Sábado 14 de mayo de 2005
Temas de debate
Por JOSEPH RATZINGER
Nació en Marktl am Inn, diócesis de
Passau, en abril de 1927. El actual papa Benedicto XVI fue
ordenado sacerdote en 1951 y en 1953 completó su doctorado en
teología, en la Universidad de Munich. Junto con su desarrollo
teórico e intelectual, Ratzinger cumplió una larga carrera en el
Vaticano, junto a Juan Pablo II. Fue prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Teológica
Internacional y decano del Colegio Cardenalicio. Ratzinger es
doctor honoris causa por las universidades de Lublin, Navarra y
Lima, entre otras.
En aceleración del tiempo de la evolución histórica en la que
nos encontramos hay, a mi entender, ante todo dos factores
característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido
desarrollando lentamente: por un lado, la formación de una
sociedad global en la que los distintos poderes políticos,
económicos y culturales se han vuelto cada vez más
interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en
sus respectivos espacios vitales; por el otro, está el
desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y
destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la
cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo
tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las culturas
en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su
convergencia por el buen camino y puedan construir una forma
común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación
del poder.
El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado
por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está
abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica
que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos
factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso
del encuentro y la interpenetración de las culturas se han
quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta
ahora resultaban fundamentales.
La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el
contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en
perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de
respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una
ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia
ética renovada como producto de los debates científicos. Por
otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la
imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento
del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la
ruptura de las antiguas certezas morales.
Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia
el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de
la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el
desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las
conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la
verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de
su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados
científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se
mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones
más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la
ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.
Poder sometido a la fuerza de la ley
En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder
al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso
razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino
la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su
servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como
ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo.
Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a
desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así
puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la
libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad
sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La
desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se
producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una
Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la
arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder
para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en
fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar
configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio
de aquellos que tienen el poder de legislar?
Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley,
pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias
proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea
instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés
común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha
gracias a los instrumentos de la formación democrática de la
voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de
todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley
pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal.
Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación
colectiva en la creación de las leyes y en la administración
justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la
democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder.
Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los
seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano
imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la
delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta
última de distintos grados según la importancia de la cuestión a
decidir.
Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La
historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una
mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a
una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿pue-de hablarse
de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el
principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la
cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de
si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas
que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas
que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y
que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión
mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes
declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de
elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de
las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien
darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores.
Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene
carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por
sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y
que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa
esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una
representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy
en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas
las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los
derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy
una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero
eso no impide a sus dirigentes preguntarse –si estoy bien
informado– si los derechos humanos no serán acaso un invento
típicamente occidental que debe ser cuestionado.
Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones en relación con su
control
Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los
orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el
fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del
poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las
nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos
cincuenta años.
En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial,
imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había
adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.
El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y
también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente
pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir
esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos
efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces
de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas de la guerra
nuclear durante un largo período fue la competencia entre los
bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia
destrucción si provocaban la del otro.
La limitación recíproca del poder y el temor por la propia
supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de
salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no
es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror
omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento
y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita
una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el
planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse
presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para
infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que
elementos criminales puedan tener acceso a los grandes
potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala
mundial desde fuera de las estructuras políticas.
Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado
hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo?
¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad
del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que
el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de
legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como
la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la
arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia
de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece
claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para
las personas que viven en determinados entornos sociales y
políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es
presentado como defensa de la tradición religiosa frente al
carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe
hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver
después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo
religioso –y, efectivamente, así es–, ¿debemos considerar la
religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza
arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce,
con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la
religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada
severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo?
¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue
siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente,
si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario
progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la
tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de
poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente
benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede
convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano.
Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una
probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en
producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del
ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o
del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha
penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al
manantial de su propia existencia. La tentación de intentar
construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de
experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser
humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no
es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del
progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente
una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la
razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la
bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la
crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos
por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser
sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello?
¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran
recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran
mutuamente a enfilar el buen camino?
En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una
sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas
desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista
acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una
evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y
autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y
ayudar a superarlos.
Fundamentos del Derecho: ley, naturaleza, razón
En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones
históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible
la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar
brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la
validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser
evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos
más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al
derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un
derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre,
y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos
del derecho positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble
fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de
la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión
sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar,
está el desbordamiento de las fronteras del mundo
europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de
América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos
al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces
había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había
nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso
significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron –y
pusieron en práctica– por entonces, o bien había que postular la
existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los
sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos
cuando entraran en contacto con diferentes culturas?
Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea
que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium
(literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia,
sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción
del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe
regular la correcta relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de
la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad
de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a
veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una
noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base
jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe,
sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius,
Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho
natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de
órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre
confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo –en especial en la Iglesia
Católica– la figura de argumentación con la que se apela a la
razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras
comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un
entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en
una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho
natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en
este diálogo renunciaré a basarme en él.
La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza
en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza
misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el
triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se
nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos
racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día
parece poco menos que indiscutible (2). De las diferentes
dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó
originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues,
aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en
la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia
docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a
todos los animales) (3). Pero, precisamente, esa idea no basta
para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que
afecta a todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden
específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden
resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en
lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en
la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son
comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí
mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es
sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de
valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse.
Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería
complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los
límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la
pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza
y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su
existencia en el mundo.
Un diálogo de esas características sólo sería posible si se
llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para
los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el
Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del
Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la
idea de los órdenes del cielo.
La interculturalidad y sus consecuencias
Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera
transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme.
A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión
imprescindible de la discusión en torno de cuestiones
fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse
únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición
racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran,
desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son
quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho)
tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la
humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan
comprensibles. Con todo, el número de las culturas en
competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría
parecer.
Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los
diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos
ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su
propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista.
Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el
señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un
papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento
cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la
realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos
opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos
dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por
tensiones similares; hay una gran diferencia entre el
absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a
la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio
cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios
culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a
tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto
de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas
culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la
racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas
presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra
de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su
propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las
de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a
la acción de determinadas teologías cristianas) completan el
panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la
racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la
aspiración universal de la revelación cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el
hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe
cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales,
por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a
su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En
ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el
señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera
entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la
sociología de la religión y la comparación entre culturas, no
sería la secularización europea la anomalía necesitada de
corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera
necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera
intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es
decir, de una situación europea marcada por la fatiga del
racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra
racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de
nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz
de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse
innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está
ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe
reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la
humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala
global.
En otras palabras, no existe una definición del mundo ni
racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda
servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es
inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una
mera abstracción.
Conclusiones
¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las
consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el
señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje
y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en
dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente
peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una
especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la
religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero,
a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen
patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es
consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso
más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano
entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser
consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones
religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa
disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando
que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino
“que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya
no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice
su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”
(5).
De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación
correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y
redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo
frente al otro.
2. Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del
contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos
grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana
y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe
afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos
determinan la situación mundial en una medida mayor que las
demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras
culturas puedan dejarse de lado como una especie de quantité
négligeable. Eso representaría una muestra de arrogancia
occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte.
Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se
avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas
culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica,
en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente
complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de
depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos
de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin
de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno
de la humanidad.
Traducción: Joan Parra
Notas
1) R. Spaemann, “Weltethos als Projekt”, en: Merkur, Heft
570/571, páginas 893-904.
2) La expresión más impresionante (pese a muchas correcciones de
detalle) de esta filosofía de la evolución, hoy todavía
dominante, la representa el libro de J. Monod, El azar y la
necesidad, Barcelona, 1989. En lo que respecta a la distinción
entre lo que son los resultados efectivos de la ciencia y lo que
es la filosofía que acompaña a esos resultados, cfr. R. Junker,
S. Scherer (eds.), Evolution. Ein Kritischer Lehrbuch, Giessen
1998. Para algunas indicaciones concernientes a la discusión con
la filosofía que acompaña a esa teoría de la evolución, véase J.
Ratzinger, Glaube - Wahrheit - Toleranz, Friburgo, 2003,
131-147. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Salamanca
(2005).
3) Acerca de las tres dimensiones del derecho natural medieval
(dinámica del ser en general, teleología de la naturaleza común
a los hombres y a los animales [Ulpiano], y teología específica
de la naturaleza racional del hombre) cfr. las referencias a
ello en el artículo de Ph. Delhaye “Naturrecht”. Digno de
notarse es el concepto de derecho natural que aparece al
principio del Decretum gratiani: Humanum genus duobus regitur,
naturali videlicit iure, et moribus. Ius naturale est, quod in
lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere,
quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi
nolit fieri (el género humano se rige por dos cosas, a saber, el
derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se
contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada
cual no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y
se le prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le
haga a él).
4) Es lo que he tratado de exponer en mi libro ya mencionado en
la nota 2: Glaube - Wahrheit -Toleranz; cfr. también M.
Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, seg. edición,
Paderborn 2002.
5) K. Hübner, Das Christentum