BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de enero de 2008
(1) San Agustín
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes festividades navideñas,
quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia
y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, san
Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y
de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la
Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por
quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él,
porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de
Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san Agustín ejerció
una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que
todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a
Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era
obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la
que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en
el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo
y de la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha encontrado un
espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su
riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se
alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también
Pablo VI: «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la
antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes
de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los
siglos posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo
de 1970, p. 10).
San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia
que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio,
dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto
durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas
diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que
puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de
las Confesiones, su extraordinaria autobiografía
espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más
famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a
la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único
en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la
no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida
espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se
esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y
permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre"
espiritual.
Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en
Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13
de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que
después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta
mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una
enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín
había recibido también la sal, como signo de la acogida en el
catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de
Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se
alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial,
como sucede también hoy a muchos jóvenes.
San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y
una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar
viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de
agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no
siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió
bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en
Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital
del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero
no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la
lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el
Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se
sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto
ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como
escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones: «Aquel
libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me
pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de
corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de que sin
Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la
verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre,
al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero
quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la
traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también
porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las
narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes
humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de
la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo,
no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a
su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos,
que se presentaban como cristianos y prometían una religión
totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos
principios:el bien y el mal. Así se explicaría toda la
complejidad de la historia humana. También la moral dualista
atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para
los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían
llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época,
especialmente los jóvenes.
Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese
momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad,
búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una
ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos
abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión,
que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía
seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De
esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy
inteligente, que después estaría presente en su preparación para
el bautismo junto al lago de Como, participando en los
Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el
muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía alrededor de veinte años, fue
profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a
Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de
retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a
alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron
precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran
incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a
Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había
obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto
de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán,
san Ambrosio.
En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de
escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico,
las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había
sido representante del emperador para el norte de Italia. El
retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran
prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el
contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la
falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió
con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la
interpretación tipológica del Antiguo Testamento: san Agustín
comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia
Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la
belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo
Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo
en la historia, así como la síntesis entre filosofía,
racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno,
que se hizo carne.
Pronto san Agustín se dio cuenta de que la
interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía
neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las
dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su
primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido
insuperables.
Así, tras la lectura de los escritos de los
filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la
Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la
conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó
al final de un largo y agitado camino interior, del que
hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de
Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo
Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al
bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san
Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual,
en la catedral de Milán.
Después del bautismo, san Agustín decidió
regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en
común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia,
mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se
enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su
hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el
convertido se estableció en Hipona para fundar allí un
monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de
resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con
algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde
hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración,
el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio
de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero
después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor
entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona,
cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir profundizando en el estudio de las
Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san
Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable
compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus
fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la
formación del clero y la organización de monasterios femeninos y
masculinos.
En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió
en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa
época: muy activo en el gobierno de su diócesis, también con
notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de
episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la
dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en
general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias
religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el
maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en
peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.
Y san Agustín se encomendó a Dios cada día,
hasta el final de su vida: afectado por la fiebre mientras la
ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres
meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio
en la Vita Augustini, el obispo pidió que le
transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales "y
pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera
que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer,
y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así pasaron
los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28
de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus
obras, a su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los
próximos encuentros.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de enero de 2008
(2) San Agustín
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran
obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso
nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426,
reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar
a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo:«En
esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día
de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se
espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud;
en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura;
en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero
lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período
en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por
voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero
ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).
En ese momento, san Agustín dio el nombre de su
sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en
un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces:«¡Demos
gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones,
los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín
sobre sus propósitos para su futuro:quería dedicar los años que
le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras
(cf. Ep. 213, 6).
De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a
cabo una extraordinaria actividad intelectual: escribió obras
importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo
debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—,
promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las
tribus bárbaras del sur.
En este sentido escribió al conde Darío, que
había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el
conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban
aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:
«Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener
la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria
mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente,
incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz,
pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido
enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de
sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia, la esperanza de una pacificación
de los territorios africanos quedó defraudada: en mayo del año
429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo
Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en
Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras
ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los
destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos
bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad se había refugiado también
Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con
la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores.
El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las
lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y,
habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la
amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y
explica:«Ese hombre de Dios veía las matanzas y las
destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los
campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o
desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las
vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier;
entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros
habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos
prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e
incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por
los enemigos» (ib., 28, 8).
Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín
permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás
con la oración y con la meditación de los misteriosos designios
de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez del mundo"
—y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta
vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a
los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los
godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos,
catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo
envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la
invitación:«No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un
mundo envejecido. Él te dice: "No temas, tu juventud se
renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso
el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles,
sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al
obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante
la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote
o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida:
«Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos,
clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no
deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad.
En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si
algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes
tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de
manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades
que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2).
Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib.,
3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que
tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho
propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La
casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para
acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad.
Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su
discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio
directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se
acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29,
3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre,
para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que
nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que
pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una
adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente
entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había
recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más
necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de
oración:«Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos
diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes
que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de
los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le
llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y
durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib.,
31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430:su gran corazón
finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la inhumación de su cuerpo —informa
Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y
después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha
incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía,
a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en
la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio
conclusivo:«Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como
monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto
de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de
bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de
otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por
gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los
cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida,
31, 8).
Es un juicio que podemos compartir: en sus
escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los
escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de
un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino
que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo
que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí
en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la
fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e
Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque
haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es
realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y
la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este
Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de enero de 2008
(3) San Agustín: Armonía entre fe y razón
Queridos amigos:
Después de la Semana de oración por la unidad de
los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san
Agustín. Mi querido predecesorJuan Pablo II le dedicó, en 1986,
es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un
largo y denso documento, la carta apostólica
Augustinum Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp.
15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de
gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella
a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión»
(n. 1).
Sobre el tema de la conversión hablaré en una
próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida
personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del
domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la
palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín,
podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo
definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe
desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está dedicada, en cambio,
al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el
tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había
aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo
adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su
racionalidad y no quería una religión que no fuera también para
él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de
verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero
era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no
llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un
Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino
que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra
en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario
intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo
válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo
para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca
la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo
ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben
separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas.
Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son
"las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos,
III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos
fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta
síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas
("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la
puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable,
intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la
verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con
gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la
que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente
esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo,
en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el
judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta
síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores
cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que
Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra
vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y
de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria
intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios
en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero
puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay
que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La
verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que
tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al
hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues,
dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón" (De
vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del
inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual
escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: "Nos hiciste,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que
descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la
lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones,
III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y
más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et
superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en
otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú
estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado
también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones,
V, 2, 2).
Precisamente porque san Agustín vivió a fondo
este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en
sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría,
reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones
(IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna
quaestio) y "un gran abismo" (grande profundum),
enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es
importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí
mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo
si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo,
a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El ser humano —subraya después san Agustín en el
De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza
pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único
mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la
libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan
Pablo II (Augustinum
Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha
faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa
misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y
nadie será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como
único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y
está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san
Agustín puede afirmar: "Nos hemos convertido en Cristo. En
efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el
hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium
tractatus, 21, 8).
Según la concepción de san Agustín, la Iglesia,
pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente
vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la
relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida
sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da
su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es
fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido
cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente
insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una
página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros
oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros
como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios;
por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros"
(Enarrationes in Psalmos, 85, 1).
En la conclusión de la carta apostólica
Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo
santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante
todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta
dictada poco después de su conversión: "A mí me parece que hay
que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de
encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo
mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones
más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38):
"Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé.
Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te
buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste.
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos
de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían.
Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu
fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre
y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de
cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
miércoles, 20 febrero 2008
(4) San Agustín vive en sus obras
Queridos hermanos y hermanas:
Tras la pausa de los ejercicios
espirituales de la semana pasada,
volvemos hoy a presentar la gran figura
de san Agustín, sobre quien ya he
hablado varias veces en las catequesis
del miércoles. Es el padre de la Iglesia
que ha dejado el mayor número de obras,
y de éstas quiero hablar brevemente.
Algunos de los escritos de Agustín son
de importancia capital, y no sólo para
la historia del cristianismo sino
también para la formación de toda la
cultura occidental: el ejemplo más claro
son las «Confesiones», sin duda uno de
los libros de la antigüedad cristiana
más leídos todavía hoy. Al igual que
varios padres de la Iglesia de los
primeros siglos, aunque en una medida
incomparablemente más amplia, también el
obispo de Hipona ejerció una influencia
persistente, como se puede ver por la
sobreabundante tradición manuscrita de
sus obras, que son extraordinariamente
numerosas.
Él mismo las revisó años antes de
morir en las «Retractaciones» y poco
después de su muerte fueron
cuidadosamente registradas en el «Indiculus»
(Índice), añadido por el fiel amigo
Posidio a la biografía de san Agustín,
«Vita Augustini». La lista de las obras
de Agustín fue realizada con el objetivo
explícito de salvaguardar su memoria,
mientras la invasión de los vándalos se
extendía por toda África romana y
contabiliza 1.300 escritos numerados por
su autor, junto con otros «que no pueden
numerarse porque no puso ningún número».
Obispo de una ciudad cercana, Posidio
dictaba estas palabras precisamente en
Hipona, donde se había refugiado y donde
había asistido a la muerte de su amigo,
y casi seguramente se basaba en el
catálogo de la biblioteca personal de
Agustín. Hoy han sobrevivido más de 300
cartas del obispo de Hipona, y casi 600
homilías, pero éstas eran originalmente
muchas más, quizá incluso entre 3.000 y
4.000, fruto de cuatro décadas de
predicación del antiguo orador, que
había decidido seguir a Jesús y dejar de
hablar a los grandes de la corte
imperial para dirigirse a la población
sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento
de un grupo de cartas y de algunas
homilías han enriquecido el conocimiento
de este gran padre de la Iglesia.
«Muchos libros --escribe Posidio--
fueron redactados por él y publicados,
muchas predicaciones fueron pronunciadas
en la iglesia, trascritas y corregidas,
ya sea para confutar a herejes ya sea
para interpretar las Sagradas Escrituras
para edificación de los santos hijos de
la Iglesia. Estas obras --subraya el
obispo amigo-- son tan numerosas que a
duras penas un estudioso tiene la
posibilidad de leerlas y aprender a
conocerlas» («Vita Augustini», 18, 9).
Entre la producción literaria de
Agustín, por tanto, más de mil
publicaciones divididas en escritos
filosóficos, apologéticos, doctrinales,
morales, monásticos, exegéticos y contra
los herejes, así como las cartas y
homilías, destacan algunas obras
excepcionales de gran importancia
teológica y filosófica. Ante todo, hay
que recordar las «Confesiones», antes
mencionadas, escritas en trece libros
entre los años 397 y 400 para alabanza
de Dios. Son una especie de
autobiografía en forma de diálogo con
Dios. Este género literario refleja la
vida de san Agustín, que no estaba
cerrada en sí misma, despistada en mil
cosas, sino vivida esencialmente como un
diálogo con Dios y, de este modo, una
vida con los demás.
Ya de por sí el título,
«Confesiones», indica el carácter
específico de esta biografía. Esta
palabra «confessiones» en el
latín cristiano desarrollado por la
tradición de los Salmos tiene dos
significados, que se entrecruzan. «Confessiones»
indica, en primer lugar, la confesión de
las propias debilidades, de la miseria
de los pecados; pero al mismo tiempo, «confessiones»
significa alabanza a Dios,
reconocimiento de Dios. Ver la propia
miseria a la luz de Dios se convierte en
alabanza de Dios y en acción de gracias,
pues Dios nos ama y nos acepta, nos
transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Él mismo escribió sobre estas
«Confesiones», que tuvieron gran éxito
ya en vida de san Agustín: «Han ejercido
sobre mí un gran impacto mientras las
escribía y lo siguen ejerciendo todavía
cuando las vuelvo a leer. Hay muchos
hermanos a quienes les gustan estas
obras» («Retractaciones», II, 6): y
tengo que reconocer que yo también soy
uno de estos «hermanos». Y gracias a las
«Confesiones» podemos seguir, paso a
paso, el camino interior de este hombre
extraordinario y apasionado de Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente
originales y muy importantes son,
además, las «Retractationes»
[Revisiones], redactadas en dos libros
en torno al año 427, en las que san
Agustín, ya anciano, hace una «revisión»
(«retractatio») de toda su obra
escrita, dejando así un documento
literario singular y sumamente precioso,
pero al mismo tiempo una enseñanza de
sinceridad y de humildad intelectual.
«De civitate Dei» [La Ciudad
de Dios] obra imponente y decisiva para
el desarrollo del pensamiento político
occidental y para la teología cristiana
de la historia, fue escrita entre los
años 413 y 426 en 22 libros. La ocasión
era el saqueo de Roma por parte de los
godos en el año 410. Muchos paganos,
todavía en vida, así como muchos
cristianos habían dicho: Roma ha caído,
ahora el Dios cristiano y los apóstoles
ya no pueden proteger la ciudad. Durante
la presencia de las divinidades paganas,
Roma era la «caput mundi», la
gran capital, y nadie podía imaginar que
cayera en manos de los enemigos. Ahora,
con el Dios cristiano, esta gran ciudad
ya no parecía segura. Por tanto, el Dios
de los cristianos no protegía, no podía
ser el Dios a quien encomendarse. A esta
objeción, que también tocaba
profundamente el corazón de los
cristianos, responde san Agustín con
esta grandiosa obra, el «De civitate
Dei», aclarando qué es lo que debían
esperarse de Dios y qué es lo que no
podían esperar de Él, cuál es la
relación entre la esfera política y la
esfera de la fe, de la Iglesia. Todavía
hoy este libro es una fuente para
definir bien la auténtica laicidad y la
competencia de la Iglesia, la gran
esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación
de la historia de la humanidad gobernada
por la Providencia divina, pero
actualmente dividida en dos amores. Y
este es el designio fundamental, su
interpretación de la historia, la lucha
entre dos amores: el amor propio, «hasta
llegar a menospreciar a Dios» y el amor
a Dios «hasta llegar al desprecio de sí
mismo», («De civitate Dei», XIV,
28), a la plena libertad de uno mismo a
través de los demás a la luz de Dios.
Este es quizá el libro más grande de san
Agustín, de una importancia permanente.
Asimismo es importante el «De
Trinitate» [Sobre la Trinidad], obra
en quince libros sobre el núcleo
principal de la fe cristiana, la fe en
el Dios trinitario, escrita en dos
tiempos: entre los años 399 y 412 los
primeros doce libros, publicados sin que
Agustín lo supiera, quien los completó
hacia el año 420 y revisó la obra
completa. En él reflexiona sobre el
rostro de Dios y trata de comprender
este misterio de Dios que es único, el
único creador del mundo, de todos
nosotros, y que sin embargo este Dios
único es trinitario, un círculo de amor.
Trata de comprender el misterio
insondable: precisamente su ser
trinitario, en tres Personas, es la
unidad más real y profunda del único
Dios.
El «De doctrina Christiana»
[Sobre la doctrina cristiana] es una
auténtica introducción cultural a la
interpretación de la Biblia y, en
definitiva, al mismo cristianismo, que
tuvo una importancia decisiva en la
formación de la cultura occidental.
A pesar de toda su humildad, Agustín
fue ciertamente consciente de su propia
talla intelectual. Pero para él era más
importante llevar el mensaje cristiano a
los sencillos que redactar grandes obras
de elevado nivel teológico. Su intención
más profunda, que le guió durante toda
su vida, se puede ver en una carta
escrita al colega Evodio, en la que le
comunica la decisión de dejar de dictar
por el momento los libros del «De
Trinitate», «pues son demasiado
cansados y creo que pueden ser
entendidos por unos pocos; hacen más
falta textos que esperamos que sean
útiles para muchos» («Epistulae»,
169, 1, 1). Por tanto, para él era más
útil comunicar la fe de manera
comprensible para todos, que escribir
grandes obras teológicas.
La responsabilidad agudamente
experimentada por la divulgación del
mensaje cristiano se encuentra en el
origen de escritos como el «De
catechizandis rudibus», una teoría y
también una aplicación de la catequesis,
o el «Psalmus contra partem Donati».
Los donatistas eran el gran problema de
África y de san Agustín, un cisma que
quería ser africano. Decían: la
auténtica cristiandad es la africana. Se
oponían a la unidad de la Iglesia.
Contra este cisma, el gran obispo luchó
durante toda su vida, tratando de
convencer a los donatistas de que sólo
en la unidad incluso la africanidad
puede ser verdadera. Y para que le
entendieran los sencillos, que no podían
comprender el gran latín del orador,
dijo: tengo que escribir incluso con
errores gramaticales, en un latín muy
simplificado. Y lo hizo, sobre todo en
este «Psalmus», una especie de
sencilla poesía contra los donatistas
para ayudar a toda la gente a comprender
que sólo en la unidad de la Iglesia se
realiza realmente nuestra relación con
Dios y crece la paz en el mundo.
En esta producción destinada a un
gran público tiene una particular
importancia el gran número de sus
homilías, con frecuencia improvisadas,
transcritas por taquígrafos durante la
predicación e inmediatamente puestas en
circulación. Entre éstas, destacan las
bellísimas «Enarrationes in Psalmos»,
muy leídas en la Edad Media. La
publicación de los miles de homilías de
Agustín, con frecuencia sin control del
autor, explica tanto su amplia difusión
como su vitalidad. Inmediatamente las
predicaciones del obispo de Hipona se
convertían, por la fama del autor, en
textos sumamente requeridos y eran
utilizados también por los demás obispos
y sacerdotes como modelos, adaptados
siempre a nuevos contextos.
En la tradición iconográfica, un
fresco de Letrán que se remonta al siglo
IV, representa a san Agustín con un
libro en la mano, no sólo para expresar
su producción literaria, que tanta
influencia tuvo en el pensamiento de los
cristianos, sino también para expresa su
amor por los libros, por la literatura y
el conocimiento de la gran cultura
precedente. A su muerte no dejó nada,
cuenta Posidio, pero «recomendaba
siempre que se conservara para las
futuras generaciones la biblioteca de la
iglesia con todos sus códices», sobre
todo los de sus obras. En éstas, subraya
Posidio, Agustín está «siempre vivo» y
es de utilidad para quien lee sus
escritos, aunque como él dice, «creo que
pudieron sacar más provecho de su
contacto los que le pudieron ver y
escuchar cuando hablaba personalmente en
la iglesia, y sobre todo los que fueron
testigos de su vida cotidiana entre la
gente» («Vita Augustini», 31).
Sí, también para nosotros sería hermoso
poderle sentir vivo. Pero está realmente
vivo en sus escritos, está presente en
nosotros y de este modo vemos también la
permanente vitalidad de la fe por la que
dio toda su vida.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 27 febrero 2008
(5) La conversión de san Agustín
Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quisiera
concluir la presentación de la figura de
san Agustín. Tras detenernos en su vida,
en sus obras, y en algunos aspectos de
su pensamiento, hoy quisiera volver a
recordar su experiencia interior, que
hizo de él uno de los más grandes
convertidos de la historia cristiana. A
esta experiencia dediqué en particular
mi reflexión durante la peregrinación
que hice a Pavía, el año pasado, para
venerar los restos mortales de este
padre de la Iglesia. De este modo quise
expresar el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo hacer
visible mi personal devoción y
reconocimiento por una figura a la que
me siento sumamente unido por la
importancia que ha tenido en mi vida de
teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible recorrer las
vivencias de san Agustín gracias sobre
todo a «Las Confesiones», escritas para
alabanza de Dios, que constituyen el
origen de una de las formas literarias
más específicas de Occidente, la
autobiografía, es decir la expresión
personal del conocimiento de sí mismo.
Pues bien, quien quiera que se acerque a
este extraordinario y fascinante libro,
todavía hoy sumamente leído, se da
cuenta fácilmente de que la conversión
de Agustín no fue repentina ni tuvo
lugar plenamente desde el inicio, sino
que puede ser definida más bien como un
auténtico camino, que sigue siendo un
modelo para cada uno de nosotros.
Este itinerario culminó ciertamente
con la conversión y después con el
bautismo, pero no se concluyó con
aquella Vigilia pascual del año 387,
cuando en Milán el profesor de retórica
africano fue bautizado por el obispo
Ambrosio. El camino de conversión de
Agustín continuó humildemente hasta el
final de su vida, hasta el punto de que
se puede verdaderamente decir que sus
diferentes etapas --se pueden distinguir
fácilmente tres-- son una única y gran
conversión.
La primera conversión
San Agustín fue un buscador
apasionado de la verdad: lo fue desde el
inicio y después durante toda su vida.
La primera etapa en su camino de
conversión se realizó precisamente en el
acercamiento progresivo al cristianismo.
En realidad, él había recibido de la
madre Mónica, con la que siempre estuvo
muy unido, una educación cristiana y, a
pesar de que había vivido en los años de
juventud una vida desordenada, siempre
sintió una profunda atracción por
Cristo, habiendo bebido el amor por el
nombre del Señor con la leche materna,
como él mismo subraya (Cf. «Las
Confesiones», III, 4, 8).
Pero la filosofía, sobre todo la de
orientación platónica, también había
contribuido a acercarle a Cristo,
manifestándole la existencia del
Logos, la razón creadora. Los libros
de los filósofos le indicaban que existe
la razón, de la que procede todo el
mundo, pero no le decían cómo alcanzar
este Logos, que parecía tan
alejado. Sólo la lectura de las cartas
de san Pablo, en la fe la Iglesia
católica, le reveló plenamente la
verdad. Esta experiencia fue sintetizada
por Agustín en una de las páginas más
famosas de «Las Confesiones»: cuenta
que, en el tormento de sus reflexiones,
retirado en un jardín, escuchó de
repente una voz infantil que repetía una
cantinela, nunca antes escuchada:
«tolle, lege, tolle, lege», «toma,
lee, toma, lee» (VIII, 12,29). Entonces
se acordó de la conversión de Antonio,
padre del monaquismo, y con atención
volvió a tomar un códice de san Pablo
que poco antes tenía entre manos: lo
abrió y la mirada se fijó en el pasaje
de la carta a los Romanos en el que el
apóstol exhorta a abandonar las obras de
la carne y a revestirse de Cristo (13,
13-14).
Había comprendido que esa palabra, en
aquel momento, se dirigía personalmente
a él, procedía de Dios a través del
apóstol y le indicaba qué es lo que
tenía que hacer en ese momento. De este
modo sintió cómo se despejaban las
tinieblas de la duda y se era liberado
para entregarse totalmente a Cristo:
«Habías convertido a ti mi ser», comenta
(«Las Confesiones», VIII, 12,30).
Esta fue la primera y decisiva
conversión.
El profesor de retórica africano
llegó a esta etapa fundamental en su
largo camino gracias a su pasión por el
hombre y por la verdad, pasión que le
llevó a buscar a Dios, grande e
inaccesible. La fe en Cristo le hizo
comprender que Dios no estaba tan
alejado como parecía. Se había hecho
cercano a nosotros, convirtiéndose en
uno de nosotros. En este sentido, la fe
en Cristo llevó a cumplimiento la larga
búsqueda de Agustín en el camino de la
verdad. Sólo un Dios que se ha hecho
«tocable», uno de nosotros, era en
último término un Dios al que se podía
rezar, por el que se podía vivir y con
el que se podía vivir.
La segunda conversión
Es un camino que hay que recorrer con
valentía y al mismo tiempo con humildad,
abiertos a una purificación permanente,
algo que cada uno de nosotros siempre
necesita. Pero el camino de Agustín no
había concluido con aquella Vigilia
pascual del año 387, como hemos dicho.
Al regresar a África, fundó un pequeño
monasterio y se retiró en él, junto a
unos pocos amigos, para dedicarse a la
vida contemplativa y de estudio. Este
era el sueño de su vida. Ahora estaba
llamado a vivir totalmente para la
verdad, con la verdad, en la amistad de
Cristo, que es la verdad. Un hermoso
sueño que duró tres años, hasta que, a
pesar suyo, fue consagrado sacerdote en
Hipona y destinado a servir a los
fieles. Ciertamente siguió viviendo con
Cristo y por Cristo, pero al servicio de
todos. Esto era muy difícil para él,
pero comprendió desde el inicio que sólo
viviendo para los demás, y no
simplemente para su contemplación
privada, podía realmente vivir con
Cristo y por Cristo.
De este modo, renunciando a una vida
consagrada sólo a la meditación, Agustín
aprendió, a veces con dificultad, a
poner a disposición el fruto de su
inteligencia para beneficio de los
demás. Aprendió a comunicar su fe a la
gente sencilla y a vivir así para ella
en aquella ciudad que se convirtió en la
suya, desempeñando sin cansarse una
generosa actividad, que describe con
estas palabras en uno de sus bellísimos
sermones: «Predicar continuamente,
discutir, reprender, edificar, estar a
disposición de todos, es un ingente
cargo y un gran peso, un enorme
cansancio» («Sermón» 339, 4).
Pero él cargó con este peso,
comprendiendo que precisamente de este
modo podía estar más cerca de Cristo. Su
segunda conversión consistió en
comprender que se llega a los demás con
sencillez y humildad.
La tercera conversión
Pero hay una última etapa en el
camino de Agustín, una tercera
conversión: es la que le llevó cada día
de su vida a pedir perdón a Dios. Al
inicio, había pensado que una vez
bautizado, en la vida de comunión con
Cristo, en los sacramentos, en la
celebración de la Eucaristía, llegaría a
la vida propuesta por el Sermón de la
Montaña: la perfección donada en el
bautismo y reconfirmada por la
Eucaristía.
En la última parte de su vida
comprendió que lo que había dicho en sus
primeras predicaciones sobre el Sermón
de la Montaña --es decir, que nosotros,
como cristianos, vivimos ahora este
ideal permanentemente-- estaba
equivocado. Sólo el mismo Cristo realiza
verdadera y completamente el Sermón de
la Montaña. Nosotros tenemos siempre
necesidad de ser lavados por Cristo, que
nos lava los pies, y de ser renovados
por Él. Tenemos necesidad de conversión
permanente. Hasta el final necesitamos
esta humildad que reconoce que somos
pecadores en camino, hasta que el Señor
nos da la mano definitivamente y nos
introduce en la vida eterna. Agustín
murió con esta última actitud de
humildad, vivida día tras día.
Esta actitud de humildad profunda
ante el único Señor Jesús le introdujo
en la experiencia de una humildad
también intelectual. Agustín, que es una
de las figuras más grandes en la
historia del pensamiento, quiso en los
últimos años de su vida someter a un
lúcido examen crítico sus numerosísimas
obras. Surgieron así las «Retractationes»
(«revisiones»), que de este modo
introducen su pensamiento teológico,
verdaderamente grande, en la fe humilde
y santa de aquella a la que llama
simplemente con el nombre de
Catholica, es decir, la Iglesia. «He
comprendido --escribe precisamente en
este originalísimo libro (I, 19, 1-3)--
que sólo uno es verdaderamente perfecto
y que las palabras del Sermón de la
Montaña sólo son realizadas totalmente
por uno solo: en Jesucristo mismo. Toda
la Iglesia, por el contrario, todos
nosotros, incluidos los apóstoles,
tenemos que rezar cada día: "perdona
nuestras ofensas
así como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden"».
Convertido a Cristo, que es verdad y
amor, Agustín le siguió durante toda la
vida y se convirtió en un modelo para
todo ser humano, para todos nosotros en
la búsqueda de Dios. Por este motivo
quise concluir mi peregrinación a Pavía
volviendo a entregar espiritualmente a
la Iglesia y al mundo, ante la tumba de
este grande enamorado de Dios, mi
primera encíclica,
Deus caritas est. Ésta, de
hecho, tiene una gran deuda, sobre todo
en su primera parte, con el pensamiento
de san Agustín.
También hoy, como en su época, la
humanidad tiene necesidad de conocer y
sobre todo de vivir esta realidad
fundamental: Dios es amor y el encuentro
con él es la única respuesta a las
inquietudes del corazón humano. Un
corazón en el que vive la esperanza
--quizá todavía oscura e inconsciente en
muchos de nuestros contemporáneos--,
para nosotros los cristianos abre ya hoy
al futuro, hasta el punto de que san
Pablo escribió que «en esperanza fuimos
salvados» (Romanos, 8, 24). A la
esperanza he querido dedicar mi segunda
encíclica,
Spe salvi, que también ha
contraído una gran deuda con Agustín y
su encuentro con Dios.
Un escrito sumamente hermoso de
Agustín define la oración como expresión
del deseo y afirma que Dios responde
ensanchando hacia él nuestro corazón.
Por nuestra parte, tenemos que purificar
nuestros deseos y nuestras esperanzas
para acoger la dulzura de Dios (Cf. San
Agustín, «In Ioannis», 4, 6).
Sólo ésta nos salva, abriéndonos además
a los demás. Recemos, por tanto, para
que en nuestra vida se nos conceda cada
día seguir el ejemplo de este gran
convertido, encontrando como él en todo
momento de nuestra vida al Señor Jesús,
el único que nos salva, que nos purifica
y nos da la verdadera alegría, la
verdadera vida.