MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1º de enero de 1971
¡HOMBRES DE 1971!
En el cuadrante de la Historia del mundo
la manecilla del tiempo,
de nuestro tiempo,
marca el comienzo de un
nuevo año: éste,
que deseamos inaugurar, como
los anteriores,
con nuestro augurio
afectuoso,
con nuestro mensaje de Paz:
Paz para vosotros, Paz para
el mundo.
Escuchadnos.
Vale la pena. Sí, nuestra
palabra es siempre la misma:
paz. Pero es la palabra que
necesita el mundo; una
necesidad urgente que la
vuelve nueva.
Abrimos los
ojos al alba de este nuevo
año y observamos dos órdenes
de hechos generales que
afectan fuertemente al
mundo, a los pueblos, a las
familias y a los individuos.
Creemos que estos hechos
influyen profunda y
directamente en nuestros
destinos y cada uno de
nosotros puede ser su
horóscopo.
Observad el
primer orden de hechos. En
realidad no es un orden sino
más bien un desorden; ya que
los hechos que reunimos en
esta categoría señalan todos
ellos un retorno a ideas y
obras que la experiencia
trágica de la guerra parecía
haber anulado o debiera
haber anulado.
Al finalizar
la guerra todos habían
dicho: basta. ¿Basta a qué?
Basta a todo lo que había
generado la matanza humana y
la tremenda ruina.
Inmediatamente después de la
guerra, al comienzo de esta
generación, la humanidad
tuvo una ráfaga de
conciencia: es necesario no
sólo preparar las tumbas,
curar las heridas, reparar
los desastres, restituir a
la tierra una imagen nueva y
mejor, sino también anular
las causas de la
conflagración sufrida.
Buscar y eliminar las
causas, ésta fue la idea
acertada. El mundo respiró.
Ciertamente,
parecía que estuviera por
nacer una era nueva, la de
la paz universal.(1) Todos
parecían dispuestos a
cambios radicales, a fin de
evitar nuevos conflictos.
Partiendo de las estructuras
políticas, sociales y
económicas se llegó a
proyectar un horizonte de
innovaciones morales y
sociales maravillosas; se
habló de justicia, de
derechos humanos, de
promoción de los débiles, de
convivencia ordenada, de
colaboración organizada y de
unión mundial.
Se realizaron
gestos admirables; los
vencedores, por ejemplo, se
convirtieron en socorredores
de los vencidos; se fundaron
importantes instituciones;
el mundo comenzó a
organizarse sobre principios
de solidaridad y bienestar
común. Parecía
definitivamente trazado el
camino hacia la paz, como
condición normal y
constitucional de la vida
del mundo.
Pero ¿qué
vemos después de veinticinco
años de este real e idílico
progreso? Vemos, ante todo,
que las guerras, arrecian
todavía, acá y allá, y
parecen plagas incurables
que amenazan extenderse y
agravarse. Vemos que
continúan creciendo, acá y
allá, las discriminaciones
sociales, raciales y
religiosas. Vemos resurgir
la mentalidad de antaño; el
hombre parece reafirmarse
sobre posiciones,
psicológicas primero y luego
políticas, del tiempo
pasado. Resurgen los
demonios de ayer. Retorna la
supremacía de los intereses
económicos,(2) con el fácil
abuso de la explotación de
los débiles; retorna el
hábito del odio (3) y de la
lucha de clases y, renace
así una guerra internacional
y civil endémica; retorna la
competencia por el prestigio
nacional y el poder
político; retorna el brazo
de hierro de las ambiciones
en pugna, de los
individualismos cerrados e
indomables de las razas y
los sistemas ideológicos; se
recurre a la tortura y al
terrorismo; se recurre al
delito y a la violencia,
como a fuego ideal sin tener
en cuenta el incendio que
puede sobrevenir; se
considera la paz como un
puro equilibrio de fuerzas
poderosas y de armas
espantosas; se siente
estremecimiento ante el
temor de que una imprudencia
fatal haga explotar
conflagraciones
inconcebibles e
irrefrenables. ¿Qué sucede?
¿Hacia dónde vamos? ¿Qué es
lo que no ha funcionado o ha
faltado? ¿Debemos
resignarnos, dudando que el
hombre sea capaz de lograr
una paz justa y segura, y
renunciando a plasmar la
esperanza y la mentalidad de
la paz en la educación de
las generaciones nuevas? (4)
Afortunadamente, ante
nuestra observación se
perfila otro esquema de
ideas y hechos: el de la paz
progresiva. Pues, a pesar de
todo, la paz camina. Existen
interrupciones,
incoherencias y
dificultades; pero no
obstante la paz camina y se
afianza en el mundo con un
carácter invencible. Todos
lo advierten: la paz es
necesaria. Ella comporta el
progreso moral de la
humanidad, decididamente
orientada hacia la unidad.
La unidad y la paz son
hermanas cuando las une la
libertad. La paz se
encuentra favorecida por el
creciente beneplácito de la
opinión pública, convencida
de lo absurdo de la guerra
por la guerra misma y de la
guerra como único y fatal
medio para dirimir las
controversias entre los
hombres. La paz utiliza la
red cada vez más densa de
las relaciones humanas :
culturales, económicas,
comerciales, deportivas y
turísticas; es necesario
vivir juntos, y es hermoso
conocerse, estimarse y
ayudarse. Se está creando en
el mundo una solidaridad
fundamental, que favorece la
paz. Las relaciones
internacionales se
desarrollan cada vez más y
crean la premisa y también
la garantía de una cierta
concordia. Las grandes
instituciones
internacionales y
supranacionales se
demuestran providenciales,
tanto para dar vida como
para perfeccionar la
convivencia pacífica de la
humanidad.
Ante este
doble cuadro, que nos
presenta superpuestos
fenómenos contrarios en
relación con el fin que
tanto anhelamos, es decir la
paz, creemos que pueda
deducirse una sola y
ambivalente observación.
Formulemos la doble
pregunta, correlativa a dos
aspectos de la ambigua
escena del mundo actual:
— ¿Cómo decae hoy la paz?
— ¿Cómo progresa hoy la paz?
¿Cuál es el
elemento que emerge en
sentido negativo o en
sentido positivo de este
sencillo análisis? El
elemento es siempre el
hombre.
Menospreciado
en el primer caso, apreciado
en el segundo. Nos atrevemos
a usar una palabra que puede
parecer ambigua, pero que,
considerada en la exigencia
de su profundidad, resulta
siempre luminosa y suprema:
el amor. El amor al hombre
como valor primordial del
orden terrenal.
El amor y la
paz son cosas correlativas.
La paz es un efecto del
amor: la paz auténtica, la
paz humana.(5) La paz supone
una cierta «identidad de
elección». Y ésta es la
amistad. Si deseamos la paz
debemos reconocer la
necesidad de fundarla sobre
bases más sólidas, que no
sea aquella de la falta de
relaciones (hoy en día las
relaciones entre los hombres
son inevitables, crecen y se
imponen), o la de la
existencia de relaciones de
interés egoísta (que son
precarias y a menudo
falaces), o la de la trama
de relaciones puramente
culturales o accidentales
(pueden ser de doble filo,
para la paz o para la
lucha). La paz verdadera
debe fundarse en la
justicia, en la idea de la
intangible dignidad humana,
en el reconocimiento de una
igualdad indeleble y feliz
entre los hombres, en el
dogma basilar de la
fraternidad humana. Es
decir, en el respeto, en el
amor debido a todo hombre,
por el solo hecho de ser
hombre. Irrumpe aquí la
palabra victoriosa: por ser
hermano. Hermano mío,
hermano nuestro.
También esta
conciencia de la fraternidad
humana universal se
desarrolla felizmente en
nuestro mundo, al menos en
línea de principio.
El que
trabaja por educar a las
nuevas generaciones en la
convicción de que cada
hombre es nuestro hermano,
construye el edificio de la
paz desde sus cimientos. El
que introduce en la opinión
pública el sentimiento de la
hermandad humana sin
límites, prepara al mundo
para tiempos mejores. El que
concibe la tutela de los
intereses políticos como
necesidad dialéctica y
orgánica del vivir social,
sin el estímulo del odio y
de la lucha entre los
hombres, abre a la
convivencia humana el
progreso siempre activo del
bien común. El que ayuda a
descubrir en cada hombre,
por encima de los caracteres
somáticos, étnicos y
raciales, la existencia de
un ser igual al propio,
transforma la tierra de un
epicentro de divisiones, de
antagonismos, de insidias y
de venganzas en un campo de
trabajo orgánico de
colaboración civil. Porque
la paz está radicalmente
arruinada donde se ignora
radicalmente la hermandad
entre los hombres. En
cambio, la paz es el espejo
de la humanidad verdadera,
auténtica, moderna,
victoriosa de toda
autolesión anacrónica. Es la
paz la gran idea que celebra
el amor entre los hombres
que se descubren hermanos y
deciden vivir como tales.
Este es
nuestro mensaje para el año
1971. Es un eco de la
Declaración de los Derechos
Humanos, como voz que brota
de la nueva conciencia
civil: «Todos los seres
humanos nacen libres e
iguales en dignidad y
derechos y, dotados como
están de razón y conciencia,
deben comportarse
fraternalmente los unos con
los otros». Hasta esta cima
ha escalado la doctrina de
la civilización. No
retrocedamos. No perdamos
los tesoros de esta
conquista axiomática. Más
bien, demos aplicación
lógica y valiente a esta
fórmula, meta del progreso
humano: «cada hombre es mi
hermano». Esta es la paz, la
paz ya en acto o la paz que
se está haciendo. ¡Y vale
para todos!
Vale, hermanos de fe en Cristo,
especialmente para nosotros.
A la sabiduría humana, la
cual con inmenso esfuerzo ha
llegado a una conclusión tan
alta y dif ícil, nosotros,
los creyentes podemos
agregar un consuelo
indispensable. Ante todo, la
certeza (porque dudas de
todo tipo pueden acosarla,
debilitarla y anularla).
Nuestra
certeza en la palabra divina
de Cristo maestro, que la
esculpió en su Evangelio:
«Todos vosotros sois
hermanos» (Mt 23, 8).
Podemos ofrecer, además, el
consuelo de la posibilidad
de aplicarla (¡porque cuán
difícil es en la realidad
práctica ser de verdad
hermano con cada hombre!);
lo podemos lograr
recurriendo, como canon de
acción práctica y normal, a
otra enseñanza fundamental
de Cristo: «Cuanto
quisiereis que os hagan a
vosotros los hombres,
hacédselo vosotros a ellos,
porque ésta es la ley y la
doctrina de los profetas» (Mt
7, 12). ¡Cuánto han meditado
filósofos y Santos sobre
esta máxima, que relaciona
la universalidad de la norma
de hermandad con la acción
individual y concreta de la
moralidad social! Y por
último, estamos en
condiciones de ofrecer el
argumento supremo: el de la
Paternidad divina, común a
todos los hombres,
proclamada a todos los
creyentes. Una verdadera
fraternidad entre los
hombres para que sea
auténtica y vinculante
supone y exige una
Paternidad trascendente y
rebosante de amor metafísico
y de caridad sobrenatural.
Nosotros podemos enseñar la
fraternidad humana, es decir
la paz, enseñando a
reconocer, a amar y a
invocar al Padre Nuestro que
está en los cielos. Sabemos
que encontraremos cerrado el
ingreso al altar de Dios si
antes no nos hemos
reconciliado con el
hombre-hermano (Mt 5,
23 ss: 6, 14-15). Y sabemos
que si somos promotores de
paz, podremos entonces ser
llamados hijos de Dios y
estar entre aquellos que el
Evangelio declara
bienaventurados (Mt
5, 9).
¡Qué fuerza,
qué fecundidad, qué fe da la
religión cristiana a la
ecuación fraternidad y paz!
Y qué felicidad para
nosotros encontrar, en la
coincidencia de los términos
de este binomio, el cruce de
los senderos de nuestra fe
con los de las humanas y
civiles esperanzas.
14 de noviembre de 1970.
PAULUS PP. VI
(1) Cf. VIRGILIO, Bucolicon
IV, 2: «magnus ab integro saeclorum
nascitur ordo».
(2) «...al
aceptar la primacía de los
valores materiales, hacemos
inevitable la guerra...»
ZUNDEL, Le poéme de la
sainte liturgie, p. 76.
(3) «... hay
pocas cosas que corrompen
tanto a un pueblo como el
hábito del odio» MANZONI,
Morale cattolica, I, VII.
(4) Acerca de los males de la guerra,
cfr. S. AGOSTINO, De Civitate
Dei, 1. XIX, c. 7: «...
quien los soporta y piensa
en ellos sin angustiarse,
muy miserablemente se siente
satisfecho, porque ya no
posee sentimiento humano:
et humanum perdidit sensum».
(5) Cf. S. TH. II-II