CARTA APOSTÓLICA
MULIERIS DIGNITATEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA DIGNIDAD Y LA VOCACIÓN
DE LA MUJER
CON OCASIÓN DEL AÑO MARIANO
Venerables Hermanos,
amadísimos hijos e hijas,
salud y Bendición Apostólica
INTRODUCCIÓN
Un signo de los tiempos
1. La dignidad de la mujer y su vocación, objeto
constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en
estos últimos años una importancia muy particular. Esto lo
demuestran, entre otras cosas, las intervenciones del
Magisterio de la Iglesia, reflejadas en varios
documentos del Concilio Vaticano II, que en el
Mensaje final afirma: «Llega la hora, ha llegado la
hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud,
la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia,
un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en
este momento en que la humanidad conoce una mutación tan
profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio
pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga»
[1].
Las palabras de este Mensaje resumen lo que ya se
había expresado en el Magisterio conciliar, especialmente en
la Constitución Pastoral
Gaudium et spes
[2] y en el Decreto
Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares
[3].
Tomas de posición similares se habían manifestado ya en
el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos
del Papa Pío XII
[4]
y en la Encíclica
Pacem in terris del Papa Juan XXIII
[5].
Después del Concilio Vaticano II, mi predecesor Pablo VI
expresó también el alcance de este «signo de los tiempos»,
atribuyendo el título de Doctoras de la Iglesia a Santa
Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena
[6],
y además instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo
de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya
finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en
relación con la «efectiva promoción de la dignidad y de
la responsabilidad de las mujeres»
[7].
Pablo VI, en uno de sus discursos, decía entre otras cosas:
«En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra
religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto
especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da
testimonio en no pocos de sus importantes aspectos (...); es
evidente que la mujer está llamada a formar parte de la
estructura viva y operante del Cristianismo de un modo tan
prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia
todas sus virtualidades»
[8].
Los Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de los
Obispos (octubre de 1987), que fue dedicada a «la vocación y
misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los
veinte años del Concilio Vaticano II», se ocuparon
nuevamente de la dignidad y de la vocación de la mujer.
Entre otras cosas, abogaron por la profundización de los
fundamentos antropológicos y teológicos necesarios para
resolver los problemas referentes al significado y dignidad
del ser mujer y del ser hombre. Se trata de comprender la
razón y las consecuencias de la decisión del Creador que ha
hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como
varón. Solamente partiendo de estos fundamentos, que
permiten descubrir la profundidad de la dignidad y vocación
de la mujer, es posible hablar de la presencia activa que
desempeña en la Iglesia y en la sociedad.
Esto es lo que deseo tratar en el presente Documento. La
Exhortación postsinodal, que se hará pública después de
éste, presentará las propuestas de carácter pastoral sobre
el cometido de la mujer en la Iglesia y en la sociedad,
sobre las que los Padres sinodales han hecho importantes
consideraciones, teniendo también en cuenta los testimonios
de los Auditores seglares —tanto mujeres como hombres—
provenientes de las Iglesias particulares de todos los
continentes.
El Año Mariano
2. El último Sínodo se ha desarrollado durante el Año
Mariano, lo cual ofrece un particular impulso para
afrontar este tema, como lo indica también la Encíclica
Redemptoris Mater
[9].
Esta Encíclica desarrolla y actualiza la enseñanza del
Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la
Constitución dogmática
Lumen gentium sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva
un título significativo: «La Santísima Virgen María,
Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia».
María —esta «mujer» de la Biblia (cf. Gén 3, 15;
Jn 2, 4; 19, 26)— pertenece íntimamente al misterio
salvífico de Cristo y por esto está presente también de un
modo especial en el misterio de la Iglesia. Puesto que «la
Iglesia es en Cristo como un sacramento (...) de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»
[10],
la presencia especial de la Madre de Dios en el Misterio de
la Iglesia nos hace pensar en el vínculo excepcional
entre esta «mujer» y toda la familia humana. Se trata
aquí de todos y cada uno de los hijos e hijas del género
humano, en los que, en el transcurso de las generaciones, se
realiza aquella herencia fundamental de la humanidad
entera, unida al misterio del principio bíblico: «creó,
pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le
creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 27)
[11].
Esta eterna verdad sobre el ser humano, hombre y
mujer —verdad que está también impresa de modo inmutable en
la experiencia de todos— constituye en nuestros días el
misterio que sólo en el «Verbo encarnado encuentra verdadera
luz (...). Cristo desvela plenamente el hombre al hombre
y le hace consciente de su altísima vocación», como enseña
el Concilio
[12].
En este «desvelar el hombre al hombre» ¿no se debe quizás
descubrir un puesto particular para aquella «mujer» que fue
la Madre de Cristo? El mensaje de Cristo, contenido
en el Evangelio, que tiene como fondo toda la Escritura,
tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, ¿no puede quizá
decir mucho a la Iglesia y a la humanidad sobre la dignidad
y la vocación de la mujer?
Precisamente ésta quiere ser la trama del presente
Documento, que se sitúa en el más amplio contexto del Año
Mariano, mientras nos encaminamos hacia el final del segundo
milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del tercero.
Por otra parte, me ha parecido lo más conveniente dar a
este documento el estilo y el carácter de una meditación.
MUJER - MADRE DE DIOS
(THEOTÓKOS)
Unión con Dios
3. «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer». Con estas palabras de la
Carta a los Gálatas (4, 4) el apóstol Pablo relaciona
entre sí los momentos principales que determinan de modo
esencial el cumplimiento del misterio «preestablecido en
Dios» (cf. Ef 1,9). El Hijo, Verbo consubstancial al
Padre, nace como hombre de una mujer cuando llega «la
plenitud de los tiempos». Este acontecimiento nos lleva al
punto clave en la historia del hombre en la tierra,
entendida como historia de la salvación. Es significativo
que el Apóstol no llama a la Madre de Cristo con el nombre
propio de «María», sino que la llama «mujer», lo cual
establece una concordancia con las palabras del
Protoevangelio en el Libro del Génesis (cf. 3, 15).
Precisamente aquella «mujer» está presente en el
acontecimiento salvífico central, que decide la «plenitud de
los tiempos» y que se realiza en ella y por medio de ella.
De esta manera inicia el acontecimiento central,
acontecimiento clave en la historia de la salvación: la
Pascua del Señor. Sin embargo, quizás vale la pena
considerarlo a partir de la historia espiritual del hombre
entendida de un modo más amplio, como se manifiesta a través
de las diversas religiones del mundo. Citamos aquí las
palabras del Concilio Vaticano II: «Los hombres esperan
de las diversas religiones la respuesta a los enigmas
recónditos de la condición humana que, ayer como hoy,
conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál
es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y
qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor?
¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?
¿Qué es la muerte, el juicio y cuál la retribución después
de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e
inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del
cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?»
[13].
«Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra
en los distintos pueblos una cierta percepción de aquella
fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las
cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces
también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del
Padre»
[14].
Desde la perspectiva de este vasto panorama, que pone en
evidencia las aspiraciones del espíritu humano a la búsqueda
de Dios —a veces casi como «caminando a tientas» (cf. Act
17, 27)—, la «plenitud de los tiempos», de la que habla
Pablo en su Carta, pone de relieve la respuesta de Dios
mismo «en el cual vivimos, nos movemos y existimos» (cf.
Act 17, 28). Este es el Dios que «muchas veces y de
muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio
de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por
medio del Hijo» (cf. Heb 1, 1-2). El envío de este
Hijo, consubstancial al Padre, como hombre «nacido de
mujer», constituye el punto culminante y definitivo de la
autorrevelación de Dios a la humanidad. Esta
autorrevelación posee un carácter salvífico, como
enseña en otro lugar el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios
con su bondad y sabiduría revelarse a Sí mismo y manifestar
el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo,
la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los
hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza
divina (cf. Ef 2, 18;2 Pe 1, 4)»
[15].
La mujer se encuentra en el corazón mismo de este
acontecimiento salvífico. La autorrevelación de Dios,
que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está
contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación
de Nazaret. «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz
un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y
será llamado Hijo del Altísimo». «¿Cómo será esto puesto que
no conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que
ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios (...)
ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 31. 37)
[16].
Es fácil recordar este acontecimiento en la
perspectiva de la historia de Israel —el pueblo elegido
del cual es hija María—, aunque también es fácil recordarlo
en la perspectiva de todos aquellos caminos en los que la
humanidad desde siempre busca una respuesta a las preguntas
fundamentales y, a la vez, definitivas que más le angustian.
¿No se encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el
comienzo de aquella respuesta definitiva, mediante la cual
Dios mismo sale al encuentro de las inquietudes del
corazón del hombre?
[17]
Aquí no se trata solamente de palabras reveladas por Dios a
través de los Profetas, sino que con la respuesta de María
realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De
esta manera, María alcanza tal unión con Dios que
supera todas las expectativas del espíritu humano.
Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en
particular, de las hijas del pueblo elegido, las cuales,
basándose en la promesa, podían esperar que una de ellas
llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién
podía suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del
Altísimo»? Esto era algo difícilmente imaginable según la fe
monoteísta veterotestamentaria. Solamente en virtud del
Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María
pudo aceptar lo que era «imposible para los hombres, pero
posible para Dios» (cf. Mc 10, 27).
Theotókos
4. De esta manera «la plenitud de los tiempos» manifiesta
la dignidad extraordinaria de la «mujer». Esta dignidad
consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a
la unión con Dios en Jesucristo, que determina la
finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto
sobre la tierra como en la eternidad. Desde este punto de
vista, la «mujer» es la representante y arquetipo de todo el
género humano, es decir, representa aquella humanidad
que es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o
mujeres. Por otra parte, el acontecimiento de Nazaret pone
en evidencia un modo de unión con el Dios vivo, que es
propio sólo de la «mujer», de María, esto es, la
unión entre madre e hijo. En efecto, la Virgen de
Nazaret se convierte en la Madre de Dios.
Esta verdad, asumida desde el principio por la fe
cristiana, tuvo una formulación solemne en el Concilio de
Efeso (a. 431)
[18].
En contraposición a Nestorio, que consideraba a María
exclusivamente como madre de Jesús-hombre, este Concilio
puso de relieve el significado esencial de la maternidad de
la Virgen María. En el momento de la Anunciación,
pronunciando su «fiat», María concibió un hombre que era
Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente,
es verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad
abarca toda la persona y no sólo el cuerpo, así como
tampoco la «naturaleza» humana. De este modo, el nombre «Theotókos»
—Madre de Dios— viene a ser el nombre propio de la unión
con Dios, concedido a la Virgen María.
La unión particular de la «Theotókos» con Dios, —que
realiza del modo más eminente la predestinación sobrenatural
a la unión con el Padre concedida a todos los hombres («filii
in Filio»)— es pura gracia y, como tal, un don del
Espíritu. Sin embargo, y mediante una respuesta desde la
fe, María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por
consiguiente, la participación plena del «yo» personal y
femenino en el hecho de la encarnación. Con su «fiat»
María se convirtió en el sujeto auténtico de aquella
unión con Dios que se realizó en el Misterio de la
encarnación del Verbo consubstancial al Padre. Toda la
acción de Dios en la historia de los hombres respeta siempre
la voluntad libre del «yo» humano. Lo mismo acontece en la
anunciación de Nazaret.
«Servir quiere decir reinar»
5. Este acontecimiento posee un claro carácter
interpersonal: es un diálogo. No lo comprendemos
plenamente si no situamos toda la conversación entre el
ángel y María en el saludo: «llena de gracia»
[19].
Todo el diálogo de la anunciación revela la dimensión esencial
del acontecimiento: la dimensión sobrenatural
(κεχαριτωμέυη).
Pero la gracia no prescinde nunca de la naturaleza ni la anula,
antes bien la perfecciona y la ennoblece. Por lo tanto, aquella
«plenitud de gracia» concedida a la Virgen de Nazaret, en
previsión de que llegaría a ser «Theotókos», significa
al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo
«que es característico de la mujer»,de «lo que es
femenino». Nos encontramos aquí, en cierto sentido, en el
punto culminante, el arquetipo de la dignidad personal de la mujer.
Cuando María, la «llena de gracia», responde a las
palabras del mensajero celestial con su «fiat», siente la
necesidad de expresar su relación personal ante el don que
le ha sido revelado diciendo: «He aquí la esclava del
Señor» (Lc 1, 38). A esta frase no se la puede
privar ni disminuir de su sentido profundo, sacándola
artificialmente del contexto del acontecimiento y de todo el
contenido de la verdad revelada sobre Dios y sobre el
hombre. En la expresión «esclava del Señor» se deja
traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura
en relación con Dios. Sin embargo, la palabra «esclava», que
encontramos hacia el final del diálogo de la Anunciación, se
encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre y del
Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y
consubstancial «Hijo del Altísimo», dirá muchas veces de sí
mismo, especialmente en el momento culminante de su misión:
«El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir» (Mc 10, 45).
Cristo es siempre consciente de ser el «Siervo del
Señor», según la profecía de Isaías (cf. 42, 1; 49,
3. 6; 52, 13), en la cual se encierra el contenido esencial
de su misión mesiánica: la conciencia de ser el Redentor del
mundo. María, desde el primer momento de su
maternidad divina, de su unión con el Hijo que «el Padre ha
enviado al mundo, para que el mundo se salve por él» (cf.
Jn 3, 17), se inserta en el servicio mesiánico de
Cristo
[20].
Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de
aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere decir «reinar»
[21].
Cristo, «Siervo del Señor», manifestará a todos los hombres
la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona
directamente la vocación de cada hombre.
De esta manera, considerando la realidad mujer-Madre de
Dios, entramos del modo más oportuno en la presente
meditación del Año Mariano. Esta realidad determina
también el horizonte esencial de la reflexión sobre la
dignidad y sobre la vocación de la mujer. Al pensar,
decir o hacer algo en orden a la dignidad y vocación de la
mujer, no se deben separar de esta perspectiva el
pensamiento, el corazón y las obras. La dignidad de cada
hombre y su vocación correspondiente encuentran su
realización definitiva en la unión con Dios. María
—la mujer de la Biblia— es la expresión más completa de esta
dignidad y de esta vocación. En efecto, cada hombre —varón o
mujer— creado a imagen y semejanza de Dios, no puede llegar
a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y
semejanza.
IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS
Libro del Génesis
6. Hemos de situarnos en el contexto de aquel «principio»
bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre
como «imagen y semejanza de Dios» constituye la base
inmutable de toda la antropología cristiana
[22].
«Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de
Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 27 ).
Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas
fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el
mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en la
llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona
todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en
el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos
fueron creados a imagen de Dios. Esta imagen y
semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a
sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos y
padres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y
sometedla» (Gén 1, 28). El Creador confía el
«dominio» de la tierra al género humano, a todas las
personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su
dignidad y vocación de aquel «principio» común.
En el Génesis encontramos aún otra descripción de
la creación del hombre —varón y mujer (cf. 2, 18-25)— de la
que nos ocuparemos a continuación. Sin embargo, ya desde
ahora, conviene afirmar que de la reflexión bíblica emerge
la verdad sobre el carácter personal del ser humano. El
hombre —ya sea hombre o mujer— es persona igualmente; en
efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del
Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a Dios es el
hecho de que —a diferencia del mundo de los seres vivientes,
incluso los dotados de sentidos (animalia)— sea
también un ser racional (animal rationale)
[23].
Gracias a esta propiedad, el hombre y la mujer pueden
«dominar» a las demás criaturas del mundo visible (cf.
Gén 1, 28).
En la segunda descripción de la creación del hombre
(cf. Gén 2, 18-25) el lenguaje con el que se
expresa la verdad sobre la creación del hombre, y
especialmente de la mujer, es diverso, y en cierto sentido
menos preciso; es, podríamos decir, más descriptivo y
metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos
en aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción
esencial entre los dos textos. El texto del Génesis
2, 18-25 ayuda a la comprensión de lo que encontramos en el
fragmento conciso del Génesis 1, 27-28 y, al mismo
tiempo, si se leen juntos, nos ayudan a comprender de un
modo todavía más profundo la verdad fundamental,
encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a
imagen y semejanza de Dios, como hombre y mujer.
En la descripción del Génesis (2, 18-25) la mujer
es creada por Dios «de la costilla» del hombre y es puesta
como otro «yo», es decir, como un interlocutor junto al
hombre, el cual se siente solo en el mundo de las criaturas
animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una
«ayuda» adecuada a él. La mujer, llamada así a la
existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre como
«carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gén 2,
25) y por eso es llamada «mujer». En el lenguaje bíblico
este nombre indica la identidad esencial con el hombre:
'iš - iššah, cosa que, por lo general, las lenguas
modernas, desgraciadamente, no logran expresar. «Esta será
llamada mujer ('iššah), porque del varón ('iš)
ha sido tomada» (Gén 2, 25).
El texto bíblico proporciona bases suficientes para
reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer
desde el punto de vista de su humanidad
[24].
Ambos desde el comienzo son personas, a diferencia de los
demás seres vivientes del mundo que los circunda. La
mujer es otro «yo» en la humanidad común. Desde
el principio aparecen como «unidad de los dos», y esto
significa la superación de la soledad original, en la que el
hombre no encontraba «una ayuda que fuese semejante a él» (Gén
2, 20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden
a la acción, a «someter la tierra» (cf. Gén 1, 28)?
Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que
el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con
ella «una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a
su madre» (cf. Gén 2, 24). La descripción «bíblica»
habla, por consiguiente, de la institución del matrimonio
por parte de Dios en el contexto de la creación del
hombre y de la mujer, como condición indispensable para la
transmisión de la vida a las nuevas generaciones de los
hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están
ordenados: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra
y sometedla» (Gén 1, 28).
Persona - Comunión - Don
7. Penetrando con el pensamiento el conjunto de la
descripción del Libro del Génesis 2, 18-25, e
interpretándola a la luz de la verdad sobre la imagen y
semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26-27), podemos
comprender mejor en qué consiste el carácter personal del
ser humano, gracias al cual ambos —hombre y mujer— son
semejantes a Dios. En efecto, cada hombre es imagen de Dios
como criatura racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo.
Leemos además que el hombre no puede existir «solo» (cf.
Gén 2, 18); puede existir solamente como «unidad de los
dos» y, por consiguiente, en relación con otra persona
humana. Se trata de una relación recíproca, del hombre
con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona a
imagen y semejanza de Dios comporta también existir en
relación al otro «yo». Esto es preludio de la definitiva
autorrevelación de Dios, Uno y Trino: unidad viviente en la
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al comienzo de la Biblia no se dice esto de modo directo.
El Antiguo Testamento es, sobre todo, la revelación de la
verdad acerca de la unicidad y unidad de Dios. En esta
verdad fundamental sobre Dios, el Nuevo Testamento
introducirá la revelación del inescrutable misterio de su
vida íntima. Dios, que se deja conocer por los
hombres por medio de Cristo, es unidad en la Trinidad:
es unidad en la comunión. De este modo se proyecta
también una nueva luz sobre aquella semejanza e imagen de
Dios en el hombre de la que habla el Libro del Génesis.
El hecho de que el ser humano, creado como hombre y
mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada
uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser
racional y libre; significa además que el hombre y la mujer,
creados como «unidad de los dos» en su común humanidad,
están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo,
reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios,
por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio
de la única vida divina. El Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo —un solo Dios en la unidad de la divinidad— existen
como personas por las inexcrutables relaciones divinas.
Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en
sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4, 16).
La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado
como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre
el Creador y la criatura), expresa también, por
consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad.
Esta «unidad de los dos», que es signo de la comunión
interpersonal, indica que en la creación del hombre
se da también una cierta semejanza con la comunión divina («communio»).
Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de
ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una
llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el
género humano lleva consigo desde el «principio», se halla
el fundamento de todo el «ethos» humano. El Antiguo y
el Nuevo Testamento desarrollarán este «ethos», cuyo vértice
es el mandamiento del amor
[25].
En la «unidad de los dos» el hombre y la mujer son
llamados desde su origen no sólo a existir «uno al lado del
otro», o simplemente «juntos», sino que son llamados también
a existir recíprocamente, «el uno para el otro».
De esta manera se explica también el significado de
aquella «ayuda» de la que se habla en el Génesis 2,
18-25: «Voy a hacerle una ayuda adecuada». El
contexto bíblico permite entenderlo también en el sentido de
que la mujer debe «ayudar» al hombre, así como éste debe
ayudar a aquella; en primer lugar por el hecho mismo de «ser
persona humana», lo cual les permite, en cierto sentido,
descubrir y confirmar siempre el sentido integral de su
propia humanidad. Se entiende fácilmente que —desde esta
perspectiva fundamental— se trata de una «ayuda» de ambas
partes, que ha de ser «ayuda» recíproca. Humanidad
significa llamada a la comunión interpersonal. El texto del
Génesis 2, 18-25 indica que el matrimonio es la
dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta
llamada. Pero no es la única. Toda la historia del hombre
sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada.
Basándose en el principio del ser recíproco «para» el otro
en la «comunión» interpersonal, se desarrolla en esta
historia la integración en la humanidad misma, querida por
Dios, de lo «masculino» y de lo «femenino». Los
textos bíblicos, comenzando por el Génesis, nos
permiten encontrar constantemente el terreno sobre el que
radica la verdad sobre el hombre, terreno sólido e
inviolable en medio de tantos cambios de la existencia
humana.
Esta verdad concierne también a la historia de la
salvación. A este respecto es particularmente
significativa una afirmación del Concilio Vaticano II. En el
capítulo sobre la «comunidad de los hombres», de la
Constitución pastoral
Gaudium et spes, leemos: «El Señor, cuando ruega al
Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno"
(Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la
razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra
que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si
no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»
[26].
Con estas palabras el texto conciliar presenta
sintéticamente el conjunto de la verdad sobre el hombre y
sobre la mujer (verdad que se delinea ya en los primeros
capítulos del Libro del Génesis) como estructura de
la antropología bíblica y cristiana. El ser humano —ya
sea hombre o mujer— es el único ser entre las criaturas
del mundo visible que Dios Creador «ha amado por sí
mismo»; es, por consiguiente, una persona. El ser
persona significa tender a su realización (el texto
conciliar habla de «encontrar su propia plenitud»), cosa que
no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de
sí mismo a los demás». El modelo de esta interpretación
de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de
Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y
semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre
está llamado a existir «para» los demás, a convertirse en un
don.
Esto concierne a cada ser humano, tanto mujer como
hombre, los cuales lo llevan a cabo según su propia
peculiaridad. En el ámbito de la presente meditación acerca
de la dignidad y vocación de la mujer, esta verdad sobre el
ser humano constituye el punto de partida indispensable.
Ya el Libro del Génesis permite captar, como un
primer esbozo, este carácter esponsal de la relación entre
las personas, sobre el que se desarrollará a su vez la
verdad sobre la maternidad, así como sobre la virginidad,
como dos dimensiones particulares de la vocación de la mujer
a la luz de la Revelación divina. Estas dos dimensiones
encontrarán su expresión más elevada en el cumplimiento de
la «plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4), esto es,
en la figura de la «mujer» de Nazaret: Madre-Virgen.
Antropomorfismo del lenguaje bíblico
8. La presentación del hombre como «imagen y semejanza de
Dios», así como aparece inmediatamente al comienzo de la
Sagrada Escritura, reviste también otro significado.
Este hecho constituye la clave para comprender la Revelación
bíblica como manifestación de Dios sobre sí mismo. Hablando
de sí, ya sea «por medio de los profetas, ya sea por medio
del Hijo» hecho hombre (cf. Heb 1, 1-2), Dios
habla un lenguaje humano, usa conceptos e imágenes
humanas. Si este modo de expresarse está caracterizado por
un cierto antropomorfismo, su razón está en el hecho de que
el hombre es «semejante» a Dios, esto es, creado a su imagen
y semejanza. Consiguientemente, también Dios es, en
cierta medida, «semejante» al hombre y, precisamente
basándose en esta similitud, puede llegar a ser conocido por
los hombres. Al mismo tiempo, el lenguaje de la Biblia es
suficientemente preciso para mostrar los límites de la
«semejanza», los límites de la «analogía». En efecto, la
revelación bíblica afirma que si bien es verdadera la
«semejanza» del hombre con Dios, es aún más esencialmente
verdadera la «no-semejanza»
[27],
que distingue toda la creación del Creador. En definitiva,
para el hombre creado a semejanza de Dios, el mismo Dios es
aquél «que habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,
16): Él es el «Diverso» por esencia, el «totalmente Otro».
Esta observación sobre los límites de la analogía
—límites de la semejanza del hombre con Dios en el lenguaje
bíblico— se debe tener muy en cuenta también cuando, en
diversos lugares de la Sagrada Escritura (especialmente del
Antiguo Testamento), encontramos comparaciones que
atribuyen a Dios cualidades «masculinas» o también
«femeninas». En ellas podemos ver la confirmación
indirecta de la verdad de que ambos, tanto el hombre como la
mujer, han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Si
existe semejanza entre el Creador y las criaturas, es
comprensible que la Biblia haya usado expresiones que le
atribuyen cualidades tanto «masculinas» como «femeninas».
Queremos referirnos aquí a varios textos característicos
del profeta Isaías: «Pero dice Sión: "Yahveh me ha
abandonado, el Señor me ha olvidado" ¿Acaso olvida una
mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de
sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no
te olvido» (49, 14-15). Y en otro lugar: «Como uno a
quien su madre le consuela, así yo os consolaré (y
por Jerusalén seréis consolados)» (Is 66, 13).
También en los Salmos Dios es parangonado a una madre
solícita: «No, mantengo mi alma en paz y silencio como niño
destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado
está mi alma en mí! ¡Espera, Israel, en Yahveh desde ahora y
por siempre!» (Sal 131 [130], 2-3). En diversos
pasajes el amor de Dios, siempre solícito para con su
Pueblo, es presentado como el amor de una madre: como una
madre Dios ha llevado a la humanidad, y en particular a
su pueblo elegido, en el propio seno, lo ha dado a luz en el
dolor, lo ha nutrido y consolado (cf. Is 42, 14; 46,
3-4). El amor de Dios es presentado en muchos pasajes como
amor «masculino» del esposo y padre (cf. Os 11, 1-4;
Jer 3, 4-19), pero a veces también como amor
«femenino» de la madre.
Esta característica del lenguaje bíblico, su modo
antropomórfico de hablar de Dios, indica también,
indirectamente, el misterio del eterno «engendrar»,
que pertenece a la vida íntima de Dios. Sin embargo, este
«engendrar» no posee en sí mismo cualidades «masculinas» ni
«femeninas». Es de naturaleza totalmente divina. Es
espiritual del modo más perfecto, ya que «Dios es espíritu»
(Jn 4, 24) y no posee ninguna propiedad típica del
cuerpo, ni «femenina» ni «masculina». Por consiguiente,
también la «paternidad» en Dios es completamente divina.
libre de la característica corporal «masculina», propia
de la paternidad humana. En este sentido el Antiguo
Testamento hablaba de Dios como de un Padre y a él se
dirigía como a un Padre. Jesucristo, que se dirigía a Dios
llamándole «Abba-Padre» (Mc 14, 36) —por ser su Hijo
unigénito y consubstancial—, y que situó esta verdad en el
centro mismo del Evangelio como normativa de la oración
cristiana, indicaba la paternidad en este sentido
ultracorporal, sobrehumano, totalmente divino. Hablaba como
Hijo, unido al Padre por el eterno misterio del engendrar
divino, y lo hacía así siendo al mismo tiempo Hijo
auténticamente humano de su Madre Virgen.
Si bien no se pueden atribuir cualidades humanas a la
generación eterna del Verbo de Dios, ni la paternidad divina
tiene elementos «masculinos» en sentido físico, sin embargo
se debe buscar en Dios el modelo absoluto de toda «generación»
en el mundo de los seres humanos. En este sentido
—parece— leemos en la Carta a los Efesios: «Doblo mis
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en
el cielo y en la tierra» (3, 14-15). Todo «engendrar» en la
dimensión de las criaturas encuentra su primer modelo en
aquel engendrar que se da en Dios de modo completamente
divino, es decir, espiritual. A este modelo absoluto,
no-creado, se asemeja todo el «engendrar» en el mundo
creado. Por consiguiente, lo que en el engendrar humano es
propio del hombre o de la mujer —esto es, la «paternidad» y
la «maternidad» humanas— lleva consigo la semejanza, o sea,
la analogía con el «engendrar» divino y con aquella
«paternidad» que en Dios es «totalmente diversa»:
completamente espiritual y divina por esencia. En cambio, en
el orden humano el engendrar es propio de la «unidad de los
dos»: ambos son «progenitores», tanto el hombre como la
mujer.
EVA - MARÍA
El «principio» y el pecado
9. «Constituido por Dios en un estado de santidad, el
hombre, tentado por el Maligno, desde los comienzos de la
historia abusó de su libertad, erigiéndose contra Dios y
anhelando conseguir su fin fuera de Dios»
[28].
Con estas palabras la enseñanza del último concilio evoca la
doctrina revelada sobre el pecado y, en particular, sobre
aquel primer pecado, que es el «original». El «principio»
bíblico —la creación del mundo y del hombre en el mundo—
contiene en sí al mismo tiempo la verdad sobre
este pecado, que puede ser llamado también el pecado del
«principio» del hombre sobre la tierra. Aunque la narración
del Libro del Génesis sobre este hecho está expresada
de forma simbólica, como en la descripción de la creación
del hombre como varón y mujer (cf. Gén 2, 15-25),
desvela sin embargo lo que hay que llamar «el misterio del
pecado» y, más propiamente aún, «el misterio del mal» en el
mundo creado por Dios.
No es posible entender el «misterio del pecado» sin hacer
referencia a toda la verdad acerca de la «imagen y
semejanza» con Dios, que es la base de la antropología
bíblica. Esta verdad muestra la creación del hombre como una
donación especial por parte del Creador, en la que están
contenidos no solamente el fundamento y la fuente de la
dignidad esencial del ser humano —hombre y mujer— en el
mundo creado, sino también el comienzo de la llamada de
ambos a participar de la vida íntima de Dios mismo. A
la luz de la Revelación, creación significa también
comienzo de la historia de la salvación. Precisamente en
este comienzo el pecado se inserta y configura como
contraste y negación.
Se puede decir, paradójicamente, que el pecado presentado
en el Génesis (c. 3) es la confirmación de la verdad
acerca de la imagen y semejanza de Dios en el hombre, si
esta verdad significa libertad, es decir, la voluntad libre
de la que el hombre puede usar eligiendo el bien o de la que
puede abusar eligiendo el mal contra la voluntad de Dios. No
obstante, en su significado esencial, el pecado es la
negación de lo que es Dios —como Creador— en relación con el
hombre, y de lo que Dios quiere desde el comienzo y siempre
para el hombre. Creando el hombre y la mujer a su propia
imagen y semejanza Dios quiere para ellos la plenitud del
bien, es decir, la felicidad sobrenatural, que brota de la
participación de su misma vida. Cometiendo el pecado, el
hombre rechaza este don y al mismo tiempo quiere llegar
a ser él mismo «como Dios, conociendo el bien y el mal» (cf.
Gén 3, 5), es decir, decidiendo sobre el bien y el
mal independientemente de Dios, su Creador. El pecado de los
orígenes tiene su «medida» humana, su metro interior, en la
voluntad libre del hombre, y lleva consigo además una cierta
característica «diabólica»
[29], como lo
pone claramente de relieve el Libro del Génesis
(3, 1-5). El pecado provoca la ruptura de la unidad originaria,
de la que gozaba el hombre en el estado de justicia original:
la unión con Dios como fuente de la unidad interior de su propio
«yo», en la recíproca relación entre el hombre y la mujer
(«communio personarum»), y, por último, en relación con
el mundo exterior, con la naturaleza.
La descripción bíblica del pecado original en el
Génesis (c. 3) en cierto modo «distribuye los papeles»
que en él han tenido la mujer y el hombre. A ello harán
referencia más tarde algunos textos de la Biblia como, por
ejemplo, la Carta de S. Pablo a Timoteo: «Porque Adán fue
formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue
Adán, sino la mujer» (1 Tim 2, 13-14). Sin
embargo, no cabe duda de que —independientemente de esta
«distribución de los papeles» en la descripción bíblica—
aquel primer pecado es el pecado del hombre, creado por
Dios varón y mujer. Este es también el pecado de los
«progenitores»y a ello se debe su carácter hereditario.
En este sentido lo llamamos «pecado original».
Este pecado, como ya se ha dicho, no se puede
comprender de manera adecuada sin referirnos al misterio de
la creación del ser humano —hombre y mujer— a imagen
y semejanza de Dios. Mediante esta relación se puede
comprender también el misterio de aquella «no-semejanza» con
Dios, en la cual consiste el pecado y que se manifiesta en
el mal presente en la historia del mundo; aquella
«no-semejanza» con Dios, «el único bueno» (cf. Mt 19,
17), que es la plenitud del bien. Si esta «no-semejanza» del
pecado con Dios, santidad misma, presupone la «semejanza» en
el campo de la libertad y de la voluntad libre, se puede
decir que, precisamente por esta razón, la «no-semejanza»
contenida en el pecado es más dramática y más dolorosa.
Además, es necesario admitir que Dios, como Creador y Padre,
es aquí agraviado, «ofendido», y ofendido ciertamente en el
corazón mismo de aquella donación que pertenece al designio
eterno de Dios en su relación con el hombre.
Al mismo tiempo, sin embargo, también el ser humano
—hombre y mujer— es herido por el mal del pecado del cual es
autor. El texto del Libro del Génesis (c. 3) lo
muestra con las palabras con las que claramente describe la
nueva situación del hombre en el mundo creado. En dicho
texto se muestra la perspectiva de la «fatiga» con la que el
hombre habrá de procurarse los medios para vivir (cf. Gén
3, 17-19), así como los grandes «dolores» con que la
mujer dará a luz a sus hijos (cf. Gén 3, 16). Todo
esto, además, está marcado por la necesidad de la muerte,
que constituye el final de la vida humana sobre la tierra.
De este modo el hombre, como polvo, «volverá a la tierra,
porque de ella ha sido extraído»: «eres polvo y en polvo te
convertirás» (cf. Gén 3, 19).
Estas palabras son confirmadas generación tras
generación. Pero esto no significa que la imagen y la
semejanza de Dios en el ser humano, tanto mujer como
hombre, haya sido destruida por el pecado; significa, en
cambio, que ha sido «ofuscada»
[30] y, en
cierto sentido, «rebajada». En efecto, el pecado «rebaja»
al hombre, como nos lo recuerda también el Concilio Vaticano II
[31].
Si el hombre —por su misma naturaleza de persona— es ya
imagen y semejanza de Dios quiere decir que su grandeza y
dignidad se realizan en la alianza con Dios, en su unión con
él, en el tender hacia aquella unidad fundamental que
pertenece a la «lógica» interna del misterio mismo de la
creación. Esta unidad corresponde a la verdad profunda de
todas las criaturas dotadas de inteligencia y, en
particular, del hombre, el cual ha sido elevado desde el
principio entre las criaturas del mundo visible mediante la
eterna elección por parte de Dios en Jesús: «En Cristo (...)
nos ha elegido antes de la fundación del mundo (...) en el
amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad»
(cf. Ef 1, 4-6). La enseñanza bíblica en su conjunto
nos permite afirmar que la predestinación concierne a las
personas humanas, hombres y mujeres, a todos y a cada uno
sin excepción.
«Él te dominará»
10. La descripción bíblica del Libro del Génesis
delinea la verdad acerca de las consecuencias del pecado del
hombre, así como indica igualmente la alteración de
aquella originaria relación entre el hombre y la mujer,
que corresponde a la dignidad personal de cada uno de
ellos. El hombre, tanto varón como mujer, es una persona y,
por consiguiente, «la única criatura sobre la tierra que
Dios ha amado por sí misma»; y al mismo tiempo precisamente
esta criatura única e irrepetible «no puede encontrar su
propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a
los demás»
[32].
De aquí surge la relación de «comunión», en la que se
expresan la «unidad de los dos» y la dignidad como persona
tanto del hombre como de la mujer. Por tanto, cuando leemos
en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer:
«Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Gén
3, 16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza
precisamente en relación a esta «unidad de los dos», que
corresponde a la dignidad de la imagen y de la semejanza de
Dios en ambos. Pero esta amenaza es más grave para la mujer.
En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al
vivir «para» el otro aparece el dominio: «él te dominará».
Este «dominio» indica la alteración y la pérdida de la
estabilidad de aquella igualdad fundamental, que
en la «unidad de los dos» poseen el hombre y la mujer; y
esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que
sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como
personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de
una auténtica «communio personarum». Si la violación
de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que
deriva del mismo Dios Creador, comporta un elemento de
desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye también
la verdadera dignidad del hombre. Tocamos aquí un punto
extremadamente delicado de la dimensión de aquel «ethos»,
inscrito originariamente por el Creador en el hecho mismo de
la creación de ambos a su imagen y semejanza.
Esta afirmación del Génesis 3, 16 tiene un alcance
grande y significativo. Implica una referencia a la relación
recíproca del hombre y de la mujer en el matrimonio.
Se trata del deseo que nace en el clima del amor esponsal,
el cual hace que «el don sincero de sí misma» por parte de
la mujer halle respuesta y complemento en un «don» análogo
por parte del marido. Solamente basándose en este principio
ambos —y en particular la mujer— pueden «encontrarse» como
verdadera «unidad de los dos» según la dignidad de la
persona. La unión matrimonial exige el respeto y el
perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de
ambos. La mujer no puede convertirse en «objeto» de
«dominio» y de «posesión» masculina. Las palabras del
texto bíblico se refieren directamente al pecado original y
a sus consecuencias permanentes en el hombre y en la mujer.
Ellos, cargados con la pecaminosidad hereditaria, llevan
consigo el constante «aguijón del pecado», es decir,
la tendencia a quebrantar aquel orden moral que corresponde
a la misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre
como persona. Esta tendencia se expresa en la triple
concupiscencia que el texto apostólico precisa como
concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y
soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2, 16). Las palabras ya
citadas del Génesis (3, 16) indican el modo con que
esta triple concupiscencia, como «aguijón del pecado», se
dejará sentir en la relación recíproca del hombre y la
mujer.
Las mismas palabras se refieren directamente al
matrimonio, pero indirectamente conciernen también a los
diversos campos de la convivencia social: aquellas
situaciones en las que la mujer se encuentra en desventaja o
discriminada por el hecho de ser mujer. La verdad revelada
sobre la creación del ser humano, como hombre y mujer,
constituye el principal argumento contra todas las
situaciones que, siendo objetivamente dañinas, es decir
injustas, contienen y expresan la herencia del pecado que
todos los seres humanos llevan en sí. Los Libros de la
Sagrada Escritura confirman en diversos puntos la
existencia efectiva de tales situaciones y proclaman al
mismo tiempo la necesidad de convertirse, es decir,
purificarse del mal y librarse del pecado: de cuanto ofende
al otro, de cuanto «disminuye» al hombre, y no sólo al que
es ofendido, sino también al que ofende. Este es el mensaje
inmutable de la Palabra revelada por Dios. De esta manera se
explicita el «ethos» bíblico en toda su amplitud
[33].
En nuestro tiempo la cuestión de los «derechos de la
mujer» ha adquirido un nuevo significado en el vasto
contexto de los derechos de la persona humana. Iluminando
este programa, declarado constantemente y recordado de
diversos modos, el mensaje bíblico y evangélico custodia
la verdad sobre la «unidad» de los «dos», es decir,
sobre aquella dignidad y vocación que resultan de la
diversidad específica y de la originalidad personal del
hombre y de la mujer. Por tanto, también la justa oposición
de la mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas
«el te dominará» (Gén 3, 16) no puede de ninguna
manera conducir a la «masculinización» de las mujeres. La
mujer —en nombre de la liberación del «dominio» del hombre—
no puede tender a apropiarse de las características
masculinas, en contra de su propia «originalidad» femenina.
Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no
llegará a «realizarse» y podría, en cambio, deformar y
perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata
de una riqueza enorme. En la descripción bíblica la
exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido
creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que
abarca toda la historia del hombre sobre la tierra.
Los recursos personales de la femineidad no son
ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son
sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer —como por su
parte también el hombre— debe entender su «realización» como
persona, su dignidad y vocación, sobre la base de estos
recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que
recibió el día de la creación y que hereda como expresión
peculiar de la «imagen y semejanza de Dios».
Solamente de este modo puede ser superada también
aquella herencia del pecado que está contenida en las
palabras de la Biblia: «Tendrás ansia de tu marido y él te
dominará». La superación de esta herencia mala es,
generación tras generación, tarea de todo hombre, tanto
mujer como hombre. En efecto, en todos los casos en los que
el hombre es responsable de lo que ofende la dignidad
personal y la vocación de la mujer, actúa contra su propia
dignidad personal y su propia vocación.
Protoevangelio
11. El Libro del Génesis da testimonio del pecado
que es el mal del «principio» del hombre, así como de sus
consecuencias que desde entonces pesan sobre todo el género
humano, y al mismo tiempo contiene el primer anuncio de
la victoria sobre el mal, sobre el pecado. Lo
prueban las palabras que leemos en el Génesis 3, 15,
llamadas generalmente «Protoevangelio»: «Enemistad
pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje:
él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». Es
significativo que el anuncio del redentor, del salvador del
mundo, contenido en estas palabras, se refiera a «la mujer»,
la cual es nombrada en el Protoevangelio en primer lugar,
como progenitora de aquél que será el redentor del hombre
[34].
Y si la redención debe llevarse a cabo mediante la lucha
contra el mal, por medio «de la enemistad» entre la estirpe
de la mujer y la estirpe de aquél que como «padre de la
mentira» (Jn 8, 44) es el primer autor del pecado en
la historia del hombre, ésta será también la enemistad
entre él y la mujer.
En estas palabras se abre la perspectiva de toda la
Revelación, primero como preparación al Evangelio y después
como Evangelio mismo. En esta perspectiva se unen bajo el
nombre de la mujer las dos figuras femeninas: Eva y
María.
Las palabras del Protoevangelio, releídas a la luz del
Nuevo Testamento, expresan adecuadamente la misión de la
mujer en la lucha salvífica del redentor contra el autor del
mal en la historia del hombre.
La confrontación Eva - María reaparece constantemente en
el curso de la reflexión sobre el depósito de la fe recibida
por la Revelación divina y es uno de los temas comentados
frecuentemente por los Padres, por los escritores
eclesiásticos y por los teólogos
[35].
De ordinario, de esta comparación emerge a primera vista una
diferencia, una contraposición. Eva, como «madre de
todos los vivientes» (Gén 3, 20), es testigo del
«comienzo» bíblico en el que están contenidas la verdad
sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, y
la verdad sobre el pecado original. María es
testigo del nuevo «principio» y de la «nueva criatura»
(cf. 2 Cor 5, 17). Es más, ella misma, como la
primera redimida en la historia de la salvación, es «una
nueva criatura»; es la «llena de gracia». Es difícil
comprender por qué las palabras del Protoevangelio ponen tan
fuertemente en evidencia a la «mujer» si no se admite que
en ella tiene su comienzo la nueva y definitiva
Alianza de Dios con la humanidad, la Alianza en
la Sangre redentora de Cristo. Esta Alianza tiene su
comienzo con una mujer, la «mujer», en la Anunciación de
Nazaret. Esta es la absoluta novedad del Evangelio. En el
Antiguo Testamento otras veces Dios, para intervenir en la
historia de su pueblo, se había dirigido a algunas mujeres,
como, por ejemplo, a la madre de Samuel y de Sansón; pero
para estipular su Alianza con la humanidad se había dirigido
solamente a hombres: Noé, Abraham, Moisés. Al comienzo de la
Nueva Alianza, que debe ser eterna e irrevocable, está la
mujer: la Virgen de Nazaret. Se trata de un signo
indicativo de que «en Jesucristo» «no hay ni hombre ni
mujer» (Gál 3, 28). En él la contraposición recíproca
entre el hombre y la mujer —como herencia del pecado
original— está esencialmente superada. «Todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús», escribe el Apóstol (Gál 3, 28).
Estas palabras tratan sobre aquella originaria «unidad de
los dos», que está vinculada a la creación del hombre, como
varón y mujer, a imagen y semejanza de Dios, según el modelo
de aquella perfectísima comunión de Personas que es Dios
mismo. Las palabras de la epístola paulina constatan que el
misterio de la redención del hombre en Jesucristo, hijo de
María, toma y renueva lo que en el misterio de la creación
correspondía al eterno designio de Dios Creador.
Precisamente por esto, el día de la creación del hombre como
varón y mujer «Dios vio cuanto había hecho y todo estaba muy
bien» (Gén 1, 31). La redención, en cierto
sentido, restituye en su misma raíz el bien
que ha sido esencialmente «rebajado» por el pecado y por su
herencia en la historia del hombre.
La «mujer» del Protoevangelio está situada en la
perspectiva de la redención. La confrontación Eva - María
puede entenderse también en el sentido de que María asume
y abraza en sí misma este misterio de la «mujer»,
cuyo comienzo es Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gén
3, 20). En primer lugar lo asume y lo abraza en el interior
del misterio de Cristo, «nuevo y último Adán» (cf. 1 Cor
15, 45), el cual ha asumido en la propia persona la
naturaleza del primer Adán. En efecto, la esencia de la
nueva Alianza consiste en el hecho de que el Hijo de Dios,
consubstancial al eterno Padre, se hace hombre y asume la
humanidad en la unidad de la Persona divina del Verbo. El
que obra la Redención es al mismo tiempo verdadero hombre.
El misterio de la Redención del mundo presupone que
Dios-Hijo ha asumido ya la humanidad como herencia de
Adán, llegando a ser semejante a él y a cada hombre en
todo, «excepto en el pecado» (Heb 4, 15). De este modo
él «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación», como enseña el
Concilio Vaticano II
[36];
en cierto sentido, le ha ayudado a descubrir «qué es el
hombre» (cf. Sal 8, 5).
A través de todas las generaciones, en la tradición de la
fe y de la reflexión cristiana, la correlación Adán -
Cristo frecuentemente acompaña a la de Eva - María.
Dado que a María se la llama también «nueva Eva», ¿cuál
puede ser el significado de esta analogía? Ciertamente es
múltiple. Conviene detenernos particularmente en el
significado que ve en María la manifestación de todo lo que
está comprendido en la palabra bíblica «mujer», esto es, una
revelación correlativa al misterio de la redención. María
significa, en cierto sentido, superar aquel límite del
que habla el Libro del Génesis (3, 16) y volver a
recorrer el camino hacia aquel «principio» donde se
encuentra la «mujer» como fue querida en la creación
y, consiguientemente, en el eterno designio de Dios, en el
seno de la Santísima Trinidad. María es «el nuevo
principio» de la dignidad y vocación de la mujer, de
todas y cada una de las mujeres
[37].
La clave para comprender esto pueden ser, de modo
particular, las palabras que el evangelista pone en labios
de María después de la Anunciación, durante su visita a
Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc
1, 49). Esto se refiere ciertamente a la concepción del
Hijo, que es «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32), el
«santo» de Dios; pero a la vez pueden significar el
descubrimiento de la propia humanidad femenina. «Ha hecho en
mi favor maravillas»: éste es el descubrimiento de
toda la riqueza, del don personal de la femineidad, de
toda la eterna originalidad de la «mujer» en la manera en
que Dios la quiso, como persona en sí misma y que al mismo
tiempo puede realizarse en plenitud «por medio de la entrega
sincera de sí».
Este descubrimiento se relaciona con una clara
conciencia del don, de la dádiva por parte de Dios. El
pecado ya desde el «principio» había ofuscado esta
conciencia; en cierto sentido la había sofocado, como
indican las palabras de la primera tentación por obra del
«padre de la mentira» (cf. Gén 3, 1-5). Con la
llegada de «la plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4,
4), mientras comienza ya a cumplirse en la historia de la
humanidad el misterio de la redención, esta conciencia
irrumpe con toda su fuerza en las palabras de la «mujer»
bíblica de Nazaret. En María, Eva vuelve a descubrir
cuál es la verdadera dignidad de la mujer, de su humanidad
femenina. Y este descubrimiento debe llegar constantemente
al corazón de cada mujer, para dar forma a su propia
vocación y a su vida.
V
JESUCRISTO
«Se sorprendían de que hablara con una mujer»
12. Las palabras del Protoevangelio en el Libro del
Génesis nos permiten pasar al ámbito del Evangelio. La
redención del hombre anunciada allí se hace aquí realidad en
la persona y en la misión de Jesucristo, en quien
reconocemos también lo que significa la realidad
de la redención para la dignidad y la vocación de la
mujer. Este significado es aclarado por las palabras de
Cristo y por el conjunto de sus actitudes hacia las mujeres,
que es sumamente sencillo y, precisamente por esto,
extraordinario si se considera el ambiente de su tiempo; se
trata de una actitud caracterizada por una extraordinaria
transparencia y profundidad. Diversas mujeres aparecen en el
transcurso de la misión de Jesús de Nazaret, y el encuentro
con cada una de ellas es una confirmación de la «novedad de
vida» evangélica, de la que ya se ha hablado.
Es algo universalmente admitido —incluso por parte de
quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje
cristiano—que Cristo fue ante sus contemporáneos el
promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la
vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto
provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite
del escándalo. «Se sorprendían de que hablara con una mujer»
(Jn 4, 27) porque este comportamiento era diverso del
de los israelitas de su tiempo. Es más, «se sorprendían» los
mismos discípulos de Cristo. Por su parte, el fariseo, a
cuya casa fue la mujer pecadora para ungir con aceite
perfumado los pies de Jesús, «se decía para sí: Si éste
fuera profeta sabría quién y qué clase de mujer es la
que le está tocando, pues es una pecadora» (Lc 7,
39). Gran turbación e incluso «santa indignación» debían
causar en quienes escuchaban, satisfechos de sí mismos,
aquellas palabras de Cristo: «los publicanos y las
prostitutas os precederán en el reino de Dios» (Mt
21, 31).
Quien así hablaba y actuaba daba a entender que conocía a
fondo «los misterios del Reino». También conocía «lo que en
el hombre había» (Jn 2, 25), es decir, en su
intimidad, en su «corazón». Era además testigo del eterno
designio de Dios sobre el hombre creado por Él a su imagen y
semejanza, como hombre y mujer. Era también plenamente
consciente de las consecuencias del pecado, de aquel
«misterio de iniquidad» que actúa en los corazones humanos
como fruto amargo del ofuscamiento de la imagen divina. ¡Qué
significativo es el hecho de que, en el coloquio fundamental
sobre el matrimonio y sobre su indisolubilidad, Jesús,
delante de sus interlocutores, que eran por oficio los
conocedores de la ley, «los escribas», hiciera referencia
al «principio»! La pregunta que le habían hecho era
sobre el derecho «masculino» a «repudiar a la propia mujer
por un motivo cualquiera» (Mt 19, 3); y,
consiguientemente, se refería también al derecho de la mujer
a su justa posición en el matrimonio, a su dignidad. Los
interlocutores de Jesús pensaban que tenían a su favor la
legislación mosaica vigente en Israel: «Moisés prescribió
dar acta de divorcio y repudiarla» (Mt 19, 7). A lo
cual Jesús respondió: «Moisés teniendo en cuenta la dureza
de vuestro corazón os permitió repudiar a vuestras mujeres;
pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Jesús apela
al «principio», esto es, a la creación del hombre, como
varón y mujer, y a aquel designio divino que se fundamenta
en el hecho de que ambos fueron creados «a su imagen y
semejanza». Por esto, cuando el hombre «deja a su padre
y a su madre» para unirse con la propia mujer, llegando a
ser «una sola carne», queda en vigor la ley que proviene de
Dios mismo: «Lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt
19, 6).
El principio de este «ethos», que desde el comienzo ha
sido inserto en la realidad de la creación, es ahora
confirmado por Cristo contradiciendo aquella tradición que
comportaba la discriminación de la mujer. En esta tradición
el varón «dominaba», sin tener en cuenta suficientemente a
la mujer y a aquella dignidad que el «ethos» de la
creación ha puesto en la base de las relaciones
recíprocas de dos personas unidas en matrimonio. Este
«ethos» es recordado y confirmado por las palabras de
Cristo: es el «ethos» del Evangelio y de la redención.
Las mujeres del Evangelio
13. Recorriendo las páginas del Evangelio pasan ante
nuestros ojos un gran número de mujeres, de diversa edad
y condición. Nos encontramos con mujeres aquejadas de
enfermedades o de sufrimientos físicos, como aquella mujer
poseída por «un espíritu que la tenía enferma; estaba
encorvada y no podía en modo alguno enderezarse» (Lc
13, 11), o como la suegra de Simón que estaba «en cama con
la fiebre» (Mc 1, 30), o como la mujer «que padecía
flujo de sangre» (cf. Mc 5, 25-34) y que no podía
tocar a nadie porque pensaba que su contacto hacía al hombre
«impuro». Todas ellas fueron curadas, y la última, la
hemorroisa, que tocó el manto de Jesús «entre la gente» (Mc
5, 27), mereció la alabanza del Señor por su gran fe: «Tu fe
te ha salvado» (Mc 5, 34). Encontramos también a la
hija de Jairo a la que Jesús hizo volver a la vida
diciéndole con ternura: «Muchacha, a ti te lo digo,
levántate» (Mc 5, 41). En otra ocasión es la viuda
de Naim a la que Jesús devuelve a la vida a su hijo
único, acompañando su gesto con una expresión de afectuosa
piedad: «Tuvo compasión de ella y le dijo: "No llores"» (Lc
7, 13). Finalmente vemos a la mujer cananea, una figura que
mereció por parte de Cristo unas palabras de especial
aprecio por su fe, su humildad y por aquella grandeza de
espíritu de la que es capaz sólo el corazón de una madre:
«Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt
15, 28). La mujer cananea suplicaba la curación de su hija.
A veces las mujeres que encontraba Jesús, y que de él
recibieron tantas gracias, lo acompañaban en sus
peregrinaciones con los apóstoles por las ciudades y los
pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios; algunas
de ellas «le asistían con sus bienes». Entre éstas, el
Evangelio nombra a Juana, mujer del administrador de
Herodes, Susana y «otras muchas» (cf. Lc 8, 1-3). En
otras ocasiones las mujeres aparecen en las
parábolas con las que Jesús de Nazaret explicaba a sus
oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo vemos en
la parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10),
de la levadura (cf. Mt 13, 33), de las vírgenes
prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13).
Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la
viuda. Mientras «los ricos (...) echaban sus donativos en el
arca del tesoro (...) una viuda pobre echaba allí dos
moneditas». Entonces Jesús dijo: «Esta viuda pobre ha
echado más que todos (...) ha echado de lo que
necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Lc 21,
1-4). Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al
mismo tiempo que la defiende, pues en el sistema
socio-jurídico de entonces las viudas eran unos seres
totalmente indefensos (cf. también Lc 18, 1-7).
En las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de
comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual
discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el
contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el
respeto y el honor debido a la mujer. La mujer encorvada
es llamada «hija de Abraham» (Lc 13, 16),
mientras en toda la Biblia el título de «hijo de Abraham» se
refiere sólo a los hombres. Recorriendo la vía dolorosa
hacia el Gólgota, Jesús dirá a las mujeres: «Hijas de
Jerusalén, no lloréis por mí» Lc 23, 28). Este modo
de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de
tratarlas, constituye una clara «novedad» respecto a las
costumbres dominantes entonces.
Todo esto resulta aún más explícito referido a aquellas
mujeres que la opinión común señalaba despectivamente como
pecadoras: pecadoras públicas y adúlteras. A la Samaritana
el mismo Jesús dice: «Has tenido cinco maridos y el que
ahora tienes no es marido tuyo». Ella, sintiendo que él
sabía los secretos de su vida, reconoció en Jesús al Mesías
y corrió a anunciarlo a sus compaisanos. El diálogo que
precede a este reconocimiento es uno de los más bellos del
Evangelio (cf. Jn 4, 7-27).
He aquí otra figura de mujer: la de una pecadora pública
que, a pesar de la opinión común que la condena, entra en
casa del fariseo para ungir con aceite perfumado los pies de
Jesús. Este, dirigiéndose al huésped que se escandalizaba de
este hecho, dirá de la mujer: «Quedan perdonados sus muchos
pecados, porque ha mostrado mucho amor» (cf. Lc 7,
37-47).
Y, finalmente, fijémonos en una situación que es quizás la
más elocuente: la de una mujer sorprendida en adulterio
y que es conducida ante Jesús. A la pregunta provocativa:
«Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que
dices?». Jesús responde: «Aquel de vosotros que esté sin
pecado que le arroje la primera piedra». La fuerza de la verdad
contenida en tal respuesta fue tan grande que «se iban retirando
uno tras otro comenzando por los más viejos». Solamente quedan
Jesús y la mujer. «¿Dónde están? ¿Nadie te condena?» —«Nadie,
Señor»— «Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más»
(cf. Jn 8, 3-11).
Estos episodios representan un cuadro de gran
transparencia. Cristo es aquel que «sabe lo que hay en el
hombre» (cf. Jn 2, 25), en el hombre y en la mujer.
Conoce la dignidad del hombre, el valor que tiene
a los ojos de Dios. El mismo Cristo es la confirmación
definitiva de este valor. Todo lo que dice y hace tiene
cumplimiento definitivo en el misterio pascual de la
redención. La actitud de Jesús en relación con las mujeres
que se encuentran con él a lo largo del camino de su
servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de
Dios que, al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en
Cristo (cf. Ef 1, 1-5 ). Por esto, cada mujer es la
«única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí
misma», cada una hereda también desde el «principio» la
dignidad de persona precisamente como mujer. Jesús de
Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la renueva y
hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención,
para lo cual fue enviado al mundo. Es necesario, por
consiguiente, introducir en la dimensión del misterio
pascual cada palabra y cada gesto de Cristo respecto a la
mujer. De esta manera todo tiene su plena explicación.
La mujer sorprendida en adulterio
14. Jesús entra en la situación histórica y concreta
de la mujer, la cual lleva sobre sí la herencia del
pecado. Esta herencia se manifiesta en aquellas
costumbres que discriminan a la mujer en favor del hombre, y
que está enraizada también en ella. Desde este punto de
vista el episodio de la mujer «sorprendida en adulterio»
(cf. Jn 8, 3-11) se presenta particularmente
elocuente. Jesús, al final, le dice: «No peques más»,
pero antes él hace conscientes de su pecado a los
hombres que la acusan para poder lapidarla, manifestando de
esta manera su profunda capacidad de ver, según la verdad,
las conciencias y las obras humanas. Jesús parece decir a
los acusadores: esta mujer con todo su pecado ¿no es quizás
también, y sobre todo, la confirmación de vuestras
transgresiones, de vuestra injusticia «masculina», de
vuestros abusos?
Esta es una verdad válida para todo el género humano.
El hecho referido en el Evangelio de San Juan puede
presentarse de nuevo en cada época histórica, en
innumerables situaciones análogas. Una mujer es dejada sola
con su pecado y es señalada ante la opinión pública,
mientras detrás de este pecado «suyo» se oculta un hombre
pecador, culpable del «pecado de otra persona», es más,
corresponsable del mismo. Y sin embargo, su pecado escapa a
la atención, pasa en silencio; aparece como no responsable
del «pecado de la otra persona». A veces se convierte
incluso en el acusador, como en el caso descrito en el
Evangelio de San Juan, olvidando el propio pecado. Cuántas
veces, en casos parecidos, la mujer paga por el
propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos,
culpable por el pecado del hombre como «pecado del otro»),
pero solamente paga ella, y paga sola. ¡Cuántas veces
queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre,
padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y
junto a tantas «madres solteras» en nuestra sociedad, es
necesario considerar además todas aquellas que muy a menudo,
sufriendo presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre
culpable, «se libran» del niño antes de que nazca. «Se
libran»; pero ¡a qué precio! La opinión pública actual
intenta de modos diversos «anular» el mal de este pecado;
pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue
olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo,
porque ella no logra cancelar su disponibilidad a acoger la
vida, inscrita en su «ethos» desde el «principio».
A este respecto es significativa la actitud de Jesús en
el hecho descrito por San Juan (8, 3-11). Quizás en
pocos momentos como en éste se manifiesta su poder —el poder
de la verdad— en relación con las conciencias humanas. Jesús
aparece sereno, recogido, pensativo. Su conocimiento de los
hechos, tanto aquí como en el coloquio con los fariseos (cf.
Mt 19, 3-9), ¿no está quizás en relación con el
misterio del «principio», cuando el hombre fue creado varón
y mujer, y la mujer fue confiada al hombre con su diversidad
femenina y también con su potencial maternidad? También el
hombre fue confiado por el Creador a la mujer. Ellos fueron
confiados recíprocamente el uno al otro como personas,
creadas a imagen y semejanza de Dios mismo. En esta
entrega se encuentra la medida del amor, del amor esponsal:
para llegar a ser «una entrega sincera» del uno para el otro
es necesario que ambos se sientan responsables del don. Esta
medida está destinada a los dos —hombre y mujer— desde el
«principio». Después del pecado original actúan en el hombre
y en la mujer unas fuerzas contrapuestas a causa de la
triple concupiscencia, el «aguijón del pecado». Ellas actúan
en el hombre desde dentro. Por esto Jesús dirá en el Sermón
de la Montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola,
ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt
5, 28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre
muestran la verdad fundamental de su responsabilidad hacia
la mujer, hacia su dignidad, su maternidad, su vocación.
Indirectamente estas palabras conciernen también a la mujer.
Cristo hacía todo lo posible para que, en el ámbito de las
costumbres y relaciones sociales del tiempo, las mujeres
encontrasen en su enseñanza y en su actuación la propia
subjetividad y dignidad. Basándose en la eterna «unidad de
los dos», esta dignidad depende directamente de la misma
mujer, como sujeto responsable, y al mismo tiempo es «dada
como tarea» al hombre. De modo coherente, Cristo apela a
la responsabilidad del hombre. En esta meditación sobre la
dignidad y la vocación de la mujer, hoy es necesario tomar
como punto de referencia el planteamiento que encontramos en
el Evangelio. La dignidad de la mujer y su vocación —como
también la del hombre— encuentran su eterna fuente en el
corazón de Dios y, teniendo en cuenta las condiciones
temporales de la existencia humana, se relacionan
íntimamente con la «unidad de los dos». Por tanto, cada
hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquélla que le ha
sido confiada como hermana en la humanidad común, como
esposa, no se ha convertido en objeto de adulterio en su
corazón; ha de ver si la que, por razones diversas, es el
co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido
para él en un «objeto»: objeto de placer, de explotación.
Guardianas del mensaje evangélico
15. El modo de actuar de Cristo, el Evangelio de sus
obras y de sus palabras, es un coherente reproche
a cuanto ofende la dignidad de la mujer. Por esto, las
mujeres que se encuentran junto a Cristo se descubren a sí
mismas en la verdad que él «enseña» y que él «realiza»,
incluso cuando ésta es la verdad sobre su propia
«pecaminosidad». Por medio de esta verdad ellas se
sienten «liberadas», reintegradas en su propio ser; se
sienten amadas por un «amor eterno», por un amor que
encuentra la expresión más directa en el mismo Cristo.
Estando bajo el radio de acción de Cristo su posición social
se transforma; sienten que Jesús les habla de cuestiones de
las que en aquellos tiempos no se acostumbraba a discutir
con una mujer. Un ejemplo, en cierto modo muy significativo
al respecto, es el de la Samaritana en el pozo de
Siquem. Jesús —que sabe en efecto que es pecadora y de ello
le habla— dialoga con ella sobre los más profundos
misterios de Dios. Le habla del don infinito del amor de
Dios, que es como «una fuente que brota para la vida eterna»
(Jn 4, 14); le habla de Dios que es Espíritu y de la
verdadera adoración, que el Padre tiene derecho a recibir en
espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24); le revela,
finalmente, que Él es el Mesías prometido a Israel (cf.
Jn 4, 26).
Estamos ante un acontecimiento sin precedentes; aquella
mujer —que además es una «mujer-pecadora»— se
convierte en «discípula» de Cristo; es más, una vez
instruida, anuncia a Cristo a los habitantes de Samaria, de
modo que también ellos lo acogen con fe (cf. Jn 4,
39-42). Es éste un acontecimiento insólito si se tiene en
cuenta el modo usual con que trataban a las mujeres los que
enseñaban en Israel; pero, en el modo de actuar de Jesús de
Nazaret un hecho semejante es normal. A este propósito,
merecen un recuerdo especial las hermanas de Lázaro; «Jesús
amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro» (cf. Jn
11, 5). María, «escuchaba la palabra» de Jesús; cuando fue a
visitarlos a su casa él mismo definió el comportamiento de
María como «la mejor parte» respecto a la preocupación de
Marta por las tareas domésticas (cf. Lc 10, 38-42).
En otra ocasión, la misma Marta —después de la muerte de
Lázaro— se convierte en interlocutora de Cristo y habla
acerca de las verdades más profundas de la revelación y de
la fe.
— «Señor si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»
— «Tu hermano resucitará».
— «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último
día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección. El que cree en
mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás. ¿Crees esto?».
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, el que iba a venir al mundo» (Jn 11, 21-27).
Después de esta profesión de fe Jesús resucitó a Lázaro.
También el coloquio con Marta es uno de los más
importantes del Evangelio.
Cristo habla con las mujeres acerca de las cosas de Dios
y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de
mente y de corazón, una respuesta de fe. Jesús manifiesta
aprecio por dicha respuesta, tan «femenina», y —como en el
caso de la mujer cananea (cf. Mt 15, 28)— también
admiración. A veces propone como ejemplo esta fe viva
impregnada de amor; él enseña, por tanto, tomando
pie de esta respuesta femenina de la mente y del corazón.
Así sucede en el caso de aquella mujer «pecadora» en
casa del fariseo, cuyo modo de actuar es el punto de partida
por parte de Jesús para explicar la verdad sobre la remisión
de los pecados: «Quedan perdonados sus muchos pecados,
porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona,
poco amor muestra» (Lc 7, 47). Con ocasión de otra
unción Jesús defiende, delante de sus discípulos y, en
particular, de Judas, a la mujer y su acción: «¿Por qué
molestáis a esta mujer? Pues una "obra buena" ha hecho
conmigo (...) al derramar ella este ungüento sobre mi
cuerpo, en vista de mi sepultura lo ha hecho. Yo os aseguro:
dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo
entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para
memoria suya» (Mt 26, 6-13).
En realidad los Evangelios no sólo describen lo que ha
realizado aquella mujer en Betania, en casa de Simón el
leproso, sino que, además, ponen en evidencia que, en el
momento de la prueba definitiva y decisiva para toda la
misión mesiánica de Jesús de Nazaret, a los pies de la
Cruz estaban en primer lugar las mujeres. De los
apóstoles sólo Juan permaneció fiel; las mujeres eran
muchas. No sólo estaba la Madre de Cristo y «la hermana de
su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena» (Jn
19, 25), sino que «había allí muchas mujeres mirando desde
lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea
para servirle» (Mt 27, 55). Como podemos ver, en ésta
que fue la prueba más dura de la fe y de la fidelidad las
mujeres se mostraron más fuertes que los apóstoles; en los
momentos de peligro aquellas que «aman mucho» logran vencer
el miedo. Antes de esto habían estado las mujeres en la
vía dolorosa, «que se dolían y se lamentaban por él» (Lc
23, 27). Y antes aun había intervenido también la mujer
de Pilatos, que advirtió a su marido: «No te metas con
ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su
causa» (Mt 27, 19).
Las primeras testigos de la resurrección
16. Desde el principio de la misión de Cristo, la mujer
demuestra hacia él y hacia su misterio una sensibilidad
especial, que corresponde a una característica de
su femineidad . Hay que decir también que esto
encuentra una confirmación particular en relación con el
misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión
sino también el día de la resurrección. Las mujeres son las
primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras que
lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen: «No está
aquí, ha resucitado como lo había anunciado» (Mt
28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies (cf. Mt
28, 9). Son igualmente las primeras en ser llamadas a
anunciar esta verdad a los apóstoles (cf. Mt 28,
1-10; Lc 24, 8-11). El Evangelio de Juan (cf. también
Mc 16, 9) pone de relieve el papel especial de
María de Magdala. Es la primera que encuentra a Cristo
resucitado. Al principio lo confunde con el guardián del
jardín; lo reconoce solamente cuando él la llama por su
nombre: «Jesús le dice: "María". Ella se vuelve y le dice en
hebreo: "Rabbuní" —que quiere decir: "Maestro"—. Dícele
Jesús: "No me toques, que todavía no he subido al Padre.
Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y
vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Fue María
Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y
que había dicho estas palabras» (Jn 20, 16-18).
Por esto ha sido llamada «la apóstol de los apóstoles»
[38].
Antes que los apóstoles, María de Magdala fue testigo ocular
de Cristo resucitado, y por esta razón fue también la
primera en dar testimonio de él ante de los apóstoles.
Este acontecimiento, en cierto sentido, corona todo lo que
se ha dicho anteriormente sobre el hecho de que Jesús
confiaba a las mujeres las verdades divinas, lo mismo que a
los hombres. Puede decirse que de esta manera se han
cumplido las palabras del Profeta: «Yo derramaré mi
espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras
hijas profetizarán» (Jl 3, 1). Al cumplirse los
cincuenta días de la resurrección de Cristo, estas palabras
encuentran una vez más confirmación en el cenáculo de
Jerusalén, con la venida del Espíritu Santo, el Paráclito
(cf. Act 2, 17).
Lo dicho hasta ahora acerca de la actitud de Cristo en
relación con la mujer, confirma y aclara en el Espíritu
Santo la verdad sobre la igualdad de ambos —hombre y mujer—.
Se debe hablar de una esencial «igualdad», pues al haber
sido los dos —tanto la mujer como el hombre— creados a
imagen y semejanza de Dios, ambos son, en la misma medida,
susceptibles de la dádiva de la verdad divina y del amor en
el Espíritu Santo. Los dos experimentan igualmente sus
«visitas» salvíficas y santificantes.
El hecho de ser hombre o mujer no comporta aquí ninguna
limitación, así como no limita absolutamente la acción
salvífica y santificante del Espíritu en el hombre el hecho
de ser judío o griego, esclavo o libre, según las conocidas
palabras del Apóstol: «Porque todos sois uno en Cristo
Jesús» (Gál 3, 28). Esta unidad no anula la
diversidad. El Espíritu Santo, que realiza esta unidad
en el orden sobrenatural de la gracia santificante,
contribuye en igual medida al hecho de que «profeticen
vuestros hijos» al igual que «vuestras hijas». «Profetizar»
significa expresar con la palabra y con la vida «las
maravillas de Dios» (cf. Act 2, 11), conservando la
verdad y la originalidad de cada persona, sea mujer u
hombre. La «igualdad» evangélica, la «igualdad» de la mujer
y del hombre en relación con «las maravillas de Dios», tal
como se manifiesta de modo tan límpido en las obras y en las
palabras de Jesús de Nazaret, constituye la base más
evidente de la dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia
y en el mundo. Toda vocación tiene un sentido
profundamente personal y profético. Entendida así la
vocación, lo que es personalmente femenino adquiere una
medida nueva: la medida de las «maravillas de Dios», de las
que la mujer es sujeto vivo y testigo insustituible.
MATERNIDAD - VIRGINIDAD
Dos dimensiones de la vocación de la mujer
17. Hagamos ahora objeto de nuestra meditación la
virginidad y la maternidad, como dos dimensiones
particulares de la realización de la personalidad femenina.
A la luz del Evangelio éstas adquieren la plenitud de su
sentido y de su valor en María, que como Virgen llega a ser
Madre del Hijo de Dios. Estas dos dimensiones de la
vocación femenina se han encontrado y unido en ella de
modo excepcional, de manera que una no ha excluido la otra,
sino que la ha completado admirablemente. La descripción de
la Anunciación en el Evangelio de San Lucas indica
claramente que esto parecía imposible a la misma Virgen de
Nazaret. Ella, al oír que le dicen: «Vas a concebir en el
seno y vas a dar a luz un Hijo a quien pondrás por nombre
Jesús», pregunta a continuación: «¿Cómo podrá ser esto, pues
yo no conozco varón?» (Lc 1, 31. 34). En el orden
común de las cosas la maternidad es fruto del recíproco
«conocimiento» del hombre y de la mujer en la unión
matrimonial. María, firme en el propósito de su virginidad,
pregunta al mensajero divino y obtiene la explicación: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti», tu maternidad no será
consecuencia de un «conocimiento» matrimonial, sino obra del
Espíritu Santo, y «el poder del Altísimo» extenderá su
«sombra» sobre el misterio de la concepción y del nacimiento
del Hijo. Como Hijo del Altísimo, él te es dado
exclusivamente por Dios, en el modo conocido por Dios.
María, por consiguiente, ha mantenido su virginal «no
conozco varón» (cf. Lc 1, 34) y al mismo tiempo se ha
convertido en madre. La virginidad y la maternidad
coexisten en ella, sin excluirse recíprocamente ni
ponerse límites; es más, la persona de la Madre de Dios
ayuda a todos —especialmente a las mujeres— a vislumbrar el
modo en que estas dos dimensiones y estos dos caminos de la
vocación de la mujer, como persona, se explican y se
completan recíprocamente.
Maternidad
18. Para tomar parte en este «vislumbrar», es necesario
una vez más profundizar en la verdad sobre la persona
humana, como la presenta el Concilio Vaticano II. El
hombre —varón o mujer— es la única criatura terrestre a la
que Dios ha amado por sí misma, es decir, es una persona, es
un sujeto que decide sobre sí mismo. Al mismo tiempo, el
hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás»
[39].
Se ha dicho ya que esta descripción —que en cierto sentido
es definición de la persona— corresponde a la verdad bíblica
fundamental acerca de la creación del hombre —hombre y
mujer— a imagen y semejanza de Dios. Esta no es una
interpretación puramente teórica o una definición abstracta,
pues indica de modo esencial el sentido de ser
hombre, poniendo de relieve el valor del don de sí,
de la persona. En esta visión de la persona está
contenida también la parte esencial de aquel «ethos» que
—referido a la verdad de la creación— será desarrollado
plenamente por los Libros de la Revelación y, de modo
particular, por los Evangelios.
Esta verdad sobre la persona abre además el camino a
una plena comprensión de la maternidad de la mujer. La
maternidad es fruto de la unión matrimonial de un hombre y
de una mujer, es decir, de aquel «conocimiento» bíblico que
corresponde a la «unión de los dos en una sola carne» (cf.
Gén 2, 24); de este modo se realiza —por parte de la
mujer— un «don de sí» especial, como expresión de aquel amor
esponsal mediante el cual los esposos se unen íntimamente
para ser «una sola carne». El «conocimiento» bíblico se
realiza según la verdad de la persona sólo cuando el don
recíproco de sí mismo no es deformado por el deseo del
hombre de convertirse en «dueño» de su esposa («él te
dominará») o por el cerrarse de la mujer en sus propios
instintos («hacia tu marido irá tu apetencia»: Gén 3,
16).
El don recíproco de la persona en el matrimonio se
abre hacia el don de una nueva vida, es decir, de un
nuevo hombre, que es también persona a semejanza de sus
padres. La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica
una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es
precisamente el «papel» de la mujer. En dicha apertura, esto
es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer «se realiza
en plenitud a través del don sincero de sí». El don de la
disponibilidad interior para aceptar al hijo y traerle al
mundo está vinculado a la unión matrimonial que, como se ha
dicho, debería constituir un momento particular del don
recíproco de sí por parte de la mujer y del hombre. La
concepción y el nacimiento del nuevo hombre, según la
Biblia, están acompañados por las palabras siguientes de la
mujer-madre: «He adquirido un varón con el favor de
Yahveh» (Gén 4, 1). La exclamación de Eva, «madre de
todos los vivientes», se repite cada vez que viene al mundo
una nueva criatura y expresa el gozo y la convicción de la
mujer de participar en el gran misterio del eterno
engendrar. Los esposos, en efecto, participan del poder
creador de Dios.
La maternidad de la mujer, en el período comprendido
entre la concepción y el nacimiento del niño, es un proceso
biofisiológico y psíquico que hoy día se conoce mejor que en
tiempos pasados y que es objeto de profundos estudios. El
análisis científico confirma plenamente que la misma
constitución física de la mujer y su organismo tienen una
disposición natural para la maternidad, es decir, para la
concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la
unión matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto
corresponde también a la estructura psíquico-física de la
mujer. Todo lo que las diversas ramas de la ciencia dicen
sobre esta materia es importante y útil, a condición de que
no se limiten a una interpretación exclusivamente
biofisiológica de la mujer y de la maternidad. Una imagen
así «empequeñecida» estaría a la misma altura de la
concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso
se habría perdido lo que verdaderamente es esencial: la
maternidad, como hecho y fenómeno humano, tiene su
explicación plena en base a la verdad sobre la persona. La
maternidad está unida a la estructura personal del ser
mujer y a la dimensión personal del don: «He adquirido
un varón con el favor de Yahveh» (Gén 4, 1). El
Creador concede a los padres el don de un hijo. Por parte de
la mujer, este hecho está unido de modo especial a «un don
sincero de sí». Las palabras de María en la Anunciación
«hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) significan
la disponibilidad de la mujer al don de sí, y a la
aceptación de la nueva vida.
En la maternidad de la mujer, unida a la paternidad del
hombre, se refleja el eterno misterio del engendrar que
existe en Dios mismo, uno y trino (cf. Ef 3, 14-15).
El humano engendrar es común al hombre y a la mujer. Y si la
mujer, guiada por el amor hacia su marido, dice: «te he dado
un hijo», sus palabras significan al mismo tiempo: «este es
nuestro hijo». Sin embargo, aunque los dos sean padres de su
niño, la maternidad de la mujer constituye una «parte»
especial de este ser padres en común, así como la parte
más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a
los dos, es una realidad más profunda en la mujer,
especialmente en el período prenatal. La mujer es «la que
paga» directamente por este común engendrar, que absorbe
literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por
consiguiente, es necesario que el hombre sea
plenamente consciente de que en este ser padres en común, él
contrae una deuda especial con la mujer. Ningún
programa de «igualdad de derechos» del hombre y de la mujer
es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo
totalmente esencial.
La maternidad conlleva una comunión especial con el
misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La
madre admira este misterio y con intuición singular
«comprende» lo que lleva en su interior. A la luz del
«principio» la madre acepta y ama al hijo que lleva en su
seno como una persona. Este modo único de contacto con el
nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud
hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el
hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la
personalidad de la mujer. Comúnmente se piensa que la
mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención
hacia la persona concreta y que la maternidad
desarrolla todavía más esta disposición. El hombre, no
obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra
siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del
niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre
su propia «paternidad». Podríamos decir que esto
forma parte del normal mecanismo humano de ser padres,
incluso cuando se trata de las etapas sucesivas al
nacimiento del niño, especialmente al comienzo. La educación
del hijo —entendida globalmente— debería abarcar en sí la
doble aportación de los padres: la materna y la paterna. Sin
embargo, la contribución materna es decisiva y básica para
la nueva personalidad humana.
La maternidad en relación con la Alianza
19. Volvemos en nuestra reflexión al paradigma bíblico
de la «mujer» tomado del Protoevangelio. La «mujer»,
como madre y como primera educadora del hombre (la educación
es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una
precedencia específica sobre el hombre. Si su maternidad,
considerada ante todo en sentido biofísico, depende del
hombre, ella imprime un «signo» esencial sobre todo el
proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos e
hijas de la estirpe humana. La maternidad de la mujer, en
sentido biofísico, manifiesta una aparente pasividad: el
proceso de formación de una nueva vida «tiene lugar» en
ella, en su organismo, implicándolo profundamente. Al mismo
tiempo, la maternidad bajo el aspecto personal-ético
expresa una creatividad muy importante de la mujer, de la
cual depende de manera decisiva la misma humanidad de la
nueva criatura. También en este sentido la maternidad de la
mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos
al hombre y a su paternidad.
El paradigma bíblico de la «mujer» culmina en la
maternidad de la Madre de Dios. Las palabras del
Protoevangelio: «Pondré enemistad entre ti y la mujer»,
encuentran aquí una nueva confirmación. He aquí que Dios
inicia en ella, con su «fiat» materno («hágase en mí»),
una nueva alianza con la humanidad. Esta es la
Alianza eterna y definitiva en Cristo, en su cuerpo y
sangre, en su cruz y resurrección. Precisamente porque esta
Alianza debe cumplirse «en la carne y la sangre» su comienzo
se encuentra en la Madre. El «Hijo del Altísimo» solamente
gracias a ella, gracias a su «fiat» virginal y materno,
puede decir al Padre: «Me has formado un cuerpo. He aquí que
vengo, Padre, para hacer tu voluntad» (cf. Heb 10, 5.
7).
En el orden de la Alianza que Dios ha realizado con el
hombre en Jesucristo ha sido introducida la maternidad de la
mujer. Y cada vez, todas las veces que la maternidad de
la mujer se repite en la historia humana sobre la
tierra, está siempre en relación con la Alianza que
Dios ha establecido con el género humano mediante la
maternidad de la Madre de Dios.
¿Acaso no se demuestra esta realidad en la misma
respuesta de Jesús al grito de aquella mujer en medio de la
multitud, que lo alababa por la maternidad de su Madre:
«Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron»?
Jesús respondió: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra
de Dios y la guardan» (Lc 11, 27-28 ). Jesús confirma
el sentido de la maternidad referida al cuerpo; pero al
mismo tiempo indica un sentido aún más profundo, que se
relaciona con el plano del espíritu: la maternidad es signo
de la Alianza con Dios, que «es espíritu» (Jn 4, 24).
Tal es, sobre todo, la maternidad de la Madre de Dios.
También la maternidad de cada mujer, vista a la luz
del Evangelio, no es solamente «de la carne y de la sangre»,
pues en ella se manifiesta la profunda «escucha de la
palabra del Dios vivo» y la disponibilidad para
«custodiar» esta Palabra, que es «palabra de vida eterna»
(cf. Jn 6, 68). En efecto, son precisamente los
nacidos de las madres terrenas, los hijos y las hijas del
género humano, los que reciben del Hijo de Dios el poder de
llegar a ser «hijos de Dios» (Jn 1, 12). La dimensión
de la nueva Alianza en la sangre de Cristo ilumina el
generar humano, convirtiéndolo en realidad y cometido de
«nuevas criaturas» (cf. 2 Cor 5, 17). Desde el punto
de vista de la historia de cada hombre, la maternidad de la
mujer constituye el primer umbral, cuya superación
condiciona también «la revelación de los hijos de Dios» (cf.
Rom 8, 19).
«La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le
ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz al niño, ya
no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido
un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). La primera parte
de estas palabras de Cristo se refieren a «los dolores del
parto», que pertenecen a la herencia del pecado original;
pero al mismo tiempo indican la relación que existe
entre la maternidad de la mujer y el misterio pascual.
En efecto, en dicho misterio está contenido también el
dolor de la Madre bajo la Cruz; la Madre que participa
mediante la fe en el misterio desconcertante del «despojo»
del propio Hijo. «Esta es, quizás, la "kénosis"
más profunda de la fe en la historia de la humanidad»
[40].
Contemplando esta Madre, a la que «una espada ha
atravesado el corazón» (cf. Lc 2, 35), el pensamiento
se dirige a todas las mujeres que sufren en el mundo,
tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña
también un papel particular la sensibilidad propia de la
mujer, aunque a menudo ella sabe soportar el sufrimiento
mejor que el hombre. Es difícil enumerar y llamar por su
nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la
solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están
enfermos o van por mal camino, la muerte de sus seres
queridos, la soledad de las madres olvidadas por los hijos
adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres
que luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que
son víctimas de injusticias o de explotación. Finalmente
están los sufrimientos de la conciencia a causa del pecado
que ha herido la dignidad humana o materna de la mujer; son
heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan.
También con estos sufrimientos es necesario ponerse junto a
la cruz de Cristo.
Pero las palabras del Evangelio sobre la mujer que sufre,
cuando le llega la hora de dar a luz un hijo, expresan
inmediatamente el gozo: «el gozo de que ha nacido un
hombre en el mundo». Este gozo también está relacionado
con el misterio pascual, es decir, con aquel gozo que
reciben los Apóstoles el día de la resurrección de
Cristo: «También vosotros estáis tristes ahora» (estas
palabras fueron pronunciadas la víspera de la pasión); «pero
volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra
alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 22).
La virginidad por el Reino
20. En las enseñanzas de Cristo la maternidad está
unida a la virginidad, aunque son cosas distintas.
A este propósito, es fundamental la frase de Jesús dicha en
el coloquio sobre la indisolubilidad del matrimonio. Al oír
la respuesta que el Señor dio a los fariseos, los discípulos
le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto de su
mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10).
Prescindiendo del sentido que aquel «no trae cuenta» tuviera
entonces en la mente de los discípulos, Cristo
aprovecha la ocasión de aquella opinión errónea para
instruirles sobre el valor del celibato; distingue el
celibato debido a defectos naturales —incluidos los causados
por el hombre— del «celibato por el Reino de los cielos».
Cristo dice: «Hay eunucos que se hicieron tales a sí
mismos por el Reino de los cielos» (Mt 19, 12). Por
consiguiente, se trata de un celibato libre, elegido por el
Reino de los cielos, en consideración de la vocación
escatológica del hombre a la unión con Dios. Y añade: «Quien
pueda entender, que entienda». Estas palabras son
reiteración de lo que había dicho al comenzar a hablar del
celibato (cf. Mt 19, 11). Por tanto este celibato
por el Reino de los cielos no es solamente fruto de una
opción libre por parte del hombre, sino también de una
gracia especial por parte de Dios, que llama a una
persona determinada a vivir el celibato. Si éste es un signo
especial del Reino de Dios que ha de venir, al mismo tiempo
sirve para dedicar a este Reino escatológico todas las
energías del alma y del cuerpo de un modo exclusivo, durante
la vida temporal.
Las palabras de Jesús son la respuesta a la pregunta de
los discípulos. Están dirigidas directamente a aquellos que
hicieron la pregunta y que en este caso eran sólo hombres.
No obstante, la respuesta de Cristo, en sí misma, tiene
valor tanto para los hombres como para las mujeres y,
en este contexto, indica también el ideal evangélico de la
virginidad, que constituye una clara «novedad» en relación
con la tradición del Antiguo Testamento. Esta tradición
ciertamente enlazaba de alguna manera con la esperanza de
Israel, y especialmente de la mujer de Israel, por la venida
del Mesías, que debía ser de la «estirpe de la mujer». En
efecto, el ideal del celibato y de la virginidad como
expresión de una mayor cercanía a Dios no era totalmente
ajeno en ciertos ambientes judíos, sobre todo en los tiempos
que precedieron inmediatamente a la venida de Jesús. Sin
embargo, el celibato por el Reino, o sea, la virginidad, es
una novedad innegable vinculada a la Encarnación de Dios.
Desde el momento de la venida de Cristo la espera del
Pueblo de Dios debe dirigirse al Reino escatológico que ha
de venir y en el cual él mismo ha de introducir «al nuevo
Israel». En efecto, para realizar un cambio tan profundo en
la escala de valores, es indispensable una nueva conciencia
de la fe, que Cristo subraya por dos veces: «Quien pueda
entender, que entienda»; esto lo comprenden solamente
«aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
María es la primera persona en la que se ha
manifestado esta nueva conciencia, ya que pregunta al
ángel: «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc
1, 34). Aunque «estaba desposada con un hombre llamado José»
(cf. Lc 1, 27), ella estaba firme en su propósito de
virginidad, y la maternidad que se realizó en ella provenía
exclusivamente del «poder del Altísimo», era fruto de la
venida del Espíritu Santo sobre ella (cf. Lc 1, 35).
Esta maternidad divina, por tanto, es la respuesta
totalmente imprevisible a la esperanza humana de la mujer en
Israel: esta maternidad llega a María como un don de Dios
mismo. Este don se ha convertido en el principio y el
prototipo de una nueva esperanza para todos los hombres
según la Alianza eterna, según la nueva y definitiva promesa
de Dios: signo de la esperanza escatológica.
Teniendo como base el Evangelio se ha desarrollado y
profundizado el sentido de la virginidad como vocación
también de la mujer, con la que se reafirma su dignidad a
semejanza de la Virgen de Nazaret. El Evangelio propone
el ideal de la consagración de la persona, es decir, su
dedicación exclusiva a Dios en virtud de los consejos
evangélicos, en particular los de castidad, pobreza y
obediencia, cuya encarnación más perfecta es Jesucristo
mismo. Quien desee seguirlo de modo radical opta por una
vida según estos consejos, que se distinguen de los
mandamientos e indican al cristiano el camino de la
radicalidad evangélica. Ya desde los comienzos del
cristianismo hombres y mujeres se han orientado por este
camino, pues el ideal evangélico se dirige al ser humano sin
ninguna diferencia en razón del sexo.
En este contexto más amplio hay que considerar la
virginidad también como un camino para la mujer; un
camino en el que, de un modo diverso al matrimonio, ella
realiza su personalidad de mujer. Para comprender esta
opción es necesario recurrir una vez más al concepto
fundamental de la antropología cristiana. En la virginidad
libremente elegida la mujer se reafirma a sí misma como
persona, es decir, como un ser que el Creador ha amado por
sí misma desde el principio
[41]
y, al mismo tiempo, realiza el valor personal de la propia
femineidad, convirtiéndose en «don sincero» a Dios, que se
ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor del hombre
y Esposo de las almas: un don «esponsal». No se puede
comprender rectamente la virginidad, la consagración de
la mujer en la virginidad, sin recurrir al amor esponsal;
en efecto, en tal amor la persona se convierte en don
para el otro
[42].
Por otra parte, de modo análogo ha de entenderse la
consagración del hombre en el celibato sacerdotal o en el
estado religioso.
La natural disposición esponsal de la personalidad
femenina halla una respuesta en la virginidad entendida así.
La mujer, llamada desde el «principio» a ser amada y a amar,
en la vocación a la virginidad encuentra sobre todo
a Cristo, como el Redentor que «amó hasta el extremo»
por medio del don total de sí mismo y ella responde a
este don con el «don sincero» de toda su vida. Se da al
Esposo divino y esta entrega personal tiende a una unión de
carácter propiamente espiritual: mediante la acción del
Espíritu Santo se convierte en «un solo espíritu» con
Cristo-Esposo (cf. 1 Cor 6, 17).
Este es el ideal evangélico de la virginidad, en el que
se realizan de modo especial tanto la dignidad como la
vocación de la mujer. En la virginidad entendida así se
expresa el llamado radicalismo del Evangelio: Dejarlo
todo y seguir a Cristo (cf. Mt 19, 27), lo cual no
puede compararse con el simple quedarse soltera o célibe,
pues la virginidad no se limita únicamente al «no», sino que
contiene un profundo «sí» en el orden esponsal: el
entregarse por amor de un modo total e indiviso.
La maternidad según el espíritu
21. La virginidad en el sentido evangélico comporta la
renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad
física. Sin embargo la renuncia a este tipo de
maternidad, que puede comportar incluso un gran sacrificio
para el corazón de la mujer, se abre a la experiencia de una
maternidad en sentido diverso: la maternidad «según el
espíritu» (cf. Rom 8, 4). En efecto, la
virginidad no priva a la mujer de sus prerrogativas. La
maternidad espiritual reviste formas múltiples. En la vida
de las mujeres consagradas que, por ejemplo, viven según el
carisma y las reglas de los diferentes Institutos de
carácter apostólico, dicha maternidad se podrá expresar como
solicitud por los hombres, especialmente por los más
necesitados: los enfermos, los minusválidos, los
abandonados, los huérfanos, los ancianos, los niños, los
jóvenes, los encarcelados y, en general, los marginados.
Una mujer consagrada encuentra de esta manera al Esposo,
diferente y único en todos y en cada uno, según sus mismas
palabras: «Cuanto hicisteis a uno de éstos ... a mí me lo
hicisteis» (Mt 25, 40). El amor esponsal comporta
siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre
cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio
esta disponibilidad —aún estando abierta a todos— consiste
de modo particular en el amor que los padres dan a sus
hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta
a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo Esposo.
En relación con Cristo, que es el Redentor de todos y de
cada uno, el amor esponsal, cuyo potencial materno se halla
en el corazón de la mujer-esposa virginal, también está
dispuesto a abrirse a todos y a cada uno. Esto se verifica
en las Comunidades religiosas de vida apostólica de modo
diverso que en las de vida contemplativa o de clausura.
Existen además otras formas de vocación a la virginidad por
el Reino, como, por ejemplo, los Institutos Seculares, o las
Comunidades de consagrados que florecen dentro de los
Movimientos, Grupos o Asociaciones; en todas estas
realidades, la misma verdad sobre la maternidad
espiritual de las personas que viven la virginidad halla
una configuración multiforme. Pero no se trata aquí
solamente de formas comunitarias, sino también de formas
extracomunitarias. En definitiva la virginidad, como
vocación de la mujer, es siempre la vocación de una persona
concreta e irrepetible. Por tanto, también la maternidad
espiritual, que se expresa en esta vocación, es
profundamente personal.
Sobre esta base se verifica también un acercamiento
específico entre la virginidad de la mujer no
casada y la maternidad de la mujer casada. Este
acercamiento va no sólo de la maternidad a la virginidad
—como ha sido puesto de relieve anteriormente— sino que va
también de la virginidad hacia el matrimonio, entendido como
forma de vocación de la mujer por el que ésta se convierte
en madre de los hijos nacidos de su seno. El punto de
partida de esta segunda analogía es el sentido de las
nupcias. En efecto, una mujer «se casa» tanto mediante
el sacramento del matrimonio como, espiritualmente, mediante
las nupcias con Cristo. En uno y otro caso las nupcias
indican la «entrega sincera de la persona» de la esposa
al esposo. De este modo puede decirse que el perfil del
matrimonio tiene su raíz espiritual en la virginidad. Y si
se trata de la maternidad física ¿no debe quizás ser ésta
también una maternidad espiritual, para responder a la
verdad global sobre el hombre que es unidad de cuerpo y
espíritu? Existen, por lo tanto, muchas razones para
entrever en estos dos caminos diversos —dos vocaciones
diferentes de vida en la mujer— una profunda
complementariedad e incluso una profunda unión en el
interior de la persona.
«Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto»
22. El Evangelio revela y permite entender precisamente
este modo de ser de la persona humana. El Evangelio
ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este
modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad
respecto a los dones del Espíritu Santo y las «maravillas de
Dios» (Act 2, 11). Y no sólo esto. Precisamente ante
las «maravillas de Dios» el Apóstol-hombre siente la
necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para
expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así
se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas
con estas palabras: «Hijos míos, por quienes sufro de
nuevo dolores de parto» (Gál 4, 19). En la primera
Carta a los Corintios (7, 38) el apóstol anuncia la
superioridad de la virginidad sobre el matrimonio —doctrina
constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como
leemos en el evangelio de San Mateo (19, 10-12)—,
pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la
maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la
misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra
algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un reflejo de la misma analogía —y de la misma verdad— lo
hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia.
María es la «figura» de la Iglesia
[43]:
«Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada
también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen,
presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto
de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al
mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó
primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29),
esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera
con amor materno»
[44].
«La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su
caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se
hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada
con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos
por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios»
[45].
Se trata de la maternidad «según el espíritu» en relación
con los hijos y las hijas del género humano. Y tal
maternidad —como ya se ha dicho— es también la «parte» de la
mujer en la virginidad. La Iglesia «es igualmente virgen,
que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo»
[46].
Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por
consiguiente, «a imitación de la Madre de su Señor, por la
virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe
íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera»
[47].
El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre
de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia,
su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente
hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico
de la «mujer», como se delinea claramente ya en la
descripción del «principio» (cf. Gén 3, 15) y
a lo largo del camino que va de la creación —pasando por el
pecado— hasta la redención. De este modo se confirma la
profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la
economía divina de la salvación en la historia del hombre.
La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr
una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que
es «humano», sin una adecuada referencia a lo que es
«femenino». Así sucede, de modo análogo, en la economía
salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en
relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de
lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la
«mujer»: virgen-madre-esposa.
LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO
«Gran misterio»
23. Las palabras de la Carta a los Efesios tienen
una importancia fundamental en relación con este tema:
«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la
palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que
tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa
e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como
a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí
mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes
bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo
a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio
es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia»
(5, 25-32).
En esta Carta el autor expresa la verdad sobre la
Iglesia como esposa de Cristo, indicando además que esta
verdad se basa en la realidad bíblica de la creación del
hombre, varón y mujer. Creados a imagen y semejanza de
Dios como «unidad de los dos», ambos han sido llamados a un
amor de carácter esponsal. Puede también decirse, siguiendo
la descripción de la creación en el Libro del Génesis
(2, 18-25), que esta llamada fundamental aparece juntamente
con la creación de la mujer y es llevada a cabo por el
Creador en la institución del matrimonio, que según el
Génesis 2, 24 tiene desde el principio el carácter de
unión de las personas («communio personarum»). Aunque
no de modo directo, la misma descripción del «principio»
(cf. Gén 1, 27; 2, 24) indica que todo el «ethos» de
las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer debe
corresponder a la verdad personal de su ser.
Todo esto ya ha sido considerado anteriormente. El texto
de la Carta a los Efesios confirma de nuevo la verdad
anterior y al mismo tiempo compara el carácter esponsal del
amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y
de la Iglesia. Cristo es el esposo de la Iglesia, la
Iglesia es la esposa de Cristo. Esta analogía tiene sus
precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba
contenido en el Antiguo Testamento, de modo
particular en los profetas Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías
[48].
Cada uno de estos textos merecerá un análisis por separado.
Citemos al menos un texto. Dios, por medio del profeta,
habla a su pueblo elegido de esta manera: «No temas, que no
te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida,
pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás y la afrenta de tu
viudez no recordarás jamás. Porque tu Esposo es tu
hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te
rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se
llama (...). La mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu
Dios. Por un breve instante te abandoné pero con gran
compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi
rostro por un instante, pero con amor eterno te he
compadecido, dice Yahveh tu Redentor (...) Porque los montes
se correrán y las colinas se moverán mas mi amor de tu
lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá»
(Is 54, 4-8. 10).
Por haber sido creado el ser humano —hombre y mujer— a
imagen y semejanza de Dios, Dios puede hablar de sí por boca
del profeta, sirviéndose de un lenguaje que es humano por
esencia. En el texto de Isaías que hemos citado, es «humano»
el modo de expresarse el amor de Dios, pero el amor
mismo es divino. Al ser amor de Dios, tiene un
carácter esponsal propiamente divino, aunque sea expresado
mediante la analogía del amor del hombre hacia la mujer.
Esta mujer-esposa es Israel, como pueblo elegido por Dios, y
esta elección tiene su origen exclusivamente en el amor
gratuito de Dios. Precisamente mediante este amor se explica
la Alianza, presentada con frecuencia como una alianza
matrimonial que Dios, una y otra vez, hace con su pueblo
elegido. Por parte de Dios es un «compromiso» duradero; Él
permanece fiel a su amor esponsal, aunque la esposa le haya
sido infiel repetidamente.
Esta imagen del amor esponsal junto con la figura
del Esposo divino —imagen muy clara en los textos
proféticos— encuentra su afirmación y plenitud en la
Carta a los Efesios (5, 23-32). Cristo es
saludado como esposo por Juan el Bautista (cf. Jn 3,
27-29); más aún, Cristo se aplica esta comparación tomada de
los profetas (cf. Mc 2, 19-20). El apóstol Pablo, que
es portador del patrimonio del Antiguo Testamento, escribe a
los Corintios: «Celoso estoy de vosotros con celos de Dios.
Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros
cual casta virgen a Cristo» (2 Cor 11, 2). Pero la
plena expresión de la verdad sobre el amor de Cristo
Redentor, según la analogía del amor esponsal en el
matrimonio, se encuentra en la Carta a los Efesios:
«Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella»
(5, 25); con esto recibe plena confirmación el hecho de
que la Iglesia es la Esposa de Cristo: «El que te rescata es
el Santo de Israel» (Is 54, 5). En el texto paulino
la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en
dos direcciones que constituyen la totalidad del «gran
misterio» («sacramentum magnum»). La alianza propia
de los esposos «explica» el carácter esponsal de la unión de
Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión —como «gran
sacramento»— determina la sacramentalidad del matrimonio
como alianza santa de los esposos, hombre y mujer. Leyendo
este pasaje rico y complejo, que en su conjunto es una
gran analogía, hemos de distinguir lo que en él
expresa la realidad humana de las relaciones
interpersonales, de lo que, con lenguaje simbólico, expresa
el «gran misterio» divino.
La «novedad» evangélica
24. El texto se dirige a los esposos, como mujeres y
hombres concretos, y les recuerda el «ethos» del amor
esponsal que se remonta a la institución divina del
matrimonio desde el «principio». A la verdad de esta
institución responde la exhortación «maridos, amad a
vuestras mujeres», amadlas como exigencia de esa unión
especial y única, mediante la cual el hombre y la mujer
llegan a ser «una sola carne» en el matrimonio (Gén
2, 24; Ef 5, 31). En este amor se da una
afirmación fundamental de la mujer como persona,
una afirmación gracias a la cual la personalidad femenina
puede desarrollarse y enriquecerse plenamente. Así actúa
Cristo como esposo de la Iglesia, deseando que ella sea
«resplandeciente, sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27).
Se puede decir que aquí se recoge plenamente todo lo que
constituye «el estilo» de Cristo al tratar a la mujer. El
marido tendría que hacer suyos los elementos de este estilo
con su esposa; y, de modo análogo, debería hacerlo el
hombre, en cualquier situación, con la mujer. De esta manera
ambos, mujer y hombre, realizan el «don sincero de sí
mismos».
El autor de la Carta a los Efesios no ve ninguna
contradicción entre una exhortación formulada de esta manera
y la constatación de que «las mujeres (estén sumisas) a sus
maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la
mujer» (5, 22-23a). El autor sabe que este planteamiento,
tan profundamente arraigado en la costumbre y en la
tradición religiosa de su tiempo, ha de entenderse y
realizarse de un modo nuevo: como una «sumisión recíproca en
el temor de Cristo» (cf. Ef 5, 21), tanto más
que al marido se le llama «cabeza» de la mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse «a
sí mismo por ella» (Ef 5, 25), e incluso para
dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la
relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia,
en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral,
sino recíproca.
En relación a lo «antiguo», esto es evidentemente
«nuevo»: es la novedad evangélica. Encontramos diversos
textos en los cuales los escritos apostólicos expresan esta
novedad, si bien en ellos se percibe aún lo «antiguo», es
decir, lo que está enraizado en la tradición religiosa de
Israel, en su modo de comprender y de explicar los textos
sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c. 2)
[49].
Las cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven
en un ambiente con el mismo modo de pensar y de actuar. La
«novedad» de Cristo es un hecho; constituye el inequívoco
contenido del mensaje evangélico y es fruto de la redención.
Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio
se da la «recíproca sumisión de los esposos en el temor de
Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido,
ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las
conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se
trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de
apremiar a las generaciones que se han ido sucediendo,
una llamada que los hombres deben acoger siempre de
nuevo. El Apóstol escribió no solamente que: «En Jesucristo
(...) no hay ya hombre ni mujer», sino también «no hay
esclavo ni libre». Y sin embargo ¡cuántas generaciones han
sido necesarias para que, en la historia de la humanidad,
este principio se llevara a la práctica con la abolición de
la esclavitud! Y ¿qué decir de tantas formas de esclavitud a
las que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no
han desaparecido de la escena de la historia?
Pero el desafío del «ethos» de la redención es
claro y definitivo. Todas las razones en favor de la
«sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben
interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos
en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor
esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es
el Esposo de la Iglesia, su Esposa.
La dimensión simbólica del «gran misterio»
25. En el texto de la Carta a los Efesios
encontramos una segunda dimensión de la analogía que
en su conjunto debe servir para revelar «el gran misterio».
Se trata de una dimensión simbólica. Si el amor de
Dios hacia el hombre, hacia el pueblo elegido, Israel, es
presentado por los profetas como el amor del esposo a la
esposa, tal analogía expresa la condición «esponsal» y el
carácter divino y no humano del amor de Dios: «Tu esposo es
tu Hacedor (...), Dios de toda la tierra se llama» (Is
54, 5). Lo mismo podemos decir del amor esponsal de
Cristo redentor: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único» (Jn 3, 16). Se trata, por
consiguiente, del amor de Dios expresado mediante la
redención realizada por Cristo. Según la carta paulina, este
amor es «semejante» al amor esponsal de los esposos pero
naturalmente no es «igual». La analogía, en efecto, implica
una semejanza, pero deja un margen adecuado de no-semejanza.
Lo anterior se pone fácilmente de manifiesto si
consideramos la figura de la «esposa». Según la Carta a
los Efesios la esposa es la Iglesia, lo mismo que
para los profetas la esposa era Israel; se trata, por
consiguiente, de un sujeto colectivo y no de una
persona singular. Este sujeto colectivo es el pueblo de
Dios, es decir, una comunidad compuesta por muchas personas,
tanto mujeres como hombres. «Cristo ha amado a la Iglesia»
precisamente como comunidad, como Pueblo de Dios; y, al
mismo tiempo, en esta Iglesia, que en el mismo texto es
llamada también su «cuerpo» (cf. Ef 5, 23), él
ha amado a cada persona singularmente. En efecto, Cristo ha
redimido a todos sin excepción, a cada hombre y a cada
mujer. En la redención se manifiesta precisamente este amor
de Dios y llega a su cumplimiento el carácter esponsal de
este amor en la historia del hombre y del mundo.
Cristo entró en esta historia y permanece en ella como el
Esposo que «se ha dado a sí mismo». «Darse» quiere decir
«convertirse en un don sincero» del modo más completo y
radical: «Nadie tiene mayor amor» (Jn 15, 13). En
esta concepción, por medio de la Iglesia, todos los seres
humanos —hombres y mujeres— están llamados a ser la «Esposa»
de Cristo, redentor del mundo. De este modo «ser esposa»
y, por consiguiente, lo «femenino», se convierte en símbolo
de todo lo «humano», según las palabras de Pablo: «Ya no hay
hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús» (Gál 3, 28).
Desde el punto de vista lingüístico se puede decir que la
analogía del amor esponsal según la Carta a los Efesios
relaciona lo «masculino» con lo «femenino», dado que,
como miembros de la Iglesia, también los hombres están
incluidos en el concepto de «Esposa». Y esto no puede causar
asombro, pues el Apóstol, para expresar su misión en Cristo
y en la Iglesia, habla de sus «hijos por quienes sufre
dolores de parto» (cf. Gál 4, 19). En el ámbito de lo
que es humano, es decir, de lo que es humanamente personal,
la «masculinidad» y la «femineidad» se distinguen y,
a la vez, se completan y se explican mutuamente. Esto
se constata también en la gran analogía de la «Esposa», en
la Carta a los Efesios. En la Iglesia cada ser humano
—hombre y mujer— es la «Esposa», en cuanto recibe el amor de
Cristo Redentor como un don y también en cuanto intenta
corresponder con el don de la propia persona.
Cristo es el Esposo. De esta manera se expresa la
verdad sobre el amor de Dios, «que ha amado primero» (cf.
1 Jn 4, 19) y que, con el don que engendra este amor
esponsal al hombre, ha superado todas las expectativas
humanas: «Amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). El
Esposo —el Hijo consubstancial al Padre en cuanto Dios— se
ha convertido en el hijo de María, «hijo del hombre»,
verdadero hombre, varón. El símbolo del Esposo es de
género masculino. En este símbolo masculino está
representado el carácter humano del amor con el cual Dios ha
expresado su amor divino a Israel, a la Iglesia, a todos los
hombres. Meditando todo lo que los Evangelios dicen sobre la
actitud de Cristo hacia las mujeres, podemos concluir que
como hombre —hijo de Israel— reveló la dignidad
de las «hijas de Abraham» (cf. Lc 13, 16), la
dignidad que la mujer posee desde el «principio» igual
que el hombre. Al mismo tiempo, Cristo puso de relieve toda
la originalidad que distingue a la mujer del hombre, toda la
riqueza que le fue otorgada a ella en el misterio de la
creación. En la actitud de Cristo hacia la mujer se
encuentra realizado de modo ejemplar lo que el texto de la
Carta a los Efesios expresa mediante el concepto de
«esposo». Precisamente porque el amor divino de Cristo es
amor de Esposo, este amor es paradigma y ejemplo para todo
amor humano, en particular para el amor del varón.
La Eucaristía
26. En el vasto trasfondo del «gran misterio», que se
expresa en la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia,
es posible también comprender de modo adecuado el hecho de
la llamada de los «Doce». Cristo, llamando como apóstoles
suyos sólo a hombres, lo hizo de un modo totalmente
libre y soberano. Y lo hizo con la misma libertad con
que en todo su comportamiento puso en evidencia la dignidad
y la vocación de la mujer, sin amoldarse al uso dominante y
a la tradición avalada por la legislación de su tiempo. Por
lo tanto, la hipótesis de que haya llamado como apóstoles a
unos hombres, siguiendo la mentalidad difundida en su
tiempo, no refleja completamente el modo de obrar de Cristo.
«Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de
Dios con franqueza..., porque no miras la condición de
las personas» (Mt 22, 16). Estas palabras caracterizan
plenamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, en
esto se encuentra también una explicación a la llamada de
los «Doce». Todos ellos estaban con Cristo durante la última
Cena y sólo ellos recibieron el mandato sacramental: «Haced
esto en memoria mía» (Lc 22, 19; 1 Cor 11,
24), que está unido a la institución de la Eucaristía.
Ellos, la tarde del día de la resurrección, recibieron el
Espíritu Santo para perdonar los pecados: «A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 23).
Nos encontramos en el centro mismo del Misterio pascual,
que revela hasta el fondo el amor esponsal de Dios. Cristo
es el Esposo, porque «se ha entregado a sí mismo»: su cuerpo
ha sido «dado», su sangre ha sido «derramada» (cf. Lc
22, 19-20). De este modo «amó hasta el extremo» (Jn
13, 1). El «don sincero», contenido en el sacrificio
de la Cruz, hace resaltar de manera definitiva el sentido
esponsal del amor de Dios. Cristo es el Esposo de la
Iglesia, como Redentor del mundo. La Eucaristía es
el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento
del Esposo, de la Esposa. La Eucaristía hace presente y
realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de
Cristo, que «crea» la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido
a este «cuerpo», como el esposo a la esposa. Todo esto está
contenido en la Carta a los Efesios. En este «gran
misterio» de Cristo y de la Iglesia se introduce la perenne
«unidad de los dos», constituida desde el «principio» entre
el hombre y la mujer.
Si Cristo, al instituir la Eucaristía, la ha unido de una
manera tan explícita al servicio sacerdotal de los
apóstoles, es lícito pensar que de este modo deseaba
expresar la relación entre el hombre y la mujer, entre lo
que es «femenino» y lo que es «masculino», querida por Dios,
tanto en el misterio de la creación como en el de la
redención. Ante todo en la Eucaristía se expresa de
modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en
relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace
transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la
Eucaristía —en la que el sacerdote actúa «in persona
Christi»— es realizado por el hombre. Esta es una
explicación que confirma la enseñanza de la Declaración
Inter insigniores, publicada por disposición de Pablo VI,
para responder a la interpelación sobre la cuestión de la
admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial
[50].
El don de la Esposa
27. El Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la
conciencia de la universalidad del sacerdocio. En la Nueva
Alianza hay un solo sacrificio y un solo sacerdote: Cristo.
De este único sacerdocio participan todos los bautizados,
ya sean hombres o mujeres, en cuanto deben «ofrecerse a
sí mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios»
(cf. Rom 12, 1), dar en todo lugar testimonio de
Cristo y dar razón de su esperanza en la vida eterna a quien
lo pida (cf. 1 Ped 3, 15)
[51].
La participación universal en el sacrificio de Cristo, con
el que el Redentor ha ofrecido al Padre el mundo entero y,
en particular, la humanidad, hace que todos en la Iglesia
constituyan «un reino de sacerdotes» (Ap 5, 10; cf.
1 Ped 2, 9), esto es, que participen no solamente en
la misión sacerdotal, sino también en la misión profética y
real de Cristo Mesías. Esta participación determina, además,
la unión orgánica de la Iglesia, como Pueblo de Dios, con
Cristo. Con ella se expresa a la vez el «gran misterio» de
la Carta a los Efesios: la Esposa unida a su
Esposo; unida, porque vive su vida; unida, porque
participa de su triple misión («tria munera Christi»);
unida de tal manera que responda con un «don sincero» de
sí al inefable don del amor del Esposo, Redentor del
mundo. Esto concierne a todos en la Iglesia, tanto a las
mujeres como a los hombres, y concierne obviamente también a
aquellos que participan del «sacerdocio ministerial»
[52],
que tiene el carácter de servicio. En el ámbito del «gran
misterio» de Cristo y de la Iglesia todos están llamados a
responder —como una esposa— con el don de la vida al don
inefable del amor de Cristo, el cual, como Redentor del
mundo, es el único Esposo de la Iglesia. En el «sacerdocio
real», que es universal, se expresa a la vez el don de la
Esposa.
Esto tiene una importancia fundamental para entender la
Iglesia misma en su esencia, evitando trasladar
a la Iglesia —incluso en su ser una «institución» compuesta
por hombres y mujeres insertos en la historia— criterios de
comprensión y de juicio que no afecten a su naturaleza.
Aunque la Iglesia posee una estructura «jerárquica»
[53],
sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la
santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La
santidad, por otra parte, se mide según el «gran misterio»,
en el que la Esposa responde con el don del amor al don del
Esposo, y lo hace «en el Espíritu Santo», porque «el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). El Concilio
Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición,
ha recordado que en la jerarquía de la santidad
precisamente la «mujer», María de Nazaret, es «figura»
de la Iglesia. Ella «precede» a todos en el camino de la
santidad; en su persona la «Iglesia ha alcanzado ya la
perfección con la que existe inmaculada y sin mancha» (cf.
Ef 5, 27)
[54].
En este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la
vez, «mariana» y «apostólico-petrina»
[55].
En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos,
había, junto a los hombres, numerosas mujeres, para
quienes la respuesta de la Esposa al amor redentor del
Esposo adquiría plena fuerza expresiva. En primer lugar,
vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían
encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su
partida «eran asiduas en la oración» juntamente con los
Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de
Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de
«hijos e hijas» del Pueblo de Dios cumpliéndose así el
anuncio del profeta Joel (cf. Act 2, 17). Aquellas
mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e
importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la
edificación de la primera comunidad desde los cimientos —así
como de las comunidades sucesivas— mediante los propios
carismas y con su servicio multiforme. Los escritos
apostólicos anotan sus nombres, como Febe, «diaconisa de
Cencreas» (cf. Rom 16, 1), Prisca con su marido
Aquila (cf. 2 Tim 4, 19), Evodia y Síntique (cf.
Fil 4, 2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rom
16, 6. 12). El Apóstol habla de los «trabajos» de ellas
por Cristo, y estos trabajos indican el servicio apostólico
de la Iglesia en varios campos, comenzando por la «iglesia
doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa
de la madre a los hijos y a los nietos, como se verificó en
casa de Timoteo (cf. 2 Tim 1, 5).
Lo mismo se repite en el curso de los siglos, generación
tras generación, como lo demuestra la historia de la
Iglesia. En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad
de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para
aquellas que —fieles al Evangelio— han participado en todo
tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata
de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que
valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a
los propios hijos en el espíritu del Evangelio han
transmitido la fe y la tradición de la Iglesia.
En cada época y en cada país encontramos numerosas
mujeres «perfectas» (cf. Prov 31, 10) que, a pesar de
las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han
participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a
Mónica, madre de Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de
Toscana, Eduvigis de Silesia y Eduvigis de Cracovia, Isabel
de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima,
Elizabeth Seton y Mary Ward.
El testimonio y las obras de mujeres cristianas han
incidido significativamente tanto en la vida de la Iglesia
como en la sociedad. También ante graves discriminaciones
sociales las mujeres santas han actuado «con libertad»,
fortalecidas por su unión con Cristo. Una unión y libertad
radicada así en Dios explica, por ejemplo, la gran obra de
Santa Catalina de Siena en la vida de la Iglesia, y de Santa
Teresa de Jesús en la vida monástica.
También en nuestros días la Iglesia no cesa de
enriquecerse con el testimonio de tantas mujeres que
realizan su vocación a la santidad.
Las mujeres santas son una encarnación del ideal
femenino, pero son también un modelo para todos los
cristianos, un modelo de la «sequela Christi»
—seguimiento de Cristo—, un ejemplo de cómo la Esposa ha de
responder con amor al amor del Esposo.
LA MAYOR ES LA CARIDAD
Ante los cambios
28. «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por
todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu
Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación»
[56].
Estas palabras de la Constitución conciliar
Gaudium et spes las podemos aplicar al tema de la
presente reflexión. La llamada particular a la dignidad de
la mujer y a su vocación, propia de los tiempos en los que
vivimos, puede y debe ser acogida con la «luz y fuerza» que
el Espíritu da generosamente al hombre, también al hombre de
nuestra época, tan rica de múltiples transformaciones. La
Iglesia «cree que la clave, el centro y el fin» del hombre,
así como «de toda la historia humana se halla en su Señor y
Maestro» y afirma que «bajo la superficie de lo cambiante
hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento
en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre»
[57].
Con estas palabras la Constitución sobre la Iglesia en el
mundo actual nos indica el camino a seguir al asumir las
tareas relativas a la dignidad de la mujer y a su vocación,
bajo el trasfondo de los cambios significativos de nuestra
época. Podemos afrontar tales cambios de modo correcto y
adecuado solamente si volvemos de nuevo a la base que se
encuentra en Cristo, aquellas verdades y aquellos valores
«inmutables» de los que él mismo es «Testigo fiel» (cf.
Ap 1, 5) y Maestro. Un modo diverso de actuar conduciría
a resultados dudosos, por no decir erróneos y falaces.
La dignidad de la mujer y el orden del amor
29. El texto anteriormente citado de la Carta a los
Efesios (5, 21-33), donde la relación entre Cristo y la
Iglesia es presentada como el vínculo entre el Esposo y la
Esposa, se refiere también a la institución del matrimonio
según las palabras del Libro del Génesis (cf. 2, 24).
El mismo texto une la verdad sobre el matrimonio, como
sacramento primordial, con la creación del hombre y de la
mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 27; 5,
1). Con la significativa comparación contenida en la
Carta a los Efesios adquiere plena claridad lo que
determina la dignidad de la mujer tanto a los ojos de Dios
—Creador y Redentor— como a los ojos del hombre,
varón y mujer. Sobre el fundamento del designio eterno de
Dios, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el
mundo creado de las personas halla un terreno para su
primera raíz. El orden del amor pertenece a la vida íntima
de Dios mismo, a la vida trinitaria. En la vida íntima de
Dios, el Espíritu Santo es la hipóstasis personal del amor.
Mediante el Espíritu, Don increado, el amor se convierte en
un don para las personas creadas. El amor, que viene de
Dios, se comunica a las criaturas: «El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).
La llamada a la existencia de la mujer al lado del hombre
—«una ayuda adecuada» (Gén 2, 18)— en la «unidad de
los dos» ofrece en el mundo visible de las criaturas
condiciones particulares para que «el amor de Dios se
derrame en los corazones» de los seres creados a su imagen.
Si el autor de la Carta a los Efesios llama a Cristo
Esposo y a la Iglesia Esposa, confirma indirectamente
mediante esta analogía la verdad sobre la mujer como
esposa. El Esposo es el que ama. La Esposa es amada;
es la que recibe el amor, para amar a su vez.
El texto del Génesis —leído a la luz del símbolo
esponsal de la Carta a los Efesios— nos permite
intuir una verdad que parece decidir de modo esencial la
cuestión de la dignidad de la mujer y, a continuación, la de
su vocación: la dignidad de la mujer es medida en razón
del amor, que es esencialmente orden de justicia y caridad
[58].
Sólo la persona puede amar y sólo la persona puede ser
amada. Esta es ante todo una afirmación de naturaleza
ontológica, de la que surge una afirmación de naturaleza
ética. El amor es una exigencia ontológica y ética de la
persona. La persona debe ser amada ya que sólo el amor
corresponde a lo que es la persona. Así se explica el
mandamiento del amor, conocido ya en el Antiguo
Testamento (cf. Dt 6, 5; Lev 19, 18) y puesto
por Cristo en el centro mismo del «ethos» evangélico
(cf. Mt 22, 36-40; Mc 12, 28-34). De este modo
se explica también aquel primado del amor expresado
por las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios: «La
mayor es la caridad» (cf. 1 Cor 13, 13).
Si no recurrimos a este orden y a este primado no se
puede dar una respuesta completa y adecuada a la cuestión
sobre la dignidad de la mujer y su vocación. Cuando
afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su
vez, no expresamos sólo o sobre todo la específica relación
esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal,
basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de
las relaciones interpersonales, que de modo diverso
estructuran la convivencia y la colaboración entre las
personas, hombres y mujeres. En este contexto amplio y
diversificado la mujer representa un valor particular
como persona humana y, al mismo tiempo, como aquella
persona concreta, por el hecho de su femineidad. Esto
se refiere a todas y cada una de las mujeres,
independientemente del contexto cultural en el que vive cada
una y de sus características espirituales, psíquicas y
corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la
salud, el trabajo, la condición de casada o soltera.
El texto de la Carta a los Efesios que analizamos
nos permite pensar en una especie de «profetismo» particular
de la mujer en su femineidad. La analogía del Esposo y de la
Esposa habla del amor con el que todo hombre es amado por
Dios en Cristo, es decir, todo hombre y toda mujer. Sin
embargo, en el contexto de la analogía bíblica y en base a
la lógica interior del texto, es precisamente la mujer la
que manifiesta a todos esta verdad: ser esposa. Esta
característica «profética» de la mujer en su femineidad
halla su más alta expresión en la Virgen Madre de Dios.
Respecto a ella se pone de relieve, de modo pleno y directo,
el íntimo unirse del orden del amor —que entra en el ámbito
del mundo de las personas humanas a través de una Mujer— con
el Espíritu Santo. María escucha en la Anunciación: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1, 35).
Conciencia de una misión
30. La dignidad de la mujer se relaciona íntimamente con
el amor que recibe por su femineidad y también con el
amor que, a su vez, ella da. Así se confirma la verdad
sobre la persona y sobre el amor. Sobre la verdad de la
persona se debe recurrir una vez más al Concilio Vaticano
II: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si
no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»
[59].
Esto se refiere a todo hombre, como persona creada a imagen
de Dios, ya sea hombre o mujer. La afirmación de naturaleza
ontológica contenida aquí indica también la dimensión ética
de la vocación de la persona. La mujer no puede
encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás.
Desde el «principio» la mujer, al igual que el hombre, ha
sido creada y «puesta» por Dios precisamente en este orden
del amor. El pecado de los orígenes no ha anulado este
orden, no lo ha cancelado de modo irreversible; lo prueban
las palabras bíblicas del Protoevangelio (cf. Gén 3,
15). En la presente reflexión hemos señalado el puesto
singular de la «mujer» en este texto clave de la
Revelación. Es preciso manifestar también cómo la misma
mujer, que llega a ser «paradigma» bíblico, se halla
asimismo en la perspectiva escatológica del mundo y del
hombre expresada por el Apocalipsis.
[60]
Es «una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus
pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap
12, 1). Se podría decir: una mujer a la medida del
cosmos, a la medida de toda la obra de la creación. Al mismo
tiempo sufre «con los dolores del parto y con el tormento de
dar a luz» (Ap 12, 2), como Eva «madre de todos los
vivientes» (Gén 3, 20). Sufre también porque «delante
de la mujer que está para dar a luz» (cf. Ap 12, 4)
se pone «el gran dragón, la serpiente antigua» (Ap
12, 9), conocida ya por el Protoevangelio: el Maligno,
«padre de la mentira» y del pecado (cf. Jn 8, 44).
Pues la «serpiente antigua» quiere devorar «al niño». Si
vemos en este texto el reflejo del evangelio de la infancia
(cf. Mt 2, 13. 16) podemos pensar que en el paradigma
bíblico de la «mujer» se encuadra, desde el inicio hasta el
final de la historia, la lucha contra el mal y contra el
Maligno. Es también la lucha a favor del hombre, de su
verdadero bien, de su salvación. ¿No quiere decir la
Biblia que precisamente en la «mujer», Eva-María, la
historia constata una dramática lucha por cada hombre, la
lucha por su fundamental «sí» o «no» a Dios y a su designio
eterno sobre el hombre?
Si la dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella
recibe para amar a su vez, el paradigma bíblico de la
«mujer» parece desvelar también cuál es el verdadero
orden del amor que constituye la vocación de la mujer misma.
Se trata aquí de la vocación en su significado
fundamental, —podríamos decir universal— que se concreta y
se expresa después en las múltiples «vocaciones» de la
mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo.
La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une
a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial
el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada
hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo,
esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo
en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su
vocación.
Tomando pie de esta conciencia y de esta entrega, la
fuerza moral de la mujer se expresa en numerosas figuras
femeninas del Antiguo Testamento, del tiempo de Cristo, y de
las épocas posteriores hasta nuestros días.
La mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega,
es fuerte por el hecho de que Dios «le confía el
hombre», siempre y en cualquier caso, incluso en las
condiciones de discriminación social en la que pueda
encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental
hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios
mismo, y todo ello la hace «fuerte» y la reafirma en su
vocación. De este modo, la «mujer perfecta» (cf. Prov
31, 10) se convierte en un apoyo insustituible y en una
fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la
gran energía de su espíritu. A estas «mujeres perfectas»
deben mucho sus familias y, a veces, también las Naciones.
En nuestros días los éxitos de la ciencia y de la técnica
permiten alcanzar de modo hasta ahora desconocido un grado
de bienestar material que, mientras favorece a algunos,
conduce a otros a la marginación. De ese modo, este progreso
unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de
la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es
esencialmente humano. En este sentido, sobre todo el
momento presente espera la manifestación de aquel
«genio» de la mujer, que asegure en toda circunstancia la
sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser
humano. Y porque «la mayor es la caridad» (1 Cor 13,
13).
Así pues, una atenta lectura del paradigma bíblico de la
«mujer» —desde el Libro del Génesis hasta el Apocalipsis—
nos confirma en que consisten la dignidad y la vocación de
la mujer y todo lo que en ella es inmutable y no pierde
vigencia, poniendo «su último fundamento en Cristo, quien
existe ayer, hoy y para siempre»
[61].
Si el hombre es confiado de modo particular por Dios a la
mujer, ¿no significa esto tal vez que Cristo espera de
ella la realización de aquel «sacerdocio real»(1 Ped
2, 9) que es la riqueza dada por Él a los hombres? Cristo,
sumo y único sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, y
Esposo de la Iglesia, no deja de someter esta misma herencia
al Padre mediante el Espíritu Santo, para que Dios sea «todo
en todos» (1 Cor 15, 28)
[62].
Entonces se cumplirá definitivamente la verdad de que «la
mayor es la caridad» (1 Cor 13, 13).
CONCLUSIÓN
«Si conocieras el don de Dios»
31. «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10),
dice Jesús a la samaritana en el transcurso de uno de
aquellos admirables coloquios que muestran la gran estima
que Cristo tiene por la dignidad de la mujer y por la
vocación que le permite tomar parte en su misión mesiánica.
La presente reflexión, que llega ahora a su fin, está
orientada a reconocer desde el interior del «don de Dios» lo
que Él, creador y redentor, confía a la mujer, a toda mujer.
En el Espíritu de Cristo ella puede descubrir el significado
pleno de su femineidad y, de esta manera, disponerse al «don
sincero de sí misma» a los demás, y de este modo encontrarse
a sí misma.
En el Año Mariano la Iglesia desea dar gracias a la
Santísima Trinidad por el «misterio de la mujer» y por
cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su
dignidad femenina, por las «maravillas de Dios», que en la
historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio
de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio
de ella lo más grande que existe en la historia del hombre
sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios
mismo se ha hecho hombre?
La Iglesia, por consiguiente, da gracias por
todas las mujeres y por cada una: por las madres, las
hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en
la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos
seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona;
por las mujeres que velan por el ser humano en la familia,
la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por
las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas
a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres
«perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas
ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la
belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido
abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los
hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la
familia humana, que a veces se transforma en «un valle de
lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la
responsabilidad común por el destino de la humanidad, en
las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo
que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la
Trinidad inefable.
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las
manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo
largo de la historia, en medio de los pueblos y de las
naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu
Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de
Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y
caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de
santidad femenina.
La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables
«manifestaciones del Espíritu» (cf. 1 Cor 12, 4 ss.),
que con grande generosidad han sido dadas a las «hijas» de
la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente,
valorizadas, para que redunden en común beneficio de la
Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días.
Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la
Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a
sí mismas en este misterio y hallen su «vocación suprema».
Que María, que «precede a toda la Iglesia en el camino de
la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo»
[63],
nos obtenga también este «fruto» en el Año que le
hemos dedicado, en el umbral del tercer milenio de la venida
de Cristo.
Con estos deseos imparto a todos los fieles y, de modo
especial, a las mujeres, hermanas en Cristo, la Bendición
Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto,
solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1988,
décimo de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP II
Notas
[1]
Mensaje del Concilio a las mujeres (8 de diciembre de 1965): AAS 58 (1966), 13-14.
[2] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 8; 9; 60.
[3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 9.
[4] Cf. Pío XII, Aloc. a las mujeres italianas (21 de octubre de 1945): AAS 37 (1945), 284-295;
Aloc. a la Unión Mundial de las Organizaciones femeninas católicas (24 de abril de 1952): AAS 44 (1952), 420-424; Disc. a las participantes
en el XIV Convenio Internacional de la Unión Mundial de las Organizaciones femeninas católicas (29 de septiembre de 1957): AAS 49 (1957), 906-922.
[5] Cf. Juan XXIII, Carta Encíc.
Pacem in terris (11 de abril de 1963), I: AAS 55 (1963), 267-268.
[6] Proclamación de S. Teresa de Jesús «Doctora Iglesia universal» (27 de septiembre de 1970): AAS
62 (1970), 590-596; proclamación de S. Catalina de Siena «Doctora de la Iglesia universal» (4 de octubre de 1970): AAS 62 (1970), 673-678.
[7] Cf. AAS 65 (1973), 284 s.
[8] Pablo VI, Discurso a las participantes en el Convenio Nacional del Centro Italiano Femenino
(6 de diciembre de 1976): Insegnamenti di Paolo VI, XIV (1976), 1017.
[9] Carta Encíc.
Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 46: AAS 79 (1987), 472 s.
[10] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 1.
[11] Una ilustración del significado antropológico y teológico del «principio» puede verse en la
Primera Parte de las
Alocuciones de los Miércoles dedicadas a la «teología del cuerpo», a partir del 5 de septiembre de 1979:
Insegnamenti II, 2 (1979), 234-236.
[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 22.
[13] Conc. Ecum. Vat. II, Declar. sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas
Nostra aetate, 1.
[14] Ibid., 2
[15] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 2.
[16] Según los Padres de la Iglesia, la primera revelación de la Trinidad, en el Nuevo Testamento, ya se
había dado en la Anunciación. En una homilía atribuida a S. Gregorio Taumaturgo se lee: «Estás llena de luz, oh María, en tu sublime reino espiritual.
En ti el Padre, que no tiene principio y cuyo poder te ha cubierto, es glorificado. En ti el Hijo, que has llevado según la carne, es adorado. En ti
el Espíritu Santo, que ha obrado en tu seno el nacimiento del gran Rey, es celebrado. Gracias a ti, oh llena de gracia, la Trinidad santa y consubstancial
ha podido ser conocida en el mundo» (Hom. 2 in Annuntiat. B. Mariae: I 10, 1169). Cf. también S. Andrés de Creta, In Annuntiat. B. Mariae:
PG 97, 909.
[17] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas
Nostra aetate, 2.
[18] La doctrina teológica sobre la Madre de Dios (Theotókos), sostenida por muchos Padres de la Iglesia,
aclarada y definida en los Concilio de Efeso (DS 251) y de Calcedonia (DS 301), ha sido propuesta de nuevo por el Concilio Vaticano II
en el cap. VIII de la Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 52-69. Cf. Carta Encíc.
Redemptoris Mater, 4. 31-32, y las notas 9. 78-83: l. c., 365, 402, 404.
[19] Cf. Carta Encíc.
Redemptoris Mater, 7-11, así como los textos de los Padres citados en la nota 21: l. c., 367-373.
[20] Cf. l. c., 412-418.
[21] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 36.
[22] Cf. S. Ireneo, Adv. haer. V, 6, 1; V, 16, 2-3: S. Ch. 153, 72-81; 216-221; S. Gregorio
Niseno,De hom. op. 16: PG 44, 180: In Cant. Cant. hom. 2: PG 44, 805-808; S. Agustín, In Ps. 4, 8: CCL 38, 17.
[23] «Persona est naturae rationalis individua substantia»: Manlio Severino Boezio, Liber de persona et
duabus naturis, III: PL 64, 1343; cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Iª, q. 29, a. 1.
[24] Entre los Padres de la Iglesia que afirman la igualdad fundamental del hombre y la mujer ante Dios, cf.
Orígenes, In Iesu nave, IX, 9: PG 12, 878; Clemente de Alejandría, Paed. I, 4: S. Ch. 70, 128-131; S. Agustín, Sermo
51, II, 3: PL 38, 334-335.
[25] Dice S. Gregorio Niseno: «Dios es además amor y fuente de amor. Afirma esto el grande Juan:
"El amor es de Dios" y "Dios es Amor" (1 Jn 4, 7. 8). El Creador ha impreso también en nosotros este carácter.
"En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). Por tanto, si esto
no se da, toda la imagen queda desfigurada» (De hom.op. 5: PG 44, 137).
[26] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
[27] Cf. Núm 23, 19; Os 11, 9; Is 40, 18; 46, 5; además Concilio de Letrán IV
(DS 806).
[28] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 13.
[29] «Diabólico» viene del griego «dia-ballō»: «divido, separo, calumnio».
[30] Cf. Orígenes, In Gen. hom. 13, 4: PG 12, 234; S. Gregorio Niseno, De virg. 12:
S. Ch. 119, 404-419; De beat. VI: PG 44, 1272.
[31] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mudo actual
Gaudium et spes, 13.
[32] Cf. ibid., 24.
[33] Es precisamente apelándose a la ley divina que los Padres del IV siglo reaccionaron decididamente
contra la discriminación aún en vigor respecto de la mujer, en la vida y en la legislación civil de la época. Cf. S. Gregorio Nacianceno,
Or. 37, 6: PG 36, 290; S. Jerónimo, Ad Oceanum ep. 77, 3: PL 22, 691; S. Ambrosio, De institut. virg. III, 16:
PL 16, 309; S. Agustín, Sermo 132, 2: PL 38, 735; Sermo 392, 4: PL 39, 1711.
[34] Cf. S. Ireneo, Adv. haer. III, 23, 7: S. Ch. 211, 462-465; V, 21, 1: S. Ch.
153, 260-265; S. Epifanio, Panar. III, 2, 78: PG 42, 728-729; S. Agustín, Enarr. in Ps. 103, 5. 4, 6: CCL 40, 1525.
[35] Cf. S. Justino, Dial, cum Thryph. 100: PG 6, 709-712; S. Ireneo, Adv. haer.
III, 22, 4: S. Ch. 211, 438-445; V, 19, 1: S. Ch. 153, 248-251; S. Cirilo de Jerusalén, Cathec. 12, 15: PG 33, 741;
S. Juan Crisóstomo, In Ps. 44, 7: PG 55, 193; S. Juan Damasceno, Hom. 2 in dorm. B.V.M. 3: S. Ch. 80, 130-135; Esiquio,
Sermo 5 in Deiparam:PG 93, 1464 s.; Tertuliano, De carne Christi 17: CCL 2, 904 s.; S. Jerónimo, Epist. 22, 21:
PL 22, 408; S. Agustín, Sermo 51, 2-3: PL 38, 335; Sermo 232, 2: PL 38, 1108; J. H. Newman, A Letter to the
rev. E. B. Pusey, Longmans, London 1865 (trad. ital. Lettera al rev. Pusey su Maria e la vita cristiana, Roma 1975): M. J. Scheeben,
Handbuch der Katholiscben Dogmatik, V/1 (Freiburg 19542), 243-266; V/2 (Freiburg. 19542), 306-499.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 22.
[37] Cf. S. Ambrosio, De instit. virg. V, 33: PL 16, 313.
[38] Cf. Rábano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, XXVII: «Salvator
ascensionis suae eam (= Mariam Magdalenam) ad apostolos instituit apostolam» (PL 112, 1474). «Facta est Apostolorum
Apostola per hoc quod ei committitur ut resurrectionem dominicam discipulis annuntiet» S. Tomás de Aquino, In loannem
Evangelistam Expositio, c. XX, L. III, 6 (Sancti Thomae Aquinatis Comment. in Matthaeum et Ioannem Evangelistas)
Ed. Parmens. X, 629.
[39] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
[40] Carta Encíc.
Redemptoris Mater, 18: l. c., 383.
[41] Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
[42] Cf.
Alocuciones de los miércoles
7 y
21 de abril de 1982:
Insegnamenti V, 1 (1982), pp. 1126-1131 y 1175-1179.
[43] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 63; S. Ambrosio, In Lc II, 7: S. Ch. 45, 74; De instit. virg. XIV, 87-89: PL 16,
326-327; S. Cirilo de Alejandría, Hom. 4:PG 77, 996; S. Isidoro de Sevilla, Allegoriae 139: PL 83, 117.
[44] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 63.
[45] Ibid., 64.
[46] Ibid., 64.
[47] Ibid., 64. Sobre la relación María-Iglesia, que aparece de modo constante
en la reflexión de los Padres de la Iglesia y de la Tradición cristiana, cf. Carta Ende.
Redemptoris Mater, 42-44, así como las notas 117-127: l. c., 418-422. Cf. además Clemente de Alejandría,
Paed. 1, 6: S. Ch. 70, 186 s.; S. Ambrosio, In Lc II, 7: S. Ch. 45, 74; S. Agustín, Sermo
192, 2: PL 38, 1012; Sermo 195, 2: PL 38, 1018; Sermo 25, 8: PL 46, 938; S. León Magno,
Sermo 25, 5: PL 54, 211; Sermo 26, 2: PL 54, 213; Ven. Beda, In Lc I, 2: PL 92, 330.
«Ambas madres —escribe Isaac de Stella, discípulo de S. Bernardo—, ambas vírgenes, ambas conciben por obra del Espíritu Santo
(...). María (...) ha engendrado al cuerpo su Cabeza; la Iglesia (...) da a esta Cabeza su cuerpo. Una y otra son madres de Cristo:
pero ninguna de ellas lo engendra enteramente sin la otra. Por tanto, justamente (...) lo que se ha dicho en general de la virgen
madre Iglesia, se dice singularmente de la virgen madre María: y cuanto se dice especialmente de la virgen madre María se refiere
en general a la virgen madre Iglesia; y lo que se dice de una de las dos se puede referir indiferentemente tanto a la una como a la
otra» (Sermo 51, 7-8: S. Ch. 339, 202-205).
[48] Cf. por ejemplo Os 1, 2; 2, 16-18; Jr 2, 2; Ez 16, 8;
Is 50, 1; 54, 5-8.
[49] Cf. Col 3, 18; 1 P 3, 1-6; Tt 2, 4-5; Ef 5, 22-24;
1 Cor 11, 316; 14, 33-35;1 Tm 2, 11-15.
[50] Cf. Cong. para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la cuestión de la admisión
de las mujeres al sacerdocio ministerial
Inter insigniores (15 de octubre de 1976): AAS 69 (1977), 98-116.
[51] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 10.
[52] Cf. ibid., 10.
[53] Cf. ibid., 18-29.
[54] Cf. ibid., 65; también 63; Carta Encíc.
Redemptoris Mater, 2-6: l. c., 362-367.
[55] «Este perfil mariano es igualmente —si no lo es mucho más— fundamental y
característico para la Iglesia, que el perfil apostólico y petrino, al que está profundamente unido... La dimensión mariana
de la Iglesia antecede a la petrina, aunque esté estrechamente unida a ella y sea complementaria. María, la Inmaculada, precede a
cualquier otro, y obviamente al mismo Pedro y a los Apóstoles, no sólo porque Pedro y los Apóstoles, proviniendo de la masa del
género humano que nace bajo el pecado, forman parte de la Iglesia ''sancta ex peccatoribus", sino también porque su triple
munus no tiende más que a formar a la Iglesia en ese ideal de santidad, en que ya está formado y figurado en María. Como bien
ha dicho un teólogo contemporáneo, "María es 'Reina de los Apóstoles', sin pretender para ella los poderes apostólicos. Ella
tiene otra cosa y más" (H. U. von Balthasar, Neue Klarstellungen, trad. ital., Milano 1980, p. 181)»: Alocución a los
Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22 de diciembre de 1987: L'Osservatore Romano, 23 de diciembre de 1987.
[56] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 10.
[57] Ibid., 10.
[58] Cf. S. Agustín, De Trinitate, L, VIII, VII, 10-X, 14: CCL 50, 284-291.
[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
[60] Cf. en el Apéndice de las obras de S. Ambrosio, In Apoc. IV, 3-4: PL
17, 876; Ps. Agustín, De symb. ad catech. sermo IV: PL 40, 661.
[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 10.
[62] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 36.
[63] Cf. ibid., 63.