Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2007
«Mirarán al que traspasaron» (Juan 19,37)
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 13 febrero 2007
¡Queridos hermanos y hermanas!
«Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Éste es el
tema bíblico que guía este año nuestra reflexión
cuaresmal. La Cuaresma es un tiempo propicio para
aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo
predilecto, junto a Aquel que en la Cruz consuma el
sacrificio de su vida para toda la humanidad (cf. Jn
19,25). Por tanto, con una atención más viva,
dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de
penitencia y de oración, a Cristo crucificado que,
muriendo en el Calvario, nos ha revelado plenamente
el amor de Dios. En la Encíclica Deus caritas est
he tratado con detenimiento el tema del amor,
destacando sus dos formas fundamentales: el agapé
y el eros.
El amor de Dios: agapé y eros
El término agapé , que aparece muchas veces
en el Nuevo Testamento, indica el amor oblativo de
quien busca exclusivamente el bien del otro; la
palabra eros denota, en cambio, el amor de
quien desea poseer lo que le falta y anhela la unión
con el amado. El amor con el que Dios nos envuelve
es sin duda agapé . En efecto, ¿acaso puede
el hombre dar a Dios algo bueno que Él no posea ya?
Todo lo que la criatura humana es y tiene es don
divino: por tanto, es la criatura la que tiene
necesidad de Dios en todo. Pero el amor de Dios es
también eros. En el Antiguo Testamento el
Creador del universo muestra hacia el pueblo que ha
elegido una predilección que trasciende toda
motivación humana. El profeta Oseas expresa esta
pasión divina con imágenes audaces como la del amor
de un hombre por una mujer adúltera (cf. 3,1-3);
Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de
Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar
un lenguaje ardiente y apasionado (cf. 16,1-22).
Estos textos bíblicos indican que el eros
forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso
espera el «sí» de sus criaturas como un joven esposo
el de su esposa. Desgraciadamente, desde sus
orígenes la humanidad, seducida por las mentiras del
Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con la
ilusión de una autosuficiencia que es imposible (cf.
Gn 3,1-7). Replegándose en sí mismo, Adán se alejó
de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se
convirtió en el primero de «los que, por temor a la
muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud»
(Hb 2,15). Dios, sin embargo, no se dio por vencido,
es más, el «no» del hombre fue como el empujón
decisivo que le indujo a manifestar su amor en toda
su fuerza redentora.
La Cruz revela la plenitud del amor de Dios
En el misterio de la Cruz se revela enteramente el
poder irrefrenable de la misericordia del Padre
celeste. Para reconquistar el amor de su criatura,
Él aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su
Hijo Unigénito. La muerte, que para el primer Adán
era signo extremo de soledad y de impotencia, se
transformó de este modo en el acto supremo de amor y
de libertad del nuevo Adán. Bien podemos entonces
afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo
«murió, si así puede decirse, divinamente, porque
murió libremente» (Ambigua, 91, 1956). En la Cruz se
manifiesta el eros de Dios por nosotros.
Efectivamente, eros es —como expresa Pseudo-Dionisio
Areopagita— esa fuerza «que hace que los amantes no
lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que
aman» (De divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712).
¿Qué mayor «eros loco» (N. Cabasilas, Vida en
Cristo, 648) que el que trajo el Hijo de Dios al
unirse a nosotros hasta tal punto que sufrió las
consecuencias de nuestros delitos como si fueran
propias?
«Al que traspasaron»
Queridos hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo
traspasado en la Cruz! Él es la revelación más
impresionante del amor de Dios, un amor en el que
eros y agapé, lejos de contraponerse, se
iluminan mutuamente. En la Cruz Dios mismo mendiga
el amor de su criatura: Él tiene sed del amor de
cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a
Jesús como «Señor y Dios» cuando puso la mano en la
herida de su costado. No es de extrañar que, entre
los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de
Jesús la expresión más conmovedora de este misterio
de amor. Se podría incluso decir que la revelación
del eros de Dios hacia el hombre es, en
realidad, la expresión suprema de su agapé.
En verdad, sólo el amor en el que se unen el don
gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de
reciprocidad infunde un gozo tan intenso que
convierte en leves incluso los sacrificios más
duros. Jesús dijo: «Yo cuando sea elevado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La
respuesta que el Señor desea ardientemente de
nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos
dejemos atraer por Él. Aceptar su amor, sin embargo,
no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y
luego comprometerse a comunicarlo a los demás:
Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, para
que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.
Sangre y agua
«Mirarán al que traspasaron». ¡Miremos con confianza
el costado traspasado de Jesús, del que salió
«sangre y agua» (Jn 19,34)! Los Padres de la Iglesia
consideraron estos elementos como símbolos de los
sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Con el
agua del Bautismo, gracias a la acción del Espíritu
Santo, se nos revela la intimidad del amor
trinitario. En el camino cuaresmal, haciendo memoria
de nuestro Bautismo, se nos exhorta a salir de
nosotros mismos para abrirnos, con un confiado
abandono, al abrazo misericordioso del Padre (cf. S.
Juan Crisóstomo, Catequesis, 3,14 ss.). La sangre,
símbolo del amor del Buen Pastor, llega a nosotros
especialmente en el misterio eucarístico: «La
Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús…
nos implicamos en la dinámica de su entrega» (Enc.
Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la
Cuaresma como un tiempo ‘eucarístico’, en el que,
aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo
a nuestro alrededor con cada gesto y palabra. De ese
modo contemplar «al que traspasaron» nos llevará a
abrir el corazón a los demás reconociendo las
heridas infligidas a la dignidad del ser humano; nos
llevará, particularmente, a luchar contra toda forma
de desprecio de la vida y de explotación de la
persona y a aliviar los dramas de la soledad y del
abandono de muchas personas. Que la Cuaresma sea
para todos los cristianos una experiencia renovada
del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor
que por nuestra parte cada día debemos «volver a
dar» al prójimo, especialmente al que sufre y al
necesitado. Sólo así podremos participar plenamente
de la alegría de la Pascua. Que María, la Madre del
Amor Hermoso, nos guíe en este itinerario cuaresmal,
camino de auténtica conversión al amor de Cristo. A
vosotros, queridos hermanos y hermanas, os deseo un
provechoso camino cuaresmal y, con afecto, os envío
a todos una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 21 de noviembre de 2006
BENEDICTUS PP. XVI