Cardenal Hummes: La importancia del celibato sacerdotal
Prefecto de la Congregación vaticana para el Clero
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 17 marzo 2007 Artículo del cardenal Cláudio Hummes,
prefecto de la Congregación vaticana para el Clero, sobre «La importancia del celibato sacerdotal»,
en la edición italiana de «L’Osservatore Romano» al conmemorarse el cuadragésimo aniversario de la
«Sacerdotalis Caelibatus» del Papa Pablo VI.
Al entrar en el XL aniversario de la publicación de
la encíclica Sacerdotalis caelibatus de Su Santidad
Pablo VI, la Congregación para el clero cree
oportuno recordar la enseñanza magisterial de este
importante documento pontificio.
En realidad, el celibato sacerdotal es un don
precioso de Cristo a su Iglesia, un don que es
necesario meditar y fortalecer constantemente, de
modo especial en el mundo moderno profundamente
secularizado.
En efecto, los estudiosos indican que los orígenes
del celibato sacerdotal se remontan a los tiempos
apostólicos. El padre Ignace de la Potterie escribe:
«Los estudiosos en general están de acuerdo en decir
que la obligación del celibato, o al menos de la
continencia, se convirtió en ley canónica desde el
siglo IV (...). Pero es importante observar que los
legisladores de los siglos IV o V afirmaban que esa
disposición canónica estaba fundada en una tradición
apostólica. Por ejemplo, el concilio de Cartago (del
año 390) decía: “Conviene que los que están al
servicio de los misterios divinos practiquen la
continencia completa (continentes esse in omnibus)
para que lo que enseñaron los Apóstoles y ha
mantenido la antigüedad misma, lo observemos también
nosotros”» (cf. Il fondamento biblico del celibato
sacerdotale, en: Solo per amore. Riflessioni sul
celibato sacerdotale. Cinisello Balsamo 1993, pp.
14-15). En el mismo sentido, A.M. Stickler habla de
argumentos bíblicos en favor del celibato de
inspiración apostólica (cf. Ch. Cochini, Origines
apostoliques du Célibat sacerdotal, Prefacio, p. 6).
Desarrollo histórico
El Magisterio solemne de la Iglesia reafirma
ininterrumpidamente las disposiciones sobre el
celibato eclesiástico. El Sínodo de Elvira
(300-303?), en el canon 27, prescribe: «El obispo o
cualquier otro clérigo tenga consigo solamente o una
hermana o una hija virgen consagrada a Dios; pero en
modo alguno plugo (al Concilio) que tengan a una
extraña» (Enrique Denzinger, El Magisterio de la
Iglesia, ed. Herder, Barcelona 1955, n. 52 b, p.
22); y en el canon 33: «Plugo prohibir totalmente a
los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los
clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de
sus cónyuges y no engendren hijos y quienquiera lo
hiciere, sea apartado del honor de la clerecía» (ib.,
52 c).
También el Papa Siricio (384-399), en la carta al
obispo Himerio de Tarragona, fechada el 10 de
febrero de 385, afirma: «El Señor Jesús (...) quiso
que la forma de la castidad de su Iglesia, de la que
él es esposo, irradiara con esplendor (...). Todos
los sacerdotes estamos obligados por la indisoluble
ley de estas sanciones, es decir, que desde el día
de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones
y cuerpos a la sobriedad y castidad, para agradar en
todo a nuestro Dios en los sacrificios que
diariamente le ofrecemos» (ib., n. 89, p. 34).
En el primer concilio ecuménico de Letrán, año 1123,
en el canon 3 leemos: «Prohibimos absolutamente a
los presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía
de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras
mujeres fuera de las que permitió que habitaran el
concilio de Nicea (325)» (ib., n. 360, p. 134).
Asimismo, en la sesión XXIV del concilio de Trento,
en el canon 9 se reafirma la imposibilidad absoluta
de contraer matrimonio a los clérigos constituidos
en las órdenes sagradas o a los religiosos que han
hecho profesión solemne de castidad; con ella, la
nulidad del matrimonio mismo, juntamente con el
deber de pedir a Dios el don de la castidad con
recta intención (cf. ib., n. 979, p. 277).
En tiempos más recientes, el concilio ecuménico
Vaticano II, en el decreto Presbyterorum ordinis (n.
16), reafirmó el vínculo estrecho que existe entre
celibato y reino de los cielos, viendo en el primero
un signo que anuncia de modo radiante al segundo, un
inicio de vida nueva, a cuyo servicio se consagra el
ministro de la Iglesia.
Con la encíclica del 24 de junio de 1967, Pablo VI
mantuvo una promesa que había hecho a los padres
conciliares dos años antes. En ella examina las
objeciones planteadas a la disciplina del celibato
y, poniendo de relieve sus fundamentos cristológicos
y apelando a la historia y a lo que los documentos
de los primeros siglos nos enseñan con respecto a
los orígenes del celibato-continencia, confirma
plenamente su valor.
El Sínodo de los obispos de 1971, tanto en el
esquema presinodal Ministerium presbyterorum (15 de
febrero) como en el documento final Ultimis
temporibus (30 de noviembre), afirma la necesidad de
conservar el celibato en la Iglesia latina,
iluminando su fundamento, la convergencia de los
motivos y las condiciones que lo favorecen
(Enchiridion del Sínodo de los obispos, 1.
1965-1988; edición de la Secretaría general del
Sínodo de los obispos, Bolonia 2005, nn. 755-855;
1068-1114; sobre todo los nn. 1100-1105).
La nueva codificación de la Iglesia latina de 1983
reafirma la tradición de siempre: «Los clérigos
están obligados a observar una continencia perfecta
y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto,
quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don
peculiar de Dios mediante el cual los ministros
sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con
un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al
servicio de Dios y de los hombres» (Código de
derecho canónico, can. 277, § 1).
En la misma línea se sitúa el Sínodo de 1990, del
que surgió la exhortación apostólica del siervo de
Dios Papa Juan Pablo II Pastores dabo vobis, en la
que el Sumo Pontífice presenta el celibato como una
exigencia de radicalismo evangélico, que favorece de
modo especial el estilo de vida esponsal y brota de
la configuración del sacerdote con Jesucristo, a
través del sacramento del Orden (cf. n. 44).
El Catecismo de la Iglesia católica, publicado en
1992, que recoge los primeros frutos del gran
acontecimiento del concilio ecuménico Vaticano II,
reafirma la misma doctrina: «Todos los ministros
ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los
diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos
entre hombres creyentes que viven como célibes y que
tienen la voluntad de guardar el celibato por el
reino de los cielos» (n. 1579).
En el más reciente Sínodo, sobre la Eucaristía,
según la publicación provisional, oficiosa y no
oficial, de sus proposiciones finales, concedida por
el Papa Benedicto XVI, en la proposición 11, sobre
la escasez de clero en algunas partes del mundo y
sobre el «hambre eucarística» del pueblo de Dios, se
reconoce «la importancia del don inestimable del
celibato eclesiástico en la praxis de la Iglesia
latina». Con referencia al Magisterio, en particular
al concilio ecuménico Vaticano II y a los últimos
Pontífices, los padres pidieron que se ilustraran
adecuadamente las razones de la relación entre
celibato y ordenación sacerdotal, respetando
plenamente la tradición de las Iglesias orientales.
Algunos hicieron referencia a la cuestión de los
viri probati, pero la hipótesis se consideró un
camino que no se debe seguir.
El pasado 16 de noviembre de 2006, el Papa Benedicto
XVI presidió en el palacio apostólico una de las
reuniones periódicas de los jefes de dicasterio de
la Curia romana. En esa ocasión se reafirmó el valor
de la elección del celibato sacerdotal según la
tradición católica ininterrumpida, así como la
exigencia de una sólida formación humana y cristiana
tanto para los seminaristas como para los sacerdotes
ya ordenados.
Las razones del sagrado celibato
En la encíclica Sacerdotalis caelibatus, Pablo VI
presenta al inicio la situación en que se encontraba
en ese tiempo la cuestión del celibato sacerdotal,
tanto desde el punto de vista del aprecio hacia él
como de las objeciones. Sus primeras palabras son
decisivas y siguen siendo actuales: «El celibato
sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace
siglos como perla preciosa, conserva todo su valor
también en nuestro tiempo, caracterizado por una
profunda transformación de mentalidades y de
estructuras» (n. 1).
Pablo VI revela cómo meditó él mismo, preguntándose
acerca del tema, para poder responder a las
objeciones, y concluye: «Pensamos, pues, que la
vigente ley del sagrado celibato debe, también hoy,
y firmemente, estar unida al ministerio
eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su
elección exclusiva, perenne y total del único y sumo
amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y
al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su
estado de vida tanto en la comunidad de los fieles
como en la profana» (n. 14).
«Ciertamente —añade el Papa—, como ha declarado el
sagrado concilio ecuménico Vaticano II, la
virginidad “no es exigida por la naturaleza misma
del sacerdocio, como aparece por la práctica de la
Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias
orientales” (Presbyterorum ordinis, 16), pero el
mismo sagrado Concilio no ha dudado en confirmar
solemnemente la antigua, sagrada y providencial ley
vigente del celibato sacerdotal, exponiendo también
los motivos que la justifican para todos los que
saben apreciar con espíritu de fe y con íntimo y
generoso fervor los dones divinos» (n. 17).
Es verdad. El celibato es un don que Cristo ofrece a
los llamados al sacerdocio. Este don debe ser
acogido con amor, alegría y gratitud. Así, será
fuente de felicidad y de santidad.
La razones del sagrado celibato, aportadas por Pablo
VI, son tres: su significado cristológico, el
significado eclesiológico y el escatológico.
Comencemos por el significado cristológico. Cristo
es novedad. Realiza una nueva creación. Su
sacerdocio es nuevo. Cristo renueva todas las cosas.
Jesús, el Hijo unigénito del Padre, enviado al
mundo, «se hizo hombre para que la humanidad,
sometida al pecado y la muerte, fuese regenerada y,
mediante un nuevo nacimiento, entrase en el reino de
los cielos. Consagrado totalmente a la voluntad del
Padre, Jesús realizó mediante su misterio pascual
esta nueva creación introduciendo en el tiempo y en
el mundo una forma nueva, sublime y divina de vida,
que transforma la misma condición terrena de la
humanidad» (n. 19).
El mismo matrimonio natural, bendecido por Dios
desde la creación, pero herido por el pecado, fue
renovado por Cristo, que «lo elevó a la dignidad de
sacramento y de misterioso signo de su unión con la
Iglesia (...) Cristo, mediador de un testamento más
excelente (24), abrió también un camino nuevo, en el
que la criatura humana, adhiriéndose total y
directamente al Señor y preocupada solamente de él y
de sus cosas (25), manifiesta de modo más claro y
complejo la realidad, profundamente innovadora del
Nuevo Testamento» (n. 20).
Esta novedad, este nuevo camino, es la vida en la
virginidad, que Jesús mismo vivió, en armonía con su
índole de mediador entre el cielo y la tierra, entre
el Padre y el género humano. «En plena armonía con
esta misión, Cristo permaneció toda la vida en el
estado de virginidad, que significa su dedicación
total al servicio de Dios y de los hombres» (21).
Servicio de Dios y de los hombres quiere decir amor
total y sin reservas, que marcó la vida de Jesús
entre nosotros. Virginidad por amor al reino de
Dios.
Ahora bien, Cristo, al llamar a sus sacerdotes para
ser ministros de la salvación, es decir, de la nueva
creación, los llama a ser y a vivir en novedad de
vida, unidos y semejantes a él en la forma más
perfecta posible. De ello brota el don del sagrado
celibato, como configuración más plena con el Señor
Jesús y profecía de la nueva creación. A sus
Apóstoles los llamó «amigos». Los llamó a seguirlo
muy de cerca, en todo, hasta la cruz. Y la cruz los
llevará a la resurrección, a la nueva creación
perfeccionada. Por eso sabemos que seguirlo con
fidelidad en la virginidad, que incluye una
inmolación, nos llevará a la felicidad. Dios no
llama a nadie a la infelicidad, sino a la felicidad.
Sin embargo, la felicidad se conjuga siempre con la
fidelidad. Lo dijo el querido Papa Juan Pablo II a
los esposos reunidos con él en el II Encuentro
mundial de las familias, en Río de Janeiro.
Así se llega al tema del significado escatológico
del celibato, en cuanto que es signo y profecía de
la nueva creación, o sea, del reino definitivo de
Dios en la Parusía, cuando todos resucitaremos de la
muerte.
Como enseña el concilio Vaticano II, la Iglesia
«constituye el germen y el comienzo de este reino en
la tierra» (Lumen gentium, 5). La virginidad, vivida
por amor al reino de Dios, constituye un signo
particular de los «últimos tiempos», pues el Señor
ha anunciado que «en la resurrección no se tomará
mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios
en el cielo» (Sacerdotalis caelibatus, 34).
En un mundo como el nuestro, mundo de espectáculo y
de placeres fáciles, profundamente fascinado por las
cosas terrenas, especialmente por el progreso de las
ciencias y las tecnologías —recordemos las ciencias
biológicas y las biotecnologías—, el anuncio de un
más allá, o sea, de un mundo futuro, de una parusía,
como acontecimiento definitivo de una nueva
creación, es decisivo y al mismo tiempo libra de la
ambigüedad de las aporías, de los estrépitos, de los
sufrimientos y contradicciones, con respecto a los
verdaderos bienes y a los nuevos y profundos
conocimientos que el progreso humano actual trae
consigo.
Por último, el significado eclesiológico del
celibato nos lleva más directamente a la actividad
pastoral del sacerdote.
La encíclica Sacerdotalis caelibatus afirma: «la
virginidad consagrada de los sagrados ministros
manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y
la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión»
(n. 26). El sacerdote, semejante a Cristo y en
Cristo, se casa místicamente con la Iglesia, ama a
la Iglesia con amor exclusivo. Así, dedicándose
totalmente a las cosas de Cristo y de su Cuerpo
místico, el sacerdote goza de una amplia libertad
espiritual para ponerse al servicio amoroso y total
de todos los hombres, sin distinción.
«Así, el sacerdote, muriendo cada día totalmente a
si mismo, renunciando al amor legítimo de una
familia propia por amor de Cristo y de su reino,
hallará la gloria de una vida en Cristo plenísima y
fecunda, porque como él y en él ama y se da a todos
los hijos de Dios» (n. 30).
La encíclica añade, asimismo, que el celibato
aumenta la idoneidad del sacerdote para la escucha
de la palabra de Dios y para la oración, y lo
capacita para depositar sobre el altar toda su vida,
que lleva los signos del sacrificio.
El valor de la castidad y del celibato
El celibato, antes de ser una disposición canónica,
es un don de Dios a su Iglesia; es una cuestión
vinculada a la entrega total al Señor. Aun
distinguiendo entre la disciplina del celibato de
los sacerdotes seculares y la experiencia religiosa
de la consagración y de la profesión de los votos,
no cabe duda de que no existe otra interpretación y
justificación del celibato eclesiástico fuera de la
entrega total al Señor, en una relación que sea
exclusiva, también desde el punto de vista afectivo;
esto supone una fuerte relación personal y
comunitaria con Cristo, que transforma el corazón de
sus discípulos.
La opción del celibato hecha por la Iglesia católica
de rito latino se ha realizado, desde los tiempos
apostólicos, precisamente en la línea de la relación
del sacerdote con su Señor, teniendo como gran icono
el «¿Me amas más que estos?» (Jn 21, 15) que Jesús
resucitado dirige a Pedro.
Por tanto, las razones cristológicas, eclesiológicas
y escatológicas del celibato, todas ellas arraigadas
en la comunión especial con Cristo a la que está
llamado el sacerdote, pueden tener diversas
expresiones, según lo que afirma autorizadamente la
encíclica Sacerdotalis caelibatus.
Ante todo, el celibato es «signo y estímulo de la
caridad pastoral» (n. 24). La caridad es el criterio
supremo para juzgar la vida cristiana en todos sus
aspectos; el celibato es un camino del amor, aunque
el mismo Jesús, como refiere el evangelio según san
Mateo, afirma que no todos pueden comprender esta
realidad: «No todos entienden este lenguaje, sino
aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Esa caridad se desdobla en los clásicos aspectos de
amor a Dios y amor a los hermanos: «Por la
virginidad o el celibato a causa del reino de los
cielos, los presbíteros se consagran a Cristo de una
manera nueva y excelente y se unen más fácilmente a
él con un corazón no dividido» (Presbyterorum
ordinis, 16). San Pablo, en un pasaje al que se
alude, presenta el celibato y la virginidad como
«camino para agradar al Señor» sin divisiones (cf. 1
Co 7, 32-34): en otras palabras, un «camino del
amor», que ciertamente supone una vocación
particular, y en este sentido es un carisma, y que
es en sí mismo excelente tanto para el cristiano
como para el sacerdote.
El amor radical a Dios, a través de la caridad
pastoral, se convierte en amor a los hermanos. En el
decreto Presbyterorum ordinis leemos que los
sacerdotes «se dedican más libremente a él y, por él
al servicio de Dios y de los hombres y se ponen al
servicio de su reino y de la obra de la regeneración
sobrenatural sin ningún estorbo. Así se hacen más
aptos para aceptar en Cristo una paternidad más
amplia» (n. 16). La experiencia común confirma que a
quienes no están vinculados a otros afectos, por más
legítimos y santos que sean, además del de Cristo,
les resulta más sencillo abrir plenamente y sin
reservas su corazón a los hermanos.
El celibato es el ejemplo que Cristo mismo nos dejó.
Él quiso ser célibe. Explica también la encíclica:
«Cristo permaneció toda la vida en el estado de
virginidad, que significa su dedicación total al
servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda
conexión entre la virginidad y el sacerdocio en
Cristo se refleja en los que tienen la suerte de
participar de la dignidad y de la misión del
mediador y sacerdote eterno, y esta participación
será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro
esté más libre de vínculos de carne y de sangre» (n.
21).
La existencia histórica de Jesucristo es el signo
más evidente de que la castidad voluntariamente
asumida por Dios es una vocación sólidamente fundada
tanto en el plano cristiano como en el de la común
racionalidad humana.
Si la vida cristiana común no puede legítimamente
llamarse así cuando excluye la dimensión de la cruz,
cuánto más la existencia sacerdotal sería
ininteligible si prescindiera de la perspectiva del
Crucificado. A veces en la vida de un sacerdote está
presente el sufrimiento, el cansancio y el tedio,
incluso el fracaso, pero esas cosas no la determinan
en última instancia. Al escoger seguir a Cristo,
desde el primer momento nos comprometemos a ir con
él al Calvario, conscientes de que tomar la propia
cruz es el elemento que califica el radicalismo del
seguimiento.
Por último, como he dicho, el celibato es un signo
escatológico. Ya desde ahora está presente en la
Iglesia el reino futuro: ella no sólo lo anuncia,
sino que también lo realiza sacramentalmente,
contribuyendo a la «nueva creación», hasta que la
gloria de Cristo se manifieste plenamente.
Mientras que el sacramento del matrimonio arraiga a
la Iglesia en el presente, sumergiéndola totalmente
en el orden terreno, que así se transforma también
él en lugar posible de santificación, la virginidad
remite inmediatamente al futuro, a la perfección
íntegra de la creación, que sólo alcanzará su
plenitud al final de los tiempos.
Medios para ser fieles al celibato
La sabiduría bimilenaria de la Iglesia, experta en
humanidad, ha identificado constantemente a lo largo
del tiempo algunos elementos fundamentales e
irrenunciables para favorecer la fidelidad de sus
hijos al carisma sobrenatural del celibato.
Entre ellos destaca, también en el magisterio
reciente, la importancia de la formación espiritual
del sacerdote, llamado a ser «testigo de lo
Absoluto». La Pastores dabo vobis afirma: «Formarse
para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta
personal a la pregunta fundamental de Cristo: “¿Me
amas?” (Jn 21, 15). Para el futuro sacerdote, la
respuesta no puede ser sino el don total de su vida»
(n. 42).
En este sentido, son absolutamente fundamentales
tanto los años de la formación remota, vivida en la
familia, como sobre todo los de la próxima, en los
años del seminario, verdadera escuela de amor, en la
que, como la comunidad apostólica, los jóvenes
seminaristas mantienen una relación de intimidad con
Jesús, esperando el don del Espíritu para la misión.
«La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en él
con su Iglesia, —en virtud de la unción sacramental—
se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o
sea, en su misión o ministerio» (ib., 16).
El sacerdocio no es más que «vivir íntimamente
unidos a él» (ib., 46), en una relación de comunión
íntima que se describe como «una forma de amistad»
(ib.). La vida del sacerdote, en el fondo, es la
forma de existencia que sería inconcebible si no
existiera Cristo. Precisamente en esto consiste la
fuerza de su testimonio: la virginidad por el reino
de Dios es un dato real; existe porque existe
Cristo, que la hace posible.
El amor al Señor es auténtico cuando tiende a ser
total: enamorarse de Cristo quiere decir tener un
conocimiento profundo de él, frecuentar su persona,
sumergirse en él, asimilar su pensamiento y, por
último, aceptar sin reservas las exigencias
radicales del Evangelio. Sólo se puede ser testigos
de Dios si se hace una profunda experiencia de
Cristo. De la relación con el Señor depende toda la
existencia sacerdotal, la calidad de su experiencia
de martyria, de su testimonio.
Sólo es testigo de lo Absoluto quien de verdad tiene
a Jesús por amigo y Señor, quien goza de su
comunión. Cristo no es solamente objeto de
reflexión, tesis teológica o recuerdo histórico; es
el Señor presente; está vivo porque resucitó y
nosotros sólo estamos vivos en la medida en que
participamos cada vez más profundamente de su vida.
En esta fe explícita se funda toda la existencia
sacerdotal. Por eso la encíclica dice: «Aplíquese el
sacerdote en primer lugar a cultivar con todo el
amor que la gracia le inspira su intimidad con
Cristo, explorando su inagotable y santificador
misterio; adquiera un sentido cada vez más profundo
del misterio de la Iglesia, fuera del cual su estado
de vida correría el riesgo de parecerle sin
consistencia e incongruente» (Sacerdotalis
caelibatus, 75).
Además de la formación y del amor a Cristo, un
elemento esencial para conservar el celibato es la
pasión por el reino de Dios, que significa la
capacidad de trabajar con diligencia y sin escatimar
esfuerzos para que Cristo sea conocido, amado y
seguido. Como el campesino que, al encontrar la
perla preciosa, lo vende todo para comprar el campo,
así quien encuentra a Cristo y entrega toda su
existencia con él y por él, no puede menos de vivir
trabajando para que otros puedan encontrarlo.
Sin esta clara perspectiva, cualquier «impulso
misionero» está destinado al fracaso, las
metodologías se transforman en técnicas de
conservación de una estructura, e incluso las
oraciones podrían convertirse en técnicas de
meditación y de contacto con lo sagrado, en las que
se disuelven tanto el yo humano como el Tú de Dios.
Una ocupación fundamental y necesaria del sacerdote,
como exigencia y como tarea, es la oración, la cual
es insustituible en la vida cristiana y, por
consecuencia, en la sacerdotal. A la oración hay que
prestar atención particular: la celebración
eucarística, el Oficio divino, la confesión
frecuente, la relación afectuosa con María
santísima, los ejercicios espirituales, el rezo
diario del santo rosario, son algunos de los signos
espirituales de un amor que, si faltara, correría el
riesgo de ser sustituido con los sucedáneos, a
menudo viles, de la imagen, de la carrera, del
dinero y de la sexualidad.
El sacerdote es hombre de Dios porque está llamado
por Dios a serlo y vive esta identidad personal en
la pertenencia exclusiva a su Señor, que se
documenta también en la elección del celibato. Es
hombre de Dios porque de él vive, a él habla, con él
discierne y decide, en filial obediencia, los pasos
de su propia existencia cristiana.
Cuanto más radicalmente sean hombres de Dios los
sacerdotes, mediante una existencia totalmente
teocéntrica, como subrayó el Santo Padre Benedicto
XVI en su discurso a la Curia romana con ocasión de
las felicitaciones navideñas, el 22 de diciembre de
2006, tanto más eficaz y fecundo será su testimonio
y tanto más rico en frutos de conversión será su
ministerio. No hay oposición entre la fidelidad a
Dios y la fidelidad al hombre; al contrario, la
primera es condición de posibilidad de la segunda.
Conclusión: una vocación santa
La Pastores dabo vobis, hablando de la vocación del
sacerdote a la santidad, después de subrayar la
importancia de la relación personal con Cristo,
presenta otra exigencia: el sacerdote, llamado a la
misión del anuncio, recibe el encargo de llevar la
buena nueva como un don a todos. Sin embargo, está
llamado a acoger el Evangelio ante todo como don
ofrecido a su propia existencia, a su propia persona
y como acontecimiento salvífico que lo compromete a
una vida santa.
Desde esta perspectiva, Juan Pablo II habló del
radicalismo evangélico que debe caracterizar la
santidad del sacerdote. Por tanto, se puede decir
que los consejos evangélicos tradicionalmente
propuestos por la Iglesia y vividos en los estados
de la vida consagrada, son los itinerarios de un
radicalismo vital al que también, a su modo, el
sacerdote está llamado a ser fiel.
La exhortación afirma: «Expresión privilegiada del
radicalismo son los varios consejos evangélicos que
Jesús propone en el sermón de la montaña (cf. Mt
5-7), y entre ellos los consejos, íntimamente
relacionados entre sí, de obediencia, castidad y
pobreza: el sacerdote está llamado a vivirlos según
el estilo, es más, según las finalidades y el
significado original que nacen de la identidad
propia del presbítero y la expresan» (n. 27).
Más adelante, refiriéndose a la dimensión ontológica
en la que se funda el radicalismo evangélico, dice:
«El Espíritu, consagrando al sacerdote y
configurándolo con Jesucristo, cabeza y pastor, crea
una relación que, en el ser mismo del sacerdote,
requiere ser asimilada y vivida de manera personal,
esto es, consciente y libre, mediante una comunión
de vida y amor cada vez más rica, y una
participación cada vez más amplia y radical de los
sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta
relación entre el Señor Jesús y el sacerdote
—relación ontológica y psicológica, sacramental y
moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para
aquella “vida según el Espíritu” y para aquel
“radicalismo evangélico” al que está llamado todo
sacerdote y que se ve favorecido por la formación
permanente en su aspecto espiritual» (n. 72).
La nupcialidad del celibato eclesiástico,
precisamente por esta relación entre Cristo y la
Iglesia que el sacerdote está llamado a interpretar
y a vivir, debería dilatar su espíritu, iluminando
su vida y encendiendo su corazón. El celibato debe
ser una oblación feliz, una necesidad de vivir con
Cristo para que él derrame en el sacerdote las
efusiones de su bondad y de su amor que son
inefablemente plenas y perfectas.
A este propósito, son iluminadoras las palabras del
Santo Padre Benedicto XVI: «El verdadero fundamento
del celibato sólo puede quedar expresado en la
frase: “Dominus pars (mea)”, Tú eres el lote de mi
heredad. Sólo puede ser teocéntrico. No puede
significar quedar privados de amor; debe significar
dejarse arrastrar por el amor a Dios y luego, a
través de una relación más íntima con él, aprender a
servir también a los hombres. El celibato debe ser
un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta
en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a
partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al
matrimonio y a la familia, significa acoger y
experimentar a Dios como realidad, para así poderlo
llevar a los hombres» (Discurso a la Curia romana
con ocasión de las felicitaciones navideñas, 22 de
diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 7).