Anuncio papal del Año de san Pablo
Homilía en las vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 23 julio 2007
Homilía que pronunció Benedicto XVI durante la celebración de las primeras
vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo en la basílica papal de
San Pablo Extramuros el 28 de junio.
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
En estas primeras Vísperas de la
solemnidad de San Pedro y San Pablo
recordamos con gratitud a estos dos
Apóstoles, cuya sangre, junto con la de
tantos otros testigos del Evangelio, ha
fecundado la Iglesia de Roma. En su
recuerdo, me alegra saludaros a todos
vosotros, queridos hermanos y hermanas:
al señor cardenal arcipreste y a los
demás cardenales y obispos presentes, al
padre abad y a la comunidad benedictina
a la que está encomendada esta basílica,
a los eclesiásticos, a las religiosas, a
los religiosos y a los fieles laicos
aquí reunidos.
Dirijo un saludo particular a la
delegación del Patriarcado ecuménico de
Constantinopla, que devuelve la visita
de la delegación de la Santa Sede a
Estambul, con ocasión de la fiesta de
San Andrés. Como dije hace unos días,
estos encuentros e iniciativas no
constituyen sólo un intercambio de
cortesía entre Iglesias, sino que
quieren expresar el compromiso común de
hacer todo lo posible para apresurar el
tiempo de la plena comunión entre el
Oriente y el Occidente cristianos.
Con estos sentimientos, saludo con
deferencia a los metropolitas Emmanuel y
Gennadios, enviados por el querido
hermano Bartolomé I, al que dirijo un
saludo agradecido y cordial. Esta
basílica, donde han tenido lugar
acontecimientos de profundo significado
ecuménico, nos recuerda cuán importante
es orar juntos para implorar el don de
la unidad, la unidad por la que san
Pedro y san Pablo entregaron su vida
hasta el supremo sacrificio de su
sangre.
Una antiquísima tradición, que se
remonta a los tiempos apostólicos, narra
que precisamente a poca distancia de
este lugar tuvo lugar su último
encuentro antes del martirio: los dos se
habrían abrazado, bendiciéndose
recíprocamente. Y en el portal mayor de
esta basílica están representados
juntos, con las escenas del martirio de
ambos. Por tanto, desde el inicio, la
tradición cristiana ha considerado a san
Pedro y san Pablo inseparables uno del
otro, aunque cada uno tuvo una misión
diversa que cumplir: san Pedro fue el
primero en confesar la fe en Cristo; san
Pablo obtuvo el don de poder profundizar
su riqueza. San Pedro fundó la primera
comunidad de cristianos provenientes del
pueblo elegido; san Pablo se convirtió
en el apóstol de los gentiles. Con
carismas diversos trabajaron por una
única causa: la construcción de la
Iglesia de Cristo.
En el Oficio divino, la liturgia ofrece
a nuestra meditación este conocido texto
de san Agustín: "En un solo día se
celebra la fiesta de dos apóstoles. Pero
también ellos eran uno. Aunque fueron
martirizados en días diversos, eran uno.
San Pedro fue el primero; lo siguió san
Pablo. (...) Por eso, celebramos este
día de fiesta, consagrado para nosotros
por la sangre de los Apóstoles" (Disc.
295, 7. 8). Y san León Magno comenta:
"Con respecto a sus méritos y sus
virtudes, mayores de lo que se pueda
decir, nada debemos pensar que los
oponga, nada que los divida, porque la
elección los hizo similares, la prueba
semejantes y la muerte iguales" (In
natali apostol., 69, 6-7).
En Roma, desde los primeros siglos, el
vínculo que une a san Pedro y san Pablo
en la misión asumió un significado muy
específico. Como la mítica pareja de
hermanos Rómulo y Remo, a los que se
remontaba el nacimiento de Roma, así san
Pedro y san Pablo fueron considerados
los fundadores de la Iglesia de Roma. A
este propósito, dirigiéndose a la
ciudad, san León Magno dice: "Estos son
tus santos padres, tus verdaderos
pastores, que para hacerte digna del
reino de los cielos, edificaron mucho
mejor y más felizmente que los que
pusieron los primeros cimientos de tus
murallas" (Homilías 82, 7).
Por tanto, aunque humanamente eran
diversos, y aunque la relación entre
ellos no estuviera exenta de tensiones,
san Pedro y san Pablo aparecen como los
iniciadores de una nueva ciudad, como
concreción de un modo nuevo y auténtico
de ser hermanos, hecho posible por el
Evangelio de Jesucristo. Por eso, se
podría decir que hoy la Iglesia de Roma
celebra el día de su nacimiento, ya que
los dos Apóstoles pusieron sus
cimientos. Y, además, Roma comprende hoy
con mayor claridad cuál es su misión y
su grandeza. San Juan Crisóstomo
escribe: "El cielo no es tan espléndido
cuando el sol difunde sus rayos como la
ciudad de Roma, que irradia el esplendor
de aquellas antorchas ardientes (san
Pedro y san Pablo) por todo el mundo...
Este es el motivo por el que amamos a
esta ciudad... por estas dos columnas de
la Iglesia" (Comm. a Rm 32).
Al apóstol san Pedro lo recordaremos
particularmente mañana, celebrando el
divino sacrificio en la basílica
vaticana, edificada en el lugar donde
sufrió el martirio. Esta tarde nuestra
mirada se dirige a san Pablo, cuyas
reliquias se custodian con gran
veneración en esta basílica. Al inicio
de la carta a los Romanos, como acabamos
de escuchar, saluda a la comunidad de
Roma presentándose como "siervo de
Cristo Jesús, apóstol por vocación" (Rm
1, 1). Utiliza el término siervo, en
griego doulos, que indica una
relación de pertenencia total e
incondicional a Jesús, el Señor, y que
traduce el hebreo 'ebed,
aludiendo así a los grandes siervos que
Dios eligió y llamó para una misión
importante y específica.
San Pablo tiene conciencia de que es
"apóstol por vocación", es decir, no por
auto-candidatura ni por encargo humano,
sino solamente por llamada y elección
divina. En su epistolario, el Apóstol de
los gentiles repite muchas veces que
todo en su vida es fruto de la
iniciativa gratuita y misericordiosa de
Dios (cf. 1 Co 15, 9-10; 2 Co 4, 1; Ga
1, 15). Fue escogido "para anunciar el
Evangelio de Dios" (Rm 1, 1), para
propagar el anuncio de la gracia divina
que reconcilia en Cristo al hombre con
Dios, consigo mismo y con los demás.
Por sus cartas sabemos que san Pablo no
sabía hablar muy bien; más aún,
compartía con Moisés y Jeremías la falta
de talento oratorio. "Su presencia
física es pobre y su palabra
despreciable" (2 Co 10, 10), decían de
él sus adversarios. Por tanto, los
extraordinarios resultados apostólicos
que pudo conseguir no se deben atribuir
a una brillante retórica o a refinadas
estrategias apologéticas y misioneras.
El éxito de su apostolado depende, sobre
todo, de su compromiso personal al
anunciar el Evangelio con total entrega
a Cristo; entrega que no temía peligros,
dificultades ni persecuciones: "Ni la
muerte ni la vida —escribió a los
Romanos— ni los ángeles ni los
principados ni lo presente ni lo futuro
ni las potestades ni la altura ni la
profundidad ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro" (Rm 8, 38-39).
De aquí podemos sacar una lección muy
importante para todos los cristianos. La
acción de la Iglesia sólo es creíble y
eficaz en la medida en que quienes
forman parte de ella están dispuestos a
pagar personalmente su fidelidad a
Cristo, en cualquier circunstancia.
Donde falta esta disponibilidad, falta
el argumento decisivo de la verdad, del
que la Iglesia misma depende.
Queridos hermanos y hermanas, como en
los inicios, también hoy Cristo necesita
apóstoles dispuestos a sacrificarse.
Necesita testigos y mártires como san
Pablo: un tiempo perseguidor violento de
los cristianos, cuando en el camino de
Damasco cayó en tierra, cegado por la
luz divina, se pasó sin vacilaciones al
Crucificado y lo siguió sin volverse
atrás. Vivió y trabajó por Cristo; por
él sufrió y murió. ¡Qué actual es su
ejemplo!
Precisamente por eso, me alegra anunciar
oficialmente que al apóstol san Pablo
dedicaremos un año jubilar especial, del
28 de junio de 2008 al 29 de junio de
2009, con ocasión del bimilenario de su
nacimiento, que los historiadores sitúan
entre los años 7 y 10 d.C. Este "Año
paulino" podrá celebrarse de modo
privilegiado en Roma, donde desde hace
veinte siglos se conserva bajo el altar
papal de esta basílica el sarcófago que,
según el parecer concorde de los
expertos y según una incontrovertible
tradición, conserva los restos del
apóstol san Pablo.
Por consiguiente, en la basílica papal y
en la homónima abadía benedictina
contigua podrán tener lugar una serie de
acontecimientos litúrgicos, culturales y
ecuménicos, así como varias iniciativas
pastorales y sociales, todas inspiradas
en la espiritualidad paulina. Además, se
podrá dedicar atención especial a las
peregrinaciones que, desde varias
partes, quieran acudir de forma
penitencial a la tumba del Apóstol para
encontrar beneficio espiritual.
Asimismo, se promoverán congresos de
estudio y publicaciones especiales sobre
textos paulinos, para dar a conocer cada
vez mejor la inmensa riqueza de la
enseñanza contenida en ellos, verdadero
patrimonio de la humanidad redimida por
Cristo. Además, en todas las partes del
mundo se podrán realizar iniciativas
análogas en las diócesis, en los
santuarios y en los lugares de culto,
por obra de instituciones religiosas, de
estudio o de ayuda que llevan el nombre
de san Pablo o que se inspiran en su
figura y en su enseñanza.
Por último, durante la celebración de
los diversos momentos del bimilenario
paulino, se deberá cuidar con singular
atención otro aspecto particular: me
refiero a la dimensión ecuménica. El
Apóstol de los gentiles, que se dedicó
particularmente a llevar la buena nueva
a todos los pueblos, se comprometió con
todas sus fuerzas por la unidad y la
concordia de todos los cristianos. Que
él nos guíe y nos proteja en esta
celebración bimilenaria, ayudándonos a
progresar en la búsqueda humilde y
sincera de la plena unidad de todos los
miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Amén.