ROMANO GUARDINI

LA MADRE DEL SEÑOR



UNA CARTA

Y EN ELLA UN ESBOZO




Título original:
DIE MUTTER DES HERRN
Würzburg, 1955.
Traducción: José María Valverde.


A JOSEF WEIGER,
Compañero espiritual de camino durante medio siglo.


OBSERVACIÓN PREVIA

La primera versión de esta “Carta” se escribió en Berlín, en los años 1942-43, ya tan lejanos. La segunda y la tercera surgieron en Mooshausen im Allgäu, cuando se me había hecho imposible la actividad pública. Luego el manuscrito quedó guardado diez años; un tiempo que ha bastado muy bien para someter a examen sus ideas.

A hora vuelvo con él, y espero que será útil abrir una puerta que para muchos no es fácil de franquear: sobre todo, por lo irreflexivas que son, a menudo, las afirmaciones que andan por ahí, y las palabras que se usan.

Isola Vicentina, otoño de 1954.



COMIENZO DE LA CARTA

Querido amigo: Desde hace algún tiempo me ocupa una idea que me gustaría exponerte: un esbozo para una vida de María. Pero debo empezar por adelantar algo.

Cuando hablas o escribes de María, me asombro siempre de la naturalidad con que vives en su esfera. Otros perciben aquí problemas muy apremiantes. Se quedan pensativos cuando ven con qué facilidad se aplica el superlativo a la figura de María, en palabra, en idea, en sentimiento. Y no sólo un superlativo de entusiasmo, que se pudiera perdonar, sino un superlativo impaciente, que da a entender que quien no esté con él no es digno de confianza, en sentido cristiano y eclesiástico. Con eso surge una problematicidad al hablar de la fe, que siempre es peligrosa, pero que hoy, cuando se trata ni más ni menos que del ser cristiano, puede resultar fatal.

Sin embargo, por otro lado veo también cómo la Iglesia, desde el principio, ha dicho de María lo más alto; y una de las primeras opiniones que a su tiempo condicionaron nuestra vida teológica, fue que la doctrina mariológica forma el sistema de coordenadas del pensamiento cristiano. Así, pues, si la Iglesia habla de tal modo sobre la Madre del Señor, debe ser verdad.

Pero la expresión de esa verdad debería tener otro carácter, me parece, diverso del que tan a menudo se le da.

Prescindimos ahora de que esa seriedad que ha de asumir todo diálogo cristiano, debe revelarse en sensatez y mesura. Lo que aquí me importa, sobre todo, es que lo que se dice sobre María debería surgir de una relación con la Sagrada Escritura mucho más íntima de cuanto ocurre a menudo.

Habría que hacer preguntas, por ejemplo, como las siguientes: ¿Qué debió sentir María cuando se hizo madre de Jesús en el momento de la Anunciación? En lo cual tendría que contribuir a la comprensión una psicología, ajustada a la realidad, del hombre creyente en general y del hombre del Antiguo Testamento en particular. ¿Cómo prepararon sus años anteriores aquel acontecimiento? ¿Qué ocurrió en ella durante los años de la convivencia con Jesús? ¿Cómo vio la actividad pública y el destino de su Hijo? ¿Qué representó para ella la venida del Espíritu Santo, y cómo se le hizo visible a su luz su propia relación con Jesús? Todo ello, cimentado en la pregunta: ¿de qué índole debía ser su naturaleza, su relación con Dios y consigo misma, para haber podido cumplir y vivir todo lo que se le otorgó y exigió?

No necesito, ciertamente, subrayar que estos puntos de vista no tienen que ver con el escepticismo naturalista. Me importa el pleno contenido de revelación; pero solamente éste.

En efecto, algo semejante ocurre con la cuestión de Cristo. También su imagen empieza solamente a adquirir su viveza y plenitud originales cuando aceptamos la palabra de la Escritura como su primera expresión alcanzable para nosotros, y la interpretamos mediante preguntas como las siguientes: ¿Cómo está Jesús en los relatos bíblicos? ¿Cómo actúa? ¿Cómo aparecen en su vida los hechos básicos de la existencia? ¿Cómo se relaciona con las personas, con las cosas, con su propia época y con la Historia en general? ¿Cómo enseña, cómo sufre, cómo reza? ¿Cuáles son sus motivos? ¿De qué modo se sitúa Él respecto a “Dios”?, Y así sucesivamente.

Todo ello debe hacerse de modo totalmente realista. No racionalista: eso precisamente no sería ningún realismo, pues éste significa que aquél que pregunta se abre a la plena realidad y elabora sus conceptos a partir de ésta. El realismo significa aquí no tomar según lo universal los conceptos de “actuar”, “sufrir”, “orar”, y encajar en ellos a la fuerza lo que cuenta la Escritura, sino partir de lo que hay ahí. Tomar en serio el hecho de que no sólo la doctrina de Cristo, sino todo su ser y actuar es “Revelación”. Por tanto, esta pregunta asume como “expresión” de la realidad de Cristo toda acción, toda palabra, todo proceder que aparezca en los relatos; lo asume como “epifanía” del eterno Hijo de Dios, y forma sus conceptos a partir de ella. Esto no representa un rechazo de la teología teórica, sino todo lo contrario. Representa el esfuerzo para acercarse todo lo posible a ese “dato” de que se trata, en efecto, en la teología. Sobre lo conseguido así, se asientan luego de modo fecundo las cuestiones teóricas:

¿Qué esencia hay detrás de estas exteriorizaciones vitales? ¿De qué modo debe existir aquél que procede de tal manera? ¿Cómo penetra esto, por detrás de esa “presencia”, en la profundidad de Dios? ¿Cómo es el “Padre” con quien Este tiene trato? ¿Cómo es el “Espíritu”, de quien Él dice que le enviará para que haga patente a los suyos el sentido de lo que Él les ha enseñado? Todo ello debe ser investigado cuidadosamente: claro está, en la conciencia de la Iglesia, que forma el único ámbito adecuadamente construido en que puede verse la figura de Cristo con fidelidad a su esencia. Recorrido en la obediencia de la mirada y el pensamiento, este camino llevará a consecuencias de tal altura que no irán en zaga a ninguna teoría abstracta, pero que la superarán con su vitalidad.

Algo análogo ocurre con la comprensión de la figura y la vida de la Madre de Jesús. Ciertamente, hay que encomendarse en buena parte a la interpretación, pues la Escritura no dice mucho sobre ella; pero esa interpretación hará bien en partir de lo relatado concretamente, preguntándose qué ha debido ser eso en cada ocasión para que resulten comprensibles las palabras y los acontecimientos. Los hechos serán más grandes que todas las maravillas de la leyenda y todos los superlativos de la retórica piadosa.
 
En realidad, no habría que plantear tales exigencias al comienzo de un ensayo. Puede parecer que se pretende afirmar que en lo que viene a continuación se van a cumplir. Pero no necesito defenderme de tal sospecha. Lo que doy aquí no será realmente sino un ensayo, y aun menos: simplemente el esbozo para un ensayo.
 
Y con eso empiezo.

  
EL ESBOZO
  
 INTRODUCCIÓN

 
HISTORIA Y MUNDO CIRCUNDANTE
  
I
 
La introducción debería insertar la persona y vida de María en el conjunto de la historia de la Revelación en el Antiguo Testamento.
 
Desde la Edad Media nos inclinamos a entender la esencia de la Revelación según el concepto de “doctrina”. Este implica que Dios ilumina con la verdad sagrada a personas elegidas, y que les da la misión de difundirla. Tal punto de vista tiene grandes excelencias. Ante todo, hace justicia a la importancia que tiene la verdad como fundamento de la existencia espiritual, y responde a las exigencias más apremiantes de la enseñanza cotidiana. Pero también tiene peligros porque se inclina a descuidar la realidad concreta en figura y acontecer; todo aquello que no puede ser captado con conceptos universales, sino que tiene que verse, narrarse y describirse.
 
Últimamente, a donde lleva la orientación dominante, parece que es a que el proceso decisivo sea el sentirse tocado interiormente; el encendimiento de la chispa sagrada, que empieza por surgir en el mensajero para saltar luego de él a los demás. También esa forma tiene ventajas. Enlaza el proceso de la revelación con la captación y la moción internas, con la visión y sensación; con las formas expresivas del relato y la plasmación. Pero con eso fácilmente sucumbe al peligro de desviarse hacia la arbitrariedad del mero sentimiento, a la indeterminación de la experiencia no examinada.
 
La máxima fecundidad parece estar en el modo de consideración que pone el proceso sustentador en una acción divina. No en un mero influjo y dominio, sino en una auténtica actuación. Esta es, entonces, historia; se realiza tanto en el mundo interior como en el exterior; contiene tanto las ideas como la imagen, tanto la doctrina como el acontecimiento; y puede ser captada por la labor teórica tanto como por la visión y conformación vitales.
 
Claro está, no se puede perder de vista que también ese modo de considerar tiene sus peligros. Principalmente, el de remitido todo a la conexión del acontecer histórico y los elementos que operan en él. Pero a esto puede oponerse la vigilancia de la fe, que sabe que el Dios que aquí actúa es Aquél a quien no le ata la historia; sino que más bien Él conduce su propia historia, nueva y redentora, en el acontecer natural.
 
El contenido de la actuación divina se expresa ante todo en dos ideas que aparecen cada vez más evidentes en el transcurso de la Revelación.
 
Según la primera, Dios crea en el mundo un “reino”, lo prepara, lo funda, lo rige y desarrolla, y la Historia Sagrada constituye la historia de ese Reino; el cual no representa sólo una intención u ordenación, sino una realidad espiritual, que, como dirá Jesús en el momento decisivo, “viene”. Según la otra idea, el contenido de la actuación divina aparece como “nueva creación”, que Dios lleva a cabo en el mundo ya creado, y de la que surge un hombre nuevo, bajo “un nuevo cielo y en una nueva tierra”. También esa nueva creación es preparada, cimentada y llevada adelante a través de la Historia.
 
Ambas cosas, el devenir del Reino de Dios, y la nueva creación, no acontecen de modo natural, sino por caminos personales, a través de los hombres, a partir de su interioridad y libertad. Pero no en forma mundana, en autonomía moral y cultural, sino merced a la gracia, que despierta en el hombre una vida santa, ordenada a Dios; en fe ante Él y obediencia a Él.
 
El conjunto de todo esto asume su carácter peculiar por el hecho de que Dios, si cabe expresarse así, no se queda “al otro lado”, sino que “viene” a nosotros. La idea parece inaferrable, y, sin embargo, debe ser pensada o al menos aludida. Es como si Dios traspasara la frontera que separa de Él lo finito, entrando en este dominio, en “el mundo”. No sólo de esa manera como está siempre entre nosotros, sino de una manera expresa, personal, que cimenta la Historia Sagrada y recibe su expresión en los primitivos conceptos bíblicos del envío y la llegada, del estar entre nosotros, del marcharse y volver.
 
Ya la historia de la antigua Revelación no es sólo la de una antigua actuación sino igualmente la de una “venida” de Dios. Esta venida se cumple en sus diversos acercamientos y llamadas a sus mensajeros, en la Alianza, en el recinto sagrado, en el culto del Templo, para llegar finalmente a su plenitud en la Encarnación del Hijo. A partir de aquí, se hace también evidente lo que significa “fe” en la antigua revelación: básicamente, no que el hombre llamado acepte una doctrina, sino que reconozca que Dios está actuando y le llama; que penetre en esa acción y asuma en sí la tensión que brota desde la Historia Sagrada para la existencia humana en general. Ello encuentra su prototipo en la figura y destino de Abraham; sólo así se hace evidente lo que es un profeta. Es decir, la antigua actitud de fe no se refiere a algo cerrado, sino a algo que acontece. No se dirige al presente, para desde allí mirar directamente a la eternidad, sino que, en la historia, sale al encuentro de algo venidero. Tiene el carácter de la expectación, y está convencida de que los auténticos sucesos, manifestaciones y cumplimientos todavía no han llegado.
  
 
Como historia, esa Revelación, según se dijo ya, está referida a la libertad humana. Ello se expresa ante todo en el concepto de “Alianza”, y se manifiesta también en el proceder de los mensajeros mismos de Dios, así como de aquellos a quienes hablan éstos. Dios respeta esa libertad. Los llamados vuelven siempre a usarla contra Él. En la Historia Sagrada, una caída sucede a otra, y da lugar a su continuación. El hombre trata de incorporar a Dios al mundo; trata de convertir en instrumento de su voluntad terrenal de poderío a Aquél que viene y obra soberanamente, según se muestra en la plasmación de los conceptos de Alianza, Templo, etc. Pero Dios es fiel. Castiga las infidelidades y deja que la marcha de la Historia Sagrada quede codeterminada por sus consecuencias; sin embargo, no abandona su decisión de redimir al mundo, sino que la lleva adelante sin desvío.
 
Con todo eso se forma la situación en que aparece el auténticamente “venido”, el Mesías. Pero con ello, también la situación en que tiene que vivir María; ella, que realiza tan totalmente la actitud humana ordenada a la antigua Revelación.
 
  
II
 
Hasta aquí, la primera parte de la introducción. La segunda debería hacer visible la inmediata situación temporal, como asimismo el mundo circundante, en que vive María.
 
Quizá habría que empezar por contar a grandes rasgos la historia de Galilea...
 
Luego, el país y su carácter, la población y su modo de ser... Por fin, habría que caracterizar la ciudad de Nazaret y sus habitantes; en la medida en que todo ello arroje luz sobre el destino y proceder de María...

 

CAPÍTULO I
 
LA JUVENTUD DE MARÍA

I
 
La primera parte de la exposición propiamente dicha habla de la juventud de María hasta el anuncio del Ángel.
 
Así, habría que hablar sobre su situación familiar. Probablemente quedó muy pronto huérfana; en todo caso, el relato de su promesa y esponsales no contiene alusión a sus padres. También habría que decir algo sobre los parientes, que aparecen en los Evangelios... Su educación y forma exterior de vida han sido iguales que en cualquier otra muchacha de su clase. También aquí habría que exponer lo indispensable...
 
En todo esto, no se encuentra de ningún modo nada extraordinario, ni por el lado brillante, ni por el sombrío. Hacia aquél lado podrían impulsar las imágenes brillantes del arte, ante todo, de la Edad Media, del Renacimiento y el Barroco; hacia el otro, el fuerte relieve dado a la pobreza de Jesús por parte de la literatura espiritual. En realidad, se trata de situaciones ciertamente limitadas, pero en las que apenas habrá faltado lo necesario.
 
Es especialmente importante ver que nuestra única fuente, el Evangelio, no cuenta ningún acontecimiento prodigioso. Tampoco se puede hablar de conocimientos extraordinarios, de visiones del porvenir, ni nada semejante, en cuanto no resulten de la auténtica inmediatez de una actitud de corazón como hay que suponer en María. Sobre todo, hay que vigilar el influjo de las leyendas, y, tras ellas, de los Evangelios apócrifos. De ahí proceden muchas deformaciones y superficializaciones de la imagen de María. La exposición debería mostrar -no sólo decirlo, sino hacerlo visible- que la auténtica realidad es más piadosa, más grande y más misteriosa que todos los milagros legendarios.
 
 
II
 
Entonces surge la cuestión de la vida interior de María. También aquí, gran parte es cuestión de interpretación, que plantea una tarea especialmente difícil. Entre los puntos de vista que aquí alcanzan vigencia, tiene importancia ante todo esto: La Encarnación del Hijo de Dios había de realizarse mediante María. Pero eso no significaba sólo algo físico, sino también, o mejor dicho, ante todo, algo personalmente religioso. María no sólo había de parir al Hijo de Dios, sino que había de hacerse su Madre, lo cual debía ser aceptado por ella en libertad. Una concepción en el cuerpo sin concepción en el espíritu no solamente no hubiera tenido sentido, sino que hubiera sido terrible, y no es posible que la redención de la Humanidad destruyera a la Primera que participó en ella. Con este Hijo, no comparable a ningún otro, ella sólo podría ser Madre si lo era también en sentido personal.

 (1) Para eso se requería preparación; ésta debía resultar del transcurso y el espíritu de la Revelación anterior, y aun siendo pura obra de la gracia, debía cumplirse a la vez en la humanidad de la persona llamada. De tales presupuestos no se deducen necesidades, sino probabilidades, cuyo valor en cada caso es tan grande como lo sea su adecuación para iluminar el conjunto total.
 
Sobre la vida interior de María, el Nuevo Testamento no dice mucho directamente. Sólo tenemos dos expresiones circunstanciadas. Una es el Magnificat, el canto de alabanza, que se narra en relación con su entrada en casa de Isabel. Nos revela que ella vive profundamente en el mundo espiritual y cordial del Antiguo Testamento. Es como si en sus palabras se condensara una ancha corriente que viene de la vieja antigüedad. El Magnificat expresa lo que siente y piensa su pueblo entero, su historia entera... Pero sus palabras manifiestan además un doble sentido: una gran conciencia de haber sido elegida, precisamente en relación con esa historia, más aún, dándole cumplimiento; y a la vez, una humildad, con tanta pureza como altura del nivel en que está esa conciencia. Se diría que lo uno corresponde a lo otro; que lo uno hace posible a lo otro, lo presupone y lo define.
 
El texto alude a un hecho que la conciencia cristiana suele entender como contenido de una hora de oración. Es el acontecimiento decisivo en la vida de María, esto es, el anuncio del Ángel y la respuesta de ella. Aquí está el acceso a su existencia entera. Un acceso, claro está, que lleva a algo que no cabe explicar: pues aquí, en la experiencia y el querer de una sola persona, coinciden “grandezas” ante las cuales uno se pregunta cómo se pueden vivir a la vez. Aquello que lo hace posible, por parte humana, sólo puede ser la humildad.
 
María debe haber vivido en una profunda expectación del Mesías. Esta expectación era muy viva. El concepto neotestamentario de la “plenitud de los tiempos” no significa sólo el hecho de que había llegado el momento histórico puesto por Dios, sino también que la historia de la Revelación tendía interiormente a su cumplimiento. Por tanto, hay que suponer que la persona que había de iniciar este cumplimiento de modo totalmente personal, ha percibido esta tendencia.
 
Y entonces la interpretación se arriesga a dar un paso más: María aguardó al Mesías con todo su fervor: esperó, quizá sintió que vendría pronto; pero también sintió que ella misma tomaría parte en esa venida, de modo especial. Como preparación a ello, en primer lugar, influyó el hecho de que la madre del Mesías debía ser una mujer del pueblo elegido, y así, hablando en general, todas podían serlo. También puede quizá suponerse que ella presintió que estaba inmediatamente destinada: por ejemplo, de ese modo como alguien oye hablar de una personalidad, y siente involuntariamente: alguna vez nos encontraremos.
 
Lo que determinaba la vida de la fe del hombre del Antiguo Testamento era la conciencia de la acción de Dios: no sólo conciencia de una orientación anónima del acontecer, dirigida a objetivos universales del transcurso del mundo, sino de que Dios estaba presente, expresamente en modo personal, entre su pueblo, y que estaba en actividad en él, para él y mediante él. La piedad del Antiguo Testamento, por su esencia, era la constante verificación de ese hecho; así como también la ordenación de su vida cotidiana y la “Ley” tienen que ser entendidas según esto: esa piedad tenía que recordar continuamente la acción de Dios, prepararla, asentar al creyente en confianza en ella, y defenderle de la hybris, de la soberbia que pudiera derivarse de ahí... Por tanto, puede suponerse que se desarrolló en este sentido cierta sensibilidad y vigilancia. Si es así, ¿dónde habría podido hacerse más fuerte e íntima esa vigilancia que en la persona que estaba inserta de modo tan estremecedor en la acción de Dios?
 
Si es así, entonces en María la expectación universal del Mesías estuvo unida con una expectación totalmente personal, que, sin embargo, no habría podido delinearse de modo más concreto. En el hecho de que ella asumió esta situación en la confianza sin desvío de que se resolvería en forma salvadora, habría estado ya puesta la forma básica de esa “fe” que luego fue alabada por Isabel como centro de su naturaleza. Y cuando en la hora de la Anunciación llegó el cumplimiento, a pesar de toda su conmoción ante aquel hecho inaudito, en ella habría respondido el sentimiento: ¡Conque era esto! Habría salido a la luz clara algo que antes había existido en un presentimiento inexpresable.
 
(1) Aquí reside quizá la más profunda diferencia entre la idea católica y la protestante de María. La protestante parece considerarla meramente como la madre natural, de tal modo que ni sería la madre del Hijo de Dios hecho hombre, ni estaría, como madre, en relación personal con el Redentor. Pero de aquí se derivan consecuencias que repercuten en la propia persona de Cristo. Las definiciones del Concilio de Éfeso se refieren tanto a María cuanto a Él.
 
 
III
 
Enlazado estrechamente con lo dicho, e igualmente inexpresable, debe haber habido algo más. La forma de vida de la mujer en el Antiguo Testamento era el matrimonio; no había otra. Y, ciertamente, el matrimonio estaba asentado en la fe que se orientaba hacia el Mesías venidero. Esta fe se expresaba en el deseo de que la familia propia pudiera ver el tiempo del gran Advenimiento y hacerse partícipe de su bendición. Así, también María estaba prometida, y esta promesa no puede entenderse de otra manera sino como fue entendida por José, es decir, como preparación del matrimonio.
 
Ahora bien, esta manera de ver no parece coincidir con la línea general de la visión cristiana eclesiástica. Esta, por lo pronto, se basa en la doctrina fundamental de que María no sólo es que pariera un ser humano que luego fuera asumido en sí de modo especial por el eterno Hijo de Dios, sino que parió a ese Ser único en que el Logos divino y la naturaleza humana terrenal están enlazadas en unidad de existencia personal. Es decir, María es realmente madre del Hijo de Dios. No en el sentido místico de que éste, en cuanto tal, tuviera una madre, sino en el sentido único, dado sólo por la Revelación, según el cual el Hijo de Dios, al nacer de una madre terrenal, entró en la Historia, y se hizo “uno de nosotros”, asumiendo una naturaleza de hombre en la dignidad y responsabilidad de su personalidad divina...
 
Otra cosa hay, y es la doctrina de que la Encarnación de Dios ha tenido lugar sin generación humana, y que además, María, después de concebir al Redentor, nunca ha tenido relación matrimonial. La comunidad del matrimonio alcanza al núcleo de la persona; pero a la Madre de ese Hijo el sentir cristiano le exige la dedicación exclusiva a Dios. También en la virginidad del parto del Redentor se expresa el hecho de que aquí, en medio de la Historia, y aún más, en su “plenitud”, se abre un puro comienzo a partir de Dios. De tales consideraciones, pero no de ideas dualistas sobre la impureza de lo corporal, surge la convicción de que la virginidad formó parte esencial de la existencia de María.
 
Ahora bien, se ha tratado en cierto modo de anclar ese hecho por atrás, suponiendo que María siempre se había dado cuenta con claridad de que quería permanecer virgen. Más aún, que habría dado expresión a ese deseo —en analogía a determinadas formas de la vida de virginidad en el cristianismo— en un voto. Pero aquí hay que distinguir la forma del sentido y la de la realización. Es un principio de sana interpretación suponer lo normal mientras que el propio contenido objetivo no ordena pasar a lo extraordinario. Nada da ocasión, sin embargo, a suponer que María, antes de la Anunciación del Ángel, haya tenido la intención consciente de permanecer virgen. Como lo muestra el relato del Evangelio, José no supo nada de semejante intención. La hipótesis de que ella hubiera aceptado unos esponsales sin decir nada, al que recibía su palabra de fidelidad, sobre una intención que tenía que afectarle tan en lo íntimo, es inconciliable con la pureza de María. Referirse a una especial indicación de Dios, sería demasiado barato.
 
(2) Como prueba de una voluntad consciente de virginidad se suele citar el pasaje de Lucas, 1,34, en que María contesta al anuncio del Ángel: “¿Cómo será eso, si no conozco hombre?” Aquí se entiende en sentido sexual la palabra griega para “conocer”, “gignosko”, de tal modo que la frase habría de significar: “¿Cómo ha de ocurrir esto, si no tengo trato con ningún hombre?” Pero tal respuesta sería extraña, puesto que por entonces todavía no está casada. Por sí mismo, hubiera sido posible también un trato antes de la celebración propiamente dicha del matrimonio con arreglo a, los ritos del Antiguo Testamento, ya que los esponsales y el matrimonio eran considerados como de igual significado; pero nada alude a que se considerara tal posibilidad. La frase también debería tener el significado: “Puesto que no tendré trato con ningún hombre.” Sin embargo, esto contradice a su forma verbal, que está en presente. Prescindiendo de eso, el término “conocer”, en ese sentido, por lo regular sólo se usa para el hombre, no para la mujer. Por tanto, aquí no tiene patentemente significación sexual, sino que debe entenderse según la situación. El ángel dice: Vas a ser Madre del Mesías, lo cual, por lo que no se dice, tiene el sentido más inmediato: Ahora. A lo cual responde ella: “¿Cómo será esto?”, puesto que falta para ello el único requisito imaginable, esto es, “no veo ningún hombre, no hay ningún hombre”. El Ángel responde anunciándole la soberanía del poder creador de Dios.
 
Si se pretende hacer justicia a todos los elementos de esta situación de índole tan única y no desviar su enigma ni a lo naturalístico ni a lo simplificadoramente sobrenatural, entonces lo más que se puede decir es algo así: María ha entrado en su promesa de matrimonio y no ha podido pensar otra cosa sino que ello llevaba al matrimonio en su pleno sentido. Pero no podía entenderse a sí misma en una tal situación que contradijera la tendencia más íntima de su vida. Si alguien le hubiera preguntado cómo iban entonces a ir las cosas, ella habría respondido que no lo sabía. Es decir, era un saber y no saber; una relación que ella no habría podido definir, y una expectación que no habría podido justificar.
 
Para pensarse a sí misma y su porvenir, María no tenía a su disposición en principio otras ideas que el matrimonio y la maternidad. Tampoco hay que introducir gracias y visiones prematuras, porque actúan como cortocircuitos. Con ellas, ciertamente, todo queda claro y liso, pero de un modo que produce desconfianza: aparte de que así se pierde lo más propio y vivo de la existencia de María, esto es, la apretada compenetración recíproca de la actuación divina y la conducta humanamente auténtica. Debe haber sido de otro modo: María se prometió, esto es, asumió la promesa mediante su tutor; pero a la vez algo en ella estaba convencido de que las cosas irían por un camino propio.
 
En esta situación de saber y no saber, de expectación y de incapacidad de explicarla, vive ella entregada a Dios con confianza. Es esa actitud de que ya se habló, y que yo querría designar sencillamente como “la actitud mariana”; aguardar en lo incomprensible, hacia Dios. Cuando luego el Ángel trae el mensaje de que debe ser madre por el poder del Espíritu de Dios, sus entrañas dicen: ¡Conque era esto!
 
Así también se haría claro, de manera sencilla, lo que debe haber ocurrido entre María y José. Como cuenta el relato, ella no le pudo decir nada. Ni habría tenido la posibilidad de expresar lo más íntimo suyo, ni él de entenderlo; pues las palabras y situaciones de que se trataba, así como las palabras con que hubieran podido expresarlo, todavía no habían nacido. Por tanto, ella asumió su palabra de fidelidad en una situación incomprensible. Pero eso precisamente era su forma propia .de fe, pues ella era el pórtico del sagrado porvenir.
 
Ella debía vivir hacia algo que todavía no era real, y permanecer en algo inexplicable; doblemente difícil aquí, porque se trataba no sólo del honor y la vida, sino también del amor del hombre que le era tan caro. Cuando José vio su situación no pudo suponer sino que le había sido infiel. Sólo por la palabra del Ángel supo lo que había pasado en realidad, y “la tomó consigo”, esto es, llevó adelante la promesa transformándola en la auténtica alianza matrimonial. Pero a la vez tuvo que darse cuenta claramente de que Dios había puesto la mano en su mujer, y que era intangible para él. Y todo ello no en un sentido mitológico, sino en un sentido que hasta entonces nunca se había dado, ni se repetirá jamás; que no está derivado de ninguna causa o medida interna del mundo, sino que sólo puede ser asumido ante la soberana libertad de Dios. Así, al mismo José le queda indicado el sentido y la forma de su vida ulterior en el servicio del misterio que se ha de cumplir en su casa.
 
Pero de este modo surge una nueva forma de existencia humana santificada que se cumple en la exclusiva relación con Dios: la virginidad. No tiene nada que ver con ideas míticas. No se basa en motivos previos de carácter sociológico o utilitario. No es en absoluto ningún esquema previamente existente en forma natural para la ordenación del problema sexual; por mucha importancia que adquiera luego, una vez que existe, para ello. Esta forma de vida sólo existe desde el hecho de la Anunciación. Surge por vez primera de la experiencia y la decisión de una persona viva, María.
 
 
IV
 
En este lugar hay que dar la palabra a dos objeciones que, de un modo o de otro, todos perciben. Se refieren al modo de hablar de tales cuestiones; y de su aclaramiento esperamos obtener algún provecho para nuestro trabajo.
 
Hay personas serias que plantean la cuestión de si es justo hablar sobre cosas de esta índole con tal objetividad, por no decir frialdad. ¿No deberían permanecer cobijadas por el respeto a lo que no se debe nombrar? Con eso no se implicaría una manera de ver, según la cual en las cosas de la fe el entendimiento no tendría nada que buscar. El entendimiento está tan creado por Dios como la voluntad y el sentimiento; por tanto, tiene el deber y el derecho de aplicarse a las cuestiones de la fe. Más bien se implica que hay fronteras que están trazadas por la majestad del misterio de Dios y que deben respetarse, para que no sufra daños la propia vida de la fe.
 
Tiene razón de sobra tal opinión. Eso lo siente sobre todo el seglar, mientras que el teólogo fácilmente sucumbe al peligro del “especialista” de no percibir, más allá de los intereses de la elaboración lógica y de la exposición exacta, el carácter que tiene aquello de que se ocupa. De Dios se ha dicho que “vive en la luz, en que nadie puede penetrar”. Eso lo olvida fácilmente el especialista; investiga y habla de un modo que hace sentirse extraño al hombre religioso.
 
Con cuestiones tales como aquélla de que se trata aquí, hay que pensarlo así especialmente. En efecto, se trata de lo más escondido y tierno de nuestra fe; del íntimo comienzo primitivo, de que procede todo lo que forma parte de la existencia cristiana. Pero por tratarse precisamente de eso, es importante que se vean bien las cosas. En el punto que llamamos vértice del ángulo están, aun sin separar y unidas, la dirección y separación de sus rectas; por eso las consecuencias de toda desviación llegan a lo inconmensurable. Eso puede servir de símbolo para lo que queremos decir. En estas cosas hay que ser muy exacto, aun con peligro de que las preguntas suenen a impertinentes. Luego ya se verá con qué intención se hacen; si se pierden en sutilezas o si permanecen en lo esencial; si sólo las vigila la responsabilidad del entendimiento, para que lo que se dice sea lógicamente correcto, o también la responsabilidad del corazón, para que se mantenga en el respeto que conviene a todo lo que se dice sobre Dios.
 
Pero hay también otra cosa que es aún más sensible. El que objeta podría decir: ¿Está bien que hables de este modo sobre la Encarnación? ¿Lo harías así si se tratase de tu propia madre? ¿O de la mujer que quieres? ¿Consentirías a otros que hablaran así sobre ella, como si se tratase de algún problema de ciencia natural o de filosofía?
 
A eso habría que replicar que el carácter de la reserva personal es de índole peculiar aquí, cuando se trata de la Redención del mundo. Lo que ocurre, ciertamente, es la vida más propia de la persona en cuestión, pero también es la cuestión máxima para todos. De ello resulta una relación de sentido que no se agota en las medidas de lo meramente privado.
 
Más estricta debe ser entonces la exigencia del respeto; sobre todo, ante ciertas porfías del interés y ciertas actitudes sentimentales en obras religiosas, hay que dudar si la atmósfera anímica permanece siempre clara. Ello no va bien de acuerdo con la vida religiosa; aparte de que con tal modo de pensar y hablar los adversarios de la fe encuentran ocasión incitante para rebajarla.

  
 CAPÍTULO II
 
EL MENSAJE DEL ÁNGEL

I
 
El mensaje del Ángel forma la conclusión de la época de juventud de María.
 
Lo que dice el relato no es la objetivación de una mera experiencia, tal como puede surgir de una interioridad exacerbada. Tampoco es la expresión de esa fe, como tantas veces se encuentra en la historia de las religiones, en el carácter milagroso del nacimiento de un salvador. Lo que cuenta el relato es una acción real de Dios.
 
En el contexto de nuestra cuestión importa sobre todo que el mensaje de la Anunciación —según ya se indicó— no sólo implica la manifestación de que en María va a ocurrir algo, sino que se dirige a la libertad de la persona llamada, la incita a servir a la Redención y pregunta si ella está dispuesta. En ese momento corren unidas su vida personal y la historia de la Revelación, válida para todos. Lo que se pide de María es un paso a lo impenetrable; pura fe. Bajo la guía de Dios, su esencia humana concreta debe atreverse a entrar en algo que es imposible a partir de presupuestos meramente naturales. Con eso ella ha de hacer lo que en la anterior historia de la Revelación siempre hubiera debido hacer el pueblo llamado, pero raramente hizo: tener historia a partir de la fe. Se diría que en María se le vuelve a dar por una vez la posibilidad de ser lo que siempre debiera haber sido según la voluntad de Dios. La condición de la fe que se le requiere a María es propia del Antiguo Testamento en un sentido supremo: no sólo es conformidad con una doctrina, o asentimiento a una realidad absoluta, o unión de sí mismo a un orden sagrado, sino reconocimiento de que Dios actúa aquí y ahora; obediencia a la llamada a colaborar en la actuación, siguiendo hacia lo desconocido. Tiene que realizarse ante todo aquello de que se trata —Encarnación y Redención—, y creer significa estar a disposición para ello. Pero para María eso representa a la vez su destino más personal de mujer. No sólo cree con su interioridad religiosa, al lado de la cual el resto de su vida seguiría las leyes generales, sino que en esa fe ella recibe la forma de su existencia humana y femenina.
 
 
II
 
De aquí procede la especial pureza propia de la Madre del Señor. En la hora de la Anunciación se decide a existir enteramente desde la fe. Al margen de la fe, ella ya no es en adelante nada más, y todo lo que es, es cumplimiento de la fe.
 
Cuando se habla de la pureza de María involuntariamente se relaciona el concepto con la esfera de lo sexual, y se ve en ella aquella persona cuya entera fuerza de amor y vida fue hacia Dios en perfecta entrega. Esto es cierto, pero no dice bastante; quizá ni siquiera lo más peculiar. La impresión de pureza única que ella produce radica en el modo de su existencia: en que la fe se hizo, sin más, la forma de su vida personal femenina, y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su existencia inmediata; en una unidad que era tanto gracia cuanto naturalidad, obediencia cuanto cumplimiento, realización cuanto belleza.
 
Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo: al hacerse madre se hace cristiana. Este hecho es tan profundo como sencillo. Un hecho único; una posición única; una realización única. No cabe agotar esto: significa más que todas las cosas extraordinarias de la leyenda. El redentor de todos es su Hijo. En la tarea que afecta a todos, ella realiza lo más propio suyo: no sólo ser en la obediencia esa mujer que debe haber para que tenga lugar la Encarnación, sino entrar precisamente así personalmente, como tal mujer, como tal madre, en su propia Redención.
 
Aun se hará más evidente lo que esto quiere decir.

 
 
 CAPÍTULO III
 
 LA VIDA CON JESÚS

I
 
Una vez indicado lo que tiene lugar en la Anunciación debería exponerse cómo se cumple eso en la vida ulterior de María, hasta que Jesús vuelve a su patria celestial. Ante todo, los acontecimientos de la primera infancia de Jesús. La peculiar existencia errabunda que llevan María y José, y en que se repite el motivo primitivo del Antiguo Testamento, o sea el desgajamiento de las raíces inmediatas y la apertura hacia lo desconocido...
 
Además la suposición de que José quiso marcharse de Nazaret, porque allí la situación humana de María se había hecho demasiado difícil, y que al volver de Egipto quiso ir a Belén, pero luego, por obediencia de la indicación celeste, fue a Nazaret... Hasta que Jesús, al comienzo de su actividad, llevó a su Madre a Jerusalén”.
 
Luego habría que hablar de los años siguientes, en silencio; de la primera peregrinación a Jerusalén, que proyecta una luz tan clara sobre la relación dentro de la Sagrada Familia...
 
(3) Ahí habría también que plantear la cuestión de si no se enredan las cosas cuando se habla de una “familia”. Con eso no se quiere decir que se requiriera una defensa contra sospechas que, en conexión con lo dicho, serían demasiado banales como para tener que considerarlas especialmente. Más bien se pregunta si esa palabra no oculta el hecho indecible que se realizó en Nazaret. Pues no era precisamente una familia, sino algo divinamente irrepetible, que no tiene nombre. Una fecundidad que redime al mundo, inmediatamente a partir de Dios. Un amor que era mayor, por ser diferente, que todo lo que ha unido jamás a las personas. Puede ser entonces que se use el nombre de “familia” para indicar ese carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal como es característico de María, según ha hecho notar Josef Weiger.
 
De la muerte de José, tras la cual María queda sola con Jesús...
 
Sin caer en lo legendario ni en lo lírico, se podría muy bien decir algo sobre esa vida común; quizá de tal modo que se dedujera de la conducta de María en ocasiones posteriores —por ejemplo, en las bodas de Caná, o en el suceso de Mateo, 12,46 ss., Marcos, 3,20 ss.
 
 
II
 
Luego sigue la actividad pública de Jesús. Debería exponerse lo que cuentan sobre ella los Evangelios; los acontecimientos de aquella época; el carácter de la actividad de Jesús; el comportamiento del pueblo y de los diversos grupos influyentes; todo ello con referencia a lo que puede haber significado para María...
 
Luego, los últimos acontecimientos: el proceso contra Jesús, su muerte, su Resurrección y su Ascensión...
 
Por fin, Pentecostés; también de tal modo que se hiciera visible cómo estuvo allí María...
 
Esta interpretación debería elaborarse en compenetración meditativa, pero a la vez con escueto sentido de la verdad. Para ello parecen dar la medida los siguientes puntos de vista:
 
La posición de María quedó determinada por la hora de la Anunciación del Ángel. Esta se convirtió en centro vivo y operante de su existencia, desplegándose y ahondándose cada vez más. Por esa hora su relación con el Hijo quedó preservada de desviarse a lo meramente humano. Lo que era Él siempre, lo que decía y hacía, ella lo debía referir a lo ya experimentado.
 
Con eso no se puso en cuestión la relación maternal. En la convivencia con su Hijo, María hizo y sintió todo lo que hace y siente una madre. Pero, por otra parte, Jesús era el Hijo de Dios, y trascendía como tal toda posibilidad meramente humana. Este hecho no lo había podido advertir ella en toda su significación auténtica. El Evangelio —véase Lucas, 2,41—52— dice expresamente que no era así; y también para ella tenía que llegar Pentecostés. Por eso entraba en la relación algo desmesurado, no dominable. María era, según las palabras del Ángel, la “bendita entre las mujeres”, llena de las posibilidades del conocimiento sagrado, del amor y la proximidad sagradas; sin embargo, seguía siendo persona humana, auténtica y real. Por eso, en su relación con su Hijo, en medio de la más entrañable confianza, debió haber una distancia, una cierta falta de comprensión, que también se manifiesta en los relatos evangélicos.
 
Aquí hay que llamar la atención sobre una tendencia condicionada históricamente, que hace más difícil la comprensión; o sea sobre la idea, dominante en la Edad Media, de perfección, según la cual no acontece ningún devenir ni crecimiento real, sino que todo ya está realizado en el comienzo. Esta idea ha caducado históricamente con todos sus presupuestos, pero sigue ejerciendo influjo.
 
Hoy semejante situación nos parecería innatural. Todo lo que vive terrenalmente crece, y la fuerza del crecimiento y del despliegue confiados forma parte precisamente de la perfección humana. Esto también se aplica a la vida de la gracia. María no estaba de antemano en su última perfección, sino que creció también, y sobre todo en relación con su Hijo. Fue precaución divina la que introdujo en el relato de su infancia esta frase:
 
“Ellos no comprendieron las palabras que El les dijo” (Lucas, 2,50). Continuamente las palabras, acciones y procederes de Jesús, toda la manera como vivía y existía, van más allá de la posibilidad de María. La manera de entender místico—especulativa tiende a verla como si ella hubiera estado iniciada desde el principio; pero con eso se destroza algo de lo más esencial y hermoso de esta sagrada existencia; aparte del peligro de la mitificación que interpreta la relación de María con Jesús según la relación de la Diosa—Madre con el Hijo.
 
En vida de Jesús seguramente María no había reconocido todavía en Él al Hijo de Dios en el pleno sentido de la revelación cristiana. Convivir conscientemente con semejante Ser hubiera estado más allá de su fuerza. Pero, por otra parte, Él era Hijo de Dios; esa realidad estaba en la vida de ella y cobraba vigencia. Ella debía hacerle justicia; pero eso ocurrió, creo yo, precisamente porque no lo “comprendió”; sino que más bien, con respeto y confianza, sobrellevó ese misterio constantemente palpable, perseveró, y poco a poco creció a la altura de una comprensión que sólo le fue otorgada en Pentecostés, cuando Él ya no estaba exteriormente a su lado.
 
También de ese modo está ella dentro de la conexión del Antiguo Testamento. El misterio de la existencia que Dios concedió y exigió a su pueblo mediante la Alianza en el Sinaí consistía en que Él vivía y actuaba en su pueblo. No sólo —ya lo dijimos— en cuanto que Él estuviera presente como está presente en todo Aquél que todo lo rige, sino de manera expresa, personal; dominando y actuando. Igual que entonces —ya se habló también de esto—, la Ley sólo puede comprenderse por esta enorme presencia: como ayuda dada por Dios mismo, para mantenerla, y como protección contra su mal uso. Eso se cumple aquí. Que María pudiera vivir en la proximidad de Jesús, ir con Él, verse dependiendo de Él y tener parte en Él maternalmente, sin ser oprimida por el miedo ni confundida por la soberbia, es un profundo misterio. Y ahí se realizó un constante crecimiento en comprensión y amor, más verdadero y grande que todo saber anterior, dejado atrás a partir de Pentecostés.
 
El proceder de María debe haber sido de una sagrada nobleza. Ni pudo inmiscuirse de modo curioso o arrogante en lo inaudito de lo divino, ni pudo haber intentado desgajarlo de su conciencia. En ambos casos se hubiera hundido en la desmesura. No se esforzaba por ser la consagrada; pero tampoco se limitó a “lo humano” en la personalidad de Jesús, tomando el papel de “la buena ama de casa” o “la fiel sirvienta”.
 
Continuamente percibió cómo su Hijo se apartaba de ella elevándose. Aquí importan sobre todo aquellos acontecimientos en que por parte de Jesús se hace visible un gesto de trazar una frontera entre Él y ella. Se tiende a limarlos o a esquivarlos con explicaciones. No hay razón para ello; y además es poco cuerdo, pues esos hechos dicen más que todas las hipérboles sobre la callada grandeza de María. Ponen de relieve algo que constantemente estaba en vigencia: que Jesús era el incomprensible. Esa incomprensibilidad, sin embargo, María la asumió en su vida, la sobrellevó y creció en ella. De nuevo se muestra la peculiaridad de la actitud de María: la fe que persevera en lo incomprensible, aguardando hasta que Dios ilumine. Eso debería mostrarse en los diversos acontecimientos de su vida...
 
 
III
 
Una importancia especial tiene el acontecimiento de Pentecostés para la vida de María. Si la hora de la Anunciación ha determinado toda su existencia ulterior, algo análogo ocurre con la Venida del Espíritu Santo. Allí, con la preparación de todo lo anterior, la Madre del Señor alcanza el auténtico conocimiento, y a la vez la fuerza, para sostener la enorme verdad, más aún, para vivir en ella.
 
Nos acercamos a la comprensión del hecho si observamos la forma de relación de los Apóstoles con su Maestro, antes y después de Pentecostés. Al principio están “ante” Él, extraños y sin entender, a pesar de toda la familiaridad exterior; pero después están “en” Él, saben de Él, hablan de Él, como “testigos”, por cuya palabra los oyentes no sólo reciben conocimiento de hechos, sino que se hacen creyentes. Naturalmente, en una persona de tan peculiares condiciones previas como era María, las cosas son de otro modo que en los Apóstoles, pero el núcleo de la relación es análogo. Tampoco ella “comprende” al principio, según dice San Lucas; también ella vive en una fe perseverante, hasta que recibe la luz de Aquél que, por voluntad de Jesús, debía “llevar a toda verdad” a los suyos.
 
Por tanto, debió ser algo divinamente grande, íntimo y bienaventurado, cuando por la luz del Espíritu se le hizo claro todo a ella, la que lo había “guardado en su corazón” todo: la totalidad de la existencia de Jesús se le hacía patente; su figura manifestaba su plenitud de esencia; los diversos acontecimientos, actos, palabras, se volvían transparentes. Entonces, pensamos nosotros, recibió la respuesta viva y resolutoria a ese temible “por qué”, que su corazón había tenido que pronunciar ante el destino de Jesús. Pues era su Madre, conocía la sagrada pureza, la bondad, poder y capacidad de amor de su naturaleza: ¿cómo podía ocurrir que no fuera recibido por su pueblo? ¿Por qué no había podido vivir y realizar todo lo espléndido? ¿Por qué esa terrible destrucción? A través de, los años de vida pública de Jesús ella había tenido que mantener la confianza en fe heroica; ahora recibía la respuesta iluminadora resolviéndolo todo.
 
Entonces reconoce a Cristo como el Hijo de Dios en esencia, hecho hombre; comprende su vida como vida del Dios—Hombre; su destino como el acontecimiento de la Redención. También allí comprende su propia existencia; la unión de su destino personal con el acontecimiento de la Redención; se comprende a sí misma como Madre de su Hijo y como redimida...
 
Y otra vez cabe indicar que con tal manera de ver a la Madre del Señor no se dice menos, sino más, algo más vivo, más grande, que cuando se supone en su existencia una perfección acabada, que no corresponde al modo humano de vivir, y tampoco, por otra parte, al modo como cumple su obra la gracia de Dios.
 
Habría que indicar especialmente qué importancia tiene para lo dicho el hecho de que Jesús ya no esté inmediatamente en la Historia, sino que “haya ido al Padre”, pero que precisamente así haya creado el ámbito de la interioridad cristiana, en, que vuelve Él a estar con nosotros como por primera vez.
 
Las Epístolas de San Pablo tienen sus raíces en una hondura vital que manifiesta el Apóstol con las expresiones “Cristo en mí”, “yo en Cristo”, “no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”, que se ha de completar con ésta: “Pero precisamente así es como empiezo a vivir realmente como yo mismo.” Podríamos decir que después de la Ascensión de Jesús el ámbito de la existencia de María en Cristo se hizo auténtico espacio de vida, en que se desplegó en toda su realidad y plenitud, la comunidad con su Hijo.


CAPÍTULO IV

EL TIEMPO DESPUÉS DEL RETORNO DE JESÚS AL CIELO

I
 
Sobre la vida de María, después de la ausencia del Señor, se encuentran en el Nuevo Testamento sólo dos puntos de apoyo. Uno en el Evangelio de San Juan, donde se dice que Jesús la encomendó al discípulo que tanto quería, y que éste la tomó consigo (Juan 19,25-27); el otro en los Hechos de los Apóstoles, donde se relata que María estaba con los discípulos, cuando éstos, tras la Ascensión del Señor, aguardaban, rezando, al Espíritu Santo (Hechos 1,14). Toda otra afirmación es sólo interpretación, y por tanto está cargada de sus dificultades. Ante todo habría que alcanzar los puntos de vista orientadores, en que el sentido teológico y la realidad humana se reúnen formando esa totalidad que se llama realidad bíblica.
 
Habrá que suponer que María, al prometerse, tenía la misma edad que las muchachas judías en general; para nuestra mentalidad, pues, muy joven, de unos doce a catorce años. Cuando Jesús volvió a su Padre. María tendría unos cuarenta y cinco años; por tanto, puede haber vivido todavía mucho tiempo, a no ser que su anhelo haya acabado antes con ella. Tampoco nos podemos imaginar cómo vive una persona que está sin pecado, pura en crecimiento, ánimo y espíritu. Pero pensamos que debe ser afectada por el destrozo del mundo de modo más profundo, sufriendo de modo más desgarrador, que la persona que, dispuesta a la defensa, está provista, por decirlo así, de contravenenos. Pilatos se extrañó de qué pronto había muerto Jesús; a Él, al más vivo y al más fuerte por su esencia, la muerte le había atacado con más violencia; ¿no ocurrió algo semejante, visto a la distancia conveniente, con María? Pero de cualquier modo que Dios le midiera su tiempo, ¿qué pudo ocurrir en él? Por fuera, seguramente nada especial; en todo caso nada que nos sea conocido. En las fuentes se percibe su figura, de un profundo silencio. Pero el silencio no es que sea nada. Nos inclinamos a menospreciar la significación de los tiempos que exteriormente no tienen acontecimientos; en realidad pueden ser igualmente importantes, mejor dicho, más importantes que aquellos en que ocurren muchas cosas que se pueden determinar. El largo tiempo en Nazaret estuvo lleno del más profundo acontecer; y no menos el tiempo posterior a la Ascensión de Jesús.
 
 
 II
 
La segunda parte de la vida de María debía ser entendida según el hecho de la Anunciación; la tercera se ha de interpretar por Pentecostés.
 
En su existencia parece tener vigencia una peculiar “ley”; ya hemos prestado varias veces atención a ella. Ella vive en cada momento en una situación de no comprender todavía; con referencia a algo venidero, que ha de traer solución y cumplimiento. No lo hace insensiblemente, o en confusión, o con exageración, sino con fe clara y confiada. En esa fe actúa la misma gracia que después, cuando llega la hora, trae la luz. Pero al surgir la luz se convierte en punto de partida para una nueva expectación creyente. Por tanto la Anunciación ha dado cumplimiento a la precedente expectación del Mesías, pero a su vez se ha convertido en punto de partida de una nueva época de la fe y la expectación. Esta ha llegado a plena claridad en el acontecimiento de Pentecostés; pero en ella comienza una incomprensibilidad que debe ser vivida perseverando en esperar algo definitivo que vendrá. Sobre esto diremos algo más enseguida.
 
Por lo que se refiere a Pentecostés, el relato de los Hechos de los Apóstoles ya indica de qué se trata. En el acontecimiento de Pentecostés todo manifiesta una renovación. Los discípulos, en vida de su Maestro, no le entendieron, ni en su esencia, ni en su voluntad. Ahora son arrebatados, a partir de ese sagrado origen que se abre, y nacen a una nueva existencia, comprensiva y amorosa. Pero la aparición de las lenguas, el llamear y el don de hablar otros idiomas, muestran que lo Nuevo está unido a la misión de apostolado. Deben ser manifestadores y predicadores del Reino de Dios.
 
¿Qué significó todo esto para la Madre de Jesús, que, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, estaba allí con ellos? ¿Cómo determinó su vida, una vez que estuvo cumplida su misión y ella hubo crecido en ese cumplimiento?
 
Ante todo —como ya se dijo— esto le trajo la auténtica comprensión. Fácilmente se piensa, sin embargo, que ella en todo tiempo debió comprender al Señor mejor que nadie. Por ella se hizo hombre Él, y hemos visto que eso no significó para ella ninguna aceptación pasiva, sino la más personal decisión. Cerca de ella creció, y ella fue para El todo lo que es una madre para su hijo. Es seguro que percibió todas sus palabras, sus acciones, sus ademanes; incluso el Evangelio dice que ella “lo guardaba todo en su corazón”. Aun después que Él se marchó de Nazaret, ella siguió estando espiritualmente cerca de Él. El Evangelio cuenta ocasiones en que le buscó: en Caná, en Cafarnaúm. En los últimos días, y sobre todo en su muerte, ella participó de un modo que no era posible a nadie más. No se cuenta que Él se le apareciera después de su Resurrección; pero se piensa, y no sin razón, que esta ausencia de su nombre forma parte del velamiento que rodea su persona.
 
Entonces, pese a todo, ella ya debería haberle comprendido hacía tiempo. Humanamente —en cuanto aquí puede hablarse de lo humano—, sin duda alguna. Hablando históricamente, nadie estaba en la situación en que ella para dar información sobre El. Pero, por otro lado, no en balde se encuentra en el Evangelio la expresión de que ella “no había comprendido la palabra que Él dijo”. Y si se observan los breves encuentros que tuvieron lugar después de su partida de Nazaret, y no se estilizan con arreglo a algo posterior, se adquiere la impresión de que también en ellos había una falta de comprensión. Probablemente ella no habría podido soportar una auténtica comprensión. No hay que suponer milagros cuando no se cuentan. Y hay que ver —también en esto nos hemos fijado— que el camino del auténtico despliegue de la vida de fe y amor es mayor que la anticipación de cosas que en la orientación de Dios sólo tienen lugar más tarde. Darse cuenta de que el niño, el muchacho, el adolescente, el hombre que vivía junto a ella era Hijo de Dios, en el sentido en que Él se hizo patente después de Pentecostés, la hubiera puesto en una situación insoportable. Su proximidad a Él hubiera perdido toda su inmediatez. Hubiera desaparecido esa seguridad sin la cual es imposible una vida de madre.
 
Israel estaba habituado desde siempre a la presencia de Dios; su piedad era la vida en esa presencia. Pero hubiera significado algo situado incomparablemente más allá el vivir conscientemente junto al Hijo de Dios hecho hombre, más aún, el poder decir: Es mi Hijo. Si reunimos, pues, lo que nos es conocido sobre la vida de María antes de Pentecostés, con lo que se dice expresamente sobre su falta de comprensión, entonces deberemos interpretar la relación de María con Jesús igualmente sobre el principio básico de su vida: ella cree, entregándose a algo incomprensible, a algo venidero. En esa fe crece ella; y ese crecer tiene una plenitud de sentido cristiano y una belleza que no podría igualar ninguna situación excepcional. A través de los largos años de la vida en Nazaret, a través del tiempo de la actividad pública de Jesús y a través del horror de los últimos días ella crece hasta una madurez en que luego entra el acontecimiento de Pentecostés.
 
Entonces es cuando se puede desvelar el misterio de Dios, en cuanto ello es posible en este mundo. Ella ya no necesita protección ninguna contra lo enorme, pues ha cesado la presencia corporal e histórica de Jesús. Puede pensar a la vez estas dos frases: “Es el Hijo del Padre eterno” y “Es mi Hijo”, sin aniquilarse así, ni aun solamente confundirse. Más aún, en esa unidad reconoce ella el contenido indecible de su vocación.
 
Pero quien realiza eso es el Espíritu Santo. El debe realizar en el ser de María una inmensa apertura, dándole una fuerza y una amplitud que no podemos compartir nosotros: Las “llamas” del relato se encendieron con mayor claridad en ese más puro ser que en todos los demás. Y por lo que toca a las “lenguas”, al poder decir lo hasta entonces indecible, la fuerza y autoridad de la manifestación, todo ello vuelve a encerrarse en ese ocultamiento que forma parte de la naturaleza de María. Nunca quedará abierto. Ya no oímos nunca de un modo de hablar tal como se cuenta en el Magnificat. Pero por sí sola se nos impone la idea de que en el resto de su vida habrá sido Aquélla a quien iba a, ver todo el que quería saber de Jesús algo más cercano, más entrañable, y no se comete un error si se piensa que en el Evangelio se han marcado las huellas de tal información; pues, ¿quién, si no ella, había de ser quien hablara en el relato de la infancia de Jesús?
 
 
III
 
El acontecimiento de Pentecostés dio a María la claridad sobre su Hijo: que era Hombre auténtico y auténtico Hijo de Dios, y que no sólo como Hombre, sino también como Dios, era Hijo suyo. Asimismo la claridad sobre sí misma y sobre su posición respecto a El: que era su madre y a, la vez la primera persona redimida por Él. Y ambas cosas no en yuxtaposición, sino en compenetración, como unidad perfecta.
 
Luego Él se marcha al Padre y deja abierto tras de Sí ese ámbito de la gran expectación en que la Historia aguarda su retorno. Por una necesidad, dijéramos, dramática, de conclusión triunfal, se malentiende frecuentemente la escena de la Ascensión (Hechos 1,4-11). Ésta no constituye una apoteosis final, sino algo que se abre hacia adelante. Por lo pronto hacia Pentecostés; pero luego, a través de Pentecostés, hacia el acontecimiento terminal de la Segunda Venida. Por tanto, no forma el acorde final, que cierra, sino el central, que queda abierto y forma un ámbito de espera en que se realiza la historia cristiana. Esta espera la vive María de un modo a ella reservado: como espera de un retorno del Señor de toda la Historia, que a su vez representa al mismo tiempo para ella la venida de su Hijo para eterna compañía. Así, pues, su vida ulterior, no sólo del modo más intenso, sino también de un modo totalmente personal, tiene ese carácter de lo escatológico que es propio de la existencia cristiana en general.
 
Y ahora entra más hondo la interpretación. Después de la partida de Cristo debió tener lugar, pensamos nosotros, una transformación en la relación de María con El, pero también consigo misma.
 
Ello ocurrió bajo el influjo del conocimiento dado por el hecho de Pentecostés, según el cual Cristo es el Hijo de Dios por esencia, y en cuanto tal, está con los hombres en esa relación que indica la doctrina cristiana de la Redención. Después, como antes, Él era para ella su Hijo, con la entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le comprendía cada vez más profundamente como el Redentor de los hombres; como el comienzo de la Nueva Creación; como Aquél que rige a todos los redimidos con el poder de la nueva vida, tal como lo expusieron —quizá todavía viviendo ella— San Pablo en sus epístolas y seguramente también San Juan en sus escritos. Entonces su amor a Cristo debió dirigirse cada vez más claro y fuerte hacia aquellos para quienes era el amor de Cristo. Su amor materno a Cristo asumió en sí a aquellos entre los cuales Cristo era “primogénito entre muchos hermanos”, y la Madre de Cristo se convirtió en Madre de los cristianos.
 
No sólo esto. En torno de ella estaba, expresada sobre todo por San Pablo y San Juan, la realidad del “Cuerpo Místico” de Cristo, la Iglesia. En ella vivía también María, y debió darse cuenta claramente de que estaba en una relación especial con la Iglesia: relación difícil de expresar, pero que desempeña un gran papel en la historia de la conciencia cristiana y se manifiesta en una especie de inserción de la “Madre de Cristo” en la “Madre Iglesia”. Aquí se ponen las bases de la importancia que tiene María para los cristianos. Ciertamente, ya tendría vigencia en vida de ella. Los creyentes que vivían en su proximidad debieron percibir que les estaba abierto el camino hacia ella; que la Madre de Dios, en un sentido misterioso, también era su Madre. Y no sólo sentimentalmente, como, por ejemplo, una mujer cuyo hijo ha muerto, se vuelve hacia aquellos que han sido importantes para él, sino por parte de Dios, esencialmente, en el sentido de una ordenación.
 
Todo esto, asimismo, no se cumple artificialmente a partir de una idea o una intención, sino como despliegue de realidad viva. Ocurre tal como ocurre todo en María: con una naturalidad en que se olvida fácilmente qué sobrenatural, es ella; con una simplicidad inconsciente para ella misma, en que lo incomprensiblemente grande se convierte en hermosura. Este modo de asumir a los hombres en la entrañabilidad de su amor a Cristo; este ensanchamiento de su amor en misteriosa relación con la Iglesia, forman un contenido especial de su vida ulterior.
 
Y, repitámoslo, ello debió tener ese carácter de no comprender todavía, del que habíamos hablado antes. Pues lo que en ella crecía hacia la altura era tan grande que no podía ser dominado en la vida terrena. Otra vez volvió a dirigirse, en fe y expectación, hacia algo venidero, en que todo adquiriría su claridad. Pero eso venidero era la muerte, y la muerte era el encuentro con su Hijo.
 
Otra idea se nos hace presente todavía. De la más honda naturaleza de María forma parte la humildad; otra forma de presencia de lo que se ha llamado más arriba su pureza. La humildad era el requisito previo para que pudiera ser llamada a la maternidad divina, que, en efecto, es el definitivo desprendimiento de sí misma; pero para ella misma la humildad significaba protección y sustento en lo inaudito de esa vocación. A la vez, en María había una honda conciencia de su elección; ya se expresa en el Magnificat, y desde Pentecostés se ahondó cada vez más.
 
Y ahora pensamos que ella debió sentir, en el tiempo después de la partida de Jesús, que se elevaba al encuentro de una elevación para la cual no disponía de nombre. Con eso se alude a esa irradiación, a esa unidad de humildad y altura que la Iglesia expresa con el símbolo de la Coronación. La “corona” es el signo de la realeza; y a su vez, en la realeza, la reina significa algo especial. Esta relación debería apurarse con más exactitud, sin fantaseos ni sentimentalismos; entre otras cosas, partiendo también de sus presupuestos en la historia de las religiones y de los símbolos...
 
De nuevo, pensamos, María quedó en espera ante algo definitivo, en que la humildad y la elevación habían de hacerse una sola cosa, sin saber expresamente qué aguardaba; de modo que también aquí, cuando se cumplió en la eternidad, lo más íntimo en ella debió decir: “¡Conque era esto!”
 
 
IV
 
Por fin habría que hablar de la muerte de María y de su glorificación.
 
Pero habría que aclarar antes la cuestión de qué dice la Revelación sobre la muerte del hombre en general; y es una doctrina que para la conciencia moderna suena muy rara y aun fantástica.

(4) En mi obra Las ultimidades (Die letzten Dinge) se dice algo más preciso sobre ello.

En cualquier sentido, parecen formarse curiosas relaciones con esa doctrina —y también con el saber primitivo de la Humanidad— por parte del modo actual de considerar al hombre. El planteamiento de conjunto que se hace patente por la Revelación, especialmente por el Génesis y las Epístolas de San Pablo, es el siguiente, a grandes rasgos:

A los primeros hombres les estaba otorgado no tener que morir, por su pura relación con Dios. Ciertamente, sí terminarían su vida, pero con un tránsito a la Eternidad de que no tenemos idea.
 
Pero se rebelaron; se rompió su relación con Dios, y quedaron sometidos a la muerte. Sometidos, de un modo que no se limita al morir biológico. Este hubiera significado simplemente su fin, si no se hubiera insertado otra cosa en seguida: la voluntad de Redención de Dios. Dios ha dado a la muerte, y a todo lo relacionado con ella, el carácter de expiación, tal como se ve en la muerte de Cristo, que por su esencia era totalmente puro, y, por tanto, libre. Y entonces aparece en Cristo la meta de la nueva situación redimida: la Resurrección y una vida eterna en Dios, que será no sólo una vida del alma, sino del hombre.
 
En este contexto se ha de entender la situación de la vida de María, y el entenderla, naturalmente, no será una teoría racionalista, sino una explicación de su sentido en la fe; pero la fe conoce verdad, y más esencialmente que el experimento y la teoría. María, personalmente sin culpa, murió con la muerte de la pura expiación, asumida por gracia en la muerte redentora de su Hijo.
 
Y, como expresa el dogma proclamado en 1952, fue también asumida por gracia en la Ascensión de su Hijo. Aquí hay que notar algo fundamental.
 
Hay que extrañarse, realmente, de que este dogma no haya producido ningún movimiento profundo. El hecho de que esto no haya ocurrido, es un signo de la indiferencia tan dominante, aun en el propio ámbito cristiano, respecto a la Revelación y a los acontecimientos que provienen de ésta. Dejando aparte a los que por su actitud naturalística no tienen en absoluto sentido para la Revelación, y prescindiendo también de aquéllos que, por su obvia eclesialidad, sólo han visto en este dogma la solemne expresión de algo que ya les era familiar por la liturgia, el Rosario y el arte cristiano, se puede decir muy bien: este dogma debiera en realidad haber sacudido tanto más profundamente al creyente, incluso intranquilizándole, cuanto más claramente viera lo que significaba.
 
En efecto, por su proclamación se han llevado a plena claridad unos hechos de la Revelación y de su manifestación, que estaban olvidados o borrosos. Pero ahí justamente parece residir la significación histórica de este dogma: en que esos hechos se hagan operantes en el pensamiento y en la actitud vital del cristiano.
 
Sobre todo: el hecho de que la Revelación está decisivamente confiada a la Iglesia: sólo a ella. Ella expone el contenido de la Revelación y sus profundidades aún escondidas. No existe una crítica a la Iglesia desde una instancia independiente al margen de ella —o sobre ella—. Decirlo así, no es ni presunción ni falta de independencia; tan pronto como se considera con los ojos abiertos el proceso de la Revelación, se ve que es así. La Sagrada Escritura no es semejante instancia, y tampoco lo es la conciencia creyente del individuo.
 
La Escritura sólo habla adecuadamente en boca de la Iglesia, pues es un elemento en ésta. Lo que ocurre con la Escritura en cuanto se separa de la Iglesia, lo muestra la historia de la exégesis. Por su parte, la conciencia individual de fe sólo ve correctamente cuando está ordenada en la Iglesia. Una mirada a la historia de los cismas y las sectas muestra a dónde va a parar el juicio de fe cuando rehúsa tal inserción.
 
La conocida fórmula de que las fuentes de la fe son la Escritura y la Tradición, produce fácilmente la impresión, al ponerse frente a ella, de que “Tradición” significaría tanto como “Iglesia”, mientras que “Escritura” estaría al margen de ésta. En realidad, “Iglesia” es aquel conjunto de que son elementos tanto la Escritura como la Tradición; aquélla, la parte escrita de la predicación apostólica; ésta, la serie de los testimonios extra—bíblicos, en que se expresa la conciencia creyente del final de la época apostólica y de los tiempos sucesivos.
 
Esta Iglesia habla también en el nuevo dogma y dice qué hay que afirmar de esa personalidad que se llama María en la Escritura y que es Madre del Señor. No tendría sentido querer enjuiciar su proclamación a partir de una Escritura desprendida, leída en conciencia autónoma de fe.
 
Se objeta a este dogma que pone a María en cierto modo al lado de Cristo, haciendo peligrar la soberana condición redentora de Éste, y poniéndola a ella en un carácter de divinidad mítica.
 
Que al hablar de María muchas veces se echan demasiado de menos el sentido de la verdad y la cordura; que la retórica, la fantasía y el sentimentalismo en ocasiones dominan fatalmente las palabras, es cierto, por desgracia, y nadie puede sentirse más intranquilizado por ello que quien tenga en su corazón el auténtico sentido de la figura de María. La irresponsabilidad en la alabanza oscurece este sentido tanto o más que la negación o la enemistad.
 
Puesto esto por delante, hay que decir también, sin embargo, que de hecho, en la historia del pensamiento creyente y de la piedad se manifiesta la tendencia a ver a María cada vez más cerca de la obra de Cristo. Esa tendencia se hace visible en cuanto se habla expresamente de María y atraviesa, con continuidad no, desviada, a través de la Tradición entera. (Su eco negativo lo forma el modo como se calla sobre María en el lado extra—eclesiástico, o cómo se habla de ella con menosprecio.) Si así ocurre, el sentido de esa tendencia no se puede derivar de motivos psicológicos o mitológicos, sino que es predicación de la Iglesia.
 
Entonces ocurre sencillamente que María está, respecto a Cristo y su obra redentora, en una relación única, llena de sentido, y nos vemos requeridos a someter a un examen estricto las objeciones que se eleven en contra. En éstas influyen motivos de diversa índole. Por lo pronto, la oposición contra esa garrulería sin luces que tantas veces hallamos. Luego, la intranquilidad de que la figura y la obra de Cristo no tengan en el pensamiento y la sensibilidad del cristiano toda la importancia que les corresponde; que no estén vivas y poderosas, sino a menudo solamente esquemáticas y como sombras. Pero por otro lado, también es cierto que en esta objeción se expresa la resistencia del hombre naturalístico, para quien la doctrina de la Revelación siempre es “dura de escuchar”. De cada verdad que se precisa por primera vez, se dice siempre que va no sólo contra la razón, sino también contra el auténtico sentido de la Revelación y contra la gloria de Dios. Tal le ocurrió, ante todo y como modelo para siempre, a la predicación del mismo Jesús, y Él lo grabó apremiantemente en la conciencia de los suyos en sus sermones de despedida. Pero, en definitiva, la objeción de que hablamos también se dirige contra la Iglesia misma. En ella se expresa la voluntad del autonomismo moderno, de crear una relación con Cristo en que pueda afirmarse él mismo. Sobre esto habría mucho que decir.
 
Por lo que se refiere al contenido mismo de este dogma, parece tener un doble significado para la vida cristiana.
 
Ante todo, nos mete en la conciencia que la Revelación no se refiere “al espíritu” o “al alma”, sino al hombre. El hombre está redimido; la vida eterna de que habla Cristo, es vida del hombre; el Reino que Él establece, es Reino de Dios entre los hombres. Ciertamente, esto se manifiesta de modo fundamental mediante la Resurrección y Ascensión de Cristo, “sentado a la derecha del Padre”. Pero ¿se comprende también plenamente? ¿No desaparece la naturaleza humana de Cristo en la lejanía de la “luz inaccesible” de Dios? ¿No lo espiritualiza el sentimiento, “disolviéndolo” así —del mismo modo como se sitúan el biologismo y el materialismo de nuestro tiempo— ante su realidad humana y divina? En nuestro sentimiento, la fe en el Señor resucitado, ¿habla de modo bastante inequívoco contra esta temible degradación de lo humano, que se realiza por todas partes y por obra de todos, aun de los más ruidosos proclamadores de los Derechos del Hombre?
 
María es persona humana como nosotros; ni una mera “alma”, ni una “diosa”. Por tanto, cuando se dice que fue asumida con toda su naturaleza humana en la gloria de Dios, esto habla enérgicamente sobre lo que es el cuerpo humano: esa misteriosa y cotidiana realidad, dirigida a la vez hacia la eternidad, y que algún día ha de quedar inserta en la vida de Dios. Pero también habla de quién es el Dios vivo en que creemos; Aquel que puede y quiere tales cosas, y, por tanto, un ser muy diverso del espíritu meramente absoluto de que hablan los filósofos espiritualistas, y al que niegan los materialistas.
 
A eso se añade otra cosa, estrechamente relacionada con lo dicho. Ya se habló de la doctrina cristiana de la muerte. La época moderna ha abandonado esta doctrina hace mucho tiempo. Pero así, aun cuando hable de la indestructibilidad del espíritu humano, ha perdido el punto de apoyo sobre la muerte, y cada vez queda más sometida a ésta. La naturaliza, como el final obvio del proceso biológico. La heroíza, como la expresión última de la tragedia de la existencia. La glorifica, como exaltación dionisíaca de la vida. Ve en ella, enigmáticamente incomprensible, la clave para la comprensión de la existencia. Pero a la vez la tecnifica; la convierte en resultado de perfeccionadísimos aparatos de matar, la maneja mediante un Estado, cuya mentalidad político-militar es más terrible en toda su frialdad que todas las crueldades antiguas. Pero el hombre moderno capitula ante todo esto. Lo asume en sí y pierde con eso su último honor humano.
 
Contra esto presenta su protesta el nuevo dogma. Dice: la muerte no es eso que ve en ella la mentalidad hoy dominante. Es a la vez fin y principio. Tiene parte en la muerte de Cristo. Es un misterio de la fe.


CAPÍTULO V
 
LA PRESUPOSICIÓN

I
 
Como un epílogo a todo, que a la vez, sin embargo, aclararía el comienzo, se podría hacer por fin la pregunta: ¿cómo ha podido ser todo esto? De nuevo habría que poner de relieve esa cosa tan inaudita, lo que se otorgó y pidió a María, para hacer más sensible la cuestión de dónde están las presuposiciones originales para que ella sobrellevara la elección, mantuviera su destino y cumpliera su tarea.
 
La respuesta está amenazada por dos peligros. El uno consiste en caer en ideas mitológicas y entender a María como ser sobrehumano, como diosa. Entonces se destruye su esencia; pero también se pone en cuestión la esencia de Dios, pues no hay un camino que lleve de lo que significa “un dios” a lo que es “Dios”. El otro peligro consiste en resbalar a lo racionalista o a lo sentimental. Entonces María se queda en simple paridora y sirvienta, o en graciosa figura de leyenda, y otra vez se pierde todo.
 
La auténtica respuesta reside en el concepto de gracia. Dios se la dio para sostener lo inmenso. ¿Cómo se expresa esa gracia?
 
Ante todo, en la esencia y carácter de María. Debe estar llena de una maravillosa plenitud de vida; debe ser rica en capacidad de amor, fuerte y suave; debe ser noble, valiente y humilde, desde su raíz.
 
 También debe haber habido en ella una perfecta sencillez. Pues ésta forma el núcleo del alma; sólo que no se puede hablar de ella demasiado pronto, sino sólo una vez que se han evocado las imágenes de esa vida. La sencillez va unida a la vocación. Esta da ánimo, señala la dirección y protege el corazón. Defiende los ojos, para que no vean la grandeza propia; pero da también la confianza necesaria para poder entrar en ella. Quizá su última expresión teológica está en que a María le fue otorgado, y también ciertamente requerido, desarrollar su vida de mujer totalmente a partir de la gracia, pero realizando esa gracia como realidad inmediatamente terrena. Algo, pues, que es propio del Antiguo T estamento en supremo sentido; ya se habló de esto. El carácter especial de la antigua historia de la Revelación consistió, en efecto, en que el pueblo llamado había de tener su existencia natural según la vocación divina, y a su vez había de realizar esta vocación como historia inmediata. También eso era posible sólo por una sencillez, sinónima de fe y confianza, y la caída del pueblo consistió una vez y otra en que quiso mantenerse con arreglo a la sabiduría común del hombre.
 
La sencillez de María adquiere un carácter especial porque es una mujer en quien se realiza. Para poder percibir y comprender lo que ahí ocurre, se debería partir de la relación femenina con la existencia, de la profundidad de la concepción y la maternidad, de la riqueza del sustento y el cuidado del cobijo, y, lo que se olvida fácilmente, del acierto del saber vital que hay en la mujer. Se debería ver cómo María estaba defendida por su sencillez de los demonios que amenazan a la naturaleza femenina, y, por ésta, a la vida en general; una sencillez que no excluye ninguna dote del espíritu, sino más bien le da su última plenitud, que se llama gracia, charis.
 
 Pero con esto no se ha hecho más que retrotraer la pregunta. Antes decía: ¿Cómo pudo María mantenerse en tal vocación? La respuesta era: porque en su pura sencillez se escondían una plenitud y profundidad de vida que no tenían parangón. Pero en seguida se vuelve a plantear la cuestión: tal sencillez es por sí misma algo inaudito: ¿De dónde le viene? La respuesta está dada por la doctrina de la Inmaculada Concepción.

(5) Quizá esta obra será leída por algunos que no conozcan la doctrina de la Iglesia. A éstos hay que llamarles la atención sobre que tal doctrina no habla de cómo concibió María a su Hijo, sino cómo fue concebida ella misma. Dice que en la raíz de su existencia no hay pecado: pecado que no sería el de sus padres reunidos, sino el pecado común, original, de la Humanidad, de que se ha hablado más arriba en este texto, y que actúa en todos los impulsos de la naturaleza humana, físicos y espirituales, de modo destructivo, sobre todo en estos últimos.

La doctrina de la Inmaculada Concepción se malentiende siempre en esta manera aludida. Pero eso es fatal, porque incluye inmediatamente un segundo malentendido: que con este dogma la Iglesia diga que lo sexual es en sí un pecado; y con tal “mentalidad monjil”, el amor humano y la fecundidad quedan envilecidos. Este malentendido se afirma con una tenacidad que resulta transparente para todo el que tenga mirada clara, cuanto más, que el sentido del dogma está abierto a la luz. En ese malentendido actúa, más o menos inconscientemente, la intención de deformar los motivos de la Revelación.
Esto recuerda otra falsificación, igualmente difícil de desarraigar, que está precisamente en la interpretación del pecado original. Este se entiende obstinadamente con referencia a la unión sexual, y, por tanto, se sobreentiende que la Revelación declara mala esta unión; a pesar de que su verdadero sentido está patente en los tres primeros capítulos del Génesis. Quien quiera entender, no puede menos de ver que está fundado en la Creación misma el que los hombres debían “multiplicarse y llenar la tierra”; y asimismo, que el primer pecado fue el pecado de la soberbia y la rebelión contra el eterno señorío de Dios. A pesar de todo, esa interpretación aparece una vez y otra con la pertinacia de un síntoma. Falsea el sentido de toda la obra de la Creación; y es fácil ver cómo en ella se prolonga la calumnia contra Dios, que comenzó en las palabras del Seductor.
 
Esta doctrina dice que María no estuvo bajo el pecado que reside en la Humanidad por la rebelión de los primeros padres. Que, por el contrario, ha sido puesta por encima de ese pecado, en atención a la Redención venidera, y ha quedado en una relación de pura inmediatez con la nueva Creación. La doctrina dice además que en la Madre del Señor no ha habido ninguna de las confusiones y estragos que provienen de la culpa original, sino toda la plenitud y la fuerza, el orden y la belleza del nuevo ser humano querido por Dios, confirmado y santificado por la pura entrañabilidad de la relación divina. Pero esto, sin prescindir del pecado y la menesterosidad de los hombres; no en una suerte de idilio sobrenatural, sino que en su existencia ha vivido la terrible gravedad de lo que había acontecido y llenaba el mundo. Pues esta existencia no era leyenda, sino verdad. Era pura superación, obrada por el Dios redentor, y ponía a María en una relación con Cristo que sólo pudo ser vivida con total desprendimiento de sí misma.
 
Tomemos otra vez la visión de conjunto, pues hay que pensarla con exactitud, porque de otro modo la Madre del Redentor se transforma en una figura de leyenda. Involuntariamente, el pensamiento pasa desde ella a aquella que también existió a partir de un principio: a la primera mujer de la Creación, a quien también se le dio plenitud de vida y de gracia. En efecto, a María se le ha llamado siempre “segunda Eva”.
 
Pero el paralelismo no puede tomarse con demasiada sencillez. Lo que comienza en la Madre de Jesús no es el primer principio, sino el segundo. Su existencia no es la del Paraíso, pues éste no está sólo temporalmente antes del pecado, sino también ontológicamente. El pecado ha tenido lugar; ahora el Paraíso sólo existe como Paraíso perdido, incluso para María. La culpa que lo ha perdido no es suya personal; pero es de sus hermanos los hombres, y, por tanto, también suya, en cuanto ella está en la solidaridad de la existencia humana, en atención a la cual, precisamente, se le ha dado la gracia de ser preservada. La Redención no había de proceder del transcurso de la Historia misma, de un empujón intrahistórico, por poderoso que fuera, sino de la pura iniciativa de Dios; por eso la Madre estaba libre de la culpa hereditaria. Pero El vino para redimir; El tomó nuestra culpa en sí, y la hizo suya, en la autenticidad con que tomó nuestro lugar.
 
La Inmaculada Concepción de María es una gracia que no viene del contexto de sentido del Paraíso, sino de la Redención, y por eso tiene un carácter de gravedad, que allí no había todavía. Describir la conciencia que realiza tal existencia, sería una tarea nada fácil de “psicología teológica”. Para nosotros significa pureza y madurez esta superación del mal, y con eso, su experiencia; aquí habría que señalar cómo esa gravedad que procede de la superación del mal, si bien se da, no es por una lucha propia, sino procediendo de la vida redentora de Cristo. Para Él estaba ordenada María, y Ella lo vivió como Madre suya, del modo más inmediato y puro.
 
A nosotros, acostumbrados al pecado, nos resulta difícil pensar juntas la conciencia de la vida y la inocencia, la libertad y la obediencia, la realización personal y la sencillez. La obviedad con que nuestro sentir hace que la madurez de la existencia dependa de la experiencia del mal, es en sí misma expresión de una corrompida experiencia propia y de una confusa ordenación de los valores. Y, yendo más allá todavía, de una voluntad de justificar lo injusto en el tejido básico de nuestra existencia. Se vuelve a tomar la mentira del Tentador: solamente “si coméis, seréis como Dios, sabedores del bien y el mal”. Es difícil salir de este esquema de comprensión de la existencia, y sólo se logra mediante un honrado “ejercitamiento en el Cristianismo”. Pero en qué medida se logra, depende la comprensión de la existencia de María. No queremos olvidar aquí que a eso no sólo se oponen el naturalismo y el racionalismo, sino también la credulidad corrompida por el fantaseo y la sentimentalidad.



CONCLUSIÓN DE LA CARTA
 
Con esto, mi querido amigo, termina mi esbozo. Al empezar me preocupaba que sus ideas pudieran tener que ver algo con el racionalismo o el psicologismo. Pero se ha hecho muy evidente que no quieren otra cosa sino poner de relieve, puro y grandioso, el misterio que se llama “María”.
 
Quizá se podría objetar incluso que lo que he dicho se aproxima a tesis muy avanzadas de mariología especulativa: ¿a qué venía entonces mi defensa al comienzo y en el transcurso de estas consideraciones? Pero siempre he estado convencido de que un análisis exacto de la figura de María llevará a las supremas consecuencias; se trata sólo de por qué camino se llega y cómo se dispone.
 
Ahora bien, tiene un buen sentido el hecho precisamente de que se piensen estas ideas en estos días...
 
 Hasta aquí había escrito en Berlín. Desde entonces, han pasado once años. La guerra ha encontrado su terrible final. El estado que había pedido para sí mil años se ha desmoronado. La injusticia, la violencia, la deshonra, han tenido lugar, inconmensurables en sus proporciones, y a la vez tan extrañamente fantasmales como todo lo que surge de la falta de verdad.
 
Por todas partes está en marcha el afán vertiginoso de edificar otra vez un futuro; pero un oscuro temor duda si se podrán dominar los poderes del caos que se han desencadenado desde hace siglos. De la propia obra humana viene la amenaza; de la falta de verdad en la interpretación de la vida; del crimen de ser dueños de sí mismos; del poder siempre creciente sobre la Naturaleza, que por su parte no está regido por una adecuada comprensión y capacidad de conciencia. Nadie sabe cómo hay que salir al paso de esto, de tal modo que a veces se tiene la terrible sensación de que en toda la ciencia y la técnica y la política son menores de edad los que deciden el destino de la Humanidad. Lo que realmente daría orden y curaría, el retorno a la obediencia al verdadero Señor de la existencia, está muy lejos de la conciencia universal. Una de las cosas que se admiten sin discusión en la situación moderna es que no se puede hablar de un Dios; que el hombre debe quedarse en sí mismo y realizar él mismo lo que otra época, no llegada aún a la mayoría de edad, había adscrito al Dios providente.
 
En esta época tiene lugar la proclamación del dogma de la Asunción y glorificación de María. Se presiente que debe haber una relación con el momento, y se busca su sentido. La psicología nos ha enseñado a que en imágenes procedentes del fondo oculto del ánimo reconozcamos signos con los cuales nos avisa y exhorta la conciencia vital. ¡Cuánto más esenciales deben ser los signos que vienen de esa profundidad en que reina el “Espíritu de la verdad”, la entraña de la Iglesia! Este dogma, resonando en nuestra hora del mundo, es un signo tal.
 
Mientras llevaba a término este escrito —y seguramente no tengo que asegurarte que no ha sido tarea fácil, bajo la responsabilidad que exigía decir sólo la verdad, pero también toda la verdad, pues ¿qué serían las cosas cristianas a medias?—, mientras trabajaba, me volvía una vez y otra la visión del capítulo 12 del Apocalipsis: la Mujer, “vestida del sol, con la luna bajo los pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas”; cuyo Hijo es amenazado por el Animal del abismo, pero que obtiene milagrosa salvación, en Dios y en su trono. El propio Vidente llama a esta imagen “un gran signo”: el pensamiento cristiano le da diversas interpretaciones; respecto a la Iglesia, pero también respecto a María. Pero ambas cosas se compenetran; las visiones no son fórmulas, sino que se extienden por dominios diversos. En todo caso, sentimos que este signo nos afecta. Pues el Apocalipsis, la “Revelación”, nos está dado para decirnos que la existencia está realmente en peligro, por su base; pero que no es ni dueña de sí misma, ni víctima necesaria de su fatalidad. Sino que a pesar de tanto hablar de autonomía, precisamente Dios, “el que es”, es eso que traducen el latín, el griego y nuestras lenguas modernas con el término “el Señor”. Pero este Señor del Universo nos ama —por extraño que pueda sonar— a los hombres, a los que somos, tal como somos...
 
Habría mucho que decir sobre lo que representa ese signo para nosotros y en esta hora del mundo. Quizá llegará la ocasión para ello.

Con la vieja amistad
tu
R.G.

Isola Vicentina
otoño 1954