Benedicto XVI presenta la "Escala del Paraíso" de la mano de Juan Clímaco
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 11 de febrero de 2009
Catequesis que Benedicto XVI ofreció durante la audiencia general a los peregrinos congregados en el Aula Pablo VI.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de veinte catequesis dedicadas al Apóstol Pablo, quisiera retomar hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente en la Edad Media.
Y propongo la figura de Juan llamado Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata del
título de su obra principal en la que describe la escalada de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el 575. Su vida tuvo lugar en los años en que Bizancio, capital del
Imperio romano de Oriente, conoció la mayor crisis de su historia. De repente el cuadro geográfico del imperio cambió y el torrente de las invasiones bárbaras hizo
desplomarse todas sus estructuras. Quedó sólo la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó con su acción misionera, humana y sociocultural,
especialmente a través de la red de los monasterios, en los que operaban grandes personalidades religiosas, como era precisamente la de Juan Clímaco.
Entre las montañas del Sinaí, donde Moisés encontró a Dios y Elías oyó su voz, Juan vivió y narró sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias de él en una breve
Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raito: a los dieciséis años Juan, monje en el monte Sinaí, se hizo discípulo del abad Martirio, un
"anciano", es decir, un "sabio". Hacia los veinte años eligió vivir como eremita en una gruta a los pies de un monte, en la localidad de Tola, a ocho
kilómetros a los pies del actual monasterio de Santa Catalina. Pero la soledad no le impidió encontrar a personas deseosas de tener una guía espiritual, ni visitar algunos
monasterios cerca de Alejandría. Su retiro eremítico, de hecho, lejos de ser una huida del mundo y de la realidad humana, le condujo a un amor ardiente por los demás
(Vida 5) y por Dios (Vida 7). Tras cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor de Dios y por el prójimo, años durante los cuales lloró, rezó, luchó contra
los demonios, fue nombrado higúmeno (superior, n.d.t.) del gran monasterio del monte Sinaí y volvió así a la vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos años antes de su
muerte, nostálgico de la vida eremítica, pasó al hermano, monje del mismo monasterio, la guía de la comunidad. Murió después del año 650. La vida de Juan se desarrolla entre
dos montañas, el Sinaí y el Tabor, y verdaderamente se pude decir de él que irradia la luz que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los apóstoles en el Tabor.
Se hizo famoso, como ya he dicho, por su obra "La Escala" (klímax), llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88,632-1164). Compuesta por las
insistentes peticiones del higúmeno del cercano monasterio de Raito, cerca del Sinaí, la Escala es un tratado completo de la vida espiritual, en el que Juan describe
el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que --según este libro-- tiene lugar a través de treinta escalones, cada uno de los
cuales está unido con el siguiente. El camino puede resumirse en tres fases sucesivas: la primera muestra la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia
evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino la unión con lo que Jesús ha dicho, la vuelta a la verdadera infancia en sentido espiritual, el llegar a ser como
niños. Juan comenta: un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cfr 1 Cor 3,1)
deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién nacidos físicamente" (1,20; 636). El alejamiento voluntario de las personas y lugares queridos permite al
alma entrar en comunión más profunda con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia, que es el camino a la humildad a través de las humillaciones -que no faltarán nunca-
por parte de los hermanos. Juan comenta: "Beato aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el
Señor: será colocado a la derecha del Crucificado" (4,37; 704).
La segunda fase del camino está constituida por el combate espiritual contra las pasiones. Cada escalón de la escala está unido con una pasión principal, que es definida y
diagnosticada, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El conjunto de estos escalones constituye sin duda el más importante tratado de estrategia
espiritual que poseemos. La lucha contra las pasiones se reviste de positividad -no se ve como una cosa negativa- gracias a la imagen del "fuego" del Espíritu Santo:
"Todos aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cfr 1 Tm 6,12), dura y ardua, [...], deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente desean
que el fuego inmaterial habite en ellos" (1,18; 636). El fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del Espíritu Santo asegura la
victoria. Pero, según Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo son por el uso malo que de ellas hace la libertad del
hombre. Si son purificadas, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, "si han recibido del Creador un
orden y un principio..., el límite de la virtud no tiene fin" (26/2,37; 1068).
La última fase del camino es la perfección cristiana que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida
espiritual, experimentables por los "esicasti", los solitarios, que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero son estadios accesibles también a los
cenobitas más fervientes. De los tres primeros -sencillez, humildad y discernimiento- Juan, en línea con los Padres del desierto, considera más importante este último, es
decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, todo depende de hecho de motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se
entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el "sentido del corazón", dones de Dios:
"Como guía y regla de todas las cosas, después de Dios, debemos seguir a nuestra conciencia" (26/1,5;1013). De esta forma se llega a la tranquilidad del alma, la
esichía, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.
El estado de quietud, de paz interior, prepara al esicasta a la oración, que en Juan es doble: la "oración corpórea" y la "oración del corazón". La
primera es propia de quien debe hacerse ayudar por posturas del cuerpo: extender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15,26; 900); la segunda es espontánea,
porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corpórea. En Juan ésta toma el nombre de "oración de Jesús"
(Iesoû euché), y está constituida por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: "La memoria de Jesús se hace una con tu
respiración, y entonces descubrirás la verdad de la esichía", de la paz interior (27/2,26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo, simplemente la
palabra "Jesús" se convierte en una sola cosa con nuestra respiración.
El último peldaño de la escala (30), lleno de la "sobria ebriedad del Espíritu" se dedica a la suprema "trinidad de las virtudes": la fe, la esperanza y
sobre todo la caridad. De la caridad, Juan habla también como éros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y elige una vez más la imagen del
fuego para expresar el ardor, la luz, la purificación del amor por Dios. La fuerza del amor humano puede ser reorientada hacia Dios, como sobre el olivastro puede injertarse
el olivo bueno (cfr Rm 11,24) (15,66; 893). Juan está convencido de que una experiencia intensa de este éros hace avanzar al alma más que la dura lucha contra
las pasiones, porque es grande su poder. Prevalece por tanto la positividad de nuestro camino. Pero la caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: "La
fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la caridad... la esperanza es la puerta de la caridad... la ausencia de la esperanza anonada
la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas, por ella nos sostenemos en nuestros problemas y gracias a ella estamos rodeados por la misericordia de Dios"
(30,16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la síntesis de la obra con palabras que el autor hace proferir al mismo Dios: "Que esta escala te enseñe la
disposición espiritual de las virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (San Pablo): Ahora permanecen por tanto estas tres cosas: fe,
esperanza y caridad, la más grande de todas es la caridad (1 Cor 13,13)!" (30,18; 1160).
En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un monje eremita vivido hace mil cuatrocientos años, ¿puede decirnos algo a nosotros hoy? El
itinerario existencial de un hombre que vivió siempre en la montaña del Sinaí en un tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para nosotros? En un primer momento, parecería
que la respuesta debiera ser "no", porque Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica es
sólo un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano. Muestra, por así decirlo, en letras grandes lo que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se
trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección. Para mí es particularmente importante el
hecho de que el culmen de la escala, los últimos peldaños sean al mismo tiempo las virtudes fundamentales, iniciales, más sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. No son
virtudes accesibles sólo a los héroes morales, sino que son don de Dios para todos los bautizados: en ellas también crece nuestra vida. El inicio es también el final, el
punto de partida es también el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está
presente la escalada. Fundamentalmente es la fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a la arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar por mí mismo, sin
confiarme a otros. Este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual es necesario: es necesario superar la actitud de arrogancia que hace decir: yo soy mejor, en
este tiempo mío del siglo XXI, de lo que sabían los que vivían entonces. Es necesario, en cambio, confiarse solamente a la Sagrada Escritura, a la Palabra del Señor, asomarse
con humildad al horizonte de la fe, para entrar así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta forma nuestra alma crece, crece la sensibilidad del
corazón hacia Dios. Justamente dice Juan Clímaco que sólo la esperanza nos hace capaces de vivir la caridad. La esperanza en la que trascendemos las cosas de cada día, no
esperamos el éxito en nuestros días terrenos, sino que esperamos finalmente la revelación de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma, en esta autotrascendencia,
nuestra vida se engrandece y podemos soportar los cansancios y desilusiones de cada día, podemos ser buenos con los demás sin esperar recompensa. Solo si Dios existe, esta
gran esperanza a la que tiendo, puedo cada día dar los pequeños pasos de mi vida y así aprender la caridad. En la caridad se esconde el misterio de la oración, del
conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla que sólo tiende a tocar el corazón del divino Maestro. Y así se abre el propio corazón, se aprende de Él su misma bondad,
su amor. Usemos por tanto esta "escala" de la fe, de la esperanza y de la caridad, y llegaremos así a la vida verdadera.