MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXIX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2014
«Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)
Queridos jóvenes:
Tengo grabado en mi memoria el extraordinario encuentro que vivimos en
Río de Janeiro, en la XXVIII Jornada Mundial de la
Juventud. ¡Fue una gran fiesta de la fe y de la
fraternidad! La buena gente brasileña nos acogió con los
brazos abiertos, como la imagen de Cristo Redentor que
desde lo alto del Corcovado domina el magnífico
panorama de la playa de Copacabana. A orillas del mar,
Jesús renovó su llamada a cada uno de nosotros para que
nos convirtamos en sus discípulos misioneros, lo
descubramos como el tesoro más precioso de nuestra vida
y compartamos esta riqueza con los demás, los que están
cerca y los que están lejos, hasta las extremas
periferias geográficas y existenciales de nuestro
tiempo.
La próxima etapa de la peregrinación
intercontinental de los jóvenes será Cracovia, en 2016.
Para marcar nuestro camino, quisiera reflexionar con
vosotros en los próximos tres años sobre las
Bienaventuranzas que leemos en el Evangelio de San Mateo
(5,1-12). Este año comenzaremos meditando la primera de
ellas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3); el
año 2015: «Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8); y por
último, en el año 2016 el tema será: «Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia» (Mt 5,7).
1. La fuerza revolucionaria de las
Bienaventuranzas
Siempre nos hace bien leer y meditar
las Bienaventuranzas. Jesús las proclamó en su primera
gran predicación, a orillas del lago de Galilea. Había
un gentío tan grande, que subió a un monte para enseñar
a sus discípulos; por eso, esa predicación se llama el
“sermón de la montaña”. En la Biblia, el monte es el
lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el
monte, se presenta como maestro divino, como un nuevo
Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de la
vida, el camino que Él mismo recorre, es más, que Él
mismo es, y lo propone como camino para la
verdadera felicidad. En toda su vida, desde el
nacimiento en la gruta de Belén hasta la muerte en la
cruz y la resurrección, Jesús encarnó las
Bienaventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios
se han cumplido en Él.
Al proclamar las Bienaventuranzas,
Jesús nos invita a seguirle, a recorrer con Él el camino
del amor, el único que lleva a la vida eterna. No es un
camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y
nunca nos deja solos. Pobreza, aflicciones,
humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la
conversión cotidiana, dificultades para vivir la llamada
a la santidad, persecuciones y otros muchos desafíos
están presentes en nuestra vida. Pero, si abrimos la
puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida,
si compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos,
experimentaremos una paz y una alegría que sólo Dios,
amor infinito, puede dar.
Las Bienaventuranzas de Jesús son
portadoras de una novedad revolucionaria, de un modelo
de felicidad opuesto al que habitualmente nos comunican
los medios de comunicación, la opinión dominante.
Para la mentalidad mundana, es un escándalo que Dios
haya venido para hacerse uno de nosotros, que haya
muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que
Jesús proclama bienaventurados son considerados
“perdedores”, débiles. En cambio, son exaltados el éxito
a toda costa, el bienestar, la arrogancia del poder, la
afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.
Queridos jóvenes, Jesús nos pide que
respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál
es el camino que queremos recorrer para llegar a la
verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la
fe. Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si
querían seguirle de verdad o si preferían irse por otros
caminos (cf. Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro,
tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn
6,68). Si sabéis decir “sí” a Jesús, entonces vuestra
vida joven se llenará de significado y será fecunda.
2. El valor de ser felices
Pero, ¿qué significa
“bienaventurados” (en griego makarioi)?
Bienaventurados quiere decir felices. Decidme: ¿Buscáis
de verdad la felicidad? En una época en que tantas
apariencias de felicidad nos atraen, corremos el riesgo
de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida
“en pequeño”. ¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes!
¡Ensanchad vuestros corazones! Como decía el beato
Piergiorgio Frassati: «Vivir sin una fe, sin un
patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha
continua, la verdad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás
debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27
de febrero de 1925). En el día de la beatificación de
Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo
II lo llamó «hombre de las Bienaventuranzas» (Homilía
en la S. Misa: AAS 82 [1990], 1518).
Si de verdad dejáis emerger las
aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis
cuenta de que en vosotros hay un deseo inextinguible de
felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar
tantas ofertas “a bajo precio” que encontráis a vuestro
alrededor. Cuando buscamos el éxito, el placer, el
poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos,
podemos experimentar también momentos de embriaguez, un
falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos
hacemos esclavos, nunca estamos satisfechos, y sentimos
la necesidad de buscar cada vez más. Es muy triste ver a
una juventud “harta”, pero débil.
San Juan, al escribir a los jóvenes,
decía: «Sois fuertes y la palabra de Dios permanece en
vosotros, y habéis vencido al Maligno» (1 Jn
2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se
alimentan de su Palabra y no se “atiborran” de otras
cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capaces de
buscar la verdadera felicidad. Decid no a la cultura de
lo provisional, de la superficialidad y del usar y
tirar, que no os considera capaces de asumir
responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de
la vida.
3. Bienaventurados los pobres de
espíritu…
La primera Bienaventuranza, tema de
la próxima Jornada Mundial de la Juventud, declara
felices a los pobres de espíritu, porque a ellos
pertenece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que
tantas personas sufren a causa de la crisis económica,
poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer
algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de
la pobreza como una bendición?
En primer lugar, intentemos
comprender lo que significa «pobres de espíritu».
Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre, eligió un camino
de pobreza, de humillación. Como dice San Pablo en la
Carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los
sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres»
(2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su gloria. Aquí
vemos la elección de la pobreza por parte de Dios:
siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el misterio que
contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un
pesebre, y después en una cruz, donde la humillación
llega hasta el final.
El adjetivo griego ptochós
(pobre) no sólo tiene un significado material, sino que
quiere decir “mendigo”. Está ligado al concepto judío de
anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca
humildad, conciencia de los propios límites, de la
propia condición existencial de pobreza. Los anawim
se fían del Señor, saben que dependen de Él.
Jesús, como entendió perfectamente
santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se
presenta como un mendigo, un necesitado en busca de
amor. El
Catecismo de la Iglesia Católica habla del
hombre como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice
que la oración es el encuentro de la sed de Dios con
nuestra sed (n.º 2560).
San Francisco de Asís comprendió muy
bien el secreto de la Bienaventuranza de los pobres de
espíritu. De hecho, cuando Jesús le habló en la persona
del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de
Dios y su propia condición de humildad. En la oración,
el Poverello pasaba horas preguntando al Señor:
«¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida
acomodada y despreocupada para desposarse con la “Señora
Pobreza”, para imitar a Jesús y seguir el Evangelio al
pie de la letra. Francisco vivió inseparablemente la
imitación de Cristo pobre y el amor a los pobres,
como las dos caras de una misma moneda.
Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo
podemos hacer que esta pobreza de espíritu se
transforme en un estilo de vida, que se refleje
concretamente en nuestra existencia? Os contesto con
tres puntos.
Ante todo, intentad ser libres en
relación con las cosas. El Señor nos llama a un
estilo de vida evangélico de sobriedad, a no dejarnos
llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo
esencial, de aprender a despojarse de tantas cosas
superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia
del tener, del dinero idolatrado y después derrochado.
Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede liberar
de las idolatrías que nos convierten en esclavos.
¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce, nos
ama y jamás se olvida de nosotros. Así como cuida de los
lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no permitirá que
nos falte nada. También para superar la crisis económica
hay que estar dispuestos a cambiar de estilo de vida, a
evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor para
ser felices, también es necesario el valor para ser
sobrios.
En segundo lugar, para vivir esta
Bienaventuranza necesitamos la conversión en relación
a los pobres. Tenemos que preocuparnos de ellos, ser
sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A
vosotros, jóvenes, os encomiendo en modo particular la
tarea de volver a poner en el centro de la cultura
humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas
de pobreza –el desempleo, la emigración, los diversos
tipos de dependencias–, tenemos el deber de estar
atentos y vigilantes, venciendo la tentación de la
indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten
amados, que no tienen esperanza en el futuro, que
renuncian a comprometerse en la vida porque están
desanimados, desilusionados, acobardados. Tenemos que
aprender a estar con los pobres. No nos llenemos la boca
con hermosas palabras sobre los pobres. Acerquémonos a
ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres
son para nosotros una ocasión concreta de encontrar al
mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.
Pero los pobres –y este es el tercer
punto– no sólo son personas a las que les podemos dar
algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que
enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la
sabiduría de los pobres! Un santo del siglo XVIII,
Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y
vivía de las limosnas de la gente, se convirtió en
consejero espiritual de muchas personas, entre las que
figuraban nobles y prelados. En cierto sentido, los
pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que
una persona no es valiosa por lo que posee, por lo que
tiene en su cuenta en el banco. Un pobre, una persona
que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su
dignidad. Los pobres pueden enseñarnos mucho, también
sobre la humildad y la confianza en Dios. En la parábola
del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14),
Jesús presenta a este último como modelo porque es
humilde y se considera pecador. También la viuda que
echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un
ejemplo de la generosidad de quien, aun teniendo poco o
nada, da todo (cf. Lc 21,1-4).
4. … porque de ellos es el Reino
de los cielos
El tema central en el Evangelio de
Jesús es el Reino de Dios. Jesús es el Reino de Dios en
persona, es el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el
corazón del hombre donde el Reino, el señorío de Dios,
se establece y crece. El Reino es al mismo tiempo don y
promesa. Ya se nos ha dado en Jesús, pero aún debe
cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al
Padre: «Venga a nosotros tu reino».
Hay un profundo vínculo entre pobreza
y evangelización, entre el tema de la pasada Jornada
Mundial de la Juventud –«Id y haced discípulos a todos
los pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos
es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Señor
quiere una Iglesia pobre que evangelice a los pobres.
Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: «No os
procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco
alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni
bastón; bien merece el obrero su sustento» (Mt
10,9-10). La pobreza evangélica es una condición
fundamental para que el Reino de Dios se difunda. Las
alegrías más hermosas y espontáneas que he visto en el
transcurso de mi vida son las de personas pobres, que
tienen poco a que aferrarse. La evangelización, en
nuestro tiempo, sólo será posible por medio del contagio
de la alegría.
Como hemos visto, la Bienaventuranza
de los pobres de espíritu orienta nuestra relación con
Dios, con los bienes materiales y con los pobres. Ante
el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de
cuánta necesidad tenemos de conversión, de hacer que la
lógica del ser más prevalezca sobre la del
tener más. Los santos son los que más nos pueden
ayudar a entender el significado profundo de las
Bienaventuranzas. La canonización de Juan Pablo II el
segundo Domingo de Pascua es, en este sentido, un
acontecimiento que llena nuestro corazón de alegría. Él
será el gran patrono de las JMJ, de las que fue
iniciador y promotor. En la comunión de los santos
seguirá siendo para todos vosotros un padre y un amigo.
El próximo mes de abril es también el
trigésimo aniversario de la entrega de la Cruz del
Jubileo de la Redención a los jóvenes. Precisamente a
partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II comenzó la
gran peregrinación juvenil que, desde entonces, continúa
a través de los cinco continentes. Muchos recuerdan
las palabras con las que el Papa, el Domingo de Pascua
de 1984, acompañó su gesto: «Queridos jóvenes, al
clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año
Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Llevadla por el mundo como
signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad
a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay
salvación y redención».
Queridos jóvenes, el Magnificat,
el cántico de María, pobre de espíritu, es también el
canto de quien vive las Bienaventuranzas. La alegría del
Evangelio brota de un corazón pobre, que sabe
regocijarse y maravillarse por las obras de Dios, como
el corazón de la Virgen, a quien todas las generaciones
llaman “dichosa” (cf. Lc 1,48). Que Ella, la
madre de los pobres y la estrella de la nueva
evangelización, nos ayude a vivir el Evangelio, a
encarnar las Bienaventuranzas en nuestra vida, a
atrevernos a ser felices.
Vaticano, 21 de enero de 2014,
Memoria de Santa Inés, Virgen y Mártir
FRANCISCO