Gilbert K. CHESTERTON
POR QUE ME CONVERTÍ AL CATOLICISMO 1
Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema
"por qué soy católico" es muy distinto del problema "por qué me convertí al
catolicismo". Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen
surgiendo después... Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la
primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también
tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo
originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y
secundario. La "confirmación" de la fe, vale decir, su fortalecimiento y
afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual,
después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo
aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este
sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón.
Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos
escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una
catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por lo
contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido
reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.
¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es
demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran
esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.
A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el
catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él.
Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia
Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.
El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante
fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las
iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió
en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la.
opinión pública se volvió contra él, clasificando como "Kensitite Press" a los
peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos
carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.
Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban
graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos
condenaban me pareció algo precioso y deseable.
En el primer caso -creo que se trataba de Horton y Hocking- se mencionaba con
estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un
místico católico, que escribía: "Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a
Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó
como un son de trompeta, y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente
dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con
dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico,
siempre que se la sepa entender.
En el segundo caso, alguien del diario "Daily News" (entonces yo mismo era
todavía alguien del "Daily News"), como ejemplo típico del "formulismo muerto"
de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido
a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a
Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les
perdonaría, sin duda, su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra
vez a mí mismo: "¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas
para hacerme un gusto a mí, yo le agradecería muchísimo, también, que se
durmiera enseguida en mi presencia".
Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de
aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron
casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de
lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más
cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el
catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a
quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John
O'Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia
de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del
"Daily News".
Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la
actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de
sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses
allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión
existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una
realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se
concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fuí descubriendo cada vez con
mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo,
durante largo tiempo, se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo
cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra
manera, porque esos cristianos eran tan profundos e incómodos como aquellos que
Nerón hizo echar a los leones.
Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de
mi catolicismo, razón que luego fué fortificándose. Podría añadir ahora cómo
seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se
apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres
que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero
pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en
una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca
perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo
manchesteriano.
Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las
tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos
más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición
y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más
fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el
sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero
completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de
material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre
todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que
me causaron una especial impresión.
Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre
Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es
cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta
los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron su eco en
Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con
tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se
encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán
llamarse racionalistas.
El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma
pagana a pesar de los "intermezzos" de un Lucrecio o de un Lucano.
No es natural ser materialista ni tampoco el serio da una impresión de
naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El
hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como
místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las
sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo
extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre
ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las
dejan de lado y las menosprecian.
Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe
entre el convento y la familia. (The cloister and the hearth). En aquel tiempo,
hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción
entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi
un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la
anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno
de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión
católica, los votos y las profesiones más altas y "menos razonables" -por decido
así- son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.
Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística
lo ha conservado: el santo está al lado del hombre humilde; el peregrino
demuestra amor por la familia; el monje la defiende. Entre nosotros, lo mejor no
es enemigo de lo bueno. Entre nosotros, por lo contrario, lo superior es el
mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia
una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras;
al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al
"nonsense", a la insensatez.
Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la
quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento
"realmente existente" hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las
penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún
reconoceremos también esto: En lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo
puramente bueno; hay a vecese dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla
en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos,
existe un miedo a la Ley y al Señor.
Si se exagera todo esto nace en las religiones una deformación que llega hasta
el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y
medidas.
Mientras se estén tranquilas, pueden llegar hasta a ser estimadas, como sucedió
con el protestantismo victoriano. Por lo contrario, la más fervorosa exaltación
por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís,
seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por
ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá
llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo
que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue:
Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante
esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el
nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en
civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo
desean -como ellos mismos dicen- reformas prácticas y objetivas. Ahora bien:
esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente:
si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría
convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo
gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado
progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fué sacrificada por una
superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los
primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw
deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy
al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diez y nueve
siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de
repente dos mil años. Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una
persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las
cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en
todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios.
Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo,
ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el
mundo de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo,
contra la
insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del
todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tibet.
El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en
contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes.
Tampoco tendría tanto poder, si se reconocieran más los valores sobrenaturales.
Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después
que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la
IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un
pobre pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo
-podría decirse en su excusa. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia
Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador,
y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y
sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de
verla morir algún día.
1 CUADERNOS MINIMOS. COMISION ARGENTINA DE PUBLICACIONES E INTERCAMBIO. AYACUCHO 2O50. BUENOS AIRES
Traducción de H. Pasch y F. Cafandrelli.
autorizada por
VERLAG JOS. KÖSEL &. FRIEDR.
PUSTET, MUNCHEN.
ES PROPIEDAD. HECHO EL DEPOSITO LEGAL.
Derechos reservados para lados los paises de
habla española.
Editado por la Comisión Argentina de Publicaciones e Intercambio, acabóse de
imprimir en los talleres "Guadalupe", el 20 de octubre de 1937.