CARTA APOSTÓLICA
MANE NOBISCUM DOMINE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO
Y A LOS FIELES
PARA EL AÑO DE LA EUCARISTÍA
OCTUBRE 2004 - OCTUBRE 2005
INTRODUCCIÓN
1. «Quédate con nosotros, Señor,
porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc 24,29). Ésta fue
la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección,
los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante
que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por
tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera
precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían
experimentado cómo «ardía» su corazón (cf. ibíd. 32)
mientras él les hablaba «explicando» las Escrituras. La luz de la
Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos»
(cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo
sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que
despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz.
«Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el
rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado
veladamente en el «pan partido», ante el cual se habían abierto sus
ojos.
2. El icono de los discípulos de Emaús
viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada
especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el
camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas
desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero
para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la
comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su
plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de
vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar
con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
3. La «fracción del pan» —como al
principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro
de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de
los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le
recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn
6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual
se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste. Varias veces, y
recientemente en la Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, siguiendo la enseñanza de los Padres, de los
Concilios Ecuménicos y también de mis Predecesores, he invitado a la
Iglesia a reflexionar sobre la Eucaristía. Por tanto, en este documento
no pretendo repetir las enseñanzas ya expuestas, a las que me remito
para que se profundicen y asimilen. No obstante, he considerado que sería
de gran ayuda, precisamente para lograr este objetivo, un Año entero
dedicado a este admirable Sacramento.
4. Como es sabido, el Año de la
Eucaristía abarca desde octubre de 2004 a octubre de 2005. Dos
acontecimientos me han brindado una ocasión propicia para esta
iniciativa, y marcarán su comienzo y su final: el Congreso Eucarístico
Internacional, en programa del 10 al 17 de octubre de 2004 en
Guadalajara (México), y la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los
Obispos, que se tendrá en el Vaticano del 2 al 29 de octubre de
2005 sobre el tema «La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y de la
misión de la Iglesia». Otra consideración me ha inducido a dar este
paso: durante este año se celebrará la Jornada
Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Colonia del 16 al
21 de agosto de 2005. La Eucaristía es el centro vital en torno al cual
deseo que se reúnan los jóvenes para alimentar su fe y su entusiasmo.
Ya desde hace tiempo pensaba en una iniciativa eucarística de este
tipo. En efecto, la Eucaristía representa una etapa natural de la
trayectoria pastoral que he marcado a la Iglesia, especialmente desde
los años de preparación del Jubileo, y que he retomado en los años
sucesivos.
5. En esta Carta apostólica me propongo
subrayar la continuidad de dicha trayectoria, para que sea más fácil a
todos comprender su alcance espiritual. Por lo que se refiere al
desarrollo concreto del Año de la Eucaristía, cuento con la
solicitud personal de los Pastores de las Iglesias particulares, a los
cuales la devoción a tan gran Misterio inspirará diversas actividades.
Además, mis Hermanos Obispos comprenderán fácilmente que esta
iniciativa, al poco de concluir el Año del Rosario, se sitúa en
un nivel espiritual tan profundo que en modo alguno interfiere en los
programas pastorales de cada Iglesia. Más aún, puede iluminarlos con
provecho, anclándolos, por así decir, en el Misterio que es la raíz y
el secreto de la vida espiritual tanto de los fieles, como de toda
iniciativa eclesial. Por tanto, no pretendo interrumpir el «camino»
pastoral que está siguiendo cada Iglesia, sino acentuar en él la
dimensión eucarística propia de toda la vida cristiana. Por mi parte,
deseo ofrecer con esta Carta algunas orientaciones de fondo,
confiando en que el Pueblo de Dios, en sus diferentes sectores, acoja mi
propuesta con diligente docilidad y férvido amor.
I
EN LA LÍNEA DEL CONCILIO
Y DEL JUBILEO
Con la mirada puesta en Cristo
6. Hace diez años, con la
Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), tuve el gozo
de indicar a la Iglesia el camino de preparación para el Gran Jubileo
del Año 2000. Consideré que esta ocasión histórica se perfilaba
en el horizonte como una gracia singular. Ciertamente no me hacía
ilusiones de que un simple dato cronológico, aunque fuera sugestivo,
comportara de por sí grandes cambios. Desafortunadamente, después del
principio del Milenio los hechos se han encargado de poner de relieve
una especie de cruda continuidad respecto a los acontecimientos
anteriores y, a menudo, los peores. Se ha ido perfilando así un
panorama que, junto con perspectivas alentadoras, deja entrever oscuras
sombras de violencia y sangre que nos siguen entristeciendo. Pero,
invitando a la Iglesia a celebrar el Jubileo de los dos mil años de la
Encarnación, estaba muy convencido —y lo estoy todavía, ¡más que
nunca!— de trabajar «a largo plazo» para la humanidad.
En efecto, Cristo no sólo es el centro
de la historia de la Iglesia, sino también de la historia de la
humanidad. Todo se recapitula en Él (cf. Ef 1,10; Col 1,15-20).
Hemos de recordar el vigor con el cual el Concilio Ecuménico Vaticano
II, citando al Papa Pablo VI, afirmó que Cristo «es el fin de la
historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia
y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los
corazones y plenitud de sus aspiraciones».[1]
La enseñanza del Concilio profundizó en el conocimiento de la
naturaleza de la Iglesia, abriendo el ánimo de los creyentes a una
mejor comprensión, tanto de los misterios de la fe como de las
realidades terrenas a la luz de Cristo. En Él, Verbo hecho carne, se
revela no sólo el misterio de Dios, sino también el misterio del
hombre mismo.[2] En Él, el
hombre encuentra redención y plenitud.
7. Al inicio de mi Pontificado, en la
Encíclica Redemptor hominis, expuse ampliamente esta temática
que he retomado en otras ocasiones. El Jubileo fue el momento propicio
para llamar la atención de los creyentes sobre esta verdad fundamental.
La preparación de aquel gran acontecimiento fue totalmente trinitaria y
cristocéntrica. En dicho planteamiento no se podía olvidar la Eucaristía.
Al disponernos hoy a celebrar un Año de la Eucaristía, me es grato
recordar que ya en la
Tertio millennio adveniente escribí: «El Dos mil será un año
intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el
Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa
ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina».[3]
El Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Roma concretó este
aspecto del Gran Jubileo. Vale la pena recordar también que, en plena
preparación del Jubileo, en la Carta apostólica
Dies Domini propuse a la consideración de los creyentes el tema del
«Domingo» como día del Señor resucitado y día especial de la Iglesia.
Invité entonces a todos a redescubrir el corazón del domingo en la
Celebración eucarística.[4]
Contemplar con María el rostro de Cristo
8. La herencia del Gran Jubileo se recogió en cierto modo en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte. En este documento de carácter programático
sugerí una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación
del rostro de Cristo, en el marco de una pedagogía eclesial capaz de
aspirar a un «alto grado» de santidad, al que se llega especialmente
mediante el arte de la oración.[5]
Tampoco podía faltar en esta perspectiva el compromiso litúrgico y, de
modo particular, la atención a la vida eucarística. Escribí
entonces: «En el siglo XX, especialmente a partir del Concilio, la
comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de celebrar los
Sacramentos y sobre todo la Eucaristía. Es preciso insistir en este
sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y
al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del
Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana».
[6]
En el contexto de la educación a la oración, invité también a
cultivar la Liturgia de las Horas, con la que la Iglesia santifica el
curso del día y la sucesión del tiempo en la articulación propia del
año litúrgico.
9. Posteriormente, con la convocatoria
del Año del Rosario y la publicación de la Carta apostólica
Rosarium Virginis Mariae, mediante la reiterada propuesta del Rosario,
volví a proponer la contemplación del rostro de Cristo desde la
perspectiva mariana. Efectivamente, esta oración tradicional, tan
recomendada por el Magisterio y tan arraigada en el Pueblo de Dios,
tiene un carácter marcadamente bíblico y evangélico, centrado sobre
todo en el nombre y el rostro de Jesús, contemplando sus misterios y
repitiendo las avemarías. Su ritmo repetitivo es una especie de
pedagogía del amor, orientada a promover el mismo amor que María
tiene por su Hijo. Por eso, madurando ulteriormente un itinerario
multisecular, he querido que esta forma privilegiada de contemplación
completara su estructura de verdadero «compendio del Evangelio»,
integrando en ella los misterios de la luz.[7]
Y, ¿no corresponde a la Santísima Eucaristía estar en el vértice de
los misterios de luz?
Del Año del Rosario al Año de la Eucaristía
10. Justo en el corazón del Año del Rosario promulgué
la Encíclica
Ecclesia de Eucharistia, en la cual ilustré el misterio de la
Eucaristía en su relación inseparable y vital con la Iglesia. Exhorté a
todos a celebrar el Sacrificio eucarístico con el esmero que se merece,
dando a Jesús presente en la Eucaristía, incluso fuera de la Misa, un
culto de adoración digno de un Misterio tan grande. Recordé sobre todo
la exigencia de una espiritualidad eucarística, presentando el modelo de
María como «mujer eucarística».[8]
El Año de la Eucaristía tiene,
pues, un trasfondo que se ha ido enriqueciendo de año en año,
si bien permaneciendo firmemente centrado en el tema de Cristo y la
contemplación de su rostro. En cierto sentido, se propone como un año
de síntesis, una especie de culminación de todo el camino recorrido.
Podrían decirse muchas cosas para vivir bien este Año. Me limitaré a
indicar algunas perspectivas que pueden ayudar a que todos adopten
actitudes claras y fecundas.
II
LA EUCARISTÍA, MISTERIO DE LUZ
«Les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura»
(Lc 24,27)
11. El relato de la aparición de Jesús
resucitado a los dos discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer
aspecto del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción
del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz! ¿En qué
sentido puede decirse esto y qué implica para la espiritualidad y la
vida cristiana?
Jesús se presentó a sí mismo como la
«luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta
evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la
Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la
Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El
Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia.
Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total,
Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al
creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición,
el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de
manera significativa en el centro de la vida trinitaria.
12. La Eucaristía es luz, ante todo,
porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la
liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la
Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico
del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación
fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión
propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es
verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en
crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz
de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos:
«Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna»
(Jn 6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo
mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por
los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su
persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los
corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y
desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate
con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).
13. Los Padres del Concilio Vaticano II, en la Constitución
Sacrosanctum Concilium, establecieron que la «mesa de la Palabra»
abriera más ampliamente los tesoros de la Escritura a los fieles.[9]
Por eso permitieron que la Celebración litúrgica, especialmente las
lecturas bíblicas, se hiciera en una lengua conocida por todos. Es
Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura.[10]
Al mismo tiempo, recomendaron encarecidamente la homilía como parte de
la Liturgia misma, destinada a ilustrar la Palabra de Dios y
actualizarla para la vida cristiana.[11]
Cuarenta años después del Concilio, el Año de la Eucaristía puede
ser una buena ocasión para que las comunidades cristianas hagan una
revisión sobre este punto. En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos
se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con
el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo,
tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine.
«Lo reconocieron al partir el pan»(Lc 24,35)
14. Es significativo que los dos discípulos
de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo
reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción
del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones
enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por
entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje
denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna
manera a los ojos del creyente.
Como he subrayado en la Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, es importante que no se olvide ningún aspecto
de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir
a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él
quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. «La Eucaristía
es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones».[12]
15. No hay duda de que el aspecto más
evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació
la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto,
conlleva en su estructura el sentido del convite: «Tomad,
comed... Tomó luego una copa y... se la dio diciendo: Bebed de ella
todos...» (Mt 26,26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación
de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros
mismos debemos desarrollar recíprocamente.
Sin embargo, no se puede olvidar que el
banquete eucarístico tiene también un sentido profunda y
primordialmente sacrificial.[13]
En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez por todas
en el Gólgota. Aun estando presente en su condición de resucitado,
Él muestra las señales de su pasión, de la cual cada Santa Misa es su
«memorial», como nos recuerda la Liturgia con la aclamación después
de la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...».
Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la Eucaristía nos
proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo, al final de
la historia. Este aspecto «escatológico» da al Sacramento eucarístico
un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza.
«Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28,20)
16. Todos estos aspectos de la Eucaristía
confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la
presencia «real». Junto con toda la tradición de la Iglesia,
nosotros creemos que bajo las especies eucarísticas está realmente
presente Jesús. Una presencia —como explicó muy claramente el Papa
Pablo VI— que se llama «real» no por exclusión, como si las otras
formas de presencia no fueran reales, sino por antonomasia, porque por
medio de ella Cristo se hace sustancialmente presente en la realidad de
su cuerpo y de su sangre.[14]
Por esto la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de
que estamos ante Cristo mismo. Precisamente su presencia da a los
diversos aspectos —banquete, memorial de la Pascua, anticipación
escatológica— un alcance que va mucho más allá del puro simbolismo.
La Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de
modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final
del mundo.
Celebrar, adorar, contemplar
17. ¡Gran misterio la Eucaristía!
Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que
la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad
se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas
establecidas, con la participación del pueblo, la colaboración de los
diversos ministros en el ejercicio de las funciones previstas para
ellos, y cuidando también el aspecto sacro que debe caracterizar la
música litúrgica. Un objetivo concreto de este Año de la
Eucaristía podría ser estudiar a fondo en cada comunidad
parroquial la Ordenación General del Misal Romano. El modo más
adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada a
través de los «signos» es seguir con fidelidad el proceso del año
litúrgico. Los Pastores deben dedicarse a la catequesis «mistagógica»,
tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el
sentido de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles
a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.
18. Hace falta, en concreto, fomentar,
tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera
de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo,
tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los
movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas
recuerdan —y yo mismo lo he recordado recientemente[15]—
el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la
celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es
necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los
ministros y de los fieles exprese el máximo respeto.[16]
La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de
atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él,
capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los
latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal
33 [34],9).
La adoración eucarística fuera de
la Misa debe ser durante este año un objetivo especial para
las comunidades religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante
Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro
amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro
Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra
contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de
reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la
experiencia de tantos místicos antiguos y recientes. El Rosario mismo,
considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico, que he
recomendado en la Carta apostólica
Rosarium Virginis Mariae, puede ser una ayuda adecuada para la
contemplación eucarística, hecha según la escuela de María y en su
compañía.[17]
Que este año se viva con particular fervor la solemnidad del Corpus
Christi con la tradicional procesión. Que la fe en Dios que,
encarnándose, se hizo nuestro compañero de viaje, se proclame por doquier
y particularmente por nuestras calles y en nuestras casas, como expresión
de nuestro amor agradecido y fuente de inagotable bendición.
III
LA EUCARISTÍA
FUENTE Y EPIFANÍA DE COMUNIÓN
«Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn 15,4)
19. Cuando los discípulos de Emaús le
pidieron que se quedara «con» ellos, Jesús contestó con un don mucho
mayor. Mediante el sacramento de la Eucaristía encontró el modo de
quedarse «en» ellos. Recibir la Eucaristía es entrar en profunda
comunión con Jesús. «Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn
15,4). Esta relación de íntima y recíproca «permanencia» nos
permite anticipar en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás
éste el mayor anhelo del hombre? ¿No es esto lo que Dios se ha
propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha
puesto en el corazón del hombre el «hambre» de su Palabra (cf. Am 8,11),
un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da
la comunión eucarística para «saciarnos» de Dios en esta tierra, a
la espera de la plena satisfacción en el cielo.
Un solo pan, un solo cuerpo
20. Pero la especial intimidad que se da
en la «comunión» eucarística no puede comprenderse adecuadamente ni
experimentarse plenamente fuera de la comunión eclesial. Esto lo he
subrayado repetidamente en la Encíclica
Ecclesia de
Eucharistia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo: se camina «con
Cristo» en la medida en que se está en relación «con su cuerpo».
Para crear y fomentar esta unidad Cristo envía el Espíritu Santo. Y Él
mismo la promueve mediante su presencia eucarística. En efecto, es
precisamente el único Pan eucarístico el que nos hace un solo cuerpo.
El apóstol Pablo lo afirma: «Un solo pan y un solo cuerpo somos, pues
todos participamos de un solo pan» (1 Co 10,17). En el misterio
eucarístico Jesús edifica la Iglesia como comunión, según el supremo
modelo expresado en la oración sacerdotal: «Como tú, Padre, en
mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el
mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).
21. La Eucaristía es fuente de la
unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La
Eucaristía es epifanía de comunión. Por ello la Iglesia
establece ciertas condiciones para poder participar de manera plena en
la Celebración eucarística.[18]
Son exigencias que deben hacernos tomar conciencia cada vez más clara
de cuán exigente es la comunión que Jesús nos pide. Es comunión
jerárquica, basada en la conciencia de las distintas funciones y
ministerios, recordada también continuamente en la plegaria eucarística
al mencionar al Papa y al Obispo diocesano. Es comunión fraterna,
cultivada por una «espiritualidad de comunión» que nos mueve a
sentimientos recíprocos de apertura, afecto, comprensión y perdón.
[19]
«Un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32)
22. En cada Santa Misa nos sentimos
interpelados por el ideal de comunión que el libro de los Hechos de los
Apóstoles presenta como modelo para la Iglesia de todos los tiempos. La
Iglesia congregada alrededor de los Apóstoles, convocada por la Palabra
de Dios, es capaz de compartir no sólo lo que concierne los bienes
espirituales, sino también los bienes materiales (cf. Hch 2,42-
47; 4,32-35). En este Año de la Eucaristía el Señor nos invita
a acercarnos lo más posible a este ideal. Que se vivan con particular
intensidad los momentos ya sugeridos por la liturgia para la «Misa
estacional», que el Obispo celebra en la catedral con sus presbíteros
y diáconos, y con la participación de todo el Pueblo de Dios. Ésta es
la principal «manifestación» de la Iglesia.[20]
Pero será bueno promover otras ocasiones significativas también
en las parroquias, para que se acreciente el sentido de la comunión,
encontrando en la Celebración eucarística un renovado fervor.
El Día del Señor
23. Es de desear vivamente que en este año se haga un especial esfuerzo
por redescubrir y vivir plenamente el Domingo como día del Señor y día
de la Iglesia. Sería motivo de satisfacción si se meditase de nuevo lo
que ya escribí en la Carta apostólica
Dies Domini. «En efecto, precisamente en la Misa dominical es
donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la
experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el
Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19).
En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en
cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos».
[21]
Que los sacerdotes en su trabajo pastoral presten, durante este año de
gracia, una atención todavía mayor a la Misa dominical, como
celebración en la que los fieles de una parroquia se reúnen en
comunidad, constatando cómo participan también ordinariamente los
diversos grupos, movimientos y asociaciones presentes en la parroquia.
IV
LA EUCARISTÍA
PRINCIPIO Y PROYECTO DE «MISIÓN»
«Levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc24,33)
24. Los dos discípulos de Emaús, tras
haber reconocido al Señor, «se levantaron al momento» (Lc
24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha
tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo
y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El
encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística,
suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar
y dar testimonio. Lo subrayé precisamente en la
homilía
en que anuncié el Año de la Eucaristía, refiriéndome a las
palabras de Pablo: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de la
copa, proclamaréis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Co
11,26). El Apóstol relaciona íntimamente el banquete y el anuncio:
entrar en comunión con Cristo en el memorial de la Pascua significa
experimentar al mismo tiempo el deber de ser misioneros del
acontecimiento actualizado en el rito.[22]
La despedida al finalizar la Misa es como una consigna que
impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y
en la animación cristiana de la sociedad.
25. La Eucaristía no sólo proporciona
la fuerza interior para dicha misión, sino también, en cierto sentido,
su proyecto. En efecto, la Eucaristía es un modo de ser que pasa
de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la
sociedad y en la cultura. Para lograrlo, es necesario que cada fiel
asimile, en la meditación personal y comunitaria, los valores que la
Eucaristía expresa, las actitudes que inspira, los propósitos de vida
que suscita. ¿Por qué no ver en esto la consigna especial que
podría surgir del Año de la Eucaristía?
Acción de gracias
26. Un elemento fundamental de este «proyecto»
aparece ya en el sentido mismo de la palabra «eucaristía»: acción de
gracias. En Jesús, en su sacrificio, en su «sí» incondicional a la
voluntad del Padre, está el «sí», el «gracias», el «amén» de
toda la humanidad. La Iglesia está llamada a recordar a los hombres
esta gran verdad. Es urgente hacerlo sobre todo en nuestra cultura
secularizada, que respira el olvido de Dios y cultiva la vana
autosuficiencia del hombre. Encarnar el proyecto eucarístico en la vida
cotidiana, donde se trabaja y se vive —en la familia, la escuela, la fábrica
y en las diversas condiciones de vida—, significa, además,
testimoniar que la realidad humana no se justifica sin referirla al
Creador: «Sin el Creador la criatura se diluye».[23]
Esta referencia trascendente, que nos obliga a un continuo «dar gracias»
—justamente a una actitud eucarística— por lo todo lo que tenemos y
somos, no perjudica la legítima autonomía de las realidades terrenas,[24]
sino que la sitúa en su auténtico fundamento, marcando al mismo tiempo
sus propios límites.
En este Año de la Eucaristía
los cristianos se han de comprometer más decididamente a dar testimonio
de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios
ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta. La «cultura
de la Eucaristía» promueve una cultura del diálogo, que en ella
encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública
a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones
civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia. Si bien
no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes,
como reconocí con ocasión del Jubileo, esto no se debe a las «raíces
cristianas», sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias
raíces. Quien aprende a decir «gracias» como lo hizo Cristo en la
cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador.
El camino de la solidaridad
27. La Eucaristía no sólo es expresión
de comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de
solidaridad para toda la humanidad. En la celebración eucarística
la Iglesia renueva continuamente su conciencia de ser «signo e
instrumento» no sólo de la íntima unión con Dios, sino también de
la unidad de todo el género humano.[25]
La Misa, aun cuando se celebre de manera oculta o en lugares recónditos
de la tierra, tiene siempre un carácter de universalidad. El cristiano
que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de
comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la
vida. La imagen lacerante de nuestro mundo, que ha comenzado el nuevo
Milenio con el espectro del terrorismo y la tragedia de la guerra,
interpela más que nunca a los cristianos a vivir la Eucaristía como una
gran escuela de paz, donde se forman hombres y mujeres que, en los
diversos ámbitos de responsabilidad de la vida social, cultural y política,
sean artesanos de diálogo y comunión.
Al servicio de los últimos
28. Hay otro punto aún sobre el que
quisiera llamar la atención, porque en él se refleja en gran parte la
autenticidad de la participación en la Eucaristía celebrada en la
comunidad: se trata de su impulso para un compromiso activo en la
edificación de una sociedad más equitativa y fraterna. Nuestro
Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor,
trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada
frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el
criterio del servicio: «Quien quiera ser el primero, que sea el último
de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). No es casual que en
el Evangelio de Juan no se encuentre el relato de la institución eucarística,
pero sí el «lavatorio de los pies» (cf. Jn 13,1-20): inclinándose
para lavar los pies a sus discípulos, Jesús explica de modo inequívoco
el sentido de la Eucaristía. A su vez, san Pablo reitera con vigor que
no es lícita una celebración eucarística en la cual no brille la
caridad, corroborada al compartir efectivamente los bienes con los más
pobres (cf. 1 Co 11,17-22.27-34).
¿Por qué, pues, no hacer de este Año
de la Eucaristía un tiempo en que las comunidades diocesanas y
parroquiales se comprometan especialmente a afrontar con generosidad
fraterna alguna de las múltiples pobrezas de nuestro mundo? Pienso en
el drama del hambre que atormenta a cientos de millones de seres
humanos, en las enfermedades que flagelan a los Países en desarrollo,
en la soledad de los ancianos, la desazón de los parados, el trasiego
de los emigrantes. Se trata de males que, si bien en diversa medida,
afectan también a las regiones más opulentas. No podemos hacernos
ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los
necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo
(cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se
comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas.
CONCLUSIÓN
29.O Sacrum Convivium, in quo Christus sumitur!
El Año de la Eucaristía nace de la
conmoción de la Iglesia ante este gran Misterio. Una conmoción que me
embarga continuamente. De ella surgió la Encíclica
Ecclesia de
Eucharistia. Considero como una grande gracia del vigésimo séptimo
año de ministerio petrino que estoy a punto de iniciar, el poder
invitar ahora a toda la Iglesia a contemplar, alabar y adorar de manera
especial este inefable Sacramento. Que el Año de la Eucaristía
sea para todos una excelente ocasión para tomar conciencia del tesoro
incomparable que Cristo ha confiado a su Iglesia. Que sea estímulo para
celebrar la Eucaristía con mayor vitalidad y fervor, y que ello se
traduzca en una vida cristiana transformada por el amor.
En esta perspectiva se podrán realizar
muchas iniciativas, según el criterio de los Pastores de las Iglesias
particulares. A este respecto, la Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos ofrecerá propuestas y
sugerencias útiles. Pero no pido que se hagan cosas extraordinarias,
sino que todas las iniciativas se orienten a una mayor interioridad.
Aunque el fruto de este Año fuera solamente avivar en todas las
comunidades cristianas la celebración de la Misa dominical e
incrementar la adoración eucarística fuera de la Misa, este Año
de gracia habría conseguido un resultado significativo. No obstante, es
bueno apuntar hacia arriba, sin conformarse con medidas mediocres,
porque sabemos que podemos contar siempre con la ayuda Dios.
30. A vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, os confío
este Año, con la seguridad de que acogeréis mi invitación con todo
vuestro ardor apostólico.
Vosotros, sacerdotes, que repetís cada día las palabras de la
consagración y sois testigos y anunciadores del gran milagro de amor
que se realiza en vuestras manos, dejaos interpelar por la gracia de
este Año especial, celebrando cada día la Santa Misa con la alegría y
el fervor de la primera vez, y haciendo oración frecuentemente ante el
Sagrario.
Que sea un Año de gracia para vosotros,
diáconos, entregados al ministerio de la Palabra y al servicio del
Altar. También vosotros, lectores, acólitos, ministros
extraordinarios de la comunión, tomad conciencia viva del don
recibido con las funciones que se os han confiado para una celebración
digna de la Eucaristía.
Me dirijo el particular a vosotros,
futuros sacerdotes: en la vida del Seminario tratad de experimentar
la delicia, no sólo de participar cada día en la Santa Misa, sino
también de dialogar reposadamente con Jesús Eucaristía.
Vosotros, consagrados y consagradas,
llamados por vuestra propia consagración a una contemplación más
prolongada, recordad que Jesús en el Sagrario espera teneros a su lado
para rociar vuestros corazones con esa íntima experiencia de su
amistad, la única que puede dar sentido y plenitud a vuestra vida.
Todos vosotros, fieles, descubrid
nuevamente el don de la Eucaristía como luz y fuerza para vuestra vida
cotidiana en el mundo, en el ejercicio de la respectiva profesión y en
las más diversas situaciones. Descubridlo sobre todo para vivir
plenamente la belleza y la misión de la familia.
En fin, espero mucho de vosotros, jóvenes,
y os renuevo la cita en Colonia para la Jornada Mundial de la
Juventud. El tema elegido —«Venimos a adorarlo» (Mt
2,2)— es particularmente adecuado para sugeriros la actitud apropiada
para vivir este año eucarístico. Llevad al encuentro con Jesús oculto
bajo las especies eucarísticas todo el entusiasmo de vuestra edad, de
vuestra esperanza, de vuestra capacidad de amar.
31. Tenemos ante nuestros ojos los
ejemplos de los Santos, que han encontrado en la Eucaristía el alimento
para su camino de perfección. Cuántas veces han derramado lágrimas de
conmoción en la experiencia de tan gran misterio y han vivido
indecibles horas de gozo «nupcial» ante el Sacramento del altar. Que
nos ayude sobre todo la Santísima Virgen, que encarnó con toda su
existencia la lógica de la Eucaristía. «La Iglesia, tomando a María
como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo
Misterio».[26] El Pan
eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo: «Ave
verum corpus natum de Maria Virgine». Que en este Año de gracia,
con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión
y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de
toda su vida.
Que llegue a todos, como portadora de gracia y gozo, mi Bendición.
Vaticano, 7 de octubre, memoria de Nuestra Señora del Rosario, del año 2004,
vigésimo sexto dePontificado.
______________________________________________________________
Notas
[1] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 45.
[2] Cf. ibíd., 22.
[3] N. 55: AAS 87 (1995), 38.
[4] Cf. n.32-34: AAS 90 (1998), 732-734.
[5] Cf. n.30-32: AAS 93 (2001), 287-289.
[6] Ibíd., 35: l.c., 290-291.
[7] Cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), 19.21: AAS 95 (2003), 18-20.
[8] Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003), 469.
[9] Cf. n.51.
[10] Cf. ibíd, 7.
[11] Cf. ibíd., 52.
[12] Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 10: AAS 95 (2003), 439.
[13] Cf. ibíd.; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum,
sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la santísima Eucaristía (25 marzo 2004), 38: L'Osservatore Romano ed. en lengua española, 30 abril 2004, 7.
[14] Cf. Enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965), 39: AAS 57 (1965), 764; S. Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum
mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 mayo 1967), 9: AAS 59 (1967), 547.
[15] Cf. Mensaje Spiritus et Sponsa, en el XL aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia (4 diciembre 2003), 13: AAS 96 (2004), 425.
[16] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr.
Redemptionis Sacramentum,
sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la santísima Eucaristía (25 marzo 2004): L'Osservatore Romano ed. en lengua española, 30 abril 2004, 5-15.
[17] Cf. ibíd. 137: l.c., p.11.
[18] Cf. Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 44: AAS 95 (2003), 462; Código de Derecho Canónico,
can. 908; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 702; Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorium Oecumenicum
(25 marzo 1993), 122-125, 129-131: AAS 85 (1993), 1086-1089; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Ad esequendam (18 mayo 2001): AAS 93 (2001), 786.
[19] Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 43: AAS 93 (2001), 297.
[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41.
[21] N. 33: AAS 90 (1998), 733.
[22] Cf. Homilía en la solemnidad del «Corpus Christi» (10 junio 2004), 1: L'Osservatore Romano
ed. en lengua española, 18 junio 2004, p.3.
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[24] Cf. ibíd.
[25] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[26] Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003), 469.