MENSAJE
DEL SANTO PADRE
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
SI QUIERES LA PAZ, SAL AL ENCUENTRO DEL POBRE
1 Enero 1993
"Si quieres la paz..."
1. ¿Qué persona de buena voluntad no aspira a la paz? Hoy la paz es
reconocida universalmente como uno de los valores más altos que hay que
buscar y defender. Sin embargo, mientras se disipa el espectro de una
guerra devastadora entre bloques ideológicos contrapuestos, graves
conflictos locales siguen perturbando diversas regiones de la tierra. En
particular, está a la vista de todos la dramática situación en que se
encuentra la Bosnia-Herzegovina, donde cada día las acciones bélicas
siguen ocasionando nuevas víctimas, especialmente entre la población
civil indefensa, y causando ingentes daños materiales a las propiedades
y al medio ambiente. Parece que nada pueda hacer frente a la violencia
incontrolada de las armas: ni los esfuerzos conjuntos para favorecer una
tregua efectiva, ni la acción humanitaria de las organizaciones
internacionales, ni la petición de paz que se eleva al unísono desde las
tierras ensangrentadas por los combates. La lógica aberrante de la
guerra prevalece, por desgracia, sobre los repetidos llamamientos a la
paz hechos por personas cualificadas.
Se constata y se hace cada más grave en el mundo otra seria
amenaza para la paz: muchas personas, es más, poblaciones enteras
viven hoy en condiciones de extrema pobreza. La desigualdad entre
ricos y pobres se ha hecho más evidente, incluso en las naciones más
desarrolladas económicamente. Se trata de un problema que se plantea
a la conciencia de la humanidad, puesto que las condiciones en que
se encuentra un gran número de personas son tales que ofenden su
dignidad innata y comprometen, por consiguiente, el auténtico y armónico
progreso de la comunidad mundial.
Esta realidad emerge con toda su gravedad en numerosos países del
mundo: tanto en Europa como en Africa, Asia y América. En diversas
regiones no son pocos los desafíos sociales y económicos que deben
afrontar los creyentes y los hombres de buena voluntad. Pobreza y
miseria, diferencias sociales e injusticias a veces legalizadas,
conflictos fratricidas y regímenes opresores interpelan la conciencia de
poblaciones enteras en cualquier parte del mundo.
La reciente Conferencia del Episcopado latinoamericano, celebrada en
Santo Domingo el pasado mes de octubre, ha estudiado con atención la
situación existente en América Latina y, proponiendo de nuevo con gran
urgencia a los cristianos la tarea de la nueva evangelización, ha
invitado de manera apremiante a los fieles y a cuantos aman la justicia
y el bien a servir la causa del hombre sin soslayar ninguna de
sus exigencias más profundas. Los obispos han recordado la gran misión
que debe coordinar los esfuerzos de todos: defender la dignidad de la
persona, comprometerse en una distribución equitativa de los bienes,
promover de manera armónica y solidaria una sociedad donde cada uno se
sienta acogido y amado. Éstos son, como se puede ver, los
presupuestos imprescindibles para construir la verdadera paz.
En efecto, decir "paz" es decir mucho más que la simple ausencia de
guerras; es pedir una situación de auténtico respeto a la dignidad y los
derechos de cada ser humano, que le permita realizarse en plenitud. La
explotación de los débiles, las preocupantes zonas de miseria y las
desigualdades sociales constituyen otros tantos obstáculos y rémoras
para que se produzcan las condiciones estables para una auténtica paz.
Pobreza y paz: al inicio del nuevo año, quisiera invitar a
todos a una reflexión común sobre las múltiples conexiones existentes
entre estas dos realidades.
En particular, deseo llamar la atención sobre la amenaza para la paz
derivada de la pobreza, sobre todo cuando ésta se convierte en miseria.
Son millones los niños, las mujeres y los hombres que sufren
cotidianamente hambre, inseguridad y marginación. Estas situaciones
constituyen una grave ofensa a la dignidad humana y contribuyen a la
inestabilidad social.
La opción inhumana de la guerra
2. Actualmente existe otra situación que es fuente de pobreza y
miseria: la que deriva de la guerra entre naciones y de conflictos
dentro de un mismo país. Frente a los trágicos hechos que han
ensangrentado y siguen ensangrentando, sobre todo por motivos étnicos,
varias regiones del mundo, es necesario recordar lo que dije en el
mensaje para la Jornada de la paz de 1981, que tenía como tema: "Para
servir a la paz, respeta la libertad". Subrayaba entonces que el
presupuesto indispensable para la edificación de una verdadera paz es el
respeto de las libertades y los derechos de los demás individuos y
colectividades. La paz se obtiene promoviendo unos pueblos libres en un
mundo de libertad. Conserva, por tanto, toda su actualidad el
llamamiento que hice entonces: "El respeto a la libertad de los pueblos
y de las naciones es una parte integrante de la paz. Las guerras no han
cesado de estallar y la destrucción ha golpeado pueblos y culturas
enteras porque la soberanía de un pueblo o de una nación no había sido
respetada. Todos los continentes han sido testigos y víctimas de guerras
y de luchas fratricidas, provocadas por la tentativa de una nación de
limitar la autonomía de otra" (n. 8).
Y añadía además: "Sin la voluntad de respetar la libertad de cada
pueblo, de toda nación o cultura, y sin un consenso global a este
respecto, será difícil crear condiciones de paz... Por parte de cada
nación y de sus gobernantes, esto supone un empeño consciente y público
a renunciar a las reivindicaciones y a los designios que causan daño a
las demás naciones; dicho de otro modo, esto supone el rechazo a seguir
toda doctrina de supremacía nacional o cultural" (ib., n. 9).
Son fácilmente imaginables las consecuencias que de semejante
compromiso se derivan también para las relaciones económicas entre los
Estados. Rechazar toda tentación de predominio económico sobre las otras
naciones significa renunciar a una política inspirada en el criterio
prevaleciente de la ganancia, para plantear en cambio una política
movida por la solidaridad con todos y especialmente con los más pobres.
Pobreza como fuente de conflictos
3. El número de personas que hoy viven en condiciones de pobreza
extrema es vastísimo. Pienso, entre otras, en las situaciones dramáticas
que se dan en algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos.
Son amplios sectores, frecuentemente zonas enteras de población que, en
sus mismos países, se encuentran al margen de la vida civilizada; entre
ellos se encuentra un número creciente de niños que para sobrevivir no
pueden contar con más ayuda que con la propia. Semejante situación no
constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que
representa también una indudable amenaza para la paz. Un Estado
-cualquiera que sea su organización política y su sistema económico- es
por sí mismo frágil e inestable si no dedica una continua atención a sus
miembros más débiles y no hace todo lo posible para satisfacer al menos
sus exigencias primarias.
El derecho al desarrollo de los países más pobres exige a los
países desarrollados el preciso deber de intervenir en su ayuda. A este
respecto dice el concilio Vaticano II: "el derecho a poseer una parte de
bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que
corresponde a todos ... Los hombres están obligados a ayudar a los
pobres, y ciertamente no sólo con los bienes superfluos" (Gaudium et
spes, 69). La exhortación de la Iglesia, eco fiel de la voz de
Cristo, es muy clara: los bienes de la tierra están destinados a toda la
familia humana y no pueden ser monopolio exclusivo de unos pocos (cf.
Centesimus annus, 31 y 37).
En favor de la persona, y por tanto de la paz, es urgente aportar a
los mecanismos económicos los correctivos necesarios que les permitan
garantizar una distribución más justa y equitativa de los bienes. Para
esto, no basta sólo el funcionamiento del mercado; es necesario que la
sociedad asuma sus responsabilidades (cf. Centesimus annus, 48),
multiplicando los esfuerzos, a menudo ya considerables, para eliminar
las causas de la pobreza con sus trágicas consecuencias. Ningún país
aisladamente puede llevar a cabo semejante medida. Precisamente por esto
es necesario trabajar juntos, con la solidaridad exigida por un mundo
que es cada vez más interdependiente. Consintiendo que perduren
situaciones de extrema pobreza se dan las premisas de convivencias
sociales cada vez más expuestas a la amenaza de violencias y conflictos.
Todo individuo y todo grupo social tiene derecho a poder proveer a
las necesidades personales y familiares y a participar en la vida y en
el progreso de su propia comunidad. Cuando este derecho no es
reconocido, sucede frecuentemente que los interesados, sintiéndose
víctimas de una estructura que no los acoge, reaccionan duramente. Esto
lo vemos particularmente en los jóvenes que, privados de una adecuada
instrucción y de la posibilidad de un trabajo, están más expuestos al
riesgo de la marginación y de la explotación. Es bien conocido por todos
el problema del desempleo, especialmente de los jóvenes, en el mundo
entero, con el consiguiente empobrecimiento de un número cada vez mayor
de individuos y de familias. El desempleo, además, es frecuentemente el
resultado trágico de la destrucción de las infraestructuras económicas
en un país azotado por la guerra o por conflictos internos.
Quisiera recordar aquí brevemente algunos problemas particularmente
inquietantes, que afectan a los pobres y, como consecuencia, amenazan la
paz.
Ante todo, el problema de la deuda externa que, para algunos
países y, en ellos, para los sectores sociales menos pudientes, sigue
siendo un peso insoportable, a pesar de los esfuerzos realizados por la
comunidad internacional, los gobiernos y las instituciones económicas
para reducirlo. ¿No son quizás los sectores más pobres de dichos países
los que tienen que sostener frecuentemente la carga mayor de la
devolución? Semejante situación de injusticia puede abrir el camino a
crecientes rencores, a sentimientos de frustración y hasta de
desesperación. En muchos casos los mismos gobiernos comparten el
malestar generalizado de sus pueblos y esto repercute en las relaciones
con los demás Estados. Ha llegado quizás el momento de examinar
nuevamente el problema de la deuda externa, dándole la debida prioridad.
Las condiciones de devolución total o parcial deben ser revisadas,
buscando soluciones definitivas que permitan afrontar plenamente las
graves consecuencias sociales de los programas de ajuste. Además, será
necesario actuar sobre las causas del endeudamiento, condicionando las
concesiones de las ayudas a que los Gobiernos asuman el compromiso
concreto de reducir gastos excesivos o inútiles -se piensa
particularmente en los gastos para armamentos- y garantizar que las
subvenciones lleguen efectivamente a las poblaciones necesitadas.
Un segundo problema candente es el de la droga: su relación
con la violencia y el crimen es conocida triste y trágicamente por
todos. Es sabido que, en algunas regiones del mundo, bajo la presión de
los traficantes de drogas, son precisamente las poblaciones más pobres
las que cultivan plantas para la producción de estupefacientes. Las
cuantiosas ganancias prometidas -que por otro lado representan sólo una
mínima parte de los beneficios derivados de tales cultivos- son una
tentación a la que difícilmente consiguen resistir quienes obtienen un
rédito tan insuficiente de los cultivos tradicionales. Por esto, lo
primero que hay que hacer para ayudar a los cultivadores a superar esa
situación es ofrecerles medios adecuados para salir de su pobreza.
Un problema ulterior nace de las situaciones de grave dificultad
económica que hay en algunos países, las cuales favorecen corrientes
migratorias masivas hacia países más afortunados en los que, como
contrapeso, se producen después tensiones que perturban la convivencia
social. Para afrontar semejantes reacciones de violencia xenófoba, antes
que recurrir a medidas provisionales de emergencia, es mejor atacar más
bien las causas, promoviendo, mediante nuevas formas de solidaridad
entre las naciones, el progreso y el desarrollo en los países de origen
de esas corrientes migratorias.
Amenaza subrepticia pero real para la paz es, pues, la miseria:
la cual, socavando la dignidad del hombre, constituye un serio atentado
al valor de la vida y perjudica gravemente el desarrollo pacífico de la
sociedad.
Pobreza como resultado del conflicto
4. En años recientes hemos asistido en casi todos los continentes a
guerras locales y a conflictos internos de despiadada intensidad. La
violencia étnica, tribal y racial ha destruido vidas humanas, ha
dividido comunidades que en el pasado convivían serenamente, ha
provocado muertes y sentimientos de odio. En efecto, el recurso a la
violencia exaspera las tensiones existentes y crea otras nuevas. Nada
se resuelve con la guerra; es más, todo queda seriamente comprometido
por la guerra. Frutos de este flagelo son el sufrimiento y la muerte
de innumerables personas, el resquebrajamiento de las relaciones humanas
y la pérdida irreparable de ingentes patrimonios artísticos y
ambientales. La guerra agrava los sufrimientos de los pobres; es más,
crea nuevos pobres, destruyendo sus medios de sustento, casas,
propiedades y deteriorando el entorno mismo del ambiente vital. Los
jóvenes ven cómo se derrumban sus esperanzas para el futuro y, muy a
menudo, de víctimas pasan a ser protagonistas irresponsables de
conflictos. Las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, los
heridos se ven obligados a huir y se convierten en refugiados que sólo
poseen lo que llevan consigo. Inermes, indefensos, buscan asilo en otros
países o regiones, con frecuencia pobres y turbulentos como los suyos.
Aun reconociendo que las organizaciones internacionales y
humanitarias están haciendo mucho por remediar el trágico destino de las
víctimas de la violencia, siento el deber de exhortar a todas las
personas de buena voluntad a que intensifiquen sus esfuerzos. En
efecto, en algunos casos la suerte de los refugiados depende únicamente
de la generosidad de las poblaciones que los acogen, poblaciones
igualmente pobres, o incluso más pobres que ellas. Solamente mediante el
interés y la colaboración de la comunidad internacional se podrán
encontrar soluciones satisfactorias.
Después de tantas e inútiles mortandades, es ciertamente muy
importante reconocer, de una vez por todas, que la guerra jamás
favorece el bien de la comunidad humana, que la violencia destruye y
jamás construye, que las heridas producidas por ella quedan sangrando
mucho tiempo y, finalmente, que con los conflictos empeoran las ya
tristes condiciones de los pobres y se producen nuevas formas de
pobreza. Está a la vista de la opinión pública mundial el espectáculo
desolador de la miseria causada por las guerras. Que las imágenes
estremecedoras, difundidas incluso recientemente por los medios de
comunicación social, sean al menos una advertencia eficaz para todos
-individuos, sociedad, Estados- y recuerden a cada uno que el dinero no
debe utilizarse para la guerra, ni ser empleado para destruir y matar,
sino para defender la dignidad del hombre, mejorar su vida y construir
una sociedad auténticamente abierta, libre y solidaria.
Espíritu de pobreza como fuente de paz
5. En los países industrializados la gente está dominada hoy por el
ansia frenética de poseer bienes materiales. La sociedad de consumo pone
todavía más de relieve la distancia que separa a ricos y pobres, y la
afanosa búsqueda de bienestar impide ver las necesidades de los demás.
Para promover el bienestar social, cultural, espiritual e incluso
económico de cada miembro de la sociedad, es, pues, indispensable frenar
el consumo inmoderado de bienes materiales y contener la avalancha de
las necesidades artificiales. La moderación y la sencillez deben
llegar a ser los criterios de nuestra vida cotidiana. La cantidad de
bienes consumidos por una reducidísima parte de la población mundial
produce una demanda excesiva respecto a los recursos disponibles. La
reducción de la demanda constituye un primer paso para aliviar la
pobreza, si esto va acompañado de esfuerzos eficaces que aseguren una
justa distribución de la riqueza mundial.
A este respecto, el Evangelio invita a los creyentes a no acumular
bienes de este mundo perecedero: "No amontonéis tesoros en la tierra,
donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y
roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo" (Mt 6, 19-20).
Este es un deber inherente a la vocación cristiana, igual que el de
trabajar para vencer la pobreza; y es también un medio muy eficaz para
alcanzar tal objetivo.
La pobreza evangélica es muy distinta de la económica y social.
Mientras ésta tiene características penosas y a menudo dramáticas cuando
se sufre como una violencia, la pobreza evangélica es buscada libremente
por la persona que trata de corresponder así a la exhortación de Cristo:
"Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser
discípulo mío" (Lc 14, 33).
Esta pobreza evangélica se presenta como fuente de paz, porque
gracias a ella la persona puede establecer una justa relación con
Dios, con los demás y con la creación. La vida de quien actúa con
esta perspectiva es, así, un testimonio de que la humanidad depende
absolutamente de Dios, que ama a todas las criaturas, y los bienes
materiales son considerados por lo que son: un don de Dios para el
bien de todos.
La pobreza evangélica es algo que transforma a quienes la viven.
Éstos no pueden permanecer indiferentes ante el sufrimiento de los que
están en la miseria; es más, se sienten empujados a compartir
activamente con Dios el amor preferencial por ellos (cf. Sollicitudo
rei socialis, 42). Los pobres, según el espíritu del Evangelio,
están dispuestos a sacrificar sus bienes y a sí mismos para que otros
puedan vivir. Su único deseo es vivir en paz con todos, ofreciendo a los
demás el don de la paz de Jesús (cf. Jn 14, 27).
El divino Maestro nos enseñó con su vida y sus palabras las
exigencias características de esta pobreza que dispone a la verdadera
libertad. Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de
siervo" (Flp 2, 6-7). Nació en la pobreza; de niño se vio
obligado al exilio con su familia para huir de la crueldad de Herodes;
vivió como uno que "no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,
20). Fue denigrado como "un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y
pecadores" (Mt 11, 19) y sufrió la muerte reservada a los
criminales. Llamó bienaventurados a los pobres y aseguró que es para
ellos el reino de Dios (cf. Lc 6, 20). Recordó a los ricos que el
engaño de la riqueza sofoca la Palabra (cf. Mt 13, 22), y que
para ellos es difícil entrar en el reino de Dios (cf. Mc 10, 25).
El ejemplo de Cristo, así como su palabra, es norma para los
cristianos. Sabemos que todos, sin distinción, en el día del juicio
universal, seremos juzgados sobre nuestro amor concreto a los hermanos.
Es más, será en el amor manifestado concretamente como muchos, aquel
día, descubrirán que encontraron a Cristo, aun no habiéndolo conocido de
manera explícita (cf. Mt 25, 35-37).
"¡Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre!". ¡Que los ricos y
los pobres puedan reconocerse como hermanos y hermanas, compartiendo
entre sí todo lo que poseen, como hijos de un único Dios que ama a
todos, que quiere el bien de todos, que ofrece a todos el don de la paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1992.