MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 1990
PAZ CON DIOS CREADOR
PAZ CON TODA LA CREACIÓN
Introducción
1. En nuestros días aumenta cada vez
más la convicción de que la paz mundial está amenazada, además de la
carrera armamentista, por los conflictos regionales y las injusticias
aún existentes en los pueblos y entre las naciones, así como por la
falta del debido respeto a la naturaleza, la explotación
desordenada de sus recursos y el deterioro progresivo de la calidad de
la vida. Esta situación provoca una sensación de inestabilidad e
inseguridad que a su vez favorece formas de egoísmo colectivo,
acaparamiento y prevaricación.
Ante el extendido deterioro ambiental
la humanidad se da cuenta de que no se puede seguir usando los bienes de
la tierra como en el pasado. La opinión pública y los responsables
políticos están preocupados por ello, y los estudiosos de las más
variadas disciplinas examinan sus causas. Se está formando así una
conciencia ecológica, que no debe ser obstaculizada, sino más bien
favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una
adecuada expresión en programas e iniciativas concretas.
2. No pocos valores éticos, de
importancia fundamental para el desarrollo de una sociedad pacífica,
tienen una relación directa con la cuestión ambiental. La
interdependencia de los muchos desafíos, que el mundo actual debe
afrontar, confirma la necesidad de soluciones coordinadas, basadas en
una coherente visión moral del mundo.
Para el cristiano tal visión se basa
en las convicciones religiosas sacadas de la Revelación. Por eso, al
comienzo de este Mensaje, deseo recordar la narración bíblica de la
creación, confiando que aquellos que no comparten nuestras convicciones
religiosas puedan encontrar igualmente elementos útiles para una línea
común de reflexión y de acción.
I. « Y vio Dios que era bueno »
3. En las páginas del Génesis,
en las cuales se recoge la autorrevelación de Dios a la humanidad (Gén
1-3), se repiten como un estribillo las palabras: «Y vio Dios que era
bueno». Pero cuando Dios, una vez creado el cielo y el mar, la
tierra y todo lo que ella contiene, crea al hombre y a la mujer, la
expresión cambia notablemente: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo era
muy bueno» (Gén 1, 31). Dios confió al hombre y a la mujer
todo el resto de la creación, y entonces —como leemos—
pudo descansar «de toda la obra creadora» (Gén 2, 3).
La llamada a Adán y Eva, para
participar en la ejecución del plan de Dios sobre la creación, avivaba
aquellas capacidades y aquellos dones que distinguen a la persona humana
de cualquier otra criatura y, al mismo tiempo, establecía una relación
ordenada entre los hombres y la creación entera. Creados a imagen y
semejanza de Dios, Adán y Eva debían ejercer su dominio sobre la tierra
(Gén 1, 28) con sabiduría y amor. Ellos, en cambio, con su pecado
destruyeron la armonía existente, poniéndose deliberadamente contra
el designio del Creador. Esto llevó no sólo a la alienación del
hombre mismo, a la muerte y al fratricidio, sino también a una especie
de rebelión de la tierra contra él (cfr. Gén 3, 17-19; 4, 12).
Toda la creación se vio sometida a la caducidad, y desde entonces
espera, de modo misterioso, ser liberada para entrar en la libertad
gloriosa con todos los hijos de Dios (cfr. Rom 8, 20-21).
4. Los cristianos profesan que en la
muerte y resurrección de Cristo se ha realizado la obra de
reconciliación de la humanidad con el Padre, a quien plugo «reconciliar
por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre
de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).
Así la creación ha sido renovada (cfr. Ap 21, 5), y sobre ella,
sometida antes a la «servidumbre» de la muerte y de la corrupción (cfr.
Rom 8, 21), se ha derramado una nueva vida, mientras nosotros
«esperamos... nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la
justicia» (2 Pe 3, 13) . De este modo el Padre nos ha dado a
«conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él
se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1, 9-10).
5. Estas reflexiones bíblicas iluminan
mejor la relación entre la actuación humana y la integridad de la
creación. El hombre, cuando se aleja del designio de Dios creador,
provoca un desorden que repercute inevitablemente en el resto de la
creación. Si el hombre no está en paz con Dios la tierra misma tampoco
está en paz: «Por eso, la tierra está en duelo, y se marchita cuanto en
ella habita, con las bestias del campo y las aves del cielo: y hasta los
peces del mar desaparecen» (Os 4, 3).
La experiencia de este «sufrimiento»
de la tierra es común también a aquellos que no comparten nuestra fe en
Dios. En efecto, a la vista de todos están las crecientes devastaciones
causadas en la naturaleza por el comportamiento de hombres indiferentes
a las exigencias recónditas
—y sin embargo claramente perceptibles—del orden y de la armonía que la sostienen.
Y así, se pregunta con ansia si aún
puede ponerse remedio a los daños provocados. Es evidente que una
solución adecuada no puede consistir simplemente en una gestión mejor o
en un uso menos irracional de los recursos de la tierra. Aun
reconociendo la utilidad práctica de tales medios, parece necesario
remontarse hasta los orígenes y afrontar en su conjunto la profunda
crisis moral, de la que el deterioro ambiental es uno de los aspectos
más preocupantes.
II. La crisis ecológica: un problema moral.
6. Algunos elementos de la presente
crisis ecológica revelan de modo evidente su carácter moral. Entre ellos
hay que incluir, en primer lugar, la aplicación indiscriminada de los
adelantos científicos y tecnológicos. Muchos descubrimientos
recientes han producido innegables beneficios a la humanidad; es más,
ellos manifiestan cuán noble es la vocación del hombre a participar
responsablemente en la acción creadora de Dios en el mundo. Sin embargo,
se ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el
campo industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos.
Todo esto ha demostrado crudamente cómo toda intervención en una área
del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y, en
general, en el bienestar de las generaciones futuras.
La disminución gradual de la capa de
ozono y el consecuente «efecto invernadero» han alcanzado ya dimensiones
críticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las
grandes concentraciones urbanas y del consumo energético. Los residuos
industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes
fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de
herbicidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien
sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente. De ello se han
seguido múltiples cambios metereológicos y atmosféricos cuyos efectos
van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de
las tierras bajas.
Mientras en algunos casos el daño es ya quizás irreversible, en otros
muchos aún puede detenerse. Por consiguiente, es un deber que toda la
comunidad humana —individuos, Estados y Organizaciones internacionales—
asuma seriamente sus responsabilidades.
7. Pero el signo más profundo y grave de las implicaciones morales,
inherentes a la cuestión ecológica, es la falta de respeto a la vida,
como se ve en muchos comportamientos contaminantes.
Las razones de la producción
prevalecen a menudo sobre la dignidad del trabajador, y los intereses
económicos se anteponen al bien de cada persona, o incluso al de
poblaciones enteras. En estos casos, la contaminación o la destrucción
del ambiente son fruto de una visión reductiva y antinatural, que
configura a veces un verdadero y propio desprecio del hombre. Asimismo,
los delicados equilibrios ecológicos son alterados por una destrucción
incontrolada de las especies animales y vegetales o por una incauta
explotación de los recursos; y todo esto —conviene recordarlo—
aunque se haga en nombre del progreso y del bienestar, no redunda
ciertamente en provecho de la humanidad.
Finalmente, se han de mirar con
profunda inquietud las incalculables posibilidades de la investigación
biológica. Tal vez no se ha llegado aún a calcular las alteraciones
provocadas en la naturaleza por una indiscriminada manipulación genética
y por el desarrollo irreflexivo de nuevas especies de plantas y formas
de vida animal, por no hablar de inaceptables intervenciones sobre los
orígenes de la misma vida humana. A nadie escapa cómo, en un sector tan
delicado, la indiferencia o el rechazo de las normas éticas
fundamentales lleven al hombre al borde mismo de la autodestrucción.
Es el respeto a la vida y, en
primer lugar, a la dignidad de la persona humana la norma fundamental
inspiradora de un sano progreso económico, industrial y científico.
Es evidente a todos la complejidad del
problema ecológico. Sin embargo, hay algunos principios básicos que,
respetando la legítima autonomía y la competencia específica de cuantos
están comprometidos en ello, pueden orientar la investigación hacia
soluciones idóneas y duraderas. Se trata de principios esenciales para
construir una sociedad pacífica, la cual no puede ignorar el respeto
a la vida, ni el sentido de la integridad de la creación.
III. En busca de una solución.
8. La teología, la filosofía y la
ciencia concuerdan en la visión de un universo armónico, o sea, un
verdadero «cosmos», dotado de una integridad propia y de un equilibrio
interno y dinámico. Este orden debe ser respetado: la humanidad
está llamada a explorarlo y a descubrirlo con prudente cautela, así como
a hacer uso de él salvaguardando su integridad.
Por otra parte, la tierra es
esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben ser para
beneficio de todos. «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella
contiene para uso de todo el género humano», ha afirmado el Concilio
Vaticano II (Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 69). Esto tiene implicaciones directas para nuestro
problema. Es injusto que pocos privilegiados sigan acumulando bienes
superfluos, despilfarrando los recursos disponibles, cuando una gran
multitud de personas vive en condiciones de miseria, en el más bajo
nivel de supervivencia. Y es la misma dimensión dramática del
desequilibrio ecológico la que nos enseña ahora cómo la avidez y el
egoísmo, individual y colectivo, son contrarios al orden de la creación,
que implica también la mutua interdependencia.
9. Los conceptos de orden del universo
y de herencia común ponen de relieve la necesidad de un sistema de
gestión de los recursos de la tierra, mejor coordinado a nivel
internacional. Las dimensiones de los problemas ambientales sobrepasan
en muchos casos las fronteras de cada Estado. Su solución, pues, no
puede hallarse sólo a nivel nacional. Recientemente se han dado algunos
pasos prometedores hacia esta deseada acción internacional, pero los
instrumentos y los organismos existentes son todavía inadecuados para el
desarrollo de un plan coordinado de intervención. Obstáculos políticos,
formas de nacionalismo exagerado e intereses económicos —por mencionar
sólo algunos factores— frenan o incluso impiden la cooperación
internacional y la adopción de iniciativas eficaces a largo plazo.
La mencionada necesidad de una acción
concertada a nivel internacional no comporta ciertamente una
disminución de la responsabilidad de cada Estado. Estos, en efecto,
no sólo deben aplicar las normas aprobadas junto con las autoridades de
otros Estados, sino favorecer también internamente un adecuado orden
socio-económico, atendiendo particularmente a los sectores más
vulnerables de la sociedad. Corresponde a cada Estado, en el ámbito del
propio territorio, la función de prevenir el deterioro de la atmósfera y
de la biosfera, controlando atentamente, entre otras cosas, los efectos
de los nuevos descubrimientos tecnológicos o científicos, y ofreciendo a
los propios ciudadanos la garantía de no verse expuestos a agentes
contaminantes o a residuos tóxicos. Hoy se habla cada vez con mayor
insistencia del derecho a un ambiente seguro, como un
derecho que debería incluirse en la Carta de derechos del hombre puesta
al día.
IV. Urgencia de una nueva solidaridad.
10. La crisis ecológica pone en
evidencia la urgente necesidad moral de una nueva solidaridad,
especialmente en las relaciones entre los Países en vías de desarrollo y
los Países altamente industrializados. Los Estados deben mostrarse cada
vez más solidarios y complementarios entre sí en promover el desarrollo
de un ambiente natural y social pacífico y saludable. No se puede pedir,
por ejemplo, a los Países recientemente industrializados que apliquen a
sus incipientes industrias ciertas normas ambientales restrictivas si
los Estados industrializados no se las aplican primero a sí mismos. Por
su parte, los Países en vías de industrialización no pueden moralmente
repetir los errores cometidos por otros Países en el pasado, continuando
el deterioro del ambiente con productos contaminantes, deforestación
excesiva o explotación ilimitada de los recursos que se agotan. En este
mismo contexto es urgente encontrar una solución al problema del
tratamiento y eliminación de los residuos tóxicos.
Sin embargo, ningún plan, ninguna
organización podrá llevar a cabo los cambios apuntados si los
responsables de las Naciones de todo el mundo no se convencen firmemente
de la absoluta necesidad de esta nueva solidaridad que la crisis
ecológica requiere y que es esencial para la paz. Esta exigencia
ofrecerá ocasiones propicias para consolidar las relaciones pacíficas
entre los Estados.
11. Es preciso añadir también que no
se logrará el justo equilibrio ecológico si no se afrontan
directamente las formas estructurales de pobreza existentes en el
mundo. Por ejemplo, en muchos Países la pobreza rural y la distribución
de la tierra han llevado a una agricultura de mera subsistencia así como
al empobrecimiento de los terrenos. Cuando la tierra ya no produce
muchos campesinos se mudan a otras zonas —incrementando con frecuencia
el proceso de deforestación incontrolada— o bien se establecen en centros
urbanos que carecen de estructuras y servicios. Además, algunos Países con
una fuerte deuda están destruyendo su patrimonio natural ocasionando
irremediables desequilibrios ecológicos, con tal de obtener nuevos
productos de exportación. No obstante, frente a tales situaciones sería un
modo inaceptable de valorar la responsabilidad acusar solamente a los
pobres por las consecuencias ambientales negativas provocadas por ellos.
Es necesario más bien ayudar a los pobres —a quienes la tierra ha sido
confiada como a todos los demás— a superar su pobreza, y esto exige una
decidida reforma de las estructuras y nuevos esquemas en las relaciones
entre los Estados y los pueblos.
12. Pero existe otro peligro que nos
amenaza: la guerra. La ciencia moderna tiene ya, por desgracia,
la capacidad de modificar el ambiente con fines hostiles, y esta
manipulación podría tener a largo plazo efectos imprevisibles y más
graves aún. A pesar de que determinados acuerdos internacionales
prohíban la guerra química, bacteriológica y biológica, de hecho en los
laboratorios se sigue investigando para el desarrollo de nuevas armas
ofensivas, capaces de alterar los equilibrios naturales.
Hoy cualquier forma de guerra a escala
mundial causaría daños ecológicos incalculables. Pero incluso las
guerras locales o regionales, por limitadas que sean, no sólo destruyen
las vidas humanas y las estructuras de la sociedad, sino que dañan la
tierra, destruyendo las cosechas y la vegetación, envenenando los
terrenos y las aguas. Los supervivientes de estas guerras se encuentran
obligados a iniciar una nueva vida en condiciones naturales muy
difíciles, lo cual crea a su vez situaciones de grave malestar social,
con consecuencias negativas incluso a nivel ambiental.
13. La sociedad actual no hallará una
solución al problema ecológico si no revisa seriamente su estilo de
vida. En muchas partes del mundo esta misma sociedad se inclina al
hedonismo y al consumismo, pero permanece indiferente a los daños que
éstos causan. Como ya he señalado, la gravedad de la situación ecológica
demuestra cuan profunda es la crisis moral del hombre. Si falta el
sentido del valor de la persona y de la vida humana, aumenta el
desinterés por los demás y por la tierra. La austeridad, la templanza,
la autodisciplina y el espíritu de sacrificio deben conformar la vida de
cada día a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las consecuencias
negativas de la negligencia de unos pocos.
Hay pues una urgente necesidad de
educar en la responsabilidad ecológica: responsabilidad con nosotros
mismos y con los demás, responsabilidad con el ambiente. Es una
educación que no puede basarse simplemente en el sentimiento o en una
veleidad indefinida. Su fin no debe ser ideológico ni político, y su
planteamiento no puede fundamentarse en el rechazo del mundo moderno o
en el deseo vago de un retorno al «paraíso perdido». La verdadera
educación de la responsabilidad conlleva una conversión auténtica en la
manera de pensar y en el comportamiento. A este respecto, las Iglesias y
las demás Instituciones religiosas, los Organismos gubernamentales, más
aún, todos los miembros de la sociedad tienen un cometido preciso a
desarrollar. La primera educadora, de todos modos, es la familia, en la
que el niño aprende a respetar al prójimo y amar la naturaleza.
14. No se debe descuidar tampoco el
valor estético de la creación. El contacto con la naturaleza es de
por sí profundamente regenerador, así como la contemplación de su
esplendor da paz y serenidad. La Biblia habla a menudo de la bondad y de
la belleza de la creación, llamada a dar gloria a Dios (cfr., por
ejemplo, Gén 1, 4 ss.; Sal 8, 2; 104, 1 ss.; Sab
13, 3-5; Ecl 39, 16. 33; 43, 1. 9). Quizás más difícil, pero no
menos intensa, puede ser la contemplación de las obras del ingenio
humano. También las ciudades pueden tener una belleza particular, que
debe impulsar a las personas a tutelar el ambiente de su alrededor. Una
buena planificación urbana es un aspecto importante de la protección
ambiental, y el respeto por las características morfológicas de la
tierra es un requisito indispensable para cada instalación
ecológicamente correcta. Por último, no debe descuidarse la relación que
hay entre una adecuada educación estética y la preservación de un
ambiente sano.
V. La cuestión ecológica: una responsabilidad de todos.
15. Hoy la cuestión ecológica ha
tomado tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos. Los
verdaderos aspectos de la misma, que he ilustrado, indican la necesidad
de esfuerzos concordados, a fin de establecer los respectivos deberes y
los compromisos de cada uno: de los pueblos, de los Estados y de la
Comunidad internacional. Esto no sólo coincide con los esfuerzos por
construir la verdadera paz, sino que objetivamente los confirma y los
afianza. Incluyendo la cuestión ecológica en el más amplio contexto de
la causa de la paz en la sociedad humana, uno se da cuenta mejor
de cuan importante es prestar atención a lo que nos revelan la tierra y
la atmósfera: en el universo existe un orden que debe respetarse; la
persona humana, dotada de la posibilidad de libre elección, tiene una
grave responsabilidad en la conservación de este orden, incluso con
miras al bienestar de las futuras generaciones. La crisis ecológica
—repito una vez más— es un problema moral.
Incluso los hombres y las mujeres que
no tienen particulares convicciones religiosas, por el sentido de sus
propias responsabilidades ante el bien común, reconocen su deber de
contribuir al saneamiento del ambiente. Con mayor razón aún, los que
creen en Dios creador, y, por tanto, están convencidos de que en el
mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse
llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular,
descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes
con la naturaleza y el Creador forman parte de su fe. Ellos, por tanto,
son conscientes del amplio campo de cooperación ecuménica e
interreligiosa que se abre a sus ojos.
16. Al final de este Mensaje deseo
dirigirme directamente a mis hermanos y hermanas de la Iglesia católica
para recordarles la importante obligación de cuidar toda la creación. El
compromiso del creyente por un ambiente sano nace directamente de su fe
en Dios creador, de la valoración de los efectos del pecado original y
de los pecados personales, así como de la certeza de haber sido redimido
por Cristo. El respeto por la vida y por la dignidad de la persona
humana incluye también el respeto y el cuidado de la creación, que está
llamada a unirse al hombre para glorificar a Dios (cfr. Sal 148 y 96).
San Francisco de Asís, al que he
proclamado Patrono celestial de los ecologistas en 1979 (cfr. Cart.
Apost. Inter sanctos: AAS 71 (1979), 1509 s.), ofrece a los
cristianos el ejemplo de un respeto auténtico y pleno por la integridad
de la creación. Amigo de los pobres, amado por las criaturas de Dios,
invitó a todos —animales,
plantas, fuerzas naturales, incluso al hermano Sol y a la hermana Luna—
a honrar y alabar al Señor. El pobre de Asís nos da testimonio de que
estando en paz con Dios podemos dedicarnos mejor a construir la paz con
toda la creación, la cual es inseparable de la paz entre los pueblos.
Deseo que su inspiración nos ayude a
conservar siempre vivo el sentido de la «fraternidad» con todas las
cosas —creadas buenas y bellas por Dios Todopoderoso—
y nos recuerde el grave deber de respetarlas y custodiarlas con
particular cuidado, en el ámbito de la más amplia y más alta fraternidad
humana.
Vaticano, 8 de diciembre de 1989.
JOANNES PAULUS PP. II.