MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2011
LA LIBERTAD RELIGIOSA, CAMINO PARA LA PAZ
1. Al comienzo de un nuevo año deseo hacer llegar a todos mi
felicitación; es un deseo de serenidad y de prosperidad, pero sobre todo
de paz. El año que termina también ha estado marcado lamentablemente por
persecuciones, discriminaciones, por terribles actos de violencia y de
intolerancia religiosa.
Pienso de modo particular en la querida tierra de Iraq, que en su
camino hacia la deseada estabilidad y reconciliación sigue siendo
escenario de violencias y atentados. Vienen a la memoria los recientes
sufrimientos de la comunidad cristiana, y de modo especial el vil ataque
contra la catedral sirio-católica Nuestra Señora del Perpetuo Socorro,
de Bagdad, en la que el 31 de octubre pasado fueron asesinados dos
sacerdotes y más de cincuenta fieles, mientras estaban reunidos para la
celebración de la Santa Misa. En los días siguientes se han sucedido
otros ataques, también a casas privadas, provocando miedo en la
comunidad cristiana y el deseo en muchos de sus miembros de emigrar para
encontrar mejores condiciones de vida. Deseo manifestarles mi cercanía,
así como la de toda la Iglesia, y que se ha expresado de una manera
concreta en la reciente
Asamblea Especial para Medio Oriente del Sínodo de los Obispos. Ésta
ha dirigido una palabra de aliento a las comunidades católicas en Iraq y
en Medio Oriente para vivir la comunión y seguir dando en aquellas
tierras un testimonio valiente de fe.
Agradezco vivamente a los Gobiernos que se esfuerzan por aliviar los
sufrimientos de estos hermanos en humanidad, e invito a los Católicos a
rezar por sus hermanos en la fe, que sufren violencias e intolerancias,
y a ser solidarios con ellos. En este contexto, siento muy viva la
necesidad de compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la
libertad religiosa, camino para la paz. En efecto, se puede constatar
con dolor que en algunas regiones del mundo la profesión y expresión de
la propia religión comporta un riesgo para la vida y la libertad
personal. En otras regiones, se dan formas más silenciosas y
sofisticadas de prejuicio y de oposición hacia los creyentes y los
símbolos religiosos. Los cristianos son actualmente el grupo religioso
que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe. Muchos
sufren cada día ofensas y viven frecuentemente con miedo por su búsqueda
de la verdad, su fe en Jesucristo y por su sincero llamamiento a que se
reconozca la libertad religiosa. Todo esto no se puede aceptar, porque
constituye una ofensa a Dios y a la dignidad humana; además es una
amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un
auténtico desarrollo humano integral.[1]
En efecto, en la libertad religiosa se expresa la especificidad de la
persona humana, por la que puede ordenar la propia vida personal y
social a Dios, a cuya luz se comprende plenamente la identidad, el
sentido y el fin de la persona. Negar o limitar de manera arbitraria esa
libertad, significa cultivar una visión reductiva de la persona humana,
oscurecer el papel público de la religión; significa generar una
sociedad injusta, que no se ajusta a la verdadera naturaleza de la
persona humana; significa hacer imposible la afirmación de una paz
auténtica y estable para toda la familia humana.
Por tanto, exhorto a los hombres y mujeres de buena voluntad a
renovar su compromiso por la construcción de un mundo en el que todos
puedan profesar libremente su religión o su fe, y vivir su amor a Dios
con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt
22, 37). Éste es el sentimiento que inspira y guía el Mensaje para la
XLIV Jornada Mundial de la Paz, dedicado al tema: La libertad
religiosa, camino para la paz.
Derecho sagrado a la vida y a una vida espiritual
2. El derecho a la libertad religiosa se funda en la misma
dignidad de la persona humana,[2]
cuya naturaleza trascendente no se puede ignorar o descuidar. Dios creó
al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27).
Por eso, toda persona es titular del derecho sagrado a una vida
íntegra, también desde el punto de vista espiritual. Si no se reconoce
su propio ser espiritual, sin la apertura a la trascendencia, la persona
humana se repliega sobre sí misma, no logra encontrar respuestas a los
interrogantes de su corazón sobre el sentido de la vida, ni conquistar
valores y principios éticos duraderos, y tampoco consigue siquiera
experimentar una auténtica libertad y desarrollar una sociedad justa.[3]
La Sagrada Escritura, en sintonía con nuestra propia experiencia,
revela el valor profundo de la dignidad humana: «Cuando contemplo el
cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué
es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle
poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo
sometiste bajo sus pies» (Sal 8, 4-7).
Ante la sublime realidad de la naturaleza humana, podemos
experimentar el mismo asombro del salmista. Ella se manifiesta como
apertura al Misterio, como capacidad de interrogarse en profundidad
sobre sí mismo y sobre el origen del universo, como íntima resonancia
del Amor supremo de Dios, principio y fin de todas las cosas, de cada
persona y de los pueblos.[4]
La dignidad trascendente de la persona es un valor esencial de la
sabiduría judeo-cristiana, pero, gracias a la razón, puede ser
reconocida por todos. Esta dignidad, entendida como capacidad de
trascender la propia materialidad y buscar la verdad, ha de ser
reconocida como un bien universal, indispensable para la
construcción de una sociedad orientada a la realización y plenitud del
hombre. El respeto de los elementos esenciales de la dignidad del
hombre, como el derecho a la vida y a la libertad religiosa, es una
condición para la legitimidad moral de toda norma social y jurídica.
Libertad religiosa y respeto recíproco
3. La libertad religiosa está en el origen de la libertad moral.
En efecto, la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios,
enraizada en la naturaleza humana, confiere a cada hombre plena
dignidad, y es garantía del respeto pleno y recíproco entre las
personas. Por tanto, la libertad religiosa se ha de entender no sólo
como ausencia de coacción, sino antes aún como capacidad de ordenar las
propias opciones según la verdad.
Entre libertad y respeto hay un vínculo inseparable; en efecto, «al
ejercer sus derechos, los individuos y grupos sociales están obligados
por la ley moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus
deberes con relación a los otros y al bien común de todos».[5]
Una libertad enemiga o indiferente con respecto a Dios
termina por negarse a sí misma y no garantiza el pleno respeto del otro.
Una voluntad que se cree radicalmente incapaz de buscar la verdad y el
bien no tiene razones objetivas y motivos para obrar, sino aquellos que
provienen de sus intereses momentáneos y pasajeros; no tiene una
“identidad” que custodiar y construir a través de las opciones
verdaderamente libres y conscientes. No puede, pues, reclamar el respeto
por parte de otras “voluntades”, que también están desconectadas de su
ser más profundo, y que pueden hacer prevalecer otras “razones” o
incluso ninguna “razón”. La ilusión de encontrar en el relativismo moral
la clave para una pacífica convivencia, es en realidad el origen de la
división y negación de la dignidad de los seres humanos. Se comprende
entonces la necesidad de reconocer una doble dimensión en la unidad de
la persona humana: la religiosa y la social. A este
respecto, es inconcebible que los creyentes «tengan que suprimir una
parte de sí mismos –su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería
ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos».[6]
La familia, escuela de libertad y de paz
4. Si la libertad religiosa es camino para la paz, la educación
religiosa es una vía privilegiada que capacita a las nuevas
generaciones para reconocer en el otro a su propio hermano o hermana,
con quienes camina y colabora para que todos se sientan miembros vivos
de la misma familia humana, de la que ninguno debe ser excluido.
La familia fundada sobre el matrimonio, expresión de la unión íntima
y de la complementariedad entre un hombre y una mujer, se inserta en
este contexto como la primera escuela de formación y crecimiento social,
cultural, moral y espiritual de los hijos, que deberían ver siempre en
el padre y la madre el primer testimonio de una vida orientada a la
búsqueda de la verdad y al amor de Dios. Los mismos padres deberían
tener la libertad de poder transmitir a los hijos, sin constricciones y
con responsabilidad, su propio patrimonio de fe, valores y cultura. La
familia, primera célula de la sociedad humana, sigue siendo el ámbito
primordial de formación para unas relaciones armoniosas en todos los
ámbitos de la convivencia humana, nacional e internacional. Éste es el
camino que se ha de recorrer con sabiduría para construir un tejido
social sólido y solidario, y preparar a los jóvenes para que, con un
espíritu de comprensión y de paz, asuman su propia responsabilidad en la
vida, en una sociedad libre.
Un patrimonio común
5. Se puede decir que, entre los derechos y libertades
fundamentales enraizados en la dignidad de la persona, la libertad
religiosa goza de un estatuto especial. Cuando se reconoce la
libertad religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su
raíz, y se refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos.
Y viceversa, cuando se niega la libertad religiosa, cuando se intenta
impedir la profesión de la propia religión o fe y vivir conforme a
ellas, se ofende la dignidad humana, a la vez que se amenaza la justicia
y la paz, que se fundan en el recto orden social construido a la luz de
la Suma Verdad y Sumo Bien.
La libertad religiosa significa también, en este sentido, una
conquista de progreso político y jurídico. Es un bien esencial: toda
persona ha de poder ejercer libremente el derecho a profesar y
manifestar, individualmente o comunitariamente, la propia religión o fe,
tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, las
publicaciones, el culto o la observancia de los ritos. No debería haber
obstáculos si quisiera adherirse eventualmente a otra religión, o no
profesar ninguna. En este ámbito, el ordenamiento internacional resulta
emblemático y es una referencia esencial para los Estados, ya que no
consiente ninguna derogación de la libertad religiosa, salvo la legítima
exigencia del justo orden público.[7]
El ordenamiento internacional, por tanto, reconoce a los derechos de
naturaleza religiosa el mismo status que el derecho a la vida y a
la libertad personal, como prueba de su pertenencia al núcleo
esencial de los derechos del hombre, de los derechos universales y
naturales que la ley humana jamás puede negar.
La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes,
sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento
imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al
mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su
síntesis y su cumbre. Es un «indicador para verificar el respeto de
todos los demás derechos humanos».[8]
Al mismo tiempo que favorece el ejercicio de las facultades humanas más
específicas, crea las condiciones necesarias para la realización de un
desarrollo integral, que concierne de manera unitaria a la
totalidad de la persona en todas sus dimensiones.[9]
La dimensión pública de la religión
6. La libertad religiosa, como toda libertad, aunque proviene de
la esfera personal, se realiza en la relación con los demás. Una
libertad sin relación no es una libertad completa. La libertad
religiosa no se agota en la simple dimensión individual, sino que se
realiza en la propia comunidad y en la sociedad, en coherencia con el
ser relacional de la persona y la naturaleza pública de la religión.
La relacionalidad es un componente decisivo de la libertad
religiosa, que impulsa a las comunidades de los creyentes a practicar la
solidaridad con vistas al bien común. En esta dimensión comunitaria cada
persona sigue siendo única e irrepetible y, al mismo tiempo, se completa
y realiza plenamente.
Es innegable la aportación que las comunidades religiosas dan a la
sociedad. Son muchas las instituciones caritativas y culturales que dan
testimonio del papel constructivo de los creyentes en la vida social.
Más importante aún es la contribución ética de la religión en el ámbito
político. No se la debería marginar o prohibir, sino considerarla como
una aportación válida para la promoción del bien común. En esta
perspectiva, hay que mencionar la dimensión religiosa de la cultura, que
a lo largo de los siglos se ha forjado gracias a la contribución social
y, sobre todo, ética de la religión. Esa dimensión no constituye de
ninguna manera una discriminación para los que no participan de la
creencia, sino que más bien refuerza la cohesión social, la integración
y la solidaridad.
La libertad religiosa, fuerza de libertad y de
civilización:
los peligros de su instrumentalización
7. La instrumentalización de la libertad religiosa para enmascarar
intereses ocultos, como por ejemplo la subversión del orden constituido,
la acumulación de recursos o la retención del poder por parte de un
grupo, puede provocar daños enormes a la sociedad. El fanatismo, el
fundamentalismo, las prácticas contrarias a la dignidad humana, nunca se
pueden justificar y mucho menos si se realizan en nombre de la religión.
La profesión de una religión no se puede instrumentalizar ni imponer por
la fuerza. Es necesario, entonces, que los Estados y las diferentes
comunidades humanas no olviden nunca que la libertad religiosa es
condición para la búsqueda de la verdad y que la verdad no se impone con
la violencia sino por «la fuerza de la misma verdad».[10]
En este sentido, la religión es una fuerza positiva y
promotora de la construcción de la sociedad civil y política.
¿Cómo negar la aportación de las grandes religiones del mundo al
desarrollo de la civilización? La búsqueda sincera de Dios ha llevado a
un mayor respeto de la dignidad del hombre. Las comunidades cristianas,
con su patrimonio de valores y principios, han contribuido mucho a que
las personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia
identidad y dignidad, así como a la conquista de instituciones
democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre con sus
respectivas obligaciones.
También hoy, en una sociedad cada vez más globalizada, los cristianos
están llamados a dar su aportación preciosa al fatigoso y apasionante
compromiso por la justicia, al desarrollo humano integral y a la recta
ordenación de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil,
económico y político responsable, sino también con el testimonio de su
propia fe y caridad. La exclusión de la religión de la vida pública,
priva a ésta de un espacio vital que abre a la trascendencia. Sin esta
experiencia primaria resulta difícil orientar la sociedad hacia
principios éticos universales, así como al establecimiento de
ordenamientos nacionales e internacionales en que los derechos y
libertades fundamentales puedan ser reconocidos y realizados plenamente,
conforme a lo propuesto en los objetivos de la Declaración Universal
de los derechos del hombre de 1948, aún hoy por desgracia
incumplidos o negados.
Una cuestión de justicia y de civilización:
el fundamentalismo y la hostilidad contra los creyentes comprometen la
laicidad positiva de los Estados
8. La misma determinación con la que se condenan todas las formas de
fanatismo y fundamentalismo religioso ha de animar la oposición a todas
las formas de hostilidad contra la religión, que limitan el papel
público de los creyentes en la vida civil y política.
No se ha de olvidar que el fundamentalismo religioso y el laicismo
son formas especulares y extremas de rechazo del legítimo pluralismo y
del principio de laicidad. En efecto, ambos absolutizan una visión
reductiva y parcial de la persona humana, favoreciendo, en el primer
caso, formas de integrismo religioso y, en el segundo, de racionalismo.
La sociedad que quiere imponer o, al contrario, negar la religión con
la violencia, es injusta con la persona y con Dios, pero también consigo
misma. Dios llama a sí a la humanidad con un designio de amor que,
implicando a toda la persona en su dimensión natural y espiritual,
reclama una correspondencia en términos de libertad y responsabilidad,
con todo el corazón y el propio ser, individual y comunitario. Por
tanto, también la sociedad, en cuanto expresión de la persona y del
conjunto de sus dimensiones constitutivas, debe vivir y organizarse de
tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia. Por eso, las
leyes y las instituciones de una sociedad no se pueden configurar
ignorando la dimensión religiosa de los ciudadanos, o de manera que
prescinda totalmente de ella. A través de la acción democrática de
ciudadanos conscientes de su alta vocación, se han de conmensurar con el
ser de la persona, para poder secundarlo en su dimensión religiosa. Al
no ser ésta una creación del Estado, no puede ser manipulada, sino que
más bien debe reconocerla y respetarla.
El ordenamiento jurídico en todos los niveles, nacional e
internacional, cuando consiente o tolera el fanatismo religioso o
antirreligioso, no cumple con su misión, que consiste en la tutela y
promoción de la justicia y el derecho de cada uno. Éstas últimas no
pueden quedar al arbitrio del legislador o de la mayoría porque, como ya
enseñaba Cicerón, la justicia consiste en algo más que un mero acto
productor de la ley y su aplicación. Implica el reconocimiento de la
dignidad de cada uno,[11]
la cual, sin libertad religiosa garantizada y vivida en su esencia,
resulta mutilada y vejada, expuesta al peligro de caer en el predominio
de los ídolos, de bienes relativos transformados en absolutos. Todo esto
expone a la sociedad al riesgo de totalitarismos políticos e
ideológicos, que enfatizan el poder público, mientras se menoscaba y
coarta la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, como si
fueran rivales.
Diálogo entre instituciones civiles y religiosas
9. El patrimonio de principios y valores expresados en una
religiosidad auténtica es una riqueza para los pueblos y su ethos.
Se dirige directamente a la conciencia y a la razón de los hombres y
mujeres, recuerda el imperativo de la conversión moral, motiva el
cultivo y la práctica de las virtudes y la cercanía hacia los demás con
amor, bajo el signo de la fraternidad, como miembros de la gran familia
humana.[12]
La dimensión pública de la religión ha de ser siempre reconocida,
respetando la laicidad positiva de las instituciones estatales. Para
dicho fin, es fundamental un sano diálogo entre las instituciones
civiles y las religiosas para el desarrollo integral de la persona
humana y la armonía de la sociedad.
Vivir en el amor y en la verdad
10. En un mundo globalizado, caracterizado por sociedades cada vez
más multiétnicas y multiconfesionales, las grandes religiones pueden
constituir un importante factor de unidad y de paz para la familia
humana. Sobre la base de las respectivas convicciones religiosas y de la
búsqueda racional del bien común, sus seguidores están llamados a vivir
con responsabilidad su propio compromiso en un contexto de libertad
religiosa. En las diversas culturas religiosas, a la vez que se debe
rechazar todo aquello que va contra la dignidad del hombre y la mujer,
se ha de tener en cuenta lo que resulta positivo para la convivencia
civil.
El espacio público, que la comunidad internacional pone a disposición
de las religiones y su propuesta de “vida buena”, favorece el surgir de
un criterio compartido de verdad y de bien, y de un consenso moral,
fundamentales para una convivencia justa y pacífica. Los líderes de las
grandes religiones, por su papel, su influencia y su autoridad en las
propias comunidades, son los primeros en ser llamados a vivir en el
respeto recíproco y en el diálogo.
Los cristianos, por su parte, están llamados por la misma fe en
Dios, Padre del Señor Jesucristo, a vivir como hermanos que se
encuentran en la Iglesia y colaboran en la edificación de un mundo
en el que las personas y los pueblos «no harán daño ni estrago […],
porque está lleno el país de la ciencia del Señor, como las aguas colman
el mar» (Is 11, 9).
El diálogo como búsqueda en común
11. El diálogo entre los seguidores de las diferentes religiones
constituye para la Iglesia un instrumento importante para colaborar con
todas las comunidades religiosas al bien común. La Iglesia no rechaza
nada de lo que en las diversas religiones es verdadero y santo.
«Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los
preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella
mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de
aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».[13]
Con eso no se quiere señalar el camino del relativismo o del
sincretismo religioso. La Iglesia, en efecto, «anuncia y tiene la
obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es “camino, verdad y
vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de
la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas».[14]
Sin embargo, esto no excluye el diálogo y la búsqueda común de la verdad
en los diferentes ámbitos vitales, pues, como afirma a menudo santo
Tomás, «toda verdad, independientemente de quien la diga, viene del
Espíritu Santo».[15]
En el año 2011 se cumplirá el 25 aniversario de la Jornada mundial
de oración por la paz, que fue convocada en Asís por el Venerable
Juan Pablo II, en 1986. En dicha ocasión, los líderes de las grandes
religiones del mundo testimoniaron que las religiones son un factor de
unión y de paz, no de división y de conflicto. El recuerdo de aquella
experiencia es un motivo de esperanza en un futuro en el que todos los
creyentes se sientan y sean auténticos trabajadores por la justicia y la
paz.
Verdad moral en la política y en la diplomacia
12. La política y la diplomacia deberían contemplar el patrimonio
moral y espiritual que ofrecen las grandes religiones del mundo, para
reconocer y afirmar aquellas verdades, principios y valores universales
que no pueden negarse sin negar la dignidad de la persona humana. Pero,
¿qué significa, de manera práctica, promover la verdad moral en el mundo
de la política y de la diplomacia? Significa actuar de manera
responsable sobre la base del conocimiento objetivo e íntegro de los
hechos; quiere decir desarticular aquellas ideologías políticas que
terminan por suplantar la verdad y la dignidad humana, y promueven
falsos valores con el pretexto de la paz, el desarrollo y los derechos
humanos; significa favorecer un compromiso constante para fundar la ley
positiva sobre los principios de la ley natural.[16]
Todo esto es necesario y coherente con el respeto de la dignidad y el
valor de la persona humana, ratificado por los Pueblos de la tierra en
la Carta de la Organización de las Naciones Unidas de 1945, que
presenta valores y principios morales universales como referencia para
las normas, instituciones y sistemas de convivencia en el ámbito
nacional e internacional.
Más allá del odio y el prejuicio
13. A pesar de las enseñanzas de la historia y el esfuerzo de los
Estados, las Organizaciones internacionales a nivel mundial y local, de
las Organizaciones no gubernamentales y de todos los hombres y mujeres
de buena voluntad, que cada día se esfuerzan por tutelar los derechos y
libertades fundamentales, se siguen constatando en el mundo
persecuciones, discriminaciones, actos de violencia y de intolerancia
por motivos religiosos. Particularmente en Asia y África, las víctimas
son principalmente miembros de las minorías religiosas, a los que se les
impide profesar libremente o cambiar la propia religión a través de la
intimidación y la violación de los derechos, de las libertades
fundamentales y de los bienes esenciales, llegando incluso a la
privación de la libertad personal o de la misma vida.
Como ya he afirmado, se dan también formas más sofisticadas de
hostilidad contra la religión, que en los Países occidentales se
expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos,
en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los
ciudadanos. Son formas que fomentan a menudo el odio y el prejuicio, y
no coinciden con una visión serena y equilibrada del pluralismo y la
laicidad de las instituciones, además del riesgo para las nuevas
generaciones de perder el contacto con el precioso patrimonio espiritual
de sus Países.
La defensa de la religión pasa a través de la defensa de los derechos
y de las libertades de las comunidades religiosas. Que los líderes de
las grandes religiones del mundo y los responsables de las naciones,
renueven el compromiso por la promoción y tutela de la libertad
religiosa, en particular, por la defensa de las minorías religiosas, que
no constituyen una amenaza contra la identidad de la mayoría, sino que,
por el contrario, son una oportunidad para el diálogo y el recíproco
enriquecimiento cultural. Su defensa representa la manera ideal para
consolidar el espíritu de benevolencia, de apertura y de reciprocidad
con el que se tutelan los derechos y libertades fundamentales en todas
las áreas y regiones del mundo.
La libertad religiosa en el mundo
14. Por último, me dirijo a las comunidades cristianas que sufren
persecuciones, discriminaciones, actos de violencia e intolerancia, en
particular en Asia, en África, en Oriente Medio y especialmente en
Tierra Santa, lugar elegido y bendecido por Dios. A la vez que les
renuevo mi afecto paterno y les aseguro mi oración, pido a todos los
responsables que actúen prontamente para poner fin a todo atropello
contra los cristianos que viven en esas regiones. Que los discípulos de
Cristo no se desanimen ante las adversidades actuales, porque el
testimonio del Evangelio es y será siempre un signo de contradicción.
Meditemos en nuestro corazón las palabras del Señor Jesús: «Dichosos
los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen
hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados […].
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra
recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 5-12). Renovemos,
pues, «el compromiso de indulgencia y de perdón que hemos adquirido, y
que invocamos en el Pater Noster, al poner nosotros mismos la
condición y la medida de la misericordia que deseamos obtener: “Y
perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores” (Mt 6, 12)».[17]
La violencia no se vence con la violencia. Que nuestro grito de dolor
vaya siempre acompañado por la fe, la esperanza y el testimonio del amor
de Dios. Expreso también mi deseo de que en Occidente, especialmente en
Europa, cesen la hostilidad y los prejuicios contra los cristianos, por
el simple hecho de que intentan orientar su vida en coherencia con los
valores y principios contenidos en el Evangelio. Que Europa sepa más
bien reconciliarse con sus propias raíces cristianas, que son
fundamentales para comprender el papel que ha tenido, que tiene y que
quiere tener en la historia; de esta manera, sabrá experimentar la
justicia, la concordia y la paz, cultivando un sincero diálogo con todos
los pueblos.
La libertad religiosa, camino para la paz
15. El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores
éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede
contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un
orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional.
La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que
realizar, pero que nunca se cumplirá totalmente. Una sociedad
reconciliada con Dios está más cerca de la paz, que no es la simple
ausencia de la guerra, ni el mero fruto del predominio militar o
económico, ni mucho menos de astucias engañosas o de hábiles
manipulaciones. La paz, por el contrario, es el resultado de un proceso
de purificación y elevación cultural, moral y espiritual de cada persona
y cada pueblo, en el que la dignidad humana es respetada plenamente.
Invito a todos los que desean ser constructores de paz, y sobre todo a
los jóvenes, a escuchar la propia voz interior, para encontrar en Dios
referencia segura para la conquista de una auténtica libertad, la fuerza
inagotable para orientar el mundo con un espíritu nuevo, capaz de no
repetir los errores del pasado. Como enseña el Siervo de Dios Pablo VI,
a cuya sabiduría y clarividencia se debe la institución de la Jornada
Mundial de la Paz: «Ante todo, hay que dar a la Paz otras armas que no
sean las destinadas a matar y a exterminar a la humanidad. Son
necesarias, sobre todo, las armas morales, que den fuerza y prestigio al
derecho internacional; primeramente, la de observar los pactos».[18]
La libertad religiosa es un arma auténtica de la paz, con una misión
histórica y profética. En efecto, ella valoriza y hace fructificar
las más profundas cualidades y potencialidades de la persona humana,
capaces de cambiar y mejorar el mundo. Ella permite alimentar la
esperanza en un futuro de justicia y paz, también ante las graves
injusticias y miserias materiales y morales. Que todos los hombres y las
sociedades, en todos los ámbitos y ángulos de la Tierra, puedan
experimentar pronto la libertad religiosa, camino para la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2010
BENEDICTUS PP XVI
[1] Cf. Carta Enc.
Caritas in veritate, 29.55-57.
[2] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2
[3] Cf. Cart. enc.
Caritas in veritate, 78.
[4] Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decl.
Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con
las religiones no cristianas, 1.
[5] Ibíd.,
Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7
[6]
Discurso a la Asamblea General de la Organización de las
Naciones Unidas (18
abril 2008); AAS 100 (2008), 337.
[7] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2
[8] Juan Pablo II,
Discurso a la Asamblea de la Organización para la seguridad y
la cooperación en Europa (OSCE), (10 octubre 2003), 1:
AAS 96 (2004), 111.
[9] Cf. Carta Enc.
Caritas in veritate, 11.
[10] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decl.
Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1
[11] Cf.
Cicerón, De inventione, II, 160.
[12] Cf.
Discurso a los Representantes de otras Religiones del Reino
Unido (17 septiembre 2010): L’Osservatore Romano
(18 settembre 2010), 12.
[13] Conc. Ecum.
Vat. II, Decl.
Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con
las religiones no cristianas, 2
[14] Ibíd.
[15] Super
evangelium Joannis, I, 3.
[16] Cf.
Discurso a las Autoridades civiles y al Cuerpo diplomático en
Chipre (5 junio 2010): L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española, 13 junio 2010, 6; Comisión Teológica
Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada
sobre la ley natural, Ciudad del Vaticano 2009.
[17] Pablo VI,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1976: AAS
67 (1975), 671.
[18] Ibíd.,
668.