MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Iº de enero de 1982
LA PAZ,
DON DE DIOS CONFIADO A LOS HOMBRES
A los jóvenes que, el día de mañana, tomarán las grandes decisiones en el mundo,
a los hombres y mujeres que hoy llevan el peso de la responsabilidad de la vida social,
a las familias y educadores,
a los individuos y comunidades,
a los Jefes de Naciones y Gobiernos:
a todos vosotros dirijo este mensaje en el alba del año 1982. Os invito a reflexionar conmigo
sobre el tema de la nueva Jornada Mundial: la paz, don de Dios confiado a los hombres.
1. Esta verdad se alza ante nosotros en el momento de definir nuestros compromisos y de tomar
nuestras decisiones. Esta verdad interpela a toda la humanidad, a todos los hombres y mujeres
que se sienten responsables los unos de los otros y, solidariamente, del mundo.
Al final de la primera guerra mundial, mi Predecesor el Papa Benedicto XV ya consagró una
encíclica a este tema. Alegrándose por el cese de las hostilidades e insistiendo en la necesidad
de apaciguar los odios y lasenemistades por medio de un espíritu de reconciliación inspirado por
la caridad mutua, él iniciaba su encíclica con estas palabras: «He aquí la paz, este magnífico
don de Dios que, como dice San Agustín, "es entre los bienes pasajeros de la tierra el
más dulce de los que se puede hablar, el más deseable que puede codiciarse y lo mejor que se puede
encontrar" (De civ. Dei, 1, XIX, c. XI» (Encíclica Pacem Dei munus: AAS 12,
1920, p. 209).
Esfuerzos en favor de la paz en un mundo conflictivo
2. Desde entonces muchas veces mis Predecesores
han vuelto a evocar esta verdad en su esfuerzo constante de
educación para la paz y de aliento a trabajar por una paz
durable. Hoy la paz se ha hecho en todo el mundo una
preocupación mayor no sólo para los responsables de los destinos
de las naciones, sino, sobre todo, para amplios sectores de la
población y para numerosos individuos que se consagran con
generosidad y tenacidad a la labor de crear una mentalidad de
paz y para instaurar una verdadera paz entre los pueblos y
naciones. Ciertamente, todo esto es una realidad confortadora.
Pero no se puede disimular que, a pesar de los esfuerzos
empleados por todos los hombres y mujeres de buena voluntad,
graves amenazas continuan pesando sobre la paz en el mundo.
Entre estas, algunas toman la forma de desgarrones en el
interior de muchas naciones; otras son fruto de tensiones
profundas y agudas existentes entre las naciones y bloques
antagonistas dentro de la comunidad mundial.
En realidad, los diversos choques de los que
somos testigos se distinguen de los que narra la historia por
ciertas características nuevas. En
primer lugar se nota su globalidad: aun localizado, un
conflicto es frecuentemente la expresión de tensiones que tienen
su origen en otras partes del mundo. Así como es frecuente que
un conflicto tenga resonancias profundas lejos del lugar donde
ha estallado. Se puede hablar también de totalidad: las
tensiones actuales movilizan todas las fuerzas de las naciones
y, por otra parte, el acaparamiento en beneficio propio y la
misma hostilidad se expresan hoy tanto en la dirección de la
vida económica o en las aplicaciones tecnológicas de la ciencia
como en el uso de los medios de comunicación social o el dominio
militar. Finalmente, hay que señalar su carácter radical: está
en juego la supervivencia misma de la humanidad entera, en
virtud de la capacidad destructiva de los arsenales militares
actuales.
En una palabra, cuando tantos factores podrían
favorecer su integración, la sociedad humana aparece como un
mundo que estalla en el cual, sobre las fuerzas de unión,
prevalecen las divisiones este-oeste, norte-sur, amigo-enemigo.
Un problema esencial
3. Las causas de esta situación son ciertamente
complejas y de diverso orden. Las causas políticas son
naturalmente más fáciles de discernir. Grupos particulares
abusan de su poderío para imponer su yugo a sociedades enteras.
Impulsadas por un deseo inmoderado de expansión, determinadas
naciones llegan a construir su prosperidad en perjuicio o aun a
expensas del bien de las demás. El nacionalismo desenfrenado
alimenta así proyectos de hegemonía, en el marco de los cuales
las relaciones con las otras
naciones parecen moverse en una alternativa inexorable:
satelización y dependencia, competición y hostilidad. Un
análisis trazado más a fondo permite descubrir la causa de esta
situación en la aplicación de determinadas concepciones e
ideologías que pretenden ofrecer el único fundamento de la
verdad acerca del hombre, de la vida social y la historia.
Ante el dilema paz o guerra, el hombre se
encuentra, por consiguiente, enfrentado a sí mismo, a su
naturaleza, a su proyecto de vida personal y comunitaria y al
uso de su libertad. Las relaciones entre los hombres ¿ tendrán
que desarrollarse inexorablemente en base a una ley fatal de la
existencia humana? O bien
—en
contraposición con las especies animales que luchan entre ellos
mismos según la «ley» de la jungla—
¿los hombres tienen la vocación específica y la posibilidad
natural de vivir en un clima de relaciones pacíficas con sus
semejantes y de participar con ellos en la creación de la
cultura, de la sociedad y de la historia? En resumidas cuentas,
mientras se interroga sobre la paz, el hombre es llevado a
preguntarse sobre el sentido y las condiciones de su propia
existencia, personal y comunitaria.
La paz, don de Dios
4. La paz no es sólo un equilibrio superficial
entre intereses materiales divergentes —como si se tratara de cantidad,
de técnica— sino, más bien, en su realidad profunda, un bien de tipo
esencialmente humano —de los sujetos humanos—
y, por consiguiente, de naturaleza racional y moral, fruto de la
verdad y la virtud. Ella resulta del dinamismo de las voluntades
libres, guiadas por la razón hacia el bien común a alcanzar en
la verdad, la justicia y el amor. Este orden racional y moral
se apoya precisamente en la decisión de la conciencia de los
seres humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas,
respetando la justicia en todos y, por consiguiente, los
derechos humanos fundamentales inherentes a toda persona. No se
ve cómo este orden moral podría prescindir de Dios, fuente
primera del ser, verdad esencial y bien supremo.
Ya, en este sentido, la paz procede de Dios,
como fundamento; ella es un don de Dios. Apropiándose de
las riquezas y recursos del universo explotados por el ingenio
humano —por
esta causa han surgido a menudo los conflictos—
«el hombre se encuentra ante el hecho de la principal
donación por parte de la naturaleza y, en definitiva, por
parte del Creador» (Encíclica Laborem exercens, n.
12). Dios no es sólo el que entrega la creación a la
humanidad para administrarla y desarrollarla solidariamente de
forma que esté al servicio de todos los hombres sin
discriminación alguna; él es también el que graba en la
conciencia del hombre las leyes que le obligan a respetar,
de diversos modos, la vida y la persona de su prójimo, creado
como él a imagen y semejanza de Dios, hasta el punto de que Dios
es el garante de estos derechos humanos fundamentales.
Si, Dios es la fuente de la paz; él llama a la paz, la garantiza
y la da como fruto de la «justicia».
Más aun, él ayuda interiormente a los
hombres a realizarla o a volver a encontrarla. En efecto, el
hombre, en su existencia limitada y sujeta al error y al mal,
está a la búsqueda del bien de la paz, como a ciegas, con muchas
dificultades. Sus facultades están obscurecidas por apariencias
de verdad, atraídas por falsos bienes y desviadas por instintos
irracionales y egoístas. De ahí, la
necesidad para él de abrirse a la
luz transcendente de Dios que se proyecta en su vida, la
purifica del error y la libera de sus pasiones agresivas. Dios
no está lejos del corazón del hombre que le reza y trata de
practicar la justicia; en continuo diálogo con él, en la
libertad, le presenta el bien de la paz como la plenitud de la
comunión de vida con Dios y los hermanos. En la Biblia la
palabra «paz» se encuentra sin cesar asociada a la idea de
bienestar, armonía, dicha, seguridad, concordia, salvación,
justicia, como el bien por excelencia que Dios —«el Señor de
la paz» (2 Tes 3, 16)— da ya y promete en abundancia:
«Voy a derramar ... la paz como río» (Is 66, 12).
Don de Dios confiado a los hombres
5. Si la paz es un don, el hombre jamás está
dispensado de su responsabilidad de buscarla y de
esforzarse por establecerla a través de esfuerzos personales y
comunitarios a lo largo de la historia. El don divino de la paz
es, pues, siempre a la vez una conquista y realización humana,
porque es propuesto al hombre para ser recibido libremente y
puesto en práctica progresivamente con su voluntad creadora. Por
otra parte, la Providencia, en su amor por el hombre, no lo
abandona nunca, sino que lo empuja o conduce misteriosamente,
aun en las horas más obscuras de la historia, por el camino de
la paz. Las dificultades, decepciones y tragedias del pasado y
del presente deben ser consideradas como lecciones
providenciales, de las cuales pertenece a los hombres sacar la
cordura necesaria para abrir nuevas vías, más racionales y
valientes, con el fin de construir la paz. La referencia a la
verdad de Dios da al hombre el ideal y las energías necesarias
para sobrellevar las situaciones de injusticia, para librarse de
ideologías de poder y dominio, para emprender un camino de
verdadera fraternidad universal.
Los cristianos, fieles a Cristo que ha predicado el
«Evangelio de paz» y que ha fundado la paz en los corazones
reconciliándolos con Dios, tienen —como lo indicaré al final
de este mensaje— unas razones aún más decisivas para mirar la paz
como un don de Dios y contribuir valientemente a su implantación
en este mundo, en la medida misma en la que desean su cumplimiento
total en el Reino de Dios. Ellos saben que están invitados a unir
sus esfuerzos a los de los creyentes de las otras religiones
que denuncian incansablemente el odio y la guerra y que —de
diferentes maneras— se esfuerzan por promover la justicia y la paz.
Hay que considerar bien, ante todo, en sus
fundamentos naturales esta visión llena de esperanza para la
humanidad encaminada hacia la paz, y subrayar la responsabilidad
moral en respuesta al don de Dios; esto ilumina y estimula la
actividad de los hombres en el campo de la información, de los
estudios y de los compromisos en favor de la paz: tres sectores
que quiero ahora ilustrar con algunos ejemplos.
La información
6. La paz del mundo depende, en cierto modo, del
mejor conocimiento que los hombres y las sociedades tienen de sí
mismos. Este conocimiento naturalmente depende de la información
y de su calidad. Son promotores de paz los que, en un clima de
respeto a los demás y con espíritu de caridad, buscan y
proclaman la verdad. Trabajan por la paz los que se esfuerzan
por atraer la atención
acerca de los valores de las diferentes culturas, lo privativo
de cada sociedad y las riquezas humanas de cada pueblo. Hacen
obra de paz los que, a través de la información, suprimen
distancias de tal modo que nos sintamos verdaderamente afectados
por la suerte de esos hombres y mujeres que, lejos de nosotros,
son víctimas de la guerra o de las injusticias.
Ciertamente, la acumulación de tales
informaciones, sobre todo si narran catástrofes en las cuales no
se puede hacer nada, podría terminar por convertir en
indiferente o hastiar al que permanece como mero oyente, sin
emprender jamás la acción que está a su alcance; pero, de suyo,
el papel de los medios de comunicación social conserva su lado
positivo: cada uno de nosotros está incitado a convertirse en el
prójimo de todos los hombres hermanos (cfr. Lc 10,
29-37).
La información calificada tiene también un
influjo directo en la educación y en la decisión política. Si se
quiere que los jóvenes se sensibilicen ante el problema de la
paz y que se preparen a convertirse en obreros de la paz, es
indispensable que los programas educativos dejen lugar a la
información sobre las situaciones concretas donde la paz está
amenazada y sobre las condiciones necesarias para su promoción.
Construir la paz no puede ser, en efecto, el resultado del mero
poder de los dirigentes. No puede construirse sólidamente la
paz, si ella no corresponde a la inquebrantable determinación de
todas las buenas voluntades. Hace falta que los dirigentes se
sientan sostenidos e iluminados por una opinión pública que les
anime y, llegado el caso, manifieste su reproche. En
consecuencia, es normal también que los gobernantes expliquen a
la opinión pública todo lo que concierne a los problemas de la
paz.
Estudios que contribuyen a la edificación de la paz
7. La edificación de la paz depende igualmente
del progreso de las investigaciones que le atañen. Los estudios
científicos consagrados a la guerra, a su naturaleza, causas,
medios, finalidades y riesgos, están llenos de enseñanzas sobre
las condiciones de la paz. Desde el momento en que ellos ponen
de relieve las relaciones entre guerra y política, se concluye
de estos estudios que, para el arreglo de los conflictos, la
negociación tiene más porvenir que las armas.
Síguese de ahí que la importancia del derecho en
el mantenimiento de la paz está llamada a ampliarse. Se sabía ya
cómo en cada Estado la promoción de la justicia y el respeto de
los derechos humanos se benefician ampliamente del trabajo de
los juristas. Pero su importancia no es inferior, cuando
se trata de buscar los mismos objetivos en el plano
internacional y de disponer, a este nivel, de los instrumentos
jurídicos que construyen la paz y la mantienen.
Sin embargo, desde que el cuidado de la paz ha
penetrado en lo más íntimo del ser humano, los progresos sobre
el camino de la paz están igualmente sometidos a las
investigaciones dirigidas por los psicólogos y los filósofos. Es
verdad que la polemología se ha enriquecido ya con los estudios
realizados sobre la agresividad humana, sobre el instinto de
muerte, sobre el espíritu gregario que puede inhibir
repentinamente sociedades enteras. Queda aún mucho por decir
sobre el terror que tiene el hombre de asumir su libertad, sobre
su inseguridad cara a sí mismo y a los demás. Un mejor
conocimiento de los estímulos de vida, del instinto de simpatía,
de la disposición al amor y a la participación contribuye
indudablemente a penetrar mejor en los mecanismos psicológicos
que favorecen la paz.
A través de estas investigaciones, la psicología
está llamada por lo tanto a iluminar y a completar la reflexión
de los filósofos. En todas las épocas, ellos se han preguntado
acerca de la guerra y la paz. Nunca la filosofía ha dejado de
tener responsabilidad en este terreno, y queda el recuerdo
desgraciadamente vivo de aquellos filósofos célebres que han
visto en el hombre «un lobo para el hombre», y en la guerra,
una necesidad histórica. Sin embargo, es verdad también que
muchos han querido poner las bases de una paz duradera y a la
vez perpetua, proponiendo, por ejemplo, unos sólidos fundamentos
teóricos al derecho internacional.
Estos esfuerzos merece la pena que sean
continuados e intensificados, y los pensadores que a ello se
consagran podrán beneficiarse del aporte tan rico de una
corriente de la filosofía contemporánea que da una importancia
única al tema de la persona, y contribuye de modo singular a
ahondar los temas de la libertad y de la responsabilidad. La
reflexión sobre los derechos del hombre, la justicia y la paz
podrá ser, merced a ello, clarificada.
La acción indirecta
8. Si la promoción de la paz depende, en un
cierto sentido, de la información y de la investigación se funda
sobre todo en la acción que los hombres emprenden en favor de la
misma. Algunas formas de acción, consideradas aquí, tienen
solamente una relación indirecta con la paz. Sin embargo sería
una equivocación considerarlas como despreciables y, como
sugeriremos brevemente por medio de algunos ejemplos, casi todos
los sectores de la actividad humana ofrecen ocasiones
insospechadas para promover la paz.
Tal es el caso de los intercambios culturales,
en el pleno sentido de la palabra. Así, todo lo que permite a
los hombres el conocerse mejor por medio de la actividad
artística rompe barreras. Donde fracasa la palabra y donde la
diplomacia es un auxilio aleatorio, la música, la pintura, el
teatro, el deporte pueden acercar a los hombres. Lo mismo puede
decirse de la investigación científica: por lo demás la
ciencia, igual que el arte, suscita y congrega una sociedad
universal donde se encuentran, sin división, todos los hombres
atraídos por la verdad y la belleza. La ciencia y el arte
anticipan así, a su propio nivel, la formación de una sociedad
universal pacificada.
También la vida económica está llamada a
acercar a los hombres, haciéndoles tomar conciencia de su
interdependencia y complementariedad. Sin duda las relaciones
económicas crean a menudo un campo de enfrentamiento despiadado,
de competencia sin misericordia y de explotación desvergonzada.
Pero estas mismas relaciones, ¿no podrían transformarse en
relaciones de servicio, de solidaridad, y eliminar con ello una
de las causas más frecuentes de discordia?
Justicia y paz dentro de las naciones
9. Si la paz debe ser una preocupación de todos
los hombres, su construcción es una tarea que corresponde,
directa y principalmente, a los dirigentes políticos.
Desde este punto de vista, el lugar principal de la edificación
de la paz es siempre la Nación, como sociedad
políticamente organizada. Si la
formación de una sociedad política tiene por objetivo la
instauración de la justicia, la promoción del bien común y la
participación de todos, la paz de esta sociedad sólo se realiza
en la medida en que se respetan estos tres imperativos. La paz
aparece solamente donde se salvaguardan las exigencias
elementales de la justicia.
El respeto incondicional y efectivo de los
derechos imprescriptibles e inalienables de cada uno es la
condición sine qua non para que la paz reine en una
sociedad. Con relación a estos derechos fundamentales, todos los
demás son, de alguna manera, derivados y secundarios. En una
sociedad donde estos derechos no son protegidos, la misma idea
de universalidad está muerta, desde el momento en que solamente
algunos individuos instauran, para exclusivo provecho propio, un
principio de discriminación por medio del cual los derechos y la
existencia misma de los demás están supeditados al arbitrio de
los más fuertes. Una sociedad así no puede estar jamás en paz
consigo misma; lleva en sí un principio de división y de
explosión. Por la misma razón, una sociedad política no puede
colaborar efectivamente en la construcción de la paz
internacional si ella misma no está pacificada, es decir, si en
ella no se toma en serio la promoción de los derechos del
hombre. En la medida en que los dirigentes de una nación
determinada se dediquen a edificar una sociedad plenamente
justa, dan ya una aportación decisiva a la edificación de una
paz auténtica, sólida y duradera (cfr. Encíclica Pacem in
terris, II).
Justicia y paz entre las naciones
10. Pero si la paz dentro de cada nación es la
condición necesaria para que pueda desarrollarse la paz
verdadera, no es sin embargo la condición suficiente. La
construcción de la paz a escala mundial no puede ser el
resultado de voluntades dispersas, con frecuencia ambiguas y a
menudo contradictorias, de las naciones. Por otra parte, para
remediar esta carencia los Estados se han dotado de
organizaciones internacionales apropiadas, uno de cuyos
objetivos principales es armonizar las voluntades y hacerlas
converger hacia la salvaguardia de la paz y hacia una mayor
justicia entre las naciones.
Las Organizaciones internacionales, por la
autoridad que han adquirido y por sus realizaciones, han llevado
a cabo una obra notable en favor de la paz. Sin duda ha habido
fracasos; no se han podido prevenir ni atajar rápidamente todos
los conflictos. Pero esas Organizaciones han contribuido a
demostrar a los ojos del mundo que la guerra, la sangre y las
lágrimas no allanan las tensiones. Han dado la prueba, que
podríamos llamar experimental, de que, también a nivel mundial,
los hombres son capaces de unir sus esfuerzos y buscar juntos la
paz.
Dinámica cristiana de la paz
11. Quiero dirigirme ahora más especialmente a
mis hermanos y hermanas en la Iglesia. Ella da su apoyo y
aliento a todos los esfuerzos serios de cara a la paz. No duda
en proclamar que la acción de todos los que consagran lo mejor
de sus energías a la paz está inscrita en el plan de salvación
de Dios en Jesucristo. Pero recuerda a
los cristianos que tienen razones
más poderosas para ser testigos activos del don divino de la
paz.
Ante todo, Cristo, con su palabra y ejemplo,
suscitó nuevos comportamientos de paz. Puso la ética de la paz
muy por encima de las actitudes corrientes de justicia y
armonía. Al inicio de su ministerio, él proclama:
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). El envía a sus
discípulos a llevar la paz de casa en casa, de pueblo en pueblo
(ibid. 10, 11-13). Los invita a preferir la paz a toda
venganza e incluso a ciertas reclamaciones legítimas, queriendo
así arrancar del corazón del hombre la raíz de la agresividad (ibid.
5, 38-42). Les pide que amen a quienes las barreras de todo tipo
han transformado en enemigos (ibid. 5, 43-48). Cita el
ejemplo de los extranjeros que han tomado la costumbre de
despreciar a los Samaritanos (cfr. Lc 10, 33; 17, 16).
Invita a permanecer siempre humildes y a perdonar sin límites
(cfr. Mt 18, 21-22). La actitud de compartir con los que
están desprovistos de lo esencial
—que
pone como clave del juicio final (cfr. Mt 25, 31-46)—
debe contribuir radicalmente a instaurar relaciones de
fraternidad.
Estas indicaciones de Jesús y su ejemplo han
tenido ya por sí mismos una vasta resonancia en la actitud de
sus discípulos, como lo atestigua la historia de dos milenios.
Pero la obra de Cristo se sitúa a un nivel mucho más profundo:
el de una transformación misteriosa de los corazones. El ha
traído verdaderamente «paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad», según el anuncio hecho desde su nacimiento (cfr.
Lc 2, 14), y esto, no sólo revelándoles el amor del Padre,
sino sobre todo reconciliándolos con Dios por medio de su
sacrificio. Porque eran el Pecado y el Odio los que
obstaculizaban la Paz con
Dios y con los demás: él los destruyó con la ofrenda de su vida
en la cruz; reconcilió en un solo cuerpo a los que eran enemigos
(cfr. Ef 2, 16; Rom 12, 5). Desde entonces, sus
primeras palabras a los Apóstoles, ya Resucitado, fueron «La paz
sea con vosotros» (Jn 20, 19). Quienes aceptan la fe
forman en la Iglesia una comunidad profética; con el Espíritu
Santo enviado por Cristo, después del bautismo que los introduce
en el Cuerpo de Cristo, realizan la experiencia de la paz dada
por Dios en el sacramento de la reconciliación y en la comunión
eucarística; anuncian «el evangelio de la paz» (Ef 6,
15); aprenden a vivir cada día en lo concreto; esperan el día de
la reconciliación integral en el que, por una nueva intervención
de Dios viviente que resucita a los muertos, el hombre será todo
transparencia ante Dios y sus hermanos. Tal es la visión de fe
que sostiene la acción de los cristianos en favor de la paz.
De este modo la Iglesia, por su misma
existencia, se presenta al mundo como una sociedad de hombres
reconciliados y pacificados por la gracia de Cristo, en comunión
de amor y de vida con Dios y con todos los hermanos, por encima
de las barreras humanas de todo tipo; ella es, ya en sí misma, y
trata de serlo cada vez más en la práctica, un don y un fermento
de paz ofrecidos por Dios a la humanidad entera. Ciertamente,
los miembros de la Iglesia son bien conscientes de ser muy
frecuentemente pecadores, también en este campo; pero sienten al
menos la grave responsabilidad de poner en práctica este don de
la paz. Por eso, ante todo deben superar las propias divisiones
para encaminarse sin tardanza hacia la plenitud de la unidad en
Cristo; así colaborarán con Dios para ofrecer su paz al mundo.
Deben también evidentemente unir sus esfuerzos a los de todos
los hombres de buena
voluntad que trabajan por la paz en los diversos sectores de la
sociedad y de la vida internacional. La Iglesia desea que sus
hijos, con su testimonio e iniciativas, sean los primeros entre
los que preparan y hacen reinar la paz. Al mismo tiempo, tiene
muy en cuenta que en la práctica se trata de una obra difícil,
—que exige mucha generosidad, discernimiento y esperanza—,
y de un verdadero desafío.
La paz, un desafío permanente para el cristiano
12. El optimismo cristiano, basado en la cruz
gloriosa de Cristo y en la efusión del Espíritu Santo, no
justifica en efecto hacerse ilusiones. Para el cristiano, la paz
en la tierra es siempre un desafío, a causa de la presencia del
pecado en el corazón del hombre. Movido por su fe y esperanza,
el cristiano se dedica pues a promover una sociedad más justa;
lucha contra el hambre, la miseria y la enfermedad; se preocupa
de la suerte de los emigrantes, prisioneros y marginados (cfr.
Mt 25, 35-36). Pero sabe que si todas sus iniciativas
manifiestan algo de la misericordia y perfección de Dios (cfr.
Lc 6, 36; Mt 5, 48), son siempre limitadas en su
alcance, precarias en sus resultados y ambiguas en su
inspiración. Solamente Dios, que da la vida, cuando recapitule
todo en su Hijo (cfr. Ef 1, 10), colmará la esperanza
ardiente de los hombres llevando El mismo a cumplimiento todo lo
que se haya emprendido en la historia según su Espíritu, en
materia de justicia y de paz.
Desde entonces el cristiano, aun esforzándose
con un renovado ardor en prevenir la guerra o en poner término a
la misma, no se engaña ni sobre su capacidad de hacer triunfar
la paz, ni sobre el alcance de las iniciativas que toma al
respecto. Por consiguiente, se interesa por todas las
realizaciones humanas en favor de la paz, participa en ellas muy
a menudo, mirándolas siempre con realismo y humildad. Casi se
podría decir que las «relativiza» doblemente, relacionándolas
con la condición pecadora del hombre y situándolas a la luz del
plan salvífico de Dios. Ante todo, el cristiano, no ignorando
que las tendencias de agresividad, de hegemonía y de
manipulación de los demás anidan en el corazón de los hombres e
incluso algunas veces alimentan secretamente sus intenciones,
—a pesar de ciertas declaraciones o manifestaciones de tipo
pacifista— sabe que, sobre la tierra, una sociedad humana pacificada
totalmente y para siempre es desgraciadamente una utopía y que
las ideologías que la dejan entrever como si pudiera fácilmente
ser alcanzada, mantienen esperanzas irrealizables, cualesquiera
que sean las razones de su actitud: visión errónea de la
condición humana, falta de aplicación al considerar el conjunto
del problema, evasión para calmar el miedo, o, en otros, cálculo
interesado. El cristiano está igualmente persuadido —aunque
no sea más que por una dolorosa experiencia— de que estas falsas
esperanzas llevan directamente a la pseudopaz de los regímenes
totalitarios. Pero esta visión realista no debe frenar
absolutamente a los cristianos en sus
esfuerzos por la paz; al contrario, ésta estimula su ardor,
porque ellos saben también que la victoria de Cristo sobre la
mentira, el odio y la muerte da a los hombres amantes de paz un
motivo para actuar más decisivamente que la ofrecida por las
antropologías más generosas, y una esperanza más fundada que la
que brota de las quimeras más audaces.
Por esto el cristiano, incluso cuando se entrega
a combatir y prevenir todas las formas de guerra, no duda en
recordar, en nombre de una
exigencia elemental de justicia, que los pueblos tienen el
derecho y aun el deber de proteger, con medios adecuados, su
existencia y su libertad contra el injusto agresor (cfr. Const.
Gaudium et spes, 79). Sin embargo, teniendo en cuenta la
diferencia por así decir de naturaleza entre las guerras
clásicas y las nucleares o bacteriológicas, así como el
escándalo de la carrera a los armamentos ante las necesidades
del Tercer Mundo, este derecho, muy real en su principio, no
hace más que subrayar para la sociedad mundial la urgencia de
encontrar unos medios eficaces de negociación. Así el terror
nuclear que amenaza nuestro tiempo puede apremiar a los hombres
a enriquecer su patrimonio común con un descubrimiento muy
sencillo que está a su alcance, a saber, que la guerra es el
medio más cruel e ineficaz para resolver los conflictos. La
sociedad humana, hoy más que nunca, está pues obligada a dotarse
de instrumentos de concordia y diálogo que necesita para
sobrevivir, y por consiguiente, de las instituciones
indispensables para la construcción de la justicia y de la paz.
¡Ojalá tome también conciencia de que esta obra excede las fuerzas humanas!
Oración por la paz
13. A lo largo de este mensaje he interpelado la
responsabilidad de los hombres de buena voluntad, especialmente
de los cristianos, ya que Dios ha confiado la paz a los
hombres. Con el realismo y esperanza que la fe permite, he
querido llamar la atención de ciudadanos y gobernantes sobre un
cierto número de realizaciones o actitudes ya posibles y capaces
de edificar solidariamente la paz. Pero, más allá o más bien,
dentro de esta acción necesaria que podría parecer que depende
en primer lugar de los hombres, la paz es ante todo un don de
Dios —no hay que olvidarlo jamás— y siempre debe ser implorada
de su misericordia.
Tal convicción parece haber animado a los
hombres de todas las civilizaciones que han puesto la paz en el
primer lugar de sus oraciones. Referencias de ello se encuentran
en todas las religiones. ¡Cuántos hombres, teniendo la
experiencia de combates mortales y de campos de concentración,
cuántas mujeres y niños desamparados a causa de las guerras, se
han vuelto antes que a nosotros hacia el Dios de la paz! Hoy,
cuando las amenazas adquieren una gravedad particular por su
extensión y su carácter radical, cuando las dificultades para
construir la paz presentan un cariz nuevo y a menudo confuso,
muchas personas, incluso poco familiares con la oración, pueden
encontrar espontáneamente el camino hacia ella.
Sí, nuestro futuro está en las manos de Dios, el
único que nos da la verdadera paz. Y mientras los corazones
humanos proyectan sinceramente acciones de paz, es la gracia de
Dios la que inspira y fortalece sus sentimientos. Todos están
invitados a repetir en este sentido la oración de San Francisco
de Asís, del que estamos celebrando el octavo centenario de
nacimiento: Señor, haz de nosotros artífices de paz; donde
domina el odio, que nosotros proclamemos el amor; donde hay
ofensas, que nosotros ofrezcamos el perdón; donde abunda la
discordia, que nosotros construyamos la paz.
A los cristianos, por su parte, les gusta
implorar la paz, elevando como oración tantos salmos llenos de
súplicas de paz y repetidos con el amor universal de Jesús.
Es este un punto ya común y profundo en todas
las iniciativas ecuménicas. Los otros creyentes del resto del
mundo esperan también del Todopoderoso el don de la paz, y, más
o menos conscientemente, muchos otros hombres de buena voluntad
están dispuestos a hacer la misma oración en lo íntimo de su
corazón. ¡Suba así al Señor una súplica ferviente desde los
cuatro ángulos de la tierra! Esto será ya una hermosa unanimidad
en el camino de la paz. ¡Y quién podrá dudar de que Dios no
dejará de escuchar este grito de sus hijos: Señor, danos la paz
¡Danos tu paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1981.
JOANNES PAULUS PP. II