MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 ENERO 2000
«PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES QUE DIOS AMA»
1. Éste es el anuncio de los ángeles que acompañó al nacimiento de
Jesucristo hace 2000 años (cf. Lc 2,14) y que escucharemos
resonar con alegría en la noche santa de Navidad, en el momento en que
solemnemente se abrirá el Gran Jubileo.
Este mensaje de esperanza que viene de la gruta de Belén lo queremos
volver a proponer al inicio del nuevo Milenio. Dios ama a todos los
hombres y mujeres de la tierra y les concede la esperanza de un tiempo
nuevo, un tiempo de paz. Su amor, revelado plenamente en el Hijo hecho
carne, es el fundamento de la paz universal; acogido profundamente en el
corazón, reconcilia a cada uno con Dios y consigo mismo, renueva las
relaciones entre los hombres y suscita la sed de fraternidad capaz de
alejar la tentación de la violencia y la guerra.
El Gran Jubileo está indisolublemente unido a este mensaje de amor y
de reconciliación, que manifiesta las aspiraciones más auténticas de la
humanidad de nuestro tiempo.
2. Con la perspectiva de un año lleno de significado, renuevo
cordialmente a todos el deseo de paz. A todos os digo que la paz es
posible. Pedida como un don de Dios, debe ser también construida día a
día con su ayuda a través de obras de justicia y de amor.
Ciertamente, son muchos y complejos los problemas que a menudo hacen
que sea difícil y desalentador el camino hacia la paz, pero ésta es una
exigencia profundamente enraizada en el corazón de cada ser humano. Por
eso, no debe disminuir la voluntad de buscarla incesantemente, pues su
fundamento se halla en la conciencia de que la humanidad, marcada por el
pecado, el odio y la violencia, está llamada por Dios a formar una
sola familia. Este designio divino debe ser reconocido y puesto en
práctica, promoviendo la búsqueda de relaciones armoniosas entre las
personas y los pueblos, en una cultura que integre la apertura al
Trascendente, la promoción del hombre y el respeto de la naturaleza.
Éste es el mensaje de Navidad, el mensaje del Jubileo y mi deseo al
inicio de un nuevo Milenio.
Con la guerra, la humanidad es la que pierde
3. Durante el siglo que dejamos atrás, la humanidad ha sido duramente
probada por una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos,
genocidios, «limpiezas étnicas», que han causado indescriptibles
sufrimientos: millones y millones de víctimas, familias y países
destruidos; multitudes de prófugos, miseria, hambre, enfermedades,
subdesarrollo y pérdida de ingentes recursos. En la raíz de tanto
sufrimiento hay una lógica de violencia, alimentada por el deseo de
dominar y de explotar a los demás, por ideologías de poder o de
totalitarismo utópico, por nacionalismos exacerbados o antiguos odios
tribales. A veces, a la violencia brutal y sistemática, orientada hacia
el sometimiento o incluso el exterminio total de regiones y pueblos
enteros, ha sido necesario oponer una resistencia armada.
El siglo XX nos deja en herencia, sobre todo, una advertencia:
unas guerras a menudo son causa de otras, ya que alimentan odios
profundos, crean situaciones de injusticia y ofenden la dignidad y los
derechos de las personas. En general, además de ser extraordinariamente
dañinas, no resuelven los problemas que las originan y, por tanto,
resultan inútiles. Con la guerra, la humanidad es la que pierde.
Sólo desde la paz y con la paz se puede garantizar el respeto de la
dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables.(1)
4. Frente al escenario de guerra del siglo XX, el honor de la
humanidad ha sido salvado por los que han hablado y trabajado en nombre
de la paz.
Es un deber recordar a los que, en un gran número, han contribuido a
la afirmación de los derechos humanos y a su solemne proclamación, a la
derrota de los totalitarismos, al final del colonialismo, al desarrollo
de la democracia y a la creación de grandes organismos internacionales.
Ejemplos luminosos y proféticos nos han dado quienes han orientado sus
opciones de vida hacia el valor de la no-violencia. Su testimonio de
coherencia y fidelidad, llevado incluso hasta el martirio, ha escrito
extraordinarias páginas ricas de enseñanzas.
Entre aquellos que han trabajado en nombre de la paz, no hay que
olvidar a los hombres y mujeres cuya dedicación ha hecho posible grandes
progresos en todos los campos de la ciencia y de la técnica, logrando
vencer graves enfermedades y mejorando y prolongando la vida.
Tampoco puedo dejar de referirme a mis Predecesores, de venerada
memoria, que han guiado la Iglesia en el siglo XX. Con su Magisterio y
su incansable actuación han orientado a la Iglesia en la promoción de
una cultura de paz. Como testimonio emblemático de este esfuerzo está la
feliz y clarividente intuición de Pablo VI, que el 8 de diciembre de
1967 instituyó la Jornada Mundial de la Paz, la cual se ha ido
consolidando año tras año como experiencia fecunda de reflexión y de
proyección común.
La vocación a ser una sola familia
5. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». El anuncio
evangélico sugiere esta preocupante pregunta: ¿Estará el siglo que
inicia bajo el signo de la paz y de la fraternidad entre los hombres y
los pueblos? No podemos prever el futuro; sin embargo, podemos
establecer un principio exigente: habrá paz en la medida en que toda
la humanidad sepa redescubrir su originaria vocación a ser una sola
familia, en la que la dignidad y los derechos de las personas —de
cualquier estado, raza o religión— sean reconocidos como anteriores y
preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad.
Desde esta concepción puede ser animado, dirigido y orientado el
actual contexto mundial, marcado por la dinámica de la globalización.
Este proceso, que no carece de riesgos, presenta extraordinarias y
prometedoras oportunidades, precisamente con vistas a hacer de la
humanidad una sola familia, fundada en los valores de la justicia, la
igualdad y la solidaridad.
6. Por eso es necesario un cambio radical de perspectiva; ante todo
debe prevalecer el bien de la humanidad y no el bien particular de una
comunidad política, racial o cultural. La consecución del bien común de
una comunidad política no puede ir contra el bien común de toda la
humanidad, concretado en el reconocimiento y respeto de los derechos
del hombre, sancionados por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948. Por tanto, se deben superar las concepciones y
actuaciones, a menudo condicionadas y determinadas por grandes intereses
económicos, que subordinan cualquier otro valor a un concepto absoluto
de Nación y de Estado. Las divisiones y diferencias políticas,
culturales e institucionales en que se articula y organiza la humanidad
son, desde esta perspectiva, legítimas en la medida en que se armonizan
con la pertenencia a la familia humana y con las exigencias éticas y
jurídicas derivadas de la misma.
Los crímenes contra la humanidad
7. De este principio surge una consecuencia de gran importancia:
quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto
tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales
derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro
de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no
pueden ser considerados asuntos internos de una nación. En este
sentido, la puesta en marcha de la institución de una Corte penal que
los juzgue es un paso importante. Tenemos que dar gracias a Dios que
siga creciendo, en la conciencia de los pueblos y las naciones, la
convicción de que los derechos humanos, universales e indivisibles, no
tienen fronteras.
8. En nuestro tiempo han ido disminuyendo las guerras entre los
Estados. Sin embargo, este dato, de por sí consolador, ha de ser visto
con cautela al considerar los conflictos armados que tienen lugar en
el interior de los Estados. Desgraciadamente son demasiado
numerosos, presentes prácticamente en todos los continentes y
frecuentemente de gran violencia. En general, los provocan antiguos
motivos históricos de naturaleza étnica, tribal o incluso religiosa, a
los que se añaden actualmente otras razones de naturaleza ideológica,
social y económica.
Estos conflictos internos, en los que se suelen usar armas de pequeño
calibre o las llamadas armas «ligeras», pero en realidad
extraordinariamente mortíferas, a menudo conllevan graves implicaciones
que van más allá de los límites del Estado, afectando intereses y
responsabilidades externas. Aunque es verdad que resulta muy difícil
comprender y valorar las causas y los intereses en juego debido a su
enorme complejidad, un dato se revela indiscutible: las consecuencias
más dramáticas de estos conflictos las padecen las poblaciones
civiles, a causa de la inobservancia de las leyes comunes y las
leyes de guerra. Lejos de ser protegidos, los civiles son con frecuencia
el primer objetivo de las fuerzas opuestas, viéndose a veces ellos
mismos directamente involucrados en acciones armadas dentro de una
espiral perversa que los hace, al mismo tiempo, víctimas y verdugos de
otros civiles.
Muchos y horripilantes han sido, y siguen siendo, los escenarios
siniestros en los que niños, mujeres, ancianos indefensos y sin ninguna
culpa son, muy a su pesar, víctimas de los conflictos que ensangrientan
nuestros días. Demasiados, verdaderamente, por no decir que ha llegado
el momento de cambiar el modo de actuar, con decisión y gran sentido de
la responsabilidad.
El derecho a la asistencia humanitaria
9. En todo caso, ante estas situaciones complejas y dramáticas y
contra todas las presuntas «razones» de la guerra, se ha de afirmar el
valor fundamental del derecho humanitario y, por tanto, el deber de
garantizar el derecho a la asistencia humanitaria de los refugiados
y de los pueblos que sufren.
El reconocimiento y el cumplimiento efectivo de estos derechos no
tienen que estar sometidos a intereses de alguna de las partes en
conflicto. Al contrario, se impone el deber de determinar todos los
modos, institucionales o no, que puedan concretar las finalidades
humanitarias del mejor modo posible. La legitimación moral y política de
esos derechos reside en el principio por el cual el bien de la persona
humana está antes de todo y transciende toda institución humana.
10. Quiero aquí reafirmar mi profundo convencimiento de que, ante los
actuales conflictos armados, la negociación entre las partes, ayudada
con oportunas intervenciones de mediación y pacificación llevadas a
cabo por organismos regionales e internacionales, asume la máxima
relevancia, para prevenir los mismos conflictos o, una vez que han
estallado, para que cesen, restableciendo la paz por medio de una
ecuánime resolución de los derechos y de los intereses en juego.
Este convencimiento sobre el papel positivo de organismos de
mediación y pacificación se extiende a las organizaciones humanitarias
no gubernamentales y a los organismos religiosos que, con discreción y
generosidad, promueven la paz entre los diferentes grupos, ayudan a
vencer antiguos rencores, a reconciliar enemigos y a abrir el camino
hacia un futuro nuevo y común. Al mismo tiempo que rindo homenaje a su
noble dedicación por la causa de la paz, quiero dirigir una palabra de
emotivo aprecio a todos los que han dado su vida para que otros pudieran
vivir. Por ellos elevo a Dios mi oración e invito también a los
creyentes a hacer lo mismo.
La «injerencia humanitaria»
11. Evidentemente, cuando la población civil corre peligro de
sucumbir ante el ataque de un agresor injusto y los esfuerzos políticos
y los instrumentos de defensa no violenta no han valido para nada, es
legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para
desarmar al agresor. Pero éstas han de estar circunscritas en el tiempo
y deben ser concretas en sus objetivos, de modo que estén dirigidas
desde el total respeto al derecho internacional, garantizadas por una
autoridad reconocida a nivel supranacional y en ningún caso dejadas a la
mera lógica de las armas.
Por eso, habrá que hacer un mayor y mejor uso de lo que prevé la
Carta de las Naciones Unidas, definiendo posteriormente instrumentos y
modalidades eficaces de intervención, en el marco de la legalidad
internacional.
A este propósito la misma Organización de las Naciones Unidas tiene
que ofrecer a todos los Estados miembros la misma oportunidad de
participar en las decisiones, superando privilegios y discriminaciones
que debilitan su papel y credibilidad.
12. Se abre aquí un campo de reflexión y de deliberación nuevo, tanto
para la política como para el derecho, un campo que todos esperamos sea
cultivado con pasión y cordura. Es necesaria e improrrogable una
renovación del derecho internacional y de las instituciones
internacionales que tenga su punto de partida en la supremacía del
bien de la humanidad y de la persona humana sobre todas las otras cosas
y sea éste el criterio fundamental de organización. Esta renovación es
más urgente aún si consideramos la paradoja de la guerra en nuestro
tiempo, tal y como se ha reflejado también en los conflictos recientes,
en los que contrastaba la gran seguridad de los ejércitos con la
desconcertante situación de peligro de la población civil. En ninguna
clase de conflicto es legítimo dejar de lado el derecho de los civiles a
la incolumidad.
Más allá de las perspectivas jurídicas e institucionales, es
fundamental el deber de todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
llamados a comprometerse por la paz, a educar en la paz, a desarrollar
estructuras de paz e instrumentos de no-violencia y a hacer todos los
esfuerzos posibles para llevar a los que están en conflicto a la mesa de
negociación.
La paz en la solidaridad
13. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». Desde la
problemática de la guerra la mirada se dirige espontáneamente a otra
dimensión ligada especialmente a ella: el tema de la solidaridad.
El noble y laborioso trabajo por la paz, que pertenece a la vocación de
la humanidad a ser y a reconocerse como familia, tiene su punto de apoyo
en el principio del destino universal de los bienes de la tierra,
principio que no hace ilegítima la propiedad privada, sino que orienta
su concepción y gestión desde su imprescindible función social, para el
bien común y especialmente de los miembros más débiles de la
sociedad.(2) Este principio fundamental desgraciadamente está muy
olvidado, como demuestra la persistencia y el crecimiento de la
desigualdad entre un Norte del mundo, cada vez más saturado de bienes y
recursos y habitado por un número cada vez más mayor de ancianos, y un
Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones,
privadas todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social,
cultural y económico.
Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aún
siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz duradera. No hay verdadera
paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad.
Está condenado al fracaso cualquier proyecto que mantenga separados
dos derechos indivisibles e interdependientes: el de la paz y el de un
desarrollo integral y solidario. «Las injusticias, las
desigualdades excesivas de carácter económico o social, la envidia, la
desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones,
amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para
eliminar estos desórdenes contribuye a construir la paz y evitar la
guerra».(3)
14. En el inicio de un nuevo siglo, la pobreza de miles de
millones de hombres y mujeres es la cuestión que, más que cualquier
otra, interpela nuestra conciencia humana y cristiana. Es aún más
dramática al ser conscientes de que los mayores problemas económicos de
nuestro tiempo no dependen de la falta de recursos, sino del hecho de
que a las actuales estructuras económicas, sociales y culturales les
cuesta hacerse cargo de las exigencias de un auténtico desarrollo.
Justamente, los pobres, tanto los de los países en vías de desarrollo
como los de los prósperos y ricos, «exigen el derecho de participar y
gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de
trabajo, creando así un mundo más justo y más próspero para todos. La
promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral,
cultural e incluso económico de la humanidad entera».(4) Miramos a los
pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser
sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el
mundo.
Urgencia de una reorientación de la economía
15. En este sentido, resulta obligado preguntarse también por el
creciente malestar que sienten en nuestros días muchos estudiosos y
agentes económicos ante los problemas que surgen desde la vertiente de
la pobreza, la paz, la ecología y el futuro de los jóvenes, cuando
reflexionan sobre el papel del mercado, sobre la omnipresente dimensión
monetario-financiera, la separación entre lo económico y lo social y
otros asuntos similares de la actividad económica.
Puede que haya llegado el momento de una nueva y más profunda
reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines. Con este
propósito, parece urgente que vuelva a ser considerada la concepción
misma del bienestar, de modo que no se vea dominada por una estrecha
perspectiva utilitarista, que deja completamente al margen valores como
el de la solidaridad y el altruismo.
16. Quisiera aquí invitar a los que se dedican a la ciencia económica
y a los mismos trabajadores de este sector, así como a los responsables
políticos, a que tomen nota de la urgencia de que la praxis económica y
las políticas correspondientes miren al bien de todo hombre y de todo el
hombre. Lo exige no sólo la ética, sino también una sana economía. En
efecto, parece confirmado por la experiencia que el desarrollo económico
está cada vez más condicionado por el hecho de que sean valoradas las
personas y sus capacidades, que se promueva la participación, se
cultiven más y mejor los conocimientos y las informaciones y se
incremente la solidaridad.
Se trata de valores que, lejos de ser extraños a la ciencia y a la
actividad económica, contribuyen a hacer de ella una ciencia y una
práctica integralmente «humanas». Una economía que no considere la
dimensión ética y que no procure servir el bien de la persona —de toda
persona y de toda la persona— no puede llamarse, de por sí, «economía»,
entendida en el sentido de una racional y beneficiosa gestión de la
riqueza material.
¿Qué modelos de desarrollo?
17. Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola
familia, todavía está dividida dramáticamente en dos por la pobreza —al
principio del siglo XXI más de mil cuatrocientos millones de personas
viven en una situación de extrema pobreza—, es especialmente urgente
reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo.
A este respecto, se tendrán que armonizar mejor las legítimas
exigencias de eficacia económica con las de participación política y
justicia social, sin recaer en los errores ideológicos cometidos en el
siglo XX. En concreto, ello significa entretejer de solidaridad las
redes de las relaciones recíprocas entre lo económico, político y
social, que los procesos de globalización en la actualidad tienden a
aumentar.
Estos procesos exigen una reorientación de la cooperación
internacional, en los términos de una nueva cultura de la solidaridad.
Pensada como germen de paz, la cooperación no puede reducirse a la
ayuda y a la asistencia, menos aún buscando las ventajas del rendimiento
de los recursos puestos a disposición. En cambio, la cooperación debe
expresar un compromiso concreto y tangible de solidaridad, de tal modo
que haga de los pobres protagonistas de su desarrollo y permita al mayor
número posible de personas fomentar, dentro de las concretas
circunstancias económicas y políticas en las que viven, la creatividad
propia del ser humano, de la que depende también la riqueza de las
naciones.(5)
Es preciso, en especial, encontrar soluciones definitivas al viejo
problema de la deuda internacional de los países pobres, garantizando al
mismo tiempo la financiación necesaria también para la lucha contra el
hambre, la desnutrición, las enfermedades, el analfabetismo y la
degradación del medio ambiente.
18. Se impone hoy, con más urgencia que en el pasado, la necesidad de
cultivar la conciencia de valores morales universales, para
afrontar los problemas del presente, cuya nota común es la dimensión
planetaria que van asumiendo. La promoción de la paz y los derechos
humanos, el estallido de conflictos armados dentro y fuera de los
Estados, la defensa de las minorías étnicas y de los emigrantes, la
salvaguardia del medio ambiente, la batalla contra terribles
enfermedades, la lucha contra los traficantes de droga y armas y contra
la corrupción política y económica, son cuestiones ante las que ninguna
nación por sí sola puede hacer hoy frente. Todas ellas atañen a la
comunidad humana entera y, por tanto, se deben afrontar y resolver
trabajando juntos.
Han de encontrarse vías para dialogar, con un lenguaje común y
comprensible, sobre los problemas del ser humano de cara al futuro. El
fundamento de este diálogo es la ley moral universal inscrita en
el corazón humano. Siguiendo esta «gramática» del espíritu, la
comunidad humana puede afrontar los problemas de la convivencia y
moverse hacia el mañana respetando el designio divino.(6)
Del encuentro entre la fe y la razón, entre el sentido religioso y el
moral, deriva una decisiva aportación en la dirección del diálogo y la
colaboración entre pueblos, culturas y religiones.
Jesús, don de paz
19. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». En todo
el mundo, en el contexto del Gran Jubileo, los cristianos están
comprometidos a hacer solemne memoria de la Encarnación. Retomando el
anuncio de los ángeles en Belén (cf. Lc 2,14), ellos proclaman
este acontecimiento con la conciencia de que Jesús «es nuestra paz» (Ef
2,14), es don de paz para todos los hombres. Sus primeras palabras a
los discípulos después de la Resurrección fueron: «Paz a vosotros» (Jn
20, 19.21.26). Él vino para unir lo que estaba dividido, para
destruir el pecado y el odio, despertando en la humanidad la vocación a
la unidad y a la fraternidad. Él es, por tanto, «el principio y el
ejemplo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de
sinceridad y de espíritu de paz, a la que todos aspiran».(7)
20. En este año jubilar, la Iglesia, en el recuerdo vivo de su Señor,
quiere confirmar su propia vocación y misión a ser en Cristo «sacramento»,
es decir, signo e instrumento de paz en el mundo y para
el mundo. Para ella, cumplir su misión evangelizadora es trabajar
por la paz. «Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como signo
levantado entre las naciones, comunicando el Evangelio de la paz a todo
el género humano, peregrina en esperanza hacia la meta de la patria
celeste».(8)
Por tanto, para los fieles católicos el compromiso de construir la
paz y la justicia no es secundario, sino esencial, y ha de ser llevado a
cabo con espíritu abierto hacia los hermanos de las otras Iglesias y
Comunidades eclesiales, hacia los creyentes de otras religiones y a
todos los hombres y mujeres de buena voluntad, con los que comparten el
mismo anhelo de paz y de fraternidad.
Comprometerse generosamente por la paz
21. Es motivo de esperanza constatar cómo, a pesar de que hay
múltiples y graves obstáculos, se siguen desarrollando día a día
iniciativas y proyectos de paz, con la generosa colaboración de tantas
personas. La paz es un edificio en continua construcción. A su
edificación concurren:
– los padres que viven y dan testimonio de paz en sus familias
educando a los hijos para la paz;
– los educadores que saben transmitir los auténticos valores
presentes en todas las áreas del saber y en el patrimonio histórico y
cultural de la humanidad;
– los hombres y mujeres del mundo del trabajo comprometidos en la
lucha por la dignidad del trabajo ante las nuevas situaciones que a
nivel internacional reclaman justicia y solidaridad;
– los gobernantes que tienen como objetivo de su acción política y la
de sus países una firme y convencida determinación por la paz y la
justicia;
– todos aquellos que trabajan en primera línea en Organismos
Internacionales, a menudo con escasos medios, donde «trabajar por la
paz» es una empresa arriesgada incluso para la propia integridad
personal;
– los miembros de las Organizaciones No Gubernamentales que, con el
estudio y la acción, se dedican a la prevención y resolución de
conflictos en las más variadas situaciones y en diversas partes del
mundo;
– los creyentes que, convencidos de que la auténtica fe nunca es
fuente de guerra ni de violencia, promueven argumentos para la paz y el
amor a través del diálogo ecuménico e interreligioso.
22. Mi pensamiento se dirige particularmente a vosotros, queridos
jóvenes, que experimentáis de un modo especial la bendición de la vida y
tenéis el deber de no malgastarla. En las escuelas y universidades, en
los ambientes de trabajo, en el tiempo libre y en el deporte, en todo lo
que hacéis, dejaos guiar constantemente por este objetivo: la paz dentro
y fuera de vosotros, la paz siempre, la paz con todos, la paz para
todos.
A los jóvenes que desgraciadamente han conocido la trágica
experiencia de la guerra y experimentan sentimientos de odio y
resentimiento, os quiero hacer una súplica: haced lo posible por
encontrar el camino de la reconciliación y el perdón. Es difícil, pero
es el único modo que os permite mirar al futuro con esperanza para
vosotros y vuestros hijos, para vuestros países y para la humanidad
entera.
Tendré la oportunidad de reanudar este diálogo con vosotros, queridos
jóvenes, cuando nos encontremos en Roma el próximo mes de agosto con
motivo de la Jornada Jubilar dedicada a vosotros.
El Papa Juan XXIII en uno de sus últimos discursos se dirigió una vez
más «a los hombres de buena voluntad» para invitarlos a comprometerse
en un programa de paz fundado en el «evangelio de la obediencia a Dios,
de la misericordia y del perdón»; y añadía: «entonces, sin ninguna
duda, la paloma luminosa de la paz recorrerá su camino, encendiendo el
gozo y derramando la luz y la gracia en el corazón de los hombres sobre
toda la superficie de la tierra, haciéndoles descubrir, más allá de toda
frontera, rostros de hermanos, rostros de amigos».(9) ¡Que vosotros,
jóvenes del 2000, podáis descubrir y hacer descubrir rostros de hermanos
y rostros de amigos!
En este Año Jubilar, en el que la Iglesia se dedicará a la oración
por la paz con especiales súplicas, nos dirigimos con filial devoción a
la Madre de Jesús, invocándola como Reina de la paz, para que Ella nos
conceda pródigamente los dones de su materna bondad y ayude al género
humano a ser una sola familia, en la solidaridad y en la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1999
NOTAS
(1) Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, n. 1.
(2) Cf. Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 30-43:
AAS 83 (1991), 830-848.
(3) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2317.
(4) Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 28: AAS
83 (1991), 828.
(5) Cf. Discurso a la ONU en el 50º aniversario de su fundación
(5 de octubre de 1995), 13: Insegnamenti 182 (1995), 739-740.
(6) Cf. ibíd., 3: l.c., 732.
(7) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad
misionera de la Iglesia, 8.
(8) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre
el ecumenismo, 2.
(9) Con ocasión de la entrega del Premio Balzán, el 10 de mayo de
1963: AAS 55 (1963), 445.