MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1° DE ENERO DE 2014
LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y CAMINO PARA LA PAZ
1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los
pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El
corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su
interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte
un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la
comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o
contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del
hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este
carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada
persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano;
sin ella, es imposible la construcción de una sociedad
justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario
recordar que normalmente la fraternidad se empieza a
aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las
responsabilidades complementarias de cada uno de sus
miembros, en particular del padre y de la madre. La familia
es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el
fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por
vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez mayor de interdependencias y de
comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace
más palpable la conciencia de que todas las naciones de la
tierra forman una unidad y comparten un destino común. En
los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de
etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de
formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen
recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin
embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por
la “globalización de la indiferencia”, que poco a poco nos
“habitúa” al sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros
mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan
gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el
derecho a la vida y a la libertad religiosa. El trágico
fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y
desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa
un ejemplo inquietante. A las guerras hechas de
enfrentamientos armados se suman otras guerras menos
visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo
económico y financiero con medios igualmente destructivos de
vidas, de familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca
a los demás, pero no nos hace hermanos
[1].
Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de
injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad,
sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad.
Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo,
egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales,
fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al
abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”.
Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des
pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas
son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que
una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento
último, no logra subsistir[2]. Una
verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere
una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de
esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los
hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa por
el otro.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9)
2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la
fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos
que se interponen en su realización y descubrir los caminos
para superarlos, es fundamental dejarse guiar por el
conocimiento del designio de Dios, que nos presenta
luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres
proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja
creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn
1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la
primera familia leemos la génesis de la sociedad, la
evolución de las relaciones entre las personas y los
pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda
y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la
diversidad de su actividad y cultura, de su modo de
relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato
de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente del
rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la
tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir
unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no
aceptar la predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo
mejor de su rebaño –«el Señor se fijó en Abel y en su
ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn
4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a
reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con
él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de
cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu
hermano?», con la que Dios interpela a Caín pidiéndole
cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso
soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Después
–nos dice el Génesis– «Caín salió de la presencia del Señor»
(4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han
llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y,
junto con él, el vínculo de reciprocidad y de comunión que
lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a
Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la
puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra
el mal y decide igualmente alzar la mano «contra su hermano
Abel» (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios.
Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a
vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad
lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero
también la dramática posibilidad de su traición. Da
testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el
fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y
mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben
reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la
reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las
mujeres de este mundo podrán corresponder alguna vez
plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre imprimió
en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la
indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas
diferencias que caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la
respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya que hay un solo
Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt
23,8-9). La fraternidad está enraizada en la paternidad de
Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada
e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual
y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano
(cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que
genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios,
cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso
de transformación de la existencia y de las relaciones con
los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la
reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada
en y por Jesucristo con su muerte y resurrección.
La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la
fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por
sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana
para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una
muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su
resurrección nos constituye en humanidad nueva, en
total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que
comprende la plena realización de la vocación a la
fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios,
concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo,
con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte
en principio nuevo y definitivo para todos
nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos
del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar
personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los
hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también
queda superada la separación entre pueblos, entre el
pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de
esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos
de la Promesa. Como leemos en la Carta a los Efesios,
Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es
la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo,
derribando el muro de separación que los dividía, la
enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo
hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a
Dios como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre
todas las cosas. El hombre reconciliado ve en Dios al Padre
de todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una
fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado
y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no
como un extraño, y menos aún como un contrincante o un
enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un
mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en
el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de
igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios,
todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en
cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que
no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los
hermanos.
La fraternidad, fundamento y camino para la paz
4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que
la fraternidad es fundamento y camino para la
paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores aportan una
valiosa ayuda en este sentido. Bastaría recuperar las
definiciones de paz de la
Populorum progressio de Pablo VI o de la
Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la
primera, encontramos que el desarrollo integral de los
pueblos es el nuevo nombre de la paz[3].
En la segunda, que la paz es opus solidaritatis[4].
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino
también entre las naciones, debe reinar un espíritu de
fraternidad. Y explica: «En esta comprensión y amistad
mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una
para edificar el porvenir común de la humanidad»[5].
Este deber concierne en primer lugar a los más favorecidos.
Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana
y sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el
deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas
ayuden a los países menos desarrollados; el deber de
justicia social, que requiere el cumplimiento en
términos más correctos de las relaciones defectuosas entre
pueblos fuertes y pueblos débiles; el deber de caridad
universal, que implica la promoción de un mundo más
humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y
recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para
el desarrollo de los otros[6].
Asimismo, si se considera la paz como opus
solidaritatis, no se puede soslayar que la fraternidad
es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es
un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es
posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor
calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible,
si se asume en la práctica, por parte de todos, una
«determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien
común»[7].
Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia»
o por la «sed de poder». Es necesario estar dispuestos a
«‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y a
‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […]
El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser
considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a
bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física,
abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’
nuestro, una ‘ayuda’»[8].
La solidaridad cristiana entraña que el prójimo
sea amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su
igualdad fundamental con todos», sino como «la imagen
viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de
Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu
Santo»[9],
como un hermano. «Entonces la conciencia de la
paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los
hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y
acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá –recuerda
Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo
criterio para interpretarlo»[10],
para transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la pobreza
5. En la
Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al
mundo entero que la falta de fraternidad entre los pueblos y
entre los hombres es una causa importante de la pobreza[11].
En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza
relacional debida a la carencia de sólidas relaciones
familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al
crecimiento de distintos tipos de descontento, de
marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia
patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada
redescubriendo y valorando las relaciones fraternas
en el seno de las familias y de las comunidades,
compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las
dificultades y los logros que forman parte de la vida de las
personas.
Además, si por una parte se da una reducción de la
pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de
reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es
decir, de las desigualdades entre personas y grupos que
conviven en una determinada región o en un determinado
contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan
también políticas eficaces que promuevan el principio de la
fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su
dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a los
«capitales», a los servicios, a los recursos educativos,
sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la
oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y
puedan desarrollarse plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una
excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la
enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca social,
según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de
Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea cosas
propias»[12],
en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente suyas,
sino también como comunes, en el sentido de que no le
aprovechen a él solamente, sino también a los demás»
[13].
Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad
–y así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de
todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir
estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo
las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión
fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a
Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se trata sólo
de personas consagradas que hacen profesión del voto de
pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos
responsables, que creen firmemente que la relación fraterna
con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la economía
6. Las graves crisis financieras y económicas –que tienen
su origen en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y
del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales,
por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones
interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a
muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en
el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una
economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del
«peligro real y perceptible de que, mientras avanza
enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo
de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio
suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida a ese
mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación,
aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda
la organización de la vida comunitaria, a través del sistema
de producción, a través de la presión de los medios de
comunicación social»[14].
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una
detrás de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones
de los modelos de desarrollo económico y a un cambio en los
estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias
para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una
ocasión propicia para recuperar las virtudes de la
prudencia, de la templanza, de la justicia y de la
fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los
momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos
que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que
el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que
desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo,
estas virtudes son necesarias para construir y mantener una
sociedad a medida de la dignidad humana.
La fraternidad extingue la guerra
7. Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y
hermanas han sufrido la experiencia denigrante de la guerra,
que constituye una grave y profunda herida infligida a la
fraternidad.
Muchos son los conflictos armados que se producen en
medio de la indiferencia general. A todos cuantos viven en
tierras donde las armas imponen terror y destrucción, les
aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta
tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a las
víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la
oración por la paz, el servicio a los heridos, a los que
pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a
cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para
hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta
humanidad sufriente y para hacer cesar, junto a las
hostilidades, cualquier atropello o violación de los
derechos fundamentales del hombre[15].
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación
a cuantos siembran violencia y muerte con las armas:
Redescubran, en quien hoy consideran sólo un enemigo al que
exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él.
Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro del
otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación para
reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la
esperanza. «En esta perspectiva, parece claro que en la vida
de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la
deliberada negación de toda posible concordia internacional,
creando divisiones profundas y heridas lacerantes que
requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras
constituyen el rechazo práctico al compromiso por alcanzar
esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad
internacional se ha fijado»[16].
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de
armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán
encontrar nuevos pretextos para iniciar las hostilidades.
Por eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no
proliferación de las armas y al desarme de parte de todos,
comenzando por el desarme nuclear y químico.
No podemos dejar de constatar que los acuerdos
internacionales y las leyes nacionales, aunque son
necesarias y altamente deseables, no son suficientes por sí
solas para proteger a la humanidad del riesgo de los
conflictos armados. Se necesita una conversión de los
corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un
hermano del que preocuparse, con el que colaborar para
construir una vida plena para todos. Éste es el espíritu que
anima muchas iniciativas de la sociedad civil a favor de la
paz, entre las que se encuentran las de las organizaciones
religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos siga
dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva
aplicación en el derecho internacional del derecho a la paz,
como un derecho humano fundamental, pre-condición necesaria
para el ejercicio de todos los otros derechos.
La corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad
8. El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo
integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones de
una persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y
ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder
realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición
con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la
estima mutua (cf. Rm 12,10). También en las disputas,
que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es
necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo,
educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o
un adversario al que eliminar.
La fraternidad genera paz social, porque crea un
equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad
personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el
bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo
esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos
deben sentirse representados por los poderes públicos sin
menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre
ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte
que deforman su relación, propiciando la creación de un
clima perenne de conflicto.
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo
individual que impide que las personas puedan vivir en
libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla
socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy
tan capilarmente difundidas, como en la formación de las
organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a
aquellos que operan a escala global, que, minando
profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón
de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden
gravemente a Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la
creación, más todavía cuando tienen connotaciones
religiosas.
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que
algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles,
en la devastación de los recursos naturales y en la
contaminación, en la tragedia de la explotación laboral;
pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la
especulación financiera, que a menudo asume rasgos
perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos
y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y
mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha
víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes,
robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres
humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la
esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes
del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los
emigrantes con los que se especula indignamente en la
ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad
que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse
de inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven
privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por
el contrario, al progreso de la vida y al propio
perfeccionamiento»[17].
Sin embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede
excluir la posibilidad de que cambie de vida. Me gustaría
que esto fuese un mensaje de confianza para todos, también
para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios
no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva
(cf. Ez 18,23).
En el contexto amplio del carácter social del hombre, por
lo que se refiere al delito y a la pena, también hemos de
pensar en las condiciones inhumanas de muchas cárceles,
donde el recluso a menudo queda reducido a un estado
infrahumano y humillado en su dignidad humana, impedido
también de cualquier voluntad y expresión de redención. La
Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor parte de
las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más,
con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo
por muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más
apoyadas leal y honestamente también por los poderes
civiles.
La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza
9. La familia humana ha recibido del Creador un don en
común: la naturaleza. La visión cristiana de la creación
conlleva un juicio positivo sobre la licitud de las
intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello,
a condición de obrar responsablemente, es decir, acatando
aquella “gramática” que está inscrita en ella y usando
sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la
belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos
y su función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza
está a nuestra disposición, y nosotros estamos llamados a
administrarla responsablemente. En cambio, a menudo nos
dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del dominar,
del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la
naturaleza, no la respetamos, no la consideramos un don
gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los
hermanos, también de las generaciones futuras.
En particular, el sector agrícola es el sector
primario de producción con la vocación vital de cultivar y
proteger los recursos naturales para alimentar a la
humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del
hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la
pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las
sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía
en las prioridades a las que se destina la producción. De
hecho, es un deber de obligado cumplimiento que se utilicen
los recursos de la tierra de modo que nadie pase hambre. Las
iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se
limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que
la producción actual es suficiente y, sin embargo, millones
de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un
verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para
que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra,
no sólo para evitar que se amplíe la brecha entre quien más
tiene y quien se tiene que conformar con las migajas, sino
también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, de
equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido,
quisiera recordar a todos el necesario destino universal
de los bienes, que es uno de los principios clave de la
doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la
condición esencial para posibilitar un efectivo y justo
acceso a los bienes básicos y primarios que todo hombre
necesita y a los que tiene derecho.
Conclusión
10. La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta,
amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el
amor dado por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la
fraternidad.
El necesario realismo de la política y de la economía no
puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que
ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta
esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más
pobre y las personas quedan reducidas a objetos de
explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio
asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y
a cada mujer, la política y la economía conseguirán
estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de
caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de
desarrollo humano integral y de paz.
Los cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros
los unos de los otros, que todos nos necesitamos unos a
otros, porque a cada uno de nosotros se nos ha dado una
gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad
común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha
venido al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la
posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo
tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en la
reciprocidad, en el perdón, en el don total de sí, según la
amplitud y la profundidad del amor de Dios, ofrecido a la
humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado, atrae a
todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos
a otros; como yo les he amado, ámense también entre ustedes.
La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos
será que se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es
la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso
adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del
sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más
alejado de mí, poniéndonos en marcha por el camino exigente
de aquel amor que se entrega y se gasta gratuitamente por el
bien de cada hermano y hermana.
Cristo se dirige al hombre en su integridad y no desea
que nadie se pierda. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn
3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las
puertas de su corazón y de su mente. «El primero entre
ustedes pórtese como el menor, y el que gobierna, como el
que sirve» –dice Jesucristo–,«yo estoy en medio de ustedes
como el que sirve» (Lc 22,26-27). Así pues, toda
actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a
las personas, especialmente a las más lejanas y
desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad que
edifica la paz.
Que María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a
vivir cada día la fraternidad que brota del corazón de su
Hijo, para llevar paz a todos los hombres en esta querida
tierra nuestra.
Vaticano, 8 de diciembre de 2013.
FRANCISCO
[1] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS
101 (2009), 654-655.
[2] Cf. Francisco, Carta enc.Lumen fidei (29 junio 2013), 54: AAS 105
(2013), 591-592.
[3] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS
59 (1967), 299.
[4] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 39:
AAS 80 (1988), 566-568.
[5] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 43: AAS
59 (1967), 278-279.
[6] Cf. íbid., 44: AAS 59 (1967), 279.
[7] Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38:
AAS 80 (1988), 566.
[8] Íbid., 38-39: AAS 80 (1988), 566-567.
[9] Íbid., 40: AAS 80 (1988), 569.
[10] Íbid.
[11] Cf. Carta enc.
Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS
101 (2009), 654-655.
[12] Summa Theologiae II-II, q.66, art. 2.
[13] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 69. Cf. León XIII, Carta enc.
Rerum novarum (15 mayo 1891), 19: ASS 23
(1890-1891), 651; Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 42:
AAS 80 (1988), 573-574; Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 178.
[14] Carta enc.
Redemptor hominis (4 marzo 1979), 16: AAS 61
(1979), 290.
[15] Cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz»,
Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n.
159.
[16] Francisco,
Carta al Presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin
(4 septiembre 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 septiembre 2013), 1.
[17] Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963),34: AAS 55
(1963), 256.