MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Iº de enero de 1984
«LA PAZ NACE DE UN CORAZON NUEVO»
¡Responsables de la vida política de las naciones,
Artífices de la vida económica, social y cultural,
Jóvenes, que esperáis un mundo fraterno y solidario,
Vosotros todos, hombres y mujeres, que anheláis la paz!
Me dirijo a vosotros al alborear el año 1984 que se anuncia en todas partes
lleno de interrogantes y angustias, pero rico también en esperanza y posibilidades.
Esta llamada, con ocasión de la XVII Jornada mundial de la paz, nace de lo más
profundo de mi corazón, y sé que con ella me uno al deseo de muchos hombres y
mujeres que aspiran a la fraternidad en un mundo dividido. El mensaje que os dirijo
es a la vez sencillo y exigente, porque se dirige a cada uno de vosotros personalmente,
invitando a que cada uno ofrezca su colaboración para establecer la paz en el mundo,
sin descargar la responsabilidad sobre los demás. El tema que hoy propongo a vuestra
reflexión y a vuestra acción es éste: «La paz nace de un corazón nuevo».
1. Una situación paradójica
No podemos permanecer hoy indiferentes ante las sombras y amenazas, sin olvidar por ello
las luces y esperanzas existentes.
Realmente, la paz es precaria, y la
injusticia abunda. Guerras implacables se desarrollan en muchos
países; y se prolongan no obstante la acumulación de muertes, de
lutos, de ruina, sin que se avance aparentemente hacia una
solución. La violencia y el terrorismo fanático se extienden a
otros países, y muchas veces son los inocentes los que lo pagan,
mientras que las pasiones se enardecen y se corre el riesgo de
que el miedo conduzca a situaciones extremas. En muchas regiones
se violan los derechos humanos, se conculcan las libertades, se
mantienen injustamente las detenciones, se realizan ejecuciones
sumarias por razones partidistas, y la humanidad, en este siglo
XX que ha conocido una multiplicación de Declaraciones e
instancias de recurso, no está al corriente de ellas, y si lo
está, se ve casi impotente para frenar estos abusos. Muchos
países se debaten con dificultad en su lucha interna contra el
hambre, las enfermedades, el subdesarrollo, mientras que los
países ricos refuerzan sus posiciones y la carrera de armamento
continúa absorbiendo sin consideración recursos que podrían ser
mejor utilizados. La acumulación de armas convencionales,
químicas, bacteriológicas y, sobre todo, nucleares amenaza
gravemente el futuro de las naciones, especialmente en Europa,
por lo que la población está justamente alarmada. Se percibe
ampliamente en la opinión pública una nueva y grave inquietud,
que yo comprendo muy bien.
Nuestro mundo está como aprisionado por una red
de tensiones. La tensión entre lo que se llama comúnmente el
este y el oeste no afecta solamente a las relaciones entre
las naciones directamente implicadas, sino que marca y más bien
agrava muchas otras situaciones
difíciles en otras partes del
mundo. Ante una situación así es preciso tomar conciencia del
peligro tan grande que constituye esta tensión creciente y esta
polarización a gran escala, sobre todo si se piensa en los
medios de destrucción masiva e inaudita de los que se dispone.
No obstante, aun siendo muy conscientes de este peligro, los
protagonistas encuentran una gran dificultad, por no decir
impotencia, en frenar este proceso, en encontrar medios
adecuados para reducir las tensiones mediante pasos concretos
que terminen con esta escalada, para la reducción de armamentos
y para el entendimiento mutuo, lo que permitiría dedicar más
esfuerzos a los objetivos prioritarios del progreso económico,
social y cultural.
Si la tensión este-oeste, con su trasfondo
ideológico, acapara la atención y suscita miedo en gran número
de países, sobre todo del hemisferio norte, no debe ocultar otra
más fundamental todavía entre el norte y el sur, que
afecta a la vida misma de una gran parte de la humanidad. Se
trata del contraste creciente entre países que han tenido la
posibilidad de acelerar su desarrollo y de acrecentar sus
riquezas, y los países bloqueados en el subdesarrollo.
Precisamente aquí hay otra enorme fuente de oposición, de
irritación, de rebelión o de miedo, tanto más porque está
alimentada por múltiples injusticias.
Ante estos enormes problemas propongo el tema de
la renovación del «corazón». Se podría pensar que tal propuesta
es demasiado simple y el medio desproporcionado. Sin embargo,
pensándolo bien, el análisis delineado aquí nos permite llegar
hasta el fondo de la cuestión, y es tal que pone en crisis los
presupuestos mismos que
amenazan la paz. La impotencia que tiene la humanidad para
resolver las tensiones, revela que los bloqueos o, por el
contrario, las esperanzas provienen de algo más profundo que los
mismos sistemas.
2. La guerra nace en el espíritu del hombre
Es mi profunda convicción, es una constante de
la Biblia y del pensamiento cristiano, es, así lo espero, una
intuición de muchos hombres de buena voluntad, que la guerra
nace en el corazón del hombre. Es el hombre quien mata y
no su espada o, como diríamos hoy, sus misiles.
El «corazón» en el lenguaje bíblico es lo más
profundo de la persona humana, en su relación con el bien y el
mal, con los otros, con Dios. No se trata tanto de su
afectividad, cuanto más bien de su conciencia, de sus
convicciones, del sistema de pensamiento en que se inspiran, así
como de las pasiones que implican. Mediante el corazón, el
hombre se hace sensible a los valores absolutos del bien, a la
justicia, a la fraternidad, a la paz.
El desorden del corazón equivale al de la
conciencia, cuando ésta llama bien o mal a lo que ella desea
escoger según sus intereses materiales o su voluntad de poder.
La misma complejidad del ejercicio del poder no impide que haya
siempre una responsabilidad de la conciencia individual en la
preparación, desencadenamiento o extensión de un conflicto; el
hecho de que la responsabilidad sea compartida por un grupo no
cambia nada el principio.
Pero esta conciencia se ve con frecuencia
solicitada, por no decir esclavizada, por sistemas
socio-políticos e ideológicos que son también obra del
espíritu humano. En la medida en que los hombres se dejan
seducir por sistemas que ofrecen una visión global exclusiva y
casi maniquea de la humanidad y hacen de la lucha contra los
otros, de su eliminación o de su dominio la condición del
progreso, quedan encerrados en una mentalidad de guerra que
endurece las tensiones, haciéndose casi incapaces de dialogar.
La adhesión incondicional a estos sistemas se convierte, a
veces, en una especie de idolatría del poder, de la fuerza, de
la riqueza; una forma de esclavitud que quita la libertad a los
mismos gobernantes.
Más allá de los sistemas ideológicos propiamente
dichos, son múltiples las pasiones que desvían el corazón
humano, inclinándolo a la guerra. Por esta razón los hombres
pueden dejarse arrastar por un sentido de superioridad racial y
un odio hacia los demás, también por la envidia, por la codicia
de la tierra y de los recursos de los demás, o, en general, por
el afán de poder, por el orgullo, o por el deseo de extender el
propio dominio sobre otros pueblos a quienes menosprecian.
Es cierto que las pasiones nacen muchas veces de
frustraciones reales de individuos y pueblos, cuando ven
que otros se han negado a garantizarles la existencia, o cuando
los sistemas sociales están atrasados con relación al buen
funcionamiento de la democracia y de la participación en los
bienes. La injusticia es ciertamente un gran vicio en el
corazón del hombre explotador. Pero las pasiones se cultivan, a
veces, intencionadamente. La guerra difícilmente se desencadena
si las poblaciones, de una parte y otra, no sienten fuertes
sentimientos de hostilidad
recíproca, o si no se persuaden de que sus pretensiones
antagónicas afectan a sus intereses vitales. Esto es
precisamente lo que explica las manipulaciones
ideológicas provocadas por una voluntad agresiva. Una vez que se
desencadenan las luchas, la hostilidad no deja de crecer, porque
se alimenta de los sufrimientos y atrocidades que se acumulan
por ambos partes. Puede nacer de ahí una psicosis de odio.
Por tanto, el hecho de recurrir a la violencia y
a la guerra proviene, en definitiva, del pecado del hombre, de
la ceguera de su espíritu, o del desorden de su corazón, que
invocan la injusticia como motivo para desarrollar o endurecer
la tensión o el conflicto.
Sí, la guerra nace verdaderamente en el
corazón del hombre que peca, desde que la envidia y la
violencia invadieron el corazón de Caín contra su hermano Abel,
según la antigua narración bíblica. ¿No se produce en realidad
una ruptura aún más profunda, cuando los hombres se hacen
incapaces de ponerse de acuerdo sobre la distinción entre el
bien y el mal, y sobre los valores de la vida de los que Dios es
autor y garante? ¿No explica esto quizá que el «corazón» del
hombre vaya a la deriva sin llegar a hacer la paz con sus
semejantes sobre la base de la verdad, con genuina rectitud y
benevolencia?
El restablecimiento de la paz sería también de
corta duración y totalmente ilusoria si no se diera un auténtico
cambio del corazón. La historia nos enseña que las mismas
«liberaciones» por las que se había suspirado cuando un país se
encontraba ocupado o con sus libertades conculcadas,
decepcionaron en la medida en que los responsables y los
ciudadanos mantuvieron su estrechez de espíritu, sus
intolerancias, durezas y antagonismos.
También en la Biblia, los profetas denunciaron
estas liberaciones efímeras sin que el corazón hubiera cambiado
verdaderamente, sin que se hubiera «convertido».
3. La paz brota de un corazón nuevo
Si los sistemas actuales, engendrados por el
«corazón» del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz,
es preciso renovar el «corazón» del hombre, para renovar los
sistemas, las instituciones y los métodos. La fe cristiana posee
una palabra para designar ese cambio fundamental del corazón:
«conversión». En general, se trata de encontrar de nuevo la
clarividencia y la imparcialidad junto con la libertad de
espíritu, el sentido de la justicia junto con el respeto a los
derechos humanos, el sentido de la equidad con la solidaridad
mundial entre ricos y pobres, la confianza mutua y el amor
fraterno.
Es preciso, ante todo, que las personas y los
pueblos adquieran una real libertad de espíritu para
tomar conciencia de las actitudes estériles del pasado, del
carácter cerrado y parcial de los sistemas filosóficos y
sociales que parten de presupuestos discutibles y reducen el
hombre y la historia a un campo restringido por fuerzas
materialistas que se apoyan sólo en el poder de las armas o de
la economía, que encierran a los hombres en categorías
totalmente opuestas las unas a las otras, que propugnan
soluciones en una sola dirección; que ignoran las realidades
complejas en la vida de las naciones, impidiéndoles tratar de
ellas libremente. Es preciso por consiguiente replantear
aquellos sistemas que conducen
manifiestamente a un callejón sin
salida, congelan el diálogo y el entendimiento, desarrollan la
desconfianza, acrecientan la amenaza y el peligro, sin resolver
los problemas reales, sin ofrecer verdadera seguridad, sin hacer
a los pueblos realmente felices, pacíficos y libres. Esta
profunda transformación del espíritu y del corazón exige
ciertamente un gran coraje, el coraje de la humildad y de la
lucidez; debe llegar a la mentalidad colectiva partiendo de la
conciencia de las personas. ¿Es utópico esperarlo? La impotencia
y el peligro en que se encuentran nuestros contemporáneos les
empujan a no retrasar más esta vuelta a la verdad, lo
único que les hará libres y capaces de crear sistemas mejores.
Esta es la primera condición de un «corazón nuevo».
Son bien conocidos los demás elementos positivos
y bastará recordarlos. La paz no es auténtica si no es fruto de
la justicia, «opus iustitiae pax», como decía ya el
profeta Isaías (cfr. Is 32, 17): justicia entre las
partes sociales, justicia entre los pueblos. Y una sociedad no
es justa ni humana si no respeta los derechos fundamentales
de la persona humana. Por lo demás, el espíritu de guerra
surge y madura allí donde se violan los derechos inalienables
del hombre. Incluso cuando la dictadura y el totalitarismo
sofocan por un tiempo el lamento de los explotados y oprimidos,
el hombre justo está convencido de que nada puede justificar
esta violación de los derechos del hombre; tiene el coraje de
defender a los demás en sus sufrimientos y se niega a capitular
ante la injusticia, a comprometerse con ella; y, por muy
paradójico que parezca, el que desea profundamente la paz
rechaza toda forma de pacifismo que se reduzca a cobardía o
simple mantenimiento de la tranquilidad. Efectivamente,
los que están tentados de imponer
su dominio encontrarán siempre la resistencia de hombres y
mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la
libertad para promover la justicia.
La equidad exige también que se refuercen las
relaciones de justicia y solidaridad con los países pobres,
y más en concreto con los países de la miseria y del hambre. La
frase de Pablo VI: «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz»
se ha convertido en convicción de muchos. Que los países ricos
salgan, pues, de su egoísmo colectivo para plantear en términos
nuevos los intercambios y la ayuda mutua, abriéndose a un
horizonte planetario.
Más aún, un corazón nuevo se entrega al
compromiso de hacer desaparecer el miedo y la psicosis de
guerra. Al axioma que pretende que la paz sea el resultado del
equilibrio de las armas opone el principio de que la verdadera
paz no puede edificarse sin la confianza mutua (Cfr. Encíclica
Pacem in terris, n. 113). Ciertamente se mantiene
vigilante y lúcido para detectar las mentiras y las
manipulaciones y avanzar con prudencia. Pero se atreve a
emprender y reemprender infatigablemente el diálogo que fue
objeto de mi mensaje del año pasado.
En definitiva, un corazón nuevo es el que se
deja inspirar por el amor. Ya afirmó Pío XI que no puede
haber «verdadera paz externa entre los hombres y entre los
pueblos donde no hay paz interna, o sea donde el espíritu de paz
no se ha posesionado de las inteligencias y de los corazones...;
las inteligencias, para reconocer y respetar las razones de la
justicia; los corazones, para que la caridad se asocie a la
justicia y prevalezca sobre ella; ya que si la paz... ha de ser
obra y fruto de la justicia..., ésta pertenece más bien a la
caridad que a la justicia» (Discurso del 24 Dic. 1930, AAS
[1930], p. 535). Se trata de renunciar a la violencia, a la
mentira, al odio; se trata de convertirse en las intenciones, en
los sentimientos y en todo el comportamiento en un ser fraterno,
que reconoce la dignidad y las necesidades del otro, buscando la
colaboración con él para crear un mundo de paz.
4. Llamada a los responsables de la política y de la opinión pública
Ya que es preciso lograr un corazón nuevo y
promover una mentalidad nueva de paz, cada hombre y mujer, no
importa su puesto en la sociedad, puede y debe asumir realmente
su parte de responsabilidad en la construcción de una paz
verdadera, en el ambiente donde vive: familia, escuela, empresa,
ciudad. En sus preocupaciones, sus conversaciones y su acción,
debe tener interés por todos sus hermanos y hermanas que forman
parte de la misma familia humana, aunque vivan en los antípodas.
Pero evidentemente la responsabilidad comporta
grados. El de los Jefes de Estado, el de los dirigentes
políticos es capital para el establecimiento y el desarrollo de
relaciones pacíficas entre los diferentes componentes de la
nación y entre los pueblos. Más que los demás, ellos deben estar
convencidos de que la guerra es en sí irracional y de que el
principio ético de la solución pacífica de los conflictos es la
única vía digna del hombre. Es necesario ciertamente tomar en
consideración la presencia masiva de la violencia en la historia
humana. Es el sentido de lo
real puesto al servicio de la preocupación fundamental de la
justicia el que impone el mantenimiento del principio de la
legítima defensa en una historia así. Pero los riesgos
espantosos de las armas de destrucción masiva deben conducir a
la elaboración de procesos de cooperación y de desarme que hagan
la guerra prácticamente inconcebible. Es preciso ganar la paz.
Con más razón, la conciencia de los responsables políticos les
debe impedir dejarse arrastrar a aventuras peligrosas en las que
la pasión se impone sobre la justicia, sacrificar inútilmente en
ellas la vida de sus ciudadanos, provocar conflictos en casa
ajena, tomar pretexto de la precariedad de la paz en una región
para extender la propia hegemonía a nuevos territorios. Estos
dirigentes deben sopesar todo esto en su alma y en su conciencia
y proscribir el maquiavelismo; de ello tendrán que dar cuenta a
sus pueblos y a Dios.
Pero repito que la paz es un deber de todos.
Las Organizaciones Internacionales tienen también un gran
papel que jugar para hacer que prevalezcan soluciones
universales, más allá de los puntos de vista particulares. Y mi
llamada se dirige especialmente a todos los que ejercen,
mediante los medios de comunicación, una influencia sobre la
opinión pública, a todos los que se dedican a la
educación de jóvenes y de adultos; ellos tienen encomendada
la formación del espíritu de paz. ¿No podemos contar en la
sociedad de manera especial con los jóvenes? Ante el
futuro amenazador que entrevén, aspiran sin duda más que nadie a
la paz, y muchos de ellos están dispuestos a dedicarle su
generosidad y sus energías; que den pruebas de creatividad a su
servicio, sin apartarse de la lucidez y de la valentía para
sopesar todos los aspectos de las
soluciones a largo plazo. En definitiva, todos, hombres y
mujeres, deben colaborar a la paz, según su sensibilidad y
funciones propias. También las mujeres, tan vinculadas al
misterio de la vida, pueden hacer mucho para que progrese el
espíritu de paz, procurando asegurar la preservación de la vida,
y con su convicción de que el verdadero amor es la única fuerza
que puede hacer un mundo habitable para todos.
5. Llamada a los cristianos
Cristianos, discípulos de Jesús, en medio de las tensiones de
nuestro tiempo, debemos recordar que no hay felicidad sino para
los «artífices de la paz» (Cfr. Mt 5, 9).
La Iglesia vive el Año Santo de la Redención.
Está invitada a abandonarse al Salvador que dice a los hombres,
en el momento de realizar el supremo acto de amor: «Os doy mi
paz» (cfr. Jn 14, 27). En ella cada uno debe compartir
con todos sus hermanos el anuncio de la salvación y la fuerza de
la esperanza.
El Sínodo de los Obispos sobre la reconciliación
y la penitencia ha recordado recientemente las primeras palabras
de Cristo : « Convertíos y creed en el Evangelio » (Mc 1,
15). El mensaje de los Padres sinodales nos muestra por qué
camino debemos avanzar para ser de verdad artífices de paz: «La
Palabra de Dios nos urge al arrepentimiento. "Cambia de
corazón, y déjate reconciliar con el Padre". El designio del
Padre sobre nuestra sociedad es que vivamos como una familia en
justicia y verdad, en libertad y amor» (cfr. L'Oss. Rom.,
28 de octubre de 1983). Esta familia no estará unida en una paz
profunda si no es a condición de que escuchemos la
llamada de volver al Padre, y a
reconciliarnos con el mismo Dios.
Responder a esta llamada, cooperar con el plan
de Dios es dejar que el Señor nos convierta. No contamos
sólo con nuestras propias fuerzas, ni sólo con nuestra voluntad,
que tantas veces nos falla. Que nuestra vida se deje
transformar, porque «todo viene de Dios, que por Cristo nos ha
reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la
reconciliación» (2 Cor 5, 18).
Descubramos de nuevo la fuerza de la oración:
rezar es conformarnos con aquel a quien invocamos, a quien
encontramos, y que nos da la vida. Hacer la experiencia de la
oración es acoger la gracia que nos cambia. El Espíritu, junto
con nuestro espíritu, nos compromete a conformar nuestra vida
según la Palabra de Dios. Orar es entrar en la acción de Dios en
la historia; él, que es su protagonista soberano, ha querido
hacer de los hombres sus colaboradores.
Pablo nos dice de Cristo: «El es nuestra paz, El
que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de la
separación, la enemistad» (Ef 2, 14). Sabemos qué fuerza
misericordiosa nos transforma en el sacramento de la
reconciliación. Este don nos llena totalmente. Por tanto, si
somos leales, no podemos resignarnos a las divisiones y
enfrentamientos que nos oponen, unos a otros, puesto que
compartimos la misma fe; no podemos aceptar sin reaccionar, que
se prolonguen los conflictos que rompen la unidad de la
humanidad llamada a ser un solo cuerpo. Si celebramos el perdón,
¿podemos combatirnos sin cesar? ¿Podemos ser adversarios,
invocando al mismo Dios vivo? Si la ley del amor de Cristo es
nuestra ley, ¿podemos quedarnos sin hablar y sin actuar cuando
un mundo herido espera que
vayamos al frente de los que construyen la paz?
Humildes y conscientes de nuestra debilidad,
acerquémonos a la mesa eucarística, en la que Aquel que
entrega su vida por la multitud de sus hermanos nos da un
corazón nuevo y donde El pone en nosotros un nuevo espíritu (cfr.
Ez 36, 26). Desde lo más profundo de nuestra pobreza y de
nuestra confusión demos gracias por El, porque nos une con su
presencia y con eI don de sí mismo; El «que ha venido a anunciar
la paz a los de lejos, y la paz a los de cerca» (Ef 2,
17). Y si se nos concede acogerle, es deber nuestro ser testigos
suyos, a través de nuestro trabajo fraterno, en todas las
empresas de paz.
Conclusión
La paz es multiforme: paz entre las naciones,
paz en la sociedad, paz entre ciudadanos, paz entre las
comunidades religiosas, paz en el interior de las empresas, en
los barrios, en los pueblos, y, en particular, paz en el seno de
las familias. Dirigiéndome a los católicos, y también a los
otros hermanos cristianos y a los hombres de buena voluntad, he
denunciado un cierto número de obstáculos para la paz. Son
graves y entrañan serias amenazas. Pero, ya que dependen del
espíritu, de la voluntad, del «corazón» humano, los hombres
pueden superarlos, con la ayuda de Dios. Deben resistir a la
caída en el fatalismo o el desánimo. Signos positivos se
descubren ya a través de las sombras. La humanidad se hace
consciente de la indispensable solidaridad que une a los pueblos
y naciones para la solución de la mayor parte de los grandes
problemas: empleo, utilización de los recursos terres
tres y cósmicos, promoción de los
países menos ricos, seguridad. La reducción de armamentos,
controlada y generalizada, se considera por muchos como una
necesidad vital. Se multiplican las instancias para ponerlo todo
en juego, a fin de que la guerra desaparezca del horizonte de la
humanidad. Se multiplican también las llamadas al diálogo, a la
cooperación y a la reconciliación, y muchas iniciativas salen a
la luz. El Papa quiere animarlas.
«Bienaventurados los pacificadores». Que la
lucidez y la generosidad se encuentren siempre en esta empresa.
Que cada vez la paz sea más verdadera y que arraigue en el
corazón mismo del hombre. Que sea escuchado el grito de los
hombres martirizados que esperan la paz. Que cada cual se
comprometa con toda la fuerza de un corazón renovado y fraterno
en la construcción de la paz en todo el mundo.
Vaticano, 8 de diciembre de 1983.
JOANNES PAULUS PP. II