Iglesia y Estado Laico

Por Orlando Márquez

Conferencia presentada por Orlando Márquez Hidalgo en el aula Fray Bartolomé de Las Casas, del convento San Juan de Letrán, el 28 de enero de 2016, en el ciclo de conferencias “Revolución de la ternura” y publicada en "Palabra Nueva", Revista de la Arquidiócesis de Santiago de Cuba, del Martes 5 de julio de 2016 (www.palabranueva.net).


Introducción

Aunque la historia de la Iglesia no es tan antigua como la historia del hombre –lo que no resta un ápice a la relación histórica entre el Dios encarnado en Jesucristo y el hombre–, como cristiano tengo la convicción de que la Iglesia permanecerá hasta el fin de los tiempos, y esto es como decir en cubano “hasta que Dios quiera”. La historia del Estado tampoco es más antigua que la del ser humano, pero no podría decir lo mismo de su pervivencia en el tiempo, tal vez no como lo conocemos hoy. Sin embargo, puede decirse que es casi una necesidad de la convivencia humana, por variadas que sean las interpretaciones y definiciones que sobre él se hayan hecho y se continúen haciendo. Tal vez haya que darle la razón a Frédéric Bastiat: “¡El Estado! ¿Qué es?, ¿dónde está?, ¿qué hace?, ¿qué debería hacer? Todo lo que sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y el más provocado que pueda haber en el mundo”.1 Por otro lado, como veremos más adelante, algunos personajes conocidos nuestros –por sus nombres y por su obra–, vaticinaron su desaparición irremediable.

Pero esta noche la aproximación al tema es desde una arista muy específica, bien terrenal y cercana a nuestro tiempo y espacio. De modo que, sin pretender abarcar la totalidad del significado y alcance del asunto, intentaré una aproximación al tema propuesto: Iglesia y Estado laico, sus naturalezas y propósitos, su interrelación, su coexistencia y posibilidades de acción, sus tensiones y sus límites; y su connotación para nosotros hoy y aquí.

Evidentemente, se necesita hacer algunas precisiones sobre lo que entendemos por Iglesia y lo que entendemos por Estado. Son instituciones de origen y naturaleza distintos, con fines igualmente distintos, pero que pueden convivir en un mismo tiempo y espacio, e incluso compartir sujetos activos y responsabilidad social.


La Iglesia

La constitución Lumen gentium, fruto del Concilio Vaticano II, nos dice que “la Iglesia, o reino de Cristo […] crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios”,2 y que “todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos”.3 Estamos hablando, por tanto, de una manifestación de la voluntad de Dios, no de los hombres.

Quizás para un ateo, o agnóstico, esto suene a fantasía, demasiado alejado de la realidad. Y en efecto, estamos hablando de una realidad comprensible solo desde la fe en Jesucristo, lo cual no significa que es imposible acercarse a la Iglesia, estudiar su realidad, composición, estrategias, medios y fines, etc., del mismo modo que se puede estudiar la pelota sin ser pelotero, o el comunismo sin ser comunista; tan solo es necesario no ignorar la sutil diferencia entre lo que es de naturaleza humana y lo que es de una naturaleza que rebasa nuestra realidad y por tanto el conocimiento puramente humano. Porque se puede estudiar el cristianismo sin ser cristiano, pero no se podrá aprehenderlo cabalmente, agarrarle la médula, si uno no ha sido seducido y arropado por ese misterio revelado.

Se trata de una naturaleza que los cristianos llamamos divina, no descubierta sino revelada. Con esta expresión, cuya primera acepción en el diccionario de la Real Academia habla de lo relativo o perteneciente a Dios, nos aproximamos –nada más que eso– a la explicación de su esencia, significado y compromiso para con nuestra vida en este mundo, junto a la vida de otros, creyentes o no. En efecto, un no cristiano puede llegar a conclusiones equivocadas, o no comprender cuando intenta descifrar ciertas manifestaciones religiosas o expresiones eclesiales sin considerar que detrás de ello está el misterio de Dios; porque todos podemos conocer a Jesús de Nazaret, sus obras, gestos y discursos recogidos en los Evangelios, pero cuando se intenta comprender a Dios y su Iglesia con los códigos de este mundo, los resultados suelen ser errados. “Si lo comprendes no es Dios”, decía san Agustín.4

Por esta razón, se afirma que “el misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación”, y que Jesucristo “dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios prometido muchos siglos antes”,5 y le anunció a Pedro que sobre él se levantaría la Iglesia. Y la estableció de modo definitivo cuando, después de su resurrección la confió al mismo Pedro con la conocida y grave frase: “Apacienta a mis ovejas”,6 y lo envió, junto a los demás discípulos a difundir ese reino por todo el mundo, y gobernarlo en Su nombre, hasta el fin de los tiempos.

Esta doble condición de la Iglesia como un reino que está en este mundo pero que no pertenece a él, complejiza las interpretaciones, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Investir de poderes y autoridad a Pedro, a los apóstoles y a sus sucesores, invitándolos a hacerse presentes en este mundo, a no callar y asumir la responsabilidad ante Dios y los hombres, a pesar de los riesgos, y pedirles que gobiernen una institución que no les pertenece, pues no es de este mundo, pero que sí tiene que actuar y permanecer en él, puede resultar, al menos, confuso para algunos y, como la historia muestra, ha sido también calamitoso cuando, dentro de la Iglesia, la voluntad humana ha prevalecido sobre la voluntad de Dios. Sin embargo, no hay otra religión ni manifestación religiosa como esta. Esa es la singularidad de la Iglesia de Jesucristo: estar en el mundo sin ser del mundo para transformarlo desde dentro, y aceptar las consecuencias de esta singularidad.7

Por esta razón, “la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forma una realidad completa, constituida por un elemento humano y otro divino”.8 De modo que esta voluntad de Jesucristo, “constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica”.9

Evidentemente, cuando uno llega a este punto, tropieza con el dilema que nos presenta Dios, encarnado en Jesús, el de Galilea, y con la misma pregunta que Él hizo a Marta, y probablemente a tantos otros que encontró a su paso: “¿Crees esto?”.10 Creer o no creer en Jesucristo, esa es la cuestión a la que se debe responder y que marca nuestra vida.

En relación con esa “Iglesia terrestre”, es inevitable señalar los riesgos que la acechan desde fuera y desde dentro. Es esta dimensión la que interactúa con el mundo, la que se institucionaliza para relacionarse con otras instituciones, la que se estructura y jerarquiza de modo paralelo cuando pretende entenderse con este mundo en el cual se hace presente. No es un secreto que la Iglesia se considera a sí misma santa (por venir de Dios) y pecadora (por su composición humana). El riesgo es real, pero inevitable, hay que pasar por él y tratar de salir airosos.


El Estado

Lo que conocemos hoy como Estado moderno surge en el tránsito más o menos prolongado del medioevo a la modernidad, y coincide precisamente con el declinar del poder temporal de la Iglesia. En este período tiene lugar la Reforma y la Contrarreforma. Roma pierde su centralidad espiritual. La religión ya no determinará el sentido de la política en Occidente, ni será el eje alrededor del cual gire toda la organización social. El descubrimiento del Nuevo Mundo abre la competencia y el reparto de poderes; la multiplicidad de reinos disminuye y crece la centralización del poder en un grupo de monarcas imperiales, quienes deben garantizar la paz y la protección de sus súbditos, sus territorios, sus tradiciones.

Todo esto enmarcado por la Revolución Industrial y la liberal o burguesa, la expansión del capitalismo y el mercado. En el nuevo orden liberal, burgués y capitalista se redefine y fortalece el concepto de individuo, y con él sus derechos. El nuevo ciudadano se reconoce parte de una nación, de un territorio y de un Estado que debe velar por él y garantizar su libertad.

Poco a poco, el Estado adquiere más y más cuotas de poder, el que se ejerce sobre un pueblo y un territorio, sea en modalidades más o menos democráticas como los nuevos Estados Unidos de América, o en las monarquías europeas donde la burguesía competía con el trono.

En esto fue fundamental la separación de poderes –ejecutivo, legislativo y judicial–, en algunos lugares de un modo más efectivo que en otros. Estos poderes, a su vez, se verifican por medio de instituciones que forman parte igualmente del Estado, como son el ejército o las de administración pública. Y aunque sin formar parte de él, el Estado moderno potenció las asociaciones y con ello el desarrollo de lo que hoy llamamos sociedad civil.

Por lo antes dicho sobre su gran alcance e influencia, en no pocas ocasiones suele identificarse al Estado con el gobierno, pero son dos realidades diferentes. El gobierno siempre tendrá carácter más limitado y cambiante, no importa si el cambio se produce en cortos períodos de tiempo, como en una democracia estilo occidental de elecciones periódicas, o en períodos más largos, como en una dictadura del proletariado al estilo soviético; en todo caso, el modo de gobernar se modifica con las personas que ocupan puestos gobernativos. El Estado, por su parte, cuya misión principal atribuida es garantizar la seguridad de sus ciudadanos y territorio, se refiere a instituciones de carácter más bien permanente –o que deberían serlo– que se fortalecen y modifican según las demandas de cada época, a lo que contribuyen generaciones de ciudadanos, lo cual, precisamente por su permanencia, da vigor a ese Estado y a todo cuanto representa.

De hecho, no son los gobiernos los que dan fortaleza al Estado, sino las instituciones que funcionan en ese Estado y el alcance de su proyección. Pero es obvio que cuando hay superposición de funciones, el resultado es diferente. Por ejemplo, en nuestro caso el alcance de las instituciones estatales es amplio, como puede ser en Europa; sin embargo, aquí las agencias estatales encargadas de velar que se cumplan objetivos de interés estatal deben supervisar a un solo actor o ejecutante: el Gobierno, que es propietario de todo, y que al mismo tiempo controla a las instituciones estatales que le supervisan. Cuando el Gobierno no puede cumplir con sus propios programas y exigencias, es muy difícil que las instituciones actúen contra él, o contra sí mismas; de este modo se debilitan y restan fortaleza al Estado.

En efecto, en nuestro caso, en definitiva el que nos concierne y desde donde nos aproximamos al tema Iglesia y Estado laico, la concepción estatal, su fortaleza, alcance y fines son de otro tipo. Cuba, como se expresa en la Constitución, es “un Estado socialista de trabajadores”;11 el Partido Comunista de Cuba, “martiano y marxista-leninista […] es la fuerza superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos hacia los fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”.12 De este modo expresado, queda claro que no hay autonomía de las instituciones estatales, y por tanto, el objetivo de estas es garantizar la seguridad y el bienestar de los ciudadanos, según el propósito del Partido Comunista, que como se nos ha dicho es avanzar hacia la sociedad comunista. Obviamente, es un concepto distinto del Estado, propio del modelo de tipo soviético.

 
El Estado según el marxismo-leninismo

Para intentar comprender ese principio fundamental y del que emana todo el sistema social, debemos acercarnos brevemente a los postulados de Karl Marx, Federico Engels y Vladímir Ilich Lenin, los de este último son más novedosos, de hace solo unos cien años.

Me remito al libro más influyente en esta materia: El Estado y la revolución,13 de Lenin, escrito en 1917 pero publicado en 1918, y en el cual su autor afirma que, dadas las variadas interpretaciones existentes sobre los escritos de Marx, le corresponde a él “restaurar la verdadera doctrina de Marx sobre el Estado”. El resultado de esta interpretación fue el que prevaleció en lo que se conocería después como el bloque soviético, ideología que también nos alcanzó e influyó, hasta hoy.

Según esta, el Estado moderno –como todo en la vida– es el resultado de la lucha de clases prevaleciente en las sociedades europeas de entonces, y para evitar que esas clases en pugna se devoren a sí mismas y devoren a la sociedad, “hízose necesario un poder situado, aparentemente, por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a mantenerlo dentro de los límites del ‘orden’. Y este poder, que brota de la sociedad, pero que se coloca por encima de ella y que se divorcia cada vez más de ella, es el Estado”.14

No obstante, como no ha existido siempre y es producto de la lucha de clases, concluye que, una vez hecha la revolución obrera, se llega a una fase en que “las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases, desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación libre e igual de productores, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce”.15 Y agrega que “la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y se adormecerá por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no será abolido, se extingue”.16

Extinción, es el término que Engels, en sintonía con Marx, usa para definir el destino final del Estado cuando el proletariado toma el poder y pone fin a las clases sociales. Pero como esto no ocurrirá tan rápidamente, Lenin interpreta y nos dice que tal extinción será la del Estado proletario después de la revolución socialista: “En realidad, Engels habla aquí de la ‘destrucción’ del Estado de la burguesía por la revolución proletaria, mientras que las palabras relativas a la extinción del Estado se refieren a los restos del Estado proletario después de la revolución socialista. El Estado burgués no se ‘extingue’, según Engels, sino que ‘es destruido’ por el proletariado en la revolución. El que se extingue, después de esta revolución, es el Estado o semi-Estado proletario”.17 Por tanto, debe crearse antes el Estado socialista, resultado de la destrucción del Estado anterior, de tipo burgués.

Ese Estado socialista, ejercido por la clase proletaria, se basará en dos sustentos principales: registro y control. Pero es mejor citar al propio Lenin:

“Registro y control: he aquí lo principal, lo que hace falta para ‘poner en marcha’ y para que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. Aquí, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, que no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo ‘consorcio’ de todo el pueblo, del Estado. De lo que se trata es de que trabajen por igual, de que guarden bien la medida de su trabajo y de que ganen igual salario. […]

”Cuando el Estado queda reducido, en la parte más sustancial de sus funciones, a este registro y a este control, realizados por los mismos obreros, deja de ser un ‘Estado político’, ‘las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas’.

”Cuando la mayoría del pueblo comience a llevar por su cuenta y en todas partes este registro, este control sobre los capitalistas (que entonces se convertirán en empleados) y sobre los señores intelectualillos que conservan sus hábitos capitalistas, este control será realmente un control universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá rehuirlo, pues ‘no habrá escapatoria posible’.

[…]
”A partir del momento en que todos los miembros de la sociedad, o por lo menos la inmensa mayoría de ellos, hayan aprendido a dirigir ellos mismos el Estado, hayan tomado ellos mismos este asunto en sus manos, hayan ‘puesto en marcha’ el control sobre la minoría insignificante de capitalistas, sobre los señoritos que quieran seguir conservando sus hábitos capitalistas y sobre obreros profundamente corrompidos por el capitalismo, a partir de este momento comenzará a desaparecer la necesidad de todo gobierno en general. Cuanto más completa sea la democracia, más cercano estará el momento en que deje de ser necesaria. Cuanto más democrático sea el ‘Estado’ formado por obreros armados y que ‘no será ya un Estado en el sentido estricto de la palabra’, más rápidamente comenzará a extinguirse todo Estado.

”Pues cuando todos hayan aprendido a dirigir y dirijan en realidad por su cuenta la producción social, a llevar por su cuenta el registro y el control de los haraganes, de los señoritos, de los gandules y de toda esta ralea e ‘guardianes de las tradiciones del capitalismo’, entonces el escapar a este control y a este registro hecho por todo el pueblo será inevitablemente algo tan inaudito y difícil, una excepción tan extraordinariamente rara, provocará probablemente una sanción tan rápida y tan severa (pues los obreros armados son hombres de realidades y no intelectualillos sentimentales, y será muy difícil que dejen que nadie juegue con ellos), que la necesidad de observar las reglas nada complicadas y fundamentales de toda convivencia humana se convertirá muy pronto en una costumbre. Y entonces quedarán abiertas de par en par las puertas para pasar de la primera fase de la sociedad comunista a la fase superior y, a la vez, a la extinción completa del Estado”.18

Aunque sea un ideal nunca alcanzado que la historia y el propio pueblo de Lenin finalmente rechazaron, es importante tenerlo en cuenta porque con él se revistió también, y aún reviste, la Revolución popular que triunfó en Cuba en 1959. Sobre ese ideal se fundamenta toda la concepción de la sociedad y el Estado en Cuba, las transformaciones radicales, la reconversión de todas las instituciones del Estado, de modo especial su burocracia, sus fuerzas de orden interno y de defensa, su sistema legislativo y jurídico, la educación y reescritura de la historia, la función del arte y los artistas, la economía y los planes de desarrollo, y las relaciones con otros Estados; también la política con respecto a la religión y los religiosos. Ciertamente, la realidad y el contexto, unido al estilo personal de Fidel Castro, la figura más carismática y de mayor proyección del Estado socialista cubano en más de cuarenta años, y cuyo pensamiento y acción constituyen “la más alta expresión” ideológica de la Revolución Cubana,19 negaron más de una vez este idealismo. Pero el basamento ideológico del Partido, que es la fuerza dirigente de la sociedad, el referente teórico desde el cual se organiza y determina la vida de la sociedad, se origina en aquel registro y control enunciado por Lenin: allí está su ADN.20


El Estado según la Iglesia

Para la Iglesia, el Estado como expresión de organización de la sociedad, surge de la naturaleza racional social del hombre que lo impulsa a relacionarse y ser persona en la convivencia con otros, y de su aspiración natural a los bienes que solo pueden alcanzarse en la comunidad política.21 La concepción que tiene la Iglesia del Estado no afirma ni niega las injusticias sociales, no porque las ignore, simplemente va más allá del tema de las dificultades de la convivencia y la confrontación porque sabe que el hombre, a pesar de sus límites, no fue creado para el odio o el exterminio de sus semejantes, lo cual será siempre un atentado contra sí mismo, sino para compartir el bien. Por más injusta que sea la vida de algunos, y por muy grandes que sean los crímenes de otros, no puede deducirse que esto es representativo de toda la humanidad ni niega la chispa de bondad que todo ser humano puede mostrar, ni siquiera es fundamento para afirmar que con la desaparición de los ricos se logrará la felicidad eterna de los pobres. El mal no está en las clases, cuyas clasificaciones han variado con el tiempo, y hoy se suelen llamar baja, media o alta, rica o pobre, pero también existe la clase dirigente y la dirigida.

Jesús, siendo el Mesías, no se dedicó a la liberación de Israel, como esperaban los judíos, el Plan era otro. La verdadera transformación debe darse en el interior de las personas; lo que sale de dentro de las personas es lo que crea mejores o peores estructuras sociales, paz o guerra, justicia o injusticia. Eso que comúnmente se conoce como injusticia social, y que la doctrina de la Iglesia llama pecado social, no será derrotado con odios y guerras, sino con una revolución de nuevo tipo, que el Papa Francisco llama de la ternura. La ternura no es solo para los bebés, es una expresión de humanidad que todos necesitaremos ofrecer y recibir siempre.

Esa entidad que llamamos Estado ha ido evolucionando en el tiempo, jalonada por el desarrollo y el progreso humanos, haciéndose cada vez más eficaz a medida que más ciudadanos participen de ella. La Iglesia entiende que el Estado no responde solo a la necesidad de preservar el orden y ejercer el control dentro de un territorio, lo cual sin dudas es uno de sus deberes fundamentales, sino que percibe en él un medio invaluable y en correspondencia con la naturaleza humana para alcanzar determinados bienes, multiplicarlos y facilitar su accesibilidad a todos los ciudadanos, incluso compartirlos más allá de sus fronteras.

La razón de ser del Estado, la justificación de su autoridad y el fin de sus instituciones es procurar el bien común. No se trata de la suma de los bienes individuales de quienes componen la sociedad, ni es el resultado de una ecuación que resta y despeja los bienes de algunos, tampoco se refiere exclusivamente a los bienes económicos o materiales, siempre necesarios. El beato Papa Juan XXIII en su encíclica Mater et magistra, define como bien común al “conjunto de condiciones sociales que permitan y faciliten en los seres humanos, el integral desarrollo de su persona”;22 y en la encíclica Pacem in terris, escrita al calor de la Guerra Fría, de la Crisis de Octubre y del enfrentamiento de los dos grandes bloques resultantes de la Segunda Guerra Mundial, agrega que el bien común no se refiere solo a la promoción de las personas, sino también a la promoción de los cuerpos sociales intermedios,23 asociaciones de ciudadanos que se sienten responsables de su entorno, identificados con un propósito común que persigue el bien de la sociedad. Por tanto, es deber del poder público, del Estado, garantizar que “sean reconocidos, respetados, armonizados, defendidos y promovidos” los esfuerzos por los derechos y el cumplimiento de los deberes de los ciudadanos y de los cuerpos intermedios.24 Se trata del bien social de toda la comunidad, pues del clima social que impere depende el bien de la persona.25


Estado laico

Entre las modificaciones introducidas en 1992 a la Constitución cubana aparece la siguiente: “El Estado reconoce, respeta y garantiza la libertad religiosa”. Se especifica que “las instituciones religiosas están separadas del Estado” y “las distintas creencias y religiones gozan de igual consideración”.26 Esto, en teoría, es lo que expresaría el carácter laico del Estado cubano.

Laico, en sentido eclesial o canónico, es el término utilizado que define al no consagrado, el católico que vive y se realiza en el mundo, sin ser sacerdote, religioso o religiosa. Pero laico es también el término que se aplica en el ámbito civil para expresar que no hay participación religiosa en el ejercicio de determinada actividad. Desde los padres fundadores de los Estados Unidos, quienes invocaban al Creador como fuente de todos los derechos, pero establecieron desde el inicio la separación entre el poder civil y el poder religioso, evitando así cualquier injerencia eclesial en los asuntos políticos, pasando por las leyes laicas francesas del siglo xix que concluyeron con la separación definitiva entre el Estado y la Iglesia en aquel país en 1905, el mundo político occidental ha llegado más o menos de un modo consensuado a la práctica que hoy es cada vez más aceptada en el mundo: la separación entre la Iglesia y el Estado.

El Estado entonces es reconocido como laico cuando opera de manera autónoma y separada de la Iglesia o las iglesias, y respecto a ellas es neutral, o sea, que no las apoya en su acción pastoral ni privilegia una sobre otra, pero tampoco las combate ni les pone obstáculos. El concepto de independencia del Estado laico con relación a la religión, lleva implícito el reconocimiento al derecho de libertad religiosa.
Pero por el mismo reconocimiento a la “libertad religiosa”, es necesario preservar igualmente la autonomía de la Iglesia, la no injerencia en sus asuntos pastorales y no esperar de ella nada más que su colaboración en la promoción ciudadana, no en función de un proyecto político.

Reconocer, respetar y garantizar la libertad religiosa, que debe ser siempre expresión de bien comunitario y servicio a los demás, es una de las manifestaciones más altas de un Estado, que no pierde con ello su independencia respecto a la religión. Evidentemente, puede darse el caso y de hecho se da, de ciudadanos que prestan servicio público y estarán marcados por una ética religiosa, como mismo hay otros que actuarán de modo distinto si no son religiosos; esto corresponde al campo de la conciencia, pero siempre que se mantenga el respeto a la ley justa y la norma, y no se quiera imponer la fe o combatirla, esto no debe tener implicaciones mayores.

La Iglesia comparte esta realidad de separación de funciones, defiende el derecho a la libertad religiosa –que es incluso anterior al Estado y está fundado en la naturaleza de la persona– y expresa que esta libertad “consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de las personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.27 Igualmente anima a que este derecho humano sea reconocido por la ley de cada país para que se convierta en un derecho civil.28

Por “límites debidos” debemos entender aquellos que buscan proteger el orden público, la paz y la seguridad. La Iglesia reconoce que corresponde a las instituciones del Estado hacer uso de su autoridad para protegerse, y proteger a la sociedad, de “los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa”.29

Esta laicidad, que es el término que describe la evidencia del Estado laico, esa independencia de lo estatal respecto a la influencia religiosa, no significa desentenderse de las expresiones religiosas presentes en la sociedad. Si la independencia religiosa, autonomía y neutralidad del Estado no se entendieran del modo expresado, si en lugar de ello la actitud del Estado hacia las religiones fuera de indiferencia, aislamiento, controles y restricciones, entonces estaríamos en presencia de una práctica conocida como laicismo. Se trata de una doctrina que pretende negar el hecho religioso en sí mismo, al menos en sus expresiones públicas y en su proyección social, y enclaustrar la experiencia religiosa y la vida de fe a la esfera estrictamente privada. Si el Estado asumiera esta actitud, significa que más bien ha asumido esta doctrina que niega la participación religiosa en la sociedad, dejaría así de ser neutro respecto al hecho religioso y perdería su condición de laico.


La misión de la Iglesia y el Estado laico en Cuba

La misión de la Iglesia es siempre la misma: anunciar el evangelio, sea en la Jerusalén del siglo I o en La Habana del próximo siglo. Evidentemente, es mejor hacerlo en un Estado laico que en un Estado ateo o laicista, pero aunque así fuera, esto no es motivo para la parálisis. La modificación en nuestra Constitución se produjo a inicios de los años noventa del pasado siglo, pero en las tres décadas anteriores la Iglesia no abandonó el esfuerzo por cumplir su misión.

En este punto me resulta más conveniente citar algunos de los documentos eclesiales que se refieren al tema, pues yo no podría hacerlo mejor y ellos constituyen el magisterio mismo de la Iglesia por el cual nos guiamos los católicos. El Concilio Vaticano II exhortó a “los cristianos, ciudadanos de las dos ciudades, a que procuren cumplir fielmente sus deberes terrenos, guiados siempre por el espíritu del evangelio. Están lejos de la verdad quienes, por saber que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la venidera, piensan que por ello pueden descuidar sus deberes terrenos, no advirtiendo que precisamente por esa misma fe están más obligados a cumplirlos, según la vocación personal de cada uno”.30 Y para que esto sea así, es conveniente crear estructuras sociales facilitadoras, porque eso que llamamos libertad religiosa, “se debe también ordenar a contribuir a que los hombres actúen con mayor responsabilidad en el cumplimiento de sus propios deberes en la vida social”.31

Basados en este ordenamiento, la Iglesia espera poder cumplir su misión de servicio mediante una evidente y real libertad religiosa consagrada en la Constitución: “libertad de expresión, de enseñanza, de evangelización; libertad de ejercer el culto públicamente; libertad de organizarse y tener sus reglamentos internos; libertad de elección, de educación, de nombramiento y de traslado de sus ministros; libertad de construir edificios religiosos; libertad de adquirir y poseer bienes adecuados para su actividad; libertad de asociarse para fines no sólo religiosos, sino también educativos, culturales, de salud y caritativos”.32

Por otro lado, “con el fin de prevenir y atenuar posibles conflictos entre la Iglesia y la comunidad política, la experiencia jurídica de la Iglesia y del Estado, ha delineado diversas formas estables de relación e instrumentos aptos para garantizar relaciones armónicas. Esta experiencia es un punto de referencia esencial para los casos en que el Estado pretende invadir el campo de acción de la Iglesia, obstaculizando su libre actividad […] o en los casos en que las organizaciones eclesiales no actúen correctamente con respecto al Estado”.33

Por su parte, los obispos cubanos, pastores y responsables de la Iglesia y al mismo tiempo ciudadanos cubanos con plenos derechos, deberes e interés por su país como cualquier otro ciudadano, se han referido en varias ocasiones a la disposición de la Iglesia de participar y hacerse presente en la realidad cubana actual; en esta misma que vivimos con sus aspiraciones y frustraciones, sus gestos de solidaridad y confrontaciones, sus ataduras y sus liberaciones. “La Iglesia no debe identificarse con ningún partido político ni parecerse a él, tampoco es una sociedad económico-financiera para distribuir equitativamente los bienes de producción, ni principalmente una entidad asistencial para enfermos y desvalidos de la sociedad. Su misión es religiosa, ser proclamación de un Dios Padre Creador de los hombres y de su proyecto de vida en plenitud para todos los seres humanos […] Pero esta proclamación incide necesariamente en la organización social y política donde se juega la vida de los seres humanos”.34 Por esta razón, en lo que tiene que ver con la política como cosa pública y no en sentido partidista donde no participa ni como aliada ni como opositora, “la Iglesia tiene ineludible presencia pública en lo político, y debe intervenir cuando desde el ejercicio del poder, sea en el campo económico como en el político, se atente contra los derechos fundamentales de los seres humanos”.35

La Iglesia, por consiguiente, como realidad divina y temporal, tanto en sus pastores como en sus consagrados y fieles laicos, desea participar en la sociedad aportando lo que tiene, la Verdad de Jesucristo, y desde esa verdad, según los carismas de cada uno y actuando en el campo correspondiente, poder aportar al país de todos en este tiempo de todos. Respetando los criterios ajenos, los cristianos debemos hacer escuchar los nuestros, que han de ser siempre propositivos, de no anulación sino de promoción, encuentro y acercamiento desde las diferencias, como el guiso de variados ingredientes y sabores que después comparten todos.

Citaré de memoria –lo cual significa que puedo ser impreciso– un momento de la última rueda de prensa del padre Federico Lombardi, SJ, durante el viaje a Cuba del Papa Francisco, en Santiago de Cuba. Un joven periodista cubano preguntó si cuando la Iglesia y el Papa invitaban a los fieles a participar también en el mundo de la política, eso significaba que la Iglesia tenía la intención de crear un nuevo órgano político en Cuba. La respuesta del padre Lombardi fue en clave muy común en el ámbito eclesial: “eso está en la doctrina social de la Iglesia”. Dadas las condiciones de nuestro país, su historia reciente y la falta de información en materia religiosa, la pregunta del periodista es comprensible, una inquietud de seguro compartida por muchos otros. Si “la Iglesia no está en el mundo para cambiar gobiernos”, frase tan escuchada los días previos a la visita del Papa y expresada por el cardenal Jaime Ortega en la televisión cubana, mientras narraba sendos diálogos que sostuvo con los papas Benedicto XVI y Francisco, ¿a qué viene esto de invitar a los católicos a participar en la política?

Una respuesta muy simple pudiera ser que, si la vida del cristiano, como la de los demás ciudadanos, está marcada por las decisiones políticas de los gobernantes, por qué no habría de participar en esas decisiones que le afectan, como a todos. Pero hay más. La Iglesia considera el campo de la política uno de los más nobles y de excepcional oportunidad para poner en práctica la caridad social, para hacerse presente en el mundo en la persona de los fieles laicos, que pueden tener opciones políticas diversas según su elección libre y consciente, siempre que sean coherentes con la fe que practican. Evidentemente, como el resto de los ciudadanos, no todos tenemos vocación política ni nos sentimos animados a participar en la cosa pública, pero la Iglesia afirma que los laicos “de ningún modo pueden abdicar de la participación en la ‘política’; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.36 E insiste en que las acusaciones de corrupción o desprestigio lanzadas contra los gobernantes o líderes políticos, o el peligro moral que suele percibirse en el mundo de la política, “no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública”.37 En realidad, “toda acción dirigida a ayudar a convertir al hombre, o a transformar la sociedad, tiene necesariamente una incidencia política y una raíz ética”.38

Esto, por demás, coincide con lo estipulado en la propia Constitución cubana, donde se reconoce el derecho a todos los ciudadanos, “sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas”, a acceder, “según sus méritos y capacidades, a todos los cargos y empleos del Estado, de la Administración Pública y de la producción y prestación de los servicios.”.39

La colaboración es posible y necesaria entre la Iglesia y el Estado laico en bien de la sociedad, en la búsqueda del bien común. Ya dije antes qué desea y puede hacer la Iglesia y qué se espera del Estado laico. La Iglesia debe tener la audacia de acompañar este momento, este proceso, este pueblo y trabajar con este Estado en la medida de sus posibilidades. Pero la Iglesia no son solo los obispos y sacerdotes, la Iglesia somos todos los bautizados y a cada uno nos corresponde un lugar en la misión evangelizadora y en la sociedad, aunque parezca que la sociedad nos niega ese lugar. Porque no somos una comunidad encerrada en sí misma,40 sino que sale fuera de sí a proclamar, con la palabra o con la vida, que hay siempre una Esperanza que hace posible la esperanza en las bondades de este mundo.


Referencia a una contradicción a modo de conclusión

Como ya queda dicho, nuestra ley fundamental afirma que el Partido Comunista cubano que dirige la sociedad es “martiano y marxista-leninista”, y a esto se ha añadido una modificación que declara el Estado laico. Personalmente, veo una contradicción en este intento de sincretismo político entre el pensamiento martiano y el marxista-leninista, pero la contradicción de consecuencias prácticas sobre la que me referiré no es esta, sino a la modificación constitucional en su artículo ocho que imprime carácter laico al Estado cubano y es, precisamente, una rotunda negación de la teoría leninista.

En efecto, Lenin no favorecía un Estado laico, pues él fue lo que podríamos llamar hoy un laicista consumado y acérrimo. Nunca ocultó su desprecio hacia la religión y los creyentes ni su activismo contra la práctica religiosa en el nuevo Estado soviético. “La religión –escribió más de una década antes de la toma del poder– no es un asunto privado con respecto al Partido […] Exigimos la completa separación de la Iglesia y del Estado para luchar contra la niebla religiosa con un arma puramente ideológica y solamente ideológica, con nuestra prensa y nuestra palabra […] Para nosotros, la lucha ideológica no es un asunto privado, sino un asunto de todo el Partido”.41 Según el líder soviético, “el marxismo es materialismo. En calidad de tal, es tan implacable enemigo de la religión como el materialismo de los enciclopedistas del siglo xviii”, y esa lucha urgente contra la religión constituía “el abecé de todo el materialismo y, por tanto, del marxismo”.42 Y si bien el decreto emitido en enero de 1918 en aquel país enunciaba la separación entre el Estado y la Iglesia y garantizaba la profesión de cualquier religión o de ninguna, al mismo tiempo decidió que todas las posesiones religiosas pasaran a ser “propiedad del pueblo”, mientras la Constitución de julio de 1918 alentaba la propaganda antirreligiosa.43 Aunque esta lucha antirreligiosa debía llevarse a cabo evitando ofender “los sentimientos de los creyentes” porque esto afianzaría su “fanatismo religioso”, Lenin afirmaba que el Partido Comunista no puede “darse por satisfecho con la separación de la Iglesia y el Estado”, pues en realidad aspira a “emancipar […] a las clases trabajadoras de los prejuicios religiosos, organizando para ello la más amplia propaganda de divulgación científica y antirreligiosa”.44

Como dije antes, aquel concepto leninista del Estado no siempre es tenido en cuenta por ser poco práctico o más bien nada práctico, como lo muestra lo antes dicho. Con frecuencia se ha actuado entre nosotros de un modo más real o político. Más aún, si bien el ateísmo fue practicado en Cuba y por un tiempo se apostó por el fin de la Iglesia y se aplicaron políticas discriminatorias y de presión contra los creyentes, en realidad no llegamos a conocer la persecución religiosa, la iglesia clandestina y la prisión por el simple hecho de creer en Dios,45 lo que sí sufrieron los creyentes de la desaparecida Unión Soviética y de otros países socialistas de Europa; ni qué decir de la visita de tres papas.

Pero en el núcleo central de nuestro Estado, en el ADN de su estructura y andamiaje, así como en la médula del Partido que dirige toda la sociedad, pervive la densa sombra de la ideología marxista-leninista, pero no como una doctrina política, la cual es siempre susceptible a la confrontación, el debate y la adaptación a la realidad cambiante, sino como fundamentalismo ideológico, como idealismo cuasi religioso proyectado sobre la realidad que pretende incluso, en ocasiones, ignorarla, porque estima haber descubierto la única verdad sobre el hombre y la sociedad, fuera de la cual todo es falso, peligroso y amenazante.

Como su proyección es total, las consecuencias saturan toda la vida social, todas las instituciones del Estado y, me atrevería a decir, lastra hasta los mismos intentos de reforma o actualización del modelo económico. Creo que a esto se referían los obispos cubanos en su mensaje “La esperanza no defrauda” cuando hablaban de una “actualización o puesta al día de la legislación nacional en el orden político”.46

Un mayor peso específico de la doctrina martiana será siempre preferible entre nosotros; no porque sea nuestro, sino porque es universal, no le falta realismo, no le falta el argumento racional, ni coherencia o capacidad de convocatoria, no es excluyente ni pretende ser dogma social.

Si acaso, alguien pudiera considerarla en ocasiones demasiado bondadosa, pero habrá siempre más mérito y riqueza en la ternura revolucionaria, humanista y republicana de José Martí que en el odio de clases, la aniquilación del contrario, el registro y control social permanente propuesto por Lenin. No es necesario cerrar las puertas a la utopía, se trata de rescatar aquella utopía fundacional de la nación cubana, inspiradora ayer y muy necesaria hoy.

De cualquier modo, ha sido un gran avance el artículo ocho de la Constitución. Se trata, entonces, de que la letra cobre vida no solo en el reconocimiento al culto, sino a la libertad religiosa plena.

No es un secreto que nuestro país vive un momento crucial de su historia, sin dudas el más crucial desde su independencia, un momento que exige prudencia y al mismo tiempo una gran dosis de audacia, audacia para decidir de conjunto qué tipo de país y sociedad queremos y reconocer con qué recursos contamos. La relación entre el fin y los medios cobra aquí mayor relevancia, pues si el objetivo es el bien de toda la sociedad, el bien común de los que aspiran a realizar sus sueños, entonces incluso esta contradicción en el concepto estatal laico y leninista debería ser revisada.

El momento exige audacia. Y al Estado laico, si verdaderamente queremos que sea tal, debemos despojarlo de dogmas ideológicos que se convierten, en la práctica, en una especie de religión de Estado que termina favoreciendo a los de esta confesión y desconfiando de los demás, con lo cual se altera su razón de ser, se socava su eficacia y fortaleza.

Es necesaria la actualización o reforma económica, social y hasta política con la participación de las instituciones del Estado, pero sobre todo con la participación ciudadana, porque el objetivo primero y último debe ser salvar a muchos cubanos –para no ser absolutos– de la desesperanza, del desarraigo y del desaliento creando condiciones motivadoras que muestren no solo que es posible estudiar o recibir asistencia médica aquí, sino también que en este nuestro país es posible soñar y construir proyectos de vida personal, familiar y social. Nosotros somos la razón de ser de cualquier sistema social, de cualquier modelo económico, de cualquier programa político, de cualquier gobierno, de cualquier Estado; incluso somos todos, católicos o no, la razón de ser de la Iglesia en Cuba.


Notas

1 Claude Frédéric Bastiat, escritor, legislador y economista francés nacido en Bayona en 1801 y muerto en Roma en 1850, perteneció a la Escuela liberal francesa y fue defensor del liberalismo y el pacifismo. La cita es tomada del Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, Barcelona, Montaner y Simón Editores, t. VIII, p. 925.
2 Concilio Vaticano II: Constitución dogmática Lumen gentium (LG), 3.
3 Ibídem.
4 San Agustín, Sermón 117, comentario al Evangelio según San Juan (1, 1-18). “Estamos hablando de Dios. Se dijo: ‘La Palabra era Dios’ (Jn 1, 1). Hablamos de Dios: ¿qué tiene de extraño el que no lo comprendas? Si lo comprendes, no es Dios. Hagamos piadosa confesión de ignorancia, más que temeraria confesión de ciencia. Tocar a Dios con la mente, aunque sea un poquito, es una gran dicha; comprenderlo, es absolutamente imposible […]”.
5 LG, 4.
6 Jn, 24, 17.
7 Jn, 15, 18-21.
8 LG, 8.
9 Ibídem.
10 Jn, 11, 26.
11 Constitución de la República de Cuba, La Habana, Ed. Política, 1992, cap. 1, “Fundamentos políticos, sociales y económicos del Estado”, art. 1.
12 Ibídem, art. 5.
13 Lenin: El Estado y la Revolución. La doctrina marxista del Estado y la lucha del proletariado en la Revolución. Pekín, Ediciones de Lenguas Extranjeras, 1975. Edición digital tomada de Internet: http://www.marx2mao.com/M2M%28SP%29/Lenin%28SP%29/SR17s.html, el 18 de diciembre de 2015. Mientras no se indique otra cosa, todas las citas de Marx, Engels y Lenin son tomadas de esta obra.
14 Federico Engels: Los orígenes de la familia, la propiedad y el Estado, citado en Lenin: ob. cit., p. 8.
15 Ibídem, p. 18.
16 Ibídem, p. 20.
17 Ibídem, p. 22.
18 Lenin: ob. cit., pp. 125-127.
19 Estatutos del Partido Comunista de Cuba, La Habana, Ed. Política, 1988, Cap. 1, p. 2.
20 En la reforma constitucional de 1992, además de la histórica caracterización del Partido Comunista como “marxista-leninista”, se le añade la de “martiano”. Este sincretismo político es difícil de verificar en la práctica, sin contar las grandes diferencias políticas y filosóficas entre José Martí y los clásicos del marxismo, doctrina que criticó y cuestionó en varios trabajos.
21 Concilio Vaticano II: Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS), 75.
22 Juan XXIII: Encíclica Mater et magistra, 65.
23 Juan XXIII: Encíclica Pacem in terris, 14.
24 Ibídem, 60.
25 Ibídem, 64.
26 Constitución de la República de Cuba, ed. cit., cap. 1, art. 8.
27 Concilio Vaticano II: Declaración Dignitatis humanae, Sobre la libertad religiosa, 2.
28 Ibídem.
29 Ibídem, 7.
30 GS, 43.
31 Concilio Vaticano II: Declaración Dignitatis humanae, Sobre la libertad religiosa, 8.
32 San Juan Pablo II: “Carta a los Jefes de Estado firmantes del Acta final de Helsinki, 1ro. de septiembre de 1980”, citado en Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica, Madrid, Ed. BAC/Planeta, 2005, p. 215.
33 Pontificio Consejo Justicia y Paz: Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, Editorial Planeta, 2005, num. 427, p. 215.
34 Conferencia de Obispos Católicos de Cuba: Instrucción Teológico. Pastoral “La presencia social de la Iglesia”, 34, 8 de septiembre de 2003.
35 Ibídem, 44.
36 San Juan Pablo II: Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles laici, 42.
37 Ibídem.
38 Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC): Documento Final, 763.
39 Constitución de la República de Cuba, ed. cit., cap. VI, art. 43.
40 Papa Pablo VI: Exhortación Apostólica Evangelli nuntiandi, 15.
41 Lenin: “El socialismo y la religión”, en Acerca de la religión, Moscú, Ed. Progreso, 1975, p. 8.
42 Ibídem, p. 27.
43 Arno J. Mayer: Las furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 1ra. edición, 2004, p. 522, en Internet: http://www.books.google.com.cu, consultado el 23 de diciembre de 2015.
44 Lenin: “Proyecto de Programa del PC(b) de Rusia”, en El Estado y la Revolución. La doctrina marxista del Estado y la lucha del proletariado en la Revolución, ed. cit., p. 51.
45 Muchos creyentes, incluidos tres sacerdotes y pastores, fueron enviados, junto a ciudadanos no religiosos, a las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), pero no como resultado de una sanción legal, sino como aspiración de “disciplinar” por vía militar los defectos de la sociedad capitalista.
46 Carta Pastoral de los Obispos Católicos de Cuba “La esperanza no defrauda”, 31, publicada el 8 de septiembre de 2013.