Catequesis del Santo Padre en la audiencia general del miércoles 27 de enero
El verdadero Francisco histórico
es el Francisco de la Iglesia
Queridos hermanos y hermanas:
En una catequesis reciente ilustré ya el papel providencial que tuvieron la
Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes Predicadores,
fundadas respectivamente por san Francisco de Asís y por santo Domingo de
Guzmán, en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quiero presentaros
la figura de san Francisco, un auténtico "gigante" de la santidad, que sigue
fascinando a numerosísimas personas de todas las edades y religiones.
"Nacióle un sol al mundo". Con estas palabras, el sumo poeta italiano Dante
Alighieri alude en la Divina Comedia (Paraíso, Canto xi) al
nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de
1182, en Asís. Francisco pertenecía a una familia rica -su padre era
comerciante de telas- y vivió una adolescencia y una juventud
despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de su tiempo. A los
veinte años tomó parte en una campaña militar y lo hicieron prisionero.
Enfermó y fue liberado. A su regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso
de conversión espiritual que lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de
vida mundano que había practicado hasta entonces. Se remontan a este período
los célebres episodios del encuentro con el leproso, al cual Francisco,
bajando de su caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo en
la iglesita de San Damián. Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y
le dijo: "Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas". Este simple
acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la iglesia de san Damián
esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato san Francisco es
llamado a reparar esta iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es
símbolo de la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquel
tiempo, con una fe superficial que no conforma y no transforma la vida, con
un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior
de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el
nacimiento de movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta
Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a
Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san
Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo,
con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo. Este
acontecimiento, que probablemente tuvo lugar en 1205, recuerda otro
acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el sueño del Papa Inocencio
iii, quien en sueños ve que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia
madre de todas las iglesias, se está derrumbando y un religioso pequeño e
insignificante sostiene con sus hombros la iglesia para que no se derrumbe.
Es interesante observar, por una parte, que no es el Papa quien ayuda para
que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso,
que el Papa reconoce en Francisco cuando este lo visita. Inocencio iii era
un Papa poderoso, de gran cultura teológica y gran poder político; sin
embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el pequeño e insignificante
religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es
importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en
contra de él, sino sólo en comunión con él. Las dos realidades van juntas:
el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia fundada en la sucesión de los
Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese momento para
renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.
Volvamos a la vida de san Francisco. Puesto que su padre Bernardone le
reprochaba su excesiva generosidad con los pobres, Francisco, ante el obispo
de Asís, con un gesto simbólico se despojó de sus vestidos, indicando así
que renunciaba a la herencia paterna: como en el momento de la creación,
Francisco no tiene nada más que la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos
se entrega. Desde entonces vivió como un eremita, hasta que, en 1208, tuvo
lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión.
Escuchando un pasaje del Evangelio de san Mateo -el discurso de Jesús a los
Apóstoles enviados a la misión-, Francisco se sintió llamado a vivir en la
pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se asociaron a él y
en 1209 fue a Roma, para someter al Papa Inocencio iii el proyecto de una
nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paterna de aquel gran
Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del
movimiento suscitado por Francisco. El "Poverello" de Asís había comprendido
que todo carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por lo tanto, actuó siempre en plena
comunión con la autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no existe
contraste entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna
tensión, saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.
En realidad, en el siglo xix y también en el siglo pasado algunos
historiadores intentaron crear detrás del Francisco de la tradición, lo que
llamaban un Francisco histórico, de la misma manera que detrás del Jesús de
los Evangelios se intenta crear lo que llaman el Jesús histórico. Ese
Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre
unido inmediatamente sólo a Cristo, un hombre que quería crear una
renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y sin jerarquía. La
verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación muy inmediata con
Jesús y con la Palabra de Dios, que quería seguir sine glossa, tal
como es, en toda su radicalidad y verdad. También es verdad que inicialmente
no tenía la intención de crear una Orden con las formas canónicas
necesarias, sino que, simplemente, con la Palabra de Dios y la presencia del
Señor, quería renovar el pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a escuchar la
Palabra y a obedecer a Cristo. Además, sabía que Cristo nunca es "mío", sino
que siempre es "nuestro"; que a Cristo no puedo tenerlo "yo" y reconstruir
"yo" contra la Iglesia, su voluntad y sus enseñanzas; sino quesóloenla
comunión de la Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se
renueva también la obediencia a la Palabra de Dios.
También es verdad que no tenía intención de crear una nueva Orden, sino
solamente renovar el pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero entendió
con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el
derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así en
realidad se insertó totalmente, con el corazón, en la comunión de la
Iglesia, con el Papa y con los obispos. Sabía asimismo que el centro de la
Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen
presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde
sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van juntos, sólo aquí habita
también la Palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco
de la Iglesia y precisamente de este modo habla también a los no creyentes,
a los creyentes de otras confesiones y religiones.
Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en "la
Porziuncola", o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por
excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven de
Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la
Segunda Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a
dar insignes frutos de santidad en la Iglesia.
También el sucesor de Inocencio iii, el Papa Honorio iii, con su bula Cum
dilecti de 1218 sostuvo el desarrollo singular de los primeros Frailes
Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos países de Europa,
incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a
hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el
Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san
Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la cual existía un
enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado
voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con
eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos narran que el sultán
musulmán le brindó una acogida benévola y un recibimiento cordial. Es un
modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre
cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto
recíproco y en la comprensión mutua (cf. Nostra aetate, 3). Parece
ser que después, en 1220, Francisco visitó la Tierra Santa, plantando así
una semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales
hicieron de los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su
misión. Hoy pienso con gratitud en los grandes méritos de la Custodia
franciscana de Tierra Santa.
A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su
vicario, fray Pietro Cattani, mientras que el Papa encomendó la Orden, que
recogía cada vez más adhesiones, a la protección del cardenal Ugolino, el
futuro Sumo Pontífice Gregorio ix. Por su parte, el Fundador, completamente
dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una
Regla, que fue aprobada más tarde por el Papa.
En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma
de un serafín y en el encuentro con el serafín crucificado recibe los
estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado: un don, por lo tanto,
que expresa su íntima identificación con el Señor.
La muerte de Francisco -su transitus- aconteció la tarde del 3 de
octubre de 1226, en "la Porziuncola". Después de bendecir a sus hijos
espirituales, murió, recostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde
el Papa Gregorio ix lo inscribió en el catálogo de los santos. Poco tiempo
después, en Asís se construyó una gran basílica en su honor, que todavía hoy
es meta de numerosísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y
gozar de la visión de los frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo
magnífico la vida de Francisco.
Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era
verdaderamente un icono vivo de Cristo. También fue denominado "el hermano
de Jesús". De hecho, este era su ideal: ser como Jesús; contemplar el
Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En
particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior,
enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera Bienaventuranza en
el Sermón de la montaña -Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3)- encontró una luminosa
realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Queridos amigos,
los santos son realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en
su vida la Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de manera que
verdaderamente habla con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la
pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo
también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para
crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y
un desprendimiento de los bienes materiales.
En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración
del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas
se leen expresiones conmovedoras, como esta: "¡Tiemble el hombre todo
entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo
de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh
celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh
humilde sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios,
se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una
pequeña forma de pan!" (Francisco de Asís, Escritos, Editrici
Francescane,Padua 2002, p. 401).
En este Año sacerdotal me complace recordar también una recomendación que
Francisco dirigió a los sacerdotes: "Siempre que quieran celebrar la misa
ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del
santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo" (ib., 399).
Francisco siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y
recomendaba que se les respetara siempre, incluso en el caso de que
personalmente fueran poco dignos. Como motivación de este profundo respeto
señalaba el hecho de que han recibido el don de consagrar la Eucaristía.
Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la
santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el
Misterio que celebramos.
Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las
criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de
Francisco: el sentido de la fraternidad universal y el amor a la creación,
que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy
actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate,
sólo es sostenible un desarrollo que respete la creación y que no perjudique
el medio ambiente (cf. nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada mundial
de la paz de este año subrayé que también la construcción de una paz sólida
está vinculada al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la
creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. Él
entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros,
en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios
y con Dios.
Querido amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su
sencillez, su humildad, su fe, su amor a Cristo, su bondad con todo hombre y
toda mujer lo hicieron alegre en cualquier situación. En efecto, entre la
santidad y la alegría existe una relación íntima e indisoluble. Un escritor
francés dijo que en el mundo sólo existe una tristeza: la de no ser santos,
es decir, no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de san Francisco,
comprendemos que el secreto de la verdadera felicidad es precisamente:
llegar a ser santos, cercanos a Dios.
Que la Virgen, a la que Francisco amó tiernamente, nos obtenga este don. Nos
encomendamos a ella con las mismas palabras del "Poverello" de Asís:
"Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna
semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, Madre
de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por
nosotros... ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro" (Francisco de
Asís, Escritos, 163).