Benedicto XVI presenta un retrato de san Gregorio Nacianceno
Intervención de
Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 8 de agosto,
celebrada en el aula Pablo VI del Vaticano, dedicada a presentar un
retrato de san Gregorio Nacianceno, obispo del siglo IV. En la
audiencia de este 22 de agosto el Papa ha recogido las enseñanzas de
este Padre de la Iglesia.
¡Queridos hermanos y hermanas!:
El miércoles pasado hablé de un gran
maestro de la fe, el Padre de la Iglesia
San Basilio. Hoy quisiera hablar de su
amigo Gregorio de Nacianzo originario
también, como Basilio, de Capadocia.
Ilustre teólogo, orador y defensor de la
fe cristiana en el siglo IV, fue famoso
por su elocuencia y también tuvo, como
poeta, un alma refinada y sensible.
Gregorio nació de una noble familia. Su
madre lo consagró a Dios desde su
nacimiento, que ocurrió sobre el 330.
Después de la primera educación
familiar, frecuentó las más célebres
escuelas de la época: primero fue a
Cesarea de Capadocia, donde trabó
amistad con Basilio, futuro obispo de
aquella ciudad, y vivió después en otras
metrópolis del mundo antiguo, como
Alejandría de Egipto y, sobre todo,
Atenas, donde de nuevo encontró a
Basilio (cfr. «Oratio 43»,14-24; SC 384,
146-180). Evocando esta amistad,
Gregorio escribirá más tarde: “En aquel
entonces, no sólo yo sentía una
auténtica veneración hacia mi gran
Basilio por la seriedad de sus
costumbres y por la naturaleza y
sabiduría de sus discursos, sino que
animaba también a otros, que aún no le
conocían, a hacer potro tanto… Nos
guiaba la misma ansia de saber. Y esta
era nuestra competición: no quién sería
el primero, sino quién ayudaría al otro
a serlo. Parecía que tuviésemos una sola
alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20;
SC 384 154-156.164). Son palabras, que
de alguna manera, describen el
autorretrato de esta noble alma. Pero
también puede imaginarse que este
hombre, que estaba proyectado
fuertemente más allá de los valores
terrenos, sufriera mucho por las cosas
de este mundo.
Cuando volvió a casa, Gregorio recibió
el bautismo y se orientó hacia la vida
monástica: la soledad, la meditación
filosófica y espiritual, le fascinaban.
Él mismo escribirá: “Nada me parece más
grande que esto: hacer callar los
propios sentidos, salir de la carne del
mundo, recogerse en uno mismo, dejar de
ocuparse de las cosas humanas, excepto
de las estrictamente necesarias, hablar
consigo mismo y con Dios, llevar una
vida que trasciende las cosas visibles;
llevar en el alma imágenes divinas
siempre puras, sin mezcla de firmas
terrenas y erróneas, ser verdaderamente
un espejo inmaculado de Dios y de las
cosas divinas, y serlo cada vez más,
tomando luz de la luz…; gozar, en la
esperanza presente, el bien futuro, y
conversar con los ángeles; haber
abandonado ya la tierra, aun estando en
la tierra, transportados a lo alto con
el espíritu” («Oratio 2»,7: SC 247,96).
Como confía en su autobiografía (cfr
«Carmina [histórica] 2»,1,11 «de vita
sua» 340-349: PG 37,1053) recibió la
ordenación presbiteral con cierta duda,
porque sabía que después debería ejercer
como pastor, ocuparse de los demás, de
sus cosas y, por ello, no podría estar
ya recogido en la meditación pura. Sin
embargo, después aceptó esta vocación y
asumió el ministerio pastoral en plena
obediencia, aceptando, como le sucedió a
menudo durante su vida, el ser llevado
por la Providencia allí a donde no
quisiera ir (cfr Jn 21,18). En el 371 su
amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra
el deseo del mismo Gregorio, quiso
consagrarlo como Obispo de Samina, una
región estratégicamente importante de
Capadocia. Sin embargo, y debido a
distintas dificultades, no tomo nunca
posesión, y permaneció en la ciudad de
Nacianzo.
Hacia el 379, Gregorio fue llamado a
Constantinopla, la capital, para guiar a
la pequeña comunidad católica fiel al
Concilio de Nicea y a la fe trinitaria.
La mayoría, por el contrario, se había
adherido al arrianismo, que era
“políticamente correcto” y que los
emperadores consideraban políticamente
útil. De esta manera, se encontró en
minoría, rodeado de hostilidad. En la
pequeña iglesia de la «Anástasis»
pronunció cinco «Discursos Teológicos»
(«Oraciones» 27-31; SC 250, 70-343),
precisamente para defender y hacer
inteligible la fe trinitaria. Son
discursos que se han hecho famosos por
la seguridad de la doctrina, la
habilidad del razonamiento, que hace
realmente comprender que ésta es la
lógica divina. Y también el esplendor de
la forma lo hace hoy fascinante.
Gregorio recibió, como consecuencia de
estos discursos, el apelativo de
“teólogo”: Así se le llama en la Iglesia
ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque la
teología no es para él una reflexión
meramente humana, o menos todavía el
fruto de complicadas especulaciones,
sino que deriva de una vida de oración y
de santidad, de un diálogo constante con
Dios. Y precisamente así hace que
aparezca ante nuestra razón la realidad
de Dios, el misterio trinitario. En el
silencio contemplativo, transido de
estupor ante las maravillas del misterio
revelado, el alma acoge la belleza y la
gloria divina.
Mientras participaba en el Segundo
Concilio Ecuménico de 381, Gregorio fue
elegido Obispo de Constantinopla, y
asumió la presidencia del Concilio. Pero
de pronto se desencadenó una fuerte
oposición contra él, hasta que la
situación se hizo insostenible. Para un
alma tan sensible, estas enemistades
eran insoportables. Se repetía lo que
Gregorio ya había lamentado con palabras
llenas de dolor: “¡Hemos dividido a
Cristo, nosotros, que tanto amábamos a
Dios y a Cristo! ¡Nos hemos mentido los
unos a los otros con motivo de la
Verdad, hemos alimentado sentimientos de
odio a causa del Amor, nos hemos
separado el uno del otro!” («Oratio
6»,3: SC 405,128). Se llegó así, en un
clima de tensión, a su dimisión. En la
concurridísima catedral Gregorio
pronunció un discurso de adiós de gran
efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC
384,48-114). Concluía su dolorida
intervención con estas palabras: “Adiós,
gran ciudad a la que Cristo ama… Hijos
míos, os lo suplico, custodiad el
depósito [de la fe] que os ha sido
confiado (cfr 1 Tm 6,20), acordaos de
mis sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la
gracia de nuestro Señor Jesucristo esté
con todos vosotros” (Cfr. «Oratio
42»,27: SC 384, 112-114).
Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado
pastoral de aquella comunidad cristiana
durante unos dos años. Después se retiró
definitivamente a la soledad en la
cercana Arianzo, su tierra natal,
dedicándose al estudio ya la vida
ascética. En este periodo compuso la
mayor parte de su obra poética,
especialmente autobiográfica: El «De
vita Sua», una relectura en verso de su
camino humano y espiritual, un camino
ejemplar de un cristiano sufriente, de
un hombre de una gran interioridad en un
mundo lleno de conflictos. Es un hombre
que nos hace sentir la primacía de Dios
y por eso nos habla también a nosotros,
a nuestro mundo: sin Dios, el hombre
pierde su grandeza, sin Dios no hay
humanismo auténtico. Por eso, escuchemos
esta voz e intentemos conocer también
nosotros el rostro de Dios. En una de
sus poesías, había escrito dirigiéndose
a Dios: “Sé benigno, Tú, más Allá de
todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG
37,508). Y en el año 390 Dios acogía
entre sus brazos a este siervo fiel, que
le había defendido en sus escritos con
una aguda inteligencia y que le había
cantado con tanto amor en sus poesías.
Benedicto XVI ilustra las lecciones de
san Gregorio Nacianceno
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 22
agosto 2007 Intervención de Benedicto XVI
durante la audiencia general de este
miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI
del Vaticano, dedicada a presentar las
enseñanzas dejadas por san Gregorio
Nacianceno, obispo del siglo IV.
Queridos hermanos y hermanas:
En los retratos de los grandes padres y
doctores de la Iglesia que trato de
ofrecer en estas catequesis, la última
vez hablé de san Gregorio Nacianceno,
obispo del siglo IV, y hoy quisiera
seguir completando el retrato de este
gran maestro. Hoy trataremos de recoger
algunas de sus enseñanzas.
Reflexionando sobre la misión que Dios
le había confiado, san Gregorio
Nacianceno concluía: «He sido creado
para ascender hasta Dios con mis
acciones» («Oratio 14,6 de pauperum
amore»: PG 35,865). De hecho, puso al
servicio de Dios y de la Iglesia su
talento de escritor y orador. Escribió
numerosos discursos, homilías y
panegíricos, muchas cartas y obras
poéticas (¡casi 18.000 versos!): una
actividad verdaderamente prodigiosa.
Había comprendido cuál era la misión que
Dios le había confiado: «Siervo de la
Palabra, me adhiero al ministerio de la
Palabra, que nunca me permita descuidar
este bien. Yo aprecio y gozo con esta
vocación, me da más alegría que todo lo
demás» («Oratio 6,5»: SC 405,134; Cf.
también «Oratio 4,10»).
El nacianceno era un hombre manso, y en
su vida siempre trató de promover la paz
en la Iglesia de su tiempo, lacerada por
discordias y herejías. Con audacia
evangélica se esforzó por superar su
propia timidez para proclamar la verdad
de la fe. Sentía profundamente el anhelo
de acercarse a Dios, de unirse a Él. Lo
expresa él mismo en una poesía, en la
que escribe: «grandes corrientes del mar
de la vida, agitado de aquí a allá por
impetuosos vientos,… había sólo una cosa
que quería, mi única riqueza, consuelo y
olvido de los cansancios, la luz de la
santa Trinidad» («Carmina [histórica]»
2,1,15: PG 37,1250ss.).
Gregorio hizo resplandecer la luz de la
Trinidad, defendiendo la fe proclamada
en el Concilio de Nicea: un solo Dios en
tres Personas iguales y distintas
--Padre, Hijo y Espíritu Santo--,
«triple luz que se une en un único
esplendor» («Himno vespertino: Carmina
[histórica]» 2,1,32: PG 37,512). De este
modo, Gregorio, siguiendo a san Pablo (1
Corintios 8,6), afirma: «para nosotros
hay un Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas; un Señor, Jesucristo,
por quien son todas las cosas, y un
Espíritu Santo, en el que están todas
las cosas» («Oratio 39»,12: SC 358,172).
Gregorio puso muy de relieve la plena
humanidad de Cristo: para redimir al
hombre en su totalidad de cuerpo, alma y
espíritu, Cristo asumió todos los
componentes de la naturaleza humana, de
lo contrario el hombre no hubiera sido
salvado. Contra la herejía de Apolinar,
quien aseguraba que Jesucristo no había
asumido un alma racional, Gregorio
afronta el problema a la luz del
misterio de la salvación: «Lo que no ha
sido asumido no ha sido curado»
(«Epístola 101», 32: SC 208,50), y si
Cristo no hubiera tenido «intelecto
racional, ¿cómo hubiera podido ser
hombre?» («Epístola 101»,34: SC 208,50).
Precisamente nuestro intelecto, nuestra
razón, tenía necesidad de la relación,
del encuentro con Dios en Cristo. Al
hacerse hombre, Cristo nos dio la
posibilidad de llegar a ser como Él. El
nacianceno exhorta: «Tratemos de ser
como Cristo, pues también Cristo se hizo
como nosotros: ser como dioses por medio
de Él, pues Él mismo se hizo hombre por
nosotros. Cargó con lo peor para darnos
lo mejor» («Oratio 1,5»: SC 247,78).
María, que dio la naturaleza humana a
Cristo, es verdadera Madre de Dios
(«Theotókos»: Cf. «Epístola 101»,16: SC
208,42), y de cara a su elevadísima
misión fue «pre-purificada» («Oratio
38»,13: SC 358,132, presentando una
especie de lejano preludio del dogma de
la Inmaculada Concepción). Propone a
María como modelo de los cristianos,
sobre todo a las vírgenes, y como
auxilio que hay que invocar en las
necesidades (Cf. «Oratio 24»,11: SC
282,60-64).
Gregorio nos recuerda que, como personas
humanas, tenemos que ser solidarios los
unos con los otros. Escribe: «"Nosotros,
siendo muchos, no formamos más que un
solo cuerpo en Cristo" (Cf. Romanos
12,5), ricos y pobres, esclavos y
libres, sanos y enfermos; y única es la
cabeza de la que todo deriva:
Jesucristo. Y como sucede con los
miembros de un solo cuerpo, cada quien
se ocupa de cada uno, y todos de todos».
Luego, refiriéndose a los enfermos y a
las personas que atraviesan
dificultades, concluye: «Esta es la
única salvación para nuestra carne y
nuestra alma: la caridad hacia ellos»
(«Oratio 14,8 de pauperum amore»: PG
35,868ab).
Gregorio subraya que el hombre tiene que
imitar la bondad y el amor de Dios y,
por tanto, recomienda: «Si estás sano y
eres rico, alivia la necesidad de quien
está enfermo y es pobre; si no has
caído, ayuda a quien ha caído y vive en
el sufrimiento; si estás contento,
consuela a quien está triste; si eres
afortunado, ayuda a quien ha sido
mordido por la desventura. Da a Dios una
prueba de reconocimiento para que seas
uno de los que pueden hacer el bien, y
no de los que tienen que ser ayudados…
No seas sólo rico de bienes, sino de
piedad; no sólo de oro, sino de
virtudes, o mejor, sólo de ésta. Supera
la fama de tu prójimo siendo más bueno
que todos; conviértete en Dios para el
desventurado, imitando la misericordia
de Dios» («Oratio 14, 26 de pauperum
amore»: PG 35,892bc).
Gregorio nos enseña, ante todo, la
importancia y la necesidad de la
oración. Afirma que «es necesario
acordarse de Dios con más frecuencia de
lo que respiramos» («Oratio 27»,4: PG
250,78), pues la oración es el encuentro
de la sed de Dios con nuestra sed. Dios
tiene sed de que tengamos sed de Él (Cf.
«Oratio 40», 27: SC 358,260). En la
oración, tenemos que dirigir nuestro
corazón a Dios para entregarnos a Él
como ofrenda que debe ser purificada y
transformada. En la oración, vemos todo
a la luz de Cristo, dejamos caer
nuestras máscaras y nos sumergimos en la
verdad y en la escucha de Dios,
alimentando el fuego del amor.
En una poesía, que al mismo tiempo es
meditación sobre el sentido de la vida e
invocación implícita de Dios, Gregorio
escribe: «Alma mía, tienes una tarea, si
quieres, una gran tarea. Escruta
seriamente en tu interior, tu ser, tu
destino; de dónde vienes y adónde irás,
trata de saber si es vida la que vives o
si hay algo más. Alma mía, tienes una
tarea, purifica, por tanto, tu vida:
considera, por favor, Dios y sus
misterios, indaga en lo que había antes
de este universo, y qué es para ti, de
dónde procede y cuál será su destino.
Esta es tu tarea, alma mía, por tanto,
purifica tu vida» («Carmina [historica]
2»,1,78: PG 37,1425-1426).
El santo obispo pide continuamente ayuda
a Cristo para elevarse y reanudar el
camino: «Me ha decepcionado, Cristo mío,
mi exagerada presunción: de las alturas
he caído muy bajo. Pero, vuelve a
levantarme nuevamente ahora, pues veo
que me engañé a mí mismo; si vuelvo a
confiar demasiado en mí mismo, volveré a
caer inmediatamente, y la caída será
fatal» («Carmina [historica] 2»,1,67: PG
37,1408).
Gregorio, por tanto, sintió necesidad de
acercarse a Dios para superar el
cansancio de su propio yo. Experimentó
el empuje del alma, la vivacidad de un
espíritu sensible y la instabilidad de
la felicidad efímera. Para él, en el
drama de una vida sobre la que pesaba la
conciencia de su propia debilidad y de
su propia miseria, siempre fue más
fuerte la experiencia del amor de Dios.
Tienes una tarea --nos dice san Gregorio
también a nosotros--, la tarea de
encontrar la verdadera luz, de encontrar
la verdadera altura de tu vida. Y tu
vida consiste en encontrarte con Dios,
que tiene sed de nuestra sed.