Sábado 14 de mayo de 2005
Temas de debate
POR JÜRGEN HABERMAS
Nacido en Düsseldorf, Alemania, en
1929. Doctorado en Filosofía, fue en su juventud ayudante de
Theodor W. Adorno. Desarrolló una extensa obra, no siempre de
fácil acceso, y su temática es tanto sociológica y filosófica
como científica y política. Influido por Heidegger, Hegel y
Lukács, ha criticado al marxismo porque pone el acento en lo
económico, descuidando lo superestructural. También ha censurado
las contradicciones del capitalismo contemporáneo. Entre sus
libros se destacan “El discurso filosófico de la modernidad”,
“El pensamiento posmetafísico” y “Conciencia moral y acción
comunicativa”.
El tema que hoy debatimos me recuerda aquella pregunta que
Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó, a mediados de los años 60,
en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal
secular se sustente sobre premisas normativas que él mismo no
puede garantizar? (1).
Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático
constitucional es capaz de sostener con sus propios recursos los
fundamentos normativos, ya que no es inconcebible que pueda
depender, en realidad, de tradiciones éticas autóctonas previas
y vinculantes a escala colectiva, ya sean ideológicas o
religiosas. Esto, claro, pondría en aprietos a un Estado que,
ante el “hecho innegable del pluralismo” (Rawls), debe mantener
la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones; aunque esto
no baste para descartar la mencionada sospecha.
Plan de presentación
Para empezar, quisiera especificar el problema en dos aspectos.
En el aspecto cognitivo, la duda se refiere a la cuestión de si,
después de la completa positivación del Derecho, la
estructuración del poder político sigue admitiendo una
justificación o legitimación secular, es decir, no religiosa
sino posmetafísica (1). Pero aun en el caso de que se acepte esa
clase de legitimación, en el aspecto motivacional se mantiene la
duda de si es posible estabilizar a una colectividad de
cosmovisión pluralista desde lo normativo (es decir, más allá de
un mero modus vivendi) sobre la base de un consenso de fondo que
no pasaría de ser, en el mejor de los casos, un consenso
meramente formal, limitado a procedimientos y principios (2).
Pero aun en el caso de que pueda despejarse esa duda, resulta
indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la
solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían secarse si
se produjera una “desencaminada” secularización de la sociedad
en conjunto. Un diagnóstico que no puede rechazarse de plano,
aunque esto no signifique que aquellos defensores de la
religión, que son gente formada, de la franja culta de la
sociedad, quieran obtener de ello una especie de plusvalía para
lo que defienden (3). En lugar de eso, propongo entender la
secularización cultural y social como un doble proceso de
aprendizaje, que obligue tanto a las tradiciones de la
Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca
de sus límites (4).
Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares,
se plantea la cuestión de cuáles son las actitudes, desde el
conocimiento y de las perspectivas de norma, que un Estado
liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes
como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo (5).
Justificación no religiosa, posmetafísica, del Derecho
El liberalismo político, al que adhiero en su variante
específica del republicanismo kantiano (2), se concibe a sí
mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los
fundamentos normativos del Estado democrático constitucional.
Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que
renuncia a los fuertes presupuestos tanto cosmológicos como
relativos a la historia de la salvación, que caracterizaban a
las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La
historia de la teología cristiana en la Edad Media –en especial,
la Escolástica española tardía– pertenecen, naturalmente, a la
genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos
legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a
la cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas de la
filosofía de los siglos XVII y XVIII. Sólo mucho más tarde, la
teología y la Iglesia fueron capaces de digerir los desafíos
espirituales que representaba el Estado constitucional surgido
de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender, por el
lado católico, que asume sin problemas la existencia del lumen
naturale, la “luz natural”, nada se opone en lo esencial a una
fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades
reveladas) de la moral y del Derecho.
La fundamentación poskantiana de los principios constitucionales
liberales tuvo que enfrentarse, en el siglo XX, no tanto a la
nostalgia de un derecho natural objetivo (una “ética material de
los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y
empirista. A mi juicio, para defender contra el contextualismo
un concepto no derrotista de razón y contra el positivismo
jurídico un concepto no decisionista de la validez jurídica,
bastan algunas hipótesis simples sobre el contenido normativo de
la estructura de comunicación de formas de vida socioculturales.
La tarea central consiste, en este sentido, en explicar,
primero, por qué el proceso democrático se considera un
procedimiento de creación legítima del derecho, y la respuesta
es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación
inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el
proceso democrático funda el supuesto de una acep-tabilidad
racional de los resultados. Y segundo, en explicar por qué la
democracia y los derechos del hombre son las dimensiones
normativas básicas que aparecen siempre entrelazadas desde el
origen en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo
que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de
una constitución, y la respuesta es que la institucionalización
jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho
exige que se garanticen, a la vez, tanto los derechos
fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de
tipo político-ciudadano (3).
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación
posmetafísica es la constitución que se dan a sí mismos
ciudadanos asociados, y no la “domesticación” de un poder
estatal ya existente, pues ese poder ha de empezar generándose
por la vía del establecimiento democrático de una constitución.
Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente
domesticado) es siempre un poder “juridificado” hasta en su
núcleo más íntimo, de manera que el derecho penetra hasta el fin
en el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté
juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal
(muy enraizado en el imperio alemán) que sostuvieron los
teóricos alemanes del derecho público (desde Laband y Jellinek
hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún
rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una
sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político” exenta de
derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del
poder político que pudiera suponerse que se está nutriendo de
algún tipo de sustancia prejurídica (4). De la soberanía
preconstitucional de los príncipes, no queda en el Estado
constitucional ningún lugar vacío que ahora –en la forma de
ethos de un pueblo más o menos homogéneo– hubiera que rellenar
con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de
base igualmente prejurídica).
A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de
Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden
constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la
religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar
cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta
lectura, la pretensión de validez del derecho positivo
dependería de una fundamentación en convicciones de tipo
ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades
religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden
jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir
sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente.
En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera
positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para crear
legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en
Facticidad y validez), no surge ningún déficit de validez que
hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera
que rellenar recurriendo a sustancia normativa prejurídica). Así
pues, frente a una comprensión del Estado constitucional
proveniente del hegelianismo de derechas, se presenta esta otra
concepción, inspirada por Kant, de una fundamentación autónoma
de los principios constitucionales, que, tal como ella misma
pretende, sería racionalmente aceptable para todos los
ciudadanos.
La duda en torno de la motivación
En lo que sigue, partiré de la premisa de que la constitución
del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en
términos autosuficientes, es decir, administrando, en lo que a
argumentación se refiere, recursos cognitivos que son
independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero
aun dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo
que hace al aspecto motivacional. Efectivamente, los
presupuestos normativos en que se asienta el Estado
constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta
al papel de ciudadanos que se entienden como autores del
derecho, que en lo que se refiere al papel de personas privadas
o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese
derecho.
De los destinatarios del derecho sólo se espera que, en la
realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que
son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que
la ley les impone. Pero algo bien distinto de esta simple
obediencia frente a leyes coercitivas –a las que queda sujeta la
libertad– es lo que se supone en lo que se refiere a las
motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos,
precisamente en el papel de colegisladores democráticos.
Pues se supone, efectivamente, que éstos han de ejercer sus
derechos de comunicación y de participación no sólo en función
de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien
de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de
una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una
obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto
representaría en un Estado de Derecho un cuerpo tan extraño como
una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a
salir en defensa de ciudadanos extraños, que seguirán siendo
anónimos, y a aceptar sacrificios por el interés general, es
algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos
de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas –aun
cuando sólo se las recoja “en calderilla”– sean esenciales para
la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de
la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la
forma de pensar de una cultura política traspasada por el
ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por
tanto, el status de ciudadano político está en cierto modo
inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes
espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.
Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de
reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de su propio
potencial secular, no-religioso. Los motivos para una
participación de los ciudadanos en la formación política de la
opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de
proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y
de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas
desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de
Derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos
acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta
negativa a la pregunta de Böckenförde:
“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían
vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los
particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa
libertad?”(5) La respuesta es que el Estado de Derecho,
articulado en términos de constitución democrática, garantiza no
sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que,
como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar,
sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas,
moviliza también la participación de los ciudadanos en una
disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común.
El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso
democrático mismo, en el que, en última instancia, lo que queda
a discusión es la comprensión correcta de la propia
constitución.
Así, por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la
reforma del Estado de bienestar, acerca de la política de
emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la
supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se
trata de esta o aquella medida política particular, sino que
siempre se trata, también, de una controvertida interpretación
de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de
cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República
Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la
pluralidad de nuestras formas de vida culturales y del
pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras
convicciones religiosas.
Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un
trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la
conciencia nacional recién despertada, fueron elementos
importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana
altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades
republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de
anclajes prepolíticos. El que no se esté dispuesto a “morir por
Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución
europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo
ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas:
esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la
República Federal de Alemania del logro que representa la
Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de
la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no
resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros
países) demuestra cómo, en el medio que representa la política,
pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con
lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”(6).
Pues, frente a un malentendido muy general, “patriotismo
constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los
principios de la Constitución en su contenido abstracto, sino
que hagan propios esos principios en el contenido concreto que
esos principios tienen, cuando se parte del contexto de su
propia historia nacional. Si los contenidos morales de los
derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no
basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una
sociedad mundial de ciudadanos constitucionalmente articulada
(si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser
suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una
concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de
las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre
los miembros de una comunidad política sólo se produce una
solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente
mediada que esa solidaridad venga) si los principios de justicia
logran penetrar en la trama más densa de orientaciones
culturales concretas y logran impregnarla.
Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad y cómo esto
no puede resultar en una “plusvalía” para la religión
Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la
naturaleza secular del Estado constitucional democrático no
presenta, pues, ninguna debilidad interna inmanente al proceso
político como tal que, en sentido cognitivo o en sentido
motivacional, pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con
ello no están excluidas todavía las razones que no son internas
e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de
la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y
consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado
democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y
entonces, se produciría precisamente aquella constelación que
Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros
de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas
aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar
sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros.
Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se
hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que
representan la dinámica de una economía mundial y de una
sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado
desde el que pudieran ser controladas. Los mercados que,
ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las
administraciones estatales asumen, cada vez más, funciones de
regulación en ámbitos de la existencia cuya integración se
mantenía hasta ahora con las normas, es decir, cuya integración,
o era de tipo político o se producía a través de formas
prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas
de la existencia privada pasan a asentarse, de manera creciente,
sobre los mecanismos de acción orientada al éxito particular,
sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a
la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un refuerzo
del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida
de función de una formación democrática de la opinión y de la
voluntad colectiva que, si acaso, sólo funciona ya (y sólo a
medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza
ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional.
Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la
comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de
configuración política fomenta la tendencia a una
despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y
de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial
altamente fragmentada, crece el desengaño con cada fracaso que
se produce en el camino –emprendido desde 1945– de una
constitucionalización del “derecho de gentes”.
Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las
tradiciones de la Ilustración
Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón,
entienden estas crisis no como consecuencia de un agotamiento
selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la
modernidad occidental, sino como resultado lógico de un proyecto
de racionalización cultural y social autodestructivo.
Aunque ese escepticismo radical en lo que toca a la razón es
algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto
es que, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, el
catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular
del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Por
eso, hoy vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo
la orientación religiosa hacia un punto de referencia
trascendente puede sacar del atolladero a una modernidad que se
siente culpable. En Teherán, un colega me preguntó si, desde el
punto de vista de la comparación entre culturas y de la
sociología de la religión, no sería precisamente la
secularización europea el camino equivocado que necesitaba de
una corrección.
Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la
República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a
Leo Strauss. Pero a mí me parece que es más productivo no
exagerar, en términos de una crítica de la razón, la cuestión de
si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá
estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir,
no religiosas) de una razón comunicativa, sino quitarle
dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no
resuelta. Con esto no quiero decir que la persistencia de la
religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse
solamente como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar
en serio este dato y verlo como un desafío cognitivo.
Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos
mencionar una posible, y también obvia, ramificación del diálogo
en un sentido distinto. Me refiero a que, en el curso de la
reciente radicalización de la crítica de la razón, también la
filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus
propios orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también
al diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar
con los intentos filosóficos de autorreflexión poshegeliana de
la razón (7).
(Excurso). Uno de los posibles puntos de arranque del discurso
filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de
pensamiento que vuelve una y otra vez: la razón, al reflexionar
sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en
otra cosa, y debe reconocer el poder de eso “otro”, que entonces
se convierte en destino, si no quiere perder su propia
orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos
híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma.
Como modelo sirve aquí el ejercicio de una mutación puesta en
marcha por la propia fuerza de la razón; una conversión de la
razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta de la auto
conciencia del sujeto cognoscente y agente (como en
Schleiermacher) o de la historicidad de la autoconfirmación
existencial del individuo (como en Kierkegaard) o de la
provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético
que se escinde (como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx).
Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones
teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se
trasciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión
mística con una conciencia cósmica envolvente; ya sea en la
desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya
un mensaje definitivamente salvador; ya sea en forma de una
solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de apurar
a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres
dioses anónimos de la metafísica poshegeliana (la conciencia
envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona
a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento y la idea de una
sociedad no alienada), se convierten siempre en presa fácil para
la teología. Pues se diría que son esos mismos dioses quienes se
ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de
ese Dios personal que El mismo hace donación de sí al hombre.
(Fin del excurso.)
Estos intentos de renovación de una teología filosófica
poshegeliana me parecen, pese a todo, mucho más simpáticos que
ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los
conceptos, de connotación cristiana, del oír y el escuchar, del
pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la
venida y del acontecimiento salvífico, para reducirlas a un
pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano
proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates
para perderse en la indeterminación de lo arcaico.
Pero, aunque los intentos de renovación poshegeliana de la
teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una
filosofía que permanezca consciente de su falibilidad y de su
frágil posición dentro del complejo edificio de la sociedad
moderna tiene que atenerse a una distinción genérica, pero de
ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a
ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que
depende de verdades reveladas.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel,
este trazado gramatical de límites no lleva asociada la
pretensión filosófica En contraposición con la abstinencia ética
de un pensamiento posmetafísico, al que le resulta ajeno todo
concepto de vida buena y ejemplar que se presente como
universal, como obligatorio para todos, resulta que en las
Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado
articuladas intuiciones sobre la culpa y la redención, sobre lo
que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha
experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han
venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y
que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso, en la
vida de las comunidades religiosas, en la medida en que logran
evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias,
permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que
tampoco puede reconstruirse con el solo saber profesional de los
expertos; me refiero a posibilidades de expresión y a
sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta
a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al
malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de
contextos de vida distorsionados.
A partir de la asimetría de pretensiones epistémicas (la
filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se
presenta sabiendo), se puede fundamentar la disposición de la
filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por
razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir,
precisamente recordando el éxito de sus propios procesos
“hegelianos” de aprendizaje. Con esto quiero decir que la mutua
compenetración de cristianismo y metafísica griega no sólo dio
lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la
dogmática teológica, no sólo dio lugar a una helenización del
cristianismo –que no en todos los aspectos fue una bendición–,
sino que, por otro lado, fomentó también una apropiación de
contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía.
Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta
carga normativa, como fueron las que formaron los conceptos de
responsabilidad, autonomía y justificación; por los de historia,
memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno; los de
emancipación y cumplimiento; los de extrañamiento,
interiorización y encarnación, o por los conceptos de
individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación
transformó el sentido religioso original, pero no
deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o
despilfarrándolo.
La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de
una igual dignidad de todos los hombres, que hay que respetar
incondicionalmente, es una de esas traducciones salvadoras (que
salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una
de esas traducciones que, más allá de los límites de una
determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los
conceptos bíblicos al público universal, al de quienes profesan
otras creencias o de quienes, simplemente, no son creyentes.
Walter Benjamin, por ejemplo, consiguió muchas veces hacer esa
clase de traducciones.
Sobre la base de esta experiencia de liberalización
secularizadora de potenciales de significado encapsulados en las
religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que
ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el
diagnóstico según el cual el equilibrio conseguido en la
modernidad entre los tres grandes medios de integración social
(el dinero, el poder y la solidaridad) corre el riesgo de
desmoronarse, porque los mercados y el poder administrativo
expulsan cada vez más la solidaridad; es decir, prescinden de
coordinar la acción por medio de valores, normas y un empleo del
lenguaje orientado a entenderse. Así, resulta también en interés
del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado
a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la
conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos.
Es esta conciencia, que se ha vuelto conservadora, lo que se
refleja en la expresión “sociedad postsecular” (8). Esta
expresión no sólo se refiere a que la religión se afirma cada
vez más en el entorno secular y que la sociedad ha de contar
indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas;
tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el
reconocimiento público que se merecen por la contribución
funcional que hacen a motivaciones y actitudes que vienen bien a
todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se
refleja, ante todo, una intuición normativa que tiene
consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes
y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” termina
imponiéndose la convicción de que “la modernización de la
conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades
religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias
de fases que pueden ofrecer entre sí) y cambia a ambas
reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en
común la secularización de la sociedad como un proceso de
aprendizaje, pueden hacer su contribución a temas controvertidos
en el espacio público, y entonces, también, tomarse mutuamente
en serio por razones cognitivas.
Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no
creyentes
Por un lado, la conciencia religiosa se ha visto obligada a
hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente
“imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive
doctrine (una “doctrina omniabarcante”), y ello también en el
sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de
vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo
–o de configuración global de la existencia– hubo de renunciar
la religión al producirse la secularización del saber, y al
imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y
la libertad generalizada de religión.
Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la
vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno
social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se
diferencia del papel de persona privada o de miembro de la
sociedad. Y como el Estado liberal depende de una integración
política de los ciudadanos, que tiene que ir más allá de un mero
modus vivendi (es decir, que requiere una fuerte capacidad
normativa autónoma), esta diferenciación que se produce en el
carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede
reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas
impuestas por la sociedad secular de manera tal que el ethos
religioso renuncie a toda clase de pretensión. Más bien, el
orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han
de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad
religiosa, de suerte que lo primero pueda también seguirse
consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls
recurrió a la imagen de módulo: este módulo de la justicia
mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son
neutrales en lo tocante a la cosmovisión, tiene que encajar en
los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que
se trate (9).
Esta posibilidad normativa con la que el Estado liberal
confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios
intereses de estas comunidades, en el sentido de que, con ello,
se les abre la posibilidad de ejercer su influencia sobre la
sociedad en conjunto por medio del espacio público-político.
Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como demuestran
las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no
están distribuidas simétricamente entre creyentes y no
creyentes; pero tampoco para la conciencia secular, el goce de
la libertad negativa que representa la libertad religiosa se
produce sin costos. Pues de la conciencia secular se espera que
se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los
límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por
parte de las sociedades pluralistas articuladas por una
constitución liberal no solamente exige de los creyentes que en
el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera
se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar
con la persistencia indefinida de un disenso: sino que, por el
otro lado, en el marco de una cultura política liberal también
se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa
evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano
carente de oído para lo religioso esto significa la exigencia
nada trivial de determinar, también autocríticamente, la
relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber
mundano.
Y es que la expectativa de que persista la discordancia entre fe
y saber sólo merece el predicado de “racional” si, también desde
el punto de vista del saber secular, se admite para las
convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede
calificado simplemente de irracional.
Así pues, en el espacio público-político, las cosmovisiones
naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de
informaciones científicas y que son relevantes para la
autocomprensión ética de los ciudadanos (10) de ninguna manera
gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones
de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con
ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado, que
garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano, es
incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente
una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos
secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de
ciudadanos, ni pueden negar, en principio, a las cosmovisiones
religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a
sus conciudadanos creyentes el derecho de hacer contribuciones
en su lenguaje religioso a las discusiones públicas.
Una cultura política liberal puede esperar, incluso, de los
ciudadanos secularizados, que arrimen el hombro a los esfuerzos
de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente
accesible aquellos aportes que puedan resultar relevantes (11).
(1) E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang
der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit,
Francfort 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.
(2) J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Francfort 1996.
(3) J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez
Redondo, Madrid 1998.
(4) H. Brunkhorst, Der lange Schatten des
Staatswillenspositivismus, Leviathan 31, 2003, 362-381.
(5) Böckenförde (1991), p. 111.
(6) Cfr. Jürgen Habermas, Identidades nacionales y
postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid
1989.
(7) P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts,
Darmstadt 2002.
(8) K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die
postsäkulare Gesellschaft?”, Berliner Journ. f. Soziologie, vol.
3, 2002, 331-343.
(9) J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145.
(10) Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra
manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan.
Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004,
33.
(11) J. Habermas, Glauben und Wissen, Francfort, 2001.