MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1º de enero de 1976
LAS VERDADERAS ARMAS DE LA PAZ
¡A vosotros,
Hombres de Estado!
¡A vosotros,
Representantes y Promotores
de las grandes Instituciones
internacionales!
¡A vosotros,
Políticos! ¡A vosotros,
Estudiosos de los problemas
de la convivencia
internacional
—Publicistas,
Ejecutores, Sociólogos y
Economistas—
que gira en torno a las
relaciones entre los
pueblos!
¡A vosotros,
Ciudadanos del mundo,
fascinados por el ideal de
una fraternidad universal o
desilusionados y escépticos
acerca de las posibilidades
de establecer entre las
Gentes relaciones de
equilibrio, de justicia, de
colaboración!
¡Y a
vosotros, finalmente,
seguidores de Religiones
promotoras de amistad entre
los hombres; a vosotros,
Cristianos; a vosotros,
Católicos, que hacéis de la
paz en el mundo un principio
de vuestra fe y una meta de
vuestro amor universal!
También este
año de 1976 nos atrevemos a
presentarnos
respetuosamente, como en
años anteriores, con nuestro
mensaje de Paz.
Lo precede
una invitación: estad
atentos; tened un poco de
paciencia. La gran causa de
la Paz merece vuestra
atención, vuestra reflexión,
aunque pueda parecer que
nuestra voz se repite,
tratando un tema ya manido,
en el alba del año nuevo; y
aunque vosotros, instruidos
por vuestros estudios y
quizá aún más por vuestra
experiencia, penséis que
conocéis de sobra todo lo
que concierne a la Paz en el
mundo.
Sin embargo,
quizá pueda ser interesante
para vosotros conocer cuáles
son nuestros espontáneos
sentimientos, originados por
inmediatas experiencias del
acontecer histórico en el
cual todos estamos
sumergidos, acerca de este
implacable tema de la Paz.
Nuestros
primeros sentimientos a este
respecto son dos y además
discordes. Ante todo, vemos
con placer y con esperanza
cómo progresa la idea
de la Paz. Esta va ganando
importancia y espacio en la
conciencia de la humanidad;
y con ella se desarrollan
las estructuras de la
organización de la Paz; se
multiplican las
celebraciones responsables y
académicas a su favor; las
costumbres se desenvuelven
en el sentido indicado por
la Paz: viajes, congresos,
convenios, intercambios,
estudios, amistades,
colaboraciones, ayudas... La
Paz gana terreno. A este
respecto la Conferencia de
Helsinski, de julio-agosto
de 1975, ha sido un
acontecimiento que ofrece
buenas esperanzas.
Pero, por
desgracia, vemos al mismo
tiempo afirmarse fenómenos
contrarios al contenido y al
objetivo de la Paz; y
también estos fenómenos
progresan, aunque limitados
muchas veces a un estado
latente, pero con indudables
síntomas de incipientes o de
futuras conflagraciones.
Renace, por ejemplo, con el
sentido nacional, legítima y
deseable expresión de la
polivalente comunión de un
pueblo, el nacionalismo, que
al acentuar dicha expresión
hasta formas de egoísmo
colectivo y de antagonismo
exclusivista, hace renacer
en la conciencia gérmenes
peligrosos y hasta
formidables de rivalidad y
de luchas muy probables.
Crece
desmesuradamente
—y el ejemplo produce
escalofríos de temor—
la dotación de armamentos de
todo tipo, en todas y cada
una de las Naciones; tenemos
la justificada sospecha de
que el comercio de armas
alcanza con frecuencia
niveles de primado en los
mercados internacionales,
con este obsesionante
sofisma: la defensa, aun
proyectada como
sencillamente hipotética y
potencial, exige una carrera
creciente de armamentos, que
solo con su contrapuesto
equilibrio pueden asegurar
la Paz.
No es
completa la lista de los
factores negativos que
corroen la estabilidad de la
Paz. ¿Podemos llamar
pacífico a un mundo
radicalmente dividido por
irreductibles ideologías,
poderosa y ferozmente
organizadas, que se dividen
los Pueblos y, cuando a
éstos se les concede la
libertad, los dividen en el
interior de su trabazón en
facciones, en partidos, que
encuentran su razón de ser y
de obrar en envenenar sus
filas con odio irreductible
y con lucha sistemática en
el interior mismo de su
propio tejido social? La
aparente normalidad de
semejantes situaciones
políticas ¿no esconde la
tensión de una mutua
confrontación, pronta a
hacer desaparecer al
adversario apenas dé señales
de fatal debilidad? ¿Es esto
Paz? ¿Es civilización? ¿Es
Pueblo una aglomeración de
ciudadanos, opuestos los
unos a los otros hasta las
extremas consecuencias?
Y ¿cómo
encontrar la Paz en los
focos de conflictos armados,
o apenas contenidos por la
impotencia de explosiones
más violentas? Nos seguimos
con admiración los esfuerzos
que se realizan para apagar
estos focos de guerras y de
guerrillas, que desde hace
años funestan la faz de la
tierra y que amenazan por
momentos con explotar en
luchas gigantescas de
dimensión continental, de
razas, de religiones, de
ideologías sociales. Pero no
podemos ocultar la
fragilidad de una Paz, que
es sólo tregua de futuros
conflictos ya delineados, es
decir, la hipocresía de una
tranquilidad, que sólo con
frías palabras de disimulada
y respetuosa reciprocidad se
define pacífica.
La Paz, lo
reconocemos, es, en la
realidad histórica, obra de
una continua cura
terapéutica; su salud es por
su misma naturaleza
precaria, compuesta como
está por relaciones entre
hombres prepotentes y
volubles; reclama un
continuo y prudente esfuerzo
de aquella superior fantasía
creativa que llamamos
diplomacia, orden
internacional, dinámica de
las negociaciones. ¡Pobre
Paz! ¿Cuáles son entonces
tus armas? ¿El terror de
inauditas y fatales
conflagraciones, que podrían
diezmar, más aún, casi
aniquilar a la humanidad?
¿la resignación ante un
cierto estado de pasivos
atropellos, como el
colonialismo, o el
imperialismo, o la
revolución que de violenta
se ha convertido
inexorablemente en estática
y terriblemente
autoconservadora? ¿los
armamentos preventivos y
secretos? ¿una organización
capitalista, es decir,
egoísta, del mundo
económico, obligado por el
hambre a mantenerse sometido
y tranquilo? ¿el hechizo
narcisista de una cultura
histórica, presuntuosa y
persuadida de los propios
perennes y triunfantes
destinos? O bien ¿las
magníficas estructuras
organizativas, programadas
para racionalizar y
organizar la vida
internacional?
¿Es
suficiente, es segura, es
fecunda, es feliz una Paz
sostenida solamente por
estos fundamentos?
Hay que hacer
más. He aquí nuestro
mensaje. Ante todo, hay que
dar a la Paz otras armas que
no sean las destinadas a
matar y a exterminar a la
humanidad. Son necesarias,
sobre todo, las armas
morales, que den fuerza y
prestigio al derecho
internacional; primeramente,
la de observar los pactos.
Pacta sunt servanda:
es el axioma todavía válido
para la consistencia del
diálogo efectivo entre los
Estados, para la estabilidad
de la justicia entre las
Naciones, para la conciencia
honesta de los Pueblos. La
Paz hace de ello su escudo.
Y ¿qué sucede donde los
Pactos no reflejan la
justicia? Entonces se hace
la apología de las nuevas
Instituciones
internacionales, mediadoras
de consultas, de estudios,
de deliberaciones, que deben
excluir absolutamente la
llamada vía del hecho
consumado, es decir, el
litigio de fuerzas ciegas y
desenfrenadas, que siempre
llevan consigo víctimas
humanas y ruinas sin número
ni culpa, y que difícilmente
alcanzan el objetivo puro de
reivindicar efectivamente
una causa verdaderamente
justa; en una palabra, las
armas, las guerras hay que
excluirlas de los programas
de la civilización. El
juicioso desarme es otra
armadura de la Paz. Como
decía el Profeta Isaías: «El
juzgará a las gentes y
dictará sus leyes a
numerosos pueblos, y de sus
espadas harán rejas de
arado, y de sus lanzas,
hoces» (Is. 2, 4). Y
escuchemos la Palabra de
Cristo: «Vuelve la espada a
la vaina, pues quien toma la
espada a espada morirá» (Mat.
26, 52). ¿Utopía? ¿Hasta
cuándo?
Aquí entramos
en el campo futurible de la
humanidad ideal, de la
humanidad nueva que hay que
crear y educar; de la
humanidad despojada de sus
potentísimas y mortíferas
armaduras militares, pero
mucho más revestida y
reforzada con connaturales
principios morales. Son
principios ya existentes, en
estado teórico e infantiles
prácticamente, débiles y
delicados todavía, casi al
principio de su inserción en
la conciencia profunda y
eficaz de los Pueblos. La
debilidad de los mismos, que
parece incurable para los
diagnósticos llamados
realistas de los estudios
históricos y antropológicos,
proviene especialmente del
hecho de que el desarme
militar, si no quiere
constituir un imperdonable
error de imposible
optimismo, de ciega
ingenuidad, de excitante
ocasión propicia para la
prepotencia ajena, debería
ser común y general. El
desarme o es de todos o es
un delito de frustrada
defensa: la espada, en el
concierto de convivencia
humana, histórica y
concreta, ¿no tiene quizá su
razón de ser en servir a la
justicia y a la paz? (cf.
Rom. 13, 4): Sí, debemos
admitirlo. Pero ¿no ha
entrado en el mundo una
dinámica transformadora, una
esperanza que ya no es
inverosímil, un progreso
nuevo y efectivo, una
historia futura y soñada,
que puede hacerse presente y
real desde que el Maestro,
el Profeta del Nuevo
Testamento proclamó la
decadencia de la costumbre
arcaica, primitiva e
instintiva y anunció, con
Palabras que encierran
potestad en sí mismas, no
sólo de denunciar y de
anunciar, sino de crear, a
ciertas condiciones, una
humanidad nueva: «No penséis
que he venido a abrogar la
ley y los profetas; no he
venido a abrogarla, sino a
consumarla... Habéis oído
que se dijo a los antiguos:
No matarás, el que matare
será reo de juicio. Pero yo
os digo que todo el que se
irrita contra su hermano
será reo de juicio...»? (Mat.
5, 17. 21-22).
Ya no se
trata de una simple, ingenua
y peligrosa utopía. Es la
nueva Ley de la humanidad
que progresa y arma a la Paz
con un formidable principio:
«Todos vosotros sois
hermanos» (Mat. 23,
8). Si la conciencia de la
hermandad universal
penetrara verdaderamente en
el corazón de los hombres,
estos ¿tendrían todavía
necesidad de armarse hasta
convertirse en ciegos y
fanáticos homicidas de
hermanos, en sí inocentes, y
hasta perpetrar, en obsequio
a la Paz, mortandades de
inaudita extensión, como la
de Hiroshima del 6 de agosto
de 1945? Por lo demás, ¿no
ha tenido nuestro tiempo un
ejemplo de lo que puede
hacer un hombre débil,
armado solamente con el
principio de la no
violencia, Gandhi, para
conducir a una Nación de
centenares de millones de
seres humanos a la libertad
y a la dignidad de Pueblo
nuevo?
La
civilización camina en pos
de una Paz armada únicamente
con un ramo de olivo. Tras
ella siguen los Doctores con
sus pesados tomos sobre el
Derecho evolutivo de la
humanidad ideal; detrás
vienen los Políticos,
expertos no sólo en cálculos
de ejércitos omnipotentes
para vencer guerras y
subyugar a los hombres
vencidos y envilecidos, sino
en los recursos de la
psicología del bien y de la
amistad. La justicia sigue
también este sereno cortejo,
pero no altanera y cruel,
sino decidida a defender a
los débiles, a castigar a
los violentos, a asegurar un
orden extremamente difícil,
pero el único que puede
llevar aquel nombre divino:
el orden en la libertad y en
el deber responsable.
Alegrémonos:
este cortejo, aunque
entorpecido por ataques
obstinados y por incidentes
inesperados, prosigue bajo
nuestra mirada, en este
trágico tiempo nuestro, con
paso quizá un poco lento
pero seguro y benéfico para
el mundo entero. Es un
cortejo decidido a usar las
verdaderas armas de la paz.
También este
mensaje debe tener su
apéndice para los seguidores
del Evangelio, en sentido
propio y a su servicio. Un
apéndice que nos recuerda lo
explícito y exigente que es
Cristo Señor en este tema de
la paz desarmada de todo
instrumento y armada
únicamente con la bondad y
el amor.
El Señor
llega a afirmaciones, lo
sabemos bien, que parecen
paradójicas. No nos será
difícil encontrar en el
Evangelio los cánones de una
Paz, que podríamos llamar
renunciataria. Recordemos,
por ejemplo: «Y al que
quiera litigar contigo para
quitarte la tunica, déjale
también el manto» (Mat.
5, 40). Y, además, la
conocida prohibición de
vengarse ¿no debilita la
Paz? Más aún, en vez de
defenderle ¿no agrava la
condición del ofendido?: «si
alguno te abofetea en la
mejilla derecha, dale
también la otra» (Mat.
39). Por lo tanto, nada de
represalias, nada de
venganzas (¡y ello con más
razón si estas fueran hechas
para prevenir ofensas no
recibidas!), ¡Cuántas veces
recomienda el Evangelio el
perdón, no como acto de vil
debilidad ni de abdicación
frente a la justicia, sino
como signo de fraterna
caridad, erigida como
condición para obtener
nosotros mismos el perdón,
mucho más generoso y para
nosotros más necesario, por
parte de Dios! (cf. Mat.
18, 23 ss.; 5, 44; Mc.
11, 25; Lc. 6, 37;
Rom. 12, 14; etc.).
Recordemos el
compromiso de indulgencia y
de perdón que hemos
adquirido, y que invocamos
en el Pater Noster, al poner
nosotros mismos la condición
y la medida de la
misericordia que deseamos
obtener: «Y perdónanos
nuestras deudas, así como
nosotros perdonamos a
nuestros deudores» (Mat.
6, 12).
Así pues,
esta lección es también para
nosotros, discípulos de la
escuela de Cristo; una
lección que debemos meditar
siempre, que debemos aplicar
con confiada valentía.
La Paz se
afianza solamente con la
paz; la paz no separada de
los deberes de la justicia,
sino alimentada por el
propio sacrificio, por la
clemencia, por la
misericordia, por la
caridad.
Vaticano, 18 de octubre de 1975.
PAULUS PP. VI