CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
LUMEN GENTIUM
SOBRE LA IGLESIA
CAPÍTULO I
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio,
reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a
todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre el haz de la Iglesia,
anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,15). Y como la Iglesia
es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y
de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios
anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo
su naturaleza y su misión universal.
Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia,
para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones
sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.
La voluntad del Padre Eterno sobre la salvación universal
2. El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso
designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la
participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los
abandonó, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, "que
es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col.
1,15). A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre "los conoció de
antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que
este sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rom., 8,19). Determinó
convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada
desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de
Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos,
manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente
al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los
justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último elegido", se
congregarán ante el Padre en una Iglesia universal.
Misión y obra del Hijo
3. Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la
creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se
complació restaurar todas las cosas (cfr. Ef., 1,4-5, 10). Cristo, pues,
en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los
cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia. La
Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el
mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por
la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf.
Jn., 19,34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la
cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn.,
12,32). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que
nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado ( 1Cor., 5,7), se efectúa la
obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan
eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen
un solo cuerpo en Cristo (cf. 1Cor., 10,17). Todos los hombres son
llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien
vivimos y hacia quien caminamos.
El Espíritu santificador de la Iglesia
4. Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (cf. Jn.,
17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que
santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran
acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2,18). El es el
Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf.
Jn., 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres muertos
por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom.,
8-10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (1Cor., 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la
adopción de hijos (cf. Gal., 4,6; Rom., 8,15-16,26). Con diversos
dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la
Iglesia (cf. Ef., 4, 11-12; 1Cor., 12-4; Gal., 5,22), a la
que guía hacía toda verdad (cf. Jn., 16,13) y unifica en comunión y
ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la
renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap., 22,17).
Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".
El reino de Dios
5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro
Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el
Reino de Dios, prometido muchos siglos antes en las Escrituras: "Porque el
tiempo está cumplido, y se acercó el Reino de Dios" (Mc., 1,15; cf. Mt.,
4,17). Ahora bien, este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de
los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La
palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc.,
4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc.,
12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la semilla va germinando poco a poco por
su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc.,
4,26-29). Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino
sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el
Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11,20; cf. Mt., 12,28).
Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo
del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc.,
10,45).
Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres,
apareció constituido para siempre como Señor, como Cristo y como Sacerdote (cf.
Act., 2,36; Hebr., 5,6; 7,17-21), y derramó en sus discípulos el
Espíritu prometido por el Padre (cf. Act., 2,33). Por eso la Iglesia,
enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de
caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de
Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en
la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va
creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y
desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.
Las varias figuras de la Iglesia
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se
propone muchas veces bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia
se nos manifiesta también bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril, de
la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales que ya se
vislumbran en los libros de los profetas.
La Iglesia es, pues, un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn.,
10,1-10). Es también una grey, cuyo Pastor será el mismo Dios, según las
profecías (cf. Is., 40,11; Ez., 34,11ss), y cuyas ovejas aunque
aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente
por el mismo Cristo, buen Pastor, y jefe rabadán de pastores (cf. Jn.,
10,11; 1Pe., 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn.,
10,11-16).
La Iglesia es "agricultura" o labranza de Dios (1Cor., 3,9). En este
campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas en la cual
se efectuó y concluirá la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rom.,
11,13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña elegida (Mt.,
21,33-43; cf. Is., 5,1ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica la
savia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que estamos
vinculados a El por medio de la Iglesia y sin El nada podemos hacer (Jn.,
15,1-5).
Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios (1Cor.,
3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra rechazada por los constructores,
pero que fue puesta como piedra angular (Mt., 21,42; cf. Act.,
4,11; 1 Pe., 2,7; Sal., 177,22). Sobre aquel fundamento levantan los
apóstoles la Iglesia (cf. 1Cor., 3,11) y de él recibe firmeza y cohesión.
A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios (1Tim.,
3,15), en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef.,
2,19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap., 21,3) y, sobre todo,
"templo" santo, que los Santos Padres celebran representado en los santuarios de
piedra, y en la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva
Jerusalén. Porque en ella somos ordenados en la tierra como piedras vivas (1Pe.,
2,5). San Juan, en la renovación del mundo contempla esta ciudad bajando del
cielo, del lado de Dios ataviada como una esposa que se engalana para su esposo
(Ap., 21,1ss).
La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén de arriba" y madre nuestra
(Gal., 4,26; cf. Ap., 12,17), se representa como la inmaculada
"esposa" del Cordero inmaculado (Ap., 19,1; 21,2.9; 22,17), a la que
Cristo "amó y se entregó por ella, para santificarla" (Ef., 5,26),
la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y abriga"
(cf. Ef., 5,24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros
celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con
nosotros que supera toda ciencia (cf. Ef., 3,19). Pero mientras la Iglesia
peregrina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2Cor., 5,6), se considera como
desterrada, de forma que busca y piensa las cosas de arriba, donde está Cristo sentado
a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios
hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3,1-4).
La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo
7. El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo
transformó en una nueva criatura (cf. Gal., 6,15; 2Cor., 5,17),
superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de
entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo,
comunicándoles su Espíritu.
La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen
misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los
sacramentos. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos
nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1Cor., 12,13). Rito
sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de
Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, par participar en su
muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte,
también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6,4-5). En la
fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos
elevamos a una comunión con El y entre nosotros mismos. "Porque el pan es uno,
somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1Cor.,
10,17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su cuerpo (cf. 1Cor.,
12,27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12,5).
Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen
un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1Cor., 12,12). También en la
constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de ministerios. Uno
mismo es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la
Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los ministerios (cf. 1Cor.,
12,1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya
autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1Cor.,
14). Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la
interna conexión de los miembros, produce y urge la caridad entre los fieles.
Por tanto, si un miembro tiene un sufrimiento, todos los miembros sufren con el;
o si un miembro es honrado, gozan juntamente todos los miembros (cf. 1Cor.,
12,26).
La cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El
fueron creadas todas las cosas.. El es antes que todos, y todo subsiste en El.
El es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito
de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col.,
1,5-18). El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y
lleva de riquezas con su eminente perfección y su obra todo el cuerpo de su
gloria (cf. Ef., 1,18-23).
Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede
formado en ellos (cf. Gal., 4,19). Por eso somos asumidos en los
misterios de su vida, conformes con El, consepultados y resucitados juntamente
con El, hasta que reinemos con El (cf. Fil., 3,21; 2Tim., 2,11;
Ef., 2,6; Col., 2,12 etc). Peregrinos todavía sobre la tierra
siguiendo sus huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a sus
dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con el
glorificados (cf. Rom., 8,17).
Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos,
crece con crecimiento divino" (Col., 2,19). El dispone constantemente en
su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones de los servicios por los que en su
virtud nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la
verdad en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra
Cabeza (cf. Ef., 4,11-16).
Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4,23), nos
concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los
miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su
operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza
el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.
Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que
amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5,25-28); pero la Iglesia,
por su parte, está sujeta a su Cabeza (Ef., 5,23-24). "Porque en El
habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col., 2,9),
colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef.,
1,22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef.,
3,19).
La Iglesia visible y espiritual a un tiempo
8. Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de
esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene
constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la
sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión
visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de
bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una
realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino. Por esta
profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la
naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El
indisolublemente unido, de forma semejante a la unión social de la Iglesia sirve
al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef.,
4,16).
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa,
católica y apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su
resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24,17), confiándole a
él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28,18), y la
erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1Tim.,
3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad,
permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los
Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos
elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de
Cristo, inducen hacia la unidad católica.
Pero como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la
Iglesia es la llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los
frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se
anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Fil., 2,69), y por
nosotros, "se hizo pobre, siendo rico" (2Cor., 8,9); así la Iglesia,
aunque el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para
buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso
con su ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres y
levantar a los oprimidos" (Lc., 4,18), "para buscar y salvar lo que
estaba perdido" (Lc., 19,10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos
los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que
sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades
y pretende servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado
(Hebr., 7,26), no conoció el pecado (2Cor., 5,21), sino que vino sólo a
expiar los pecados del pueblo (cf. Hebr., 21,7), la Iglesia, recibiendo en su
propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación
constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.
La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos
de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1
Cor., 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con
paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y
externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre
penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.
CAPÍTULO II
EL PUEBLO DE DIOS
Nueva Alianza y nuevo Pueblo
9. En todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los que le temen y
practican la justicia (cf. Act., 10,35). Quiso, sin embargo, Dios
santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino
constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera
santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció
una alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus
divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo
esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que
había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por
el mismo Verbo de Dios hecho carne. "He aquí que llega el tiempo -dice el
Señor-, y haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá.
Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para
ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me
conocerán", afirma el Señor (Jr., 31,31-34). Nueva alianza que estableció
Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Cor., 11,25),
convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en
unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de
Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino
incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1Pe., 1,23), no de la
carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3,5-6), son hechos
por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición
... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios" (Pe.,
2,9-10).
Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, "que fue entregado por nuestros
pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4,25), y habiendo
conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina ahora gloriosamente en
los cielos. Tienen por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en
cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el
nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13,34).
Tienen últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el
mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los
tiempos cuanto se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3,4) , y "la
misma criatura será libertad de la servidumbre de la corrupción para participar
en la libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8,21). Aquel pueblo
mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y
muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo
de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido
por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado
también por El como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el
mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5,13-16).
Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es
llamado alguna vez Iglesia (cf. 2Esdr., 13,1; Núm., 20,4; Deut.,
23, 1ss), así el nuevo Israel que va avanzando en este mundo hacia la ciudad
futura y permanente (cf. Hebr., 13,14) se llama también Iglesia de Cristo
(cf. Mt., 16,18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Act.,
20,28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión
visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como
autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia
convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad
salutífera, para todos y cada uno. Rebosando todos los límites de tiempos y de
lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las
naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones,
de tal forma se ve confortada por al fuerza de la gracia de Dios que el Señor le
prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino
que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma
bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin
ocaso.
El sacerdocio común
10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hebr.,
5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre" (cf.
Ap., 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y
sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para
que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios
espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la
luz admirable (cf. 1Pe., 2,4-10). Por ello, todos los discípulos de
Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Act., 2,42.47),
han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom.,
12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere,
han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf.
1Pe., 3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se
ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del
sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no solo gradual. Porque el
sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y
dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a
Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del
sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y
acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y
caridad operante.
Ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos
11. La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal
se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles,
incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al
culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el
deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio
de la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más
estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del
Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y
defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo.
Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana,
ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto
por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la
acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición. Pero una
vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan
concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y
maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.
Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la
ofensa hecha a Dios por la misericordia de Este, y al mismo tiempo se
reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad,
con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión. La Iglesia entera
encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que sufren, con la sagrada
unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie
y los salva (cf. Sant., 5,14-16); más aún, los exhorta a que uniéndose
libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8,17; Col.,
1 24; 2Tim., 2,11-12; 1Pe., 4,13), contribuyan al bien del Pueblo
de Dios. Además, aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden
sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con
la palabra y con la gracia de Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud
del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio
de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5,32), se
ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y
educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su
propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1Cor., 7,7). Pues de esta unión
conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad
humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo
en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos.
En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los
primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han
de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación
sagrada. Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean,
fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno
por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es
perfecto.
Sentido de la fe y de los carismas en el Pueblo de Dios
12. El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo,
difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de caridad,
ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que
bendicen su nombre (cf. Hebr., 13,15). La universalidad de los fieles que
tiene la unción del Santo (cf. 1Jn., 2,20-17) no puede fallar en su
creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento
sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde el Obispo hasta los
últimos fieles seglares" manifiestan el asentimiento universal en las cosas de
fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y
sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue
fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera
palabra de Dios (cf. 1Tes., 2,13), se adhiere indefectiblemente a la fe
dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds., 3), penetra
profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.
Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de
Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino
que "distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1Cor., 12,11),
reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con
que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios
provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según
aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para
común utilidad" (1Cor., 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios
como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles
a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y
consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay
que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino
que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que
presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino
probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1Tes., 5,19-21).
Universalidad y catolicidad del único Pueblo de Dios
13. Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo
cual este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los
tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el
principio una sola naturaleza humana y determinó congregar en un conjunto a
todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11,52). Para ello envió
Dios a su Hijo a quien constituyó heredero universal (cf. Hebr., 1,2),
para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal
pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo,
Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los
creyentes, principio de asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y
en la unión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 2,42).
Así, pues, de todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios, porque
de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino, por cierto no terreno,
sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por la haz de la tierra
comunican en el Espíritu Santo con los demás, y así "el que habita en Roma sabe
que los indios son también sus miembros". Pero como el Reino de Cristo no es de
este mundo (cf. Jn., 18,36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo
este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario,
todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada
pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al recibirlas las
purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe asociarse a
aquel Rey, a quien fueron dadas en heredad todas las naciones (cf. Sal.,
2,8) y a cuya ciudad llevan dones y obsequios (cf. Sal., 71 [72], 10;
Is., 60,4-7; Ap., 21,24). Este carácter de universalidad, que distingue
al Pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica
tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus
bienes, bajo Cristo como Cabeza en la unidad de su Espíritu.
En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las
otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus
elementos se aumentan con todos lo que mutuamente se comunican y tienden a la
plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega
gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado de diversos
elementos, Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según los oficios, pues
algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la
condición y ordenación de vida, pues muchos en el estado religioso tendiendo a
la santidad por el camino más arduo estimulan con su ejemplo a los hermanos.
Además, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que gozan de
tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro,
que preside todo el conjunto de la caridad, defiende las legítimas variedades y
al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la
unidad, sino incluso cooperen en ella. De aquí dimanan finalmente entre las
diversas partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunicación de riquezas
espirituales, operarios apostólicos y ayudas materiales. Los miembros del Pueblo
de Dios están llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias
pueden aplicarse estas palabras del Apóstol: "El don que cada uno haya recibido,
póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme
gracia de Dios" (1Pe., 4,10).
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que
prefigura y promueve la paz y a ella pertenecen de varios modos y se ordenan,
tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.
Los fieles católicos
14. El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y
enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es
necesaria para la Salvación. Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino de
la salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El,
inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo (cf.
Mc., 16,16; Jn., 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la
Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. Por
lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue
instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran
permanecer en ella.
A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el
Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de
salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la
fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su
organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de
los Obispos. Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la
Iglesia, quien no perseverando en la caridad permanece en el seno de la Iglesia
"en cuerpo", pero no "en corazón". No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia
que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una
gracia especial de Cristo: y si no responden a ella con el pensamiento, las
palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad.
Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad
expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la
madre Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como a hijos.
Vínculos de la Iglesia con los cristianos no católicos
15. La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos lo que se honran
con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan
íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de
Pedro. Pues conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y
manifiestan celo apostólico, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el
hijo de Dios Salvador, están marcados con el bautismo, con el que se unen a
Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades
eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen episcopado, celebran la
sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios. Hay que
contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más
aún, cierta unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos su
virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les
dio la fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los
discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz en
un rebaño y bajo un solo Pastor, como Cristo determinó. Para cuya consecución la
madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus
hijos a la santificación y renovación para que la señal de Cristo resplandezca
con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.
Los no cristianos
16. Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al
Pueblo de Dios por varias razones. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a
quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la
carne (cf. Rom., 9,4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de
los padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom.,
11,28-29). Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen
al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que
confesando profesar la fe de Abraham adoran con nosotros a un solo Dios,
misericordiosos, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo
Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios
desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas
(cf. Act., 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se
salven (cf. 1Tim., 2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan
bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida
por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La
divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que
sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y,
sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida
recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da, como
preparación evangélica, y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que
al fin tenga la vida. pero con demasiada frecuencia los hombres, engañados por
el maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios
por la mentira sirviendo a la criatura en lugar del Criador (cf. Rom.,
1,24-25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo están expuestos a una
horrible desesperación. Por lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor:
"Predicad el Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16,16), fomenta
encarecidamente las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de
todos.
Carácter misionero de la Iglesia
17. Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn.,
20,21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os
he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt.,
28,19-20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la
Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin
de la tierra (cf. Act., 1,8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "
¡Ay de mí si no evangelizara! " (1Cor., 9,16), por lo que se preocupa
incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente
establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Por eso
se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se
cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de
salvación para todo el mundo. predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la
fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la
servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que
crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia El. Con su obra consigue que todo
lo bueno que haya depositado en la mente y en el corazón de estos hombres, en
los ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no desaparezca, sino
que cobre vigor y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión
del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la
obligación de propagar la fe según su propia condición de vida. Pero aunque
cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote
el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico,
realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: "Desde el orto del sol
hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a
mi nombre una oblación pura" (Mal., 1,11). Así, pues ora y trabaja a un
tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de
Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de
todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.
CAPÍTULO III
DE LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA Y EN PARTICULAR SOBRE EL EPISCOPADO
Proemio
18. En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor
instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el
Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de
sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y
gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y
ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.
Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a
una con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a
sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn.,
20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de
los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el episcopado mismo
fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al
bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de
la unidad de la fe y de comunión. Esta doctrina de la institución perpetuidad,
fuerza y razón de ser del sacro Primado del Romano Pontífice y de su magisterio
infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a
todos los fieles y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la
faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores
de los apóstoles, los cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y
Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa de Dios vivo.
La institución de los Apóstoles
19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los
que El quiso, eligió a los doce para que viviesen con El y enviarlos a predicar
el Reino de Dios (cf. Mc., 3,13-19; Mt., 10,1-42): a estos,
Apóstoles (cf. Lc., 6,13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo
estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de los mismos, a Pedro
(cf. Jn., 21,15-17). A éstos envió Cristo, primero a los hijos de Israel,
luego a todas las gentes (cf. Rom., 1,16), para que con la potestad que
les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y
gobernasen (cf. Mt., 28,16-20; Mc., 16,15; Lc., 24,45-48;
Jn., 20,21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola,
bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos
(cf. Mt., 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de
Pentecostés (cf. Act., 2,1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis
la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos
así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la
tierra" (Act., 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el
Evangelio (cf. Mc., 16,20), que los oyentes recibían por influjo del
Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los
Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro su cabeza, siendo la piedra
angular del edificio Cristo Jesús (cf. Ap., 21,14; Mt., 16,18;
Ef., 2,20).
Los Obispos, sucesores de los Apóstoles
20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el
fin de los siglos (cf. Mt., 28,20), puesto que el Evangelio que ellos
deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida para la Iglesia. Por
lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron
cuidado de establecer sucesores.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que a
fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los
Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el
encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que
atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo, los había
puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Act., 20,28).
Establecieron, pues, tales colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez,
otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio. Entre
los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la
Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de
aquellos que, constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge desde el
principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera. Así, según
atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los
Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se pregona y se
conserva la tradición apostólica en el mundo entero.
Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el
ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como
pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad. Y así como permanece el oficio concedido por Dios
singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, y se transmite a sus
sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la
Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los Obispos han sucedido
este Sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el
lugar de los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a
Cristo escucha, a quien los desprecia a Cristo desprecia y al que le envió (cf.
Lc., 10,16).
El episcopado como sacramento
21. Así, pues, en los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo
nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo.
Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de
sus pontífices, sino que principalmente, a través de su servicio eximio, predica
la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de
la fe a los creyentes y, por medio de su oficio paternal (cf. 1Cor.,
4,15), va agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural;
finalmente, por medio de la sabiduría y prudencia de ellos rige y guía al Pueblo
del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos
pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo
y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1Cor., 4,1), y a ellos
está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rom.
15,16; Act., 20,24) y la administración del Espíritu y de la justicia en
gloria (cf. 2Cor., 3,8-9).
Para realizar estos oficios tan altos, fueron los apóstoles enriquecidos por
Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Act., 1,8; 2,4;
Jn., 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos
transmitieron a sus colaboradores el don del Espíritu (cf. 1Tim., 4,14;
2Tim., 1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración
episcopal. Este Santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se
confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en la
liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo
sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado". Ahora bien, la
consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también el
oficio de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden
ejercitarse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En
efecto, según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en
la práctica de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente es cosa clara que
con la imposición de las manos se confiere la gracia del Espíritu Santo y se
imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos en forma eminente y
visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice y obren en su
nombre. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del Sacramento del Orden,
nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.
El Colegio de los Obispos y su Cabeza
22. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman
un solo Colegio Apostólico, de igual modo se unen entre sí el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro, y los Obispos sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua
disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo
comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma por el vínculo de la unidad, de la
caridad y de la paz, como también los concilios convocados, para resolver en
común las cosas más importantes después de haber considerado el parecer de
muchos, manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal.
Forma que claramente demuestran los concilios ecuménicos que a lo largo de los
siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso, introducido de
antiguo, de llamar a varios Obispos a tomar parte en el rito de consagración
cuando un nuevo elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno
es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración
sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.
El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se
considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo,
quedando siempre a salvo el poder primacial de éste, tanto sobre los pastores
como sobre los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de
Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal
sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de
los Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio
Apostólico, y en quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su
Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la
suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede
ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan
sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt.,
16,18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21,15ss);
pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al
Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18,18; 28,16-20). Este
Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está
compuesto de muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado
bajo una sola Cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, actuando fielmente el
primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de
sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo
robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema
que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en
el Concilio Ecuménico. No puede hacer Concilio Ecuménico que no se aprobado o al
menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano
Pontífice convocar estos Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta
misma potestad colegial puede ser ejercitada por Obispos dispersos por el mundo
a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción
colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente
para que sea un verdadero acto colegial.
Relaciones de los Obispos dentro de la Iglesia
23. La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada
Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano
Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible
de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo,
cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia,
formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares
queda integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo representa
a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa, representan toda la Iglesia en
el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.
Cada uno de los Obispos, puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su
poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no
sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros
del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben
tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto
de Cristo exigen, que si bien no se ejercita por acto de jurisdicción,
contribuye, sin embargo, grandemente, al progreso de la Iglesia universal. Todos
los Obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la
disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor del Cuerpo
místico de Cristo, sobre todo de los miembros pobres y de los que sufren o son
perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5,10); promover, en fin, toda
acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe
y a la difusión plena de la luz de la verdad entre todos los hombres. Por lo
demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de
la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo
místico, que es también el cuerpo de todas las Iglesias.
El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los
pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un
oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los padres del Concilio de
Efeso. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su
propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien
particularmente se le ha encomendado el oficio excelso de propagar la religión
cristiana. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer no sólo de operarios para
la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente
por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren
finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una
fraternal ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más
pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad.
La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias Iglesias
fundadas por los Apóstoles y sus sucesores, con el correr de los tiempos se
hayan reunido en grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la
única constitución divina de la Iglesia universal, gozan de disciplina propia,
de ritos litúrgicos propios y de un propio patrimonio teológico y espiritual.
Entre los cuales, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres
en la fe, engendraron a otras como a hijas, y con ellas han quedado unidas hasta
nuestros días, por vínculos especiales de caridad, tanto en la vida sacramental
como en la mutua observancia de derechos y deberes. Esta variedad de Iglesias
locales, dirigidas a un solo objetivo, muestra admirablemente la indivisa
catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy en
día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el sentimiento
de la colegialidad tenga una aplicación concreta.
El ministerio de los Obispos
24. Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor
a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de
enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de
que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el
cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt., 28,18; Mc., 16,15-16;
Act., 26,17ss.). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió
a sus Apóstoles el Espíritu Santo, a quien envió de hecho el día de Pentecostés
desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta
los confines de la tierra ante las gentes, pueblos y reyes (cf. Act.,
1,8; 2,1ss.; 9,15). Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo
es un verdadero servicio, y en la Sagrada Escritura se llama muy significativamente
"diakonía", o sea ministerio (cf. Act., 1,17-25; 21,19; Rom.,
11,13; 1Tim., 1,12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas
costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la
Iglesia, ya sea por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya
sea también directamente por el mismo sucesor de Pedro : y ningún Obispo puede
ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la
comunión apostólica.
El oficio de enseñar de los Obispos
25. Entre los oficios principales de los Obispos se destaca la predicación del
Evangelio. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos
discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir, herederos de la
autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe
que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con la luz del
Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las
cosas viejas (cf. Mt., 13,52), la hacen fructificar y con vigilancia
apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2Tim., 4,1-4). Los
Obispos, cuando enseñan en comunión por el Romano Pontífice, deben ser
respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los
fieles, por su parte tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa
sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres
cuando él la expone en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad
y del entendimiento de modo particular se debe al magisterio auténtico del
Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se
reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al
parecer expresado por él según el deseo que haya manifestado él mismo, como
puede descubrirse ya sea por la índole del documento, ya sea por la insistencia
con que repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.
Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la
infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo,
pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro,
convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como
definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese caso anuncian
infaliblemente la doctrina de Cristo. la Iglesia universal, y sus definiciones
de fe deben aceptarse con sumisión. Esta infalibilidad que el Divino Redentor
quiso que tuviera su Iglesia cuando define la doctrina de fe y de costumbres, se
extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para
la fiel custodia y exposición.
Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en
razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de
costumbres en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a
quienes ha de confirmarlos en la fe (cf. Lc., 22,32). Por lo cual, con
razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la
Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia
del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna
aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal.
Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona
privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en
quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma,
expone o defiende la doctrina de la fe católica. La infalibilidad prometida a la
Iglesia reside también en el cuerpo de los Obispos cuando ejercen el supremo
magisterio juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede
faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo en virtud de la
cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe.
Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina lo
hacen siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual, o por escrito, o por
transmisión de la sucesión legítima de los Obispos, y sobre todo por cuidado del
mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y en la Iglesia se conserva y
expone con religiosa fidelidad, gracias a la luz del Espíritu de la verdad. El
Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su cargo y la importancia del
asunto, celosamente trabajan con los medios adecuados, a fin de que se estudie
como debe esta Revelación y se la proponga apropiadamente y no aceptan ninguna
nueva revelación pública dentro del divino depósito de la fe.
El oficio de los Obispos de santificar
26. El Obispo, revestido como está de la plenitud del Sacramento del Orden, es
"el administrador de la gracia del supremo sacerdocio", sobre todo en la
Eucaristía que él mismo celebra, ya sea por sí, ya sea por otros, que hace vivir
y crecer a la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en
todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores,
reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento . Ellas son, cada
una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y
plenitud (cf. 1Tes., 1,5). En ellas se congregan los fieles por la
predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del
Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la
fraternidad". En toda celebración, reunida la comunidad bajo el ministerio
sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del
Cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación". En estas
comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la
dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia,
una, católica y apostólica. Porque "la participación del cuerpo y sangre de
Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos".
Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al
cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la
religiosa cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las
leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio
adaptándolas a su diócesis.
Así, los Obispos, orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y
abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio
de la palabra comunican la virtud de Dios a todos aquellos que creen para la
salvación (cf. Rom., 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya
administración sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad, santifican a los
fieles. Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se
concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los
ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes,
y los moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e
instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y,
sobre todo, en el santo sacrificio de la misa. Ellos, finalmente, deben edificar
a sus súbditos, con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo
mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible
para llegar a la vida terna juntamente con la grey que se les ha confiado.
Oficio de los Obispos de regir
27. Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias
particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus
exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad
sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la
santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y
el que ocupa el primer puesto como el servidor (cf. Lc., 22,26-27). Esta
potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e
inmediata aunque el ejercicio último de la misma sea regulada por la autoridad
suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles, pueda
quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los
Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus
súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y
organización del apostolado.
A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado
habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del
Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, con verdad, los jefes
del pueblo que gobiernan. Así, pues, su potestad no queda anulada por la
potestad suprema y universal, sino que, al revés, queda afirmada, robustecida y
defendida, puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de
gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia.
El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su familia, tenga siempre
ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a
servir (cf. Mt., 20,28; Mc., 10,45); y a entregar su vida por sus
ovejas (cf. Jn., 10, 11). Sacado de entre los hombres y rodeado él mismo
de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los errados (cf. Hebr.,
5,1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a verdaderos hijos
suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente de
que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hebr., 13,17), trabaje con
la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y
también por los que todavía no son de la única grey; a éstos téngalos por
encomendados en el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo,
esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom., 1,14-15) y no deje de
exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los fieles, por su
lado, deben estar unidos a su Obispo como la Iglesia lo está con Cristo y como
Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas las cosas armonicen en la
unidad y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2Cor., 4,15).
Los presbíteros y sus relaciones con Cristo, con los Obispos, con el
presbiterio y con el pueblo cristiano
28. Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10,36), ha
hecho participantes de su consagración y de su misión a los Obispos por medio de
los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio
de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el
ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas
categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron Obispos presbíteros,
diáconos. Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el
ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo están unidos con
ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido
consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de
Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hebr., 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para
predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino.
Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo, único
Mediador (1Tim., 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio
sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto eucarístico o comunión, en el
cual, representando la persona de Cristo, y proclamando su Misterio, juntan con
el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1Cor.,
11,26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la venida
del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que
se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada (cf. Hebr.,
9,14-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente
el ministerio de la reconciliación y del alivio. Presentan a Dios Padre las
necesidades y súplicas de los fieles (cf. Hebr., 5,1-4). Ellos,
ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza,
reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la
unidad y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta Dios Padre. En medio de la
grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn., 4,24). Se afanan
finalmente en la palabra y en la enseñanza (cf. 1Tim., 5,17), creyendo en
aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que
creen, imitando aquello que enseñan.
Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e
instrumento suyo llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su
Obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las
congregaciones de fieles, ellos representan al Obispo con quien están confiada y
animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral
y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo,
santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen
visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la
edificación del Cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4,12). Preocupados
siempre por el bien de los hijos de Dios, procuran cooperar en el trabajo
pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia. Los presbíteros, en
virtud de esta participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al
Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su
parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como Cristo a sus
discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15,15). Todos
los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, por razón del orden y del
ministerio, están, pues, adscritos al cuerpo episcopal y sirven al bien de toda
la Iglesia según la vocación y la gracia de cada cual.
En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros
todos se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en
espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral
como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de trabajo y de caridad.
Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han engendrado
espiritualmente (cf. 1Cor., 4,15; 1Pe., 1,23), tengan la solicitud
de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1Pe.,
5,3), así gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera que ésta merezca
llamarse con el nombre que es gala del Pueblo de Dios único y total, es decir,
Iglesia de Dios (cf. 1Cor., 1,2; 2Cor., 1,1). Acuérdese que con su
conducta de todos los días y con su solicitud muestran a fieles e infieles, a
católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y
pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar testimonio de verdad y de vida,
y que como buenos pastores deben buscar también (cf. Lc., 15,4-7) a
aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin embargo, ya
sea la práctica de los sacramentos, ya sea incluso la fe.
Como el mundo entero tiende, cada día más, a la unidad de organización civil,
económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten
todo conato de dispersión para que todo el género humano venga a la unidad de la
familia de Dios.
Los diáconos
29. En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la
imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así
confortados con la gracia sacramental en comunión con el Obispo y su
presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la
palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según la autoridad
competente se lo indicare, la administración solemne del bautismo, el conservar
y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los
matrimonios, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los
fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los
fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y
sepelios. Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los
diáconos el aviso de San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su
conducta conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos".
Teniendo en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia
latina, en muchas regiones no hay quien fácilmente desempeñe estas funciones tan
necesarias para la vida de la Iglesia, se podrá restablecer en adelante el
diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas
conferencias episcopales el decidir, oportuno para la atención de los fieles, y
en dónde, el establecer estos diáconos. Con el consentimiento del Romano
Pontífice, este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura, aunque
estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse
firme la ley del celibato.
CAPÍTULO IV
LOS LAICOS
Peculiaridad
30. El Santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la jerarquía,
vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos,
llamados laicos. Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios se dirige por igual a los
laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en
razón de su condición y misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos
fundamentos, por las especiales circunstancias de nuestro tiempo, hay que
considerar con mayor amplitud. Los sagrados pastores conocen muy bien la
importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues
los sagrados pastores saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para
asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia cerca del mundo, sino
que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera
reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente
a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la verdad, en
todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquél que es nuestra Cabeza, Cristo, de
quien todo el cuerpo trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y
nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la
caridad" (Ef., 4, 15-16).
Qué se entiende por laicos
31. Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a
excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en
estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que,
por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de
Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real
de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en
la Iglesia y en el mundo.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el
orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso
ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al
sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los
religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo
no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las
bienaventuranzas. A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de
Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el
siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así
como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su
existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su
propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la
levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo
descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su
vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y
organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados,
de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se
desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor.
Unidad en la diversidad
32. La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable
variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y
todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos,
somos un cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros
miembros" (Rom., 12,4-5).
El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef
4,5); común la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia
común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y
una indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna
en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay judío
ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros
sois "uno" en Cristo Jesús" (Gal 3,28; cf. Col 3,11).
Aunque no todos en la Iglesia marchan por el mismo camino, sin embargo, todos
están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios
(cf. 2 Pe 1,1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han
sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y
pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente
a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del
Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y
el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, puesto que los pastores y
los demás fieles están vinculados entre sí por necesidad recíproca; los pastores
de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de
los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez asocien su
trabajo con el de los pastores y doctores. De este modo, en la diversidad, todos
darán testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo; pues la misma
diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos
de Dios, porque "todas estas cosas son obras del único e idéntico Espíritu" (1
Cor 12,11).
Si, pues, los seglares, por designación divina, tienen a Jesucristo por hermano,
que siendo Señor de todas las cosas vino, sin embargo, a servir y no a ser
servido (cf. Mt 20,28), así también tienen por hermanos a quienes,
constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con
la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla
por todos el mandato nuevo de la caridad. A este respecto dice hermosamente San
Agustín: "Si me aterra el hecho de lo que soy para vosotros, eso mismo me
consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros
soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste de la gracia; aquél el del
peligro; éste, el de la salvación".
El apostolado de los laicos
33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo Cuerpo
de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de
miembros vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne
santificación con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y
gracia del Redentor.
El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de
la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón
del bautismo y de la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la
Sagrada Eucaristía, se comunica y se nutre aquel amor hacia Dios y hacia los
hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están
llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los
lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través
de ellos. Así, pues, todo laico, por los mismos dones que le han sido
conferidos, se convierte en testigo e instrumento vivo, a la vez, de la misión
de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo" (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los
laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más
inmediata con el apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres que
ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor
(cf. Fil 4,3; Rom 16,3ss.). Por los demás, son aptos para que la
jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos,
ordenados a un fin espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el
divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los
tiempos y de todas las tierras. Ábraseles, pues, camino por doquier para que, a
la medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también
ellos, celosamente, en la misión salvadora de la Iglesia.
Consagración del mundo
34. Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote porque desea continuar su
testimonio y su servicio por medio de los laicos, vivifica a éstos con su
Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta.
Pero aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión también les hace
partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual,
para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo que los laicos, en cuanto
consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación
admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más
abundantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyectos
apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del
alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la
vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales,
aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe 2,5), que en la celebración de la
Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al
Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando
santamente, consagran a Dios el mundo mismo.
El testimonio de su vida
35. Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de
su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la
plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña
en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes
por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la
gracia de la palabra (cf. Act 2,17-18; Ap 19,10) para que la
virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social. Ellos se
muestran como hijos de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza
aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y esperan con
paciencia la gloria futura (cf. Rom 8,25). Pero que no escondan esta
esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en diálogo continuo y
en el forcejeo "con los espíritus malignos" (Ef 6,12), incluso a través
de las estructuras de la vida secular.
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el
apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap
21,1), así los laicos, se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que
esperamos (cf. Hebr 11,1), así asocian, sin desmayo, la profesión de fe
con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo,
pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota
específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las
comunes condiciones de la vida en el mundo. En este quehacer es de gran valor
aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir,
la vida matrimonial y familiar. Aquí se encuentra un ejercicio y una hermosa
escuela para el apostolado de los laicos cuando la religión cristiana penetra
toda institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges
tienen su propia vocación para que ellos, entre sí, y sus hijos, sean testigos
de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto tanto las
presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida
bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo el pecado e
ilumina a los que buscan la verdad.
Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden
y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo.
Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar
impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios
sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas
sus energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que todos cooperen
a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen
los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e
impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría.
En las estructuras humanas
36. Cristo, hecho obediente hasta la muerte y, en razón de ello, exaltado por el
Padre (cf. Flp 2,8-9), entró en la gloria de su reino; a El están
sometidas todas las cosas hasta que El se someta a sí mismo y todo lo creado al
Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Cor 15,27-28).
Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que quedasen constituidos en una
libertad regia, y con la abnegación y la vida santa vencieran en sí mismos el
reino del pecado (cf. Rom 6,12), e incluso sirviendo a Cristo también en
los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta aquel Rey, a
quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino también por
mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de
santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz, en el cual la
misma criatura quedará libre de la servidumbre de la corrupción en la libertad
de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,21). Grande, realmente, es
la promesa, y grande el mandato que se da a los discípulos. "Todas las cosas son
vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor 3,23).
Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su
valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí,
también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de
suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente
su fin en la justicia, la caridad y la paz. Para que este deber pueda cumplirse
en el ámbito universal, corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren,
pues, seriamente que por su competencia en los asuntos profanos y por su
actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se
desarrollen al servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan
mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo,
mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil; y que a su manera
conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana.
Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su
luz salvadora a toda la sociedad humana.
A más de lo dicho, los laicos procuren coordinar sus fuerzas para sanear las
estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de
modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien
que impida, la practica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido
moral la cultura y el trabajo humano. De esta manera se prepara a la vez y mejor
el campo del mundo para la siembra de la divina palabra, y se abren de par en
par a la Iglesia las puertas por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de
la paz.
En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de aprender
diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les
corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen
como miembros de la sociedad humana. Procuren acoplarlos armónicamente entre sí,
recordando que, en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia
cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal,
puede sustraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo, concretamente, es de la
mayor importancia que esa distinción y esta armonía brille con suma claridad en
el comportamiento de los fieles para que la misión de la Iglesia pueda responder
mejor a las circunstancias particulares del mundo de hoy. Porque, así como debe
reconocerse que la ciudad terrena, vinculada justamente a las preocupaciones
temporales, se rige por principios propios, con la misma razón hay que rechazar
la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en
absoluta de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los
ciudadanos.
Relaciones de los laicos con la jerarquía
37. Los laicos, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir
con abundancia, de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la
Iglesia, ante todo, los auxilios de la Palabra de Dios y de los sacramentos; y
han de hacerles saber, con aquella libertad y confianza digna de Dios y de los
hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos. En la medida de los
conocimientos, de la competencia y del prestigio que poseen, tienen el derecho
y, en algún caso, la obligación de manifestar su parecer sobre aquellas cosas
que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto, si las circunstancias lo
requieren, mediante instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y
siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia
aquellos que, por razón de su oficio sagrado, personifican a Cristo.
Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo,
que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino
de la libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana
obediencia todo lo que los sagrados pastores, como representantes de Cristo,
establecen en la Iglesia actuando de maestros y gobernantes. Y no dejen de
encomendar a Dios en sus oraciones a sus prelados, para que, ya que viven en
continua vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan esto con
gozo y no con angustia (cf. Hebr 13,17).
Los sagrados pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad y la
responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus
prudentes consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la
Iglesia, y déjenles libertad y espacio para actuar, e incluso denles ánimo para
que ellos, espontáneamente, asuman tareas propias. Consideren atentamente en
Cristo, con amor de padres, las iniciativas, las peticiones y los deseos
propuestos por los laicos. Y reconozcan cumplidamente los pastores la justa
libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal.
De este trato familiar entre los laicos y pastores son de esperar muchos bienes
para la Iglesia, porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia
responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las
fuerzas de los fieles a la obra de los pastores. Pues estos últimos, ayudados
por la experiencia de los laicos, pueden juzgar con mayor precisión y aptitud lo
mismo los asuntos espirituales que los temporales, de suerte que la Iglesia
entera, fortalecida por todos sus miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su
misión en favor de la vida del mundo.
Conclusión
38. Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida
del Señor Jesús, y señal del Dios vivo. Todos en conjunto y cada cual en
particular deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gal
5,22) e infundirle aquel espíritu del que están animados aquellos pobres, mansos
y pacíficos, a quienes el Señor, en el Evangelio, proclamó bienaventurados (cf.
Mt 5,3-9). En una palabra, "lo que es el alma en el cuerpo, esto han de
ser los cristianos en el mundo".
CAPÍTULO V
UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
Llamamiento a la santidad
39. La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es
indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y
el Espíritu llamamos "el solo Santo", amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la
unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu
Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la
jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello
del Apóstol : "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1
Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta
incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu
Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos
que, con edificación de los demás, se acercan en su propio estado de vida a la
cumbre de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que
comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por
impulso del Espíritu Santo algunos cristianos abrazan, tanto en forma privada
como en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y
conviene que lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
El Divino Maestro y modelo de toda perfección
40. Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que El es
Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición
que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es
perfecto" (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera
interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con
toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc 12,30), y para que se amen
unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de
Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por
designio y gracia de El, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del
bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y
por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron
sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios. Les
amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene a los santos" (Ef 5,3, y
que "como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de
misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col 3,12) y
produzcan los frutos del Espíritu para santificación (cf. Gal 5,22;
Rom 6,22). Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. Sant 3,2),
tenemos continua necesidad de la misericordia de Dios y hemos de orar todos los
días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt 6, 12). Fluye de ahí la clara
consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una
forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más
humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversas medida de
los dones recibidos de Cristo, siguiendo sus huellas y amoldándose a su imagen,
obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, deberán esforzarse para entregarse
totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del
Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en
la historia de la Iglesia la vida de tantos santos.
La santidad en los diversos estados
41. Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de
profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz
del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo
pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su
gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas,
debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza
y obra por la caridad.
Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de Cristo cumplan con
su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza,
según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas;
cumplido así su ministerio, será para ellos un magnífico medio de santificación.
Los escogidos a la plenitud del sacerdocio reciben como don, con la gracia
sacramental, el poder ejercitar el perfecto deber de su pastoral caridad con la
oración, con el sacrificio y la predicación, en todo género de preocupación y
servicio episcopal, sin miedo de ofrecer la vida por sus ovejas y haciéndose
modelo de la grey (cf. 1 Pe 5,13). Así incluso con su ejemplo, han de
estimular a la Iglesia hacia una creciente santidad.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual
forman participando de la gracia del oficio de ellos por Cristo, eterno y único
Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de
su deber; conserven el vínculo de la comunión sacerdotal; abunden en toda clase
de bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios, emulando a
aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces
con un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, cuya alabanza
se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y
sacrificios por su grey y por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que
hacen e imitando lo que tratan. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus
preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo
ello para elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad
con la frecuencia de la contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios.
Todos los presbíteros, y en particular los que por el título peculiar de su
ordenación se llaman sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su
santificación el fiel acuerdo y la generosa cooperación con su propio Obispo.
Son también participantes de la misión y de la gracia del supremo sacerdote, de
una manera particular, los ministros de orden inferior, en primer lugar los
diáconos, los cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia,
deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo
lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim 3,8-10; 12-13). Los clérigos, que
llamados por Dios y apartados para su servicio se preparan para los deberes de
los ministros bajo la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando
su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración,
fervorosos en el amor, preocupados siempre por la verdad, la justicia, la buena
fama, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se
añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados totalmente a las
tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor
con mucho fruto.
Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se
ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de
toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a
la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo
de una incansable y generoso amor, construyen la fraternidad de la caridad y se
presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia,
como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a
su Esposa y se entregó a sí mismo por ella. Un ejemplo análogo lo dan los que,
en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y
actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven entregados al duro trabajo
conviene que en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus
conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten
también de imitar, en su laboriosa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron
en el trabajo manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos en
unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar
sus cargas, y sirviéndose incluso del trabajo cotidiano para subir a una mayor
santidad, incluso apostólica.
Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores
por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la
enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por
la justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio llamó
Bienaventurados, y a quienes: "El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su
eterna gloria en Cristo Jesús, después de un poco de sufrimiento, nos
perfeccionará El mismo, nos confirmará, nos solidificará" (1 Pe 5,10).
Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida,
de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán
santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre
Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos,
incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.
Los consejos evangélicos
42. "Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios
en El" (1 Jn 4,16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom 5,5). Por consiguiente, el
don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas
las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma
como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena
gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de
su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la
Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a
la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de
los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo
de la perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3,14), gobierna todos los
medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor
hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero
discípulo de Cristo.
Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por
nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus
hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien, ya desde los
primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y siempre se encontrarán
otros llamados a dar este máximo testimonio de amor delante de todos,
principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con
el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente
la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de
su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor
de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados
para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la
cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los
múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen
sus discípulos, entre los que descuella el precioso don de la gracia divina que
el Padre da a algunos (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) de entregarse más
fácilmente sólo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin dividir con otro
su corazón (cf. 1 Cor 7,32-34). Esta perfecta continencia por el reino de
los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandísima estima, como
señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual
fecundidad en el mundo.
La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los
fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "sientan en sí lo que se
debe sentir en Cristo Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomando la forma de
esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Flp 2,7-8), y por nosotros "
se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor 8,9). Y como este testimonio e
imitación de la caridad y humildad de Cristo, habrá siempre discípulos
dispuestos a darlo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos,
hombres y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la
ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos
de Dios y renunciando a su propia voluntad, pues ésos se someten al hombre por
Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el
precepto, para asemejarse más a Cristo obediente.
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la
santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar
rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y
en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el
espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el
aviso del Apóstol: "Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque
los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor 7,31).
CAPÍTULO VI
LOS RELIGIOSOS
43. Los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia,
como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por
los Apóstoles, por los padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don
divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia se conserva
perpetuamente. La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se
preocupó de interpretar esos consejos, de regular su práctica y de determinar
también las formas estables de vivirlos. De ahí ha resultado que han ido
creciendo, a la manera de un árbol que se ramifica espléndido y pujante en el
campo del Señor a partir de una semilla puesta por Dios, formas diversísimas de
vida monacal y cenobítica (vida solitaria y vida en común) en gran variedad de
familias que se desarrollan, ya para ventaja de sus propios miembros, ya para el
bien de todo el Cuerpo de Cristo. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros
todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una
doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunidad fraterna en
la milicia de Cristo y una libertad mejorada por la obediencia, en modo de poder
guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en
la vida de la caridad con espíritu gozoso. Un estado, así, en la divina y
jerárquica constitución de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la
condición del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de aquélla se
sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don particular en la vida
de la Iglesia para contribuir, cada uno a su modo, en la misión salvífica de
ésta.
Naturaleza e importancia del estado religioso en la Iglesia
44. Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a ellos a su manera,
se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos antes
citados, entregándose totalmente al servicio de Dios sumamente amado, en una
entrega que crea en él una especial relación con el servicio y la gloria de
Dios. Ya por el bautismo había muerto el pecado y se había consagrado a Dios;
ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal trata de
liberarse, por la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los
impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección
del culto divino, y se consagra más íntimamente al divino servicio. Esta
consagración será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y más
estables se represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su
Esposa, la Iglesia. Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con
la Iglesia y con su ministerio de una manera especial a quienes los practican,
por la caridad a la que conducen, la vida espiritual de éstos es menester que se
consagre al bien de toda la Iglesia. De aquí nace el deber de trabajar según las
fuerzas y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea con la
actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo
y dilatarlo por el ancho mundo. Por lo cual la Iglesia protege y favorece la
índole propia de los diversos institutos religiosos.
Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un
distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la
Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana.
Porque, al no tener el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en este mundo,
sino que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus
seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los
presentes los bienes celestiales presentes incluso en esta vida y, sobre todo,
da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo
y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial. Y ese mismo
estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma
de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad
del Padre y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle.
Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del
Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también
a la Humanidad entera la maravillosa grandeza de la virtud de Cristo que reina y
el infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia. Por
consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos
evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia,
pertenece, sin embargo, de una manera indiscutible, a su vida y a su santidad.
Bajo la autoridad de la Iglesia
45. Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica apacentar al Pueblo de Dios y
conducirlo a los pastos mejores (cf. Ez 34,14), toca también a ella
dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos,
con los que se fomenta de un modo singular la perfección de la caridad hacia
Dios y hacia el prójimo. La misión jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso
del Espíritu Santo admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres,
y las aprueba auténticamente después de una más completa ordenación, y, además
está presente con su autoridad vigilante y protectora en el desarrollo de los
Institutos, erigidos por todas partes para la edificación del Cuerpo de Cristo,
con el fin de que crezcan y florezcan en todos modos, según el espíritu de sus
fundadores.
El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, mirando a la
mejor providencia por las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de
la jurisdicción de los ordinarios y someter a su sola autoridad cualquier
Instituto de perfección y a todos y cada uno de sus miembros. Y por la misma
razón pueden ser éstos dejados o confiados a la autoridad patriarcal propia. Los
miembros de estos Institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con la
Iglesia según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a los Obispos la
debida reverencia y obediencia según las leyes canónicas, por su autoridad
pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y concordia en
el trabajo apostólico.
La Iglesia no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de
un estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un
estado consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de
Dios, recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración
pública, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios y les imparte
una bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.
Estima de la profesión de los consejos evangélicos
46. Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la
Iglesia demuestre mejor cada día a fieles e infieles, el Cristo, ya sea
entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a
las multitudes, o curando enfermos y heridos y convirtiendo los pecadores a una
vida correcta, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos, siempre
obediente a la voluntad del Padre que le envió.
Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos
evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente se
han de tener en mucho, sin embargo, no es un impedimento para el desarrollo de
la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, la favorece grandemente.
Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación
personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la
libertad del espíritu, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre
todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces
de asemejar más la vida del hombre cristiano con la vida virginal y pobre que
para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre la Virgen. Ni piense
nadie que los religiosos por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o
inútiles para la ciudad terrena. Porque, aunque en algunos casos no estén
directamente presente ante los coetáneos, los tienen, sin embargo, presentes, de
un modo más profundo, en las entrañas de Cristo y cooperan con ellos
espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en
Dios y se dirija a El, "no sea que trabajen en vano los que la edifican". Por
eso, este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y
hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las
misiones, ilustran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en
su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados
servicios.
Perseverancia
47. Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de
esos consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido
llamado, para que más abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la
Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de
toda santidad.
CAPÍTULO VII
ÍNDOLE ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA
PEREGRINANTE Y SU UNIÓN CON LA IGLESIA CELESTIAL
Índole escatológica de nuestra vocación en la Iglesia
48. La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual,
por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena
perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las
cosas" (Act 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo
entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será
perfectamente renovado (cf. Ef 1,10; Col 1,20; 2 Pe 3,10-13).
Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los
hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (cf. Rom
6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a
su Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando
sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los
hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos
con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que
la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con
la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe
somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto
que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre
nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp 2,12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor
10,11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a
realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la
tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad. Y mientras no
haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf.
2 Pe 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones,
que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y
Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el
presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom
8,19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo,
"que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1,14), somos llamados hijos de
Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn 3,1); pero todavía no hemos sido
manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col 3,4), en la que
seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2).
Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del
Señor" (2 Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf.
Flp 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió
y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso ponemos toda nuestra
voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor 5,9), y nos revestimos de
la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y
poder resistir en el día malo (cf. Ef 6,11-13). Y como no sabemos ni el
día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que,
terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9,27), si
queremos entrar con El a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos
(cf. Mt 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos
(cf. Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt 25,41), a
las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt
22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos
comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras
buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del
mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que
obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn 5,29; cf. Mt
25,46). Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente
son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom
8,18; cf. 2 Tim 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de "la
esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo" (Tit 2,13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo
en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Flp 3,21) y vendrá "para ser"
glorificado en sus santos y para ser "la admiración de todos los que han tenido
fe" (2 Tes 1,10).
Comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia peregrinante
49. Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado de
todos sus ángeles (cf. Mt 25,3) y destruida la muerte le sean sometidas
todas las cosas (cf. 1 Cor 15,26-27), algunos entre sus discípulos
peregrinan en la tierra otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son
glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es;
mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna
caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. porque todos los que
son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen entre sí,
formando una sola Iglesia (cf. Ef 4,16). Así que la unión de los
peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera
se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con
la comunicación de los bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados
están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la
Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma ofrece a Dios en la
tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf.
1 Cor 12,12-27). Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan "de la
presencia del Señor" (cf. 2 Cor 5,8); por El, con El y en El no cesan de
interceder por nosotros ante el Padre, presentando por medio del único Mediador
de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim 2,5), los méritos que en la
tierra alcanzaron; sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su
propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia lo que falta a las
tribulaciones de Cristo (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud ayuda,
pues, mucho a nuestra debilidad.
Relaciones de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial
50. La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo
tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de
Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y
ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar
por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac 12,46).
Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado
un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos
están íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y
los santos ángeles , profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el
auxilio de su intercesión. A éstos, luego se unieron también aquellos otros que
habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo, y, en fin,
otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas
lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.
Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a cristo, nuevos motivos nos
impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Hebr 13,14-11,10), y al mismo
tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro
conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la
perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en
forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como
nosotros que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf.
2 Cor., 3,18). En ellos, El mismo nos habla y nos ofrece su signo de ese
Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan grande nube de
testigos que nos cubre (cf. Hb 12,1) y con tan gran testimonio de la
verdad del Evangelio.
Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos
dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea
corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef 4,1-6).
Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca
de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana
como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios.
Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de
Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios
las debidas gracias por ello, "invoquémoslos humildemente y, para impetrar de
Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador
nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios". En verdad, todo genuino
testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma
naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la "corona de todos los
santos", y por El a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es
glorificado".
Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima,
especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu
Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos, con
fraterna alegría, la alabanza de la Divina Majestad, y todos los redimidos por
la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Ap 5,9),
congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza de
Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico es cuando mejor
nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión, "venerando la
memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, del
bienaventurado José y de los bienaventurados Apóstoles, mártires y santos
todos".
El Concilio establece disposiciones pastorales
51. Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros
antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la
gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo
confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y
Tridentino. Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos
a quienes corresponde para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos,
excesos o defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo conforme a
la mejor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el
auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos
exteriores cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor
bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la
participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión". Y, por otro lado,
expliquen a los fieles que nuestro trato con los bienaventurados, si se
considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido
a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece
ampliamente.
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituímos una familia en Cristo
(cf. Hebr 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la
Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con
gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo. Porque cuando
Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la
claridad de Dios iluminará la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf.
Ap 21,24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de
la caridad, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Ap 5,12), a
una voz proclamando "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza
el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Ap
5,13-14).
CAPÍTULO VIII
LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
I. INTRODUCCIÓN
La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo
52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención
del mundo, "cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de
mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). "El
cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los
cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen". Este misterio
divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor
constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en
comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, "en primer
lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor
Jesucristo".
La Santísima Virgen y la Iglesia
53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo
de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y
honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en
atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e
indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser
la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario
del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas
las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida en la
estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es
verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a
que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por
lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la
Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la
Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de
piedad como a Madre amantísima.
Intención del Concilio
54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la
cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente
tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo
Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia
la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los
creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de
María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el
trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su derecho las sentencias que se
proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa
Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.
II. OFICIO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN
La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento
55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable
Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del
Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los
ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en
la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos
primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la
luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad,
iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es
insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a
nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15). Así también,
ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is
7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los
humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En
fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple
la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de
Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado
mediante los misterios de su carne.
María en la Anunciación
56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la
aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer
contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma
eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas
las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por
eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de
Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el
Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante
de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen
Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia"
(cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Así María, hija de
Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la
voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado
alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona
y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El,
por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estima a
María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la
salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San
Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano
entero". Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente
afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de
María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató
por la fe" ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y
afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por María, la vida".
La Santísima Virgen y el Niño Jesús
57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta
desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer
término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por
ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó de gozo
(cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la
Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo
primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando,
ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el Templo, oyó al
mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y
que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los
pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido
y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas
que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre
conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).
La Santísima Virgen en el ministerio público de Jesús
58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente; ya al
principio durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia,
consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf.
Jn 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las palabras con las que
el Hijo (cf. Lc 2,19-51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y
vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y
observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35;
Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz,
en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se
condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por
Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo
Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!"
(Jn19,26-27).
La Santísima Virgen después de la Ascensión de Jesús
59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la
salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los
Apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración
con las mujeres, y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste" (Act
1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya
la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen
Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el
curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y
enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más
plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap19,16) y vencedor del
pecado y de la muerte.
III. LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA IGLESIA
María, esclava del Señor, en la obra de la redención y de la santificación
60. Único es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios
y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se
entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos" (1 Tim 2,5-6). Pero
la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece ni
disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia.
Porque todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen en favor de los hombres
no es exigido por ninguna ley, sino que nace del Divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella
depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla,
fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.
Maternidad espiritual de María
61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde
toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia,
fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular
la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del
Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el
templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en
forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida
caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo
es nuestra Madre en el orden de la gracia.
María, Mediadora
62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia,
desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo
sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los
elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino
que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna
salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan
y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean
llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es
invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual,
sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y
eficacia de Cristo, único Mediador.
Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro
Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras
tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de
Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la
única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una
múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en
atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo
recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección
maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.
María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia
63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina,
con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones,
está unida también íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la
Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque
en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la
Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular
el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la
tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra
del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no adulterada por
duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al
Hijo a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom
8,29), a saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con amor
materno.
Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia
64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su
caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha
Madre por la palabra de Dios fielmente recibida: en efecto, por la predicación y
el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el
Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e
íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por
la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida
esperanza, la sincera caridad.
Virtudes de María que debe imitar la Iglesia
65. Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por
la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles, en
cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso
levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los
elegidos, como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre
ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración
entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y
más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado íntimamente en la historia
de la Salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias
de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y
su sacrificio hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria
de Cristo, se hace más semejante a su excelso tipo, progresando continuamente en
la fe, la esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las cosas la
divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón, la
Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu
Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca
también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de
aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la
misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.
IV. CULTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA IGLESIA
Naturaleza y fundamento del culto
66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue ensalzada por
encima todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de
Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con
especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la
Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los
fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas.
Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María
creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e
imitación, según palabras proféticas de ella misma: "Me llamarán bienaventurada
todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso" (Lc
1,48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo
singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo
Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a
este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la
Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según
las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los
fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son
todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que
morase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea
glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.
Espíritu de la predicación y del culto
67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos
los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo
litúrgico, hacia la Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas y
ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el
Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos
pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la
Santísima Virgen y de los Santos. Asimismo exhorta encarecidamente a los
teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado
tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de
espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el
estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las
liturgias de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los
dones y privilegios de la Santísima Virgen, que siempre están referidos a
Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten
todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los
hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la
Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en
un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la
fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de
Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de
sus virtudes.
V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE
María, signo del pueblo de Dios
68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los
cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser
consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del
Señor (cf., 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios
peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.
María interceda por la unión de los cristianos
69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo, el hecho de que
tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la
Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren
parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la
siempre Virgen Madre de Dios. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a
la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus
oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre
todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos,
interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que
se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador,
sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para
gloria de la Santísima e indivisible Trinidad.
Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución han obtenido el
beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la
potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres,
las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo
así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, 21 de noviembre de 1964.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.