MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1º de enero de 1975
LA RECONCILIACIÓN,
CAMINO HACIA LA PAZ
A todos los hombres de buena voluntad.
He aquí nuestro Mensaje para el Año 1975.
Todos lo conocéis y no puede ser otro:
Hermanos, hagamos la paz.
Nuestro mensaje es muy sencillo,
pero tan serio y exigente a
la vez que pudiera parecer
ofensivo: ¿no existe ya la
paz? ¿qué más se puede
añadir a lo que ya se ha
hecho y se está haciendo en
favor de la paz? ¿La
historia de la humanidad no
está caminando, por sus
propios medios, hacia la paz
universal?
Sí, así es; o
mejor, así lo parece. Pero
la paz debe ser «hecha»,
debe ser engendrada y
producida continuamente; es
el resultado de un
equilibrio inestable que
sólo el movimiento puede
asegurar. Las mismas
instituciones que en el
orden jurídico y en el
concierto internacional
tienen la función y el
mérito de proclamar y de
conservar la paz alcanzan su
providencial finalidad
cuando están continuamente
en acción, cuando en todo
momento saben engendrar la
paz, hacer la paz.
Esta
necesidad brota
principalmente del devenir
humano, del incesante
proceso evolutivo de la
humanidad. Los hombres
suceden a los hombres, las
generaciones a las
generaciones. Aunque no se
verificase ningún cambio en
las situaciones jurídicas e
históricas existentes, sería
en todo caso necesaria una
obra siempre «in fieri» para
educar a la humanidad a
permanecer fiel a los
derechos fundamentales de la
sociedad: éstos tienen que
permanecer y guiarán la
historia durante un tiempo
indefinido, a condición de
que los hombres que cambian,
y los jóvenes que vienen a
ocupar el puesto de los
ancianos que desaparecen,
sean educados sin cesar en
la disciplina del orden que
tutela el bien común y en el
ideal de la paz. En este
sentido, hacer la paz
significa educar para la
paz. Y no es una empresa
pequeña ni tampoco fácil.
Pero todos
sabemos que en la escena de
la historia no cambian
únicamente los hombres. Lo
hacen también las cosas, es
decir, las cuestiones, de
cuya equilibrada solución
depende la convivencia
pacífica entre los hombres.
Nadie puede sostener que hoy
en día la organización de la
sociedad civil y del
contexto internacional es
perfecta. Quedan todavía
potencialmente abiertos
muchos, muchísimos
problemas; quedan los de
ayer y surgen los de hoy;
mañana brotarán otros
nuevos, y todos esperan una
solución. Esta solución,
afirmamos, no puede ni debe
venir de conflictos egoístas
o violentos, y tanto menos
de guerras sangrientas entre
los hombres. Lo han dicho
hombres sabios, estudiosos
de la historia de los
Pueblos. Nos también, inerme
en medio de las rivalidades
del mundo, pero fortalecido
con la Palabra divina, lo
hemos dicho: todos los
hombres son hermanos.
Finalmente, la civilización
entera ha admitido este
principio fundamental. Por
lo tanto, si los hombres son
hermanos, pero surgen
todavía entre ellos nuevas
causas de conflicto, es
necesario que la paz se
convierta en una realidad
operante y orientadora. Hay
que hacer la paz, hay que
producirla, hay que
inventarla, hay que crearla
con ingenio siempre
vigilante, con voluntad
siempre nueva e incansable.
Por eso estamos todos
persuadidos del principio
que informa la sociedad
contemporánea: la paz no
puede ser ni pasiva, ni
opresiva; debe ser
inventiva, preventiva,
operativa.
Vemos con
satisfacción que estos
criterios orientadores de la
vida colectiva en el mundo
son universalmente
reconocidos hoy día, al
menos en línea de principio.
De ahí que nos sintamos en
el deber de dar las gracias,
de hacer el elogio, de
animar a los hombres
responsables y a las
instituciones destinadas
actualmente a promover la
paz en la tierra por haber
escogido, como primer
artículo de su programa de
acción, este axioma
fundamental: sólo la paz
engendra la paz.
Dejadnos
pues, Hombres todos, repetir
de manera profética el
mensaje del reciente
Concilio ecuménico, hasta
los confines del horizonte:
«Debemos empeñarnos con
todas nuestras fuerzas a
preparar una época en que,
por acuerdo de las naciones,
pueda prohibirse
absolutamente cualquier tipo
de recurso a la guerra... la
paz ha de nacer de la mutua
confianza de los pueblos y
no debe ser impuesta a las
naciones por el terror de
las armas».
«... Los que
gobiernan a los pueblos, que
son garantes del bien común
de la propia nación y al
mismo tiempo promotores del
bien de todo el mundo,
dependen enormemente de las
opiniones y de los
sentimientos de las
multitudes. Nada les
aprovecha trabajar en la
construcción de la paz
mientras los sentimientos de
hostilidad, de menosprecio y
de desconfianza, los odios
raciales y las ideologías
obstinadas, dividen a los
hombres y los enfrentan
entre sí. Es de suma
urgencia proceder a una
renovación en la educación
de la mentalidad y a una
nueva orientación en la
opinión pública».
«Los que se
entregan a la tarea de la
educación, principalmente de
la juventud, o forman la
opinión pública, tengan como
gravísima obligación la
preocupación de formar las
mentes de todos en nuevos
sentimientos pacíficos».
«Tenemos
todos que cambiar nuestros
corazones, con los ojos
puestos en el orbe entero y
en aquellos trabajos que
todos juntos podemos llevar
a cabo para que nuestra
generación mejore»
(Constitución
Gaudium et Spes, n. 82).
Y es
precisamente con vistas a
esto por lo que nuestro
mensaje se despliega en
torno a su punto
característico e inspirador,
afirmando que la Paz en
tanto vale en cuanto aspira
a ser interior antes de ser
exterior. Hay que desarmar
los espíritus, si es que
queremos impedir de manera
eficaz el recurso a las
armas que hieren los
cuerpos. Hay que
proporcionar a la Paz, es
decir, a los hombres todos,
las raíces espirituales de
una forma común de pensar y
de amar: «No basta, escribe
Agustín, maestro ideador de
una Ciudad nueva, no basta
para asociar a los hombres
entre sí la identidad de
naturaleza; se hace
necesario enseñarles a
hablar un mismo lenguaje, es
decir, a comprenderse, a
poseer una cultura común, a
compartir los mismos
sentimientos; de lo
contrario, «el hombre
preferirá encontrarse con su
perro antes que con un
hombre extraño» (cfr. De
Civitate Dei, XIX, VII;
PL 41, 634).
Esta
interiorización de la Paz es
verdadero humanismo,
verdadera civilización.
Afortunadamente está ya en
camino. Madura con el
progreso del mundo. Halla su
poder de persuasión en las
dimensiones universales de
las relaciones de toda clase
que los hombres están
estableciendo entre sí. Es
una labor lenta y
complicada, pero que, por
muchas razones, se impone
por sí misma: el mundo
camina hacia la unidad. Sin
embargo no podemos hacernos
ilusiones : al mismo tiempo
que la pacífica concordia
entre los hombres se va
difundiendo, a través del
progresivo descubrimiento de
la función complementaria e
interdependiente de los
Países; de los intercambios
comerciales; de la difusión
de una misma visión del
hombre, por lo demás siempre
respetuosa de la
originalidad y de los
específico de las diversas
culturas; a través de la
facilidad de los viajes y de
los medios de comunicación
social, etc., debemos notar
que en la actualidad se van
consolidando nuevas formas
de recelosos nacionalismos
cerrados en sus
manifestaciones, de toscas
rivalidades basadas en la
raza, la lengua, la
tradición; hemos de notar
también que permanecen
situaciones tristísimas de
miseria y de hambre, surgen
potentes expresiones
económicas multinacionales,
cargadas de antagonismos
egoístas; se organizan
socialmente ideologías
exclusivistas y dominadoras;
hacen su explosión
conflictos territoriales con
impresionante facilidad; y
sobre todo las armas
mortíferas, capaces de hacer
destrucciones catastróficas,
aumentan de número y de
potencia, imponiendo de este
modo al terror el nombre de
Paz. Sí, el mundo camina
hacia su unidad, pero a la
vez aumentan terroríficas
hipótesis que proyectan un
horizonte con mayor
posibilidad, mayor
facilidad, mayor terror de
choques fatales, los cuales,
bajo ciertos aspectos, son
considerados inevitables y
necesarios, como si los
reclamara la justicia.
¿Llegará el día en que la
justicia no sea hermana de
la paz, sino de la guerra?
(cfr. S. Agustín, ib.).
No jugamos a
las utopías, ya sean
optimistas o pesimistas.
Queremos atenernos a la
realidad, la cual, con esa
fenomenología de esperanza
ilusoria y de lamentable
desesperación, nos advierte
una vez más que algo no
funciona bien en la máquina
monumental de nuestra
civilización; ésta podría
explotar en una
indescriptible conflagración
por un defecto en su
construcción. Decimos
defecto y no falta; es
decir, el defecto del
coeficiente espiritual, que
sin embargo admitimos que
éstá ya presente y operante
en la economía general del
pacífico desarrollo de la
historia contemporánea y que
es digno de todo favorable
reconocimiento y aliento;
¿no hemos asignado a la
UNESCO nuestro premio que
lleva el nombre del Papa
Juan XXIII, autor de la
Encíclica Pacem in terris?
Pero nos
atrevemos a decir que hay
que hacer más, hay que
valorizar de este forma y
aplicar el coeficiente
espiritual para hacerlo
capaz no solo de impedir los
conflictos entre los hombres
y de predisponerlos a
sentimientos pacíficos y
civiles, sino también de
producir la reconciliación
entre los mismos hombres, es
decir, de engendrar la Paz.
No basta reprimir las
guerras, suspender las
luchas, imponer treguas y
armisticios, definir
confines y relaciones, crear
fuentes de intereses
comunes, paralizar las
hipótesis de contiendas
radicales mediante el terror
de inauditas destrucciones y
sufrimientos; no basta una
Paz impuesta, una Paz
utilitaria y provisoria; hay
que tender a una Paz amada,
libre, fraterna, es decir,
fundada en la reconciliación
de los ánimos.
Lo sabemos
que es difícil; más difícil
que cualquier otro método
pero no es imposible; no es
pura fantasía. Nuestra
confianza está puesta en una
bondad fundamental de los
hombres y de los Pueblos.
Dios ha hecho saludables las
generaciones (Sab. 1,
14). El esfuerzo inteligente
y perseverante por la mutua
comprensión de los hombres,
de las clases sociales, de
las Ciudades, de los
Pueblos, de las
civilizaciones entre sí, no
es estéril.
Nos
alegramos, de manera
especial en vísperas del Año
Internacional de la Mujer,
proclamado por las Naciones
Unidas, de la participación
cada vez más amplia de las
mujeres en la vida de la
sociedad, a la que ofrecen
una aportación específica de
gran valor, gracias a las
cualidades con que Dios las
ha adornado: intuición,
creatividad, sensibilidad,
sentido de piedad y de
compasión, amplia capacidad
de comprensión y de amor
permiten a la mujer ser, de
manera muy particular,
artífice de la
reconciliación dentro de las
familias y de la sociedad.
Asímismo, es
para Nos motivo de especial
satisfacción el poder
comprobar que la educación
de los jóvenes para una
nueva mentalidad universal
de la convivencia humana,
mentalidad no escéptica, no
vil, no inepta, no
olvidadiza de la justicia,
sino generosa y amorosa, ha
comenzado ya y ha hecho
progresos; posee
imprevisibles recursos para
la reconciliación y ésta
puede indicar el camino de
la Paz, en la verdad, en el
honor, en la justicia, en el
amor, y por tanto en la
estabilidad y en la nueva
historia de la humanidad.
¡Reconciliación! Hombres
jóvenes, hombres fuertes,
hombres responsables,
hombres libres, hombres
buenos: ¿pensáis en ella?
¿No podrá esta mágica
palabra entrar en el
diccionario de vuestras
esperanzas, de vuestros
éxitos?
Este, éste es
para vosotros nuestro
mensaje de esperanza: ¡la
reconciliación es el camino
hacia la paz!
¡Para
vosotros, Hombres de
Iglesia!
¡Hermanos en el Episcopado,
Sacerdotes, Religiosos y
Religiosas!
¡Para vosotros, miembros de
nuestro Laicado y Fieles
todos!
El mensaje
sobre la reconciliación como
camino hacia la Paz exige un
complemento, por más que
esto vosotros ya lo sabéis y
lo tenéis presente.
No es solo
una parte integrante, sino
esencial de nuestro mensaje,
como sabéis. Porque nos
recuerda a todos que la
primera e indispensable
reconciliación que hay que
conseguir es la
reconciliación con Dios.
Para nosotros, los
creyentes, no puede haber
otro camino hacia la paz
distinto de éste; es más, en
la definición de nuestra
salvación coinciden
reconciliación con Dios y
paz nuestra, la una es causa
de la otra. Esta es la obra
de Cristo. El ha reparado la
ruptura que produce el
pecado en nuestras
relaciones vitales con Dios.
Recordemos a este respecto,
entre otras, aquellas
palabras de San Pablo: «Todo
es de Dios que nos ha
reconciliado con El por
medio de Cristo» (2 Cor.
5, 18).
El Año Santo
que estamos para comenzar
quiere suscitar nuestro
interés por esta primera y
feliz reconciliación: Cristo
es la paz; El es el
principio de la
reconciliación en la unidad
de su cuerpo místico (cfr.
Efes. 2, 14-16). A 10
años de la conclusión del
Concilio Vaticano II
haríamos bien en meditar más
profundamente el sentido
teológico y eclesiológico de
estas verdades básicas de
nuestra fe y de nuestra vida
cristiana.
De ahí, una
consecuencia lógica y
obligada, y al mismo tiempo
fácil, si de veras estamos
en Cristo: debemos
perfeccionar el sentido de
nuestra unidad; unidad en
la Iglesia, unidad de
la Iglesia; comunión
mística, constitutiva la
primera (cfr. 1 Cor.
1, 10; 12, 12-27);
restauración ecuménica de la
unidad entre todos los
cristianos la segunda (cfr.
Decreto conciliar
Unitatis redintegratio);
una y otra exigen una propia
reconciliación que debe
aportar a la colectividad
cristiana aquella paz que es
un fruto del Espíritu,
consiguiente a la caridad y
a su gozo (cfr. Gal.
5 , 22).
También en
estos campos debemos «hacer
la paz». Llegará ciertamente
a vuestras manos el texto de
nuestra «Exhortación
sobre la reconciliación
dentro de la Iglesia»
publicada en estos días; os
pedimos en nombre de
Jesucristo que meditéis este
documento y que saquéis
propósitos de reconciliación
y de paz. Que nadie piense
en eludir esta indeclinable
exigencia de la comunión con
Cristo, la reconciliación y
la paz, aferrándose a sus
habituales posturas de
contestación para con la
Iglesia; procuremos por el
contrario que todos y cada
uno den una nueva y leal
contribución a esta filial,
humilde, positiva
edificación de esta Iglesia
suya. ¿No recordaremos las
postreras palabras del
Señor, como apología de su
evangelio: «Para que
alcancen la unidad perfecta;
y conozca el mundo que Tú me
enviaste» (Jn. 17, 23
)? ¿No tendremos el gozo de
ver a los hermanos
resentidos y lejanos que
vuelven a la antigua y
gozosa concordia?
Deberíamos
orar para que este Año Santo
dé a la Iglesia Católica la
inefable experiencia de la
restauración de la unidad de
algún grupo de Hermanos, tan
próximos ya al único rebaño,
pero que titubean aún a
traspasar el umbral. Y
oraremos por los seguidores
sinceros de otras Religiones
para que se desarrolle el
amistoso diálogo iniciado
con ellos y para que juntos
podamos colaborar por la paz
mundial.
Y ante todo
deberemos pedir a Dios para
nosotros mismos humildad y
amor, con el fin de dar a la
profesión límpida y
constante de nuestra fe la
virtud atrayente de la
reconciliación y el carisma
fortalecedor y grandioso de
la paz.
Y terminamos
con este saludo de
bendición: «la paz de Dios
que sobrepasa toda
inteligencia guarde vuestros
corazones y vuestros
pensamientos en Cristo
Jesús» (Fil. 4, 7).
Vaticano, 8 de diciembre de 1974.
PAULUS PP. VI