Vida del Padre Pío
Introducción
Una figura como la del Padre Pío, con su costado sangrante,
con los estigmas en pies y manos durante cincuenta años; que se enfrentaba
físicamente al demonio con frecuencia; que tenía el don sobrenatural de
profetizar y de conocer el interior de las conciencias; el don de bilocación en
repetidas ocasiones, etc.; un santo con estas características ha sido suscitado
por Dios para sacudir la incredulidad de nuestro siglo y para escándalo de las
mentes secularizadas.
¿Qué explicación cabe dar al fenómeno popular suscitado por el Padre Pío?
Vittorio Messori ha visto en esta devoción popular hacia al Padre Pío una
especie de «rebelión de los laicos hacia una parte del clero» que ha caído en
una trampa racionalista.
No podemos olvidar que es Dios quien suscita todos y cada uno de los modelos de
santidad. Algo querrá decirnos con los dones místicos que ha dado el Padre Pío,
poniéndolo como «signo de la prioridad de lo sobrenatural», ante los ojos de
este mundo. ¡El Padre Pío es un santo para tiempos de secularización!
José Ignacio Munilla Aguirre
Parroquia de El Salvador
Zumárraga (Guipúzcoa)
Prólogo
Desde que leí la primera obra de Enrique Calicó, Momentos de
una vida, la recomendé verbalmente y por escrito, y lo mismo he continuando
haciendo con todas sus numerosas obras posteriores. Los motivos son muchos. El
más importante es que toda la obra escrita de Calicó es un mensaje de esperanza
y de alegría, fundado en su sano sentido común y sobre todo en su firme y
valiente fe, que llevan siempre al amor de Dios, a los demás, y a todo lo
creado, por y para Dios. Siempre he podido comprobar que su lectura hace mucho
bien a los más variados lectores, independientemente de la edad, de la
profesión, del grado de cultura y hasta del modo de pensar.
En el presente libro ofrece una completa biografía de lo que se llamó «el caso»
del Padre Pío, por la serie de fenómenos extraordinarios que acompañaron a su
vida mística, como visiones, bilocaciones, curaciones, profecías y la
reproducción de los estigmas que Cristo sufrió al ser crucificado. El mejor
Prólogo a esta obra, aunque pueda sorprender a algunos, va a ser recordar la
doctrina de Santo Tomás sobre la mística.
Enseña el Aquinate que sólo Dios puede producir el conocimiento místico en el
hombre mediante la actuación de los dones del Espíritu Santo. A diferencia de
las virtudes infusas –como son las virtudes teologales (fe, esperanza y
caridad), las cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y sus
derivadas–, en las que Dios es causa principal primera, y la criatura, causa
principal segunda subordinada, los dones del Espíritu Santo –sabiduría,
entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza y temor de Dios– tienen como
causa principal única al Espíritu divino y la criatura sólo es causa
instrumental.
Las virtudes infusas son más perfectas que las virtudes adquiridas, que se
obtienen por la repetición de actos, puesto que su origen es sobrenatural. Sin
embargo, por ser recibidas en las facultades humanas y actuadas por ellas,
aunque bajo la moción divina de la gracia actual, sus actos se producen al modo
humano y se acomodan así a su imperfección. Además, en su ejercicio el sujeto
está en pleno estado activo y tiene conciencia de que es él quien obra, cuando y
como quiere. En cambio, los dones, que son movidos por el mismo Espíritu Santo,
hacen actuar a las virtudes infusas al modo divino o sobrenatural, de un modo
proporcionado a su propia naturaleza. Ya no están reguladas por la razón humana,
que las hace imperfectas.
Bajo el régimen de la razón, en el que actúan las virtudes infusas, en lo que se
denomina ascética, es imposible que se produzcan experiencias plenas de lo
divino. En cambio, la mística es un efecto de la actuación de los dones, que se
reciben conjuntamente con la gracia y las virtudes infusas, que como potencias o
como elementos dinámicos sobrenaturales son inseparables de la gracia
santificante, que constituye como la esencia, o elemento sustentante y estático,
del organismo sobrenatural.
Al igual que el alma humana no percibe directamente sus hábitos naturales sino
sólo por sus actos, los dones, que como las virtudes son hábitos sobrenaturales
infundidos por Dios, y que requieren la gracia actual, sólo se perciben cuando
actúan. De cada actuación de un don resulta una acto místico. Su intensidad
dependerá de la del don.
Si estos actos se producen de forma repetida y predominante se entra en el pleno
estado místico. Es un estado sobrehumano de practicar las virtudes, en la que
caben muchos grados, pero extraños a la psicología humana, desde el insensible
hasta el totalmente predominante. En todos ellos, se da un ejercicio sobrehumano
de las virtudes, especialmente la fe, la esperanza y la caridad.
Tales estados producen ordinariamente el sentimiento o la experiencia de Dios,
acompañada de la conciencia de que tal impresión no ha sido producida por su
sujeto ni que pueda retenerla más tiempo del que quiera el agente extraño y
misterioso que la produce. El sujeto es pasivo, aunque no absolutamente, porque
reacciona consintiendo de manera voluntaria y libre. En este estado místico, el
efecto esencial y primario de los dones es producir la actuación de las virtudes
de un modo sobrehumano, de un modo divino, distinto de su simple actuación al
modo humano, característica esencial del estado ascético. El segundo efecto,
accidental y secundario es la experiencia de lo divino. A veces el don actúa en
su plenitud y produce los dos efectos. Otras veces sólo ejerce su aspecto
esencial, dejando en suspenso el segundo. En ambos casos hay un acto místico. Si
son frecuentes e intensos aparece el estado místico, un estado habitual de
predominio de los dones sobre las virtudes.
El estado místico por excelencia es la contemplación, producida por los dones
intelectivos de sabiduría –el juzgar rectamente según razones divinas–,
inteligencia –la penetración profundísima en los misterios sobrenaturales– y
ciencia –el juzgar rectamente de las cosas creadas–, que actúan respectivamente
sobre la caridad, la fe y la esperanza. Los dones de consejo –el juzgar
rectamente de lo referente a la conducta práctica–, de piedad –que excita el
afecto filial hacia Dios y la fraternidad universal–, de fortaleza –que lleva al
heroísmo más perfecto–, de temor –que perfecciona la esperanza y la templanza–,
que actúan respectivamente sobre las virtudes cardinales de la prudencia,
justicia, fortaleza y templanza, también crecen a la vez que los anteriores.
La contemplación, que es un acto intelectual y amoroso, no proporciona una
experiencia clara y distinta de Dios, sino oscura y confusa, aunque a veces va
acompañada de fenómenos extraordinarios como visiones y revelaciones, que son
fruto de nuevas gracias.
Tampoco se puede expresar con propiedad lo percibido contemplativamente. La
experiencia mística es inefable, por trascender como sobrenatural el modo
discursivo de la razón del hombre, y se produce de diversas formas, con
predominio del entendimiento o de la voluntad, suave y deleitable o violenta y
dolorosa (arrobamiento y rapto). Tiene repercusiones en el cuerpo, aunque no se
dan siempre.
Uno de estos efectos corporales más conocido es el éxtasis, que consiste en la
enajenación total de los sentidos, y, por tanto, es como estar fuera de sí por
la unión íntima con Dios. La absorción del espíritu, en este acto contemplativo,
repercute en el cuerpo, que queda como falto de energías, de modo parecido al
que se entrega totalmente a lo material, le queda el espíritu como debilitado
para sus propias operaciones. Además de la suspensión de los sentidos externos o
internos, según los grados, el éxtasis provoca la insensibilidad e inmovilidad
absoluta, cambio de expresión en el rostro, y a veces fenómenos sorprendentes
como la estigmatización, las lágrimas, el sudor de sangre, el ayuno prolongado,
privación del sueño, la traslación corporal casi instantánea de un sitio a otro,
la bilocación, la levitación, el tránsito del cuerpo a través de otro, la
irradiación de resplandores y la exhalación de olores perfumados.
La mística también produce fenómenos de orden afectivo –incendios de amor– y de
orden cognoscitivo –visiones corporales (apariciones), visiones imaginarias,
visiones intelectuales–, locuciones –auriculares, imaginarias, intelectuales–,
revelaciones, discernimiento de espíritus o conocimiento sobrenatural de
secretos íntimos, reconocimiento de cosas sagradas, y otros. Sin embargo, el
éxtasis y estos fenómenos no son esenciales del estado místico, sino solamente
uno de sus signos.
Toda esta profunda doctrina implica que la ascética y la mística se compenetran
mutuamente. No hay un estado ascético puro ni uno místico exclusivamente. La
distinta denominación se hace según el predominio de los actos ascéticos o
místicos. También supone que la mística no es un don anormal o extraordinario,
ya que comienza en el estado ascético y todo cristiano participa de alguna
manera de ella.
Por último, conviene saber que la plena perfección cristiana está en la mística.
Las virtudes infusas no pueden lograr su perfección, que es en lo que consiste
la perfección cristiana, sobre todo la virtud de la caridad, el amor a Dios y
por Dios, si no es bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo actuando
sobre ellas al modo divino o sobrehumano, y, por tanto, en la vida mística. De
manera que la llamada universal a la perfección o a la santidad lo es a la
mística.
En su cuento El principito, Saint Exupéry pone en boca de uno de sus personajes:
«Éste es mi secreto. Es muy sencillo: no se ve bien más que con el corazón».
Podría decirse que el gran secreto que nos revela Enrique Calicó, y que ha
aprendido del Padre Pío, es que se ve mejor y se ama más con los dones del
Espíritu Santo. Hay que pedir siempre los dones del Espíritu Santo, porque son
necesarios para la misma salvación eterna.
Eudaldo Forment
Facultad de Filosofía,
Universidad de Barcelona
1. Vocación precoz y primeros signos
Con la gracia de Dios, comienzo la grata labor de escribir una Vida del Padre
Pío de Pietrelcina. Hay ya muchos escritos sobre él en diversas lenguas, pero yo
he querido aquí hacer una presentación breve y fiel de esta santa figura, una de
las más notables y atrayentes del siglo XX, para colaborar así a su conocimiento
en el mundo de habla hispana, en el que quizá no es suficientemente conocido.
Todos los datos, diálogos, frases, etc. que iré citando en los capítulos que
siguen, todos están tomados con exactitud de fuentes absolutamente fidedignas,
que no he citado en cada caso para no hacer laboriosa la lectura de este breve
libro.
Pietrelcina es un pueblecito del Benevento italiano, algo alejado al sudeste de
Nápoles. Lugar montañoso, con pequeños pueblos colgados en suaves colinas,
tierra de olivos y viñedos. Allí nació, el 25 de mayo de 1887, Francesco
Forgione, a quien más tarde conocerá el mundo entero como Padre Pío, el
capuchino de los estigmas.
Su padre, Grazio Maria Forgione, se había casado con Maria Giuseppa Di Nunzio
seis años antes, cuando ambos tenían veintiún años. Vivían de trabajar un trozo
de tierra no mucho mayor de una hectárea en las afueras del pueblo, a una hora
andando, que ella había aportado como dote y daba lo suficiente para sustentar a
la que esperaban ser una numerosa familia, aunque sin grandes holguras. Los
Forgione y sus cinco hijos no eran pobres. Propietarios también de su vivienda,
modesta y algo reducida, jamás pasaron hambre y vestían decentemente.
En tiempo de cosecha, Giuseppa, conocida como Mamma Peppa, acompañaba a Grazio
en las labores del campo. Tenían asimismo una vieja granja con patos, gallinas,
algunas ovejas, conejos... y en donde guardaban los aperos de labranza.
Hay que resaltar de Mamma Peppa que era una ferviente creyente, muy piadosa y
entregada a su marido con una solicitud total. Todas las noches, al regresar a
casa, la familia se detenía un momento en la iglesia para rezar el ángelus.
En este ambiente de vida sencilla, de trabajo y de piedad, nace Francesco,
cuarto hijo del matrimonio. Dos de sus hermanitos mayores se los había llevado
Dios al cielo y la madre, mirando a Francesco, se preguntaba:
–¿También a éste lo tomará Dios?
Y así fue en realidad, pero de otra forma.
Experiencias místicas
A los cinco años ya empezó nuestro Francesco a sentir la llamada de Dios.
Grazio: –¿Dónde está Francesco?
Giuseppa: –Ya sabes, Grazio, a estas horas él va a visitar a «Gesù» y a la
«Madonna».
Y fue creciendo en este ambiente familiar religioso, sin ocultar a sus padres
sus deseos de ser sacerdote, sin ser todavía consciente de si esos deseos eran o
no su verdadera vocación. Indicios los había, pues como muy bien se ha sabido
con posterioridad, desde esa corta edad ya había tenido experiencias místicas de
signos opuestos, con visiones de la Santísima Virgen y de su Ángel Custodio,
hasta el punto de llegar a creer que era cosa normal y corriente para todos los
creyentes:
–Padre Caruso, algunas veces cuando regreso a casa me encuentro a un hombre
vestido de sacerdote que no me deja pasar. Entonces llega un muchacho joven con
los pies desnudos, hace la señal de la cruz y el sacerdote desaparece al
instante.
–¿Y tú que haces, hijo?
–¿Yo? Pues le doy las gracias a ese muchacho y ya puedo entrar en mi casa.
Tenía nuestro Francesco nueve años cuando fue con su padre a Altavilla Irpina,
localidad distante unos veintisiete kilómetros. Era día de feria y fiesta a la
vez. Se honraba a su santo patrón, San Pellegrino Mártir, y una muchedumbre
acudía a la santa misa que celebraba el obispo. La ceremonia fue larga y
solemne, y contrastaba con las miserias humanas llegadas a suplicar una gracia a
San Pellegrino. Terminada la ceremonia, muchos peregrinos permanecieron allí
invocando al santo. Entre éstos destacaba una madre, joven, que gritaba más que
los otros y tendía hacía la imagen a su hijo lisiado y deforme, que daba unos
gruñidos ininteligibles.
Francesco le dijo a su padre, que ya iba a salir de la iglesia:
–Espera, papá, un momento.
En un arrebato, la pobre mujer echó a su hijo sobre el altar, a los pies de la
imagen del santo:
–¡Si no quieres curarlo, quédate con él!
Ante la sorpresa general, aquel ser retorcido, aparentemente curado, se puso a
andar por primera vez en su vida. La madre no creía lo que estaba viendo. Todos
los peregrinos gritaron:
–¡Milagro!
Un día nos dirá el padre Raffaele, confesor y uno de los pocos confidentes de
verdad del Padre Pío:
–Cuando Piuccio me contó este milagro, lloró abundantemente y no pudo añadir más
palabras. Fue como el anuncio de tantas cosas misteriosas que Dios iba a
realizar más adelante por medio del futuro Padre Pío.
El apoyo de la familia
Su madre le había contagiado su gran devoción a San Francisco, y él, además, a
su corta edad, gustaba de pasar horas y horas de contemplación en la iglesia del
pueblo llamada Santa Maria degli Angeli, en la capilla dedicada a Santa Ana,
justo donde debajo del altar yacen los restos de San Pío Mártir.
Mamma Peppa: –Grazio, parece que la decisión de Francesco de ser sacerdote va en
serio.
Grazio: –Sí, parece que sí. ¿Y qué podemos hacer?
Mamma Peppa: –Pues tendría que estudiar algo más que aprender sólo a leer y a
escribir. ¿No te parece?
Grazio: –Sí, creo que sí. Hablaré con don Tizzani, creo que él le podría
enseñar, pues es hombre de letras.
Don Tizzani aceptó.
Grazio: –He hablado con don Tizzani. Le dará lecciones de italiano por 50 liras
al mes.
Mamma Peppa: –¡Dios mío! ¿Y cómo vamos a costear esto? ¡Si es lo que valen 20
kilos de trigo! Y encima tenemos deudas pendientes.
Grazio: –Para solucionarlo he tomado la decisión de ir a América. Dicen que hay
trabajo y lo pagan muy bien. Pronto os podré mandar dinero.
Mamma Peppa: –¡Que Dios nos socorra! Todo sea para que el chico llegue a ser un
buen sacerdote. ¡Cuídate mucho, Grazio, y vuelve pronto, amor mío!
El padre embarcó hacia Nueva York en 1898. Francesco tenía solamente once años y
no le volvería a ver hasta 1903. En 1910 Grazio volvió a embarcarse, esta vez
rumbo a Argentina, donde pasó siete años más.
El Padre Pío, visiblemente emocionado, dirá varias veces a lo largo de su vida.
–Mi padre tuvo que exiliarse dos veces para que yo pudiera hacerme capuchino.
Así pues, Francesco, con sus once años cumplidos, tenía muy claro que quería ser
sacerdote y le atraía sobremanera la orden de los capuchinos. Cada día se
presentaba en casa de don Tizzani, pero no avanzaba en los estudios.
Mamma Peppa: –Francesco, hijo mío, me ha dicho don Tizzani que no adelantas
nada, que tu inteligencia está cerrada y que no hay nada que hacer.
Francesco: –Mamma, puede que mi cerebro esté cerrado, pero el corazón de él es
malo. Por eso no puedo aprender nada.
Con el tiempo se supo que don Tizzani era un sacerdote que se había secularizado
para poder vivir con una de sus feligresas. Instinto espiritual el del muchacho
que sólo es comprensible bajo el misterio de una presencia sobrenatural que le
irá acompañando a lo largo de su vida.
Mamma Peppa decidió enviar a Francesco a otro profesor, Angelo Càccavo. De
inmediato empezó a progresar de tal forma que en dos años recuperó todo el
tiempo perdido con anterioridad. Gustaba de estudiar en la torretta, habitación
separada del resto de la casa, situada sobre un peñasco, a la que se accedía
desde fuera por una escalera empinada. Allí se respiraba tranquilidad y
silencio.
Francesco: –Mamma, ¡qué bien se estudia arriba en la Torretta!
El hábito del Espíritu Santo
El 27 de septiembre de 1899, con doce años, recibe su primera comunión junto a
la confirmación. Guardará de por vida en su corazón la emoción de aquel día.
Quince años más tarde, ya sacerdote, sentiría la misma emoción al preparar a más
de cuatrocientos niños de Pietrelcina para la confirmación. Así decía la carta a
su director espiritual:
«Lloraba de consuelo mi corazón, porque me acordaba de lo que el Espíritu Santo
me había hecho sentir el día en que recibí el sacramento de la confirmación. Con
el recuerdo de ese día me siento enteramente devorado por una llama muy viva que
me quema, consume y no causa dolor».
Él es el encargado del correo familiar por ser el más instruido. A su padre le
cuenta sus progresos escolares, todo lo que ocurre en casa y...:
«Papá, que esté decidido a ser sacerdote no es nada nuevo para ti, pero ahora ya
sé en qué Orden voy a ingresar, ¡en la de los Capuchinos! –le escribe a su padre
el 15 de octubre de 1901–. El año próximo, si Dios quiere, todas las fiestas y
todas las diversiones habrán acabado para mí, porque abandonaré esta vida de
ahora para abrazar otra mejor».
Y así fue. En junio de 1902 es admitido en el noviciado capuchino de Morcone, a
sus 15 años.
Pero el paso a la vida religiosa no fue nada fácil para el muchacho que ya venía
cosechando desde la infancia experiencias místicas de muy distinta índole y una
fuerte, fortísima, oposición del mismísimo diablo que ya preveía su futura doble
misión: participación en los sufrimientos de Cristo y una intercesión llena de
éxitos en pro de las almas. Las visiones de una lucha sin cuartel con el diablo,
quien terminaba huyendo, y posteriormente de Jesús y María que lo alentaban y le
aseguraban que saldría vencedor, eran el presagio de lo que le esperaba.
2. La dura prueba del noviciado
El 6 de enero de 1903, después de haber oído misa en Santa Maria degli Angeli,
se despidió de todos, de su hermano, sus hermanas, primos, tíos y vecinos.
–No estéis tristes, parecéis como si fuera un duelo. –Y poniéndose de rodillas,
antes de subir al tren, se dirigió a su madre:
–Mamma, dame tu bendición.
–Hijo mío, ahora ya no me perteneces a mí, sino a San Francisco.
Estas palabras de su madre, llenas de lágrimas, acudían más tarde a su mente en
los momentos en que los ataques del demonio eran más furibundos, y ello le hacía
recobrar el valor.
El don de lágrimas
Aquel día, con tres compañeros más de la región –Vincenzo, Salvatore y
Giovanni–, ingresó en el convento de Morcone, bajo la tutela del maestro de
novicios, el Padre Tommaso Da Monte Sant´ Angelo. De éste, un día el Padre Pío
nos dirá:
–Era un poco severo, pero con un corazón de oro, muy bueno, comprensivo y lleno
de caridad con los novicios.
Las rígidas reglas, con «disciplinas» incluidas, que regían antaño para los
capuchinos y sus novicios, fueron desalentando a su compañero postulante
Giovanni, quien creía que nunca podría soportar las mortificaciones y
penitencias. Estaba a punto de abandonar, cuando su compañero Francesco le
animó:
–¿Después de haber hecho tanto para venir aquí vamos a irnos? ¿Qué dirían
nuestros padres y quienes nos han orientado a esta casa? Poco a poco, con la
ayuda de la Madonna y de San Francisco, también nosotros nos acostumbraremos
como se han acostumbrado los demás. Los que están en este convento y en los
otros también, ¿no han sido como nosotros?
–Francesco, tienes razón pero yo soy tan débil... ¡Ay!... Bueno, ¿sabes qué te
digo? Me has dado fuerzas, voy a intentarlo de nuevo.
Y así, al acabar el retiro, el 22 de enero, los cuatro postulantes tomaron el
hábito.
El padre Tommaso: –Que el Señor te despoje del hombre viejo y de sus acciones.
Acepta la luz de Cristo en señal de inmortalidad. Cristo te iluminará.
Francesco Forgione tomó por nombre el de Pío de Pietrelcina, en honor a San Pío
Papa Mártir a quien había rezado con tanta frecuencia; y también en memoria de
San Pío V, el gran pontífice de la Contrarreforma y vencedor de los turcos en
Lepanto.
A todo lo largo del duro noviciado, fray Pío fue siempre ejemplar y puntual en
la observancia de la regla y los ayunos que para aquellos jóvenes eran un
verdadero suplicio. Se distinguía también por el «don de lágrimas» que derramaba
en abundancia, muy en particular en las meditaciones de la Pasión de Cristo.
Tantas derramaba, que dejaba en el suelo trazas bien visibles. Para evitar
miradas indiscretas tomó la costumbre de extender en el suelo un pañuelo antes
de comenzar la meditación diaria.
Un fenómeno asombroso
Pasó un año como novicio en Morcone, durante el cual conoció al padre Benedetto,
quien sería su director espiritual junto al padre Agostino; con ambos mantuvo
una larga y abundante correspondencia. El 22 de enero de 1904, al acabar la
misa, pronunció sus votos temporales con estas palabras:
–Yo, hermano Pío de Pietrelcina, pido y prometo a Dios todopoderoso, a la
bienaventurada Virgen María, al bienaventurado Francisco, a todos los santos y a
ti, padre mío, observar hasta el fin de mi vida la regla de los hermanos menores
confirmada por Su Santidad el Papa Honorio, viviendo en la obediencia, la
pobreza y la castidad.
El padre provincial dijo entonces:
–Y yo, en nombre de Dios, te prometo la vida eterna si observas esas cosas.
Mamma Peppa, allí presente, muy emocionada:
–Hijo mío, ya eres entero hijo de San Francisco; que él te bendiga.
El noviciado ha acabado, pero él deberá continuar estudiando y prepararse para
la ordenación sacerdotal. Marcha con el hermano Giovanni, ahora fray Anastasio,
a Sant´Elia a Pianisi, donde su salud mejorará algo gracias a su clima, pero
otra vez sentirá los ataques visibles del diablo, cada vez más violentos,
incluso contra su integridad física. También experimentará fenómenos místicos
completamente diferentes, como el que le sucedió el 18 de enero de 1905 a sus 18
años:
«...Cuando estaba en el coro con el hermano Anastasio, de repente me encontré en
una casa burguesa en la que el padre se estaba muriendo, al mismo tiempo que
nacía una criatura.
«Entonces la Santísima Virgen María se me apareció y me dijo: "Te encomiendo
esta niña. Es una piedra preciosa en bruto; trabájala, puliméntala, hazla lo más
luminosa posible, porque un día desearé adornarme con ella. No lo dudes, ella
vendrá a ti, pero antes la encontrarás en San Pedro". Después de esto me volví a
encontrar en el coro».
Sintió la necesidad de poner por escrito este hecho insólito y entregarlo al
padre Agostino.
Igualmente asombroso es el resto de la historia. Aquella criatura, Giovanna
Rizzani, un buen día de 1922 recibirá el consejo de un confesor en San Pedro de
Roma de ir a San Giovanni Rotondo. Allí se encaminó y cuál fue su sorpresa al
reconocer en el Padre Pío al capuchino que la había confesado en San Pedro. Más
sorpresa se llevó todavía cuando el padre le contó haber asistido a su
nacimiento en Udine y le dio toda clase de detalles. Giovanna será más adelante
terciaria franciscana y fiel hija espiritual del padre Pío.
Se sabe que jamás, ni en 1905 ni nunca, estuvo éste en Udine, cerca de Venecia.
Ni en 1922 había salido ni un solo día de San Giovanni Rotondo, lugar de su
nuevo y definitivo convento.
Este fenómeno de bilocación de que fue objeto el Padre Pío en numerosas
ocasiones nunca se manifestó por su propia voluntad, sino como un don de Dios y
siempre para el bien de las almas.
Enclenque, humilde, obediente
Después de dos años y medio en Sant´Elia a Pianisi, de trabajo escolar y
espiritual, a pesar de su mejoría inicial, su aspecto era enfermizo. Los
pulmones continuaban haciéndole sufrir igual que los desarreglos intestinales.
Su semblante era pálido como una pared encalada.
El domingo 27 de enero de 1907, fray Pío hizo por fin la profesión de los votos
solemnes y perpetuos, que cumplirá fielmente en grado sumo, y, como veremos más
adelante, el de la obediencia de una forma asombrosa y casi inexplicable. Le
quedaba terminar sus estudios para ser admitido al sacerdocio. Estos estudios le
hacían cambiar de conventos según la materia, primero filosofía en San Marco la
Catola, luego teología en Serracapriola, cerca del Adriático; para esta
asignatura tuvo como profesor al padre Agostino de San Marco in Lamis, quien va
a ser su director espiritual en paralelo con el padre Benedetto.
Pero el aire marino no le sentará bien a nuestro joven religioso; su salud se
resentirá e irá de mal en peor. El padre Agostino dirá de él: «Era bueno,
obediente, estudioso, aunque enfermizo».
Finalmente sus superiores decidieron mandarlo a su casa en Pietrelcina para la
convalecencia. Se instaló en la Torretta, tratando de encontrar en el silencio
de esa pequeña habitación aislada la atmósfera del convento que había tenido que
abandonar con gran disgusto. A pesar de los cuidados y el gozo de su madre y
demás familia, no abandonó la vida regular de oración y meditación que le
correspondía en armonía con sus hermanos que quedaron en la comunidad. Casi un
año permaneció en Pietrelcina, visitado esporádicamente por el padre Agostino.
Aparentemente curado, se reincorporó al convento, pero esta vez en Montefusco,
donde reanudó sus estudios de teología.
Uno de sus profesores, el padre Bernardino de San Giovanni Rotondo, comentará:
«No se distinguía por su inteligencia, que era corriente. Se distinguía por su
comportamiento... siempre humilde, dulce, obediente».
Pero continuaba enclenque, enfermizo, con dolores en el tórax, con abundantes
fiebres. Al cabo de seis meses sus superiores decidieron enviarlo de nuevo a su
casa, pensando que se repondría pronto para poder continuar sus estudios de
teología y ser ordenado sacerdote. Sin embargo, fueron casi siete años los que
el joven capuchino, que sufría una especie de tuberculosis no diagnosticada,
permaneció en Pietrelcina sin abandonar sus estudios gracias a la ayuda de los
diferentes sacerdotes del entorno. El 18 de julio de 1909 fue ordenado diácono
en la iglesia del convento de Morcone.
Las asechanzas del Maligno
Tampoco en esa etapa de la vida del Padre Pío cesó el demonio de instigarle para
convencerle de que dejara su vocación de capuchino. Estando en el convento de
Gesualdo, presentose un día bajo la apariencia del padre Agostino, lo cual ya
extrañó a nuestro fraile. Entre reprimendas y consejos le vino a decir que no
podría llevar la vida tan dura de los capuchinos:
–Tu salud, hijo mío, no lo resistiría. Te puedes santificar en el mundo lo mismo
que en el convento y el apostolado es a veces más fecundo. Es evidente que esa
es la voluntad del Señor.
Se extrañó el hermano Pío al oír aquellas palabras de su propio director, y
recibiendo una especial iluminación, aprovechó una pausa de su interlocutor y le
contestó:
–Sabe usted, padre, para mí lo único que cuenta es la voluntad del Señor. Pues
bien, para reafirmarme en esa disposición le pido que diga usted bien fuerte
conmigo: ¡Viva Jesús!
Al instante el visitante desapareció dejando tras de sí un olor nauseabundo.
En enero de 1910, cada vez más preocupado por su salud, pidió a sus superiores
ser ordenado sacerdote prematuramente. Temía morir antes de haber sido ordenado.
Por fin, el 10 de agosto, una vez superada una nueva crisis de fiebre alta, en
presencia de su madre y del padre Benedetto, era ordenado sacerdote en Benevento
por Monseñor Paolo Shinosi, arzobispo de Marcianopoli. En las estampas de su
ordenación había hecho imprimir estas palabras:
Oh Jesús,
mi alimento y mi vida,
te elevo
en un misterio de amor.
Que contigo sea yo para el mundo
Camino, Verdad y Vida,
y para ti sacerdote santo,
víctima perfecta.
Padre Pío, capuchino.
3. Empieza la gran misión
El domingo 4 de septiembre de 1910 cantaba su primera misa solemne. El padre
Agostino, que había acudido y predicó el sermón, resaltó los lugares
privilegiados del sacerdote: el púlpito, el altar y el confesonario. Luego,
dirigiéndose al Padre Pío, profetizó: «No tienes mucha salud, no puedes ser un
predicador. Te deseo, pues, que seas un gran confesor».
El Padre Pío recordó toda su vida con emoción aquel día: «¡Qué feliz fui! Mi
corazón ardía de amor por Jesús... ¡Empecé a saborear el Paraíso!».
Permanecerá todavía en su pueblo natal hasta el año 1916, rodeado de
contrariedades y obstáculos para los que ni él ni sus directores espirituales
encontrarán razones. El padre Agostino un día reconocerá: «La enfermedad era
misteriosa, y misterioso era todo lo que le retenía y le ocurría en Pietrelcina».
En realidad fueron años de preparación para la misión y el testimonio que Dios
esperaba de él.
Víctima propiciatoria
El Padre Pío solía celebrar misa en Santa Ana, la iglesia donde recibió el
bautismo, la primera comunión y la confirmación. Las misas eran largas,
interrumpidas por inesperados éxtasis, tenía la gracia de vivir realmente las
misas que celebraba, llenas de manifestaciones sobrenaturales. Esos años serán
una etapa de pruebas durísimas, con ataques frecuentes de Barba Azul, como
llamaba él a Satanás. Un día de 1912 escribe:
«Barba Azul y sus semejantes no paran de pegarme casi hasta darme muerte. No
quiere confesarse vencido, adopta todas las formas, viene a visitarme con otros
comparsas armados de palos y de instrumentos de hierro y, lo que es peor,
mostrándose bajo sus propias formas...»,
Pero más adelante añadía: «Paciencia; Jesús, María, el Ángel, San José y el
padre Francisco están casi siempre conmigo».
Contaba esta vida mística extraordinaria por obediencia a sus directores
espirituales.
Había hecho ofrecimiento de su vida con todos sus sufrimientos para la
conversión del mundo, y así se lo cuenta al padre Benedetto:
«Desde hace tiempo siento la necesidad de ofrecerme al Señor como víctima por
los pobres pecadores y por las almas del purgatorio... que vierta sobre mí los
castigos que están preparados para ellos... deseo hacer ese ofrecimiento al
Señor con el permiso de usted».
Aceptó el Señor este ofrecimiento, permitiendo, además de esos cruentos ataques
del demonio, su tan misteriosa enfermedad. El doctor Cardarelli de Nápoles,
especialista en enfermedades pulmonares, pronosticó tajantemente:
–Apenas le queda un mes de vida.
El mismo médico, pasado cierto tiempo, reconocerá:
–No comprendo nada, nada de todo esto. ¡Si estaba clarísimo que le quedaban días
de vida!
Por fin, en julio de 1916, a sus veintinueve años, entraba el Padre Pío en el
convento de San Giovanni Rotondo y ya no lo abandonaría hasta su muerte,
ocurrida cincuenta años más tarde. Este convento, situado en el promontorio de
Gargano, en el Este de Italia, cerca de Foggia y perteneciente a la diócesis de
Manfredonia, era un lugar apartado y olvidado del mundo, lugar ideal para
nuestro fraile que sólo deseaba estar en oración permanente con Dios y compartir
las reglas de San Francisco con sus hermanos de vocación. Pero las gracias
sobrenaturales continuaban sucediéndose, cada vez con mayor intensidad.
El éxtasis crucificante
Muchas serían las almas que el Padre Pío encauzaría hacía Cristo a través de sus
sufrimientos físicos y morales. El 20 de septiembre de 1918, a sus treinta y un
años, día del éxtasis crucificante, aparecerán ya de forma definitiva los
estigmas, llagas que sangrarán a lo largo del resto de su vida y le harán
participar de la Pasión de Cristo. Y decimos definitivas, pues ya había tenido
en varias ocasiones estas experiencias, acompañadas de fuertes dolores en manos,
pies y corazón, en forma transitoria y que iría contando al Padre Benedetto con
mucha discreción y gran vergüenza.
Parece que la verdadera misión del Padre Pío iba a empezar a partir de ese día.
Sin embargo, hacía años que había empezado, incluso mucho antes de su total
ofrecimiento. El 7 de abril de 1913 había escrito al padre Agostino sobre la
aparición que había tenido el 28 de marzo, diez días antes. Entre otras cosas le
decía así:
«El Viernes Santo estaba aún en la cama cuando Jesús se me apareció, en un
estado lastimoso y desfigurado. Me mostró un gran número de sacerdotes infieles,
algunos celebrando, otros preparándose. Le pregunté por qué sufría tanto.
Apartándose de aquella multitud de sacerdotes con una expresión de disgusto en
su rostro, exclamó: "¡Carniceros!" y mirándome, dijo: "Hijo mío, no creas que mi
agonía duró solamente tres horas, no; estaré en agonía hasta el fin del mundo.
Durante el tiempo de mi agonía, hijo mío, no hay que dormirse. Mi alma está
buscando unas gotas de piedad humana"... »
Jesús, una vez más, repetía a sus almas privilegiadas el mensaje de su
sufrimiento viendo la escalada espectacular de impiedad e indiferencia
religiosa, porque algunos sacerdotes se han mostrado por debajo de su misión en
sus costumbres, en su piedad o en el desvío de la doctrina. La misión del Padre
Pío va a ser en gran parte una especie de reto lanzado al racionalismo moderno y
a la incredulidad. Va a llevar hasta un punto sublime los misterios de la misa y
de la confesión, ocasiones ambas en las que el sacerdote es más visiblemente
otro Cristo. Le acompañarán los estigmas, que no sólo son una gracia del Señor,
sino también un testimonio para el mundo entero.
Gente de todo el mundo irá a pedir consejo y buscar el perdón de Dios en San
Giovanni Rotondo. El Padre Pío pasará horas y horas cada día en el confesonario
e impartirá con sus manos la reconciliación y la paz.
4. Estigmatizado para siempre
Al instalarse en su nueva y definitiva residencia, algunos hermanos se habían
preocupado por el riesgo de contagio. Con una gran sencillez y también firmeza,
les tranquilizó:
–Mi enfermedad no es como las otras.
Por fin sus superiores decidieron mantenerle definitivamente en San Giovanni
Rotondo, donde vivirá cincuenta y dos años, hasta su muerte en 1968 a sus 81
años. Le confiaron al principio el cargo de director espiritual y de maestro del
pequeño grupo de muchachos que se preparaban para entrar en la Orden. Esta nueva
vida le daba profundidad. No sabía que allí iba a empezar su gran misión. Las
multitudes iban a acudir a él de todas partes, a ese rincón antes desconocido, y
serían atendidas principalmente por sus misas y sus confesiones. No importa que
la celebración eucarística dure tres horas o más, los fieles degustarán su
mística, sus éxtasis y los dones que Dios se dignó concederle, y el fruto se
propagará por doquier, con conversiones inesperadas e inauditas. Otro de los
dones del Espíritu Santo de que disponía en abundancia era el de consejo.
Los Grupos de Oración
En Florencia, una chica se tiró del Ponte Vecchio al río Arno. Su hermana vivía
atormentada pensando en el hecho de un suicidio premeditado y voluntario, y por
tanto que se había condenado. Tal era su dolor que por fin decidió visitar al
Padre Pío en San Giovanni Rotondo. Nuestro fraile, en cuanto la vio, le dijo sin
más, con su dulzura acostumbrada:
–Del puente al río hay unos segundos. Y no le dijo nada más.
Ella, entre sollozos, sólo pudo balbucear: –Gracias, padre.
¿Cómo sabía él que le iba a preguntar por su hermana si ni siquiera la conocía a
ella? Era evidente que por confidencia divina sabía que mientras caía tuvo
tiempo de arrepentirse. Realmente la hermana podía regresar con la paz en el
corazón.
Había escrito allí en Pietrelcina:
«La oración es el gran negocio de la salvación humana»
Y ahora en San Giovanni lo llevaba a la práctica, contagiando a muchas personas
de buena voluntad. Una de las realizaciones más importantes del Padre Pío fueron
los Grupos de Oración, que se extenderán por todas partes del mundo a partir de
1945, ayudados también por la exhortación del Papa Pío XII.
Ejercía la dirección espiritual de las almas piadosas que se acercaban a él,
dando gran importancia a la lectura espiritual, la meditación, el examen de
conciencia, la comunión diaria, la confesión semanal:
–La meditación es la clave del progreso en el conocimiento de uno mismo y en el
de Dios, y permite alcanzar la finalidad de la vida espiritual, que es la
transformación del alma en Dios.
–¿Y la confesión, padre?
–La confesión es el baño del alma, hijos míos. Hay que lavarla al menos cada
ocho días.
Similar a Cristo crucificado
El 20 de septiembre de 1918, estando el Padre Pío ante un gran crucifijo que
domina la sillería del coro, recibió los estigmas, visibles y sangrantes, que
hasta su muerte lo identificaron con Cristo crucificado. Gracias al padre
Benedetto, su amigo, confesor y director espiritual, sabemos los detalles de
cómo sucedió, pues sin más preámbulo, y para vencer aquel silencio, aquellas
medias palabras, aquel esconderse de miradas, aquella vergüenza natural del
Padre Pío, le obligó con estas palabras:
–Hijo mío, dímelo todo claramente... Quiero saberlo todo con detalle y en virtud
de la santa obediencia.
De esa forma nuestro querido beato no tuvo más remedio que contar, punto por
punto, en carta fechada el 22 de octubre, todo lo sucedido aquel día y podemos
comprobar que fue en circunstancias bastantes parecidas a lo acaecido a San
Francisco de Asís el 14 de septiembre de 1224, con siete siglos de distancia.
Otra gran diferencia que conviene señalar: lo que fue admitido por la Edad Media
cristiana no lo fue tan fácilmente en la época del Padre Pío. Médicos,
visitantes oficiales, expertos en la mística, se sucedían para examinarlo y dar
su opinión. Se formaron dos grupos opuestos. Los que, después de un estudio
profundo y minucioso, sólo encontraron una explicación sobrenatural; y los que,
para mantenerse en su incredulidad, buscaron razones de todos los colores aunque
ninguna fue lo bastante coherente para ser admitida a través del tiempo. Tampoco
faltaron los que se atrevieron a insinuar que aquellas llagas podían ser
artificialmente provocadas. Esas heridas sangraron diariamente más de cincuenta
años.
La cantidad de sangre perdida diariamente, algo más de una taza, habría acabado
con la vida del ser más fornido en menos de un año. Pero en el Padre Pío,
enfermizo, falto de salud como hemos visto, tachado de tuberculoso –apenas
dormía, comía muy poco, se pasaba muchísimas horas diarias en el confesonario
con el consiguiente desgaste–, y jamás en esos cincuenta años tales llagas se
infectaron o dieron síntomas de cicatrizarse.
La fama del Padre Pío, bien en un sentido o bien en otro, fue creciendo por toda
Italia y por el mundo entero, y no solamente en círculos religiosos o
científicos. Una fotografía de nuestro capuchino llegó a manos del general Luigi
Cadorna, quien había sido tachado de responsable de la derrota en la batalla de
Caporetto contra las tropas austroalemanas en 1917. Tan pronto la vio, le
reconoció inmediatamente:
–Éste, éste es el fraile que sin permiso, sin ser anunciado, sin ser visto por
nadie, entró en mi despacho aquella noche en que yo había tomado la decisión de
suicidarme, con el revólver ya cargado en mi mano. Fue él quien me disuadió de
hacerlo y cuando ya me tuvo convencido y arrepentido desapareció tal cual había
llegado.
El bueno del general diose cuenta de que había sido beneficiado con una gracia
especial del Señor a través de aquel religioso excepcional.
Y la multitud de fieles devotos era cada vez más numerosa.
5. Buceador de almas
Tres meses después de haber recibido esa gracia de los estigmas ya no se
encuentra en plenitud de aquella «noche espiritual» y así se lo comunica al
padre Benedetto el 12 de enero:
«Padre, dolor y amor, amargura y dulzura se suceden simultáneamente en mi alma.
He comprendido que estos estigmas no son una nueva prueba que me manda el Señor,
sino un don especial del que me siento indigno, incapaz de llevar el peso de ese
amor inmenso».
Y era precisamente eso lo que le estaba pidiendo Dios, y no para uno o dos años,
sino para cincuenta: ser testimonio, en el mundo, de los padecimientos de Cristo
en la cruz.
El padre Benedetto visitó a su dirigido en marzo de 1919 y luego informó de
cuanto había podido observar al padre Agostino, quien asimismo escribió al Padre
Pío:
«Acuérdate siempre, hijo, de que los dones de Dios, otorgados gratuitamente, son
también para la santificación de los demás».
Los periódicos de la época empezaron a hablar del Padre Pío, del santo de San
Giovanni, de sus estigmas, sus éxtasis, sus bilocaciones y un par de curaciones
milagrosas. En unas semanas se multiplicaron los grupos de peregrinos. La
curiosidad vana o la atracción por lo maravilloso con frecuencia se
transformaban en verdaderas conversiones.
Todos los días acudían centenares de visitantes que querían ver al «santo»,
besar sus estigmas, asistir a su misa, confesarse con él. Por falta de hoteles y
albergues, esos peregrinos tenían que dormir al raso esperando turno a veces
diez o quince días para confesarse. Se extendió el rumor de que el Padre Pío
leía en el interior de las almas, cosa bien cierta pues ayudaba a recordar
viejos pecados ya olvidados, y los extranjeros se asombraban al comprobar que se
entendían mutuamente, fuese cual fuese su idioma:
«Ese hombre es un santo y lleno del Espíritu Santo. Me entiende en mi idioma, y
lo más extraordinario es que yo también a él».
Envidias, calumnias, injusticias
Barba Azul, viendo que no hacía mella en el Padre Pío, empezará a envenenar los
corazones de determinadas personas, ya fuesen superiores religiosos, tanto
canónigos como de su misma Orden, ya fuesen gente de menor relieve.
El primero que fue tentado fue el obispo de Manfredonia, Monseñor Pasquale
Gagliardi, quien dejándose llevar por la envidia al ver la afluencia de
peregrinos y de limosnas al convento de San Giovanni dentro de su diócesis, se
inventó toda clase de artimañas para calumniarlo.
El padre Paolino Da Casacalenda, guardián del convento de San Giovanni Rotondo
–quien había hecho posible que el Padre Pío fuese destinado a dicho convento, le
había asistido tantas veces y había sido el primero en ver los estigmas –, con
gran disgusto para ambos fue trasladado y sustituido por el padre Lorenzo de San
Marco in Lamis.
También el padre Benedetto de San Marco in Lamis dejará su cargo de provincial
en manos del padre Pietro Da Ischitella. A partir de ese momento nuestro beato
será víctima de persecuciones, privaciones y órdenes absurdas e injustas muy
graves que se sucederán a lo largo de los años y que él, sin discutirlas,
acatará con paciencia y resignación cristiana:
–Si esta es la voluntad de Dios...
Preguntado en más de una ocasión por su total sumisión y por qué no se defendía
de aquellas órdenes que demostraban ser verdaderos castigos intencionados,
–Pero, Padre Pío, ¿por qué no se rebela contra tamañas calumnias e injusticias?
Siempre respondía:
–La obediencia, hijos míos, es una muralla que el diablo nunca puede escalar.
A pesar de tantas calumnias, tantos informes maliciosos, no dejó de cumplir su
misión, la que Dios le había destinado. La afluencia de peregrinos se irá
incrementando, y la curiosidad creciente será una fuente inagotable de
conversiones.
Vamos a destacar la de Emmanuele Brunatto, joven conocido por su vida disoluta y
aventurera y por sus continuas quiebras fraudulentas. Él mismo reconoce no saber
por qué un día fue y se mezcló entre la multitud al pie del monasterio. El Padre
Pío al momento pesca este «pez gordo» y lo lleva a una confesión íntegra, lo
cual da como resultado un cambio total de vida.
Ese joven se convierte en un gran defensor del Padre Pío, a quien tendrá una
verdadera devoción, se quedará por un tiempo en el convento y luchará con todos
los medios a su alcance para anular el daño que las calumnias e informes
malintencionados fueron esparciendo por doquier. Trabajará con honradez en un
nuevo negocio que le proporcionará una pequeña fortuna, gracias a la cual podrá
colaborar en el gran proyecto que nuestro capuchino tiene in mente.
«El filósofo de la persecución»
Si daño le causó el obispo de Manfredonia Monseñor Gagliardi, por envidia, mucho
más fue el que le causó el padre Gemelli, médico cirujano y capuchino,
especialista en neuropsicología, considerado indiscutible en mística. Su
intervención fue decisiva para la actitud adoptada por determinadas autoridades
romanas y del Santo Oficio, de quienes era consultor. El padre Gemelli se había
interesado por el caso del Padre Pío a principios de 1920. Desde 1919, las
autoridades de la Orden capuchina habían decidido que para un nuevo examen de
los estigmas se precisaría de un acuerdo firmado del Santo Oficio y del ministro
general de la Orden, y así se le hizo saber al padre Gemelli, quien respondió
que sólo quería ver al Padre Pío con fines privados y espirituales. Y con este
fin se le permitió ir al convento.
Acompañado por el padre Benedetto y algunos sacerdotes llegó al atardecer y tuvo
que esperar a la mañana siguiente, cuando se dirigió temprano a la sacristía. Se
preparaba el Padre Pío para celebrar misa, en presencia de Brunatto, que le
hacía de ayudante.
–Padre Pío, he venido para hacer un examen clínico de sus lesiones.
–¿Tiene usted una autorización... escrita?
–Escrita, no. De todas maneras...
–En ese caso no estoy autorizado a enseñárselas a usted.
Y sin añadir más se fue a celebrar misa.
Gemelli exclamó:
–Bien, Padre Pío, ya hablaremos. –Y poco después se marchó del convento.
Fuese por orgullo, pundonor o que se sintiera herido en su mismísima dignidad de
hombre importante e influyente, lo cierto es que sin haber tenido otra ocasión
de ver al Padre Pío, afirmó de él haber examinado los estigmas y que era un caso
de histeria y autolesiones más o menos conscientes. De esa forma inspiró una
campaña de denuncia contra el hoy beato. Su influencia en los ambientes romanos
haría de él «el filósofo de la persecución».
Cada vez que se producían informes calumniosos sobre los estigmas, bien por
parte de autoridades religiosas o por médicos autorizados o no, a continuación
se emitían contratestimonios que los ponían en entredicho, creando un clima
confuso para las autoridades de Roma al observar los pros y los contras.
Mucho más que un amigo
Tanto en estas tribulaciones –indirectamente organizadas con mucha sutileza por
Barba Azul– como en sus ataques directos contra la persona de nuestro Padre Pío,
éste había contado siempre con un verdadero amigo que lo acompañaba desde su
infancia, íntegro, confidente y consejero, con quien había mantenido a lo largo
de su vida profundos diálogos. El Padre lo llamaba el amigo de mi infancia y
era, naturalmente, su Ángel de la Guarda. El padre Agostino quiso tener la
certeza de esa sorprendente amistad tan franca y abierta, y la puso a prueba.
Empezó a escribirle en francés e incluso en griego, a sabiendas de que su pupilo
ignoraba tales lenguas. No hubo problema para nuestro fraile. Veamos lo que nos
dejó certificado don Salvador Mannullo, arcipreste de Pietrelcina:
–¿Cómo puede saber, padre, el contenido, ya que del griego ni el alfabeto sabe
usted?
–Sepa que mi Ángel de la Guarda me lo explica todo.
Otro día, el Padre Pío nos contará una de sus conversaciones y nos obsequiará
con estas palabras, respuesta de su Ángel:
–Estoy junto a ti, estoy siempre a tu lado. ¡Mi amor por ti nunca disminuirá, ni
aun con la muerte!
Con una amistad así y las promesas hechas por Jesús y la Santísima Virgen de que
al final él siempre saldría vencedor, no es de extrañar que su fortaleza
espiritual no se viniera nunca abajo, ni en los momentos más duros, que los
hubo.
6. Conquista de almas
Los milagros y lo sobrenatural difícilmente son aceptados, y la Iglesia ha
actuado siempre con mucha prudencia al respecto. Fueron numerosas las altas
autoridades eclesiásticas y muchos los médicos que atestiguaron las curaciones
milagrosas y otros fenómenos sobrenaturales incomprensibles para la razón
humana, de los que hemos detallado algunos para dar unos pequeños ejemplos de
tal abundancia en la vida del Padre Pío. Estas gracias sobrenaturales no eran
concedidas por Dios para la autoglorificación de nuestro capuchino, sino para
dar testimonio de la vida divina, para llamar a la conversión, para aliviar e
incluso curar, y no se perdió ni una sola ocasión sin que acabara haciéndose el
bien.
Una conversión espectacular
El confesonario fue el lugar habitual de los sucesivos «milagros» realizados por
él. Llegaba a pasar hasta quince horas al día confesando, con lo cual abundaban
las verdaderas transformaciones interiores. Una de las conversiones
espectaculares, antes de la primera persecución de que fue objeto, fue la del
famoso abogado genovés Cesare Festa, gran dignatario de la masonería italiana y
primo del doctor Giorgio Festa. Éste había comentado en su informe médico:
«Después de varios exámenes y ver la evolución con el tiempo de las heridas del
Padre Pío, no hay otra explicación que la de que nos encontramos ante un caso
sobrenatural».
Con su primo Cesare, ateo y rabiosamente anticlerical, mantenían una discusión
interminable, hasta que al fin un día le dijo:
–Cesare, anda, vete a San Giovanni Rotondo y encontrarás allí un testigo que
acabará con todas tus objeciones. Después ya continuaremos hablando.
Cesare decidió ir, con el propósito de desenmascarar y denunciar lo que él creía
ser un fraude.
El Padre Pío no le conocía ni sabía de su existencia. Cuando le vio entrar en la
sacristía junto a otros peregrinos, le espetó bruscamente:
–¿Qué hace ése entre nosotros? Es un masón.
–Pues sí, es cierto, lo soy.
–¿Qué papel desempeñas en la masonería?
–Luchar contra la Iglesia.
El Padre Pío, sin decir más, le señaló el confesonario, y ante la estupefacción
de todos los presentes el abogado masón se arrodilló, abrió su corazón, y con la
ayuda del padre capuchino examinó toda su vida pasada. Cuando se levantó era
otro hombre, ¡llevaba la paz en su corazón! Permaneció tres días en el convento
y regresó a Génova. Su conversión salió en la primera página de los periódicos.
Cesare Festa fue a Lourdes y volvió a San Giovanni Rotondo para recibir de manos
del Padre Pío el escapulario de la Orden Tercera franciscana. Todo en pocos
meses: de masón a franciscano. Fue recibido por el
Papa Benedicto XV, quien le
confió esta misión:
–Tengo en gran estima al Padre Pío, a pesar de algunos informes desfavorables
que me han hecho llegar. Es un hombre de Dios. Comprométase usted a darlo a
conocer, porque no es apreciado por todos como él se merece.
La Gran Logia italiana se reunió para expulsar al abogado renegado. Cesare Festa
decidió asistir y dar a conocer su testimonio. El mismo día recibió una carta
del Padre Pío animándole:
«No te avergüences de Cristo y de su doctrina; es momento de lucha a rostro
descubierto. El Espíritu Santo te dará la fortaleza necesaria».
Dios conquistaba las almas a través del Padre Pío en número incalculable.
Monseñor Damiani de la diócesis de Salto, Uruguay, visitó al Padre Pío y luego
comentó a Su Santidad Benedicto XV:
–Es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en
cuando para la conversión de los hombres.
Monseñor Damiani al regresar a Uruguay aplicó un guante que había pertenecido al
Padre Pío sobre el corazón y el estomago de Sor Teresa, enferma terminal
afectada de cáncer de estomago y con problemas cardíacos. Sor Teresa se durmió
al momento, soñó que se le acercaba un monje con barba y la tocó en la cara...
Al despertar completamente sana, reconoció en una fotografía del Padre Pío al
religioso que la había curado.
Interviene el Santo Oficio
En esos años que van de 1919 a 1921, su entrega es total y poco tiempo le queda
para mantener una correspondencia abundante con sus directores espirituales como
antaño. En noviembre de 1921 escribía al padre Benedetto:
«Me siento devorado por el amor a Dios y al prójimo».
O en otra ocasión: «He trabajado, quiero trabajar; he rezado, quiero rezar; he
velado, quiero velar; he llorado, quiero llorar siempre por mis hermanos del
exilio. Sé y comprendo que es poco, pero sé hacer eso, soy capaz de hacer eso y
eso es todo lo que soy capaz de hacer». Así, simple y sencillo.
Tras la inesperada muerte de Benedicto XV, el 22 de enero de 1922, le sucederá
el 1 de febrero de 1922 Achille Ratti, amigo de siempre del padre Gemelli, con
el nombre de Pío XI. El 10 de mayo, el Santo Oficio, reunidos sus cardenales
inquisidores, tomará en deliberación una serie de medidas internas respecto a la
Orden capuchina, so pretexto de frenar el torrente de devociones que desembocaba
en el Padre Pío y mantener una mayor prudencia acerca de los fenómenos
sobrenaturales. Según sus mismas palabras, pondrán al Padre Pío «bajo
observación». Pero las instrucciones que dieron al general de la Orden capuchina
eran mucho más severas:
«Que la misa que celebra el Padre Pío sea a horas indeterminadas, con
preferencia de madrugada y en privado, que no dé la bendición en público, que no
muestre, hable o deje que besen los supuestos estigmas. Que cambie de director
espiritual, que no tenga ningún tipo de contacto con el padre Benedetto, ni por
carta ni por cualquier otro medio, pues su dirección deja mucho que desear. Que
el Padre Pío sea alejado de San Giovanni Rotondo; mejor mandarlo al Norte de
Italia».
Se le prohibía responder la correspondencia. Las únicas cartas que podía
escribir, con permiso de sus superiores, eran a su familia y las felicitaciones
o las condolencias.
En el convento, estas instrucciones cayeron como una bomba. El Padre Pío no pudo
ni siquiera compartir su pena y sorpresa con sus directores espirituales. El
padre Benedetto morirá veinte años después con la pena de no haber vuelto a ver,
ni haber escrito, ni haber hablado con aquel a quien tan admirablemente había
dirigido.
Veneno e infamia
El padre Pietro Da Ischitella, provincial de Foggia, al contestar al ministro
general de la Orden, indicó:
«... el Padre Pío siempre ha rechazado la ostentación y la vanidad espiritual.
Pero sepa usted, padre, que las órdenes del Santo Oficio, por la santa
obediencia, ya han sido puestas en marcha. En cuanto a su traslado, permítame
indicarle que en ningún lugar de Italia estará más discreto que aquí. Lo
apartado, la falta de comunicaciones, aislados por la nieve buena parte del año,
proporcionan cierta tranquilidad. Por el contrario, si lo mandamos al norte, ¿no
es precisamente allí dónde tiene mayor fama? Espero, pues, sus órdenes para
proceder...»
Monseñor Gagliardi no tenía suficiente con eso, se fue a Roma a destilar su
veneno en presencia de obispos y cardenales, y no se privó del perjurio para dar
mayor fuerza a sus monstruosas calumnias y mentiras.
«Yo mismo lo he visto, lo juro, descubrí un frasco de ácido con el que se
provoca las heridas y colonia para perfumárselas. El Padre Pío es un poseso del
demonio y los monjes de su convento unos estafadores...»
El 2 de julio Monseñor Gagliardi fue recibido por Pío XI, quien después de
escucharle consideró confirmadas las prevenciones contra el capuchino hechas por
su amigo el padre Gemelli. A todo esto se sumaron rumores gratuitos contra los
capuchinos de San Giovanni, que encontraban en toda Roma oídos complacidos
incluso dentro del Santo Oficio. Una nueva vuelta de tuerca se estaba
preparando.
Mientras tanto, en Santa Maria delle Grazie (nombre del convento de San Giovanni
Rotondo) la vida continuaba a pesar del tumulto exterior por un lado y las
coacciones impuestas, por el otro. El Padre Pío continuaba confesando (todavía
no se le había prohibido), celebrando misa matinal y convirtiendo almas.
7. Casi una revuelta popular
El 16 de mayo de 1923, casi un año después, en una nueva reunión, la
Congregación del Santo Oficio pronunció una condena firme y oficial en forma de
un decreto hecho público. Esta «declaración» apareció en diversos periódicos,
naturalmente en el L’Osservatore Romano en primer lugar, negando rotundamente
«después de una investigación» el carácter sobrenatural de las gracias y los
carismas del Padre Pío.
Las mentiras, las acusaciones del padre Gemelli y de Monseñor Gagliardi habían
prevalecido sobre la verdad. A las medidas adoptadas el año anterior se sumaron
otras más graves:
«Se ordena al Padre Pío no celebrar misa en público, sino en la capilla interna
y no se permite asistir a nadie».
El texto de esta condena fue conocido en el convento por la revista oficial de
la Orden, justo en el recreo de los monjes. Emmanuele Brunatto, que estaba
presente, viviendo temporalmente en el convento como laico, nos lo cuenta:
«El padre guardián leía el decreto a sus hermanos, que estaban atónitos. Al
acercarse el Padre Pío intentó disimular, pero éste lo tomó y lo abrió por la
página exacta. Leyó en silencio, sin delatar la menor emoción. Luego volvió la
página y habló de otro tema. A la hora de la siesta se retiró. Yo lo acompañé.
Ya en su celda, fue a cerrar las persianas y permaneció unos momentos como
mirando a lo lejos. Después se volvió y estalló en sollozos. Yo me eché a sus
pies y le abracé las rodillas:
–¡Padre –le dije– usted sabe cuánto le amamos! ¡Nuestro amor tiene que
confortarle!
–Pero, hijo, ¿no comprendes que no lloro por mí? Me costaría menos y tendría más
mérito. Lloro por las almas que se ven privadas de mi testimonio... ».
La voz del pueblo
El padre Ignazio, guardián del convento, por orden de su superior provincial,
con gran disgusto pidió al Padre Pío que en adelante celebrase misa a puerta
cerrada, él solo con un ayudante y nadie más. El Padre obedeció sin rechistar.
Otra cosa fue la población de San Giovanni Rotondo, que en número de cinco mil
se presentaron en el convento a protestar, con la banda de música al frente.
Temían lo peor, que su «santo» hubiera ya sido trasladado. Tuvo que salir el
Padre Pío a dar su bendición a la multitud exaltada.
El Santo Oficio insistió en que debía ser trasladado, y si era preciso con ayuda
de la fuerza pública. La Sagrada Congregación escogió el convento de Ancona. Una
vez más, el Padre Pío, sumiso, escribió a su superior provincial:
«Como hijo devoto de la santa obediencia, y en lo que de mí depende, obedeceré
sin abrir la boca».
Pero el pueblo montó guardia día y noche, y bloqueó el único camino que lleva al
convento, dispuesto a todo. El general De Bono, director de la seguridad
pública, informó al padre general de la Orden:
–Tiene usted que saber, padre, que dicho traslado no es factible a menos que
mande un contingente numeroso de fuerzas y no podremos evitar un gran
derramamiento de sangre.
–Bien –decidió el padre general–, es mejor suspender esa orden hasta otra
oportunidad.
El 24 de julio de 1923 el Santo Oficio en una advertencia solemne exhortaba a
los fieles, con palabras muy graves, a que se abstuvieran de tener cualquier
relación, ni por escrito, con el citado padre. Estas declaraciones repetidas
desorientaron a los fieles, tanto laicos como religiosos, que no habían conocido
personalmente al Padre Pío.
En 1924, que transcurría con cierta tranquilidad, el procurador general de los
capuchinos mandó a todos los conventos una circular prohibiendo mencionar y
divulgar lo relativo al Padre Pío, añadiendo:
«Debemos comportarnos como si nunca hubiéramos oído hablar del Padre Pío».
Un modesto hospital
La vida en el convento seguía igual. El Padre Pío, sencillo y humilde, sabía que
los dones recibidos no eran para él, sino para dar un testimonio vivo de los
padecimientos de Cristo en la cruz. No eran en absoluto ni para él ni para su
vanidad, eran para ayuda de pecadores, para su conversión y encaminarlos a Dios.
Su atención extrema a las necesidades de los más pobres le hace concebir y
realizar lo que queda hoy como su gran obra terrenal: la Casa Sollievo della
Sofferenza (la Casa de alivio del sufrimiento), uno de los hospitales más
modernos de Italia. Tenía clarísimo que en el orden del amor es donde el bien
responde al mal. El pueblo de San Giovanni Rotondo no tenía hospital, el más
cercano estaba a 40 kilómetros. Necesitaba uno para sus enfermos de viruela, de
tuberculosis, de septicemia, para los heridos de guerra y demás. Las curaciones
se hacían muy lentas por falta de cuidados sanitarios. A esto se sumaban las
necesidades de los peregrinos que iban en aumento. Un hospital permitiría
atender a los enfermos y al mismo tiempo emplear con buen fin las ofrendas de
los fieles que se iban multiplicando. No le faltaron desde el principio
colaboradores y mecenas, así como doctores: el alcalde Morcaldi, Merla, su
primer médico, Leandro Giuva, el cirujano Bucci, todos ellos se ofrecieron
gratuitamente.
El primer intento había sido a principios de 1922, cuando se habilitó un antiguo
convento de clarisas dentro del pueblo y se le puso por nombre Hostal de San
Francisco. Fueron centenares las personas atendidas en este pequeño hospital
gracias al trabajo de unos, a las oraciones y las donaciones de otros.
En 1938 un fuerte terremoto destruyó parte del edificio y parte del material que
aún quedaba, puesto que el hospital había tenido que cerrar hacía ya tiempo por
dificultades económicas. Se planteaba, entonces, tener que empezar de nuevo.
8. Pugna al más alto nivel
Aquellos años que sucedieron a 1924 fueron tiempos de silencio y de prueba para
nuestro querido Padre Pío, que acataba con sorprendente y extraordinaria
obediencia las órdenes que viniendo de arriba le eran transmitidas por sus
superiores. A cada nueva prohibición se limitaba a decir:
–Que se haga la voluntad de Dios.
Poco sabemos de su vida interior en esos años en que no le permitieron escribir
a su director espiritual. Sólo podía confiarse a sus hermanos del convento. Esta
prodigiosa vida interior del Padre Pío, su vida de oración y de gracias, era
totalmente desconocida por la mayoría de sus superiores y demás autoridades
romanas.
Otro hecho extraordinario
Fue en estos años cuando se produjo otra extraordinaria bilocación del Padre
Pío, y en esta ocasión se hizo defensor de su propia causa. Al cardenal Silj,
que estaba presente, le debemos el conocer este hecho. Se habían reunido con el
Papa algunos cardenales, que para terminar de una vez con el caso Padre Pío eran
partidarios de gravísimas sanciones. En aquel momento se vio entrar a un fraile
capuchino, con las manos escondidas dentro de las mangas, un andar doloroso pero
decidido, que avanzó directamente hacia el Santo Padre. Sin que nadie pudiera
detenerlo, se arrodilló, besó los pies de Su Santidad y con voz suplicante le
dijo:
–Santidad, por el bien de la Iglesia, no permitáis eso.
Pidió la bendición, de nuevo besó los pies del Santo Padre y salió como había
entrado. Los cardenales allí presentes estaban estupefactos, no podían creer lo
que acababan de ver, se interrogaban unos a otros con la mirada, hasta que
algunos, reaccionando, salieron a preguntar a los guardias:
–¿Cómo es que habéis dejado pasar a ese fraile capuchino?.
–¿Fraile capuchino? Por aquí no ha entrado ni ha salido nadie.
Los demás guardias afirmaron:
–Es cierto, es cierto, no ha pasado nadie desde que se reunieron Vuestras
Eminencias.
Brunatto, el fiel Brunatto, reúne documentos, pruebas de toda clase, escribe
cartas para presionar a la Santa Sede y pedir que se digne hacer justicia al
Padre Pío. Solicita que se le devuelvan las libertades y al tiempo se investigue
a los canónigos que habían apoyado al arzobispo de Manfredonia, e incluso al
mismísimo Monseñor Gagliardi.
Poco a poco los calumniadores son descubiertos y destituidos de sus funciones.
No faltaron testigos, con pruebas evidentes y numerosas, de antaño y de
entonces, acerca de la conducta escandalosa del que era cabeza de la diócesis,
quien gracias a sus amistades y a moverse con diligencia se iba manteniendo en
su privilegiado lugar, hasta que en octubre de 1929 por fin fue destituido. Se
retiró sin pena ni gloria a vivir con su familia, desposeído de sus insignias
episcopales.
Acoso implacable
Sin embargo, desenmascarado el principal calumniador, no por eso el Padre Pío va
a obtener del Santo Oficio que le sean levantadas todas las limitaciones. Todo
sigue igual respecto a nuestro fraile, que no mueve ni un dedo para defenderse,
más bien suplica a unos y a otros para que sean perdonados sus acusadores, cosa
que él hace de todo corazón.
Brunatto insiste, actúa desesperadamente. Aquellas presiones junto con los
sucesivos artículos que aparecían en los periódicos, el río de peregrinos que no
cesaba en San Giovanni Rotondo, las continuas cartas que llegaban de todo el
mundo, pesaron mucho sobre las decisiones tomadas por el Santo Oficio el 13 de
mayo 1931 en reunión plenaria. El 23 de mayo así se le comunicó al ministro
general de la Orden.:
«Al Padre Pío se le priva de todas las facultades del ministerio sacerdotal,
excepto la de celebrar misa, pero solamente en la capilla interior del
monasterio, no en la iglesia pública».
El provincial de Foggia era el encargado de comunicar el decreto al Padre Pío,
quien una vez más se limitó a decir:
–Que se haga la voluntad de Dios –y se echó a llorar. No podía celebrar misa en
público, ni confesar, ni dirigirse a los fieles, ni darles sus consejos tan
acertados, ni exhortarles, ni siquiera verles.
–Dios mío, no podré en tu nombre liberar a las almas de sus culpas.
Se privaba precisamente al Padre Pío de lo más esencial, pues la confesión junto
con la celebración de la misa eran el verdadero núcleo de su vocación. No podía
escribir ni mantener relación alguna, pero los fieles no conocían la existencia
de los decretos del Santo Oficio, así que durante su aislamiento recibía un
montón de cartas de todo el mundo solicitando alguna gracia por su intercesión.
Todas estas peticiones las tenía presentes en sus solitarias celebraciones
eucarísticas, que duraban más de hora y media, e incluso hasta tres horas. Por
lo demás, comer y rezar el oficio con sus hermanos era lo único que se le
permitía en comunidad.
–Padre, así recluido irá ya por dos años.
–Sí, hermano, sí, dos años llevo de prisionero inocente.
Lo cuenta el padre Raffaele, superior del convento en esos años:
–Mirad, hermanos, se me humedecen los ojos de emoción al ver a tanta gente
venida del extranjero. Al no poder ver a nuestro Padre Pío, se conforman y se
quedan en la iglesia. ¡Con qué devoción rezan y piden por la liberación de su
padre espiritual!
–Y esto, padre, sucede un día, y el siguiente, y el siguiente, por los años que
llevamos, cada día, sin fallar.
La voz de Pío XI
Corría el mes de marzo de 1933 cuando inesperadamente un hermano le comenta a
otro:
–Hermano, ¡aleluya!, ha llegado a San Giovanni Rotondo Monseñor Passetto desde
Roma.
–¿Monseñor Passetto? ¿Y viene de Roma? ¿Qué querrá Su Eminencia de nosotros?
–Dicen que viene por encargo directo de Su Santidad Pío XI. Quiere tener
información fidedigna del Padre Pío, sin intermediarios ni tergiversaciones ni
exageraciones.
–Ya es hora de que el Santo Padre sepa toda la verdad. Cuando vean con qué
humildad acata tantas injusticias, su obediencia, su sencillez, su amor, creo
que en Roma van a cambiar de parecer.
Y así fue tras el relato que Monseñor Passetto hizo a raíz de su visita. ¡Y cómo
Su Santidad Pío XI cambió de parecer! No esperó mucho. El 14 de julio de 1933,
por voluntad expresa del Pontífice, se rehabilita al Padre Pío permitiéndole
celebrar misa en público y confesar incluso a religiosos fuera del convento.
Pero el Santo Oficio tuvo que añadir unas palabras:
«Sí, pero que quede entre nosotros, sólo se trata a título puramente
experimental, y que no olvide que las misas no deben durar más de 35 minutos y
todas las demás prescripciones de nuestro decreto que todavía están vigentes».
La noticia se recibió con gran alegría y corrió por toda la comarca. El 16 de
julio, día de Nuestra Señora del Carmen, el Padre Pío volvió a celebrar su misa
en la iglesia pública del convento, que en aquella ocasión estaba llena a
rebosar.
A partir de ese día, año tras año, la situación del Padre Pío irá mejorando,
dejando atrás aquellas injustas prescripciones sin que nadie se atreva a
hacerlas recordar. Empezará una época feliz de apostolado fecundo que durará
casi treinta años. Se multiplicarán los peregrinos, las conversiones, curaciones
y gracias. Será en esta época cuando el Padre Pío ponga en marcha sus dos
grandes realizaciones: la espiritual, los Grupos de Oración, y su gran obra
terrenal, la Casa Sollievo della Sofferenza.
Palabras de S. S. Pío XI a Monseñor Cuccarollo:
–Debéis estar contentos los capuchinos, el Padre Pío ha sido recuperado y más
aún –con expresión muy significativa –es la primera vez que el Santo Oficio si
rimangia (se traga) sus decretos.
9. La reconciliación
–Padre –le dijo una de sus hijas espirituales–, ¡qué largos se me han hecho
estos tres años sin poderme confesar con usted!.
–A usted.... ¡y a mí! Jesús me ha enviado para la salud de las almas. ¿Y qué he
hecho durante esos tres años? He rezado. Pero la oración no es suficiente para
la misión que me ha sido confiada. Ayúdeme, necesito su ayuda. Pidamos a Jesús
que eso no se repita. Jesús necesita almas, Jesús necesita salvar las almas.
En otro momento, alguien le preguntó:
–Padre, ¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha
encomendado?
–¿Yo? Yo soy confesor.
Y así era, Dios le había concedido la gracia de leer en las almas que acudían a
él. Al que hacía muchísimo tiempo que no se confesaba, con su bondad
acostumbrada le ayudaba a recordar sus pecados con asombrosa precisión. Se
pasaba días enteros en el confesonario. Un día exclamó:
–¡Las almas! ¡Ay las almas! ¡Si se supiera el precio que valen!
Años de fecundo apostolado
Al recuperarse las misas del Padre Pío, una multitud de piadosos llenaba
constantemente la iglesia. Querían sentir cómo vivía realmente en su carne y en
su alma los misterios que celebraba en el altar. Todos quedaban admirados por la
lentitud y el dolor que ponía en las palabras , en sus movimientos, en todo.
Cleonice Morcaldi, una de sus hijas espirituales, le preguntó en varias
ocasiones:
–Padre, ¿qué es lo que usted vive y siente en cada una de sus misas?
–Todo lo que Jesús sufrió en su Pasión yo también lo sufro, en lo que es posible
a una criatura humana. Y no por mis méritos, sino por pura gracia y por su sola
bondad. Es una misericordia interna y externa. Todo un incendio, una fusión...
–Pero el ruido que hacen tantos fieles, ¿no le molesta?
–Hija mía, y en el Calvario, ¿no había gritos, blasfemias, estruendo, amenazas?
Era un estrépito. Pero los fieles debéis asistir a la Misa con los mismos
sentimientos de la Virgen María y de San Juan, sentimientos de compasión, de
veneración y de amor.
Dos años después de su «liberación», en junio de 1935, el convento de San
Giovanni Rotondo fue visitado por el mismísimo ministro general de la Orden, el
padre Virgilio Da Valstagna. Todo el pueblo fue a recibirle y lo acompañó hasta
el monasterio. El Padre Pío se arrodilló y emocionado besó su mano. El superior
general lo ayudó a levantarse y después lo abrazó ante la emoción general. Quedó
impresionado por la vida sencilla del Padre Pío, su apostolado, su
comportamiento religioso, su humildad... Esta visita significaba la
reconciliación de la Orden capuchina y la rehabilitación del Padre Pío. Dos
meses después celebraba con inmensa alegría sus bodas de plata sacerdotales.
Hasta Monseñor Cesarano, el nuevo arzobispo de Manfredonia, asistió a la
ceremonia. Acabada la misa, por especial favor de S. S. Pío XI, el Padre Pío pudo
dar la bendición papal a toda la multitud de fieles presentes. Fue un día
memorable, después de haber pasado tantas pruebas.
Siguieron años de fecundo apostolado. Acuden a ese rincón del mundo laicos,
sacerdotes, obispos, políticos, personalidades, gentes de toda clase, a buscar
confortación, enseñanzas en sus misas y en sus confesiones, a vivir en un oasis
de paz y de salvación. Sin embargo el Padre Pío, pletórico en su apostolado, es
y seguirá siendo un hombre lleno de dolores, físicos y espirituales. Comía poco,
dormía menos, pasaba muchas horas en el confesonario; los dolores, así en las
manos taladradas como en los pies, lo agotaban; su tos, que aparecía
periódicamente, no le dejaba descansar por las noches. Todo eso complicado con
los sufrimientos morales, tinieblas espesas del alma, las noches oscuras... El
padre Agostino, su confesor, exclamará:
–Se mantiene por milagro.
Consigna tajante de Pío XII
El 2 de marzo de 1939, Monseñor Eugenio Pacelli es elegido Papa con el nombre de
Pío XII. Luego la guerra se adueña de Europa. Entonces Pío XII muestra una
actitud constante de firmeza, de valor y de oración. Él, en Roma, y el Padre Pío
en San Giovanni Rotondo, ofrecen en esos años, tan dolorosos para el mundo, una
imagen constantemente paralela y misteriosamente unísona. El Padre Pío revivirá,
allá en la distancia, todos los sufrimientos, ofrendas y oraciones de S. S. Pío
XII, principalmente por causa de los desastres bélicos, y en el preciso momento
de la invasión alemana de la Ciudad Eterna, en 1943, nuestro capuchino, sin
conocer esa noticia, caerá enfermo con fiebre muy alta que le obligará a guardar
cama. Pío XII no conocía personalmente al Padre Pío; sin embargo, fue un gran
defensor suyo siempre que pudo, ya cuando era simplemente cardenal. No perdía
ocasión para expresar lo que sentía desde muy adentro, muy seguro en ello como
si hubiera recibido una revelación profunda. La primera consigna que dio a toda
la Curia Romana una vez fue elegido, fue:
–Que se deje en paz al Padre Pío.
Y cuando alguien manifestaba deseos de visitar San Giovanni Rotondo, le hacía el
siguiente ruego:
–El Padre Pío es un gran santo. Por favor, pídale que rece por mí para que Dios
me dé fuerzas para llevar tan pesada carga.
Los Grupos de Oración
Sí, pesada carga para Pío XII, que sufría en silencio aquellos años de guerra y
de persecuciones. Físicamente hacía lo que podía para salvar vidas, fuesen de la
raza que fuesen y de la religión que practicasen. Rezaba y exhortaba a rezar,
sabiendo, por experiencia, del poder de la oración. Los llamamientos a la
oración se habían multiplicado por doquier durante la guerra, y el 17 de febrero
de 1942 lanzó la idea de las «Grupos de Oración» que debían acogerse a ciertos
compromisos espirituales. Estas repetidas peticiones del Papa fueron escuchadas
por el Padre Pío. Se correspondían perfectamente con una práctica suya realizada
justo al llegar a San Giovanni Rotondo, veinticinco años antes, la de reunir en
un pequeño grupo de oración a sus fieles más asiduos. Ahora esto lo iba a lanzar
al mundo entero, aprovechando a los peregrinos que le llegaban por grupos, por
parroquias, guiados por un sacerdote:
–Escuchemos al Papa. Unámonos todos para rezar.
Y pronto se constituyeron grupos por toda Italia y por el mundo entero, siempre
dependiendo directamente de la Iglesia.
El padre Derobert, iniciador de los grupos de oración en Francia, le preguntó:
–Padre, a propósito, ¿podemos organizar conferencias u otras actividades?
–¡De ninguna manera! Las palabrerías sólo pueden destruir el grupo. Recemos y
hagamos rezar.
Un día, dirigiéndose a un profesor universitario:
–En los libros se busca a Dios. En la oración se le encuentra.
Hoy, después de treinta y tres años de su muerte, los Grupos de Oración no sólo
existen, sino que se han multiplicado por todos los países del mundo.
10. Su gran obra terrenal
Mario Sanvico, veterinario e industrial, y el doctor Guglielmo Sanguinetti,
médico, masón convertido por el Padre Pío, se reunieron el 9 de enero de 1940,
en una casita que habían hecho construir en el camino entonces deshabitado que
va del pueblo de San Giovanni Rotondo al convento, con el Dr. Carlo Kisvarday,
farmacéutico, y algunos amigos más. Entusiasmados, estaban decididos a poner en
marcha el gran proyecto del que les había hablado el Padre Pío en conversación
privada desde el locutorio del monasterio:
–Vamos a crear un comité para la fundación de una clínica. ¿Estamos todos de
acuerdo?.
–Sí, lo estamos. Y esta vez va a ir en serio. Tiene que ser un hospital moderno,
con los medios de hoy. La comarca lo necesita, los peregrinos y los heridos de
la guerra también... y es el deseo del Padre Pío.
–Hagamos constar en el acta: «Fundador de la obra: el Padre Pío de Pietrelcina...»
–Pero él no desea ser mencionado.
–Es cierto; sin embargo, que conste en acta... ¿no os parece?
–Sí, sí, que conste, el Padre Pío ¡es el fundador!
Alivio del sufrimiento
Y así se constituyó un comité decidido a actuar según las intenciones del Padre
Pío, a quien se lo expusieron de inmediato.
–¿Qué le parece, Padre?
–Esta tarde comienza mi gran obra terrenal –les contestó, y sacando del bolsillo
una moneda de oro que acababa de recibir como limosna:–. Deseo hacer la primera
aportación.
Se abrió una cuenta con las aportaciones, siendo naturalmente las de los
peregrinos las primeras, y el 14 de febrero el Padre Pío bautizó la obra con el
nombre definitivo de «Casa Sollievo della Sofferenza» (Casa de alivio del
sufrimiento). El comité no descansaba, se imprimió un folleto informativo, se
tradujo a varios idiomas y se empezó a divulgar. Los donativos llegaban de todas
partes. El Padre Pío guardaba emocionado una moneda de 50 céntimos que una mujer
pobre y anciana, que quería ser de las primeras en colaborar, le dio para la
construcción del hospital. Cuando la mostraba, añadía:
–El hospital se ha construido gracias a los donativos.
Tan pronto acabó la guerra en Europa se puso en marcha la gigantesca obra, y se
creó una sociedad jurídica. Al principio no se disponía de arquitectos ni de
aparejadores; en cambio, no faltaban médicos ni administradores. ¿Cómo empezar?
El Padre Pío, siempre desconcertante en sus consejos, órdenes y decisiones,
siempre fiándose más de la Providencia que de los razonamientos lógicos, le dice
a don Giuseppe Orlando, en quien confiaba y ya había participado en el pequeño
hospital de San Francisco:
–Tienes que comenzar los trabajos.
–Pero, padre, sin un plan, sin un ingeniero. Hay que preparar el terreno,
dinamitar rocas, no sé por dónde empezar...
Pero don Giuseppe obedeció y el 19 de mayo de 1947 se empezaba a allanar aquella
montaña, y sí supo por dónde empezar: transformando el mal camino que iba de San
Giovanni Rotondo al convento en una amplia carretera de cuatro metros,
practicable a los grandes camiones y máquinas que en breve iban a transitar por
allí.
Destellos providenciales
La Providencia ayudaba a manos llenas. Cuando no tocaba los corazones,
deslumbraba con alguna gracia sobrenatural, de la que inmediatamente se hacían
eco todos los periódicos de la época. Fue el caso de la niña Anna Gemma Di
Giorgi, siciliana, ciega de nacimiento. Su abuela había decidido llevarla a San
Giovanni Rotondo aconsejada por una pariente monja:
–El Padre Pío es un santo, sus manos estigmatizadas están llenas de gracias
celestiales y su mirada está siempre dirigida al cielo para obtener de Dios las
gracias que pedimos por su intercesión.
Con una fe sencilla y confiada, Anna y su abuela marcharon el 6 de junio de 1947
rumbo al convento de Santa María delle Grazie. Allí, haciendo cola desde la una
de la madrugada, la pequeña pudo asistir a misa muy cerca del Padre Pío, quien
después, inesperadamente, la llamó al confesonario, le tocó los párpados y le
hizo la señal de la cruz. Por la tarde, cuando el Padre Pío dio la comunión a
varios niños, ella hizo la primera comunión. El Padre repitió la señal de la
cruz sobre los párpados y la niña se dio cuenta de que veía por primera vez en
su vida. El oculista de Palermo que había diagnosticado ceguera de por vida
comprobó estupefacto que la niña lo distinguía todo a su alrededor, objetos y
personas, y sus ojos seguían sin pupilas. Aquel milagro, al mes de iniciarse las
obras, causó gran sensación.
Los trabajos duraron nueve años. Cada cosa llegaba justo a su tiempo. Cuando Don
Orlando había hecho remover más de setenta y cinco mil metros cúbicos de roca y
se tenía que pasar a la siguiente fase, el comité acababa de aceptar el
proyecto, entre varios recibidos, de un tal Angelo Lupi, de cuatro plantas, seis
mil metros cuadrados de superficie y capacidad para trescientos cincuenta
enfermos. Lupi no era arquitecto, tampoco ingeniero, pero puso manos a la obra y
aquello avanzaba.
Una institución que después de la guerra regía la administración de la ayuda a
las regiones más dañadas concedió cuatrocientos millones de liras a la obra del
Padre Pío. Ayudas como éstas eran decisivas y nunca el capuchino perdió la
confianza, ni en los momentos que parecían más difíciles, pues en el último
instante aparecía una donación que permitía atender un pago importante a su
vencimiento. Se cumplía por entero una profecía que había hecho Giuseppe Fajella,
un anciano, vecino de los Forgione, cuando Francesco tenía sólo unos meses:
«Este niño será honrado en el mundo entero. Pasarán fortunas por sus manos, pero
no poseerá nada».
Labor fecunda
El Padre Pío había puesto mucho empeño en la realización del hospital. Sabía,
por propia experiencia, que el enfermo se siente inquieto y solo, el cuerpo
sufre y el alma también.
–Hay que intentar aliviar a ambos –decía con frecuencia–. La Casa di Sollievo es
un lugar en que los espíritus y los cuerpos agotados se acercan al Señor y
encuentran confortación. Dios mira con amor nuestra alma que es llevada por
nuestro cuerpo aquí en la tierra. Así, pues, cuidemos de él.
Los grupos de oración rezaban por las intenciones del Padre y, entre otras, por
el hospital y que éste se terminara pronto. Un «Bolletino» mensual informaba del
estado de las obras y también de las actividades de estos grupos.
Los años que seguirán hasta 1950 serán una época muy fecunda para el Padre Pío,
que puede ejercer libremente su ministerio. El número de peregrinos, gracias a
los modernos medios de comunicación, aumenta espectacularmente. También las
cartas que llegan de todo el mundo, unas pidiendo gracias, otras agradeciendo
las recibidas. El padre Agostino anota en su diario el 13 de septiembre de 1949:
«Las cartas llegan por centenares. Las hay conmovedoras implorando gracias. Son
numerosas las que nos cuentan las gracias recibidas».
Los fieles hacen cola desde las dos de la madrugada para confesarse con el Padre
Pío, y se tiene que recurrir a dar números de orden. En 1954 la Orden capuchina
decide edificar una nueva iglesia más amplia al lado de la antigua que se ha
quedado más que insuficiente. Esas muchedumbres y las enormes aportaciones que
se recogen para la construcción de la Casa di Sollievo son los frutos de una
vida de santificación entregada por completo al Señor.
El 5 de mayo de 1956, ante más de treinta mil fieles, se hizo, por fin, la
inauguración oficial de la «Casa del alivio del sufrimiento». El Padre Pío
celebró misa a las diez en la explanada de la entrada. Presidía el cardenal
Lercaro, arzobispo de Bolonia, con asistencia del ministro general de la Orden,
del presidente del Senado, ministros del Gobierno, diputados y más de
trescientos periodistas. Se leyó el telegrama que Pío XII había enviado al Padre
Pío.
La prosa de las finanzas
La obra estaba acabada. El Padre Pío había cuidado cada paso de las obras,
incluso, junto con los arquitectos, que los edificios pudieran ser ampliados sin
romper el conjunto. Y así será en 1957 y sucesivamente hasta nuestros días.
También sufría para que no se torciera el verdadero fin de su obra, expresado
muy bien por S. S. Pío XII:
«...la medicina que desea ser verdaderamente humana debe abordar a la persona
por entero, cuerpo y alma. Pero es incapaz de ello por sí misma, pues no posee
autoridad que la capacite para intervenir en el terreno de la conciencia.
Reclama, pues, colaboraciones que prolonguen su obra y la lleven a su verdadero
fin».
Dicho de otra manera, el enfermo sólo encontrará alivio eficaz si reconoce ser
atendido en la doble vertiente material y moral.
Pero la dirección de la Casa di Sollievo della Sofferenza había tenido cambios
importantes en los últimos años y esto inquietaba al Padre Pío, y para evitar
las disensiones entre los accionistas pensó en poner todas las acciones a su
nombre, y que la gestión fuera confiada a la Congregación de la Orden Tercera
franciscana de Santa Maria delle Grazie. La congregación se había constituido al
comienzo por la unión de los accionistas de la sociedad jurídica, la
propietaria, con los gestores del hospital con el fin de que nunca fueran
olvidados los objetivos que habían motivado la fundación.
El Padre Pío se lo expuso así a S. S. Pío XII pidiéndole el permiso, la dispensa
de voto de pobreza y poder depositar esas acciones en el Instituto de Obras de
Religión (IOR). Además pedía que el IOR aceptara, después de su muerte, los
bienes de la obra de la Casa di Sollievo y destinarlos a la continuación de la
misma. Pío XII, que conocía la rectitud del Padre Pío y era razonable su
desconfianza en los financieros que pululan alrededor de semejantes obras,
respondió favorablemente al primero de sus ruegos. El 99% de las acciones a
nombre del Padre Pío se depositaron en el IOR en Roma, el Padre Pío quedaba como
director de la congregación de la Orden Tercera y accionista mayoritario de la
Casa di Sollievo, se convertía en propietario y director a la vez del hospital,
podía abrir una cuenta personal y recibir las donaciones destinadas a la Casa.
En septiembre de 1957 nombra administrador único a Angelo Battisti, quien en los
años tormentosos que se avecinan demostrará ser hombre íntegro y prudente.
Tal confianza de la Santa Sede, los privilegios tan especiales concedidos al
Padre Pío, van a despertar, bien manipulados por Barba Azul, ambiciones,
envidias y codicias que provocarán una nueva persecución.
11. Segunda persecución
En los años 60 se produce la segunda persecución. Ya no se le puede acusar de
falsario, pues son demasiados los testimonios y los informes médicos. Este
segundo acoso vendrá después de poner en marcha sus dos grandes obras y se
buscarán otros motivos tales como «el bien de la Orden capuchina» o «el buen
sentido de la Iglesia» para disimular los intereses humanos y sus pasiones. Sin
embargo, durante las persecuciones no cesarán las curaciones y demás acciones
sobrenaturales, cuya abundancia inducirá a algunas autoridades eclesiásticas a
una mayor «prudencia y severidad». La nueva serie de vejaciones y de condenas
hará exclamar al cardenal Lercaro:
–El Padre Pío una vez más encuentra su configuración con Cristo humillado,
perseguido y condenado.
Ya el 3 de mayo de 1952, inesperadamente y sin justificación, el padre Clemente
Da Milwaukee, superior de la Orden, había dirigido una carta a todas las casas
capuchinas de Italia pidiendo:
«Absténganse de favorecer las peregrinaciones a San Giovanni Rotondo, de
difundir escritos y estampas del Padre Pío».
¿Qué lo movía? ¿Prudencia o intereses ocultos?
Al poco, monseñor Girolamo Bortignon, obispo de Padua y también capuchino,
prohibió los Grupos de Oración en su diócesis.
Todo aquello era el prólogo de una segunda persecución, la de los años 60.
Un escándalo sonado
Todo empieza por un problema de finanzas llamado «escándalo Giuffrè». El tal
Giuffrè prometía unos intereses del 100% a sus inversores, casi todos clérigos
provinciales de las órdenes religiosas, que jugaban con créditos baratos
obtenidos de sus fieles, y con la diferencia de intereses aspiraban a cubrir los
costes de las reconstrucciones y obras nuevas, después del desastre de la
guerra.
Al quebrar, pilla de por medio a todos sus acreedores, entre ellos al obispo
capuchino de Padua, quien tenía previsto construir un seminario y un hogar para
dos mil incurables. En su diócesis había una gran devoción al Padre Pío y era
evidente que los fieles si eran generosos con la Casa di Sollievo no lo podían
ser también con su obispo y sus proyectos. De esta manera, desaconsejando toda
relación con el Padre Pío, con muy buenas palabras en pro de la Iglesia,
monseñor Bortignon buscaba conseguir que el dinero de sus fieles fuera para sus
proyectos.
La provincia capuchina de Foggia había sido también una de las más afectadas por
la quiebra de Giuffrè. Tenía grandes proyectos que realizar, igual que las demás
provincias capuchinas. Al encontrarse en una situación desesperada, caen en la
tentación de restablecer su situación financiera valiéndose de las arcas del
Padre Pío.
Lamentable historia que habla poco en favor de la Orden capuchina, pero no hay
que generalizar, pues fue obra de unas personas determinadas que querían cubrir
su responsabilidad y se vieron envueltas cada vez más, buscando solucionar su
problema, en una situación más y más turbia, pues al no conseguir la desviación
de caudales del Padre Pío destinados al hospital, quisieron obligarlo por la
fuerza.
El superior general había ido un día a San Giovanni Rotondo para pedir al
guardián del convento, el entonces padre Carmelo de Sessano, que animara al
Padre Pío para que confiara a Giuffrè los donativos que recibía. Molesto por esa
petición, el padre Carmelo le explicó al Padre Pío el sistema Giuffrè y le pidió
consejo. El Padre le respondió:
–No veo claro este asunto, no es lícito ni moral.
Razón tenía, pues era usura y además prevaricación al utilizar el dinero de los
fieles para otros fines que los recibidos.
S. S. Pío XII opinaba igual y había advertido a obispos y responsables de
congregaciones y órdenes religiosas que no mantuvieran relaciones con Giuffrè,
pero bien pocos fueron los que obedecieron.
El 17 de agosto de 1958 estalló el «escándalo Giuffrè» a raíz de las denuncias
de los prestamistas que ni siquiera habían cobrado los intereses prometidos. Las
órdenes, congregaciones u obispados se vieron obligados a devolver a los fieles
el dinero prestado y a terminar las construcciones empezadas. Para la mayoría
era una situación crítica; para la provincia capuchina de Foggia, un verdadero
desastre: debía devolver mil seiscientos millones de liras y sólo disponía de un
millón. La única solución, el Padre Pío y su generosidad.
A los pocos meses, el 9 de octubre, S. S. Pío XII entregaba su alma a Dios. Al
padre Agostino le debemos esta confidencia del Padre Pío:
–He sentido, padre, todo el dolor de mi alma por la muerte de Su Santidad, pero
después el Señor me lo ha mostrado en su gloria.
Milagro viviente
Pero aquí en la tierra se quedaba sin su más eficaz protector. Por otro lado, su
salud física continuaba tan débil como siempre, continuamente perdiendo sangre,
siguiendo escrupulosamente la regla de su orden y manteniendo la actividad ya
descrita a pesar de sus setenta y dos años. Era un «milagro viviente». Salía de
una enfermedad para caer en otra. El 25 de abril de 1959 se le diagnosticó
bronconeumonía complicada con pleuresía, que le obligó a un reposo absoluto. Nos
dice el padre Agostino en su diario:
«El Padre sufre, sufre porque no puede seguir su vida de cada día con su
ministerio espiritual para el bien de las almas. Por un micrófono desde su celda
sigue las ceremonias que se celebran en la iglesia y después dirige al pueblo
unas palabras y da la bendición».
La situación es angustiosa y no mejora a pesar de los esfuerzos médicos y del
tiempo de primavera y verano que se disfruta. El mismo día en que el Padre Pío
se puso enfermo, el 24 de abril de 1959, llegaba a Italia la imagen de Nuestra
Señora de Fátima que era llevada de país en país y de ciudad en ciudad. En su
recorrido iba dejando memoria de su mensaje y sus promesas hechas en 1917 a los
niños pastores.
El 5 de agosto por la tarde llegó la venerada imagen a San Giovanni Rotondo. El
Padre Pío había exhortado a los fieles:
–Abramos nuestros corazones a la confianza y a la esperanza. Viene con las manos
llenas de gracias y bendiciones (...) Debemos amar a nuestra Madre celestial con
perseverancia y constancia. Hemos de prometérselo y esa Madre no nos abandonará
en la pena cuando se vaya de aquí...
El arzobispo y todo el clero de Manfredonia junto con un gran gentío llegado de
toda la provincia recibieron a la imagen y la depositaron en la iglesia del
convento, donde pasó la noche entre multitud de fieles. Al día siguiente el
Padre Pío, muy débil, fue llevado ante la imagen en una silla y pudo, con
lágrimas en los ojos, besar los pies de la Señora y colocar un rosario entre sus
manos. Por la tarde la imagen fue trasladada a la Casa di Sollievo para
finalmente subirla a la terraza del hospital donde esperaba el helicóptero para
llevarla a Sicilia. El Padre quiso y pudo verla por última vez desde una
ventana, ver cómo se elevaba el helicóptero y daba tres vueltas sobre la
muchedumbre y el convento... Entonces el Padre Pío no se pudo contener:
–Madonna, Mamma mía, desde que has entrado en Italia estoy enfermo, ¿ahora te
vas y me dejas enfermo?
En el acto sintió un «escalofrío en los huesos» (sic) y dijo a sus hermanos
presentes:
–¡Estoy curado!
El 10 de agosto volvía a celebrar de nuevo la misa en la iglesia del convento.
Cuando alguien le preguntaba:
–Padre, ¿cómo se encuentra ahora?
–Estoy sano y fuerte como nunca en mi vida –respondía.
Era una gracia concedida por el cielo antes de la tempestad.
12. Un calvario
Si mala era la situación financiera de la provincia capuchina de Foggia, no era
mucho mejor la de las demás provincias de dicha Orden. Así en el verano de 1959
fue la curia general la que también decidió recurrir al Padre Pío. El primer
paso fue nombrar a dedo al padre Amadeo Da San Giovanni Rotondo como sucesor del
superior de la provincia de Foggia al término de su mandato. Este nuevo
provincial va a ser un perseguidor del Padre Pío y el hombre de todas las
malversaciones. También en el convento de Santa Maria delle Grazie hubo cambios,
la llegada de nuevos hermanos y en octubre la elección del padre Emilio da
Matrice como superior.
El padre Amadeo, a las primeras de cambio, solicitó al Padre Pío una ayuda de
100 a 200 millones de liras. El Padre, que nunca se había mezclado en cuestiones
de dinero, confuso, pero no queriendo ser ajeno al problema de sus hermanos,
preguntó al administrador, el honrado Angelo Battisti, en qué podían ayudar:
–Padre, no tengo facultad para disponer del dinero del hospital para ayudas de
esa clase. Además, en la cuenta de Foggia hay depositados 55 millones de liras
que están destinados a las obras de ampliación.
–Hijo mío, si hacemos un esfuerzo podríamos ayudar en algo. ¿Cómo lo ves?
Al final se decidió prestar a la provincia unos 40 millones sin intereses.
A la segunda petición del padre Amadeo por la misma cifra anterior, Battisti
mostró al Padre que la situación de las finanzas de la Casa di Sollievo no
permitía dar esta clase de ayudas. Nuestro Padre Pío comprendió inmediatamente
lo que se le vendría encima, y así se lo expresó a Battisti:
–Tu resistencia dará lugar a que me hagan la vida imposible; se van a poner
todos contra mí e invocarán de algún modo la obediencia.
Auténtica maraña
Y así fue y con creces. La primera víctima fue el padre Mariano, capellán de la
Casa di Sollievo, quien cada día iba a la celda del Padre a recoger los
donativos recibidos y los llevaba directamente a los servicios contables del
hospital. Un día, el provincial en persona le esperó y le ordenó que entregara
los donativos al ecónomo del convento en lugar de hacerlo al hospital. El padre
Mariano se negó sin la conformidad del Padre Pío. A los pocos días era
sustituido y enviado a descansar en un hospital psiquiátrico.
De ahí se pasó a abrir directamente la correspondencia, muy abundante, que
recibía el Padre Pío, a separar los donativos nominativos al hospital de los
señalados «al portador» o dirigidos al Padre, que se entregaban directamente al
ecónomo para ser repartidos entre el convento y la provincia. Este desvío
aumentó al comunicar un número de cuenta especial cuando se agradecían los
donativos. Era el número de la cuenta del convento.
Lejos, monseñor Bortignon, desde Padua, irá castigando a quienes dentro de su
diócesis mantengan cualquier tipo de relación con el Padre Pío, al tiempo que
crea un clima hostil contra él, cuyo eco llegará hasta el mismo Vaticano.
El cardenal Ottaviani, secretario del Santo Oficio, decidió mandar a monseñor
Crovini para investigar si la gestión del hospital era correcta o no y aclarar
las denuncias de sentidos contrarios que se habían recibido de San Giovanni
Rotondo.
Enterados los responsables capuchinos de tal decisión, el ministro general,
padre Clemente Da Milwaukee, escribió al Papa Juan XXIII para rogarle que
mandara un visitador apostólico diciendo que era la única «posibilidad de
solución eficaz y total». Esta visita iba a anular los efectos positivos del
informe Crovini que, ajustado a la verdad, detallaba las irregularidades de los
frailes culpables y por contra declaraba la rectitud en la administración del
hospital . Y es precisamente lo que ocurrió.
El cardenal Ottaviani, fiel a su deber y a la vista del informe Crovini, firmó
un decreto alejando de San Giovanni Rotondo a los padres Amadeo, Emilio y sus
secuaces, y restituyendo en su lugar a los hermanos de recto proceder. El padre
Clemente Da Milwaukee, ministro general de la Orden capuchina, consiguió ser
recibido en audiencia por el Papa y, jugando todas las bazas, logró que fuese
nombrado un visitador apostólico a la medida de sus conveniencias y la anulación
del decreto mencionado.
Mientras tanto al Padre Pío se le espiaba, incluso con micrófonos en su celda,
en el locutorio, y aun sacrílegamente en su confesonario. Se pretendía pillar al
Padre en falso en algo, fuese lo que fuese, para presentarlo al visitador y
controlar, a un tiempo, que no se les escapara ningún donativo. Se conocen
nombres y apellidos de quienes se prestaron a ayudar en tan sucio y secreto
quehacer, así como los de más «arriba» que lo «ordenaban».
El visitador apostólico, monseñor Maccari, condiscípulo de uno de éstos, fue
fácilmente manipulado y mal apoyado por el ayudante y secretario del Padre Pío,
don Giovanni Barberini. Los hermanos que todavía trataban de defender al Padre
no pudieron impedir que ya monseñor Maccari empezara a dictar normas
restrictivas entre los visitantes y el Padre.
Amargas bodas de oro
10 de agosto de 1960. Bodas de oro sacerdotales del Padre Pío. Monseñor Maccari
y Barberini se fueron el 8 y volvieron el 14 para no estar presentes en la
celebración, pues ya se vislumbraba que no le serían favorables. Fue un jubileo
con aspectos en ambos sentidos.
Llegaron centenares de telegramas, entre ellos los de los cardenales Bacci, de
Roma; Lercaro, de Bolonia; Meyer, de Chicago; Montini, el futuro papa Pablo VI y
a la sazón arzobispo de Milán, que al felicitarle introducía estas palabras:
«A usted, padre, que celebra un sacerdocio favorecido con tantos bienes y con
tanta fecundidad».
Telegramas de más de setenta obispos del mundo entero. De políticos, escritores,
personalidades, gente muy notable. A pesar de la asistencia de veinte mil
fieles, no hubo ninguna autoridad eclesiástica, con excepción de monseñor Casta,
obispo de Foggia, que se atrevió a estar presente. Juan XXIII no concedió su
bendición apostólica y L´Osservatore Romano no publicó ni una línea. Un jubileo
con cierta amargura.
El Padre Pío escribió, al dorso de la estampa recordatorio, la síntesis de sus
50 años de sacerdote:
Oh María,
madre dulcísima de los sacerdotes,
mediadora de todas las gracias,
desde el profundo amor de mi corazón
te ruego, te suplico, te conjuro,
que le des gracias hoy, mañana, siempre,
a Jesús
por el don inestimable
de los cincuenta años de mi sacerdocio.
Jesús,
concédeme el perdón
de mis pecados, negligencias y omisiones,
dame la gracia
de perdonar y perseverar,
bendice con abundancia
a mis superiores y a todos mis hermanos,
haz que los Grupos de Oración sean
faros de luz y de amor en el mundo.
Oh María,
madre y salud de los enfermos,
haz que florezca tu
Casa di Sollievo della Sofferenza,
otorga al mundo desolado la verdadera paz,
a la Iglesia católica
el triunfo de Tu Hijo.
Padre Pío Da Pietrelcina, Capuchino
en recuerdo de sus Bodas de oro sacerdotales.
Benevento, 10-8-1910
San Giovanni Rotondo, 10-8-1960
¡Que bonito! El Padre Pío, robado, traicionado y perseguido por algunos de sus
superiores y hermanos; vejado y maltratado moralmente por los visitadores
apostólicos, a la espera de restricciones y sanciones, ese día, con casi setenta
y tres años, quería olvidar sus penas, dar gracias, pedir y repartir perdón. Su
corazón rebosaba de amor y así se lo manifestó a su director espiritual:
–Sí, mi alma está herida de amor a Jesús; estoy enfermo de amor; siento de
continuo el dolor amargo de ese fuego que quema sin consumir.
13. Restricciones y prohibiciones
El visitador apostólico monseñor Maccari antes de su regreso ordenó poner una
puerta de gruesas rejas entre la iglesia nueva, la de las celebraciones
litúrgicas, y la antigua donde confesaba el Padre Pío. Cortó de cuajo las
escuchas grabadas, asunto que fue archivado con la mayor discreción, y también
con discreción destituidos algunos culpables, los del convento, y trasladados.
El padre Emilio Da Matrice, obligado a dimitir y sustituido por el padre Rosario
Da Aliminusa, siciliano, hasta entonces provincial de Palermo.
Regresó monseñor Maccari quince días antes de lo previsto, y antes de terminar
su informe fue difundido un comunicado de prensa del Vaticano que entre lo que
decía y lo que cada cual interpretaba levantó una virulenta campaña de prensa
contra el Padre, en la que se leyeron titulares escandalosos y provocativos.
Pocos fueron los periódicos que salieron en su defensa y la del convento. Por
otro lado, en el Vaticano se empezaron a recibir miles de cartas a favor del
fraile y contra el trato injusto que recibía. Esto último provocó un efecto
contrario al deseado.
Mientras tanto, los fieles demostraban su cariño acudiendo en masa a la santa
misa que oficiaba el Padre. Él, como siempre, seguía su vida de piedad, amor,
silencio y obediencia. El padre Carré, que estuvo allí esos días, dejó un bello
testimonio a contracorriente de lo que se publicaba sobre el espíritu que el
Padre vivía:
«Estaba rodeado, guardado para ser más exacto, por religiosos de rostro
patibulario. Vivía un largo calvario. Nunca una persona me había dejado tal
impresión de fortaleza, de sentido común, de alegría interna teñida de buen
humor y de paz (...) Estaba, sin duda, habitado por el Espíritu.... La unión de
la cruz de Cristo y la presencia del Espíritu era evidente en San Giovanni
Rotondo...» (A. M. Carré, Chaque jour je commence).
Situación draconiana
De los dos problemas por los cuales el Santo Oficio había mandado al visitador
–el concerniente al Padre Pío y su entorno de devociones y fieles, y el de
gestión y finanzas de la Casa di Sollievo–, el Santo Oficio sólo tomará
decisiones sobre el primero, dejando los asuntos materiales para la Secretaría
de Estado. En carta fechada el 31 de enero de 1961, el cardenal Ottaviani en
nombre del Santo Oficio dicta unas normas al ministro general de los capuchinos
que limitarán sobremanera al Padre Pío y su relación con sus fieles, todo en pro
de «salvaguardar a la Iglesia de una especie de fanatismo». En la misma carta se
aconsejaba también una serie de cambios graduales de los hermanos que habían
convivido con el Padre.
Urgía nombrar un nuevo provincial que no fuera de la región, por lo que el padre
Amadeo, uno de los de «arriba», comprometido con las escuchas microfónicas, fue
sustituido por el padre Torquato De Lecore, hombre de fuerte disciplina, quien
con ayuda del padre Rosario Da Aliminusa consiguió que se marchara el padre
Raffaele, confesor y confidente del Padre durante más de treinta y cinco años.
El padre Rosario empezó a aplicar los consejos del cardenal Ottaviani («que el
Padre Pío sea reintegrado a la observancia conventual regular») con toda
severidad y sin ningún miramiento.
Aquel año 1961, al Padre Pío se le prohibió celebrar en público las ceremonias
de Semana Santa y Pascua. Tuvo que hacerlo solo, en privado, en la capilla
interior, para sorpresa y decepción de los numerosos peregrinos llegados a San
Giovanni Rotondo. Era la primera vez después de más de treinta años. Los
periódicos difundieron la situación draconiana del Padre y empezaron nuevos
rumores. La verdad es que el Padre Pío se encontraba cada vez más aislado y más
estrechamente vigilado.
Cada vez que los periódicos hablaban de las limitaciones impuestas al Padre Pío,
el Santo Oficio en una nueva reunión decidía otra vuelta de tuerca que el padre
Rosario daba inmediatamente y con energía. Otra vez se cronometraba la misa que
celebraba, a sabiendas de que él la vivía y era parte activa en la renovación de
la Pasión y muerte de Cristo. Como siempre, con su humildad y obediencia, no
protestaba cuando el padre Rosario le iba comunicando las nuevas órdenes
recibidas de Roma. Como bien dijo Pierre Pascal, un fiel defensor suyo:
«El Padre Pío es un perfecto milagro de obediencia. Aprendamos de él que nos
dice que obedecer a los superiores es obedecer a Dios».
Esta frase, que el Padre Pío repetía con frecuencia a los fieles que se
asombraban de su mansedumbre, era un fiel reflejo de su gran maestro San
Francisco.
Otra vez el hospital
La Casa di Sollievo había nacido, crecido y se sustentaba por la generosidad de
los fieles, cuyo flujo de donaciones había despertado la codicia de ciertos
miembros de la Orden capuchina, llegando a la locura de hecho en alguno de
ellos. Esto no había pasado inadvertido en el Santo Oficio, que por lo demás
nada reprochable encontró en la administración, gestión y empleo de los
donativos en la Casa di Sollievo.
Puesto todo esto sobre la mesa, el Papa decidió, en reunión cardenalicia, que la
obra del Padre Pío debía ser traspasada a la Santa Sede para que no cayera, a la
muerte del Padre, en manos de los «golosos». Se pidió, pues, al Padre Pío que
hiciera donación de las doscientas mil acciones. Ironías de la vida, el Padre
había pedido en 1957 a Pío XII que a su muerte el IOR aceptara los bienes de la
obra Casa di Sollievo, a fin de asegurar su continuación. En aquel momento el
Papa no había aceptado aquella donación a la Santa Sede, y ahora otro Papa se la
pedía.
El Padre Pío una vez más obedeció y firmó. De hecho se cumplió su voluntad; a su
muerte nadie reivindicó el hospital, la Santa Sede, es decir, la Iglesia entera,
heredó la obra del Padre que ella misma viene administrando con prudencia.
Cuando Brunatto fue a protestar al cardenal Ottaviani, éste le habló con toda
claridad, sin tapujos:
«Hemos actuado en interés de la Casa y del Padre Pío con el fin de que, después
de lo que ha pasado, la Orden capuchina no pudiese apoderarse de la obra».
Todo en vano
Volverán los fieles hijos espirituales, como el constante Brunatto, Morcaldi y
otros muchos que se les unirán para defender al Padre Pío y obtener que se le
devuelvan las libertades. Giuseppe Pagnossin, un rico industrial de Padua, que
durante treinta años había reunido un número increíble de documentos sobre el
Padre Pío, facilitará éstos para esa labor. Periódicos y revistas de gran
difusión hablarán sobre la «misión histórica del Padre Pío» con documentación
irrefutable y única. Se destapará el caso de las escuchas y grabaciones
microfónicas, se publicarán fotocopias de cartas muy comprometedoras de algunos
de sus superiores y se logrará un compromiso del cardenal Ottaviani con promesas
de libertad para el Padre y examinar atentamente las peticiones de los Grupos de
Oración.
Juan XXIII no se ocupó ni directa ni personalmente del asunto Padre Pío; el
Concilio Vaticano II con su preparación y primeras sesiones le tenían más
ocupado. Siguió las recomendaciones de sus consejeros, en especial su secretario
particular de antaño, monseñor Loris Capovilla, en quien tenía plena confianza y
permanecería a su lado también una vez elegido Papa hasta su muerte.
Pero se sabe que monseñor Capovilla estaba muy ligado desde hacía tiempo a
monseñor Bortignon, principal adversario del Padre entre los obispos de Italia y
enemigo de los Grupos de Oración. Sin que hubiera una enemistad particular de
Juan XXIII hacía nuestro fraile en las medidas que dejó que se tomaran, había
mucha más influencia del tándem Capovilla-Bortignon que de los informes
favorables llegados.
El inflexible padre Rosario cuidaba que las restricciones como sacerdote
impuestas al Padre Pío se cumplieran con el máximo rigor. Prohibió a Elsa Bertuetti que se confesara con el Padre Pío por vender en su librería las
revistas en pro de éste. A otras mujeres también, por participar o ayudar en su
defensa. Todo esto, sin embargo, no impedía que los fieles acudieran en mayor
número, así como el correo que aumentaba solicitando oraciones y gracias. Las
curaciones, las conversiones y las confesiones extraordinarias continuaban a
pesar de sus guardianes.
Un ruego de Karol Wojtyla
Citemos una de esas curaciones milagrosas, pues los personajes que intervienen
bien se lo merecen. En noviembre de 1962, Karol Wojtyla era vicario capitular de
la diócesis de Cracovia y participaba en las primeras sesiones del Concilio.
Escribe al Padre Pío y le solicita su intercesión y oraciones para la doctora
Wanda, médico y profesora de psiquiatría, conocida y colaboradora del futuro
Papa. En esa súplica le dice:
«... Es una mujer de 40 años, madre de 4 hijos, estuvo durante la guerra cinco
años en un campo de concentración alemán. Hoy su vida está en peligro por causa
de un cáncer...»
La buena mujer sufría un cáncer de garganta. Los médicos iban a intervenirla y
sabían que era inútil.
Diez días después el Padre Pío recibe una carta del futuro Juan Pablo II que le
comunica:
«Venerable Padre. La mujer que vive en Cracovia (Polonia), madre de 4 hijos,
encontró de repente la salud el 21 de noviembre, antes de la operación
quirúrgica. Deo gratias. Yo os doy las gracias, venerable Padre, en nombre de
esa mujer, de su marido y de toda su familia. En Cristo, Karol Wojtyla, vicario
capitular de Cracovia. Roma, 28 de noviembre de 1962».
Wanda Poltawska curó instantáneamente, ante el estupor de los médicos que la
trataban. En esta curación milagrosa sólo bastó la fe y la oración; la fe de
quienes imploraron la oración del Padre Pío y la del mismo Padre.
Es lógico que el mundo de hoy recuerde esta curación que quedará escrita para la
historia, frente a una infinidad que sólo permanecerá para los beneficiados y
sus íntimos. Decimos curaciones, pero no olvidemos las del alma, verdadero fin
de ese hombre santo, estigmatizado... En 1963 las inscripciones en el registro
de confesiones pasan de cien mil, sólo en ese año. Y también más de cincuenta
obispos y arzobispos y miles de sacerdotes los que también en 1963, estando en
Roma, aprovecharon para visitar al Padre y asistir a su misa, a pesar de la
prudente reserva del Vaticano.
14. La hora del «deshielo»
Confesar y celebrar misa, con ciertas restricciones, eran las únicas actividades
permitidas al Padre Pío. Esta situación le apenaba. Sólo podía recibir a
prelados y personalidades porque sus superiores del convento no osaban cortarles
el paso. Pero con los simples fieles no podía conversar, rezar con ellos, darles
consejos espirituales o hacerles algunas meditaciones de las suyas, breves,
sencillas, penetrantes. Los fieles acudían a la primera y a la última hora de la
tarde a la explanada extramuros, donde por unos instantes podían ver al Padre
agitar un pañuelo blanco desde la ventana de su celda a modo de saludo. Entonces
gritaban:
–¡Padre, bendíganos usted!
Él respondía, sin que pudieran oírle desde el exterior, con voz paternal:
–¡Sí, hijos míos!
Fervor popular
El fervor popular vestido de fe sencilla permanecía vivo. El día de su
onomástico, el 5 de mayo de 1963, año en que cumplía el sexagésimo aniversario
de su toma de hábito, todo el pueblo, con su fiel alcalde Morcaldi al frente,
deseaba felicitar al Padre. Morcaldi con el pleno fue al convento para conseguir
que se retrasara un poco la misa, pues se esperaba la llegada de nuevos
peregrinos. El padre Rosario los recibió de mal humor en el pasillo con el «no»
por delante. El Padre Pío se acercó al pequeño grupo. Todos quisieron
felicitarle. El Padre se disponía a dirigirles la palabra y agradecérselo,
cuando dos religiosos se lo llevaron de mala manera. Aquello escandalizó a los
presentes y pronto todo el pueblo se hizo eco del hecho. Por la noche en la
colina cercana al convento el pueblo entero, a la luz de cientos de antorchas,
manifestó su devoción al Padre con cánticos y rezos. Más tarde se oyeron algunos
gritos de protesta:
–¡Fuera los perseguidores! ¡Libertad al Padre Pío!
El pleno del Ayuntamiento mandó sendos telegramas de protesta, uno al presidente
de la República Italiana, otro al secretario de Estado de Juan XXIII, el
cardenal Cicognani, al tiempo que pedían:
«...eliminar la restricción en el ejercicio apostolado digno sacerdote».
Como es natural, la prensa no dejó pasar inadvertido el hecho.
Un «Libro blanco» para la ONU
Por otro lado, la Asociación para la defensa del Padre Pío, fundada en 1960 por
Brunatto, Pagnossin y otros fieles, no se había dormido. Junto con seis juristas
de derecho internacional de prestigio reconocido, habían preparado un «Libro
blanco» para la ONU y llamar la atención sobre los «atentados a los derechos
humanos» que padecía el Padre Pío y exigir reparación. No era una biografía del
Padre, apenas hablaba de su vida espiritual, su misión, sus estigmas... Era una
serie de documentos acusadores, poniéndolos a la luz pública.
Desde monseñor Gagliardi hasta monseñor Bortignon, todos los perseguidores eran
denunciados, incluso la quiebra de Giuffrè y sus consecuencias. Se trataba de
denunciar la injusta situación y se apelaba a las Naciones Unidas a falta de
haber sido escuchados por la Iglesia y haber obtenido de ella justicia y
reparación. Estaban dispuestos a llegar al Tribunal Internacional de La Haya y
repartir el «Libro blanco» a todos los puntos clave del mundo entero.
Naturalmente el Padre Pío ignoraba ese «affaire».
El «Libro blanco» estaba en imprenta cuando el 3 de junio de 1963 fallece Juan
XXIII. El 13 de junio se sabe por los periódicos que el provincial, padre
Torquato De Lecore, y los definidores de la provincia de Foggia son trasladados.
El padre Alessandro, secretario provincial, y el padre Giustino, el de los
micrófonos, también alejados de San Giovanni Rotondo... Todo, por decreto
firmado por el cardenal Valeri, prefecto de la Congregación de Religiosos, el 28
de mayo, es decir, en vida de Juan XXIII.
Con la lentitud prudente que la caracteriza, la Iglesia mostraba mejores
sentimientos con respecto al Padre Pío. Ante este inesperado cambio, Brunatto y
sus amigos decidieron no divulgar el «Libro Blanco».
Sólo se mandó un ejemplar
al nuevo Papa Pablo VI, a U Thant, secretario general de la ONU, y a Antonio
Segni, presidente de la República Italiana.
El 23 de agosto de 1963 el padre Clemente de Santa Maria in Punta era destinado
a Foggia, designado a dedo por la Congregación de Religiosos como administrador
apostólico. Permanecerá en el sitio hasta 1970.
Por dos veces, en septiembre 1963 y en diciembre 1964, se pidió al Padre Pío que
firmara un mentís acerca de las grabaciones microfónicas, a lo que el Padre se
negó rotundamente, por conciencia y también por el honor y el bien de la
Iglesia.
El 10 de octubre de 1963, el padre Clemente visitó el convento. Haciendo su
informe de gestión, en 1970, nos revelará:
«Hice lo posible para que le fueran levantadas las restricciones. Después de
repetidas entrevistas con las más altas autoridades, pude conseguirlo».
El padre Rosario, antes de terminar su mandato, fue alejado y sustituido por el
padre Carmelo de San Giovanni in Galdo. El padre Clemente visitará de nuevo al
Padre Pío y de parte del ministro general le pedirá:
–Intervenga usted, padre, de manera eficaz para defender la Orden capuchina.
Somos víctimas de una furibunda campaña de prensa.
–No puedo hacer ninguna declaración pública mientras me encuentre con mi
libertad tan limitada –respondió–. Yo sólo desearía ser considerado como los
demás hermanos capuchinos.
Una verdadera profecía
El cardenal Montini, arzobispo de Milán, fue elegido Papa y tomó el nombre de
Pablo VI. Hacía años, en 1958, al mes de ser elegido Juan XXIII, el Padre Pío le
mandó un mensaje a través del Commendatore Alberto Galletti:
«Di al arzobispo que, después de éste, él será Papa. Que se prepare. No es una
bendición, sino un río desbordado...»
Al oírlo, Montini exclamó:
–Oh, las extrañas ideas de los santos...
Algo había de sintonización a un mismo nivel.
Montini no sólo había manifestado su admiración y estima por el fraile
estigmatizado, sino que conocía y apreciaba los Grupos de Oración, su fervor y
espiritualidad. Y aunque no se sabe si fue alguna vez a San Giovanni Rotondo,
estaba debidamente informado por el arzobispo de Bolonia, cardenal Lercaro. A
los pocos meses de ser elegido, Pablo VI intervino directamente para que se
devolviera la libertad al Padre Pío. El 30 de enero de 1964, el cardenal
Ottaviani indicó al padre Clemente:
–El Santo Padre desea que el Padre Pío ejerza su ministerio con plena libertad.
La sacristía fue abierta de nuevo a los fieles que deseaban hablar unos momentos
con el Padre, levantadas las sanciones a los privados de confesión, el número de
los penitentes dejaba de estar limitado a sólo cinco en la iglesia antigua y
éstos ya no debían permanecer de espaldas al confesonario mientras esperaban su
turno, y otras limitaciones todas ellas anuladas.
Brunatto y los suyos no repartieron el «Libro blanco», que quedó en el secreto
de los organizadores y de las tres personas que lo habían recibido. El 25 de
marzo publicaron el siguiente comunicado:
«La Asociación tiene el placer de anunciar que, desde hace unos días, ha sido
restablecido en el monasterio de San Giovanni Rotondo la libre práctica del
culto, tanto en lo que concierne al apostolado de ese Padre venerado como en lo
que es derecho de los fieles de confesarse con él. Así llegan a su fin los
abusos y los actos autoritarios que duraban desde hace cuatro años».
La prensa mundial anunció «el fin de las persecuciones contra el Padre Pío y su
liberación». El «Libro blanco» no llegó a ser un medio de presión sino de
información detallada para S. S. Pablo VI, quien había confiado más en la oración
y aceptación del sufrimiento del Padre que en el esfuerzo humano de sus amigos y
defensores.
Aquel año 1964, por primera vez después de tres años, el Padre Pío pudo celebrar
las ceremonias de Pascua entre sus fieles.
15. Un largo y penoso ocaso
El padre Clemente presentó al Padre Pío, de parte del cardenal Ottaviani, un
escrito preparado por monseñor Parente, cardenal secretario de la Suprema
Congregación del Santo Oficio, que debía copiar de puño y letra y firmar. En él
declaraba públicamente que eran falsas las coacciones y persecuciones sufridas,
y que disfrutaba de completa libertad en su ministerio. Y otras cosas más.
El texto fue manuscrito por duplicado y firmado «por el bien de la Orden y de la
Iglesia». Sus promotores creyeron que con esto se lavaba la cara a tan sucio
asunto. Se hizo público el 16 de diciembre de 1964, y sorprendió a propios y
extraños, pues era la primera vez que el Padre sentía la necesidad de dirigirse
a la prensa y sacar a la luz de la calle asuntos internos de la Orden capuchina.
Monseñor Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaría de Estado, quiso
asegurarse y mandó un emisario, Mario Cinnelli, redactor jefe de L’Osservatore
Romano:
–Padre Pío, me manda monseñor Angelo Dell’Acqua; desea que usted le diga la
verdad. ¿Ha escrito el manifiesto por voluntad propia? Dígame, Padre, ¿le han
obligado?
–Sí, hijo, sí, me han obligado.
La obediencia, norma suprema
Las cosas estaban claras. El Padre Pío había consentido en virtud de la santa
obediencia. L’Osservatore Romano no publicó la declaración. Como siempre, el
Padre prefirió obedecer a sus superiores a costa de su propia humillación.
A primeros de febrero de 1965 moría Brunatto, su más antiguo, perseverante y
ardiente defensor. Diez días antes, el 31 de enero, en una entrevista al
periódico Il Tempo, había declarado:
«El Padre Pío ha obedecido siempre y obedecerá más que nunca en la hora actual
en la que la indisciplina de los clérigos y de los fieles amenaza con dividir la
Iglesia».
Descubierta la intriga, el Papa tuvo que intervenir de nuevo, y por medio del
cardenal Ottaviani, el 12 de febrero de 1965, ordenó «que en adelante no se
forzara al Padre Pío con la obligación a la santa obediencia». Tal era la
confianza que le tenía S. S. Pablo VI.
También el Papa accedió a la petición del Padre de poder continuar con el rito
tridentino en sus celebraciones eucarísticas hasta su muerte. Fue el cardenal
Bacci quien con gran gozo comunicó esto personalmente al anciano capuchino, que
se sintió aliviado, pues las innovaciones del Concilio se le hacían cuesta
arriba. Después de agradecérselo, le dijo al cardenal:
–El Concilio, por piedad, terminadlo pronto.
Actividad incesante
El Padre Pío tenía setenta y ocho años. Era un anciano tullido por los dolores y
los sufrimientos morales que habían dejado sus secuelas. Comía unas cucharadas
de verdura o de pasta, un trozo de fruta y un vaso de vino, una sola vez al día.
Los estigmas continuaban sangrando –lo habían hecho durante casi cincuenta años–
y una dolorosa artrosis no le dejaba dormir. Los médicos le atiborraban de
pastillas y barbitúricos. El 19 de marzo tuvo que guardar cama durante tres
días, asistido día y noche por alguno de sus hermanos.
El padre Raffaele visitó a su viejo hermano y amigo. El Padre Pío «se puso a
llorar como un niño»; ya no podía seguir arrastrándose y ser una carga para sus
hermanos:
–Ya es hora de que el Señor me llame –dijo.
Corrió la voz y la inquietud se apoderó del ánimo de los fieles, y hasta el 3 de
mayo no llegó una cierta tranquilidad al saberse que el Padre había superado «el
estado subsiguiente a una gripe», y volvía a sus actividades de apostolado,
confesiones, ángelus, misa... como un milagro, dando testimonio de los misterios
divinos. Continuaba leyendo las almas y repartiendo sabios consejos:
–Si conseguís vencer la tentación, ésta produce el efecto de un lavado en la
ropa sucia.
–Padre, ¿qué es la misa para usted?
–Una unión completa entre Jesús y yo.
Y es que al celebrar, también él se ofrecía como hostia. Esto llenaba a los
fieles, igual que su constante comunión con ellos, y encontraban respuesta.
El 5 de mayo de 1966, muy débil, celebró el décimo aniversario de la Casa di
Sollievo asistiendo a la misa solemne oficiada por el cardenal Lercaro. Estaban
presentes miles de miembros pertenecientes a los Grupos de Oración.
El 25 de mayo de 1967 cumplía 80 años. Celebró, como de costumbre, misa a las
cinco de la mañana, con asistencia de los representantes de más de mil Grupos de
Oración, fruto de su intenso apostolado. Al terminar se leyó el telegrama de
felicitación de S. S. Pablo VI. Confesó durante toda la mañana y rezó el ángelus.
Por la tarde dirigió un saludo a los peregrinos reunidos en la explanada
colindante. Éstos veían, en esos últimos años, a un capuchino que a pesar de
irse apagando día a día, no sabían de dónde sacaba fuerzas para tratar de
recibirlos como antaño y ser todo para ellos. Las piernas ya no le sustentaban y
tenía que celebrar misa sentado.
El 14 de octubre de 1967 comunica a su sobrina Pía Forgione-Pennelli que morirá
antes de dos años. Ésta, muy afectada, deja constancia de ese mensaje en sobre
cerrado en poder de un notario. Sin embargo, él seguía al pie del confesonario
con un promedio diario de setenta personas que lavaban su ropa espiritual.
A partir de marzo de 1968 ya sólo le desplazaban en una silla de ruedas, lo
sentaban en una silla especial contra el altar y sólo movía las manos, lo
indispensable, para la consagración y la comunión... Nos cuenta Ennemond
Boniface, que se hallaba en San Giovanni Rotondo aquellos días que precedieron a
la muerte del Padre:
«...En realidad su muerte terminó con una agonía que duraba desde hacía años y
que se iba agravando cada día. Yo tuve la impresión de que era un moribundo el
que llevaban por en medio de los fieles en la silla de ruedas...»
Una pesada cruz para el Papa
S. S. Pablo VI sentía la necesidad de «confirmar en la fe a nuestros hermanos».
El 30 de junio de 1968, en plena rebelión de fe y de costumbres, que afectaba a
fieles y clero, reafirmó el Credo católico completo, manifestando solemnemente:
«...Tenemos muy presente las confusiones con las que se ven agitados ciertos
medios modernos en lo que se refiere a la fe. No se han librado de ser
arrastrados por un mundo en el que tantas verdades son radicalmente criticadas o
discutidas...»
Tres semanas después publicaba la encíclica Humanæ Vitæ. En ella reafirmaba la
doctrina católica sobre la vida conyugal, y la total oposición a los métodos
artificiales de la contracepción y al aborto. Aplaudida por unos, fue
públicamente criticada por ciertos sectores, en ciertos países e incluso con una
hostilidad abierta de numerosos teólogos y obispos. Todo ello entristeció
profundamente a Su Santidad, que ya venía llevando una pesada cruz en silencio.
El Padre Pío, antes de morir, quería dejar constancia públicamente de su
fidelidad a la Iglesia y al Papa. El 12 de septiembre escribió a S. S. una larga
carta llena de amor y de obediencia:
«Sé que en estos días vuestro corazón sufre mucho por el destino de la Iglesia,
por la paz del mundo, por las necesidades tan numerosas de los pueblos, pero
sobre todo a causa de la falta de obediencia de algunos... Os ofrezco mi oración
y mi sufrimiento cotidiano (...) con el fin de que el Señor os conforte con su
gracia para seguir el recto y difícil camino de la verdad eterna que no cambia
nunca aunque los tiempos cambien.»
Esta carta fue su último acto público.
20 de septiembre de 1968, viernes, quincuagésimo aniversario de su
estigmatización y día señalado para el IV Congreso Internacional de los Grupos
de Oración. El Padre celebró misa a las cinco de la mañana y pasó el resto de la
mañana en el confesonario. ¡Admirable don! Por la noche, procesión de antorchas
en la explanada, pero el Padre no apareció en su ventana. El sábado guardó cama
a causa de una crisis bronquial con complicaciones. Por la noche asiste al
cierre del primer día del Congreso y bendice a sus hijos espirituales desde la
tribuna de la iglesia.
La última misa
El domingo, cincuenta ramos de rosas rojas envuelven el altar y recuerdan otros
tantos años de ininterrumpido sangrar, de crucificado sin cruz, de participación
en la Pasión de Cristo, traídos por los delegados de setecientos Grupos de
Oración llegados de todas partes. A éstos se sumaron un sinnúmero de peregrinos.
–Padre, celebre usted una misa solemne y cantada –le pidió el padre guardián.
Como era de esperar, obediente, sin fuerzas, no se sabe cómo, pero lo hizo,
ayudado por sus hermanos Honorado, Valentona y Guglielmo. Su última misa.
Testigos cuentan que le vieron moribundo, intentó cantar, pero no pudo... al
terminar, se habría desplomado si el padre Guglielmo no lo hubiese sujetado, y
por primera y última vez tuvieron que recogerlo en el altar con la silla de
ruedas. Al alejarse, dirigió una impresionante mirada a los fieles, y
tendiéndoles los brazos como si quisiera abrazarlos, se despidió con un susurro:
–Hijos míos, queridos hijos míos.
El fiel Pagnossin, presente aquel día, bien situado arriba en la tribuna, hizo
unas cuantas fotografías. Cuál no sería su sorpresa al revelarlas:
–Mirad, el Padre Pío ya no tiene los estigmas.
Efectivamente, habían desaparecido. Los hermanos no se dieron cuenta hasta el
momento de su muerte y también tomaron fotografías:
–Hermano, mira, ya no tiene las llagas.
–Sí, hermano, fíjate, en su lugar qué piel más suave y lisa...
–Como la de un recién nacido.
Se supone que habían desaparecido el mismo día 20, cuando cumplían los cincuenta
años. Era el anuncio de que la misión del Padre había terminado.
Plácida agonía y triunfo póstumo
Aquel día 22 de septiembre, después de una breve aparición saludando con el
pañuelo y bendiciendo con la mano, se retiró a su celda. A las seis de la tarde
asistió a misa desde la tribuna y volvió a retirarse. El padre Pellegrino le
acompañaba, él lloraba en silencio. Pasada la medianoche, quiso confesarse y
dirigió un ruego al padre Pellegrino:
–Escucha, si el Señor me llama hoy, pide perdón por mí a mis hermanos por todas
las molestias que les he causado. Pídeles, y también a mis hijos, que recen por
mi alma.
Después quiso renovar su profesión religiosa y consagración de sí mismo y de su
vida al Señor.
A la una y cuarto, el padre Pellegrino decidió llamar a sus hermanos y al doctor
Sala. Se le administraron los últimos sacramentos, que recibió con plena
lucidez.
A las 2’30 de aquel día, 23 de septiembre de 1968, dulcemente, con el rostro
sereno lleno de paz y un rosario entre las manos, el Padre Pío de Pietrelcina
entregó su alma a quien ya se la había ofrecido junto con su vida entera.
Con el doctor Sala presente, los hermanos descubrieron la desaparición de los
estigmas; en su lugar, ni una cicatriz, ni una señal quedaba del calvario
padecido para gloria de Dios y salvación de los hombres. Durante toda su vida,
sólo había buscado una cosa, cumplir la Voluntad de Dios.
El 26 de septiembre de 1968, el padre Clemente de Wlissingen, ministro general
de los capuchinos, presidió los funerales. Se leyó el telegrama de S. S. Pablo VI,
y el administrador apostólico, padre Clemente de Santa Maria in Punta, pronunció
el elogio fúnebre. El cuerpo del Padre Pío fue bajado a la cripta en
cumplimiento de su deseo manifestado en 1923. Aún tenía que sorprender
gratamente a sus hijos espirituales con un último hecho extraordinario. Nos lo
cuenta un testigo, Henri Bourdeau:
«En sus funerales, cuando ya su cuerpo descansaba en la cripta, la multitud se
dirigió a la explanada. Luego de una oración, se entonaron los cánticos que le
gustaban al Padre. De pronto, se oyeron exclamaciones de alegría: el Padre Pío
aparecía, sonriente, en el cristal de su celda. Se veía con claridad su hábito
hasta la cintura y el cordón tal y como yo los había visto. A los gritos de «¡Miracolo!»
de la muchedumbre, el padre guardián envió un hermano al lugar. Y éste volvió
con la increíble información: el Padre aparecía en el cristal. Entonces, para
dar una lección de realismo a todos los que podían ser considerados como
exaltados, fanáticos, dio orden de abrir la ventana de la celda y extender en
ella una tela blanca. Pues bien, después de un "Ah" de decepción, resonaron unos
"¡Oh! ¡Oh!" jubilosos y divertidos: la "foto viviente" del Padre aparecía al
mismo tiempo en todos los cristales de esa fachada del convento de Santa Maria
delle Grazie».
S. S. Pablo VI pondrá al Padre Pío como ejemplo a los capuchinos:
«Seguid el ejemplo de vuestro santo hermano fallecido hace poco, el Padre Pío.
¡Mirad qué fama ha tenido! ¡Qué multitud de todo el mundo ha reunido a su
alrededor! ¿Y por qué? ¿Era filósofo, sabio? ¿Disponía de medios enormes? No.
Decía misa humildemente, confesaba desde la mañana a la noche y era –es difícil
decirlo –el representante de Nuestro Señor, marcado por las llagas de nuestra
Redención. Un hombre de oración y sufrimiento. Esa es la razón por la que
sentimos hacia él un agradecido afecto».
Homilía de Juan Pablo II en la misa del 2 de mayo de 1999, con motivo de la
beatificación del Padre Pío de Pietrelcina
«¡Cantad al Señor un cántico nuevo!»
La invitación de la antífona de entrada expresa la alegría de tantos fieles que
esperan desde hace tiempo la elevación a la gloria de los altares del Padre Pío
de Pietrelcina. Este humilde fraile capuchino ha asombrado al mundo con su vida
dedicada totalmente a la oración y a la escucha de sus hermanos.
Innumerables personas fueron a visitarlo al convento de San Giovanni Rotondo, y
esas peregrinaciones no han cesado, incluso después de su muerte. Cuando yo era
estudiante aquí en Roma, tuve ocasión de conocerlo personalmente, y doy gracias
a Dios que me concede hoy la posibilidad de incluirlo en el catálogo de los
beatos.
Recorramos esta mañana los rasgos principales de su experiencia espiritual,
guiados por la liturgia de este domingo de Pascua en el cual tiene lugar el rito
de su beatificación.
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14,1). En
la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de
Jesús a sus discípulos que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de
su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse
solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos
sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis
también vosotros» (Jn 14,2-3).
En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos
adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). La observación es
oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da
permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones
futuras. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí»
(Jn 14,6).
El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre», el discípulo
podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría.
Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el
discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste
precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo
vive en él. (cf. Ga 2,20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa
igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago,
e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12).
Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se dirige al humilde
fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta claridad se han cumplido en el beato
Pío de Pietrelcina!
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios...» La vida de este humilde hijo de
San Francisco fue un constante ejercicio de fe, corroborado por la esperanza del
cielo, donde podía estar con Cristo.
«Me voy a prepararos sitio (...) para que donde estoy yo estéis también
vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que se sometió el
Padre Pío desde su juventud, sino la progresiva identificación con el divino
Maestro, para estar «donde está Él»?
Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para pedirle
consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y
resucitado. En el rostro del Padre Pío resplandecía la luz de la resurrección.
Su cuerpo, marcado por los «estigmas», mostraba la íntima conexión entre la
muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de
Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad; los
dones singulares que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos
interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de
los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que «el Calvario es el
monte de los santos».
No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras, fueron las pruebas que
tuvo que soportar, por decirlo así, como consecuencia de sus singulares
carismas. Como testimonia la historia de la santidad, Dios permite que el
elegido sea a veces objeto de incomprensiones. Cuando esto acontece, la
obediencia es para él un crisol de purificación, un camino de progresiva
identificación con Cristo y un fortalecimiento de la auténtica santidad. A este
respecto, el nuevo beato escribía a uno de sus superiores: «Actúo solamente para
obedecerle, pues Dios me ha hecho entender lo que más le agrada a él, que para
mí es el único medio de esperar la salvación y cantar victoria». (Epist. I,
807).
Cuando sobre él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su existencia la
exhortación de la primera carta de San Pedro, que acabamos de escuchar:
«Acercaos a Cristo, la piedra viva» (cf. 1 Pe 2,4). De este modo, también él se
hizo «piedra viva» para la construcción del edificio espiritual que es la
Iglesia. Y por esto hoy damos gracias al Señor.
«También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del
Espíritu» (1Pe 2,5).
¡Qué oportunas resultan estas palabras si las aplicamos a la extraordinaria
experiencia eclesial surgida en torno al nuevo beato! Muchos, encontrándose
directa o indirectamente con él, han recuperado la fe; siguiendo su ejemplo, se
han multiplicado en todas las partes del mundo los «grupos de oración». A
quienes acudían a él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que Jesús no
tiene otra preocupación que santificar vuestra alma» (Epist. II, 155).
Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir nunca de su
convento, casi «plantado» al pie de la cruz, esto tiene un significado. Un día,
en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo consoló, diciéndole que
«junto a la cruz se aprende a amar» (Epist. I, 339).
Sí, la cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más aún, el «manantial»
mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el dolor, atraía
los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de salvación.
Al mismo tiempo, su caridad se derramaba como bálsamo sobre las debilidades y
sufrimientos de sus hermanos. El Padre Pío, además de su celo por las almas, se
interesó por el dolor humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital al
que llamó: «Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera un hospital de
primer rango, pero sobre todo se preocupó de que en él se practicara una
medicina verdaderamente «humanizada», en la que la relación con el enfermo
estuviera marcada por la más solícita atención y la acogida más cordial. Sabía
también que quien está enfermo y sufre no sólo necesita una correcta aplicación
de los medios terapéuticos, sino también y sobre todo un clima humano y
espiritual que le permita encontrarse a sí mismo en la experiencia del amor de
Dios y de la ternura de sus hermanos.
Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los «milagros
ordinarios» de Dios pasan a través de nuestra caridad. Es necesario estar
disponibles para compartir y para servir generosamente a nuestros hermanos,
sirviéndonos de todos los recursos de la ciencia médica y de la técnica.
Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado en esta misa: «No se
turbe vuestro corazón; creéis en Dios». Esa exhortación de Cristo la recogió el
nuevo beato que solía repetir: «Abandonaos plenamente en el corazón divino de
Cristo, como un niño en brazos de su madre». Que esta invitación penetre también
en nuestro espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué
tener miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida? ¿Por qué
no fiarse de que Dios es Padre, nuestro Padre?
«Santa María de las Gracias», a la que el humilde capuchino de Pietrelcina
invocó con constante y tierna devoción, nos ayude a tener los ojos fijos en
Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a buscar con tesón la caridad
sobrenatural que brota del costado abierto del Crucificado.
Y tú, beato Padre Pío, dirige desde el cielo tu mirada hacia nosotros, reunidos
en esta plaza, y a cuantos están congregados en la plaza de San Juan de Letrán y
en San Giovanni Rotondo. Intercede por aquellos que, en todo el mundo, se unen
espiritualmente a esta celebración, elevando a ti sus súplicas. Ven en ayuda de
cada uno y concede la paz y el consuelo a todos los corazones. Amén.
(L’Osservatore Romano)
Discurso de Juan Pablo II a los peregrinos del 3 de mayo de 1999
Amadísimos hermanos y hermanas:
Con gran alegría me encuentro nuevamente con vosotros en esta plaza, que ayer
fue escenario de un acontecimiento que tanto esperabais: la beatificación del
Padre Pío de Pietrelcina. Hoy es el día de acción de gracias.
Acaba de terminar la solemne celebración eucarística, presidida por el Cardenal
Angelo Sodano, mi secretario de Estado, a quien dirijo un cordial saludo,
extendiéndolo a cada uno de los demás cardenales y obispos presentes, así como a
los numerosos sacerdotes y a los fieles que han participado.
Con especial afecto os abrazo a vosotros, queridos frailes capuchinos, y a los
demás miembros de la gran familia franciscana, que alabáis al Señor por las
maravillas que realizó en el humilde fraile de Pietrelcina, seguidor ejemplar
del Poverello de Asís.
Muchos de vosotros, queridos peregrinos, sois miembros de los grupos de oración
fundados por el Padre Pío; os saludo afectuosamente, al igual que a todos los
demás fieles que, animados por la devoción al nuevo beato, han querido estar
presentes en esta feliz circunstancia. Por último, quiero dirigir un saludo
particular a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que habéis sido los
predilectos en el corazón y la acción del Padre Pío: ¡gracias por vuestra
valiosa presencia!
La divina Providencia ha querido que el Padre Pío sea proclamado beato en
vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es
el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor
quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad?
El testimonio del Padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física,
nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del
jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En él, en la
plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la
humanidad, herida mortalmente por el pecado. «Con sus heridas habéis sido
curados» (1Pe 2,24), repite a todos el beato Padre Pío con las palabras del
apóstol San Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo.
Durante sesenta años de vida religiosa, pasados casi todos en San Giovanni
Rotondo, se dedicó completamente a la oración y al ministerio de la
reconciliación y de la dirección espiritual. El siervo de Dios Papa Pablo VI
puso muy bien de relieve este aspecto: «Mirad qué fama ha tenido el Padre Pío
(...) pero, ¿por qué? (...) Porque celebraba la misa con humildad, confesaba de
la mañana a la noche y era (...) un representante visible de las llagas de
Nuestro Señor. Era un hombre de oración y sufrimiento.
Recogido completamente en Dios, y llevando siempre en su cuerpo la pasión de
Jesús, fue pan partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios Padre.
Sus estigmas, como los de San Francisco de Asís, eran obra y signo de la
misericordia divina, que mediante la cruz de Cristo redimió al mundo. Esas
heridas abiertas y sangrantes hablaban del amor de Dios a todos, especialmente a
los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.
¿Qué decir de su vida, combate espiritual incesante –librado con las armas de la
oración–, centrada en los gestos sagrados diarios de la confesión y de la misa?
La celebración eucarística era el centro de toda su jornada, la preocupación
casi ansiosa de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús,
sacerdote y víctima. Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo,
agonía que continúa hasta el fin del mundo.
Queridos hermanos, en nuestro tiempo, en el que aún se pretende resolver los
conflictos con la violencia y el atropello, y a menudo se cede a la tentación de
abusar de la fuerza de las armas, el Padre Pío repite lo que dijo una vez: «¡Qué
horror la guerra! Jesús mismo sufre en todo hombre herido en su carne». Es
preciso destacar también sus dos obras, la «Casa de alivio del sufrimiento» y
los Grupos de Oración, que fueron concebidas por él en el año 1940, mientras en
Europa se vislumbraba ya la catástrofe de la segunda guerra mundial. No
permaneció inactivo; al contrario, desde su convento, perdido en el Gargano,
respondió con la oración y las obras de misericordia, con el amor a Dios y al
prójimo. Y hoy, desde el cielo, repite a todos que éste es el auténtico camino
de la paz.
Los Grupos de Oración y la «Casa de alivio del sufrimiento» son dos «dones»
significativos que el Padre Pío nos ha dejado. Concebida y querida por él como
hospital para los enfermos pobres, la «Casa de alivio del sufrimiento» fue
proyectada ya desde el comienzo como una institución de salud abierta a todos,
pero no por eso menos equipada que el resto de los hospitales. Es más, el Padre
Pío quiso dotarla de los instrumentos científicos y tecnológicos más avanzados
para que fuera un lugar de auténtica acogida, de respeto amoroso y terapia
eficaz para todas las personas que sufren. ¿No es éste un verdadero milagro de
la Providencia, que continúa y se desarrolla, siguiendo el espíritu del
fundador?
Además, por lo que respecta a los Grupos de Oración, quiso que fueran faros de
luz y amor en el mundo. Deseaba que muchas almas se unieran a él en la oración.
Decía: «Orad, orad al Señor conmigo, porque todo el mundo tiene necesidad de
oraciones. Y cada día, cuando más sienta vuestro corazón la soledad de la vida,
orad, orad juntos al Señor ¡porque también Dios tiene necesidad de nuestras
oraciones!»
Su intención era crear un ejército de personas que hicieran oración, que fueran
«levadura» en el mundo con la fuerza de la oración. Y hoy toda la Iglesia le da
las gracias por esta valiosa herencia, admira la santidad de este hijo suyo e
invita a todos a seguir su ejemplo.
Amadísimos hermanos y hermanas, el testimonio del Padre Pío constituye una
fuerte llamada a la dimensión sobrenatural, que no hay que confundir con la
milagrería, desviación que siempre rechazó con firmeza. Los sacerdotes y las
personas consagradas deberían inspirarse de modo especial en él.
Enseña a los sacerdotes a convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la
gracia divina, que cura a las personas en la raíz de sus males devolviéndoles la
paz del corazón. El altar y el confesionario fueron los dos polos de su vida: la
intensidad carismática con que celebraba los misterios divinos es testimonio muy
saludable para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y ayudarles
a redescubrir día a día el inagotable tesoro de renovación espiritual, moral y
social puesto en sus manos.
A los consagrados, de modo especial a la familia franciscana, les da un
testimonio de singular fidelidad. Su nombre de pila era Francisco, y desde su
ingreso en el convento fue un digno seguidor del padre seráfico en la pobreza,
la castidad y la obediencia. Practicó en todo su rigor la regla capuchina,
abrazando con generosidad la vida de penitencia. No se complacía en el dolor,
pero lo eligió como camino de expiación y purificación. Como el Poverello de
Asís, buscaba la imitación de Jesucristo, deseando sólo «amar y sufrir» para
ayudar al Señor en la ardua y exigente obra de la salvación. En la obediencia
«firme, constante y férrea» (Epist. I, 488) encontró la más alta expresión de su
amor incondicional a Dios y a la Iglesia.
¡Qué consolación produce sentir junto a nosotros al Padre Pío, que quiso ser
sencillamente «un pobre fraile que ora»: hermano de Cristo, hermano de San
Francisco, hermano de quien sufre, hermano de cada uno de nosotros. Quiera Dios
que su ayuda nos guíe por el camino del Evangelio y nos haga cada vez más
generosos en el seguimiento de Cristo.
Que nos obtenga esto la Virgen María, a quien amó e hizo amar con profunda
devoción. Nos lo obtenga su intercesión, que invocamos con confianza.
Acompaño estos deseos con la bendición apostólica, que os imparto de corazón a
vosotros, queridos peregrinos aquí presentes, y a cuantos se hallan unidos
espiritualmente a nosotros en este feliz encuentro.
(L’Osservatore Romano)
Cronología del Padre Pio
1887. El 25 de mayo nace en Pietrelcina, Benevento, al sur de Italia.
1896-1902. Estudios elementales y primarios en su localidad natal.
1903. Noviciado en la Orden Franciscana, en los Capuchinos de Morcone.
1907. Profesión de votos solemnes.
1904-1909. Estudios eclesiásticos.
1909-1916. Con breves períodos en distintos conventos, permanece en Pietrelcina
debido a su delicado estado de salud. Primeros fenómenos místicos. Los
superiores dudan entre expulsarlo de la Orden o concederle permiso de
exclaustración. Conceden permiso en 1915.
1915-1918. Llamado a filas, destinado en la 10ª Compañía de Sanidad en Nápoles.
Periodo de permanencia en cuarteles interrumpida por inspecciones médicas y
convalencencias.
1916. De febrero a julio en el convento de Santa Ana de Foggia y a partir de
julio en Sta. María de las Gracias, en S. Giovanni Rotondo, en el monte Gargano,
diócesis de Manfredonia.
1918. 5-7 agosto: Transverberación del corazón. 20 septiembre: Estigmatización.
Comienza a acudir una multitud de personas a sus eucaristías y a confesarse.
1919-1920. Informes médicos que reconocen carácter sobrenatural de las heridas.
Posterior visita doctor Gemelli e informe desfavorable a la prensa y al Santo
Oficio. Oposición de canónigos y arzobispo de diócesis de Manfredonia, Mons.
Gagliardi.
1923-31. Medidas restricitivas del ministerio del Padre Pío, por el Santo
Oficio: celebración privada de la misa, no confesiones, no correspondencia,
traslado a otro convento.
1931-1933. Práctica encarcelación en el convento del Padre Pío.
1933. Visita de Mons. Passetto por encargo de S.S. Pío XI. Nuevo obispo de
Manfredonia Mons. Cesarano. Levantamiento de todas las restricciones y libertad
para el ministerio.
1935. Bodas de plata sacerdotales. Bendición papal de S.S. Pío XI. Se
multiplican las personas que acuden a S. Giovanni Rotondo, los fenómenos
místicos, las conversiones y los milagros.
1942. Comienzan los Grupos de Oración. Apoyo de S.S. Pío XII al Padre Pío.
1956. Inauguración de la Casa Sollievo della Sofferenza.
1958. Quiebra de la Banca Giuffrè y problemas económicos de la provincia
capuchina. Los superiores piden fondos de las obras del Padre Pío para saldar
las deudas de la Orden. El Padre Pío y el administrador sólo conceden una
cantidad limitada. Nuevas investigaciones, grabación secreta de sus
conversaciones y confesiones.
1960. Mons. Ottaviani y Mons. Crovini, del Santo Oficio, visitan a Padre Pío y
sus obras, informe favorable. Mons. Capovilla y Mons. Maccari, de la Secretaría
de S.S. Juan XXIII, repiten visita y dan informe desfavorable. Bodas de oro sin
bendición papal.
1960-1964. Nuevas limitaciones a su ministerio. Sus partidarios le defienden.
Antes de morir, S.S. Juan XXIII destituye a los superiores que le han venido
persiguiendo.
1964-1967. S.S. Pablo VI le restablece en la libertad de culto y ministerio.
Deterioro progresivo de su estado de salud.
1968. El 20 de septiembre se cumplen 50 años de su estigmatización. Padre Pío
muere el 23 de septiembre.
1983. Comienza la Causa para su Beatificación y Canonización.
1998. Se aprueba la autenticidad del milagro de la Sra. Consiglia de Martino.
1999. 2 de mayo. Beatificación por Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro.