MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DEL «DIA DE LA PAZ»
1º de enero de 1968
Nos dirigimos
a todos los hombres de buena
voluntad para exhortarlos a
celebrar «El Día de la Paz»
en todo el mundo, el primer
día del año civil, 1 de
enero de 1968. Sería nuestro
deseo que después, cada año,
esta celebración se
repitiese como presagio y
como promesa, al principio
del calendario que mide y
describe el camino de la
vida en el tiempo, de que
sea la Paz con su justo y
benéfico equilibrio la que
domine el desarrollo de la
historia futura.
Nos pensamos
que esta propuesta
interprete las aspiraciones
de los Pueblos, de sus
Gobernantes, de las
Entidades internacionales
que intentan conservar la
Paz en el mundo, de las
Instituciones religiosas tan
interesadas en promover la
Paz, de los Movimientos
culturales, políticos y
sociales que hacen de la Paz
su ideal, de la Juventud,
—en quien es más viva
la perspicacia de los nuevos
caminos de la civilización,
necesariamente orientados
hacia un pacífico desarrollo—,
de los hombres sabios que
ven cuán necesaria sea hoy
la Paz y al mismo tiempo
cuán amenazada.
La proposición de dedicar a
la Paz el primer día del año
nuevo no intenta calificarse
como exclusivamente nuestra,
religiosa, es decir
católica; querría encontrar
la adhesión de todos los
amigos de la Paz, como si
fuese iniciativa suya
propia, y expresarse en
formas diversas,
correspondientes al carácter
particular de cuantos
advierten cuán hermosa e
importante es la armonía de
todas las voces en el mundo
para la exaltación de este
primer bien, que es la Paz,
en el múltiple concierto de
la humanidad moderna.
La Iglesia
Católica, con intención de
servicio y de ejemplo,
quiere simplemente «lanzar
la idea», con la esperanza
que alcance no sólo el más
amplio asentimiento del
mundo civil, sino que tal
idea encuentre en todas
partes múltiples promotores,
hábiles y capaces de
expresar en la «Jornada de
la Paz», a celebrarse al
principio de cada nuevo año,
aquel sincero y fuerte
carácter de humanidad
consciente y redimida de sus
tristes y funestos
conflictos bélicos, que sepa
dar a la historia del mundo
un desarrollo ordenado y
civil más feliz.
La Iglesia
Católica procurará llamar a
sus fieles a celebrar «la
Jornada de la Paz» con las
expresiones religiosas y
morales de la fe cristiana;
pero considera necesario
recordar a todos aquellos,
que querrán compartir la
oportunidad de tal
«Jornada», algunos puntos
que deben caracterizarla; y
primero entre ellos: la
necesidad de defender la paz
frente a los peligros que
siempre la amenazan: el
peligro de supervivencia de
los egoísmos en las
relaciones entre las
naciones; el peligro de las
violencias a que algunos
pueblos pueden dejarse
arrastrar por la
desesperación, al no ver
reconocido y respetado su
derecho a la vida y a la
dignidad humana; el peligro,
hoy tremendamente
acrecentado, del recurso a
los terribles armamentos
exterminadores de los que
algunas Potencias disponen,
empleando en ello enormes
medios financieros, cuyo
dispendio es motivo de
penosa reflexión ante las
graves necesidades que
afligen el desarrollo de
tantos otros pueblos; el
peligro de creer que las
controversias
internacionales no se pueden
resolver por los caminos de
la razón, es decir de las
negociaciones fundadas en el
derecho, la justicia, la
equidad, sino sólo por los
de las fuerzas espantosas y
mortíferas.
La Paz se
funda subjetivamente sobre
un nuevo espíritu que debe
animar la convivencia de los
Pueblos una nueva mentalidad
acerca del hombre, de sus
deberes y sus destinos.
Largo camino es aún
necesario para hacer
universal y activa esta
mentalidad; una nueva
pedagogía debe educar las
nuevas generaciones en el
mutuo respeto de las
Naciones, en la hermandad de
los Pueblos, en la
colaboración de las gentes
entre sí y también respecto
a su progreso y desarrollo.
Los organismos
internacionales, instituídos
para este fin, deben ser
sostenidos por todos, mejor
conocidos, dotados de
autoridad y de medios
idóneos para su gran misión.
La «Jornada de la Paz» debe
hacer honor a estas
Instituciones y rodear su
trabajo de prestigio, de
confianza y de aquel sentido
de expectación que debe
tener en ellas vigilante el
sentido de sus gravísimas
responsabilidades y fuerte
la conciencia del mandato
que se les ha confiado.
Una
advertencia hay que
recordar. La paz no puede
estar basada sobre una falsa
retórica de palabras, bien
recibidas porque responden a
las profundas y genuinas
aspiraciones de los hombres,
pero que pueden también
servir y han servido a
veces, por desgracia, para
esconder el vacío del
verdadero espíritu y de
reales intenciones de paz,
si no directamente para
cubrir sentimientos y
acciones de prepotencia o
intereses de parte. Ni se
puede hablar legítimamente
de paz, donde no se
reconocen y no se respetan
los sólidos fundamentos de
la paz: la sinceridad, es
decir, la justicia y el amor
en las relaciones entre los
Estados y, en el ámbito de
cada una de las Naciones, de
los ciudadanos entre sí y
con sus gobernantes; la
libertad de los individuos y
de los pueblos, en todas sus
expresiones. cívicas,
culturales, morales,
religiosas; de otro modo no
se tendrá la paz
—aun cuando la
opresión sea capaz de crear
un aspecto exterior de orden
y de legalidad—,
sino el brotar continuo e
insofocable de revueltas y
de guerras.
Es, pues, a
la paz verdadera, a la paz
justa y equilibrada, en el
reconocimiento sincero de
los derechos de la persona
humana y de la independencia
de cada Nación que Nos
invitamos a los hombres
sabios y fuertes a dedicar
esta Jornada.
Así,
finalmente, es de augurar
que la exaltación del ideal
de la Paz no favorezca la
cobardía de aquellos que
temen deber dar la vida al
servicio del propio País y
de los propios hermanos
cuando estos están empeñados
en la defensa de la justicia
y de la libertad, y que
buscan solamente la huída de
la responsabilidad y de los
peligros necesarios para el
cumplimiento de grandes
deberes y empresas
generosas: Paz no es
pacifismo, no oculta una
concepción vil y negligente
de la vida, sino proclama
los más altos y universales
valores de la vida: la
verdad, la justicia, la
libertad, el amor.
Y es por la
tutela de estos valores que
nosotros los colocamos bajo
la bandera de la Paz e
invitamos hombres y Naciones
a levantar, al amanecer del
año nuevo, esta bandera que
debe guiar la nave de la
civilización, a través de
las inevitables tempestades
de la historia, al puerto de
sus más altas metas.
A vosotros,
venerables Hermanos en el
Episcopado,
a vosotros, Hijos y Fieles
queridísimos de nuestra
Santa Iglesia Católica,
Dirigimos la
invitación que arriba hemos
anunciado; la de dedicar a
los pensamientos y a los
propósitos de la Paz una
celebración particular en el
día primero del año civil,
el uno de Enero del próximo
año.
Esta
celebración no debe alterar
el calendario litúrgico que
reserva el primer día del
año al culto de la
maternidad divina de María y
al nombre santísimo de
Jesús; antes bien, estas
santas y suaves memorias
religiosas deben proyectar
su luz de bondad, de
sabiduría y de esperanza
sobre la imploración, la
meditación, la promoción del
grande y deseado don de la
paz de que el mundo tiene
tanta necesidad.
Os habréis
percatado, venerables
Hermanos y queridos Hijos,
con cuánta frecuencia
nuestras palabras repiten
consideraciones y
exhortaciones sobre el tema
de la Paz; no lo hacemos
para ceder a una costumbre
fácil, ni para servirnos de
un argumento de pura
actualidad; lo hacemos
porque pensamos que lo exige
nuestro deber de Pastor
universal; lo hacemos porque
vemos amenazada la Paz en
forma grave y con
previsiones de
acontecimientos terribles
que pueden resultar
catastróficos para naciones
enteras y quizá también para
gran parte de la humanidad;
lo hacemos porque en los
últimos años de la historia
de nuestro siglo ha
aparecido finalmente con
mucha claridad que la Paz es
la línea única y verdadera
del progreso humano (no las
tensiones de nacionalismos
ambiciosos, ni las
conquistas violentas, ni las
represiones portadoras de un
falso orden civil); lo
hacemos porque la Paz está
en la entraña de la religión
cristiana, puesto que para
el cristiano proclamar la
paz es anunciar a Cristo;
«El es nuestra paz» (Ef.
2, 14); el suyo es
«Evangelio de paz» (Ef.
6, 15) : mediante su
sacrificio en la Cruz, El
realizó la reconciliación
universal y nosotros, sus
seguidores, estamos llamados
a ser «operadores de la Paz»
(Mt. 5, 9); y sólo
del Evangelio, al fin, puede
efectivamente brotar la Paz,
no para hacer débiles ni
flojos a los hombres sino
para sustituir, en sus
espíritus, los impulsos de
la violencia y de los abusos
por las virtudes viriles de
la razón y del corazón de un
humanismo verdadero; lo
hacemos finalmente porque
querríamos que jamás nos
acusasen Dios ni la historia
de haber callado ante el
peligro de un nuevo
conflicto entre los pueblos,
el cual, como todos saben,
podría revestir formas
imprevistas de terror
apocalíptico.
En necesario
siempre hablar de Paz. Es
necesario educar al mundo
para que ame la Paz, la
construya y la defienda;
contra las premisas de la
guerra que renacen
(emulaciones nacionalistas,
armamentos, provocaciones
revolucionarias, odio de
razas, espíritu de venganza,
etc.) y contra las insidias
de una táctica de pacifismo
que adormece al adversario o
debilita en los espíritus el
sentido de la justicia, del
deber y del sacrificio, es
preciso suscitar en los
hombres de nuestro tiempo y
de las generaciones futuras
el sentido y el amor de la
Paz fundada sobre la verdad,
sobre la justicia, sobre la
libertad, sobre el amor
(cfr. Juan XXIII, Pacem
in terris).
La grande
idea de la Paz tenga,
especialmente para nosotros,
seguidores de Cristo, su
Jornada solemne, en el
comienzo del año nuevo 1968.
Nosotros, los
creyentes del Evangelio,
podemos infundir en esta
celebración un tesoro
maravilloso de ideas
originales y poderosas: como
la de la hermandad
intangible y universal de
todos los hombres que deriva
de la Paternidad de Dios
única, soberana y
amabilísima; y que proviene
de la comunión que, in re
vel in spe, nos une a
todos a Cristo; y también de
la vocación profética que en
el Espíritu Santo llama al
género humano a la unidad no
sólo de conciencia sino de
obras y de destinos.
Nosotros podemos, como
ninguno, hablar del amor al
prójimo. Nosotros podemos
sacar del precepto
evangélico del perdón y de
la misericordia gérmenes
regeneradores de la
sociedad. Nosotros, sobre
todo, Hermanos
venerabilísimos e Hijos
dilectísimos, podemos tener
un arma singular para la
Paz, la oración, con sus
maravillosas energías de
tonificación moral y de
impetración de trascendentes
factores divinos de
innovaciones espirituales y
políticas; y con la
posibilidad que ella ofrece
a cada uno para examinarse
individualmente y
sinceramente acerca de las
raíces del rencor y de la
violencia que pudieran
encontrarse en el corazón de
cada uno.
Tratemos, por
tanto, de inaugurar el año
de gracia 1968 (año de la fe
que se convierte en
esperanza) orando por la
Paz; todos, posiblemente
juntos en nuestras Iglesias
y en nuestras casas; es lo
que por ahora os pedimos;
que no falte la voz de nadie
en el gran coro de la
Iglesia y del mundo que
invoca de Cristo, inmolado
por nosotros, dona nobis
pacem.
A todos
vosotros nuestra bendición
apostólica.
El Vaticano,
8 de diciembre de 1967.
PAULUS PP. VI