomparable es, en efecto, un padecer que de suyo excede a las fuerzas
humanas y que deja vivir al paciente, no por obra de consuelos o de alivios
que le amengüen o dulcifiquen, sino pura y simplemente por sobrenatural y
milagroso influjo, como hemos visto suceder aun en las primeras aflicciones
de María; pero se hace de todo punto indefinible cuando ya excede a todo
humano experimento y toca el último límite de la posibilidad. Ciertamente,
ni aun entonces se le puede llamar infinito, pues lo infinito es, por su
misma esencia, acto puro, y nada hay en él potencial, pero sí indefinido; y
ésta es, si acaso, la única denominación que conviene al dolor de María
Santísima en el momento de prosternarse para adorar por última vez en el
sepulcro el cuerpo de Nuestro Señor. Del tercer dolor cabe decir que fue el
más grande, tomando por medida lo que nuestra inteligencia puede alcanzar de
él; pero respecto de este otro, como quiera que su índole y magnitud exceden
absolutamente nuestra inteligencia, no podemos decir lo propio con sentido
unívoco por la sencilla razón de no conocer en la tierra nada que pueda
servir de término comparativo a los hechos y circunstancias que le
constituyen; hechos y circunstancias de tal manera singulares y exclusivos,
que el entendimiento mismo del ángel más encumbrado no hubiera podido, sin
especial revelación de Dios, ni aun suponer posible su existencia entre las
inopinadas maravillas de que está lleno el universo. Por otro lado, tampoco
el corazón de la Santísima Virgen tenía término de semejanza en la tierra,
pues el Sacratísimo Corazón de Jesús, único a que hubiera podido compararse
por su unión con la Persona divina, era, como infinito, absolutamente
incomparable; y, además, a la sazón estaba inanimado en el sepulcro.
Últimamente, el estado de María en el momento de cerrarse aquel vasto ciclo
de sus dolores, a nada podía ser comparado, ora se considere la cumbre a
donde se había elevado su santidad, ora su capacidad de padecer, ora la
milagrosa conservación de su vida. Todo, pues, en este dolor es
incomparable; limitémonos, por tanto, a representárnosle como una inmensidad
sin nombre adecuado, y apellidarle pura y simplemente el séptimo dolor de
María.
360. Otra de sus
particularidades, inmediatamente conexa a la que expuesta dejamos, consiste
en que era dolor de todo punto inconsolable. Por eso, a despecho de todas
las leyes naturales del humano dolor, la Santísima Virgen, durante las
veinticuatro horas que pasó en casa de Juan, no logró merma ni tregua a la
crudeza y amargura del suyo; como que era dolor inaccesible a las criaturas,
ninguna podía consolarle. En el quinto había lugar, digámoslo así, para la
crueldad de los hombres y para la furia de los demonios, pues que les era
dado nada menos que crucificar a Jesús. En el sexto ya, comparativamente
hablando, poco espacio queda para la acción del hombre, y aun ese poco se
extingue como último reflejo de una llama infernal ante él sepulcro del
Redentor; así, pues la aflicción de Nuestra Señora en este postrero de sus
dolores, como sucedía en el tercero, es de todo punto obra de Dios; excede,
por consiguiente, a la que podía causar hombres o demonios, todo lo que va
de la limitada potestad de ellos al infinito poder de Dios, y obrando en
criatura tan singular como María. Pero ni aun así podemos alcanzar lo que
sea un dolor inaccesible a todo consuelo humano, por más que empíricamente
apellidamos así muchos, y que todos, en realidad, más pronto o más tarde,
cedan al tiempo; consuelo nos es la ajena compasión hasta cuando nos irrita,
consuelo las molestias mismas e importunidades que la vida trae consigo. Mas
esto no se entiende con María, para quien eran inaccesibles, no solamente
los consuelos de la gracia ordinaria, sino los de aquella otra tan
prodigiosamente extraordinaria que llevaba consigo desde el pie de la Cruz.
Incomparable es, por consiguiente, el dolor de una criatura a quien ni la
naturaleza ni la más alta gracia puede consolar, sino sólo el mismo Dios,
uniéndola inmediatamente consigo.
361. ¿Qué más? Las mismas
almas de los réprobos, condenadas a indestructible existencia en la horrenda
mansión del eterno padecer, tienen, si no consuelo propiamente hablando,
cierta sombra de alivio al percibir por entre la espesa nube que oprime allí
sus entendimientos, lo evidentemente razonable de las inextinguibles penas
con que los castiga la justicia inapelable de Dios. Pues ni aun este grado
de alivio alcanzaba María en el acto mismo de estar mereciendo los abrazos
del amor divino, más que todos los santos y ángeles juntos; porque para Ella
el amor del Eterno, que como don el más preciado le enviaba aquel
inconsolable padecer, debía de ser más enérgico, más poderoso, si lícito nos
es decirlo así, en aquella grande obra de enaltecer a una criatura, que su
eterna justicia en castigar el pecado. Además, la sangre de Jesús, que
templa y dulcifica algún tanto el fuego del infierno, avivaba cabalmente las
llamas en el corazón amantísimo de María con incentivo diez veces mayor que
antes del Calvario. De manera que ni aun el tremendo desconsuelo de los
precitos puede compararse por su intensidad, bien que sea tan diametralmente
opuesto por su naturaleza y por su causa, con esta mística aflicción sin
consuelo, última y consumada prueba de Dios en el corazón de su Madre para
exaltarla a la más alta cumbre de santidad que cabe en la criatura.
362. Acerca de los límites de
este séptimo dolor, hay otras particularidades que, si bien menos señaladas,
no debemos omitir. Ya contemplando el sexto vimos que la soledad de María no
era todavía entonces un completo desamparo, por cuanto aún tenía consigo el
cuerpo de Jesús; pero lo fue, y terrible, desde el momento que hubo dejado a
su Hijo en el sepulcro. ¿Quién de nosotros no sabe algo de esto? Mientras
veíamos en el lecho mortuorio la inanimada forma del ser amado, nos parecía
no haberle aún perdido del todo; muda y sombría estaba nuestra morada, pero
no enteramente desierta, y aun más que vivienda se nos figuraba santuario.
Sí; aquel cuerpo, mudo, inmóvil, inerte y todo, era para nosotros una gran
compañía; en su lívido rostro ya no leíamos ni sus pasados padecimientos, ni
los estragos de la enfermedad ni el peligro de que nos contagiase, sino sólo
un mundo de recuerdos, su niñez y su adolescencia, sus gestos y aposturas
habituales, sus dichos, de que ya no nos acordábamos; todo esto lo veíamos
allí en el espejo da la muerte. Pero llega el momento fatal; ya en la calle
murmura lejano el canto fúnebre; la gente de casa y los forasteros se mueven
hacia la puerta; ya sube el mensajero de la Iglesia que va a recogerle en
sus brazos maternales; ya se le llevan; ya está junto a la huesa; ya se
acaba el himno postrero; ya se abre el ataúd y se reconoce el cadáver...
¡Terribles momentos! Pero aún no ha recibido nuestro corazón el más fiero
golpe... Ya le conducen al último lecho; ya no se ven sino los pies del
ataúd; ya se cerró la losa; su crujido sordo al caer es un eco de la
eternidad... Todo se acabó... No, no se acabó todo; hay que volver a casa;
hay que ver otra vez la silla en que se sentaba, la mesa donde escribía, la
alcoba donde murió... Todo está lo mismo, todo en su lugar; nada falta,
nada... sino él... y nuestro corazón es un desierto... Aplicad ahora este
dolor al corazón de aquella Madre y a las circunstancias todas del momento
en que dejó la sepultura de aquel Hijo. Desgraciadamente este género de
aflicción es de los que menos mal puede alcanzar nuestro pobre
entendimiento.
363. Señalóse también este
séptimo dolor por una nota que ya hemos advertido al contemplar el sexto, y
fue el contraste que al espíritu de la Santísima Virgen se ofrecía entre las
presentes escenas y las pasadas de la infancia de Jesús. El ver el cuerpo de
Nuestro Señor encerrado en el sepulcro, le recordaba los nueves meses que le
llevó en sus purísimas entrañas; sólo que entonces le había llevado por las
montañas de Judea con vivo júbilo, y era todo un Magnificat cada cual de los
pensamientos que durante el viaje embargaban su alma. José de Arimatea le
recordaba aquel otro José que el Eterno Padre había escogido para hacer sus
veces en la tierra, sólo que el primer José dormía ya el sueño del justo,
reposando en el seno de Jesús, mientras el segundo estaba allí para colocar
el cuerpo del Salvador en el lecho de muerte. Al depositarle allí y al
cubrirle con el santo sudario, María recordó aquel pesebre que le había
servido de cuna en Belén; solo que entre la cuna y el sepulcro mediaba todo
el espacio que media entre los dos polos de la fe cristiana, la Natividad y
la Pasión, misterios al par tan semejantes y tan diversos, pues ahora en el
sepulcro mostraba Jesús más que en su cuna la mortalidad de que había
querido vestirse; en Belén había obedecido al Padre naciendo Niño hermoso, y
aquí muriendo varón de dolores; entonces y ahora su silencio había sido
voluntario, mas ahora lo era con voluntad muy diferente; entonces miraba a
su Madre, más ahora ya no la mira; mientras el Niño Jesús dormía, su Madre
sabía que al par estaba pensando, amando y adorando, y en aquel mismo sueño
le contemplaba hermoso; mas ahora el corazón de Jesús está inanimado y
yerto, adorable sin duda por su indisoluble unión con Dios, pero su Madre no
le siente latir. Después de muerto Jesús, habíase trabado singular unión
entre Jesús y María; María, arrodillada con el cuerpo de Jesús tendido en
sus brazos, formaba con Nuestro Señor la imagen de un solo crucifijo, como
si en vez de dos vivos holocaustos diversos, fuese una sola víctima de Dios
animada por dos vidas. Cuadro era aquel iluminado por divina luz, y que
debemos a toda hora contemplar, aun a riesgo de perder pie muy luego en el
océano insondable de esa teología de amor; allí, en aquel grupo tan
dulcemente triste, se juntan, como radios en su centro común, la infancia y
la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, por más que aquel cuerpo helado,
ensangrentado y lívido fuera en verdad tan diverso del divino Niño de Belén,
pues la Pasión toda entera estaba escrita en aquellos miembros inertes, como
lo está hoy también y eternamente lo estará en el cielo resplandeciendo con
divinos fulgores en las manos, pies y costado de la Víctima glorificada.
Tampoco, ciertamente, aquellos instrumentos de la Pasión encerrados con
Jesús en el sepulcro, digno depósito de tan preciosas reliquias, hablan de
Belén ni de Nazaret, sino de Jerusalén, del Pretorio y del Calvario.
364. Signo era también de la
Pasión, si necesario era signo alguno para representarla, cuando su terrible
misterio trascendía por toda su historia y por el menor de sus incidentes, y
de todos modos lo hubiera sido para el alma de María el que otros y no Ella
tocaran, movieran y llevaran a Jesús; aflicción que ya durante el cuarto y
el sexto dolor había penetrado tan hondamente en su corazón de Madre, y que
ahora en este séptimo se renovaba con no menor crudeza.
365. Durante la infancia de
Jesús a nadie había tenido María que servir de apoyo, ni necesidad, por
consiguiente, de hacerlo aun estando fatigada y desfallecida; Ella y José se
apoyaban en Jesús, y ciertamente quien debajo de tan poderoso amparo se
pone, tiene asegurados reposo, paz y alegría; mas ahora ya María tiene que
llevar sobre su corazón el peso entero de la Iglesia. Muerto Jesús, en María
buscó Pedro sostén a su fe, a su arrepentimiento y a su amor; el valor y el
amor de María fueron sostén único de Juan y Magdalena; José y Nicodemus
apenas habrían tenido fuerza para bajar de la Cruz a Nuestro Señor, si María
no hubiese estado allí para infundirles aliento. Pero todas estas cargas de
amor que desde la Pasión habían comenzado a pesar sobre la Santísima Virgen,
eran para Ella nueva aflicción, pues agravaban sus propias penas con las de
los corazones en quien las padecía.
366. La Pasión de María
Santísima tocó su ápice, no al expirar Jesús, sino cuando le hubo dejado en
el sepulcro. y aquí notaremos ciertas analogías entre este dolor y el
tercero, que, como en su lugar propio dijimos, es un misterio aparte. De
idéntica naturaleza fue en uno y en otro la aflicción de Nuestra Señora,
pues causábala en entrambos la ausencia de Jesús ; misteriosamente igual es
también en los dos la duración de esta ausencia, y se parecen además de no
ser de modo alguno efecto de agentes humanos ni de causa segunda alguna.
Coinciden también los dos casos en haber sido idéntica la operación de
Jesús, pues si en el primero estuvo enseñando a los doctores de la ley, en
el segundo bajó a difundir la luz beatífica en los Limbos de los Patriarcas
y antiguos maestros del pueblo. En uno y otro caso, la aflicción de María
tuvo por compañero y copartícipe a un José, entrambos escogidos por Dios; la
índole de su interno padecer tuvo también de común a los dos casos el ser
efecto de verse desamparada de Dios; entonces y ahora se había quedado María
sin Jesús en el mismo lugar cabalmente extramuros de Jerusalén. Claro
resulta de este cotejo que los tres días del Niño perdido fueron figura
profética de esta otra soledad de María después de sepultado Nuestro Señor;
pero hay entre los dos misterios la diferencia de que en el primero quiso
Dios ocultar a la Virgen Santísima el por qué y el para qué del dolor que
Jesús le causaba con su ausencia, mientras en este segundo, Nuestra Señora
todo lo sabía. Testigo presencial y heroicamente firme había sido de la
Pasión; Ella misma había embalsamado el cuerpo de Jesús, y le había
conducido al sepulcro, y sabía en donde estaba, y cómo le había perdido, y
además tampoco ignoraba que había de resucitar al amanecer del día de
Pascua. Pero así como en las vías de Dios el abismo llama al abismo, así
también al tercer dolor había de seguir el séptimo, como a la voz el eco;
mejor dicho, los dos son voces concertadas para decirnos que más abajo de
profundidades, apenas sondeables para nosotros sin riesgo de perdernos, hay
todavía otras que ni aun sospechar nos es dado.
367. Mas aparte de estas notas
del séptimo dolor, que en cierto modo pueden serle comunes a las de otros
anteriores, posee una de todo punto singular y privativa. La unión
hipostática, entre todas las obras divinas, la que más ardua, solícita y
gozosamente ejercita la sublime intuición de los espíritus angélicos, era
para María objeto ya antiguo de extáticas contemplaciones. Para Ella, la
unión del cuerpo con el alma de Nuestro Señor, y la del cuerpo y su alma con
su divinidad, como Verbo Eterno y segunda Persona de la Trinidad Santísima,
era el símbolo de todas las uniones, el monumento típico de inmutabilidad en
las obras creadas y sujetas a mudanzas; lo propio que en el misterio mismo
de la Santísima Trinidad veía Nuestra Señora realizarse en la unión
hipostática la simbólica alegoría de aquel triple nudo con tan discreta
sobriedad encarecido por la Sagrada Escritura, al decir de él que “no se le
rompe fácilmente”. Pues bien; en este séptimo dolor veía la Santísima Virgen
algo parecido a rompimiento de ese nudo, y la sola idea de semejante
imposible, causa terror que no cabe en palabras. Sí, es imposible de toda
imposibilidad que se rompa la unión hipostática; lo que una vez asumió el
Verbo, no lo dejará nunca; su cuerpo y el alma de él separada en la Cruz, lo
propio que su sangre difundida en el madero, en las calles de Jerusalén, en
las plantas de los transeúntes, en las vestiduras de María, en cualquier
otra parte, unidas seguían esperando la resurrección, a la persona del Verbo
Eterno, e idénticos aunque temporalmente separados. Pero, en fin, era verdad
que la carne y la sangre, adorables entrambas, estaban desunidas; la carne
en el sepulcro, y la sangre desparramada en todas direcciones, en lugares
donde jamás se hubiera imaginado que estarlo pudiese, mezclada con los más
viles objetos, enteramente revuelta y confundida con las más extrañas
substancias, cual si aquel precioso bálsamo divino, destinado a prodigarse
para curar al mundo, no quisiera quedarse acumulado en un lugar solo, ni
encerrado sin aplicación en un sepulcro; sino anunciándose a sí propio como
purpúrea enseña, para que fuesen a recogerle todos los menesterosos del
mundo. Terrible de pensar era de todos modos que aquella carne y aquella
sangre pudieran estar separadas; pero aún era más espantoso que aquella alma
pudiese estar separada de aquel cuerpo; misterio verdaderamente de terror,
que solo Dios pudo decretar para castigo del pecado, y aun el ser ésta la
causa de semejante separación, es lo que la hacía tan espantosa. Cuando el
Verbo tomó carne en las purísimas entrañas de María, no medió espacio de
tregua alguno entre la creación de su cuerpo y la de su alma; ni el alma
había precedido un solo instante al cuerpo, ni el cuerpo había sido formado
un solo momento antes que el alma, ni el alma y cuerpo conformados habían
precedido a la Divinidad. Pues bien; esa unión maravillosa, formada en las
entrañas de María Santísima, estaba rota en el sepulcro, y María misma era
cooperadora de tan tremendo misterio. Lo cual equivale a decir que la agonía
causada por separación tan espantosa en el corazón inmaculado de la
Santísima Virgen, debió ser proporcionada a la vehemencia del dolor que
sintió al verla realizarse; y éste es verdaderamente uno de los misterios
singulares que Dios ha querido proponernos en aquella su sin par criatura.
368. Vemos, pues, que este
séptimo dolor fue como centro común de convergencia de todos los misterios
de la vida del Salvador: Belén y el Calvario, Nazaret y Jerusalén, la
infancia, la Pasión y el ministerio público de Jesús. Agotada, pues, estaba
la posibilidad del dolor en el corazón de aquella Madre; la espada de Simeón
ya no tenía donde clavar su agudísima punta. Pero tan imposible como valuar
su padecer es apreciar la santidad a que se encumbró. La cruel enormidad del
pecado y la inexorabilidad de la justicia divina habían separado el cuerpo
del alma de Jesús; más no cabía hacer, y la Pasión quedó consumada.
Consumado quedó también el padecer de María, que hemos visto irse
acrecentando sin tregua, y multiplicándose con desapiadada crueldad.
Separada está de Jesús; primero lo estuvo de su alma, y ahora ya también de
su cuerpo; nada le resta de lo que Ella había dado a Jesús, su sacratísima
carne. Los delitos del mundo y las iras misericordiosas de Dios han separado
a la Madre y al Hijo, unidos durante treinta y tres años con unión que no ha
tenido igual en el mundo, salvo la unión hipostática; Jesús estaba sin María
y María sin Jesús; ni la herejía ni el infierno han podido inventar nada más
triste ni espantoso para borrar la preciosísima sangre de la haz de este
desdichado mundo. ¡Desdichado! Para él ya no habría esperanza, si pudiera
secar las fuentes eternamente fecundas de las amarguras de María.
369. Expuestas ya las notas
singulares de este séptimo dolor, hablemos ahora de los afectos de la
Santísima Virgen que en él campean. Carácter privativo de la santidad de
Nuestra Señora era el corresponder perfectamente a la gracia; pues si bien
ciertamente esta correspondencia constituye en resumen la sustancia de toda
santidad, no es ni puede llamarse perfecta mientras padece mermas,
vacilaciones e interrupciones frecuentes, como acontece al común de los
hombres y aun de los santos; cuyo libre albedrío, lastimado por el fomes de
la culpa original solicita permanentemente al amor propio para atravesarse,
digámoslo así, en el camino de la divina gracia. Estrago es éste de la culpa
de Adán, cuyas huellas jamás del todo se borran, ni aun en los escogidos,
mientras peregrinan en este valle de lágrimas; así es que en todos ellos se
ve siempre algo humano, algo personal, en donde trascienden sus nativas
inclinaciones y sus genios respectivos; de aquí que su santidad sea, no ya
meramente una correspondencia a la gracia, sino laborioso resultado de
combates, de tentaciones, de interiores tumultos, y a veces de catástrofes y
experiencias dolorosas que a nuestra devoción dan mucho en que pensar,
aprender y aun admirar, mostrándonos lo heroico del esfuerzo empleado por la
humana flaqueza para conformarse a la vocación divina. Pues bien; nada de
esto se entiende con la Santísima Virgen, como exenta que era de toda mancha
de pecado; a la gracia seguíase en Ella la santificación correspondiente,
sin merma, sin nube, sin tropiezo, sin dilación alguna; su santidad es, por
tanto, una obra de todo punto divina, sostenida por una voluntad humana, en
la cual no existe huella alguna de pecado ni vestigio de naufragio alguno,
sino la consumación de una ley perpetua y uniforme ejerciendo su
irresistible vigor, con la majestad más inefablemente serena, en el más
glorioso imperio. Aquella santidad es oro puro y sin liga; no que le falte
el cuño de los méritos personales de Nuestra Señora, cuyo libre albedrío
estuvo íntegro siempre; sino que, como anda tan cerca Dios, nuestra flaca
visión no puede divisarle; sucédenos en esto lo que con el sol; vémosle y
sentímosle, pero no podemos mirarle de hito en hito. Esta pureza,
completamente divina, de la santidad de María, se nos muestra cuando lo
consideramos atentamente, más admirable todavía que su ingente magnitud, y
distingue de todos los Santos a Nuestra Señora, poniendo entre Ella y ellos
distancia casi infinita.
370. Una sola gracia de Dios
es cosa de suyo tan maravillosa, que, según enseñan los teólogos, basta una
sola Comunión para hacer un santo; aun las gracias más ordinarias pueden,
como a veces nos lo dicen nuestra misma experiencia, darnos aptitud para
sufrir con increíble paciencia todo género de adversidad y dominarnos con
extraordinaria energía. A veces una sola gracia es en nosotros manantial de
milagros espirituales, poderosa a cambiar todo el rumbo de nuestra vida, y a
ser por sí sola para nuestras almas puerta del cielo y prenda segura de
dichosa eternidad. Lo que pasa es que, no ya nosotros, sino aún los santos,
suelen no aprovechar ni una milésima parte de las gracias recibidas; nuestra
flaqueza y ruindad, aun a despecho de esfuerzos, se queda siempre muy a la
zaga de los magníficos dones de Dios; pero tan luego como correspondemos a
uno, en el acto nos llega otro, y otro, y otro, formando todos una cadena de
innumerables eslabones tan fuerte como hermosa. De aquí que el espectáculo
de una santificación rápidamente progresiva parece como que nos asusta; y de
hecho no cabe pensar sin un santo temor en los grados de santidad que puede
alcanzar un alma. Pero aquí sucede que mientras así nos maravilla la
santidad de las criaturas, no parece sino que nos alejamos cada vez más de
la del Criador, hasta cuando nos atrae hacia sí inspirándonos afecto de
adoración reverente; ello es que con corresponder imperfectamente a la
gracia, ponemos atajo a la obra de Dios, coartamos su liberalidad para con
nosotros, disipamos, alteramos, mermamos sus dones hasta cuando nos
aprovechamos de ellos, y diferimos los efectos de su gracia, como queriendo
impedirlos o dejarles perder su lozanía y celestial perfume antes de
resolvernos a bien aprovecharlos. Con esto la vocación de Dios viene a ser
en nuestras almas, si lícito nos es decirlo así, como palabra de hombre
sabio y elocuente, pero tartamudo. ¿Y qué resulta? Que por culpa de
nosotros, neciamente obstinados en atar las manos a Dios, no puede obrar en
nuestras almas todo lo bien que quiere. No así en María Santísima; excepto
el alma humana de Jesús, que está fuera de toda comparación, en ninguna otra
fue la gracia tan gloriosamente sin límite, pues en su purísimo corazón se
difundía como lo pudiera en la inmensidad del cielo. Inconmensurables, en
efecto, eran las gracias de Nuestra Señora, aun comparada con las de los
Apóstoles; y a todas y a cada una correspondía Ella perfectamente, con lo
cual a cada momento le llovían nuevas gracias, que se arraigaban, florecían
y fructificaban en el acto mismo de sembrarse en la tierra misma de su
corazón inmaculado. Así corría su existencia, inundada, de año en año, de
día en día, de hora en hora, por océanos de misterios, cada uno de los
cuales era todo un mundo de santificación. Habitaba su alma en una atmósfera
de prodigios estupendos; por de pronto, su misma Concepción Inmaculada, y
luego la adorable Encarnación del Verbo en sus entrañas purísimas; y la vida
de Dios oculta en su regazo virginal; y la Pasión del impasible; y la
humillación del Omnipotente; y el nacimiento, crecimiento y muerte del
Inmutable y Eterno; y el gobierno personal y directo ejercido en la tierra
por el Soberano Autor del Universo; y el dolor sobrehumano; y la bajada del
Espíritu Santo; y por último, la acción y representación de aquella Madre de
Jesús en la Iglesia fundada por su Sacratísimo Hijo. ¿Qué océanos de gracia
no absorbería, pues, semejante existencia, ni qué santos ni ángeles podrían
ni imaginar las cumbres de santidad sobre tales cimientos levantadas? ¿Cómo,
por tanto, extrañar que jamás podamos hablar dignamente de María, nosotros,
míseros gusanos de la tierra que apenas tenemos en nuestro lenguaje palabras
para calificar ni aun ciertas humanas virtudes al alcance de nuestra mano?
El amor, el amor sólo puede darnos alguna luz para ver algo en aquel
vastísimo cielo de María, y dichoso quien más cada día la ame, pues ese goza
en la tierra una de las principales delicias de la eternidad.
371. Considerando esta
santidad de María como obra puramente divina, por cuanto en realidad es un
efecto de la gracia de Dios, fecundada por la plena correspondencia de
Nuestra Señora, podemos formar algún concepto de su verdadera altura, y ver
que nada tiene de piadosa exageración de amante cuando San Bernardo, San
Bernardino y otros panegiristas de la Santísima Virgen han escrito sobre
este punto. La misma consideración nos explica el por qué es tan arduo
definir en cada caso los afectos de la Madre de Dios, pues por de pronto
tenemos que expresar con idénticas palabras su cooperación a gracias
diversas, como, por ejemplo, al hablar de su conformidad al querer divino,
de su abnegación, de su valor o de su unión con Jesús, creemos estar
expresando afectos constantemente idénticos, mientas en realidad enunciamos
otros diversificados por la gracia. Nace esto de que nuestro discernimiento
de espíritu no es, ni con mucho, tan sutilmente perspicaz como habríamos
menester para distinguir en cada cual de las gracias de María Santísima los
matices de celestial hermosura que respectivamente las avaloran; harto
logramos con saber que esas gracias existe, que cualquiera de ellas, tal
como es Nuestra Señora, haría de cualquier santo una cosa diferente de lo
que es en virtud de la misma gracia tal como él la recibe; y que todas son
grandes y poderosas, teniendo bastante caudal cada una de ellas para
enriquecer las almas de innumerables muchedumbre de santos, o la más
encumbrada Jerarquía de espíritus celestes. Pero sobre todas estas cosas de
Dios, contentémonos con tartamudear, y aun seguros de que nuestras palabras
no han de expresar la realidad de las cosas, ni siquiera lo que nosotros
mismos entendemos y sentimos de ellas, ofrezcámosles, sin embargo, a Dios,
como humilde tributo de nuestro acatamiento a su excelsa Majestad.
372. Para caminar con pasos
menos mal seguros en esta ardua tarea de calificar y escudriñar los afectos
de Nuestra Señora, no tenemos otro punto de partida sino el ver como Ella
correspondió a las gracias recibidas. Pero si estas gracias en sí mismas
exceden tanto al alcance de nuestro entendimiento como insondables que son,
claro está que no menos inaccesible ha de sernos el modo en que a ellas
correspondió María, y, por consiguiente, con ser y todo más fáciles de
concebir los efectos que constituyen su interior grandeza y hermosura. Sobre
todo esto no nos es dado sino aventurar tal cual conjetura, contentarnos con
sombras de la realidad, resignarnos a mal apreciar las excelencias de
nuestra amadísima Madre, y ayudarnos de lo que buenamente podamos ver para
formar la idea que más a la verdad se aproxime. Según hemos ido,
contemplando, uno tras otro, los dolores de Nuestra Señora, nos ha ido
costando más trabajo hablar de sus afectos; pero no podíamos omitirlos,
porque ellos son el fruto de gracia de sus dolores, o, mejor dicho, flores
de gracia que se tornan opimo fruto de santidad. Porque María no es
meramente un grandioso monumento exornado por de fuera con espléndidas
luminarias, suntuosos estandartes, ricos emblemas y trofeos visibles del
mundo redimido; todo esto con valer tanto, es nada comparado a lo que dentro
se encierra; María es, en realidad, Madre común de los humanos, creación
aparte de amor y de dolor, y que por su correspondencia, tan prodigiosamente
fiel a los dones divinos, ha merecido ser dispensadora de ellos; y hoy los
posee, no como meros ornamentos, ni privilegios, ni condecoraciones, ni
insignias, ni oficios revocables, ni prerrogativas otorgadas, ni como joyas
enajenables; no son en Ella meros atributos ni perfecciones adventicias, ni
glorias que puedan ser abstraídas en Ella, ni maravillas que de Ella se
cuenten, ni merecimientos que se le imputen; sino que son Ella misma, su
propia persona humana, su persona de Madre y de Reina, que junto al trono de
Dios y en brazos de Jesucristo, resplandece allí en toda la gloria que Dios
le confirió en dos modos, por naturaleza y por gracia. ¡Oh Madre, cuán dulce
es pensar que estás allí como Hija del Eterno prosternada, permanentemente a
sus plantas, y eternamente adorándole con la humilde grandeza de
incomparable amor!
373. Entre todos los afectos
de los santos, el que más nos maravilla, por ser ciertamente el más
grandioso, más que el espíritu mismo de martirio, es la perseverancia de un
sacrificio completo; porque, efectivamente, entre todas las virtudes, no hay
una que parezca menos adecuada a la humana naturaleza; diríase que con ella
el Criador ha querido como vestir con un jirón de su inmutabilidad a la
criatura; y cierto que bien parece en ella prenda harto más rara y preciosa
que el fervor mismo y heroico denuedo del primitivo sacrificio irrevocable.
Con implicar y toda esa virtud que el hombre pone de sí en ella mucho más
que en otras, tiene de la serenidad majestuosa del cielo más que ninguna.
Pero nunca parece tan grandiosa como cuando recae sobre un sacrificio total,
porque entonces la unidad misma y la plenitud de la ofrenda, como que
empeñan más la complacencia divina. No es tan extraño que tantas almas
retrocedan cuando todavía el sacrificio no está consumado, pero sí el gran
número de las que le degradan y frustran cuando ya lo está; porque lo
natural parece descansar en la cumbre cuando ya se ha tenido aliento para
trepar a ella; y, por otra parte, rara vez se desciende luego para buscar
abajo reposo sin dar en lecho de cieno. Hay quien, consumado y todo el
sacrificio, vuelve la vista atrás como pesaroso, y debe esto de consistir en
que pocas veces un sacrificio pueda, en rigor, llamarse completo; gracias
que, parcial y todo, sea fiel en proseguir aquel tanto de elevación que
supone todo sacrificio, pues en esto estriba el mérito, y, por consiguiente
la dificultad de la vida espiritual, en no perder palma del terreno ganado y
en procurar con esfuerzo constante adelantar camino. Mas por esto cabalmente
la perseverancia es don inadecuado a la criatura, y que jamás posee si no le
llueve de las regiones sobrenaturales. Otros haya quienes no les pesa los
esfuerzos y sacrificios consumados, pero que piden codiciosos inmediato
galardón, rebajando así por miras interesables el precio de su merecimiento.
No agravia ni choca que un pequeño merecimiento pida luego la paga; pero los
grandes nos levantan a Dios, y por el mero hecho de ser menos indignos de su
divina Majestad, es, cuando menos, indelicado hacer del usurero con ella.
Por un estilo o por otro, ello es que pocas almas se eximen de desfigurar, o
de amenguar, o de marchitar su sacrificio, de aquí que en viendo a una
perseverar en el suyo completo, con el mismo fervor denodado que le hizo,
con magnanimidad, paciencia y gracia, como si ella misma ignorase la
grandeza de su obra, y esto no por no entender lo que ha hecho, sino por
estar toda atenta a Dios y nada a sí misma; cuando vemos, digo, un alma así,
parécenos divisar en ella como un reflejo del Criador cuando descansó el
séptimo día. Pues si en cualquier criatura parece ésta la más grandiosa de
las disposiciones interiores, imaginad qué sería en la Santísima Virgen
durante este séptimo dolor; era verdaderamente el sábado de sus aflicciones.
Pensando en la índole de su sacrificio, en la plenitud con que le hizo, y
después en el valor sereno de aquella alma desamparada y solitaria, vemos
calara la imposibilidad de apreciar la grandeza de aquella perseverancia, y
la seguridad de que la rebajaríamos comparándola con la de santo alguno, y
la pobreza del humano lenguaje que nos impide apellidarla con nombre
adecuado. Consumada la creación, descansó Dios en lo profundo de su
eternidad. ¿Puede una criatura participar de aquel sábado divino?
Ciertamente, no; pero no hay otro término de comparación al reposo de María
cuando estuvo consumado el mundo de sus dolores.
374. Disposición de su alma
era también, durante este séptimo, aquella renunciación de todo consuelo
espiritual y de toda dulzura de las comunicaciones divinas. Este género de
amor y abnegación sublime tiene que ser merecimiento ganado en la tierra, so
pena de no alcanzarle nunca; porque en el cielo no es posible. Con el fin de
excitarle en nosotros mismos y en los demás, hablamos tantas veces del amor
al padecer, que dejamos de tenerle por lo que es en realidad, a saber: una
gracia rarísima y muy levantada, absolutamente inaccesible a las almas
vulgares; y si pocas personas hay que la posean, menos hay todavía que la
lleven holgadamente. Santos ha habido codiciosos y satisfechos de toda
tribulación recibida de manos de criatura, y que han temblado de terror a
vista de la Crucifixión que desde luego dictaba Dios a sus almas; muchos que
voluntariamente han huido de los esplendores de la tierra, se han asustado
al ver cayendo sobre sus espíritus las tinieblas del cielo, y han pedido con
lágrimas a Dios que se dignase ahuyentarlas; otros que, por amor a Dios,
habían renunciado a toda consolación, dulzura divina, no han tenido luego
valor para ver la propia persona del Eterno pesando sobre su espíritu como
agente de místico desamparo. Muy pocos se han atrevido a cruzar este género
de solitario y sombrío desierto, y los pocos que lo han intentado, a muy
luego de entrar en lo oscuro, han gritado como águila herida entre la espesa
niebla de la noche. ¿Qué más? Jesús mismo lanzó un doloroso quejido al
sentir la mano de esa espantosa muerte. Pues bien: María, en este séptimo
dolor, la sintió pesar sobre ella; y participó, más todavía que al pie de la
Cruz, del desamparo de Nuestro Señor; y del propio modo que Jesús padeció
esta tortura al fin de su Pasión, como para coronar la obra, cabalmente en
el momento que menos fuerte era ya su humanidad para arrostrar consumación
tan dolorosa, así también María la sufrió al acabarse su compasión, como
dolor que había de consumarla en el momento que ya la tempestad del padecer
la arrollaba cual despojo mísero de naufragio en medio del vasto mar de la
más divina gracia. Así se consumaron con una misma aflicción divina y
misteriosa los dos padeceres de Jesús y de María; aflicción que ciertamente
nuestra estimación no puede apreciar, bien que sepamos, por lo que a María
toca, que del fondo mismo de aquellos dolores mudamente sufridos se
levantaba maravillosa la luz de la adoración más perfecta que prestar puede
criatura, y cuyas ondas refulgentes elevaban la ofrenda del amor humano a
cumbres en donde los ángeles mismos pueden apenas poner la mirada.
375. El dolor heroico engendra
de suyo dos afectos que debemos aquí enumerar entre los de la Santísima
Virgen, a saber: el espíritu de intercesión y el de hacimiento de gracias.
Bien que la gracia sea un injerto en la naturaleza, produce muchas veces
frutos a ella contrarios; parece, en efecto, que, resultado natural de la
aflicción, debería ser inducido a egoísmo, a no curarnos más que de nuestra
propia pena; pues en las aflicciones que merecen llamarse santas sucede
cabalmente lo contrario, cual si la magnitud misma de los efectos que
entonces llenan el corazón, le agrandase y predispusiese a interesarse por
las ajenas desventuras, y a tratar de remediarlas, empezando por
encomendarlas a Dios con aquella filial confianza de quien se siente
visitado por tan bueno y generoso Padre. Toda víctima, voluntaria o
involuntaria, de la amorosa justicia de Dios, tiende de suyo a copiar en sí
la divina misericordia, y de aquí necesariamente en el corazón cristiano la
benévola simpatía para con todos los afligidos y el santo afán de imitar a
Jesús crucificado, ofreciendo los propios padecimientos como holocausto
expiatorio y propiciatorio en favor de otros hermanos, por cualquier
concepto, especialmente menesterosos del auxilio divino, sobre todo en favor
de los que fueren deliberadamente causa instrumental de nuestra pena.
Ejemplo capital y tipo divino de esta generosidad del alma cristiana fue
Nuestro Señor pidiendo en la Cruz por sus verdugos; lo fueron después,
copiando a su divino modelo, los mártires de la fe cristiana, y hoy mismo y
siempre, causar mal a un santo es medio infalible de obtener sus más
fervorosas oraciones. Decir esto equivale a decir que considerando sobre
todo el estado del mundo en la época de la Redención y la inagotable fuente
de misericordias divinas que al pie de la Cruz brotaba, la Santísima Virgen,
del fondo mismo de aquellas amarguras que la anegaban como a ninguna otra
criatura, sacaba tesoros de intercesión que ofrecer al Eterno Padre, no sólo
por impulso de su materno amor a los hombres, sino como tributo el más
eficaz de reparación y desagravio que rendir pudiese a Jesús, en pro de sus
perseguidores pasados y venideros.
376. Pero el dolor santo, no
sólo ablanda los corazones y engendra en ellos benevolencia para con los
demás, sino que liquidándolos del todo (diremos en frase muy usada por los
escritores místicos), conviértelos en fuente de ternura para con Dios, y
sobreponiéndose también en esto a la naturaleza, los difunde caudalosos para
explayarse en acciones de gracias. En efecto, según la naturaleza, parece
que nunca deberíamos estar menos predispuestos que en tiempo de aflicción
para rendir a Dios este tributo; mas para la fe ilustrada y discreta, ese
tiempo cabalmente es el de las bendiciones más eficaces y abundosas.
Acontécenos en esto lo que cuando nos creemos agraviados por algún amigo
querido y bien probado: que nunca nos acordamos tan vivamente como entonces
del amor y de los beneficios que le hemos debido; pues de modo análogo (en
cuanto cabe comparar entre sí cosas tan diversas), al sentir la mano de Dios
pesar sobre nosotros, jamás conocemos mejor nuestra indignidad; y de aquí
necesariamente el recordar con profunda gratitud sus anteriores
misericordias para con nosotros, y de aquí el impulso de nuestras almas a
mostrarle nuestro asombro de su clemencia con loores e himnos de
agradecimiento. Este glorificar a Dios desde lo profundo de nuestras
tribulaciones, es, sin duda, uno de los más preciados joyeles de las almas
santificadas por el dolor. Así como se exprimen las hojas aromáticas del
ciprés y del laurel para extraer su aroma, Dios así también oprime nuestros
corazones hasta que, brotando sangre, le adoren, elevando a su trono el
perfume de nuestra gratitud, y le muevan a volver los ojos tiernamente
compasivos hacia aquella ofrenda de nuestro amor renovado. Pues así la
Santísima Virgen, a medida que más profundamente se anegaba en aquellos
espantosos abismos de dolor, levantaba con mayor ahínco su Magniticat hasta
el solio de Dios, que amoroso le escuchaba, distinguiéndole con predilección
sin igual entre todos los himnos de adoración que enviarle pudiese la
tierra.
377. Por último, entre los
afectos de María durante este tenebroso dolor, contemplemos la magnitud de
su fe, que era en sí misma la más incomparable adoración de la Santísima
Trinidad. Esta es una de las notas que más asemejan el séptimo dolor al
tercero; la sinceridad, digo, y la imperturbabilidad de aquella fe en medio
de tan espesas tinieblas, fe sin la luz, sin el sentimiento, sin las
delicias de la fe, sin el galardón que ella da en sí misma, ni la íntima
percepción de sí propia que lleva siempre consigo. Aquí se nos ofrece la
misma contradicción que antes hemos notado entre la naturaleza y la gracia;
obra, en efecto, es de la gracia, contraria a la naturaleza, que con tanta
más prontitud, firmeza y ternura creamos en Dios cuanto menos creíble se
digna Dios hacerse para nosotros, y que nunca le tengamos por más bondadoso
y justo que cuando menos motivo nos da, al parecer, de confesarle tal. El
don de la fe es un manantial tanto más inagotable cuanto más libres corren
sus aguas; de Dios viene, y sólo de allí viene, pero después de llegado no
hay otro en cuya conservación y acrecentamiento conceda Dios. a nuestra
voluntad mayor parte. En sí misma, la fe es una adoración de la verdad
divina, y aun por eso es, de un modo al parecer inexplicable, tan grata a
Dios. Resulta de aquí que mientras más claramente vemos esta eterna verdad
en medio de las más densas tinieblas, más firmemente la profesamos a
despecho de todas las apariencias que la contradicen, y menos mella causan
en nosotros las dificultades y los argumentos, o, mejor dicho, menos las
tememos y más firmemente adoramos. “Aunque me matare, no cesaría yo de
esperar en Ella”, decía Job con elocuente denuedo. Síguese de aquí que la
imperturbabilidad del ánimo acrecienta la fe, da testimonio de su realidad y
demuestra su imperio. La fe imperturbable es la adoración más dulce, por
cuanto muestra que todo está en paz cuando a Dios se refiere; no hay, en
efecto, para que agitarse, ni perturbarse, ni inquietarse entonces; cuenta
de Dios es confirmar su propia palabra; bástenos a nosotros saber que lo que
de Dios viene, por sólo venir de El es lo más justo y lo mejor. Su palabra
vale más que toda ciencia; es más fácil de entender que las demostraciones
más inconcusas, y obra en nuestros corazones más que la convicción mejor
elaborada. De todo esto no hallaremos ejemplo práctico más elocuente que el
de María durante su séptimo dolor; mayor ni más imperturbable fe no la había
visto el mundo; en ella estaba toda entera la de la pequeña Iglesia entonces
dispersa, y toda la de toda la Iglesia militante en el mundo entero no es
mayor que la que en aquel corazón alentaba.
378. Harto vemos que todos
estos encarecimientos no alcanzan a mostrarnos sino muy en lontananza la
hermosa magnitud del heroísmo con que la Santísima Virgen sufrió este dolor;
aquí sus afectos son para nosotros tan impenetrables como las gracias que
los engendraban; nuestra teología mística no alcanza tal altura, y sólo Dios
podría decir la interior hermosura de aquella alma, y cómo estrechó su unión
con El durante este dolor. Bástenos saber que en aquella noche memorable,
después del cuerpo de Jesús, la mayor maravilla de la tierra, era el corazón
inmaculado de María.
379. Contiene este dolor
innumerables enseñazas, no sólo accesibles a los fieles que bien cumplan
para con Dios las comunes obligaciones del cristiano, sino otras, como todos
los demás dolores de nuestra Santísima Madre, especialmente útiles a los que
apetecieren servir a Dios con amor cada vez más elevado y desinteresado y
generoso. Aquella prontitud con que María dejó el sepulcro de su Hijo para
consagrarse a sus ordinarias tareas y cumplir, a despecho de su pena y
desamparo, la voluntad de Dios, nos enseña que antes que todo consuelo
espiritual es para nosotros el cumplimiento de nuestros deberes. Disposición
singular es, sin duda, de la Divina Providencia que esto nos obligue muchas
veces a privarnos del gozo de conversar con Jesús; en nuestra misma casa y
en el círculo de nuestro hogar doméstico, nos manda la caridad a veces
sacrificar ciertas prácticas piadosas, evidentemente útiles a nuestro
aprovechamiento espiritual, en obsequio tal vez de fruslerías, sin que quizá
se nos agradezca el sacrificio, o tomándole por una mera condescendencia de
buena crianza, o por afabilidad nativa, y no por lo que realmente es,
obediencia sobrenatural al impulso de la gracia. En todos tiempos y
circunstancias es ardua cosa para nosotros persuadirnos a que no hay
provecho espiritual comparable a sacrificar nuestro gusto, y a que entre
nuestros medios de santificación más meritorios se cuentan las pequeñas
mortificaciones de haber de renunciar a tal o cual hábito, a tal o cual
ocupación grave y aun a tal o cual devoción, por cosas que a otros agraden
mucho, y que (sin ser malas, por supuesto, en sí mismas) y a nosotros nos
molesten y aburran. Porque (y mucho cuidado con esto), si en vez de
importunarnos advertimos que les cobramos afición, dejan de ser
mortificaciones y se convierten en señales de que el mundo nos va haciendo,
o nos ha hecho ya, de los de su partido; y entonces no hay más remedio que
cuadrarse, y digan los demás lo que dijeren, echarse la cuenta de que
nuestra alma es primero que todo. Mientras esto no sucediere, tengamos por
sentado que, no ya la caridad, sino la mera cortesía, de la cual se ha dicho
bien que viene a ser como su aroma, puede exigirnos el sacrificio, que
siempre será más aparente que real para un alma verdaderamente piadosa, de
ciertos gozos espirituales. Desgraciadamente hay personas sinceramente
devotas, pero que no saben evitar cierta rigidez a que suele ser ocasionada
la vida espiritual; nace esto de la imperfección de nuestra naturaleza, que
fácilmente adultera y pervierte aun las cosas mejores; y de aquí que hasta
el amor mismo a Nuestro Señor tergiversemos, poniéndole en contradicción
monstruosa con la caridad para con nuestros prójimos. Esto no sería
verdadero amor de Dios, sino puro sentimentalismo; porque verdadero amor de
Dios no hay sino allí donde hay abnegación y espíritu de sacrificio.
Subordinar nuestras aflicciones a las de otros, acomodar a los hábitos o
conveniencias de otros nuestras prácticas ordinarias de piedad, es, sin
duda, negocio delicado y peligroso, que pide gran discreción, mucho tacto y
arraigado temor a las asechanzas del mundo; pero a veces es también un medio
utilísimo de santificación para los que, por aquel impedimento legítimo, no
pueden practicar vida mortificada y penitente. Forzados como estamos la
mayor parte de nosotros a aguantar las inevitables locuras y distracciones
del mundo, puede sernos ocasión de muy saludables mortificaciones la
necesidad de no emplear el tiempo como quisiéramos, ya porque estemos
esclavizados a una hora dada, ya porque a lo mejor venga a estorbarnos o
interrumpirnos la falta de miramiento o la importunidad ajena; éste es,
cabalmente, el potro especial de tormento de los sacerdotes que tienen cura
de almas. Y dicho se está que si tanto debemos a los simples miramientos
sociales, y con mayor razón a los derechos de la caridad, aprémianos todavía
más aquel orden de deberes que el buen sentido cristiano expresa con el
proverbio: “Antes es la obligación que la devoción”. Duro es esto de
entender a muchas personas muy sinceramente devotas, pero sobre todo a los
novicios en la vida espiritual; y al imprudente celo sobre este particular
se debe la ojeriza con que muchas veces se miran casas y familias piadosas;
sin duda en esta malevolencia entran por mucho la impiedad, e! espíritu
mundano y la novelería retozona de las gentes desocupadas; pero fuera mejor
que no se les diese fundado motivo, porque en esto nadie sale peor librado
que el sacratísimo interés de la religión; y convendría mucho que los
principiantes, sobre todo de la vida espiritual, supiesen, como saben los ya
antiguos y bien informados en ella, que a veces el privarse del dulcísimo
trato con Jesús puede ser más perfecto y más meritorio que el gozarle. Quien
estime dura esta frase, examínese bien, y verá con sorpresa que tiene a sí
propio, y a sus aflicciones y gustos personales, más amor que a Jesús y a su
Santa Iglesia.
380. Dado que María Santísima
no demandó consuelo alguno en casa de Juan, sino que hasta el dichoso
amanecer de Pascua sufrió allí muda todo el peso de su horrenda aflicción
¿no parece este ejemplo autorizar a los que se ceban en sus pena?
Distingamos; en los negocios relativos al trato con Dios, la tristeza es
cosa tan diferente de la que causan las mundanas adversidades, que no
tenemos derecho para tratar de vencerla ni aliviarla mientras a ellos no nos
moviere el aguijón la gracia; porque el padecer una aflicción divina es tan
diverso del padecerla meramente humana, que no corre peligro alguno de
degenerar en sentimentalismo, ni en flaqueza, ni en egoísmo; aquello no es
dejarse dominar de la pena, sino sufrir pacientemente una crucifixión
mientras que el entregarse con armas y bagaje a cualquiera de las ordinarias
aflicciones de la vida, equivale a convertirlas en una especie de teatral
apostura en que el alma se enamora de sí propia, y se disipa en un ambiente
corrosivo de melancolía sentimental. Así, pues, por ejemplo, el pesar de
haber ofendido a Dios, el entristecerse por culpas ajenas, el deplorar las
tribulaciones de la Iglesia, el meditar con lágrimas la Pasión de Nuestro
Señor, y el unirse en espíritu a los dolores de Nuestra Señora, son afectos
que nada común tienen con las tristezas de este mundo falaz, por cuanto son
operaciones directas de la gracia, y, de consiguiente, sujetas a muy
diversas reglas, y encaminadas a fin muy diverso. Estas aflicciones mundanas
debemos combatir y ahuyentar, y aquellas otras debemos retener y alimentar,
y aun avivar su fuego, si por ventura le viéremos amenazado de extinguirse.
Pero cuenta propia, y sin la necesaria guía de un piadoso y prudente
director espiritual, porque de esto no se han excusado jamás ni aun los
santos más encumbrados a las místicas regiones.
381. Pareciéndose de tantos
modos este séptimo dolor y el tercero, no es de extrañar que acerca de
muchos puntos nos den una misma enseñanza. De éste, en efecto, aprendemos,
como de aquel otro, que no hay tinieblas comparables a las de un horizonte
sin Jesús, como lo era el de María en aquella terrible noche. Tinieblas eran
aquellas para Nuestra Señora más densas que las del Calvario; pues éstas, al
fin, como Jesús está dentro de ellas, y aunque no se le ve, se le siente y
se le oye, como le siente, ven y oyen las almas escogidas en su apartamiento
con Dios, reaniman, vivifican, suscitan saludables inspiraciones, y son, a
despecho de su densidad, más grata a los corazones fieles y amantes de la
luz más esplendorosa. Mas estas otras tinieblas engendradas por la ausencia
de Jesús equivalen a la pena más cruda del infierno; si nos cercaren por
culpa nuestra, son tormento incomparable; y cuando son prueba que Dios
envía, causan la mayor de las aflicciones; pero en uno y en otro caso,
guardémonos bien en buscar la luz en el mundo, porque si terrible es vivir
en aquella oscuridad, el dejarla voluntariamente por la luz del mundo
produce consecuencias todavía más terribles. En aquel velado santuario está
de todos modos Dios, pero está solo; dejémonos, pues, de pensar allí en las
criaturas, y pensemos en "solo Dios", que es la divisa de los santos y de
los que viven santamente; encerrémonos allí en la pura atmósfera
sobrenatural, y dejemos a cargo de Dios, que allí nos ha puesto para
castigarnos o para probarnos, el sacarnos de allí cuando le pluguiere; y
entre tanto, unámonos a los afectos con que María sufrió este dolor, lo cual
equivaldrá a ponernos con Dios en unión más estrecha.
382. Otra enseñanza nos da
también aquí el ejemplo de María. Empleábase, al parecer, todo su corazón en
sus faenas ordinarias, mientras todo el corazón le tenía con Jesús en un
sepulcro. Pues este grandioso asilo nos procuran también a nosotros las
santas aflicciones que, como en el sepulcro, nos encierran en la voluntad de
Dios y en su Santísimo Sacramento; ellas son para nosotros apóstoles
mensajeros de la voluntad divina; sobre ellas está edificada la Iglesia, y
las puertas del infierno no prevalecerán contra ellas; junto con ellas
tendremos a Nuestro Señor hasta el fin; ellas son, benditas sean, la tumba
de nuestro amor propio, el altar donde elevamos incienso a Dios, el jardín
que más produce flores del cielo. Porque el gran secreto de la santidad, ya
lo había dicho San Agustín, es “amor de Dios, hasta el desprecio de sí
mismo”, y las aflicciones son para nosotros en esto grandes maestras.
¡Dichoso, pues, quien tenga perpetuamente una santa aflicción!
383. Y henos aquí llegados a
los umbrales de aquellos quince misteriosos años que se siguieron a los
dolores de María y a la Ascensión del Señor. Sin Jesús había pasado los
primeros quince años de su vida, y sin Jesús pasó los quince últimos; y así
como durante aquellos había tenido la imagen del Mesías grabada en su
corazón y aguardaba su advenimiento para adorarle, así también durante éstos
le tuvo corporalmente en su seno bajo las especies de la Eucaristía, jamás
corruptas desde una comunión a otra, como fuente viva de perfeccionamientos
espirituales que no es posible definir ni calificar. Para padecer, agotando
los términos de lo posible, había venido al mundo la Madre de Dios, y no
podía ser otra cosa, pues que por los tormentos y afrentas de la Pasión
había venido el Dios Encarnado a salvar al mundo; por eso la Madre de Dios
es también la Virgen de los Dolores; por eso sus aflicciones no fueron meros
accidentes de su vida, o uno de los varios modos escogidos por Dios para
santificarla, sino integración necesaria de la Madre de un Dios que había
tomado carne para padecer y morir. Es decir, que bien considerados los
dolores de la Santísima Virgen, son su persona misma; preparación a ellos
fueron los primeros quince años de Nuestra Señora, a contar desde su
Concepción Inmaculada, y llegaron a madurez durante sus quince años últimos,
a contar desde la venida del Espíritu Santo. Durante este postrer período,
el mar de sus tormentosas penas se apaciguó, y fue un piélago insondable,
pero claro y límpido, de amor divino, cuyo último acto, el que consiste en
tomar posesión de su gloriosa víctima, se realizó, llevándosela, tras el mas
glorioso tránsito, en cuerpo y alma para coronarla Reina de los cielos. Y,
ciertamente, una fábrica de dolores, tal como la que había de habitar la
Madre de Dios, fábrica levantada sobre el digno cimiento de las
inconmensurables gracias que Nuestra Señora recibió en sus primeros quince
años, no podía menos de elevarse a tan magnifica altura cuando estuvo ya
rematada.
384. Muchas veces me he puesto
a considerar qué podía ya ganar María en punto a santificación, desde la
venida del Espíritu Santo; ¿qué crecimientos cabían ya en aquella alma? Y,
sin embargo, por algo y para algo la tuvo Dios en la tierra hasta el momento
de su gloriosa Asunción; ¿qué podía ser sino para acrecentamiento de
santidad y multiplicación de gracia? En efecto, dado que nuestra Señora
quedaba en este mundo para dispensar sus asistencia maternal a la Iglesia
naciente, como había guardado en su regazo al Niño Dios, y para llevarle
sacramentado perpetuamente en su seno, como había llevado al Verbo hecho
carne en sus purísimas entrañas, y para ser, en calidad de Reina de los
Apóstoles, respecto de la Iglesia, lo que en Belén y Nazaret y en Egipto
había sido respecto de Nuestro Señor en calidad de Madre de Jesús; no puede
menos sino que tan augustos cargos implicasen acrecentamiento maravilloso de
gracias y de merecimientos. Sus dolores eran un abismo de gracias, jamás
colmado, y a ellos debía capacidad para recibirlas nuevas cuando la bajada
del Paráclito; pues así como la fecundidad del Espíritu Santo es
absolutamente inagotable, así también para los ojos de nuestro limitado
entendimiento lo era de hecho el manantial de perfecciones en el alma de
María. La gracia que le había preparado a ser Madre de Dios la preparó
también al extraordinario martirio de toda su vida entera, así como su
martirio la preparó a inefable acrecentamiento continuo de gracia y de
merecimientos durante sus últimos quince años. Por eso cabe decir muy
propiamente que los dolores de María son el centro de su santidad, y los que
nos la muestran tal como es más que ninguno otro de sus misterios y ni aun
misterios deberíamos llamarlos, pues más que esto son su vida misma, su
persona misma, la sustancia misma de su divina maternidad; ellos son para
nosotros como clave de lo que acerca de su santidad podemos entender, y
justificación de cuanto sobre la instantánea acumulación de sus
merecimientos enseñan los teólogos, con doctrina que no parece exagerada
sino a quien no ha examinado ni ama bastante la causa y origen de aquella
grandeza. Nada tan adecuado como el conjunto de los dolores de María para
mostrarnos el vínculo de unidad que liga su cooperación a la Encarnación del
Verbo, su santidad peculiar y propia, y su semejanza con Dios; nada que más
clara, plena y tiernamente nos descubra lo que alcanzar nos es dado sobre el
misterio de la maternidad divina. Escondidos están para nosotros los últimos
quince años de su vida, como también los quince primeros; pero si se nos
ocultan las maravillosas operaciones de la gracia en el alma de Nuestra
Señora durante aquellos dos períodos, clara sobre entrambos vemos cernerse
la sombra de sus pasados dolores en el primero, y de los venideros en el
segundo. Para saber algo de María hay que leer su historia en las llagas de
aquel corazón de la Madre de dolores; allí veremos, como polos de tan
grandioso mundo, de un lado su Concepción Inmaculada, y de otro su Asunción
gloriosa.
385. Contemplemos por última
vez a tan sin par criatura en el momento de apartarse del sepulcro de Jesús;
nuestra primera madre, al salir desterrada del Paraíso, no padeció igual
angustia, ni mayor ni más triste soledad luego en el desierto mundo. Pues
bien; esa Mujer, así agotada por el dolor, es columna de la Iglesia, Reina
de los Apóstoles, verdadera Madre de todo este ancho mundo, sobre el cual,
rápidas y silenciosas, van cayendo las tinieblas. ¡Duerme en paz, tierra
dolorida; el corazón de la Madre vela por ti!
Capítulo IX
LA COMPASIÓN DE MARÍA
386. Contemplado hemos primero
desde la orilla el vasto océano de los dolores de la Santísima Virgen, y
luego hemos ido sondeando uno tras otro los abismos de ese anchuroso mar,
tales como la Iglesia los propone a nuestra devota meditación. Se trata
ahora de considerarlos en su punto común de confluencia, formando un solo y
único raudal que después de atravesar el estrecho del Calvario, corre a
desembocar en el inconmensurable océano de la Preciosísima Sangre. A este
conjunto de dolores se llama en común la Compasión de María, que, bien
examinada, contiene siete graves cuestiones teológicas, cuya solución es de
todo punto necesaria para que nuestra devoción respectiva sea real y
profunda. Estas siete cuestiones versan sobre los siguientes puntos, a
saber: I. Designio de Dios en la Compasión de María. II. Índole y notas
características de esta Compasión. III. Sus efectos actuales. IV. Relaciones
entre nuestra propia compasión y la de María. V. Cotejo entre la Pasión de
Jesús y la Compasión de María. VI. Exceso aparente de la Compasión respecto
de la Pasión. VII. Magnitud de la Compasión.
I – Designio de Dios en la
Compasión de María
387. Nada huelga en las obras
del Criador; considerar cualquiera de ellas como un mero ornamento, repugna
tanto a la actualidad de Dios, que es acto puro, como a la magnífica unidad
absoluta de su esencia y a su adorable realidad. Suponer, pues, que los
dolores de la Santísima Virgen no sean sino una especie de añadidura
patética para exornar la Encarnación del Verbo, sería una hipótesis que, aun
formada con el piadoso propósito de acrecentar nuestro amor, suscitaría
graves controversias sobre la esencia y las perfecciones de Dios;
señaladamente su amorosa Providencia para con las criaturas, y, por último,
sobre el designio misericordioso que se contiene en cada pena y tribulación
de las que afligen al humano linaje. Admitir digo, aquellas hipótesis en el
calificar los dolores de María Santísima, pudiera parar en irreverencia
grave, o quizá en implícita blasfemia; evidentemente en esos dolores vemos
el cumplimiento de un designio divino, como le hay en todo cuanto Dios hace
o permite; evidentemente también ese designio, en cuya virtud a la
Encarnación del Hijo de Dios había de seguirse aquel inefable cúmulo de
padecimientos de su Madre, no puede menos de ser adecuado a la grandeza de
este misterio de María, y más aún a la de aquel otro superior, con el cual
tiene relación de dependencia. No; los dolores de la Madre de Jesús no han
podido ser un mero asunto de tiernas alegrías, porque en ninguno de los
atributos de Dios cabe que determinara martirizar así a una de sus
criaturas, nada más que por exornar con una ampliación poética la terrible
realidad del Calvario.
388. Tampoco el final
propósito de sus dolores ha debido ser únicamente el que a nosotros sirvan
de enseñanza y ejemplar, pues que la Concepción de María no sólo es, en su
mayor parte, inimitable para nosotros, sino también incomprensible, por
cuanto excede a nuestra fortaleza y a nuestro entendimiento. Cierto es que
de la compasión aprendemos muchas cosas, porque todo cuanto Dios hace enseña
algo; pero de aquí no se sigue que tal meramente haya sido el designio de
Dios.
389. Tampoco ha podido serlo
la santificación de María, pues si bien ésta entra por mucho en el designio
divino, ya era Madre de Dios Nuestra Señora antes de comenzar sus dolores,
que fueron, no preparación, sino consecuencia de tan alta dignidad; la
santificaron, sin duda, fueron, sin duda, medio especial y privativo de
santificación, tal como convenía a una criatura que, exenta de pecado, no
tenía por qué luchar con inclinaciones perversas, ni resistir a tentación
alguna; pero, bien considerado, fácilmente se descubre que no podía ser este
el objeto final único de los designios de Dios en los dolores de María.
Harto más profundos, pues, más divinos, si cabe decirlo así, debieron ser
estos designios; harto más estrechamente conexos a la obra de la
Encarnación; y de ello podemos estar ciertos, aunque no pudiéramos
descubrirlos.
390. Desechando, pues, todas
estas hipótesis como erróneas, o inadecuadas, o contradictorias a los hechos
mismos que en ellas se quieren esclarecer, ¿supondremos que la Compasión de
María fuese parte integrante de la Redención del mundo, y meritoria para
salvar a las almas y expiar las culpas del humano linaje? Así parecen
opinarlo muchos autores, y doctores santos y sapientísimos apellidan
unánimemente a la Santísima Virgen Corredentora del mundo; por consiguiente,
esta es una denominación autorizada, falta sólo saber cómo debe entenderse.
¿No es más que una hipérbole de panegirista, un mero desahogo de amante
entusiasmo, una metáfora excogitada para expresar como se pueda grandezas
que se perciben, pero carecen de apelativo adecuado en el humano lenguaje?
Cuestión es ésta que a muchos ha parecido íntimamente conexa a la devoción
para con nuestra Santísima Madre, y que, como pocas, ha tenido hasta hoy
respuestas vagas e insuficientes. Por un lado, cuesta trabajo creer que el
lenguaje empleado por tantos y tan autorizados escritores sea pura
exageración, y mera fraseología de patética poesía; por otro lado, es
incuestionable que Nuestro Señor Jesucristo es único Redentor, que su
preciosísima sangre es único adecuado precio de nuestra libertad, y que de
él tomó la Santísima Virgen, con la propia necesidad que nosotros, si bien
con la magnífica abundancia que le fue otorgado en el misterio de la
Inmaculada Concepción. Parece, pues, que tomando en sentido literal el
apelativo de Corredentora del mundo, no es teológicamente exacto, o que al
menos es inadecuado para expresar el género de verdad con él significado.
Aquí, por consiguiente, andamos perplejos entre el celo por la gloria de
Nuestra Santa Madre, la autoridad de numerosos doctores y santos y las
supremas definiciones de sana teología. Ni nos atrevemos a calificar de
inexacto y, por consiguiente, de inadmisible, el lenguaje de los santos, ni
dudamos de que al apellidar Corredentora del mundo a la Santísima Virgen, no
se puede entender que sea realmente redentora, en el sentido uno e
indivisible que aplicamos con este apelativo a Nuestro Señor Jesucristo,
sino en la aceptación varia y compuesta que de suyo significa el término de
corredentora. Hoy día, más que nunca, en materia de religión, es necesario
fijar muy bien el significado de los términos; y así, al par que nos
abstendremos mucho de quitar a la corona de María una joya que le han puesto
los santos y los doctores, pues tanto valdría exponerse a menguar una
devoción que es esperanza de nuestra infeliz edad, creemos también
importante, aun en pro de esta devoción misma, fijar lo que entendemos
debajo de aquel apelativo, que expresa un hecho real y verdadero, muy
difícil de expresar con otra frase. Tal vez pueden contribuir a satisfacer
estas dos necesidades las siguientes conclusiones, que enunciamos como
resumen de la doctrina plenamente admisibles acerca del particular. Hélas
aquí:
l. En el sentido propio y
verdadero de la palabra, Nuestro Señor Jesucristo es único Redentor del
mundo; y en este sentido, ninguna criatura, sea cual fuere, puede llamarse
copartícipe de El, ni cabe, sin incurrir en impiedad, decir de El que sea
corredentor con María.
II. En un sentido secundario y
subordinado, y por participación, todos los escogidos cooperan con Nuestro
Señor Jesucristo a la Redención del mundo.
III. En este segundo sentido, por
consiguiente, cooperó a la Redención del mundo la Santísima Virgen, pero en
grado superior incomparablemente al de otra cualquiera criatura.
IV. Además, e independientemente
de sus dolores, el especial sentido y el especial modo en que la Santísima
Virgen cooperó a la Redención del mundo, fueron tales como a ninguna
criatura se atribuyen, ni pueden atribuirse.
V. Pero especialmente luego, por
sus dolores, la Santísima Virgen cooperó a la Redención en modo singular y
distinto, no sólo de la ordinaria cooperación de los escogidos, sino de la
especial que prestó Nuestra Señora misma independientemente de sus dolores.
391. Paréceme que estas cinco
proposiciones compendian y enuncian con claridad la cuestión de que se
trata. Sobre la primera casi no hay para qué hablar, pues el último de los
creyentes sabe, porque así se lo enseña la fe católica, que Nuestro Señor
Jesucristo es único Redentor del mundo, bien que sus fieles escogidos
cooperen con El como miembros de su cuerpo místico, miembros por la gracia
de Redención; es decir, en cuanto a ellas se aplican los méritos infinitos
del Redentor único Jesucristo. Por cuanto con participantes de estos
méritos, pueden con sus obras satisfacer, tanto por sus pecados propios como
por los ajenos, mediante la unión de sus méritos propios y personales con
los infinitos de Nuestro Señor; o para decirlo con San Pablo, por sus
dolores santificados, o por su voluntaria penitencia, “suplen en su carne lo
que resta de las sufrimientos de Cristo, por el cuerpo de El, que es la
Iglesia”. Así, pues por la Comunión de los Santos en Jesucristo, su cabeza,
se va perpetuando la obra de la Redención, mediante la aplicación real y
continua de la consumada por Nuestro Señor en la Cruz. Los escogidos, por
consiguiente, cooperan con nuestro Redentor, no figurativa y simbólicamente,
sino real y substancialmente. Y he aquí cómo es verdad que, en sentido
secundario, y por participación, los elegidos merecen por otros, y expían
realmente las culpas y aplacan la divina justicia; mas esto, repito, lo
merecen, no de suyo, sino por permisión y adopción divina, en calidad de
partícipes subordinados a la Redención única y completa de Nuestro Señor
Jesucristo. Pero a la santidad de María no llega la de todos los santos
juntos, por cuanto, comparados a los méritos de ellos, los de Ella, tienen
una especie de infinidad; el martirio y los padecimientos de ellos sombra
son apenas de los de Ella, y sombra también, por consiguiente, el modo y
grado en que cooperaran a la Redención, comparados al modo y grado en que
cooperó Nuestra Señora; por eso el apelativo de corredentora le cuadra
inconmensurablemente mas que a todos ellos.
392. Más aún: el sentido en
que debe entenderse la cooperación de la Santísima Virgen a la Redención, no
puede ser aplicado a las santos sino figurativamente; pues por de pronto fue
necesario para la Encarnación, tan necesario coma nuestro libre albedrío.
para merecer, conforme a los designios divinos, el libre consentimiento de
María; y luego Ella prestó la sangre purísima de que se formaron la carne,
huesos y sangre del Verbo Encarnado; Ella le llevó nueve meses en sus
entrañas, y le crió a sus pechos virginales, y ejerció para con El todos los
oficios, deberes y derechos de Madre; Ella consintió en la Pasión de su
sacratísimo Hijo; y bien que en realidad ya este consentimiento estaba
implícito en el que primitivamente había prestado a la Encarnación, dióle
después explícito; de modo que Nuestro Señor Jesucristo fue al Calvario como
libre y voluntaria ofrenda de su Madre al Padre Eterno. Dos cooperaciones,
pues, a la Redención del mundo tenemos que considerar en María: una, la que
prestó análoga a la de los santos, pero tan superior en grado, que ella sola
excede a la de todos juntos; y otra especial, singular y privativa, que fue
indispensable a la obra de la Redención consumada en la Cruz. Salvarse las
almas pudo ser sin cooperación alguna de los santos, y aun sin la de María
hubiera podido salvarse el Buen Ladrón si así Nuestro Señor lo hubiese
querido; pero la especial cooperación prestada por Nuestra Señora con su
consentimiento en ser Madre de Dios, era indispensable, porque, sin ella,
Nuestro Señor no hubiera nacido cuando nació, ni como nació; no hubiera
tomado entonces ni de aquel modo carne pasible y mortal, y, por
consiguiente, el plan divino de la Redención del mundo hubiera sido
frustrado, no en la sustancia, pero sí en el tiempo, y en el modo, y en los
agentes de su ejecución. Para que aquel plan se realizara de todo punto
conforme a la voluntad de Dios, necesaria fue la aquiescencia, plenamente
libre, del amor de María; Belén, Nazareth y el Calvario, de esa aquiescencia
procedieron. Mas la cooperación de los santos no es de suyo indispensable,
ni santo alguno por sí es indispensable para esa cooperación; prevaricar
hubiese podido otro Apóstol, postrarse ante los ídolos la mitad de los
mártires reducirse a dos tercios el número de santos que en todas las edades
han dado gloria a Dios, y no por eso habría faltado la cooperación de los
escogidos, bien que se hubiese mermado su magnificencia. Esta cooperación es
cargo cooperativo, no individual; de la obra de la Redención cabe decir con
toda propiedad la frase hoy tan manoseada, que no hubo en ella “hombre
necesario” sino San Pedro, y eso en cierto sentido y hasta cierto punto; mas
para el género de cooperación que había de prestar María, su consentimiento
era indispensable, y por eso decimos que cooperó en modo esencialmente
diverso de los otros santos; la cooperación de éstos se redujo a continuar y
aplicar una Redención ya consumada y de todo punto suficiente, mientras la
de María Santísima fue necesaria para consumar esa Redención; aquélla fue
una consecuencia; ésta una condición indispensable. En resumen, la
cooperación de María no sólo fue más real, más actual, más directa y más
personal que la de todos los demás santos, sino que de ella cabe decir lo
que la de éstos no cabe en modo alguno, a saber: que fue causal.
393. Todo esto cabe decir con
verdad de la cooperación de María, prescindiendo de la que prestó con sus
dolores, pues éstos constituyen de por sí una cooperación especial. Obrarse
hubiera podido la Encarnación sin misterio alguno de padecer; y a no haber
mediado la culpa, cierto lo habría sido en carne gloriosa e impasible; y,
por consiguiente, en lo respectivo a María, hubiera sido única y
perpetuamente ocasión de gozo tan maravilloso e inefable como lo son en
realidad sus dolores. Porque si bien María tuvo gozos, y gozos muy grandes,
fueron astros, digámoslo así, de otra constelación de designios divinos que
giraba luminosa en órbita aparte, como signos de un misterio escondido en la
mente de Dios, pero que para nosotros no es sino uno de tantos mundos
posibles, o, mejor dicho, un mundo que nuestras culpas han encerrado dentro
de la mente divina. Los dolores, pues, de la Santísima Virgen son notas
inseparables de su oficio de Madre de Dios; derívanse de él como
consecuencia tan necesaria, cuanto en el libérrimo plan divino de la
Encarnación fueron necesarios los padecimientos de Nuestro Señor Jesucristo
para expiar los pecados del mundo. El padecer de María, efecto fue del de
Jesús, y ligado con él por vínculo insoluble; de una misma fuente proceden
entrambos; una misma es su corriente, y en idéntico mar desembocan; son un
solo padecer en dos corazones. Esto sin contar, como luego lo veremos, con
que entre los padecimientos de Jesús y los dolores de María median notas
singulares, que no solamente los asemejan, sino que los compenetran de
hecho. Quede, sin embargo, asentado que si bien los dolores de María son
efecto y consecuencia de su divina maternidad, pueden abstraerse de ella,
refiriéndose en este1 caso la cooperación de esa maternidad a causas y
motivos independientes de lo que lo fueron de aquellos dolores. En el mismo
concepto, y por idénticas razones, debe decirse que la cooperación que María
prestó a la Redención con sus dolores, es específicamente diversa de la que
prestó en calidad de Madre de Dios.
394. Tres diversos títulos
tiene, por consiguiente la Santísima Virgen a ser apellidada corredentora:
1º, haber cooperado con Nuestro Señor Jesucristo a la redención del mundo,
en modo análogo al de los santos, bien que en grado singular y mucho más
excelente; 2º, haber cooperado en modo especial, privativo e indispensable,
por su calidad de Madre de Dios; 3º, haber cooperado especialmente también
con sus dolores, por motivos que después consideraremos. Estos dos últimos
blasones de María Santísima le pertenecen exclusivamente, y todas las
criaturas juntas carecerían de legitimidad para dividirlos en Ella, como
patrimonio que son absolutamente singular de la incomparable alteza de la
Madre de Dios.
395. Muchas veces,
contemplando los dolores de la Santísima Virgen, nos ha sucedido lo que al
viajero ante las cordilleras de las altas montañas: cada nuevo punto de
perspectiva le va presentando cumbres más eminentes, y cada vez que luego
las vuelve a contemplar, le parece aquel espectáculo más grandioso. Así
sucede con las magnificencias de María; como todas las obras de Dios, y como
a Dios mismo, hay que mirarlas fijamente, desde todos los puntos de vista y
por todos los aspectos adonde alcance nuestra visión limitada, para
concebirlas tan adecuadamente como lo puede nuestro ruin entendimiento. Por
no haberlo hecho así, aun muchos creyentes piadosos tienen a veces por
exagerados loores de todo punto debidos a María; y es que no la han mirado
bien, que no han medido su grandeza ni aun como lo consiente el humano
alcance, y de aquí que, aun esas mismas personas, cuando las solemnes
festividades de María Santísima las convidan a meditar sobre las excelencias
de nuestra Madre, concédele sin dificultad aun aquellas mismas que antes le
había parecido exageración imprudente de piadoso celo y demasías de amor
entusiasta.
396. Pues bien: la cooperación
de la Santísima Virgen a la redención del mundo es una de esas cumbres donde
se nos manifiestan con nuevo esplendor su alteza y su hermosura. Si para
nosotros, miserables criaturas, hijas del pecado, es privilegio tan
inestimable asociarnos a la obra del Criador, y más inestimable todavía
participar luego de su eterno reposo, ¿qué diremos de una cooperación que
fue nada menos que indispensable para que se obrara conforme a los designios
de Dios la redención del mundo? ¿Qué género y qué grado de santidad no
implica una cooperación tan esencial a empresa tan inconmensurable? ¿Qué
dones, y qué gracias, y qué unión tan maravillosa en Dios no supone? En
verdad, no parece sino que el Eterno escogió lo más incomunicable de sus
indivisibles atributos para comunicárselo real y tan misteriosamente a
María, pues le da parte tan principal en la ejecución de sus eternos
designios para con el Universo, que casi la erige en tipo y razón de ser de
todo lo criado. Y, ciertamente esto que explica en parte la cooperación de
la Santísima Virgen a la redención del mundo, nada merma lo que esa
cooperación tiene de maravillosa, pues, como todas las obras de Dios, tanto
más nos asombra y extasía cuanto mejor percibimos su armonía y la unidad de
su conjunto. ¿Cómo extrañar, pues, que los santos hayan apurado su inventiva
para dar con una palabra en que atónito el mundo pueda leer grandeza tan
indefinible otorgada a una criatura, como la implícita en esa triste
cooperación de la Santísima Virgen a la redención del humano linaje? En la
lengua de los hombres; ¿qué menos que corredentora podía llamarse a una
criatura expresamente formada por Dios para contribuir tan principalmente a
tan grandiosa obra? ¿Qué otro apelativo, ni más sencillo ni más adecuado
para expresar una cooperación, distante sin duda, con infinita distancia, de
la única y suficiente redención obrada por Nuestro Señor Jesucristo, pero
tan inconmensurablemente superior también en especie, en modo y en grado a
la de todos los santos de Dios? Porque esa cooperación de María, como otras
muchas de sus excelencias, no basta meramente conocerlas para bien
apreciarlas, sino que hemos menester apropiárnoslas por medio de la
meditación para comprender lo que dentro de ellas se encierra. Y cierto que
ni la Inmaculada Concepción de María Santísima, ni su Asunción gloriosa, nos
darán mas alto concepto de su grandeza que el apelativo éste de
corredentora, bien entendido. María es toda Ella una maravilla
inconmensurable, y sólo cuanto más conozcamos y mejor amemos a Dios,
podremos entender mejor y mejor apreciar las singulares prerrogativas de su
criatura predilecta. Porque de María nadie piensa indignamente sino quien
indignamente piensa de Dios; la devoción a los atributos de Dios es la
escuela donde mejor se aprende la ciencia que trata de su gloriosa Madre; y
el premio de nuestros aprovechamientos en ese estudio es mostrar mejor, para
mejor amarlas cada día, las divinas perfecciones, que en ninguna parte como
en aquel celestial espejo pueden contemplar nuestros ojos turbados.
397. ¿Qué lugar, pues, ocupa
en los designios de Dios la compasión de María? Pues la grandeza misma de la
cooperación de Nuestra Señora a la redención del mundo contiene ya respuesta
a esa pregunta. Sus dolores, hemos dicho, no eran absolutamente necesarios a
la redención, pero hipotéticamente, conforme a los designios de Dios, eran
indispensables, por cuanto pertenecen a la integridad del plan divino, y sin
duda son adecuados a otros muchos fines que nosotros no somos ciertamente
capaces de comprender, ni siquiera sospechamos. Conforme a la economía de la
justicia divina, sin sangre no hay remisión para el pecado; y bien que una
lágrima sola del Niño Dios habría sobrado para satisfacer todas las culpas
de todos los mundos posibles, de hecho la remisión no fue merecida por sus
lágrimas, sino por su preciosísima sangre. Resulta de aquí que ni Belén, ni
la adoración de los Magos, ni la presentación en el templo, ni la huída a
Egipto, ni la disputa con los doctores, ni Nazaret, con todos aquellos
admirables misterios de la vida oculta del Salvador durante dieciocho años,
ni su ministerio público, con aquellos tres años de milagros, de parábolas,
de sermones, de conversiones y de vocación de Apóstoles, fueron necesarios a
la salvación del humano linaje; y aun hubiera podido padecer Nuestro Señor
en su infancia, o, como Adán, informarse de perfecta virilidad desde luego,
y morir en seguida por los hombres, pues en definitiva no era absolutamente
necesario sino que derramara su preciosísima sangre. Pero no así convenía al
plan divino de la redención; y todo aquello, tan hermoso, tan significativo,
tan fecundo en enseñanza, no solamente se concertaba con todas y cada una de
las partes de aquella traza divina, sino que por el solo y mero hecho de
estar así decretado por Dios, contiene misterios más profundos y es en todo
más conforme a la soberana perfección del Ser Infinito que lo hubiera sido
otro orden de medios. Todas las obras de Dios participan, cada cual a su
modo y en su especie, de las divinas perfecciones; ¿cuánto, pues, no deberán
participar de aquellos treinta y tres años de la vida mortal del Salvador?
La creación del mundo fue nada, por decirlo así, en comparación de la
cosmogonía espiritual de aquel período que, en rigor, comenzó con el
principio de las cosas creadas. Cierto que ningún cristiano dejaría de
venerar profundamente los misterios de la Santa Infancia de Nuestro Señor
Jesucristo, por no contenerse en ellos el principio formal de nuestra
Redención; pues además de ser ellos parte de un todo, y ese divino,
imposible nos es saber qué habría sido sin ellos, ni qué habríamos perdido,
ni qué consecuencias eternas hubiese tenido para nosotros su carencia.
398. Apliquemos ahora esta
doctrina a los dolores de la Santísima Virgen. No eran ellos indispensables
a la Pasión, como lo fue la maternidad divina; pero sí eran, dada la
prevaricación del hombre, consecuencia inevitable de esta maternidad, y con
razón se enumeran entre los misterios del Evangelio; al par de los de Belén
y de Nazaret, no tanto quizá por su importancia intrínseca cuanto por su
conexión a la redención del mundo; y aun por su importancia intrínseca,
séanos lícito decir que pueden ser comparados con algunos de los misterios
privativos de Nuestro Señor, pues no es ciertamente obvio asegurar que los
misterios de Jesús nada tengan que ver con los de María, ni los de María con
los de Jesús. ¿Por ventura, la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen
no es una gloria de la gracia de la redención? La purificación de Nuestra
Señora ¿no es misterio tan de Jesús como su propia presentación en el
templo? ¿Y es menos estrecha, por ventura, la unión de la Madre y del Hijo
en el misterio de todos los dolores de María? ¿Qué otra cosa son sus siete
dolores sino siete reproducciones, transformaciones y acrecentamientos del
Hijo en el corazón de la Madre? No es ciertamente arbitrario creer que los
dolores de María Santísima ocupan entre los misterios divinos lugar más alto
y señalado que se cree comúnmente; pero, en todo caso, considerado el
vínculo que los liga con la redención del mundo, no están menos íntimamente
conexos a Ella que los misterios incruentos de Jesús, y aun considerado lo
estrecho de aquel vínculo, quizá lo están más. La verdad es que los
designios de Dios, los misterios de Jesús y los de María parecen formar un
conjunto homogéneo, en el cual no cabe difusión, ni fraccionamiento, ni
clasificación, ni calificación separada de sus numerosas bellezas
respectivas; por lo menos, a tanto no alcanza nuestra ciencia. ¿Quién
vacilará en afirmar como cierto, que gran número de almas, hoy salvadas, se
habrían perdido sin los dolores de Maria, por más que el merecimiento de
estos dolores ni aun en su órbita subordinada a los méritos de la Pasión de
Nuestro Señor pueda sernos aplicado ni en el modo ni en el sentido que ésta?
Los treinta y tres años de la vida del Salvador, lo propio que los corazones
de Jesús y de María, durante toda la serie de misterios de aquel período,
están impregnados de las tintas de la Pasión; y de todos modos, ¿en dónde
hallar imagen más viva y más perfecta semblanza de ella que en los dolores
de la Madre de Jesús? La compasión de María es, por decirlo así, reflejo y
repercusión de la Pasión de Jesús en el corazón de su Madre.
399. ¿Deduciremos de lo dicho
que sólo la Pasión de Jesús era necesaria, y que no lo era de modo alguno la
compasión de María? ¡Oh! No, por cierto; tanto valdría decir, por ejemplo,
que la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret no era necesaria. El recto
sentido de piedad ilustrada por necesaria tendrá siempre todas las partes
constitutivas de una obra divina, porque Dios no es artífice semejante al
hombre. Dado, como es verdad, que sólo por efusión de sangre fue consumada
nuestra redención, ¿habremos de decir por eso que en la Pasión de Nuestro
Señor hubo muchas cosas de ningún modo necesarias, por ejemplo, su agonía en
Getsemaní, su afrenta pública, los varios tormentos aplicados a su cuerpo,
los ludibrios, el abatimiento, la sed, el temor, el desamparo en la Cruz? Y
aun dado que era necesaria la efusión de sangre, ¿no hubiera bastado con una
gota? ¿Por qué derramar hasta la última? Y a qué el sudor y los azotes, y la
corona de espinas, y despojar de sus vestiduras al Señor, y atravesarle con
la lanza el costado? Pues bien; en esta serie de misterios que nosotros
llamamos las aflicciones no necesarias de la Pasión, hay que enumerar los
dolores de María, que efectivamente, entre todos esos padecimientos no
necesarios del Salvador, fueron sin duda para El los más crueles. Cierto, el
que María cooperase por medio de sus dolores a la Pasión no era necesario
como lo era que cooperase dando carne pasible en sus purísimas entrañas al
Verbo divino; pero aquella carencia de necesidad está más que compensada por
la heroica paciencia con que Nuestra Señora sufrió sus dolores, por la
perseverancia en obedecer con libre y pronta voluntad a la voluntad de Dios,
por lo puro y desinteresado de su padecer, y por las íntimas conexiones de
esta cooperación con la Cruz de Jesucristo. En ser Madre de Dios alcanzaba
María gozo tan inefable como honor sin igual; consintió por un solo y único
acto en serIo, y mirada por este aspecto su cooperación a la Pasión de su
Hijo, fue más bien material que formal; pero esta otra cooperación por medio
de sus dolores le era más costosa, y la asemejaba mejor con Nuestro Señor
Jesucristo; su sacrificio era tanto más valioso y admirable cuanto no era
necesario. Su consentimiento en ser Madre de Dios se refirió directa y
exclusivamente a la Encarnación del Verbo, pero su libre y generosa
aquiescencia a ser Madre de dolores ligó aquel consentimiento a la obra de
la Redención, como parte, ciertamente no necesaria pero al fin como parte a
un todo correspondiente.
II – Caracteres de la Compasión de
María
400. Estudiado ya, cuanto a
nuestro alcance estaba, la Compasión de María en sus relaciones con el
designio de Dios, examinemos ahora su índole y caracteres distintivos. Y
primeramente, ¿qué debemos entender debajo de la palabra Compasión?
Compadece a Nuestro Señor, es decir, padece con El quien siente pena al
contemplar su Pasión; tal es la significación literal de aquella palabra.
Tomándola en sentido teológico, formas de compasión indefinidamente varias
son las contemplaciones de los santos, sus extáticos fervores, los estigmas
de la Pasión reproducidos en sus carnes o grabados en sus corazones, las
efusiones milagrosas de compasiva ternura en lo íntimo de sus almas, y otros
análogos efectos de su ardiente devoción a los misterios dolorosos de
Nuestro Señor Jesucristo. Compasión también pueden llamarse las lágrimas,
oraciones, piadosas meditaciones, penitencias y cualesquiera devociones del
común de los fieles relativas a los propios misterios. Para el verdadero
cristiano es ejercicio, no ya sólo importante, sino necesario, de su vida
espiritual, unirse frecuentemente con culto interno y externo a los
padecimientos de Nuestro Salvador, ya sea por medio de oraciones, o de
penitencias, o de limosnas y otras obras de caridad. Esa mística unión será
tanto más estrecha cuanto mayor fuere la santidad del corazón en donde se
obre, es decir, cuanto más eficazmente labre en él la gracia, y más
denodadamente conforme su voluntad a la voluntad divina, y más limpio esté
de pecado y de amor propio; en suma, cuanto más y mejor ame. Pues en todo
esto la compasión de María Santísima excede tanto a la del común de los
demás escogidos, que por eso designamos privativamente con aquella palabra
su especial unión con los padecimientos de Nuestro Señor Jesucristo, y
apellidamos con otros nombres la de los demás santos.
401. Ciertamente, la Compasión
de María es tan incomunicable a los demás santos como lo es su cooperación,
de la cual ya sabemos que, junto con la que prestó análoga a la de ellos,
bien que superior en grado, prestó otra especialísima que a ellos no era
dado prestar de modo alguno. En efecto, la compasión de María fue, por de
pronto, contemporánea de la Pasión; y aquí es de notar cómo todos los
dolores de Nuestra Señora estuvieron cerrados, cual astro en su órbita
propia, en los treinta y tres años de la vida de Nuestro Señor; ninguno de
ellos padeció ni en sus primeros quince años ni en los quince últimos,
porque durante uno y otro período no tuvo a Jesús consigo. Aquellos dolores
fueron, ya antes lo hemos dicho, una compenetración de los corazones de
Jesús y de María; y ocasión de esto era, en gran parte, el estar presente la
Santísima Virgen al tiempo y lugar de la Pasión, lo cual de por sí hace su
Compasión incomparable, por cuanto la erige en nota característica de aquel
misterio mismo; no ya fruto gradual y sucesivo de larga y profunda
meditación en solitario apartamiento, ni piadoso afecto excitado por la
pompa de un ceremonial religioso, o por devota lección, o por revelación o
visión espiritual; no fue, en resumen, efecto de misticismo, ni de arte, ni
de poesía, sino del espectáculo mismo vivo y real de la Pasión, en la cual
era María Santísima tan principal actora. La compasión fue una parte de su
vida misma, una serie de acontecimientos exteriores procedentes de los
dolorosos afectos que Ella misma nutría en su corazón. Y bien tenía derecho
para participar tan íntimamente de los padecimientos de su Sacratísimo Hijo
quien a los tesoros de gracia, de amor y de fe que enriquecían su alma
juntaba el título y los merecimientos de Madre. Terrible derecho, en verdad,
que había de reproducir en su corazón todos los tormentos y afrentas de su
Hijo, y que tan efectiva parte había de darle en ellos, rodeada, como se
vio, de las turbas deicidas, escarnecida por aquellos desalmados, aterrada
con su brutal gritería, saturada, en fin, de horror y de amargura que
asestaron tan fuertes golpes a la fortaleza de la imperturbable serenidad de
su alma. Todo esto es verdad en la compasión de María, y a ninguna otra es
aplicable.
402. Parte fue también de la
Pasión la Compasión en cuanto, de hecho, acrecentó el padecer de Nuestro
Señor Jesucristo, que sobre Anás, y Caifás, y Judas, y Herodes, y Pilatos, y
la soldadesca romana y el populacho judío, llevaba en el corazón los dolores
de su Santísima Madre. Bien podemos creer que, excepto aquel desamparo en
que Jesús clamó al Padre, no sintió en toda su Pasión pena igual a la que le
causaba la aflicción de María Santísima; con justo motivo, pues, tenemos la
compasión de María por parte integrante de la Pasión de Jesús; bella, santa,
sublime adoración y verdadero fruto celestial, como aquella compasión era en
sí, para Nuestro Señor Jesucristo fue principalmente una angustia más; pues
bien que El amase a todas y cada una de las almas humanas con amor que
excede a toda humana medida, pero a su Madre la amaba más que a todas las
criaturas juntas; por consiguiente, el verla allí anegada en aquel
tempestuoso piélago de tormentos indefinibles era para Jesús cruelísima
tortura, tanto más, cuanto El causaba sus aflicciones, derramándolas de su
alma en el alma de su Madre, con todo el cúmulo de dolores, afrentas y
aflicciones de espíritu que a El atormentaban; El era quien incesantemente
la cercaba de tenebrosas angustias, insoportables a la humana resistencia;
El, que tanto amaba aquel corazón, le crucificaba en su propia Cruz; y lo
sabía, y lo veía, y aquélla misma amargura que difundía en el alma de su
Madre afluía luego en la suya, sin que la de Ella por eso se aliviara.
¿Quién dudará que esto era para Jesús una pasión duplicada? Por eso la
Pasión de Jesús y la compasión de María fueron como el alternativo flujo y
reflujo de un idéntico océano; y esto cabalmente quiso expresar la Santísima
Virgen al decir a Santa Brígida: “La aflicción de Jesús era mía, porque mío
era su corazón; pues así como Adán y Eva vendieron al mundo por una sola
manzana, así mi Hijo y yo le hemos redimido a precio de un corazón solo”.
(Revel., lib. I, c. XXIV).
403. Siendo, pues, simultáneas
la Compasión de María y la Pasión de Jesús; mejor dicho, siendo aquella una
parte integrante de ésta, participa de su carácter de sacrificio y de
expiación, y esto de un modo y en un grado singulares e incomunicables a
cualesquiera padecimientos expiatorios de los santos. La Pasión fue el
sacrificio de Jesucristo en la Cruz, y la Compasión fue el sacrificio de
María al pie de la Cruz, su ofrenda al Eterno Padre, ofrenda de una criatura
sin pecado, consumada para expiar culpas ajenas. Ella ganaba con sus dolores
lo que nosotros pecadores habíamos de aprovechar; por aliviar nuestros
corazones echaba Ella sobre el suyo tan terrible carga; sus tinieblas eran
nuestra luz; su agonía nuestra paz; su Hijo nuestra víctima; nuestra vida su
martirio. Juntas subieron al cielo su ofrenda y la de Jesús, como dos granos
de incienso en una misma naveta, diferentes, si, pero inseparables,
ciertamente no confundidos, pero unidos indisolublemente; juntos subieron al
cielo los crujidos de la flagelación de Jesús, y los sordos gemidos del
corazón de María; junto con la gritería de las turbas que demandaban la
liberación de Barrabás, llegó también al Eterno Padre, como armonía
regalada, el suspiro angustioso de su Hijo predilecto; junto con el hueco
son de los martillazos, resonaron en el trono del Altísimo los latidos de
aquel corazón sin mancha; junto con aquellas Siete Palabras de Eterna
memoria, fueron las secretas efusiones de aquella celestial criatura que tan
hondamente había penetrado los arcanos del Criador; tras aquel clamoroso
grito de Jesús, se oyó en los cielos el eco que le repetía en el corazón de
su Madre. He aquí cómo y por qué las ofrendas de Jesús y de María fueron
presentadas como en un solo haz en el ara de la Cruz, compuesta de una misma
sustancia, exhalando un mismo aroma, consumidas por un mismo fuego; he aquí
cómo y por qué hemos dicho que la compasión de María tiene carácter de
sacrificio expiatorio. El mundo, sin duda, fue redimido por la Pasión de
Nuestro Señor Jesucristo; pero en los designios del Eterno. fue decretado
que de ella no fuese separada la compasión de María, sino que entrambas
subiesen al Eterno Padre como simultáneas oblaciones, entretejidas en el
tupido velo de aquellos misterios sacrosantos, y procedentes de dos
corazones sin mancha que libremente habían tomado sobre sí los pecados del
mundo. Jamás entre los santos dolores, unidos a la Pasión redentora del
mundo, hubo dolor comparable a la compasión de María.
404. Era ésta, además, un
modelo ejemplar para la Iglesia entera, y forma parte, efectivamente, de las
enseñanzas que el Evangelio nos propone. Para todas las edades del mundo y
para todas las generaciones de fieles es la compasión un manantial de
santidad que va derramando aguas vivas entre los hijos de Dios, ganando
innumerables almas para Jesús, quebrando las cadenas de la culpa y los
grillos de los hábitos peligrosos, ablandando los corazones duros e
inflamando a los tibios; difundiendo por doquiera, y a toda hora, y en almas
sin cuento, luz y ternura, espíritu de oración, amor al padecer, y hambre y
sed de penitencia; en suma, creando santos. Ella es alma de multitud de
Corporaciones religiosas y de Ordenes monásticas, espejo de vida espiritual
para todas; ella, resonando perpetuamente en toda la Iglesia como un eco
siete veces repetido desde senos profundos, se eleva al cielo como un cantar
angélico y sin fin; nada valen contra ella ni el tiempo ni el espacio; en
ella oímos perpetuamente reiteradas las profecías de Simeón; y aun por eso
nuestra perseverancia en las vías espirituales nos causa cierta dulce
tristeza que dura toda la vida. En ese místico espejo vamos viendo pasar a
la Sacra Familia fugitiva camino de Egipto, y moramos allí con ella, y oímos
la corriente del Nilo, y vemos aquellas nieblas que se tornan luz de gracia
en nuestras almas; y luego a la Madre errante, desconsolada, en busca de su
Hijo hasta hallarle en el templo; y más allá volvemos a verla, encontrándose
con su Hijo cargado de la Cruz en la calle de la Amargura, y al poco tiempo,
firme de pie cabe al Santo Madero, llamando desde allí a todos sus hijos, y
descolgando luego de él a la Sagrada Víctima, y al fin dejándola encerrada
en el santo sepulcro. Y esto lo vieron con ternura y veneración las pasadas
generaciones de cristianos fieles, y lo ven las presentes, y lo verán las
venideras; la compasión de María se hace también así nuestra, pues, a ella
representó auténtica y autorizadamente a la Iglesia entera en el Calvario;
allí estuvo de oficio, por decirlo así, y con dos caracteres, como
cooperadora con el Redentor del mundo, y como abogada de todas las almas
redimidas.
405. Puédese mirar también la
compasión de María por dos aspectos, según consideremos a Nuestro Señor
Jesucristo como Dios o como hombre; como Dios, fue atrozmente agraviada en
la Pasión su Majestad divina, pues todos los pecados del orbe juntos no
anublarían la gloria de Dios con sombra tan espantosamente sacrílega como
aquel crimen que, a despecho de los culpables, iba a ser instrumento de la
redención del mundo. Jamás la desleal rebelión de las criaturas había osado
empañar con tan negra mancha la honra de Dios, ni había negado más
audazmente su absoluta soberanía. Punto de vista es éste que no debemos
omitir al contemplar la Pasión: diríase que el crimen de sus autores
necesitaba de otra Pasión para ser expiado. Pues bien; este cabalmente fue
el oficio y objeto de la compasión de María; se necesitaba, hemos dicho,
segunda Pasión para satisfacer a Dios por la primera, pero había de ser sin
pecado, porque de otro modo no hubiera podido ser expiatoria. Pues bien;
alIí estaba la Inmaculada María para ejecutar en sí aquella justicia de
Dios; allí estaba para ser al pie de la Cruz como ministro de la gloria
divina; sus dolores, aunque acrecentaron y duplicaron los de Jesús, eran el
desagravio más perfecto que una criatura pudiese ofrecer. Cargo y atributo
especial es éste, ya en otro lugar lo hemos dicho, de la santidad. Pues
bien; si reunida la de todos los apóstoles, mártires, confesores y vírgenes,
se consagrara, exclusivamente y hasta el día del Juicio final, a desagraviar
a Dios por la Pasión de su Hijo sacratísimo (y, en rigor, a esto se reduce
en definitiva el ministerio de la Iglesia), toda aquella santidad junta no
produciría una suma de desagravio ni tan intensa, ni tan completa ni tan
eficaz coma la que por su compasión logró María, pues que no podía su
ofrenda igualarse a la de Nuestra Señora, ni por la prontitud de aquel
homenaje a la ultrajada majestad de Dios, ni, sobre todo, por la
circunstancia de haberle tributado al par del agravio mismo, y en un modo
coextensivo, digámoslo así, con el exceso del ultraje. Agréguese a esto que
el mero hecho de proceder de la Madre misma de Dios aquella reparación, la
hacía incomparablemente más agradable a la Divina Majestad, como quiera que
por todas las circunstancias de la índole, del modo, del método y del grado
de la compasión de María, se conformaba a la Pasión como ninguna otra lo
pudiera; y así ninguna podía ser tan eficaz, no tanto por su valor
intrínseco, cuanto por su viva y efectiva unión a la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo. En suma: la compasión de María fue el más digno desagravio que
ofrecerse pudo a Jesucristo en cuanto Dios.
406. No menos digno fue el
ofrecido por aquella compasión a la sacratísima Humanidad del Redentor del
mundo. Mirado el hecho con ojos meramente humanos, se resiste el ver a María
en el Calvario al pie de la Cruz; no parece, en efecto, que lugar propio de
una madre sea junto al cadalso de su hijo, y que Jesús no hubiera eximido a
la suya de aquel tormento. Pero no; como única criatura ligada con vínculos
de sangre al Verbo Encarnado, era ministro y representante de aquella su
misión al hombre en que Dios había querido vivir, y que, según ya la notaba
el Apóstol (Factus est obediens usque ad mortem: Paul., Philip., 11, 8),
caracterizó la muerte de Jesús tan perfectamente como lo había sido su vida.
Jesús había pedido consentimiento a María para encarnarse en sus entrañas;
cuando después, a la edad de doce años, le causó el dolor más agudo,
ausentándose de Ella por tres días, la indemnizó muy luego siguiéndola a
Nazaret, para obedecerle allí como Hijo; a ruego de Ella obró el primero de
sus milagros, y antes le había pedido venia para ejercer su ministerio
público, como se la pidió después, junto con su bendición maternal, para
inaugurar su Pasión, y como se la pidió también, quizá con el mudo lenguaje
de los corazones, para morir; juntos habían vivido siempre el Hijo y la
Madre, cual si esta unión perfecta fuese como ley de la Encarnación, ley
consumada por la Asunción de la Santísima Virgen, su coronación subsiguiente
y su exaltación al trono de medianera.
Entre las iras del cielo
Y los delitos del mundo.
(CALDERÓN, La Devoción de la
Cruz).
407. Llegada, pues, la hora de
mostrarnos Dios, en el lleno de su grandioso conjunto, su vida mortal de
treinta y tres años, ¿quién duda que el no ver a María en el Calvario sería
tan inconcebible a nuestro piadoso instinto, como si la viésemos faltar de
Belén o de Nazaret? Ministro ejecutor era de la Encarnación, y esto lo
explica todo. María no pudo desertar del Calvario, por la misma razón que un
sacerdote no puede interrumpir la celebración del sacrificio incruento en el
altar. En un veinticinco de Marzo había dado María su sangre a Jesús, y Ella
debía estar para recogerla en el otro que fue derramada; como le había
envuelto en pañales, debía envolverle en el sudario y recostarle en el
sepulcro como le había reclinado en la cuna; presente había estado al
comienzo, y no debía estar ausente al fin; quince años había estado
esperando a que Jesús viniera, y otros quince debía esperar a reunirse con
El. En esta continuidad de oficios para con Jesús consistía el sacerdocio de
su Madre; para El no era Ella únicamente la hija de Adán, que le había dado
el ser humano, sino el ministro perpetuo de la obediencia del Hombre-Dios.
Madre fue en Belén, primera jornada del Calvario; Madre en el Calvario,
término del camino.
III – Efectos actuales de la
Compasión de María
408. Podemos clasificarlos en
tres categorías: Primera, la compasión fue en sí misma parte de la Pasión.
Segunda, la compasión fue adecuada al oficio y cargo de María respecto a la
Iglesia. Tercera, la compasión de María es conexa a su intervención en la
obra de la Redención del mundo. Bien que estas tres categorías puedan ser
estudiadas por separado, de hecho están entre sí tan enlazadas, que al
desunir las correríamos el riesgo, de incurrir en repeticiones, que, por
obsequio a la mayor claridad no podemos evitar siempre.
409. 1º Primeramente, en
cuanto a la compasión de María formó parte integrante de la Pasión de
Nuestro Señor, participa también de sus efectos, aunque en grado inferior
ciertamente; en sentido análogo, por ejemplo, al que en el desamparo de
Jesús contribuyó a producir los totales efectos de la Pasión. De todos
modos, aun mirándola como mera cooperación material, la compasión se nos
muestra, por lo mismo, como un hecho que prueba su existencia real y su
conexión a los designios divinos. Los efectos causados por la compasión en
Nuestro Señor Jesucristo fueron tan angustiosos, que probablemente sin el
omnipotente auxilio de su propia divinidad, le habrían quitado la vida.
Esto, significó Nuestra Señora misma cuando reveló a Santa Brígida que en
viendo Jesús la angustia de su Madre, se afligió hasta el extremo de no
sentir sus propios padecimientos corporales (Rev., libro 11 cap. VI). San
Bernardo dice que el dolor de María fue para Jesús “aflicción inexplicable e
inefable trueque de santo amor”. La compasión, pues, de María no era sólo
parte intrínseca de la Pasión, sino uno de sus constitutivos principales y
más eficaces, pues que, excepto el desamparo de Nuestro Señor en la Cruz,
fue de por sí lo que más cerca estuvo de ser suficiente para apagar aquella
sed de padecer que el inmenso amor de Jesús tenía, aun después ya de
crucificado. Y esto cabalmente constituye uno de los fines más señalados de
los dolores de María, por lo cual no los apreciaríamos debidamente si,
considerándolos y todo como misterios divinos, nos limitáramos a tenerlos
por exclusivos de Nuestra Señora, y no por comunes a Jesús, o, mejor dicho,
de Jesús más bien que de María.
410. Tratando ya en otro lugar
de este último punto, expusimos nuestras dudas acerca de si podríamos, sin
riesgo de incurrir en apreciaciones falsas o incompletas, separar de los de
Nuestro Señor los misterios de la Santísima Virgen; pues la verdad es que,
ora consultemos al espíritu de toda la narración evangélica, ora estudiemos
detenidamente el proceso histórico de la Encarnación, muéstrasenos como ley
constante, diríamos, de este misterio, la perpetua e indisoluble unión entre
Jesús y María. Resulta de aquí que, en cuanto divorciemos de los misterios
del Hijo los de la Madre, o consideremos a la Madre separada, siquiera fuere
por breve momento, del Hijo, nos exponemos a dos peligros: primero, a
motejar como exagerados los afectos y el lenguaje de grandes santos y
doctores de la Iglesia, por haber ya nosotros preconcebido a María, no como
a la Divina Madre, a la mujer aquella que nos muestra el Apocalipsis
“vestida de sol”, sino pura y simplemente como a una de tantos escogidos,
sólo que más encumbrada que todos los demás; segundo, que subyugados por la
autoridad de aquellos panegiristas entusiastas de Nuestra Señora, y
desviando nosotros de su recto sentido las expresiones casi divinas con que
la encomian, atribuyamos a la Santísima Virgen como propio algo que
exclusivamente sea de Nuestro Señor, y así, con la más sana intención,
trunquemos la economía de la fe católica, y amengüemos la veneración
realmente debida a nuestra Madre, por el hecho mismo de atribuirle honras y
loores que sólo a Dios competen.
411. Mirados por cierto
aspecto, cabe considerar a los santos, cada cual de por sí, con su carácter
individual; pero respecto de María no cabe, porque para eso está demasiado
cerca de Dios. No que deje de haber realmente una Santa María, con su sello
propio y personal, escondida, por decirlo así, debajo de su excelsa dignidad
de Madre de Dios, y mostrándosenos por entre el misterioso velo de Belén,01
de Nazaret y del Calvario; pero nos es imposible verla holgadamente, porque
nuestra mirada no puede afrontar la rutilancia del eterno sol que la rodea.
Como quiera que la veamos, hemos de ver en ella la Madre de Dios, y por sólo
este concepto su santidad no puede ser conocida sino de Dios solo; también
nosotros la conoceremos algún día, pero no aquí, sino en la espléndida
región de la Bienaventuranza. Entre tanto, nada más nos es dado pensar ni
decir de Ella sino que es la Madre de Dios, y por esto sólo inasemejable, a
santo alguno. No podemos considerarla separadamente como Santa María o como
Madre de Dios, so pena de mutilar la integridad del concepto que le es
adecuado, y de exponernos a rebajarla de las altas cumbres en donde los
grandes doctores de la Iglesia la ven asentada y vestida de munificencia
exclusiva, incomunicable e incomparable. Jamás la han considerado
separadamente de Jesús, antes bien, unida con El siempre, todo poseyéndolo
en común con El (excepto, claro está, la divinidad), inundada en la luz de
su Hijo Santísimo, reflejando sus divinos esplendores, y anegada, diríamos,
en el misterio de la Encarnación. Lo que realmente nos maravilla más en
Nuestra Señora, y por lo que San Dionisio llegó hasta pensar un momento si
sería divina su naturaleza, es esa semejanza con Dios que parece en Ella
como don recibido de la divinidad de Jesús en pago de la humanidad que Jesús
ha recibido de Ella. Sí; la nota de todo punto singular que distingue a
María Santísima consiste en su semejanza con el Verbo en cuanto Dios, y en
la que el Verbo tiene con Ella en cuanto hombre; prerrogativa que goza en su
calidad de Madre de Dios, y que a veces como que la levanta sobre las
cumbres mismas de la Encarnación, poniéndola en cercanía de Dios,
verdaderamente indecible; así, en efecto, parecen considerarla los santos
doctores al mostrárnosla como naturaleza creada, sin duda, pero vestida
también de todos los esplendores que Dios puede comunicar de sí mismo, y
esto con toda la abundancia que caber puede en criatura. De aquí el usar en
sus encomios de la Santísima Virgen un lenguaje que ciertamente no pueden
comprender los que la contemplan por diverso aspecto; y hay que tener esto
muy en cuenta para explicarse la dolorosa extrañeza que a muchos devotos
causa el entender que así se niega a Nuestra Señora todo carácter personal,
distintivo y propio. Al pronto esta manera de considerar a María tan
plenamente absorta en la inmensidad de las divinas grandezas, parece como
que la aleja de nosotros, y es muestra de no amarla debidamente, pero con un
poco de reflexión, se verá luego que el considerarla de otro modo suscita
dificultades, que tanto para la piedad como para la ciencia teológica serían
un continuo tropiezo.
412. Desde luego, en lo
tocante a los dolores de María, es claro que tan pronto como la
considerásemos separadamente de Jesús serían de todo punto ininteligibles;
pues, piénsese lo que se quiera de los demás misterios, aquellos dolores son
evidentemente comunes a Jesús y a María, y no hay medio de apreciarlos bien
sino contemplándolos en el corazón del Hijo al mismo tiempo que en el de la
Madre, y teniéndolos, por tanto, como partes integrantes de la Pasión de
Nuestro Señor. La compasión de María es, en efecto, el vínculo que liga con
la Pasión su divina maternidad.
413. 2º Efecto de esa
compasión fue también erigir a María en Madre de los hombres, Reina de
misericordia y refugio de pecadores; derecho adquirido, como ya lo hemos
dicho en otro lugar, por la Santísima Virgen a título de sus dolores, como
sacrificios que fueron voluntarios y heroicos, muy excedentes a los que
estaba en rigor obligada por su calidad de Madre de Dios. Por los dolores de
María quedó Jesús, digámoslo así, en deuda con Ella, y Ella ganó el poderoso
influjo que ejerce en el Corazón Sacratísimo de Nuestro Señor; no sólo por
cuanto se unió así con El todo lo estrechamente que ser podía, sino porque
la sublime paciencia en el sufrir tan terribles y varias aflicciones la hizo
más capaz que lo hubiera sido sin ellas de compadecer al humano linaje, por
quien moría Jesucristo. Grande enseñanza son para los Santos sus propias
culpas, y a ella no menos que al puro amor de Dios se deben los milagros del
celo apostólico y de la caridad para las ajenas flaquezas; pero como nuestra
Inmaculada Madre no podía aprender en esa triste escuela, preciso fue que el
dolor le enseñara lo que no podía el pecado; por ejemplo, con tener perdido
a Jesús durante tres días, probó en sí la pena del pecador que se ve
desechado del cielo, horrible a sí propio y menesteroso de la gracia.
Maestra consumada en la ciencia del padecer, y sobre todo en la de unir sus
padecimientos a los de Jesús, aprendió a pedir irresistiblemente por cuantos
padecen en la tierra; no hay aflicción que ella no entienda, ni necesidad
que no abrace, ni remedio adecuado que ignore. Su dolorosa experiencia
dándole este saber, había también acrecentado al par sus merecimientos, que,
fecundados por su deseo ardentísimo de acrecentar el fruto de la Pasión,
hicieron verdaderamente de Ella la Madre en quien todos nacemos a vida
espiritual y eterna. Si únicamente contemplásemos en ella las hermosísimas y
grandiosas maravillas, que serían de todos modos su Concepción Inmaculada,
su divina maternidad y su asunción gloriosa, cierto que la amaríamos y
veneraríamos como tan singular obra de Dios, pero no sería cual es hoy
nuestra filial confianza en la que, a precio de dolores, ganó para sí el ser
nuestra Madre al pie de la Cruz, y para nosotros el dulcísimo derecho de
morir en su materno regazo. Cuando, transida de una aflicción sin igual
entre las humanas aflicciones, hubo asistido a la agonía de su Hijo
sacratísimo, y no le dejó hasta después de encerrarle en su glorioso
sepulcro, fundó en nuestros corazones aquella confianza ternísima y firme
esperanza que la Santa Iglesia nos enseña a expresar desde el postrer
sollozo de nuestra cuna, con aquel “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en
la hora de nuestra muerte”. He aquí como la compasión de María es la fuente
de las divinas misericordias que todos nosotros, queriéndolo de veras,
podemos obtener por la misericordia y poderosísima intercesión de nuestra
medianera y abogada.
414. 3º Tercer efecto de la
compasión de María fue el cooperar con Jesús a la Redención del mundo; y
aunque ya de esto hemos hablado en otro lugar, algo nos queda por decir.
Distínguese esta especial cooperación de la Santísima Virgen por muchas
notas especiales que debemos tomar en cuenta al tratar de este punto; por de
pronto, era cooperación de una criatura íntegramente inmaculada con el
Criador Encarnado para redimir al mundo de la esclavitud de la culpa; y esta
es condición singular y privativa que distingue la cooperación de Nuestra
Señora de la de los santos, reos, cuando menos, de culpa original, y de la
de los ángeles, que son naturalezas impasibles. Además, la compasión de
María fue, como también lo hemos dicho, antes de ahora, un sacrificio único,
simultáneo e idéntico con el de Jesús, hasta él punto de qué, según
sentencia de un antiguo teólogo, “la voluntad de Cristo y la de María era
como una sola, y uno solo también sus holocaustos, y semejante el modo con
que los ofrecieron a Dios, pues si Jesús le ofreció con sangre de su carne,
con sangre de su corazón le ofreció María". (Arnoldo Carnot, ap. Novatum, I.
380).
415. Resulta de aquí que las
obras meritorias y satisfactorias de María están juntas con las de Jesús en
el tesoro de la Iglesia, muy diversamente de como lo están las de los
santos, que no pueden tener, como aquéllas, el sello de Cristo, ni, por
consecuencia, ser tan abundantes ni tan preciosas. Cuando nosotros ofrecemos
ante el Eterno Padre a su Hijo Nuestro Señor, ofrecemos lo que en rigor no
es nuestro sino como puro don de gracia y por virtud de la Comunión de los
santos; es decir, que no podemos llamarlo propio sino en un sentido místico
y sobrenatural, y, por consiguiente, diversísimo del en que podía llamarlo
Nuestra Señora, la cual tenía para con Jesús nada menos que los derechos de
Madre. De aquí mientras a nosotros nada nos cuestan nuestras ofrendas
espirituales, a María Santísima le costaron sangre de su corazón; se
empobrecía ella para enriquecernos a nosotros; y, además, con aquel
ofrecimiento del Hijo de sus entrañas al Padre, hizo lo que el universo
entero no había podido hacer para desagraviar a la excelsa Majestad Divina.
En efecto: las obras todas satisfactorias de todos los santos no pueden ser
tan meritorias como las de la Santísima Virgen, por cuanto la ofrenda de
Ella fue infinita, y, de consiguiente, eficaz para un desagravio adecuado a
Dios y digno de Dios, como que era Dios mismo, bien que al par fuese Hijo
amantísimo y obedientísimo de ella. Consumada la ofrenda de María, toda
huella de la injuria causada por el pecado quedó borrada de la gloria del
Criador, toda llaga fue sanada, todo vacío colmado y disipadas todas las
tinieblas, y, por añadidura, ¡oh prodigio inefable de la divina
misericordia!, el trono del Excelso fue enriquecido con un nuevo mundo de
gloria, que tal vez sin la culpa no hubiera tenido, y aquí es de notar que
aquella ofrenda de María fue tanto más valiosa cuanto Ella misma era viva
parte del holocausto, no sólo por ser la Víctima fruto de sus entrañas, sino
por el mero hecho de constituir sus dolores el trance más acerbo de la
Pasión de Nuestro Señor, excepto su desamparo en la Cruz, cooperaron, junto
con este desamparo mismo y con la criminal crueldad de los hombres, para
avalorar más y más aquella satisfacción grandiosa y superabundante que ya de
por sí se contenía en el sacrificio de la Cruz. Tales fueron los principales
efectos de la compasión de María: con religioso temor los hemos enunciado,
pues harto sabemos que por nuestras escasas luces espirituales, o por falta
quizá de verdadero amor a nuestra Madre Santísima, en esto, como en todo, no
acertamos a trazar ni aun el reflejo lejano de tan magníficos esplendores.
IV – Vínculo entre la Compasión de
María y la nuestra
416. Unirnos a los dolores de
María tanto vale como imitar su Compasión, y tanto, por consiguiente, como
unirse con Ella en acto de adoración a la Pasión de Jesús; esto nos
proponemos demostrar. Y por de pronto, digamos, que ya de suyo. la devoción
a los dolores de María Santísima es muy agradable a Nuestro Señor; sobre
esto citado dejamos en él capítulo primero una revelación de Jesús a la
Beata Verónica de Benasco, en la cual le dijo que las lágrimas consagradas a
los dolores de su Madre eran para Nuestro Señor de más precio que las
derramadas en memoria de su sacratísima Pasión. Séanos lícito, con este
motivo, explicar cómo y por qué la devoción a los Siete dolores suscita
necesariamente, diríamos, la devoción a la Pasión, mientras que el viceversa
no parece tan rigurosamente necesario. Toda devoción a la Pasión, en que no
se dé a María el lugar que le corresponde, es por de pronto una mutilación
implícita del Evangelio, y además indicio de no percibir cabalmente el
conjunto de la Pasión y de no venerarla dignamente. Aflige el pensar que no
es infrecuente ese género de devoción mutilada, que nos aparta de los
dolores de María, en vez de ponérnoslos, como la sana piedad lo debe,
delante de los ojos y en el corazón; nace esto de un cierto escrúpulo
ficticio, que, presumiendo de teológico, nada tiene de conforme a la sana
teología, y consiste en creer punto menos que prodigio de habilidad el
mostrar como divorciada de Jesús a María, so pretexto de celo por la gloria
de Nuestro Señor, y el figurarse que hablando tan livianamente, como lo
hacen los que tal piensan de la Madre de Dios, quitarán una piedra de
escándalo para este siglo descreído, a quien ya el maravilloso humillamiento
de Jesús Sacramentado parece mucho más duro de pasar que la maravillosa
exaltación de María. Pero, con perdón de ese linaje de prudentes, nosotros
repetimos que la devoción a los dolores de la Santísima Virgen suscita, como
consecuencia práctica e invariable, una devoción profunda, tierna,
ilustrada, celosa y reverente a la Pasión de Jesucristo; y aun nos atrevemos
a divisar, en las palabras de Nuestro Señor mismo, arriba citadas, un
amoroso empeño de que los fieles desagraviemos a María Santísima por su
compasión, al modo que ésta fue desagravio por la Pasión de Jesús. Al
inspirar esa devoción a santos fundadores y a institutos monásticos tan
autorizados, lo mismo que al mantenerla y fecundarla con gracias tan
eficaces, Jesús paga la deuda contraída para con los dolores de su Madre,
que tan valioso desagravio fueron de sus propios sacratísimos padecimientos.
Sea, pues, cualquiera el contenido de la revelación de Nuestro Señor a Santa
Brígida, que como particular se encamina al especial provecho de la
favorecida, prueba de todos modos cuánto le es agradable la devoción a los
dolores de la Santísima Virgen.
417. Esta devoción, además,
posee de suyo, como lo demuestra la experiencia, grande eficacia
santificante, por el mero hecho de anegar a las almas piadosas en las ondas
purificantes de toda aflicción santa; ella nos descubre la vanidad de los
goces mundanos, rectifica nuestros pensamientos, encaminándolos a Jesús, y
Jesús crucificado; infundiéndonos amor al padecer, nos hace fieles y dignos
imitadores de la Madre de Dios; en suma, nos transporta, más que ninguna
otra devoción, a las regiones sobrenaturales, por cuanto ninguna como, Ella
tiene alas que darnos para volar a las cumbres donde se manifiesta el divino
secreto de las penalidades de este valle de lágrimas; y, por consiguiente,
para inspirarnos humildad profunda y abnegación perseverante. Raíz es
también de piedad sólida y camino seguro de santidad, por cuanto nos infunde
dolor y detestación del pecado; del pecado, causa de los dolores de María;
del pecado, causa de la causa de los dolores; de nuestras propias culpas,
sobre todo, verdugos anticipados del Hijo y de la Madre. Descubriéndonos así
nuestra miseria, muéstranos por ende lo necesitados que a toda hora estamos
de la gracia, y nos mueve a solicitarle con filial confianza y esperarla con
propósito firme de enmienda. Teñida, como está, con la preciosísima Sangre,
esta devoción nos aposenta en el mismo Corazón Sacratísimo de Nuestro
Salvador Jesús dándonos allí refugio inviolable contra las asechanzas y
embates del mundo, por cuanto nada hay, ciertamente, en ella donde puedan
tener cabida ni las frívolas aflicciones, ni las pérfidas imposturas, ni las
tiránicas exigencias mundanas. Por último, como quiera que los dolores de
María fueron cimiento de su incomparable santidad, pueden serlo de la
nuestra en el grado inferior que nos toca, moviéndonos a seguir tan alto
ejemplo, sirviéndonos de guía en todas las jornadas de este nuestro
destierro, manteniéndonos en los derroteros de la gracia, y enseñándonos a
caminar por ellos con seguro paso; María en sus dolores nos enseña, con tan
tierna solicitud y con sencillez tan amable, lecciones en verdad tan
adecuadas al común proceso de nuestra triste vida, que no pudiéramos hallar
maestra de sabiduría ni más celestial, ni más accesible a nuestros flacos
entendimientos y a nuestros reacios corazones.
418. Pero lo que a esta
devoción da mayor precio es el ser, como de ella dicen los teólogos, señal
de predestinación, por cuanto somos a ella movidos por impulso especial de
la gracia, que efectivamente siempre ha sido como nuncio dichoso de
perseverancia final. Ya en el capítulo primero mencionamos las cuatro
gracias que según lo revelado por Nuestro Señor a San Juan Evangelista,
quiso señalar como fruto de esta devoción; una de ellas es sentir perfecta
contrición al fin de nuestra vida, y otra tener el amparo de la Santísima
Virgen a la hora de la muerte. Quizá de aquella revelación nace el enumerar
esta devoción de los dolores de Nuestra Señora entre las señales de
predestinación; ello es, en efecto, que tanto más propicia nos hacemos a la
Reina de las gracias cuanto más nos pese de nuestras culpas, y que este
pesar contiene en sí gracia mayor todavía que los Sacramentos, pues sabido
es que un acto de verdadera contrición basta para salvarnos. Pero la
verdadera y suficiente contrición es hermana gemela de la perseverancia
final, y ésta es la que la asistencia de la Santísima Virgen nos promete.
“Por señal cierta de predestinación podemos tener, dice Cartagena, el vivir
unidos a la compasión de esta afligidísima Madre; pues, según antiguos
autores, Jesucristo Nuestro Señor tiene otorgado a María Santísima, que
cualquiera que meditare sobre sus dolores puede estar seguro que será bien
despachado en todo lo tocante a la salvación de su alma, y en particular
alcanzará verdadera contrición de sus pecados antes de morir”. (Apud,
Sinischalch., XVI).
419. La devoción, pues, a los
dolores de Nuestra Señora es una de las mejores preparaciones a la muerte,
no sólo por la especial asistencia de María, que nos está prometida para
nuestra última hora, sino en memoria y honra de la que la Santísima Virgen
prestó a Nuestro Señor en el análogo trance de la Cruz. De aquí la conexión
que media entre esta devoción y la muerte. Preparación a la muerte debiera
ser toda nuestra vida, y ¿qué gracias más adecuadas para movernos a humildad
que las prometidas para aquella hora terrible? ¡Ah! Distamos mucho de ser
bastante santos para aguardar la muerte con impavidez o con impaciencia; lo
primero sería neciamente presuntuoso, y lo segundo irreverente protesta
contra los plazos divinos; limitémonos a recibir resignados a la muerte
cuándo Dios nos lo mande, y a temerla, no con miedo servil, sino con santo
temor. Fácil cosa es echar cuentas galanas y decir bellas frases, de que tan
pródigo suele ser el amor, cuando libres de tentación nos vemos inundados de
aquella interior suavidad que tanto nos estimula para tratar con Dios
familiarmente, pero que apunte una tentación, y henos mudos y abatidos;
salvo que sí a la tentación se junta sequedad de espíritu, muy luego damos
en quejumbrosos y mohinos. ¡Oh, qué clara vemos entonces nuestra poquedad y
miseria!
420. Pues si esto es así en
horas de tentación o de sequedad de espíritu, ¿qué será en el trance de
muerte? Entonces sí que conoceremos todo lo menesterosos que estamos de
gracia, y que esta necesidad será para nosotros tan punzante como terrible
se nos muestra cuando en ello atentamente pensamos. ¡Cuánto nos alegraremos
entonces de haber practicado una devoción enriquecida con tales promesas
para la hora fatal! El mundo no podría ofrecernos tesoro equivalente. Mas
para esto es menester haberla practicado con perseverancia toda la vida.
421. No hay para qué hablar
aquí, pues hecho lo dejamos en el primer capítulo, ni de la autoridad de la
Iglesia, ni de sus muchas y preciosas indulgencias, ni de los ejemplos de
los santos, ni de las innumerables conversiones, que atestiguan todas cuán
eficaz y agradable a Dios es esta devoción; pero no debemos omitir que la
Santísima Virgen tiene especial derecho a exigírnosla, pues todo buen hijo
está obligado a compartir los trabajos y aflicciones de su madre, sea cuales
fueren y vengan de donde vinieren. ¿Cuál no es, pues, esta nuestra
obligación para con María, de cuyos dolores somos nosotros causa y aun
instrumento? Para provecho nuestro padeció, y por nuestras culpas fue;
¿cuál, pues, no sería nuestra ingratitud si tanto y tan precioso sacrificio
no le pagáramos con amor compasivo a sus dolores? Agréguese a esto que
ninguna otra de las devociones a la Santísima Virgen es más comprensiva,
pues abraza mayor número de misterios de Nuestra Señora que otra ninguna, y
nos une tanto más estrechamente con Jesús cuanto más estrecha es la unión
que por sus dolores logró con El su bendita Madre; no hay mejor camino a lo
más profundo del corazón inmaculado de María, ni luz que tan vivamente nos
muestre, junto con su excelsa dignidad de Madre de Dios, su tierno y
vigilante amor como Madre nuestra. Así cumplimos nuestra obligación y
encendemos en nuestros corazones la piedad más provechosa; así
correspondemos, por un lado, a la demanda de nuestras necesidades, y, por
otro, a la alteza de la celestial intercesora que tanto puede para
satisfacerlos.
422. A lo que esta devoción
tiene de perfecto en cuanto es culto de María, debemos agregar lo que tiene
en cuanto es adoración implícita de Jesús: No hay, en efecto, mejor modo de
tributar a Jesús el debido honor que informarnos de su espíritu, procurando,
en cuanto de nuestra parte está, pensar, sentir, obrar y padecer con El;
esta es la nota y señal de sus discípulos fieles, y la mayor obra de la
gracia en todos los cristianos corazones no es otra sino grabar en ellos el
retrato del Verbo Encarnado. Ser santo no es más ni menos que estar unido
con Jesús con cualquiera de los innumerables vínculos cuyo modelo ejemplar
nos ofrece María; y de aquí que toda devoción a María produzca como gracia
especial la unión con Jesús, y como resultado necesario de esta unión, la
renovación espiritual de nuestro ser. Por el mero hecho de ser María
inseparable de Jesús, viene a ser como aliento exhalado de su seno; Jesús es
el motivo, el fin, la vida misma de María; entre la Madre y el Hijo media la
proporción y relación que entre el modelo y su perfecta copia; de aquí que,
imitar bien a María sea tanto como copiar bien en nuestros corazones al
divino modelo Jesús; unido a Ella, con Jesús lo estamos. Pues bien: a Ella
no podemos unirnos ni más pronta, ni más directa, ni más cabalmente que con
la devoción a sus dolores, porque sus dolores duraron toda su vida y
constituyeron el vínculo que más estrechamente la unió con Jesús en todos
los misterios de la vida del Salvador. Por consecuencia, unirnos a sus
dolores equivale a unirnos pronta, directa y cabalmente con Jesús, y tan
perfecta como sea esa nuestra devoción a María, así lo será nuestra devoción
a Jesús. He aquí cómo nuestra compasión con María, participando de la
hermosura, de la eficacia y de las bendiciones de su propia compasión con
Nuestro Señor, senda es que derechamente nos lleva a los amorosos brazos del
divino Maestro.
V – Cotejo entre la Pasión de
Jesús y la Compasión de María
423. Implícitamente le dejamos
bosquejado en el párrafo próximo anterior. Primer punto de semejanza que
aquí se nos ofrece, es que los padecimientos de espíritu, tanto en la Pasión
como en la Compasión, excedieron con mucho a los del cuerpo, no sólo porque
aquellos son de suyo más acerbos, sino porque, tanto en el corazón de Jesús
como en el de María, fueron mucho más terribles y de mucha más larga
duración. Aquella interior agonía, causada en Nuestro Señor por la malicia y
fealdad del pecado que ocasionaba aquella expiación tremenda, érale más
dolorosa, más múltiple, más violenta, más profunda y más permanente que los
azotes y espinas y el cansancio y la sed, y todas las atrocidades con que la
crueldad de los verdugos atormentó su cuerpo sacratísimo. Interiores fueron
también los dos tormentos más graves de su Pasión, a saber: su desamparo en
la Cruz y el rigor de las justicieras iras del Padre; interior la aflicción
que le causaban los dolores de su Madre; interiores la pena y el horror ante
el sacrilegio presente de sus actuales verdugos y la desatentada impiedad de
sus enemigos venideros. En suma: por mucho que fijemos la mente y el corazón
en los tormentos corporales de la Pasión de Jesús, no la apreciaremos bien
nunca si no contemplamos al mismo tiempo las aflicciones de su espíritu,
harto más crudas; la Pasión exterior toda no es sino agitado oleaje visible
de un invisible océano. Pues bien: igualmente interior era la compasión de
María: ora la contemplemos en su propio corazón, ora en el corazón de Jesús;
de una misma fuente procedían la aflicción de la Madre y la del Hijo, y por
los corazones de entrambos pasaban recíprocamente sus amargas ondas. Un solo
contraste había en los dos padeceres; la Madre no participaba materialmente
en los tormentos corporales del Hijo, pero, en cambio, ¿cuál no sería el
abatimiento de sus fuerzas físicas, la opresión de su purísimo seno, la
tensión material de todas sus fibras, el angustioso hervor de su sangre?
Ello es cierto, de todos modos, que en sus padecimientos nada hubo
correspondiente a la Pasión exterior de Jesús; la de María Santísima,
comenzó con aquellos quince años de expectación triste y angustiosa en que
vivió hasta su glorioso tránsito, desde la Ascensión de Nuestro Señor.
424. Se asemejan también la
Pasión y la Compasión como se asemejan las causas y sus efectos, tanto más
cuanto aquí la una y la otra eran causa y efecto recíprocamente, pues si los
padecimientos de Jesús inundaban de amargura el corazón de María, también
los dolores de María eran parte muy principal de los padecimientos de Jesús.
Sin embargo, la compasión de la Santísima Virgen no puede llamarse causa de
la Pasión sino en cierto sentido limitado; pero como efecto, le era más
adecuada, por cuanto abrazaba su conjunto, asimilándosele y apropiándosele
todo entero. Ciertamente, los afectos del corazón de Nuestra Señora no
podían llenar la incolmable cabida del de Jesús; pero, en cambio, todo lo
que en éste moraba podía contenerlo el de Nuestra Señora. La Madre con sus
dolores crucificaba al Hijo, y el Hijo, después de crucificado, entrábase
con su Pasión toda entera en el corazón de su Madre para magnificarle al par
que le desgarraba. Y no se diga que los tormentos de Jesús se grabaron en el
corazón de María como mero reflejo, sino que, a mi entender, se reprodujeron
real y efectivamente, al menos en la medida, tan gigantesca, por cierto, de
la capacidad de padecer que tenía Nuestro Señor; pues no es de creer que en
este punto le fuese negada la gracia otorgada a tan gran número de santos
como han llevado en sus carnes los estigmas de la Pasión y en el espíritu
todas sus angustias.
425. Otra paridad mediaba
entre la Pasión y la compasión, y es que así como a varios santos ha sido
otorgado el experimentar en sí, con misterioso modo, los padecimientos del
Salvador, así también se lo ha sido el participar en modo análogo de los
dolores de María.
426. En suma, la compasión de
la Santísima Virgen, lo propio que la Pasión de Nuestro Señor, ha sido
tenida siempre por manantial de maravillosas gracias, no sólo entre todo el
pueblo cristiano, sino en el sentir de los más autorizados maestros de
teología mística.
VI Exceso aparente de la Compasión
respecto de la Pasión
427. Materia es también de
cotejo, que no debemos omitir, entre los padecimientos de Jesús y los
dolores de María, el exceso aparente de éstos respecto de aquellos;
aparente, digo, porque en realidad de verdad ninguna persona sensata dirá
que las aflicciones de la Santísima Virgen pudieron, no ya exceder, sino ni
aun igualar a las de nuestro divino Salvador. Pero la compasión, como ya lo
dejamos explicado, es al fin obra divina, misterio divino y de aquí la
posibilidad de aquel cotejo, cuyo fundamento real no existió ciertamente sin
algún designio de Dios, porque en una obra divina todo es de notar y de todo
podemos nosotros sacar provechosa enseñanza, aun de aquello mismo que no
alcancemos a explicar; pero aquí se nos ofrecen congruencias que nos dan
bastante luz. El vínculo de tiempo, de lugar y de afecto que ligan entre sí
los misterios de la Pasión y de la compasión, es causa de la mutua
comunicación de aflicciones entre la Madre y el Hijo. Pues bien; claro está
que el influjo de las de Jesús en las de María era tan superior al de las de
María en las de Jesús, cuanto lo es el poder del Criador respecto del de la
criatura; de aquí que para la Madre fuese más terrible ver al Hijo expirar
en suplicio tan penoso y afrentoso, que para el Hijo ver a la Madre transida
de dolor el pie de la Cruz. Jesús era Dios; su Madre lo sabía, y aun por eso
le amaba con afecto de adoración; así, pues, en aquella Víctima santa, no
sólo veía sacrificado tan bárbaramente al Hijo de sus entrañas, sino el
horrendo sacrilegio cometido contra el Dios a quien Ella adoraba. Tomemos,
por otra parte, en cuenta que las penas del alma son de suyo más acerbas que
los padecimientos del cuerpo; y como quiera que María no los sufriese de
esta especie comparables a los de Jesús, todos ellos se convertían para la
Santísima Virgen en acerbísima aflicción interna; en su espíritu y corazón
iban invisiblemente reproduciéndose los visibles padecimientos de su Hijo;
con El era interiormente flagelada, coronada de espinas, despojada de sus
vestiduras, clavada en la Cruz; con Él moría interiormente. Y aun con esto
no se dice todo, pues cuando ya Jesús con su muerte hubo acabado de padecer
tras aquellas tres horrendas horas de agonía, para su Madre comenzaron otras
tres, seis quizás, de espantosos misterios de dolor. En efecto: el temor de
que aquellos impíos destrozaran los miembros del sacratísimo cuerpo, la
lanzada, el descendimiento de la Cruz, el embalsamamiento, el santo entierro
y la amarguísima soledad ulterior de aquella Madre, crucificando siguieron
su corazón, mientras ya Jesús entraba radiante de gloria y de hermosura en
los profundos Limbos y recibía la adoración de todos los patriarcas, reyes y
profetas que esperaban allí su santo advenimiento. María, entre tanto, se
quedaba en la tierra oscura para seguir padeciendo durante quince prolijos
años cuanto más angustioso había en sus pasados dolores. Esto fácilmente se
dice, pero ¿qué prodigios no implica de heroico sufrimiento y de perpetuas
angustias? Y, sobre todo, en la luctuosa escena del Calvario había un
horrible personaje, cuya deformidad sólo María pudiera comprender y sentir
plenamente; es decir, el pecado, causa única y principal agente de aquella
tremenda expiación. Por último, ¿quién podrá imaginar lo que sería para la
Santísima Virgen aquella Pasión con que a Jesús veía pagar el precio de su
Concepción Inmaculada, es decir, de . la redención de María misma, redención
en que a Ella sola tocaba más parte que a todo el resto del universo?
VII – Grandeza de la Compasión de María
428. ¿Y con qué palabras
podremos hablar de esto? ¿Cómo el limitado lenguaje humano ha de darnos
frases para expresar afecto tan limitado de suyo como el amor? El amor, el
amor solo, emanación eterna del Dios Caridad y Amor Infinito, pudiera medir
la compasión de María. Con religioso temor y profundo recogimiento echemos
la mirada que pueden nuestros ojos mortales en el abismo de los
padecimientos de Jesús. ¿Quién es capaz de sondearlo? Pues bien; la
compasión de María contiene en sí ese abismo, y le mide y le sondea. Mirando
luego la hermosura de aquel Jesús que habitó entre los hombres para morir
por ellos, se ofrece a nuestra vista conturbada como un mar sin orillas,
iluminado por un sol que apenas se levanta cuando ya se pone, y cuya esfera,
medio escondida ya en el remoto occidente, baña por el opuesto lado las
ondas de un mar eterno. Pues bien; semejantes a ese océano fueron las aguas
de la amargura de María; por obra de milagro opuesto al de Moisés, la madera
de la Cruz, al flotar en aquel mar inmenso de la hermosura del Hijo, tornó
amargas sus ondas para la Madre. Lo que mejor percibe nuestro flaco
entendimiento en la Pasión de Jesús es la sacrílega crueldad de sus
verdugos, y, sin embargo, nuestro concepto se queda tan rezagado de la
realidad, que para ver de adecuarle en lo posible tenemos que suponerle obra
de demonios más que de hombres, y así y todo, nos parece punto menos que
inconcebible. Pues bien; esos hombres, con ser ellos tales, y con ser María
quien lo presenciaba, fueron causa menor de sus dolores que el rigor de la
justicia del Padre, descargándose tan inflexible sobre tan hermoso Hijo.
Cuando pensamos en el profundo amor de la Santísima Virgen a Jesús, nada más
podemos sino regocijarnos con Él, incapaces, como somos, de valuarlo ni
definirlo; en vano para concebirle y expresarle apelamos a compararle con el
de todos los santos y serafines y rebuscamos entre los tesoros de nuestra
mente y de nuestro corazón algún género de semblanza que pueda tocar
siquiera los linderos de la realidad; en vano, pues muy luego nos
convencemos de que la tentativa excede de todo punto nuestras fuerzas. Pues
bien; con ser tan grande ese amor de María a Jesús, no se iguala a los
dolores de su compasión, porque en ésta ese amor está maravillosamente
multiplicado por el de Jesús a María; y aquí sí que ya sería completamente
ocioso buscar término alguno de encarecimiento, porque, ¿cómo expresar lo
que de suyo es inapreciable? Pues bien; las dimensiones de este amor de
Jesús a su Madre son medida de la Compasión. ¿Cuál, pues, no será su
grandeza cuando nosotros, para valuarla tal como a nuestra pequeñez es dado,
hemos tenido que tomar como regla cinco abismos, a saber: los padecimientos
de Jesús, su hermosura, la crueldad de los hombres para con Él, el amor de
la Madre al Hijo y el del Hijo a la Madre? Verdaderamente que una obra
consumada por Jesús y María juntos, y compuesta de la iras justicieras de
Dios, de los pecados del hombre, de la unión hipostática y de la inocencia
de una criatura predilecta de Eterno, cúmulo es de maravillas que apenas
podemos mirar absortos. Pero, en fin séanos lícito tomar algunos puntos de
vista, que al cabo saludables han de ser para nuestras almas, y sobre todo
agradables a la Santísima Virgen. Supla en lo posible nuestro amor a lo que
falta en nuestro entendimiento.
429. Y aquí se termina nuestra
tarea. Magnífico en su horror y hermoso en su dulce tristeza, hemos
contemplado el cuadro de todos los dolores de este valle de lágrimas
acumulados en el corazón de nuestra Madre Santísima. ¿Nos ha conmovido
dignamente? Pues huyamos del mundo y de sus vanidades para refugiarnos a los
pies de María, y reclinados hasta el fin de la vida en su regazo maternal,
meditemos en sus dolores. Hijos pródigos como somos, ¿qué camino más breve y
seguro para restituirnos a la morada del Padre celestial? Padecer con María
es padecer con Jesús; no hay estímulo más eficaz para que sirvamos a Dios
con mayor abnegación de nosotros mismos y tiernamente le confesemos Eterno
Padre; Eterno porque Padre nuestro es, ¡bendita sea su bondad!, por los
siglos de los siglos; Eterno porque hijos suyos somos y herederos de su
gloria, ¡bendita sea su Pasión!, hemos de ser en bienaventuranza inacabable.
Y María es quien debajo de su manto ha de llevarnos a cumbre infinita.
430. Consejo fue del cielo que
todo cuanto el cristiano ama, cree, profesa y practica, se compendie en esta
sola aspiración, sustancia de todas nuestras oraciones: ¡Padre Eterno!
ÍNDICE
Prefacio
del autor. 1
Capítulo I El
martirio de María. 4
I Inmensidad
de los dolores de la Santísima Virgen. 10
II Por qué
Dios permitió los padecimientos de María. 25
III Las fuentes
de los dolores de la Santísima Virgen. 37
IV Notas
distintivas de los dolores de la Santísima Virgen. 48
V De cómo la
Santísima Virgen pudo regocijarse en sus dolores. 58
VI De cómo la
Iglesia nos propone los dolores de la Santísima Virgen. 66
VII Espíritu de
la devoción a los dolores de la Santísima Virgen. 68
Capítulo II Primer dolor: Profecía del Santo Simeón. 76
Capítulo III Segundo dolor: La huída a Egipto. 113
Capítulo IV Tercer
dolor: El Niño perdido. 162
Capítulo V Cuarto
dolor: Jesús con la Cruz a cuestas. 200
Capítulo VI Quinto
dolor: La Crucifixión. 247
Capítulo VII Sexto
dolor: El descendimiento de la Cruz. 294
Capítulo VIII Séptimo
dolor: El Santo Entierro. 344
Capítulo IX La
Compasión de María. 386
I Designio de
Dios en la Compasión de María. 387
II Caracteres
de la Compasión de María. 400
III Efectos
actuales de la Compasión de María. 408
IV Vínculo entre
la Compasión de María y la nuestra. 416
V Cotejo entre
la Pasión de Jesús y la Compasión de María. 423
VI Exceso
aparente de la Compasión respecto de la Pasión. 427
VII Grandeza de
la Compasión de María. 428