MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 1988
LA LIBERTAD RELIGIOSA
CONDICIÓN
PARA LA PACÍFICA CONVIVENCIA
En el día de Año Nuevo, me complace
ser fiel a una cita mantenida durante veinte años con los Responsables
de las Naciones y de los Organismos internacionales, así como con todos
los hermanos y hermanas del mundo, que trabajan por la causa de la paz.
Pues estoy profundamente convencido de que reflexionar juntos sobre el
valor inestimable de la paz significa ya, de alguna manera, empezar a
construirla.
El tema que este año deseo presentar a la atención común —La libertad religiosa,
condición para la pacífica convivencia— nace de una triple consideración.
Ante todo, la libertad religiosa,
exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es una piedra
angular del edificio de los derechos humanos y, por tanto, es un factor
insustituible del bien de las personas y de toda la sociedad, así como
de la realización personal de cada uno. De ello se deriva que la
libertad de los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar
la propia religión, es un elemento esencial de la pacífica convivencia
de los hombres. La paz, que se construye y consolida a todos los niveles
de la convivencia humana, tiene sus propias raíces en la libertad y en
la apertura de las conciencias a la verdad.
Perjudican además, y de manera muy grave, a la causa de la paz todas las formas
—manifiestas o solapadas— de violación de la libertad religiosa, al igual que
las violaciones que afectan a los demás derechos fundamentales de la persona. A
cuarenta años de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, cuya
conmemoración tendrá lugar en diciembre del año próximo, debemos
constatar que, en diversas partes del mundo, millones de personas sufren
todavía a causa de sus convicciones religiosas, siendo víctimas de
legislaciones represivas y opresoras, estando sometidas a veces a una
persecución abierta o, más a menudo, a una sutil acción discriminadora
de los creyentes y de sus comunidades. Este estado de cosas, de por sí
intolerable, constituye también una hipoteca negativa para la paz.
Por último, quisiera recordar y
aprovechar la rica experiencia del Encuentro de oración, tenido en Asís
el 27 de octubre de 1986. Aquel gran encuentro de hermanos, unidos en la
invocación de la paz, fue un signo para el mundo. Sin confusiones ni
sincretismos, los representantes de las principales Comunidades
religiosas esparcidas por el mundo quisieron expresar juntos el
convencimiento de que la paz es un don de lo Alto y realizar un
laborioso esfuerzo para implorarlo, acogerlo y hacerlo fructificar
mediante opciones concretas de respeto, solidaridad y fraternidad.
1. Dignidad y libertad de la persona humana
La paz no es solamente ausencia de
contrastes y de guerras, sino que es «fruto del orden implantado en la
sociedad humana por su divino Fundador» (Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, 78). La paz es obra de la justicia, y por
tanto requiere el respeto de los derechos y el cumplimiento de los
deberes propios de cada hombre. Existe un vínculo intrínseco entre las
exigencias de la justicia, de la verdad y de la paz (cf . Enc. Pacem
in terris, p. I y III).
Según este orden querido por el
Creador, la sociedad está llamada a organizarse y a desarrollar su
cometido al servicio del hombre y del bien común. Las líneas maestras de
este orden son escrutables por la razón y reconocibles en la experiencia
histórica. El desarrollo actual de las ciencias sociales ha enriquecido
la conciencia que la humanidad tiene de ello, a pesar de todas las
desviaciones ideológicas y de los conflictos que a veces parecen
ofuscarla.
Por esto la Iglesia católica, mientras
quiere realizar con fidelidad su misión de anunciar la salvación que
viene solamente de Cristo (cf. Act 4, 12), se dirige a cada
hombre sin distinción y lo invita a reconocer las leyes del orden
natural, que gobiernan la convivencia humana y determinan las
condiciones de la paz.
Fundamento y fin del orden social es
la persona humana, como sujeto de derechos inalienables, que no recibe
desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza; nada ni nadie puede
destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos, porque tienen
su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo, la
persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e
históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual,
tender hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su
existencia. Ninguna potestad humana puede oponerse a la realización del
hombre como persona.
Del principio primero y fundamental
del orden social, por el que la sociedad se orienta hacia la persona,
deriva la exigencia de que cada sociedad esté organizada de manera tal
que permita al hombre realizar su vocación en plena libertad e incluso
de ayudarlo en ello.
La libertad es la prerrogativa más
noble del hombre. Desde las opciones más íntimas cada persona debe poder
expresarse en un acto de determinación consciente, inspirado por su
propia conciencia. Sin libertad, los actos humanos quedan vacíos de
contenido y desprovistos de valor.
La libertad de la que el hombre fue
dotado por el Creador es la capacidad que recibe permanentemente de
buscar la verdad con la inteligencia y de seguir con el corazón el bien
al que naturalmente aspira, sin ser sometido a ningún tipo de presiones,
constricciones y violencias. Pertenece a la dignidad de la persona poder
corresponder al imperativo moral de la propia conciencia en la búsqueda
de la verdad. Y la verdad —como ha subrayado el Concilio Ecuménico Vaticano II—
porque «debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona
humana y a su naturaleza social» (Decl. Dignitatis humanae, 3),
«no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad» (Ibid., 1).
La libertad del hombre en la búsqueda
de la verdad y en la profesión de las propias convicciones religiosas
que está relacionada con ella, para ser mantenida inmune de cualquier
coacción de individuos, de grupos sociales y de cualquier potestad
humana, debe encontrar una garantía precisa en el ordenamiento jurídico
de la sociedad, es decir, debe ser reconocida y ratificada por la ley
civil como derecho inalienable de la persona (cf. Ibid., 2).
Está claro que la libertad de
conciencia y de religión no significa una relativización de la verdad
objetiva que cada ser humano, por un deber moral, está obligado a
buscar. En la sociedad organizada, esta libertad es solamente la
plasmación institucional de aquel orden en el cual Dios ha dispuesto que
sus creaturas puedan conocer, acoger y corresponder a su propuesta
eterna de alianza, como personas libres y responsables.
El derecho civil y social a la
libertad religiosa, en la medida en que alcanza el ámbito más íntimo del
espíritu, se revela un punto de referencia y, en cierto modo, llega a
ser parámetro de los demás derechos fundamentales. En efecto, se trata
de respetar el ámbito más reservado de autonomía de la persona,
permitiéndole que pueda actuar según el dictado de su conciencia, tanto
en las opciones privadas como en la vida social. El Estado no puede
reivindicar una competencia, directa o indirecta, sobre las convicciones
íntimas de las personas. No puede arrogarse el derecho de imponer o
impedir la profesión y la práctica pública de la religión de una persona
o de una comunidad. En esta materia es un deber de las Autoridades
civiles asegurar que los derechos de los individuos y de las comunidades
sean igualmente respetados y, al mismo tiempo, que se salvaguarde el
justo orden público.
Aun en el caso de que el Estado
atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es
justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho
de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como el de los
extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por motivos de
trabajo o de otra índole.
En ningún caso la organización estatal
puede suplantar la conciencia de los ciudadanos, ni quitar espacios
vitales o tomar el lugar de sus asociaciones religiosas. El recto orden
social exige que todos —individual y colectivamente—
puedan profesar la propia convicción religiosa respetando a los demás.
El primero de septiembre de 1980,
dirigiéndome a los Jefes de Estado firmantes del «Acta Final»
de Helsinki, quise subrayar, entre otras cosas, cómo la auténtica
libertad religiosa exige que se garanticen también los derechos que
derivan de la dimensión social y pública de la profesión de fe y de la
pertenencia a una comunidad religiosa organizada.
A este respecto, hablando a la
Asamblea General de las Naciones Unidas, expresaba la convicción de que
«el mismo respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que
cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o
de convenciones internacionales, el justo modo del ejercicio de la
libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones, que por
su naturaleza sirven a la vida religiosa» (Enseñanzas al Pueblo de
Dios, 1979, 4 b, 649).
2. Un patrimonio común
Se debe reconocer que los principios a
los que me he referido son en la actualidad patrimonio común de la mayor
parte de los ordenamientos civiles, así como de la organización de la
sociedad internacional, la cual lo ha expresado en documentos normativos
apropiados. Estos forman parte de la cultura de nuestro tiempo, como lo
demuestra el debate cada vez más minucioso y profundo que, de modo
especial en estos últimos años, ha madurado en reuniones y congresos de
estudiosos y expertos sobre cada aspecto concreto de la libertad
religiosa. Por otra parte, se constata con frecuencia que el derecho a
la libertad religiosa no es entendido correctamente ni suficientemente
respetado.
Se dan, ante todo, formas espontáneas
de intolerancia, más o menos ocasionales, fruto a veces de ignorancia y
de presunción, que ofenden a personas y comunidades, provocando
polémicas, discrepancias y contraposiciones, con perjuicio de la paz y
de un empeño solidario por el bien común.
En diversos Países determinadas formas
legales y usos administrativos limitan o anulan en la práctica los
derechos que las Constituciones reconocen formalmente a cada creyente y
a los grupos religiosos.
Por último, hoy todavía se dan
legislaciones y reglamentos que no contemplan el derecho fundamental a
la libertad religiosa o preveen en ellos limitaciones carentes de
fundamento, por no hablar de aquellos casos de disposiciones claramente
discriminatorias y, a veces, abiertamente persecutorias.
Varias Organizaciones públicas y privadas, nacionales e internacionales,
han surgido sobre todo en los últimos años para la defensa de quienes, en
muchas partes del mundo, son víctimas —por sus convicciones religiosas—
de situaciones ilegítimas y ultrajantes para toda la humanidad. Frente a
la opinión pública, éstas se hacen eco meritoriamente de las quejas y
protestas de los hermanos y hermanas que no pueden hacer oír su voz.
Por su parte, la Iglesia católica no
deja de manifestar su propia solidaridad con quienes sufren
discriminaciones y persecuciones a causa de la fe, actuando con empeño
constante y paciente tenacidad para que semejantes situaciones puedan
superarse. A este propósito, la Santa Sede trata de aportar su
contribución específica en las reuniones internacionales, en las que se
discute sobre la salvaguardia de los derechos humanos y de la paz. Al
mismo nivel se sitúa la actividad —necesariamente más discreta pero no
menos solícita— desarrollada por la Sede Apostólica y por sus
Representantes en los contactos con las Autoridades políticas de todo el
mundo.
3. La libertad religiosa y la paz
A nadie puede escapar el hecho de que
la dimensión religiosa, arraigada en la conciencia del hombre, tiene una
incidencia específica en el tema de la paz, y que todo intento de
impedir y coartar su libre expresión se traduce inevitablemente, con
graves hipotecas, en la posibilidad de que el hombre pueda vivir en
concordia con sus semejantes .
Se impone una primera consideración.
Como escribía ya en la mencionada carta a los Jefes de Estado firmantes
del «Acta Final» de Helsinki, la libertad religiosa, al
incidir en la esfera más íntima del espíritu, sostiene y es como la
razón de ser de las restantes libertades. Y la profesión de una
religión, aunque consista ante todo en actos interiores del espíritu,
implica toda la experiencia de la vida humana y, por consiguiente, todas
sus manifestaciones.
La libertad religiosa, además, contribuye de modo determinante a la formación
de ciudadanos auténticamente libres, pues —al consentir la búsqueda y la
adhesión a la verdad sobre el hombre y el mundo— favorece en cada hombre una
mayor conciencia de la propia dignidad y una aceptación más motivada de sus
responsabilidades. Una relación leal con la verdad es condición esencial de una
auténtica libertad (cf. Enc. Redemptor hominis, 12).
En este sentido se puede afirmar que
la libertad religiosa es un factor importante para reforzar la cohesión
moral de un pueblo. La sociedad civil puede contar con los creyentes
que, por sus profundas convicciones, no sólo no se dejarán dominar
fácilmente por ideologías o corrientes totalizadoras, sino que se
esforzarán por actuar de acuerdo con sus aspiraciones hacia todo lo que
es verdadero y justo, condición ineludible para la consecución de la paz
( Decl. Dignitatis humanae, 8).
Más aún, la fe religiosa, al permitir
que el hombre comprenda de modo nuevo la propia humanidad, lo lleva a
encontrarse plenamente, a través de una entrega sincera de sí, al lado
de los demás hombres (cf. Enc. Dominum et vivificantem, 59). La
fe acerca y une a los hombres, los hermana, los hace más solícitos, más
responsables, más generosos en la dedicación al bien común. No se trata
de sentirse únicamente mejor dispuestos a colaborar con los demás, dado
que se sienten tranquilizados y protegidos en sus derechos, sino de
alcanzar a través de las fuentes inagotables de la recta conciencia
motivos superiores en el empeño por construir una sociedad más justa y
humana.
Dentro de cada Estado —y, mejor, de cada pueblo— esta exigencia de
corresponsabilidad solidaria es particularmente
sentida actualmente. Pero, como ya se preguntaba mi venerado predecesor
el Papa Pablo VI, «¿puede un Estado solicitar fructuosamente una total
confianza y colaboración, cuando con una especie de confesionalismo
negativo se proclama ateo y, aun afirmando respetar, en un cierto marco,
las creencias individuales, toma posición contra la fe de una parte de
sus ciudadanos?» (Alocución al Cuerpo Diplomático, 14 de enero de
1978, Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1978, 93). Por el contrario,
se debería procurar que «la misma confrontación entre la concepción
religiosa del mundo y la agnóstica o incluso atea, que es uno de los
"signos de los tiempos" de nuestra época», conserve «leales y
respetuosas dimensiones humanas sin violar los esenciales derechos de la
conciencia de ningún hombre o mujer que viven en la tierra» (Enseñanzas
al Pueblo de Dios, 1979, 4 b, 649).
A pesar de las persistentes
situaciones de guerra y de injusticia, constatamos hoy un movimiento
hacia una unión progresiva de los pueblos y de las Naciones, a diversos
niveles políticos, económicos y culturales. Ante este impulso
irrefrenable, pero que también encuentra constantes y graves obstáculos,
la convicción religiosa da un fuerte empuje de alcance relevante. En
efecto, al excluir el recurso a los métodos de la violencia en la
composición de los conflictos y al educar a la fraternidad y al amor,
dicho empuje favorece la concordia y la reconciliación, y puede
facilitar nuevos recursos morales para la solución de cuestiones ante
las cuales la humanidad aparece hoy débil e impotente.
4. La responsabilidad del hombre religioso
A los deberes del Estado concernientes
al ejercicio del derecho a la libertad religiosa corresponden precisas y
graves responsabilidades de los hombres y mujeres, tanto en la profesión
individual de su religión como en la organización y vida de las
respectivas comunidades.
En primer lugar, los responsables de
las Confesiones religiosas están obligados a presentar sus enseñanzas
sin dejarse condicionar por intereses personales, políticos y sociales,
y en modos apropiados a las exigencias de la convivencia y respetuosos
con la libertad de cada uno.
Paralelamente, los seguidores de las varias religiones deberían expresar
—individual y comunitariamente— sus convicciones y organizar el culto y
cualquier otra actividad propia de ellos, pero respetando los derechos de
quienes no pertenecen a aquella religión o no profesan un credo.
Es precisamente en el terreno de la paz —suma aspiración de la humanidad—
donde cada comunidad religiosa y cada creyente en particular pueden
medir la autenticidad del propio comnromiso de solidaridad hacia los
hermanos. Hoy, acaso más que nunca, el mundo mira a las religiones con
particular expectación en lo que concierne a la paz.
Por otra parte, produce satisfacción
constatar, tanto en los responsables de las confesiones religiosas como
en los simples fieles, una atención creciente, un deseo cada vez más
vivo de actuar en favor de la paz. Tales propósitos merecen ser
alentados y oportunamente coordinados para que sean cada vez más
eficaces. Para conseguirlo, es necesario ir hasta la raíz.
Esto es lo que aconteció en Asís el
año pasado: respondiendo a mi llamada fraterna, los responsables de las
principales religiones del mundo se reunieron para afirmar juntos
—sin menoscabo de la fidelidad a las respectivas convicciones religiosas—
su común empeño en favor de la paz.
Según el espíritu de Asís, se trata,
efectivamente, de un don vinculante y que compromete, de un don que ha
de cultivarse y madurar. Todo ello, en la acogida recíproca, en el
respeto mutuo, en la renuncia a la intimidación ideológica y a la
violencia, en la promoción de instituciones y de formas de entendimiento
y de cooperación entre los pueblos y Naciones; pero, sobre todo, en la
educación a la paz, considerándola a un nivel mucho más alto que la
sola, si bien necesaria, reforma de las estructuras. En una palabra, se
trata de la paz que presupone la conversión de los corazones.
5. El compromiso de los seguidores de Cristo
Reconocemos con gozo que entre las
Iglesias y Comunidades eclesiales cristianas, este proceso se
encuentra felizmente en marcha. Desearía formular mis fervientes votos
de que dicho proceso pueda recibir nuevos impulsos y que llegue a
abarcar de manera creciente a todas las personas religiosas del mundo en
el gran desafío de la paz.
Como Pastor de la Iglesia universal
dejaría de cumplir el mandato recibido si no elevara mi voz en defensa
del respeto del derecho inalienable de que el Evangelio sea proclamado
«a toda creatura» (Mc 16, 15), y si no recordara que Dios ha
puesto la sociedad civil al servicio de la persona humana, la cual ha de
gozar de la libertad de poder buscar y hacer suya la verdad. El empeño
por la verdad, por la libertad, por la justicia y por la paz distingue a
los seguidores del Señor Jesús. En efecto, nosotros sabemos por la
revelación que Dios Padre, mediante su Hijo muerto en la cruz, que «es
nuestra paz» (Ef 2, 14), ha hecho de nosotros un Pueblo nuevo,
que goza de la libertad de los hijos y que tiene como estatuto el
precepto del amor fraterno.
Sabemos que nuestra libertad, como
Pueblo de la Nueva Alianza, halla su expresión más elevada en la
respuesta plena a la llamada divina a la salvación; y con el apóstol
Juan confesamos: «Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene»
(1 Jn 4, 16), y que se manifestó en el Hijo encarnado. De este
libre y liberador acto de fe nace una nueva visión del mundo, un nuevo
acercamiento a los hermanos, un modo nuevo de ser en la sociedad como
levadura en la masa. Es el «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34) que
nos dió el Señor; es «su paz» (Jn 14, 27), no como la da el
mundo, sino la paz verdadera que El nos dejó.
Hemos de vivir plena y
responsablemente la libertad que nos viene del hecho de ser hijos y que
abre ante nosotros perspectivas de transcendencia. Hemos de empeñarnos
con todas nuestras fuerzas en vivir el mandamiento nuevo, dejándonos
iluminar por la paz que nos ha sido dada, y a la vez, haciéndola
irradiar en torno nuestro. «En esto —nos dice el Señor— conocerán que
sois mis discípulos» (Jn 13, 35).
Soy consciente de que este magno
empeño supera nuestras pobres fuerzas. ¡De cuántas divisiones e
incomprensiones tenemos los cristianos nuestra parte de responsabilidad,
y cuánto queda aún por construir en nuestro ánimo, en las familias, en
las comunidades, bajo el signo de la reconciliación y de la caridad
fraterna! Por otra parte, hemos de reconocer que las circunstancias de
nuestro mundo no nos facilitan la tarea. En efecto, la tentación de la
violencia está siempre al acecho; el egoísmo, el materialismo y la
soberbia hacen al hombre cada vez menos libre y a la sociedad cada vez
menos abierta a las exigencias de la fraternidad. Sin embargo, no hemos
de desanimarnos; Jesús nuestro Señor y Maestro, está con nosotros todos
los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20).
Mi pensamiento se dirige, de modo
particularmente afectuoso, a los hermanos y hermanas que se ven privados
de libertad para profesar su fe cristiana, a cuantos sufren persecución
por ser cristianos o que por seguir a Cristo sufren marginación y
humillaciones. Deseo que estos hermanos y hermanas nuestros experimenten
nuestra cercanía espiritual, nuestra solidaridad, el sostén de nuestras
plegarias. Sabemos que su sacrificio, por estar unido al de Cristo,
lleva consigo frutos de verdadera paz.
El compromiso por la paz, amados
hermanos y hermanas en la fe, constituye un testimonio que hoy nos hace
creíbles a los ojos del mundo y, sobre todo, a los ojos de las jóvenes
generaciones. El gran reto del hombre contemporáneo, la meta de su
auténtica libertad, está en la bienaventuranza evangélica: «Dichosos los
constructores de paz» (Mt 5, 9).
El mundo tiene necesidad de paz, el mundo desea ardientemente la paz.
Oremos para que todos, hombres y mujeres, gozando de la libertad religiosa,
pueden vivir en paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1987.
JOANNES PAULUS PP. II