CONSTITUCIÓN PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL
PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal
1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad
cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el
Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena
nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente
íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.
Destinatarios de la palabra conciliar
2. Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el
misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia
católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de
anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el
mundo actual.
Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con
el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo,
teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo,
que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador,
esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo,
crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se
transforme según el propósito divino y llegue a su consumación.
Al servicio del hombre
3. En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios
descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas
angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión
del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y
colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio,
testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no
puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana
que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la
luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que
la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la
persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que
renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y
alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto
central de las explicaciones que van a seguir.
Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que
en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia
para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a
la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía
del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de
la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
EXPOSICIÓN PRELIMINAR
SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO DE HOY
Esperanzas y temores
4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a
fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma
que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes
interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida
futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y
comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo
dramático que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos
fundamentales del mundo moderno.
El género humano se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por
cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo
entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero
recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y
colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las
realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya
hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en
la vida religiosa.
Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no
leves dificultades. Así mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder,
no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad
creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que
nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda
sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas
posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la
humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni
escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y
entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica. Mientras el
mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en
ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la
presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas
tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera
falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la
comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los
conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas
ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden temporal más perfecto,
sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos
difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con
exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La inquietud los
atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual
evolución del mundo. El curso de la historia presente en un desafío al hombre
que le obliga a responder.
Cambios profundos
5. La turbación actual de los espíritus y la transformación de las
condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da
creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias
matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre; y, en el orden
práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas. El espíritu
científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar.
La técnica con sus avances está transformando la faz de la tierra e intenta ya
la conquista de los espacios interplanetarios.
También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya en cuanto
al pasado, por el conocimiento de la historia; ya en cuanto al futuro, por la
técnica prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias
biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor,
sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de
métodos técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a
la previsión y ordenación de la expansión demográfica.
La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es
posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se
diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una
concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva,
de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas
síntesis.
Cambios en el orden social
6. Por todo ello, son cada día más profundos los cambios que experimentan las
comunidades locales tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu,
la aldea, otros diferentes grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a algunos países a
una economía de opulencia y transformando profundamente concepciones y condiciones
milenarias de la vida social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por
el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la urbanización, que
se extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos
y a difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando
con ello muchas repercusiones simultáneas.
Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por varios motivos,
cambien su manera de vida.
De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el mismo tiempo la propia
socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el
adecuado proceso de maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales
(personalización).
Esta evolución se manifiesta sobre todo en las naciones que se benefician ya de los progresos
económicos y técnicos; pero también actúa en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a
obtener para sí las ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos últimos,
sobre todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten también la tendencia a un
ejercicio más perfecto y personal de la libertad.
Cambios psicológicos, morales y religiosos
7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas.
Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces angustia, les lleva
a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en
ella. Por lo cual no rara vez los padres y los educadores experimentan dificultades cada día
mayores en el cumplimiento de sus tareas.
Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado,
no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en
el comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste.
Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida
religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un
concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una
adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos
alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez
más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de
la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e
individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del
progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa
negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira
ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y
de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación
de muchos.
Los desequilibrios del mundo moderno
8. Una tan rápida mutación, realizada con frecuencia bajo el
signo del desorden, y la misma conciencia agudizada de las antinomias existentes
hoy en el mundo, engendran o aumentan contradicciones y desequilibrios.
Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio
entre la inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que
no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis
satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficacia
práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las
condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de un pensamiento personal y
de la misma contemplación. Surge, finalmente, el desequilibrio entre la
especialización profesional y la visión general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de
las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que
surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones
sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de
todo género. Discrepancias entre los paises ricos, los menos ricos y los pobres.
Discrepancias, por último, entre las instituciones internacionales, nacidas de
la aspiración de los pueblos a la paz, y las ambiciones puestas al servicio de
la expansión de la propia ideología o los egoísmos colectivos existentes en las
naciones y en otras entidades sociales.
Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las
desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y víctima.
Aspiraciones más universales de la humanidad
9. Entre tanto, se afianza la convicción de que el género
humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas,
sino que le corresponde además establecer un orden político, económico y social
que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar
y cultivar su propia dignidad.
De aquí las instantes reivindicaciones económicas de
muchísimos, que tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren
se debe a la injusticia o a una no equitativa distribución. Las naciones en vía
de desarrollo, como son las independizadas recientemente, desean participar en
los bienes de la civilización moderna, no sólo en el plano político, sino
también en el orden económico, y desempeñar libremente su función en el mundo.
Sin embargo, está aumentando a diario la distancia que las separa de las
naciones más ricas y la dependencia incluso económica que respecto de éstas
padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos opulentos.
La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la
igualdad de derecho y de hecho con el hombre. Los trabajadores y los
agricultores no sólo quieren ganarse lo necesario para la vida, sino que quieren
también desarrollar por medio del trabajo sus dotes personales y participar
activamente en la ordenación de la vida económica, social, política y cultural.
Por primera vez en la historia, todos los pueblos están convencidos de que los
beneficios de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las
naciones.
Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una aspiración más profunda y
más universal: las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida
plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas
posibilidades que les ofrece el mundo actual. Las naciones, por otra parte, se
esfuerzan cada vez más por formar una comunidad universal.
De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y
débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar
entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la
fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir
correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o
servirle. Por ello se interroga a sí mismo.
Los interrogantes más profundos del hombre
10. En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al
mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde
sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el
propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples
limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una
vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que
renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y
deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la
división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son
muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren
saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos
por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del
solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan
el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente
todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder
dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la
existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un
sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo,
son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el
sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos
hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro
precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué
hay después de esta vida temporal?.
Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da
al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder
a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro
nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro
y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma
además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas
permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y
para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de
toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del
hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los
principales problemas de nuestra época.
PRIMERA PARTE
LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE
Hay que responder a las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a
creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo,
procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales
participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la
presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y
manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta
la menta hacia soluciones plenamente humanas.
El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los
valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su
fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado
al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del
corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida
ordenación. Por ello necesitan purificación.
¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios
fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad
actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las
preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el Pueblo de
Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo
cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo,
plenamente humana.
CAPÍTULO I
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El hombre, imagen de Dios
12. Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos
los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de
todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se
da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo
como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad
se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades,
y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile
la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita
conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del
hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios",
con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido
señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios.
¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te
cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y
esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por tí debajo
de sus pies (Ps 8, 5-7).
Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer
(Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la
comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un
ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los
demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy
bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo,
por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su
libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al
margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios.
Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al
Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El
hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y
se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo
Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe
el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación
tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y
con el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la
vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto
dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el
hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal,
hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en
persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y
expulsando al príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la
esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia
plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria
profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación.
Constitución del hombre
14. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma
condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por
medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del
Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el
contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de
Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta,
sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que
glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones
depravadas de su corazón.
No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el
universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como
elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto,
superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra
dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y
donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al
afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma,
no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las
condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la
verdad más profunda de la realidad.
Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría
15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la
inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior
al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de
los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas,
en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra
época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio del
mundo material. Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más
profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad
para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a
consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se
perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con
suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien.
Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta
sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El
destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más instruidos en
esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones
económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás
una extraordinaria aportación.
Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el
misterio del plan divino.
Dignidad de la conciencia moral
16. En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la
existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón,
advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz
esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su
corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será
juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el
recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a
conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La
fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para
buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se
presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta
conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para
apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la
moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por
ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que
no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien
y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza de la libertad
17. La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con
el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos
ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la
fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier
cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo
eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en
manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y,
adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La
dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y
libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no
bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El
hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las
pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios
adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana,
herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha
de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta
de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya
observado.
El misterio de la muerte
18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El
hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su
máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto
certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós
definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreductible a la
sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica
moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la
prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer
ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia,
aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por
Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria
terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la
historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y
misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el
pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud
de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido
Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de
la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada
en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso
sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de
una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte,
dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.
Formas y raíces del ateísmo
19. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la
vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es
invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que
lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive
en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por
entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden
del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita.
Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser
examinado con toda atención.
La palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a
Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios.
Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal,
que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos,
rebasando indebidamente los límites de las ciencias positivas, pretenden
explicarlo todo sobre esta base puramente científica o, por el
contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan
tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más,
a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes
imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del
Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios,
porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el
motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces
como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como
adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son
considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización
actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede
dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios.
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a
Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia
y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en
esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total
integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias
causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las
religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la
religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte
no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación
religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los
defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado
el genuino rostro de Dios y de la religión.
El ateísmo sistemático
20. Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la
forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva el afán de
autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios. Los
que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que
el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia
historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del
Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es
completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da
al hombre puede favorecer esta doctrina.
Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que
pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y
social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un
obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una
vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad
temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el
dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el
ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de
presión que tiene a su alcance el poder público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede
dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado,
esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y a la
experiencia humana universal y privan al hombre de su innata grandeza.
Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de
Dios que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de
los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos
los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de
serio y más profundo examen.
La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone
en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios
su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre
inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como
hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la
Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas
temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su
ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa
esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo
que hoy con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la
culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la
desesperación.
Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto,
percibido con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los
acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el interrogante
referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta;
Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde
de la verdad.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición
adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus
miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su
Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guía
del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe
viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y
poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe,
la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la
profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo
respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la
presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime
colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad.
La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo,
reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben
colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no
puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta, pues, la Iglesia la
discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas,
negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen
injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar
en este mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que
consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo.
La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo
con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de
la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus
destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz,
vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón
del hombre es aquello que "nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en tí".
Cristo, el Hombre nuevo
22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en
el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada
extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo
su fuente y su corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15)
es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana
asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual.
El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad
de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el
pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos
mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó
de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros
puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo
por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para
seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la
muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que
es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu
(Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor.
Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph
1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención
del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús
de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre
los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su
Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la
necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e
incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado
con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la
resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para
todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad
es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida,
se asocien a este misterio pascual.
Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles.
Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del
Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó
la muerte y nos dio la vida, para que, hijosen el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abba!,¡Padre!
CAPÍTULO II
LA COMUNIDAD HUMANA
Propósito del Concilio
23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación
de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo
el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está
en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece,
la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación cristiana
presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a
una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el Creador
grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
Como el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la
doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo
algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación.
A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen
extraordinaria importancia en nuestros días.
Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios
24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha
querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con
espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien
hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act
17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el
mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede
separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto en esta sentencia
se resume : Amarás al prójimo como a tí mismo ... El amor es el cumplimiento de
la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy
extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia
mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.
Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean
uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en
la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a
la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no
es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.
Interdependencia entre la persona humana y la sociedad
25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo
de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente
condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las
instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma
naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es,
pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los
demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida
social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder
a su vocación.
De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo
del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más
inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre
voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin cesar las
conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e
instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno,
que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece,
sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la
persona humana y para garantizar sus derechos.
Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su
vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se
puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que
está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le
inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan
la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras
económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y
del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la
realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre,
inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el
pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la
gracia.
La promoción del bien común
26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su
progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de
condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno
de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se
universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran
a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades
y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en
cuanta el bien común de toda la familia humana.
Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de
la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y
deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre
todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el
alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya
fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a
una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su
conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en
materia religiosa.
El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en
todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe
someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió
cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para
el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la
verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe
encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos
estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas
reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el
curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta
evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en
el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.
El respeto a la persona humana
27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima
urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada uno, sin
excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer
lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que
imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro.
En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de
servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano
abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o
de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado
que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando
la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de
cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-;
cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las
mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para
dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las
condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes;
o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de
mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de
la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas
infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a
sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en
materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de
nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión
íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos
el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben
convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún,la propia caridad
exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario
distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que
yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado
por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y
escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad
interna de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias.
El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva
Ley: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo".
Pero yo os digo : "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad
por lo que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social
29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor.
Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma
naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación
y de idéntico destino.
Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que
toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin
embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la
persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición
social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al
plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la
persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo
que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y
de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una
educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.
Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los
hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una
situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las
excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y
los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a
la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e
internacional.
Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense
por ponerse al servicio de la dignidad y del findel hombre. Luchen con energía
contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen
político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones
deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las
más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para
llegar al final deseado.
Hay que superar la ética individualista
30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con
suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o
por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber
de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien
común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a
las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las
condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas
opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno
de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios paises son muchos los que
menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con diversos
subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos justos u
otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida
social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación,
sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del
prójimo.
La aceptación de las relaciones sociales y su observancia
deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre
contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del
hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco
al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no
cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales,
de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de
una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.
Responsabilidad y participación
31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el
sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismocomo de los varios grupos
sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más
amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de
que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los
jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo,
que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de
generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad
si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener
conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios
ya los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae
en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre,
satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad.
Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las
inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes
exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en
que vive.
Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de
participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas
naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera
libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la situación
real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que todos
los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes
grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos
grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los
demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en
manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y
razones para esperar.
El Verbo encarnado y la solidaridad humana
32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad.
De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo
que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el comienzo de
la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto
individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que
eligió Dios manifestando su propósito, denominópueblo suyo (Ex 3,7-12),
con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la
obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social
humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con
publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del
hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del
lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose
voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre
todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un
trabajador de su tiempo y de su tierra.
En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se
trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno.
Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie
tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y
ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que
la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el
amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de
su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad
le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la
Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse
mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en
que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como
familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.
CAPÍTULO III:
LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema
33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su
ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y
la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre
casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por
los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va
sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran
número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas
superiores, hoy los obtiene por sí mismo.
Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género
humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene
esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué
fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia,
custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el
orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada
cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el
camino recientemente emprendido por la humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad
humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por
el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida,
considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a
imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad,
sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la
propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo,
de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el
nombre de Dios en el mundo.
Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más
ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para
sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en
servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan
la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo
personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas
por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende
rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las
victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su
inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es
su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje
cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a
despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el
hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad humana, así como procede del hombre, así
también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las
cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva
sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida,
es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre
vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los
hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano
planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos.
Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la
promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de
acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del
género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad,
cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.
La justa autonomía de la realidad terrena
36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por
una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión,
sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha
de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta
exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de
nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la
propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia,
verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe
respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o
arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está
realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas
morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades
profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con
perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la
realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien,
sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de
deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima
autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos;
actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una
oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la
realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad
envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás,
cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la
manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el
olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.
Deformación de la actividad humana por el pecado
37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la
experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente
beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues
los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y
mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo
que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el
poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género
humano.
A través de toda la historia humana existe una dura batalla
contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo,
durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el
hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes
esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad
en sí mismo.
Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del
Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera
felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No
queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a
aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado
la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.
A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable
miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la
resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las
actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren
diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo,
nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las
recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole
gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y
con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada
tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo
es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el misterio pascual
38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las
cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto
en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien
nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña
que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del
amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que
abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la
fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta
caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino,
ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros,
pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo
echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido
Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el
cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del
hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando,
purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos
con los que la familia humana intentahacer más llevadera su propia vida y
someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si
a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y
a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen
al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los
cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo
de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las
realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta
a Dios.
El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento
para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre
gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete
celestial.
Tierra nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la
tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el
universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos
enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la
justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos
de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos
de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la
debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y,
permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la
vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el
mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no
debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de
alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que
distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo,
sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad
humana, interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la
libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de
nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del
Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda
mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino
eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia;
reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente
en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPÍTULO IV
MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Relación mutua entre la Iglesia y el mundo
40. Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la
persona, sobre la comunidad humana, sobre el sentido profundo de la actividad
del hombre, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo,
y también la base para el mutuo diálogo. Por tanto, en este capítulo,
presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el misterio de la Iglesia,
va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que existe en este
mundo y vive y actúa con él.
Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por
Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad
escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar
plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir,
por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia
historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir
aumentando sin cesar hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razones de
los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido "constituida y
organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios
adecuados propios de una unión visible y social". De esta forma, la Iglesia,
"entidad social visible y comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la
humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar
como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y
transformarse en familia de Dios.
Esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad
eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la
historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de
la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio fin de salvación, la
Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre
el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y
elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y
dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una
significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio
de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para
dar un sentido más humano al hombre a su historia.
La Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en
este orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades
eclesiásticas con su obra de colaboración. Tiene asimismo la firme persuasión de
que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad
humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples
maneras en la preparación del Evangelio. Expónense a continuación algunos
principios generales para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta
mutua ayuda en todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y al
mundo.
Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre
41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo
pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de
sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de
Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el
sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser
humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las
aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente
con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar
por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema
religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino
también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber,
al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La
presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo
Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar
respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo,
que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada
vez más en su propia dignidad de hombre.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad
humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen
excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley
humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la
seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El
Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las
esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente
la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo
talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad;
encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la ley
fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y
Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de
la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa autonomía
de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se
restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.
La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los
derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual,
que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse
que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a
cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar
que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos
vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva;
por el contrario, perece.
Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana
42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad,
fundada en Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.
La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de
orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso.
Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y
energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana
según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de
tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear,
obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por
ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes.
La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el
actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de
una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda
con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo como sacramento, o
sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano". Enseña así al mundo que la genuina unión social exterior procede
de la unión de los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la
caridad, que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu
Santo. Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana
radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en
el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no
está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema
alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su universalidad,
puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y
comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan
efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por esto, la
Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este
familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre
naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.
El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero,
de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o
que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia
quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede
conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse
libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca
los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del
bien común.
Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, procura prestar al dinamismo humano
43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la
ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes
temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los
cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos
la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse
cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento
de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el
error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del
todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos
de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio
entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más
graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas
reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre
todo, Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen,
por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y
sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a
sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre
todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los
cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una
síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico,
con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la
gloria de Dios.
Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente,
las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente,
como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada
disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en
todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines.
Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan
sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen
término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina
quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar
orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están
siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas
las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien
los laicos su propiafunción con la luz de la sabiduría cristiana y con la
observancia atenta de la doctrina del Magisterio.
Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de
la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero
podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles,
guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta
manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención
de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje
evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido
reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia.
Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la
mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común.
Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la
Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además
su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la
sociedad humana.
Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la
Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo,
de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada
por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos
los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de
la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia
del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los
religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola
presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de
que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para
participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de
cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del
Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica
y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y
cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de
dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de
Dios".
Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha
mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de
salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de
su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al
espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia
que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los
mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de
la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de
ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del
Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar,
por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo.
Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a
sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad
la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia".
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno
44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la
historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido
de la evolución histórica del género humano.
La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las
diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos
caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo
de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la
lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió
así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de
los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra
revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos
los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada
uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las
diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros,
en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia
necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean
creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con
claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero
principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar,
con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a
la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida,
mejor entendida y expresada en forma más adecuada.
La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo,
puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social,
no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer
con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más perfecta y para
adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en
el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de
los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en
el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política,
así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino,
también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas.
Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de
provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios.
Cristo, alfa y omega
45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del
mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios
y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede
dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del
hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y
al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre.
El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para
que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor
es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los
deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del
corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el
Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de
muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia
la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso
designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph
1,10).
He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a
cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el
principio y el fin" (Apoc 22,12-13).
SEGUNDA PARTE
ALGUNOS PROBLEMAS MÁS URGENTES
Introducción
46. Después de haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto
individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz
del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos
problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano.
Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente
las que siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida económico-social
y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de ellas
debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para guiar a los cristianos
e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.
CAPÍTULO I
DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la familia en el mundo actual
47. El bienestar de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a
esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a
los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la
vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa
misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por
promoverlos.
Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en
todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la
poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el
egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte,
la actual situación económico, social-psicológica y civil son origen de fuertes
perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo,
finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento
demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo,
un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y
familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar
de las dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan,
de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución.
Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos
puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a
los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por garantizar y promover
la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor eximio.
El carácter sagrado del matrimonio y de la familia
48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias
leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza
de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así,
del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace,
aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo
sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la
sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del
matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma
importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de
cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad,
paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su
índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados
por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se
ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por
el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la
unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente,
adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta
íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor
multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a
semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se
adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora
el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los
esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece
con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua
fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor
conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud
redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir
eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime
misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para
cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados
por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y
familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe,
esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua
santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
Gracias precisamente a los padres, que precederán con el
ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el
círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la
salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la
dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber
de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.
Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a
su manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la
piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus
padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la existencia y en la
soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia
hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales.
Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que
es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica
naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y
fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros.
Del amor conyugal
49. Muchas veces a los novios y a los casados les invita la
palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el
matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el
amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las
costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser
eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la
voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de
enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y
de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El
Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don
especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y
lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado
por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su
misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la
inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece
rápida y lamentablemente.
Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la
acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen
íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera
verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se
enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por
la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es
indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad,
y, por tanto, queda excluído de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento
obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y
pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por
el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación
cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por
la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la
magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en
la oración.
Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se
formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos
sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el
cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación
cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que
formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y
ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma
familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad
conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.
Fecundidad del matrimonio
50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su
propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin
duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de
los propios padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté
solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y
mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su
propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y
multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor
conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de
lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien
por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo
cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son
cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con
responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia
hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse
un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los
hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los
tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente,
teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y
de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios
los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean
conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben
regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma,
dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la
luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal,
lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los
esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de
sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con
generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora.
Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado,
son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado,
aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente.
Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la
procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las
personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los
esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso,
aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el
matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e
indisolubilidad.
El amor conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana
51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar
armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por
algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en
las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y
el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades
para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras
veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole,
porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar
los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni
siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no
puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión
obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la
insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo
digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada
con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La
índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente
lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos
actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana,
deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el
amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la
conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los
motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la
naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el
sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor
verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad
conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios,
ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la
regulación de la natalidad.
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión
de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida
a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres.
El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos
52. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que
pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola
comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa
cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa presencia del
padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe
asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los
niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la
mujer. La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta
puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la
sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una
familia propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es
propio de los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes
consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia,
evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse
o a elegir determinada persona.
Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y
se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de
las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el
fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y
grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del matrimonio y de la
familia. El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la
verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla,
asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que
salvaguardar el derecho de los padres a procrear y a educar en el seno de la
familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas
instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente
carecen del bien de una familia propia.
Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo
lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y
de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la acción
concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las
dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las ventajas adecuadas
a los nuevos tiempos. Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano
de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la sabiduría y
competencia de las personas versadas en las ciencias sagradas.
Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos,
los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio
y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a
fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la
honesta ordenación de la procreación humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema
de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y
familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de
Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y
pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen
familias realmente espléndidas.
Las diversas obras, especialmente las asociaciones
familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los
cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la
acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios
vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el
mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo
seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación
por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor
con su muerte y resurrección reveló al mundo.
CAPÍTULO II
EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel
verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando
los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida
humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.
Con la palabra cultura se indica, en sentido general,
todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades
espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su
conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como
en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e
instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en
sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de
provecho a muchos, e incluso a todo el género humano.
De aquí se sigue que la cultura humana presenta
necesariamente un aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con
frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la
pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor
diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas,
de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de
establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las
artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el
patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un
medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o
tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana.
Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el
aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar
con razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se
han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos
que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias naturales y de
las humanas, incluidas las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también
por los avances en el uso y recta organización de los medios que ponen al hombre
en comunicación con los demás. De aquí provienen ciertas notas características
de la cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico;
los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la
actividad humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se
vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las
costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la
urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas
formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir,
actuar y descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas
naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud
los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va
gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa la
unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las
diversas culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de
todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y
promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el
sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene
enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se
ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que
se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta
manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el
hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y
ante la historia.
Dificultades y tareas actuales en este campo
56. En esta situación no hay que extrañarse de que el hombre,
que siente su responsabilidad en orden al progreso de la cultura, alimente una
más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note con ansiedad las múltiples
antinomias existentes, que él mismo debe resolver:
¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las
relaciones entre las culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso
diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las
comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga en
peligro el genio propio de los pueblos?
¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión
de la nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las
tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura, nacida del
enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de compaginar con el cultivo
del espíritu, que se alimenta, según diversas tradiciones, de los estudios
clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las
disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis
y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de la
admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de
los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los
especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?
¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima
la autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente
terrestre o incluso contrario a la misma religión?
En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la
cultura humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona humana
íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo cumplimiento todos, y de modo
principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente en una sola
familia humana.
Sección 2.- Algunos principios para la sana promoción de la cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben
buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el
contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con
todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el
misterio de la fe cristiana ofrece a loscristianos valiosos estímulos y ayudas
para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el
sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que
le corresponde en la entera vocación del hombre.
El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o
con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y
llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando conscientemente
asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el plan
mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter
la tierra y perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí
mismo; más aún, obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio
de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes
disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias
naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia
humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y
al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa
Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo todas las cosas con El,
jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los
hijos de los hombres.
Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la
esclavitud de las cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y
a la contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia se
dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo
todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina
a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la
técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas
esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando
el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón
como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que
el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí
mismo y deje de buscar ya cosas más altas.
Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos
necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de
no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el
estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones
científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el
sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de
la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres,
la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos,
singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia
cultural. Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje
del Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que
vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la cultura
58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje
de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo
hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los
tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso
de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las
diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su
predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor
profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de
la multiforme comunidad de los fieles.
Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos
sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e
indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a
costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a
la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las
diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia
Iglesia y las diferentes culturas.
La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la
cultura del hombre, caído, combate y elimina los errores y males que provienen
de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral
de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las
cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las
consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su
misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con
su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las culturas
59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos
que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona
humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es
preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de
admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así
como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la
naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa
libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus
propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una cierta
inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de
la sociedad, particular o mundial, dentro de los límites del bien común.
El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio
Vaticano I, declara que "existen dos órdenes de conocimiento" distintos, el de
la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las artes y las
disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método...,
cada una en su propio campo", por lo cual, "reconociendo esta justa libertad",
la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la
de las ciencias.
Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral
y la común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y
propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y, por último,
que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad pública compete no el determinar el carácter
propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para
promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de alguna
nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura, apartada de su
propio fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.
Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la cultura
El reconocimiento y ejercicio efectivo del derecho personal a la cultura
60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia.
Por ello, uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos,
es el de trabajar con ahínco para que tanto en la economía como en la política, así en
el campo nacional como en el internacional, se den las normas fundamentales para que se
reconozca en todas partes y se haga efectivo el derecho a todos a la cultura, exigido por
la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o
condición social. Es preciso, por lo mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de
bienes culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura
"básica", a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su
ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana
al bien común.
Se debe tender a que quienes están bien dotados
intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a los estudios superiores; y
ello de tal forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en la
sociedad las funciones, tareas y servicios que correspondan a su aptitud natural
y a la competencia adquirida. Así podrán todos los hombres y todos los grupos
sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural de
acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
Es preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual
adquiera conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él
pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás. Hay a veces situaciones
en la vida laboral que impiden el esfuerzo de superación cultural del hombre y
destruyen en éste el afán por la cultura. Esto se aplica de modo especial a los
agricultores y a los obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones
de trabajo, que, lejos de impedir su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya
actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan
asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir
a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en
la vida cultural.
La educación para la cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las varias
disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la diversidad de
elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo la capacidad de
cada hombre para captarlos y armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez
se va desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin embargo, queda en pie
para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana,
en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y
fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y
elevados maravillosamente en Cristo.
La madre nutricia de esta educación es ante todo la familia:
en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la
recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo como
natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que
van creciendo.
Para esta misma educación las sociedades contemporáneas
disponen de recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada
la creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación cultural y
social. Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de trabajo aumentan
para muchos hombres las posibilidades. Empléense los descansos oportunamente
para distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo,
ya sea entregándose a actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras
regiones (turismo), con los que se afina el espíritu y los hombres se enriquecen
con el mutuo conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que
ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a
establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones
y razas. Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y
actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se
impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del
hombre al pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida
el preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la ciencia para la
persona humana.
Acuerdo entre la cultura humana y la educación cristiana
62. Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, consta,
sin embargo, por experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre
de dificultades al compaginar la cultura con la educación cristiana.
Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe;
por el contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda
inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios y los nuevos
hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas
nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas
investigaciones teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos
y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre
un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque
una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el
modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado. Hay que
reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los
principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias
profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles y
una más pura y madura vida de fe.
También la literatura y el arte son, a su modo, de gran
importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, se proponen expresar la
naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en el intento de
conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se esfuerzan por descubrir
la situación del hombre en la historia y en el universo, por presentar
claramente las miserias y las alegrías de los hombres, sus necesidades y sus
recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la humanidad. Así tienen el poder
de elevar la vida humana en las múltiples formas que ésta reviste según los
tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan
comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una ordenada
libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad cristiana. También
las nuevas formas artísticas, que convienen a nuestros contemporáneos según la
índole de cada nación o región, sean reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el
santuario, cuando elevan la mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme
a las exigencias de la liturgia.
De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y
la predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia humana y
aparece como embebida en las condiciones de su vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres
de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir, cuya
expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las nuevas ciencias y
doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la
enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud
de espíritu de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se
capacitarán para examinar e interpretar todas las cosas con íntegro sentido
cristiano.
Los que se dedican a las ciencias teológicas en los
seminarios y universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en
las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista. la
investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin perder
contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos
ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy
provechosa para la formación de los ministros sagrados, quienes podrán presentar
a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios, del hombre y
del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más
gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que numerosos
laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de
ellos se dediquen ex profeso a estos estudios y profundicen en ellos.
Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los
fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y
de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos que son
de su competencia.
CAPÍTULO III
LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL
Algunos aspectos de la vida económica
63. También en la vida económico-social deben respetarse y
promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de
toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la
vida económico- social.
La economía moderna, como los restantes sectores de la vida
social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la
naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y
por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como
también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra
parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del
comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de
satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.
Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres,
sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la
economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida
de cierto espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada
como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con
tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las
desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento
de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más
débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de
lo estrictamente necesario, algunos, aun en los paises menos desarrollados,
viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la
miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión,
muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con
frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto
entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un
parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se
agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las
restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a
estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de
las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno
puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias
muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de
costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a
la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad,
exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como
en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos
últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con
las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a
las exigencias del desarrollo económico.
Sección I.- El desarrollo económico
Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre
64. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de
población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se
tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la
prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la
adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos
participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a
dicho progreso. La finalidad fundamental de esta producción no es el mero
incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del
hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus
exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre,
decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta
forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes
propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los
designios de Dios sobre el hombre.
El desarrollo económico, bajo el control humano
65. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre.
No debe quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en
exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas naciones
más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número
posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las naciones,
puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario
que las iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres
colaboren con los esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos
de forma eficaz y coherente.
No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi
mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la
autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las
doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa
libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de
los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el
derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir, según
sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad. En los países menos
desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en
grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o
los que -salvado el derecho personal de emigración- privan a su comunidad de los
medios materiales y espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales
66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la
equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto
a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo,
desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que
existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones
individuales y sociales. De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta
las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la producción como en la
venta de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para que aumenten su
capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e
innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con
frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los propios
agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su
técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la
cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten
la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su familia. Con
respecto a los trabajadores que, procedentes de otros paises o de otras
regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia,
se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración
o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los
poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros
instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus
familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a
la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea
posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.
En las economías en período de transición, como sucede en las
formas nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la
autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al
mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional congruente.
Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo
por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificltades.
Sección 2.- Algunos principios reguladores del conjunto de la vida económico-social
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
67. El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o
en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económico,
pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede
inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la
que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia
el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les
hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al
perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la
oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora
de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus
propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de
trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la
sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los
ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente.
Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a
su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual,
teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como
las condiciones de la empresa y el bien común.
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo
asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo
con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también
hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio
trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes
económicas. El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las
necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su
vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de familia, teniendo
siempre en cuanta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la
posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo
del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo
y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que
les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más aún,
tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las cualidades
que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.
Participación en la empresa y en la organización general de la economía.
Conflictos laborales
68. En las empresas económicas son personas las que se
asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por
ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios,
administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria
en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la
gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto. Con
todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles
institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y sociales
de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los
trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por
medio de representantes libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe
contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que
representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta
ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar
libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por
medio de esta ordenada participación, que está unida al progreso en la formación
económica y social, crecerá más y más entre todos el sentido de la
responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse colaboradores, según sus
medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y social
y del logro del bien común universal.
En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse
por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero
a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente, la
huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de
los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores.
Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el
diálogo conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres
69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para
uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben
llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la
compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas
a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y
variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes.
Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que
legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el
sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo
demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para
sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los
Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están
obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos.
Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la
riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos
actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos,
particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres:
Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las
propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en
primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse
y desarrollarse por sí mismos.
En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino
común de los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres
y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes absolutamente
necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como en absoluto
inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la
época presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra
costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden
resultar muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy
desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la
seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes.
Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y
sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al
organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan
cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de
irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política monetaria
70. Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades
de trabajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los
responsables de las inversiones y de la organización de la vida económica, tanto
los particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy
presentes estos fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte,
a fin de que se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los
individuos como a toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y
establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del consumo
individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura.
Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o
de las regiones menos desarrolladas económicamente. En materia de política
monetaria cuídese no dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense
precauciones para que los económicamente débiles no queden afectados
injustamente por los cambios de valor de la moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los bienes. Problema de los latifundios
71. La propiedad, como las demás formas de dominio privado
sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece
ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es
por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a
algún dominio sobre los bienes externos.
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes
externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía
personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad
humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la
responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles.
Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se
diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento
de seguridad no despreciable aun contando con los fondos sociales, derechos y
servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las
propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la
capacidad profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible con las
diversas formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la
propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo
con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último,
supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir
que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.
La misma propiedad privada tiene también, por su misma
naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los
bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces se
convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta el punto de que se
da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho mismo.
En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen
posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas o
reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor parte de la
población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de
la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los
braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un
salario o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son
explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal
situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y
responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social
y política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los
casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones
laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la
iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades
insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer.
En este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en
particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa
ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una
expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta
todo el conjunto de las circunstancias.
La actividad económico-social y el reino de Cristo
72. Los cristianos que toman parte activa en el movimiento
económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad,
convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la
paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida
la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias,
respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a
Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la
social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y
particularmente con el espíritu de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste
un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la
obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad.
CAPÍTULO IV
LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
La vida pública en nuestros días
73. En nuestra época se advierten profundas transformaciones
también en las estructuras y en las instituciones de los pueblos como
consecuencia de la evolución cultural, económica y social de estos últimos.
Estas transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la comunidad política
principalmente en lo que se refiere a los derechos y deberes de todos en el
ejercicio de la libertad política y en el logro del bien común y en lo que toca
a las relaciones de los ciudadanos entre sí y con la autoridad pública.
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en
diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden
político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la
persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar
las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión. Porque
la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los
ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar
activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública.
Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida
en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la
comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán por
respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para
con la comunidad política; además crece por días el respeto hacia los hombres
que profesan opinión o religión distintas; al mismo tiempos e establece una
mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos
privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos personales.
Se reprueban también todas las formas políticas, vigentes en
ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican
las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían el ejercicio
de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla al servicio de un
grupo o de los propios gobernantes.
La mejor manera de llagar a una política auténticamente
humana es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del
servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que
toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto
ejercicio y límites de los poderes públicos.
Naturaleza y fin de la comunidad política
74. Los hombres, las familias y los diversos grupos que
constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para
lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más
amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor
procuración del bien común. Por ello forman comunidad política según tipos
institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien
común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva
su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las
asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.
Pero son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en
una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones
diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no perezca la
comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos
hacia el bien común no mecánica o despóticamente, sino obrando principalmente
como una fuerza moral, que se basa en la libertad y en el sentido de
responsabilidad de cada uno.
Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad
pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden
previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la
designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los
ciudadanos.
Síguese también que el ejercicio de la autoridad política,
así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas,
debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el
bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente
establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados
en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la
dignidad y la importancia de los gobernantes.
Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia,
oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien
común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus
conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala
la ley natural y evangélica.
Las modalidades concretas por las que la comunidad política
organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos
pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia.
Pero deben tender siempre a formar un tipo de hombre culto, pacífico y benévolo
respecto de los demás para provecho de toda la familia humana.
Colaboración de todos en la vida pública
75. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se
constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos,
sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de
tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de
la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de
los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la
elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el
derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para
promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al
servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las
cargas de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr
resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden
jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones
institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz
e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los
derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su
ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es
necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y
personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer
las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las
instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva
acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los
ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la
autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna
ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las
personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.
A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los
poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia
social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden
con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien
completo del hombre. Según las diversas regiones y la evolución de los pueblos,
pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la socialización y la
autonomía y el desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por
razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos,
restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las
circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga en
formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la
persona o de los grupos sociales.
Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a
la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo
tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos
entre las razas, pueblos y naciones.
Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación
particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta
vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de
servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo pueden
armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria
solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad combinada con la
provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de
opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun
agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los partidos políticos deben
promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está
permitido anteponer intereses propios al bien común.
Hay que prestar gran atención a la educación cívica y
política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo
para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en
la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser capaces de
ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para
ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia
venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la
opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo
partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y
fortaleza política, al servicio de todos.
La comunidad política y la Iglesia
76. Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una
sociedad pluralística, tener un recto concepto de las relaciones entre la
comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los
cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como
ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en
nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores.
La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no
se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema
político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de
la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia son independientes y
autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso
título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este
servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más
sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuesta de las circunstancias
de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte
temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su
vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor,
contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el
seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e
iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el
testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la
responsabilidad políticas del ciudadano.
Cuando los apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de
éstos son enviados para anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo, en
el ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el poder de Dios, el cual muchas
veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la debilidad de sus testigos. Es
preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de Dios utilicen
los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas
cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza.
Ciertamente, las realidades temporales y las
realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia
se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige. No pone, sin
embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún,
renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto
como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas
condiciones de vida exijan otra disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia
en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar
su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar
su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo
exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas,
utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al
bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.
Con su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el mundo,
la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno
y de bello hay en la comunidad humana, consolida la paz en la humanidad para
gloria de Dios.
CAPÍTULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN DE LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos años, en los que aún perduran entre los
hombres la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o de la amenaza de
una guerra, la universal familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un
momento de suprema crisis. Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo
lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir,
construir un mundo más humano para todos los hombres en toda la extensión de la
tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz.
De aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los más profundos
anhelos y deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo resplandor
al proclamar bienaventurados a los constructores de la paz, porque serán
llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica
noción de la paz, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer
un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de Cristo,
autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la paz en la justicia
y el aor y a aportar los medios de la paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce
al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía
despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia
(Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su
divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta
justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige
primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el
transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás
es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la
voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno
constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se
puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación
espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual.
Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y
pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en
orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual
sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen
y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio
Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres
por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo
la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y,
después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el
corazón de los hombres.
Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que,
viviendo con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres
realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.
Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a
aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia desus derechos,
recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso
de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y
obligaciones de otros o de la sociedad.
En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra
hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la
caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia
hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus
lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una conta otra y jamás se
llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
Sección I.- Obligación de evitar la guerra
Hay que frenar la crueldad de las guerras
79. A pesar de que las guerras recientes han traído a nuestro
mundo daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en algunas zonas
del mundo la guerra continúa sus devastaciones. Es más, al emplear en la guerra
armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los
que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La
complejidad de la situación actual y el laberinto de las relaciones
internaciones permiten prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos
insidiosos y subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra
el uso de los métodos del terrorismo.
Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio pretende recordar
ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios
universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más,
estos principios. Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y
las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede
excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos
con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay
que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en
cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que
ordenan semejantes cosas.
Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por
muchas naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos
inhumanas; tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o
prisioneros y otros por el estilo. Hay que cumplir estos tratados; es más, están
obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias,
a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más
eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También parece razonable que las leyes
tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por
motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.
Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la
humanidad. Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad
internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos
los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de
legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de Estado y a cuantos participan
en los cargos de gobierno les incumbe el deber de proteger la seguridad de los
pueblos a ellos confiados, actuando con suma responsabilidad en asunto tan
grave. Pero una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia
y otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no
legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada
lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los beligerantes.
Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio,
considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues
desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz.
La guerra total
80. El horror y la maldad de la guerra se acrecientan
inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las
operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las
cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa.
Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los
depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y
totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil
devastaciones que parecerían en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del
uso de tales armas.
Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad
totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de darmuy seria cuanta de
sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes dependerá en gran
parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las
condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos Pontífices,
declara:
Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades
enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios
y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.
El riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los
que poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta
inexorable conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones
verdaderamente horribles. Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de
toda la tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los
jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren incesantemente
tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad.
La carrera de armamentos
81. Las armas científicas no se acumulan exclusivamente para
el tiempo de guerra. Puesto que la seguridad de la defensa se juzga que depende
de la capacidad fulminante de rechazar al adversario, esta acumulación de armas,
que se agrava por años, sirve de manera insólita para aterrar a posibles
adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los medios para
asentar firmemente la paz entre las naciones.
Sea lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse
los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no
es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio
de que ella proviene no es la paz segura y auténtica. De ahí que no sólo no se
eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de
agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto
nuevas armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo
entero. En vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las
naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir
nuevas rutas que partan de una renovación de la mentalidad para eliminar este
escándalo y poder restablecer la verdadera paz, quedando el mundo liberado de la
ansiedad que le oprime.
Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de
armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de
manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre todos los
estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos de las calamidades que el género humano ha hecho
posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto, para, con
mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar caminos que solucionen
nuestras diferencias de un modo más digno del hombre. La Providencia divina nos
pide insistentemente que nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si
renunciáramos a este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por
el que hemos entrado.
Prohibición absoluta de la guerra. La acción internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con
todas nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones,
pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el
establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con
poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el
respeto de los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada
autoridad es necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se
dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad común. La
paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a
las naciones por el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para
que la carrera de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad
la reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo,
con auténticas y eficaces garantías.
No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados
y que aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que
ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las enormes
preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el gravísimo deber que les
acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden
prescindir de la complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con
insistencia a Dios que les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a
cabo con fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se
construye virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que
amplíen su mente más allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al
egoísmo nacional ya a la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un
profundo respeto por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente,
hacia su mayor unidad.
Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos
y conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los congresos
internacionales que han tratado de este asunto deben ser considerados como los
primeros pasos para solventar temas tan espinosos y serios, y hay que
promoverlos con mayor urgencia en el futuro para obtener resultados prácticos.
Sin embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin
preocuparse de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los
pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo
promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de
los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la
construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio
y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los
hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación
en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión
pública. Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la
juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la
preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos.
Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe
entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para que
nuestra generación mejore.
Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro
tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y
las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su
ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no
habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto,
la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar
firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere
proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que
cambien los corazones, éste es el día de la salvación.
Sección 2.- Edificar la comunidad internacional
Causas y remedios de las discordias
83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se
desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan
las guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las injusticias.
No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas y de la
lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias. Otras nacen del deseo de
dominio y del desprecio por las personas, y, si ahondamos en los motivos más
profundos, brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás
pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el
orden, éstas hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar
de luchas y violencias entre los hombres. Como, además, existen los mismos males
en las relaciones internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y
prevenir semejantes males y para reprimir las violencias desenfrenadas, las
instituciones internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y
se estimule sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.
La comunidad de las naciones y las instituciones internacionales
84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua
dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos
de la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común
universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un
ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo particularmente
en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de miseria
intolerable.
Para lograr estos fines, las instituciones de la comunidad
internacional deben, cada una por su parte, proveer a las diversas necesidades
de los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación, higiene,
educación, trabajo, como en múltiples circunstancias particulares que surgen acá
y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones en vías de desarrollo
sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste
situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya
existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar
los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para solucionar los
gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en todas
partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. En todos estos campos, la
Iglesia se goza del espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece
entre los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por intensificar
continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes calamidades.
La cooperación internacional en el orden económico
85. La actual unión del género humano exige que se establezca
también una mayor cooperación internacional en el orden económico. Pues la
realidad es que, aunque casi todos los pueblos han alcanzado la independencia,
distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades y de toda suerte de
inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el peligro de las
dificultades internas.
El progreso de un país depende de los medios humanos y
financieros de que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la
educación y de la formación profesional, al ejercicio de las diversas funciones
de la vida económica y social. Para esto se requiere la colaboración de expertos
extranjeros que en su actuación se comporten no como dominadores, sino como
auxiliares y cooperadores. La ayuda material a los paises en vías de desarrollo
no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en las estructuras actuales
del comercio mundial. Los países desarrollados deberán prestar otros tipos de
ayuda, en forma de donativos, préstamos o inversión de capitales; todo lo cual
ha de hacerse con generosidad y sin ambición por parte del que ayuda y con
absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.
Para establecer un auténtico orden económico universal hay
que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas,
el afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las
maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son muchos los sistemas
económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que los expertos sepan
encontrar en ellos los principios básicos comunes de un sano comercio mundial.
Ello será fácil si todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran
dispuestos a un diálogo sincero.
Algunas normas oportunas
86. Para esta cooperación parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que han de buscar
expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana
de sus ciudadanos. Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta
principalmente por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos,
progreso que debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante
todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y
tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor
influjo sobre sus conciudadanos.
b) Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la
obligación gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo a cumplir
tales cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas psicológicas y
materiales que se requieren para crear esta cooperación internacional. Busquen
así, con sumo cuidado en las relaciones comerciales con los países más débiles y
pobres, el bien de estos últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia
sustentación los beneficios que logran con la venta de sus mercancías.
c) Es deber de la comunidad internacional regular y estimular
el desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados sean invertidos con
la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a dicha comunidad, salvado el
principio de la acción subsidiaria, ordenar las relaciones económicas en todo el
mundo para que se ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de
promover y de ordenar el comercio internacional, en particular con las naciones
menos desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden de la
excesiva desigualdad de poder entre las naciones. Esta ordenación, unida a otras
ayudas de tipo técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos
necesarios a los países que caminan hacia el progreso, de forma que puedan
lograr convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las
estructuras económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones
técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al hombre ventajas
materiales, pero se oponen a la naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del
hombre. Pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios (Mt 4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en
sí misma como en sus mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro
espiritual confiado por Dios a la humanidad, aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación internacional en lo tocante al crecimiento demográfico
87. Es sobremanera necesaria la cooperación internacional en
favor de aquellos pueblos que actualmente con harta frecuencia, aparte de otras
muchas dificultades, se ven agobiados por la que proviene del rápido aumento de
su población. Urge la necesidad de que, por medio de una plena e intensa
cooperación de todos los paises, pero especialmente de los más ricos, se halle
el modo de disponer y de facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes
que son necesarios para el sustento y para la conveniente educación del hombre.
Son varios los paises que podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si
pasaran, dotados de la conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al
empleo de las nuevas técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus
condiciones particulares una vez que se haya establecido un mejor orden social y
se haya distribuido más equitativamente la propiedad de las tierras.
Los gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en
lo que toca a los problemas de su propia población, dentro de los límites de su
específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación social y la
familiar, la emigración del campo a la ciudad, la información sobre la situación
y necesidades del país. Como hoy la agitación que en torno a este problema
sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que los católicos expertos
en todas estas materias, particularmente en las universidades, continúen con
intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada vez más.
Dado que muchos afirman que el crecimiento de la población
mundial, o al menos el de algunos paises, debe frenarse por todos los medios y
con cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el Concilio exhorta
a todos a que se prevenga frente a las soluciones, propuestas en privado o en
público y a veces impuestas, que contradicen a la moral. Porque, conforme al
inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión
sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres, y de ningún
modo puede someterse al criterio de la autoridad pública. Y como el juicio de
los padres requiere como presupuesto una conciencia rectamente formada, es de
gran importancia que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana
responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las
circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto exige que se mejoren en
todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y sobre todo que se dé una
formación religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése al hombre
también conocimiento sabiamente cierto de los progresos científicos con el
estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en la determinación del
número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien comprobada y cuya
concordancia con el orden moral esté demostrada.
Misión de los cristianos en la cooperación internacional
88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la
edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las
legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que
la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con
razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz
para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la
humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población
cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros
se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre,
las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad
son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en
especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás
hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros los
Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus fuerzas, las
miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante costumbre en la Iglesia, no
sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios.
El modo concreto de las colectas y de los repartos, sin que
tenga que ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin
embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y mundial,
unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los católicos con la de los
demás hermanos cristianos. Porque el espíritu de caridad en modo alguno prohíbe
el ejercicio fecundo y organizado de la acción social caritativa, sino que lo
impone obligatoriamente. Por eso es necesario que quienes quieren consagrarse al
servicio de los pueblos en vías de desarrollo se formen en instituciones
adecuadas.
Presencia eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional
89. La Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina,
el Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a
la consolidación de la paz en todas partes y al establecimiento de la base firme
de la convivencia fraterna entre los hombres y los pueblos, esto es, el
conocimiento de la ley divina y natural. Es éste el motivo de la absolutamente
necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e
incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas
como por la plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y
exclusivamente por el deseo de servir a todos.
Este objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los
fieles, conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por
despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad de cooperar con la
comunidad internacional. En esta materia préstese especial cuidado a la
formación de la juventud tanto en la educación religiosa como en la civil.
Participación del cristiano en las instituciones internacionales
90. Forma excelente de la actividad internacional de los
cristianos es, sin duda, la colaboración que individual o colectivamente prestan
en las instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación entre
las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos
pueden servir también de múltiples maneras las varias asociaciones católicas
internacionales, que hay que consolidar aumentando el número de sus miembros
bien formados, los medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías.
La eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época
iniciativas de equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al
desarrollo del sentido universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a
la formación de una conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad
universales.
Es de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer
como es debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar
activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con ellos
practican la caridad evangélica, y también con todos los hombres que tienen sed
de auténtica paz.
El Concilio, considerando las inmensas calamidades que
oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la
obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy oportuno que se
cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función estimular a la
comunidad católica para promover el desarrollo a los países pobres y la justicia
social internacional.
CONCLUSIÓN
Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares
91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia,
ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días,
a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma explícita, a fin de
que, con la más clara percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a
la superior dignidad del hombre, tiendan a una fraternidad universal más
profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y
unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra edad.
Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas
culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus
partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la
doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias sometidas
a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el futuro. Confiamos,
sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de
Dios y en el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre
todo una vez que la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido
llevada a cabo por los cristianos bajo la dirección de los pastores.
El diálogo entre todos los hombres
92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar
a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos
los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de la
fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.
Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno
de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las
legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el diálogo
entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los pastores como
los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los
motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo
dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que
todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza también a
sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por la confesión del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de la caridad, conscientes de
que la unidad de los cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso
por muchos que no creen en Cristo. Los avances que esta unidad realice en la
verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para el universo mundo.
Por ello, con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr
hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada
vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana,
que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que
creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos
religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos a
recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo álacre.
El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la
verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria
prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que cultivan
los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor
de todos ellos. Ni tampoco excluye a aquellos que se oponen a la Iglesia y la
persiguen de varias maneras. Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por
ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común
vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin
engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo.
Edificación del mundo y orientación de éste a Dios
93. Los cristianos recordando la palabra del Señor: En esto
conocerán todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io
13,35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente
generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la
fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste, unidos
a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea
ingente que han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante
Aquel que juzgará a todos en el último día. No todos los que dicen: "¡Señor,
Señor!", entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad
del Padre y ponen manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos
efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y
con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los
demás el misterio del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo
los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del
Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y
en la suma bienaventuranza en la patria que brillarácon la gloria del Señor.
"Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más
de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El
sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por
los siglos de los siglos. Amén." (Eph 3,20-21).
Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución
pastoral se incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto
Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por Cristo,
todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu
Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se promulgue, para gloria de
Dios, todo los aprobado conciliarmente.
Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.