Benedicto XVI: San Antonio de Padua, el gran predicador
CIUDAD DEL VATICANO,
miércoles 10 de febrero de 2010
Catequesis del Papa Benedicto XVI a los peregrinos congregados en el Aula Pablo VI para la Audiencia General.
Queridos hermanos y hermanas,
tras haber presentado, hace dos semanas, la figura de Francisco de Asís, esta mañana quisiera hablar de otro
santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: Antonio de Padua o, como también se le
llama, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares en toda la Iglesia
católica, venerado no solo en Padua, donde se erigió una espléndida Basílica que recoge sus despojos mortales, sino
en todo el mundo. Son queridas a los fieles las imágenes y las estatuas que le representan con el lirio,
símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús entre los brazos, en recuerdo de una aparición milagrosa mencionada por
algunas fuentes literarias.
Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus marcadas dotes de
inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.
Nació en Lisboa de una familia noble, en torno al 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró entre los
canónigos que seguían la regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa, y
sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, renombrado centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y
solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo aquella ciencia teológica que puso a
fructificar en las actividades de la enseñanza y la predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio que marcó un cambio
decisivo en su vida: aquí, en 1220 fueron expuestas las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos que
se habían dirigido a Marruecos, donde encontraron el martirio. Su caso hizo nacer en el joven Fernando el deseo de
imitarles y de avanzar en el camino de la perfección cristiana: pidió entonces dejar los canónigos agustinos y
convertirse en Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia
Marruecos, pero la Providencia divina dispuso de otra manera. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a
volver a Italia y, en 1221, participó en el famoso "Capítulo de las esteras" en Asís, donde encontró también
a san Francisco. Sucesivamente, vivió por algún tiempo escondido totalmente en un convento cerca de Forlí, en el
norte de Italia, donde el Señor le llamó a otra misión. Invitado, por circunstancias totalmente casuales, a predicar
con ocasión de una ordenación sacerdotal, mostró estar dotado de tal ciencia y elocuencia, que los Superiores
lo destinaron a la predicación. Comenzó así en Italia y en Francia una actividad apostólica tan intensa y eficaz
que indujo a no pocas personas que se habían separado de la Iglesia a volver sobre sus propios pasos. Estuvo también
entre los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en
Bolonia, con la bendición de Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta con
estas palabras: “Me gustaría que enseñases teología a los frailes”. Antonio puso las bases de la teología franciscana
que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, habría conocido su cenit con san Buenaventura de Bagnoregio
y el beato Duns Scoto.
Convertido en
superior
provincial de
los Frailes
Menores de
Italia
septentrional,
continuó con el
ministerio de la
predicación,
alternándolo con
las tareas de
gobierno.
Concluido el
mandato de
Provincial, se
retiró cerca de
Padua, donde ya
había estado
otras veces.
Tras apenas un
año, murió en
las puertas de
la Ciudad, el 13
de junio de
1231. Padua, que
lo había acogido
con afecto y
veneración en
vida, le tributó
por siempre
honor y
devoción. El
mismo Papa
Gregorio IX, que
tras haberle
escuchado
predicar le
había definido
"Arca del
Testamento", lo
canonizó en
1232, también a
raíz de los
milagros
sucedidos por su
intercesión.
En el último
periodo de su
vida, Antonio
puso por escrito
dos ciclos de
“Sermones”,
titulados
respectivamente
"Sermones
dominicales" y
"Sermones sobre
los Santos",
destinados a los
predicadores y a
los profesores
de estudios
teológicos de la
Ordena
franciscana. En
ellos comenta
los textos de la
Sagrada
Escritura
presentados por
la Liturgia,
utilizando la
interpretación
patrístico-medieval
de los cuatro
sentidos, el
literal o
histórico, el
alegórico o
cristológico, el
tropológico o
moral, y el
anagógico, que
orienta hacia la
vida eterna. Se
trata de textos
teológico-homiléticos,
que recogen la
predicación
viva, en la que
¡Antonio propone
un verdadero y
propio
itinerario de
vida cristiana.
Es tanta la
riqueza de
enseñanzas
espirituales
contenida en los
“Sermones”, que
el Venerable
Papa Pío XII, en
1946, proclamó a
Antonio Doctor
de la Iglesia,
atribuyéndole el
título de
“Doctor
evangélico",
porque de estos
escritos surge
la frescura y la
belleza del
Evangelio; aún
hoy los podemos
leer con gran
provecho
espiritual.
En ellos, él
habla de la
oración como de
una relación de
amor, que empuja
al hombre a
conversar
dulcemente con
el Señor,
creando una
alegría
inefable, que
suavemente
envuelve el alma
en oración.
Antonio nos
recuerda que la
oración necesita
una atmósfera de
silencio, que no
coincide con el
alejamiento del
ruido externo,
sino que es
experiencia
interior, que
mira a quitar
las
distracciones
provocadas por
las
preocupaciones
del alma. Según
la enseñanza de
este insigne
Doctor
franciscano, la
oración se
compone de
cuatro actitudes
indispensables,
que, en el latín
de Antonio, se
definen:
obsecratio,
oratio,
postulatio,
gratiarum actio.
Podríamos
traducirlas así:
abrir
confiadamente el
propio corazón a
Dios, conversar
afectuosamente
con Él,
presentarle las
propias
necesidades,
alabarlo y darle
gracias.
En esta
enseñanza de san
Antonio sobre la
oración
advertimos uno
de los rasgos
específicos de
la teología
franciscana, del
que él fue el
iniciador, es
decir, el papel
asignado al amor
divino, que
entra en la
esfera de los
afectos, de la
voluntad, del
corazón, y que
es también la
fuente de donde
brota un
conocimiento
espiritual, que
sobrepasa todo
conocimiento.
Escribe
Antonio: "La
caridad es el
alma de la fe,
la hace viva;
sin el amor, la
fe muere” (Sermones
Dominicales et
Festivi II,
Messaggero,
Padova 1979, p.
37).
Sólo un alma
que reza puede
realizar
progresos en la
vida espiritual:
este es el
objeto
privilegiado de
la predicación
de san Antonio.
Él conoce bien
los defectos de
la naturaleza
humana, la
tendencia a caer
en el pecado,
por eso exhorta
continuamente a
combatir la
inclinación a la
codicia, al
orgullo, a la
impureza, y a
practicar las
virtudes de la
pobreza y de la
generosidad, de
la humildad y de
la obediencia,
de la castidad y
de la pureza. A
principios del
siglo XIII, en
el contexto del
renacimiento de
las ciudades y
del
florecimiento
del comercio,
crecía el número
de personas
insensibles a
las necesidades
de los pobres.
Por este motivo,
Antonio invita
muchas veces a
los fieles a
pensar en la
verdadera
riqueza, la del
corazón, que
haciéndoles
buenos y
misericordiosos,
les hace
acumular tesoros
para el Cielo. "Oh
ricos – les
exhorta – haceos
amigos ... los
pobres,
acogedles en
vuestras casas:
serán después
ellos quienes os
acojan en los
eternos
tabernáculos,
donde está la
belleza de la
paz, la
confianza de la
seguridad, y la
opulenta quietud
de la saciedad
eterna” (Ibid.,
p. 29).
¿No es quizás
esta, queridos
amigos, una
enseñanza muy
importante
también hoy,
cuando la crisis
financiera y los
graves
desequilibrios
económicos
empobrecen a no
pocas personas y
crean
condiciones de
miseria? En mi
Encíclica
Caritas in
veritate
recuerdo: "La
economía
necesita de la
ética para su
correcto
funcionamiento,
no de una ética
cualquiera, sino
de una ética
amiga de la
persona” (n.
45).
Antonio, en
la escuela de
Francisco, pone
siempre a Cristo
en el centro de
la vida y del
pensamiento, de
la acción y de
la predicación.
Este es otro
rasgo típico de
la teología
franciscana: el
cristocentrismo.
De buen grado
esta contempla,
e invita a
contemplar, los
misterios del
humanidad del
Señor, de modo
particular, el
de la Navidad,
que le suscitan
sentimientos de
amor y de
gratitud hacia
la bondad
divina.
También la
visión del
Crucificado le
inspira
pensamientos de
reconocimiento
hacia Dios y de
estima por la
dignidad de la
persona humana,
de forma que
todos, creyentes
y no creyentes,
puedan encontrar
un significado
que enriquece la
vida. Escribe
Antonio:
"Cristo, que es
tu vida, está
colgado ante ti,
porque tú miras
a la cruz como
en un espejo.
Allí podrás
conocer cuán
mortales fueron
tus heridas, que
ninguna medicina
habría podido
curar, si no la
de la sangre del
Hijo de Dios. Si
miras bien,
podrás darte
cuenta de cuán
grandes son tu
dignidad humana
y tu valor... En
ningún otro
lugar el hombre
puede darse
cuenta mejor de
cuánto vale, que
mirándose en el
espejo de la
cruz” (Sermones
Dominicales et
Festivi III,
pp. 213-214).
Queridos
amigos, que
Antonio de
Padua, tan
venerado por los
fieles,
interceda por la
Iglesia entera,
y sobre todo por
aquellos que se
dedican a la
predicación. Que
estos, tomando
inspiración de
su ejemplo,
procuren unir la
doctrina sana y
sólida, la
piedad sincera y
fervorosa, la
incisividad de
la comunicación.
En este año
sacerdotal,
oremos para que
los sacerdotes y
los diáconos
lleven a cabo
con solicitud
este ministerio
de anuncio y
actualización de
la Palabra de
Dios a los
fieles, sobre
todo a través de
las homilías
litúrgicas. Que
éstas sean una
presentación
eficaz de la
eterna belleza
de Cristo,
precisamente
como recomendaba
san Antonio: “Si
predicas a
Jesús, él
ablanda los
corazones duros;
si le invocas,
endulza las
amargas
tentaciones: si
piensas en él,
te ilumina el
corazón; si le
lees, te sacia
la mente” (Sermones
Dominicales et
Festivi III,
p. 59).