MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2016
Vence la indiferencia y conquista la paz
1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores
deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de
cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes
de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la
esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar
la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra
de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las
mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza
2. Las guerras y los
atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de
personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las
prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin,
multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir
las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases».
Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas
concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la
exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar
el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la
indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la
capacidad de la humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los
intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las
situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el
esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en
el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para
afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra,
nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter
global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el
objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de
las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con
el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos,
sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido
también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario
de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan
de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el
mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en
par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación
entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et
spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo,
solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la
humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a
abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la
Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y
las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro
tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la
Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los
problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2].
En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo
invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda
desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y
testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos
viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con
frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la
indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e
impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3]. Hay muchas
razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente
en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e
interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la
protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria
está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida
común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como
seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas
dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con
nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y
con los cuales actuamos en solidariedad. Fuera de esta relación, seríamos
menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una
amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año,
deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia
y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia
3. Es cierto que la actitud del
indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a
los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o
se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza
una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la
historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente
el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el
fenómeno de la «globalización de la indiferencia».
La primera forma de
indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la
cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto
es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo
práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre
piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se
siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir
completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie,
excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta
autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el
hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí
mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues,
más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el
reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida
humana»[6].
La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay
quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve
programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera
costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la
humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es
la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción
dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el
aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de
por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una
apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede
comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida,
relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean
culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con
indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una
"educación" que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven
crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en
muchos países -en sus gobiernos, empresarios e instituciones-, cualquiera
que sea la ideología política de los gobernantes»[8].
La indiferencia se
manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad
circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no
buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al
grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos
hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus
dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les
acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos
compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de
los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus
problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen? Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a
gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10].
Al vivir en una casa
común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he
intentado hacer en la Laudato si?. La contaminación de las aguas y del
aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del
ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los
demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del
hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás[11],
por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa
hacer en su propia casa[12].
En estos y en otros casos, la indiferencia
provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo
contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la
creación.
La paz amenazada por la indiferencia globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada
persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto
XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de
los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la
trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo,
resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la
paz»[14]. El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no
reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo
como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15].
En el plano
individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la
indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que
alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio
social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo
caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar,
antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la
indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave
falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus
capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de
modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la
humanidad[16].
Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia
respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su
libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo,
favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por
constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar
también a justificar algunas políticas económicas deplorables,
premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a
conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que
los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo
conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear
los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las
poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento,
el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a
tomárselos por la fuerza[17].
Además, la indiferencia respecto al ambiente
natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes
naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida,
forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas,
nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en
términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y
cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para
satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18]
De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5. Hace un año,
en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino
hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la
de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el
modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son
hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y
creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se
rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia
cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en
paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad
de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad
y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a la
responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros
padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a
Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: "No sé; ¿soy yo el
guardián de mi hermano?". El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre
de tu hermano me está gritando desde el suelo?» (Gn 4,9-10).
Caín dice que
no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No
se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es
indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el
mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta
es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio,
Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y
pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el
inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del
hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en
Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión
de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco
sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta
tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana
leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen
la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es
indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús,
ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario
con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la
humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se
limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella,
especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf.
Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino
también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los
árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él
ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con
ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad.
No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para
poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la
parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de
ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de
largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita
a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a
detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las
heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando
por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la
indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos
rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos
alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden
hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser
también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran
familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad
humana -reflejo del rostro de Dios en sus creaturas- esté en juego. Jesús
nos advierte: el amor a los demás -los extranjeros, los enfermos, los
encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos- es la medida
con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino
eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de
Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf.
Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo
de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co
16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su
hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el
amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para
la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie
en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben
transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y
motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad
de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el
perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los
hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente
la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en
las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,
cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].
También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la
misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida,
un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los
otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios
transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26),
capaz de abrirse a los otros con auténtica solidariedad. Esta es mucho más
que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas
o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno,
para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[23], porque la
compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad
constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de
conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable
interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo
globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un
determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto
del mundo[24].
Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la
indiferencia
6. La solidaridad como virtud moral y actitud
social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos
aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer
lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e
imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se
transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y
del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el
ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros
simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].
Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes
centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar
a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su
responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y
sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco
y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia.
Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen
responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente
educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de
diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado
en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a
los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día
la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en
la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].
Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación
social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la
formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso
a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más
extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la
verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de
comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus
destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la
educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se
produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en
la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la cultura y los
medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y
se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente
lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidariedad, misericordia y compasión
7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la
indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito
anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas
que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que
el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones
loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no
aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el
camino hacia una sociedad más humana.
Hay muchas organizaciones no
gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de
ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos
armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos,
como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar
a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que
atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de
vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales,
sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.
Me dirijo
también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública
sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los
que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las
minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y
de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor
vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros
que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a
pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los
conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de tantas
dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a
sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la
solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus
corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los
emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las
familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y
los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger
una familia de refugiados[28].
Por último, deseo mencionar a los jóvenes
que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que
abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su
país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos
aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé
publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará
que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados
hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno
está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia
vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la
realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el
ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a hacer gestos
concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su
sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los
enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es
urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de
vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están
detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad
reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir
en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este
contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para
abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la
posibilidad de una amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir
una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que
estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los
recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración
de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención
especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que
la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los
responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de
nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y
techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la
herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias
y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La
falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la
esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si
bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una
atención especial debería ser dedicada a las mujeres -desgraciadamente
todavía discriminadas en el campo del trabajo- y a algunas categorías de
trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas
retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las
condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los
tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida,
incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los
Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también
están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos,
permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de
la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también
dentro de la familia de las naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir
un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a
conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales,
culturales y sociales, sino también -y por mucho tiempo- la integridad
moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda
internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de
cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas
ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y
que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e
inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con
los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima,
Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su
Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la
bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y
solidario.
Vaticano, 8 de diciembre de 2015
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia
FRANCISCUS
________________
[1] Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, 1.
[2] Cf. ibíd., 3.
[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia
Misericordiae vultus, 14-15.
[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.
[5] Cf. ibíd., 16.
[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.
[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no
más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad
entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos,
pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas
in veritate, 19).
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.
[9] Cf. ibíd., 54.
[10] Mensaje para la Cuaresma 2015.
[11] Cf. Carta. enc. Laudato si?, 92.
[12] Cf. ibíd., 51.
[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la
Santa Sede (7 enero 2013).
[14] Ibíd.
[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión,
diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre
2011.
[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.
[17] «Pero hasta que no se
reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los
distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la
violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un
caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la
sociedad -local, nacional o mundial- abandona en la periferia una parte de
sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de
inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no
sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los
excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es
injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social
por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).
[18] Cf. Carta enc. Laudato sii, 31; 48.
[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.
[20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia
Misericordiae vultus, 12.
[21] Cf. ibíd., 13.
[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.
[23] Ibíd.
[24] Cf. ibíd.
[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).
[26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.
[27] Ibíd.
[28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015). [29] Cf. Discurso a una delegación de
la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).