MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1 de enero de 1969
A todos los
hombres de buena voluntad, a
todos los responsables del
curso de la historia de hoy
y del mañana;
a los guías,
por tanto, de la política,
de la opinión pública, de la
orientación social, de la
cultura, de la escuela;
a toda la juventud que surge
con el ansia de una renovación
mundial,
con voz
humilde y libre, que sale
del desierto de cualquier
interés terreno,
nosotros
anunciamos una vez más la
palabra implorante y
solemne: Paz.
La Paz se
encuentra hoy
intrínsecamente vinculada al
reconocimiento ideal y a la
instauración efectiva de los
Derechos del Hombre. A estos
derechos fundamentales
corresponde un deber
fundamental: el de la Paz,
precisamente.
La Paz es un
deber.
Todo lo que
el mundo contemporáneo está
comentando sobre el
desarrollo de las relaciones
internacionales, sobre la
interdependencia de los
intereses de los Pueblos,
sobre el acceso de los
nuevos Estados a la libertad
y a la independencia, sobre
los esfuerzos que la
civilización realiza para
encaminarse a una
organización jurídica
unitaria y mundial, sobre
los peligros de catástrofes
incalculables en la
eventualidad de nuevos
conflictos armados, sobre la
sicología del hombre moderno
deseoso de una prosperidad
serena y de contactos
humanos universales, sobre
el progreso del ecumenismo y
del respeto recíproco de las
libertades personales y
sociales, nos persuade de
que la Paz es un bien
supremo de la vida del
hombre sobre la tierra, un
interés de primer orden, una
aspiración común, un ideal
digno de la humanidad dueña
de sí y del mundo, una
necesidad para mantener las
conquistas logradas y para
alcanzar otras, una ley
fundamental para la difusión
del pensamiento, de la
cultura, de la economía y
del arte, una exigencia que
ya no se puede suprimir en
la visión de los destinos
humanos. Porque la Paz es la
seguridad, la Paz es el
orden. Un orden justo y
dinámico, decimos, que se
debe construir
continuamente. Sin la Paz,
ninguna confianza; sin
confianza, ningún progreso.
Una confianza, decimos,
fundada en la justicia y en
la lealtad.
Sólo en el
clima de la Paz se atestigua
el derecho, progresa la
justicia, respira la
libertad. Si tal es el
sentido de la Paz, si tal es
el valor de la Paz, la Paz
es un deber.
Es el deber
de la historia presente.
Quien sabe reflexionar sobre
las enseñanzas que la
historia del pasado nos da,
concluye enseguida
declarando absurdo el
retorno a las guerras, a las
luchas, a los estragos, a
las ruinas producidas por la
sicología de las armas y de
las fuerzas enfrentadas
hasta la muerte de los
hombres ciudadanos de la
tierra, patria común de
nuestra vida en el tiempo.
Quien posee el sentido del
hombre no puede menos de ser
un partidario de la Paz.
Quien reflexiona sobre las
causas de los conflictos
entre los hombres debe
reconocer que ellas
denuncian carencias del
ánimo humano y no virtudes
auténticas de su grandeza
moral. La necesidad de la
guerra podía tener una
justificación sólo en
condiciones excepcionales y
deprecables de hecho y de
derecho que no deberían
verificarse jamás en la
moderna sociedad mundial. La
razón y no la fuerza debe
decidir la suerte de los
pueblos. El acuerdo, las
negociaciones, el arbitraje,
y no el ultraje, ni la
sangre o la esclavitud deben
mediar en las relaciones
difíciles entre los hombres.
Y ni siquiera una tregua
precaria, un equilibrio
inestable, un terror de
represalia y de venganza, un
atropello bien logrado, una
prepotencia afortunada
pueden ser garantías de Paz,
digna de tal nombre. Es
necesario querer la Paz. Es
necesario amar la Paz. Es
necesario producir la Paz.
La Paz debe ser un resultado
moral, debe brotar de los
espíritus libres y
generosos. Quizá pueda ella
parecer un sueño; un sueño
que se convierte en
realidad, en virtud de una
concepción humana nueva y
superior.
Un sueño,
decimos, porque la
experiencia de estos últimos
años y el brote de recientes
corrientes enturbiadas por
pensamientos desordenados:
sobre la contestación
radical y anárquica, sobre
la violencia lícita y
necesaria en todos los
casos, sobre la política de
potencia y de dominio, sobre
la carrera de los armamentos
y la confianza puesta en los
métodos de insidia y de
engaño, sobre la
imposibilidad de eludir las
pruebas de la fuerza, etc.,
parecen ahogar la esperanza
en un ordenamiento pacífico
del mundo. Pero esta
esperanza permanece, porque
debe permanecer. Es la luz
del progreso y de la
civilización. El mundo no
puede renunciar a su sueño
de Paz universal. Y
precisamente porque la Paz
es siempre un continuo
hacerse, porque es siempre
incompleta, porque es
siempre frágil, porque está
siempre asediada, porque es
siempre difícil, nosotros la
proclamamos. Como un deber.
Un deber insoslayable. Un
deber de los responsables de
la suerte de los Pueblos. Un
deber de todo ciudadano del
mundo: porque todos deben
amar la Paz; todos deben
contribuir a formar esa
mentalidad pública, esa
conciencia común que la
hacen deseable y posible. La
Paz debe existir primero en
los ánimos, para que exista
después en los
acontecimientos.
Sí, la Paz es
un deber universal y
perenne. Para recordar este
axioma de la civilización
moderna, invitamos a todo el
mundo a celebrar también
para el nuevo año 1969 la
«Jornada de la Paz», el día
1 de enero. Es un deseo, es
una esperanza, es un empeño:
el primer sol del año nuevo
debe irradiar sobre la
tierra la luz de la Paz.
Nos osamos
esperar que, entre todos,
sean los jóvenes quienes
recojan esta invitación como
una llamada capaz de
interpretar cuanto de nuevo,
de vivo, de grande se agita
en sus ánimos exacerbados,
porque la Paz exige la
revisión de los abusos y
coincide con la causa de la
justicia.
En efecto,
este año presenta una
circunstancia favorable a
nuestra propuesta: se acaba
de conmemorar el vigésimo
aniversario de la
proclamación de los Derechos
del Hombre. Es éste un
acontecimiento que abarca a
todos los hombres: a los
individuos, a las familias,
a los grupos, a las
asociaciones, a las
Naciones. Nadie lo debe
echar en olvido ni pasar por
alto, porque a todos llama a
ese reconocimiento
fundamental de una digna y
plena ciudadanía de cada
hombre sobre la tierra. De
este reconocimiento nace el
título primordial para la
Paz: he ahí el tema de la
Jornada mundial de la Paz,
cuya formulación es: «la
promoción de los Derechos
del Hombre, camino hacia la
Paz». Para que el hombre
tenga garantía del derecho a
la vida, a la libertad, a la
igualdad, a la cultura, al
disfrute de los bienes de la
civilización, a la dignidad
personal y social, es
necesaria la Paz; donde ésta
pierde su equilibrio y su
eficacia, los Derechos del
Hombre resultan precarios y
comprometidos; donde no hay
Paz, el derecho pierde su
aspecto humano. Donde no hay
respeto, defensa, promoción
de los Derechos del Hombre
—allí donde se
violentan o defraudan sus
libertades inalienables,
donde se ignora o se degrada
su personalidad, donde se
ejercen la discriminación,
la esclavitud, la
intolerancia—,
allí no puede haber
verdadera Paz. Porque la Paz
y el Derecho son
recíprocamente causa y
efecto; la Paz favorece el
Derecho; y, a su vez, el
Derecho la Paz.
Queremos
esperar que estas razones
tengan validez para todas
las personas, para todos los
grupos, para todas las
Naciones; y que la
importancia trascendental de
la causa de la Paz difunda
su reflexión y promueva su
aplicación.
Paz y
Derechos del Hombre, he aquí
el objeto de los
pensamientos con los que
quisiéramos que los hombres
inaugurasen el naciente año.
Nuestra invitación es
sincera y no encubre otra
finalidad que el bien de la
humanidad. Nuestra voz es
débil, pero clara; es la de
un amigo que quisiera
saberla escuchada, no tanto
por quien la profiere como
por lo que dice. Es al mundo
a quien se dirige; al mundo
que piensa, al mundo que
tiene poder, al mundo que
crece, al mundo que trabaja,
al mundo que sufre, al mundo
que espera. ¡Ojalá no se
pierda! ¡\La Paz es un
deber!
A este
nuestro mensaje no puede
faltar la fuerza que le
proviene del Evangelio, el
Evangelio de Cristo, del
cual somos ministro.
A todos en el
mundo, como el Evangelio,
también aquel se dirige.
Pero más
directamente a vosotros,
venerables Hermanos en el
Episcopado, a vosotros,
Hijos y Fieles queridísimos
de la Iglesia Católica,
renovamos la invitación para
celebrar la «Jornada de la
Paz»: invitación que se
convierte en precepto, no
nuestro, sino del Señor,
quien nos quiere operadores
convencidos y diligentes de
la paz como condición para
contarnos entre los
bienaventurados marcados con
el nombre de hijos de Dios
(cfr. Mt. 5, 9). A
vosotros se dirige nuestra
voz; y se convierte en un
grito, ya que para nosotros,
los creyentes, la paz
adquiere un significado
todavía más profundo y
misterioso y asume un valor
de plenitud espiritual y de
salvación personal, además
de colectiva y social; para
nosotros, la Paz terrena y
temporal es reflejo y
preludio de la Paz celestial
y eterna.
La Paz para
nosotros los Cristianos no
es solamente un equilibrio
exterior, un orden jurídico,
un conjunto de relaciones
públicas disciplinadas; sino
que es, ante todo, el
resultado de la actuación
del designio de sabiduría y
amor, con que Dios ha
querido instaurar las
relaciones sobrenaturales
con la humanidad. La Paz es
el primer efecto de esta
nueva economía divina, que
llamamos gracia; «gracia y
paz», repite el Apóstol; es
un don de Dios, que se
convierte en estilo del
vivir cristiano, es una fase
mesiánica, que refleja su
luz y su esperanza aun sobre
la ciudad temporal y que
corrobora con sus más altas
razones aquellas sobre las
que ésta funda su propia
Paz. La Paz de Cristo añade
a la dignidad de los
ciudadanos del mundo la de
hijos del Padre celestial; a
la igualdad natural de los
hombres, la de la
fraternidad cristiana; a las
contiendas humanas, que
comprometen y violan siempre
la Paz, la de Cristo les
debilita sus pretextos e
impugna sus motivos,
indicando las ventajas de un
orden moral, ideal y
superior, y revela la
prodigiosa virtud religiosa
y civil del perdón generoso;
a la incapacidad del arte
humano para engendrar una
Paz sólida y estable, la de
Cristo presta la ayuda de su
inagotable optimismo; a la
falacia de la política del
prestigio orgulloso y del
interés material, la Paz de
Cristo sugiere la política
de la caridad; a la justicia
con demasiada frecuencia
tímida e impaciente, que
sostiene sus exigencias con
el furor de las armas, la
Paz de Cristo infunde la
energía invicta del derecho
que deriva de las profundas
razones de la naturaleza
humana y del destino
transcendental del hombre. Y
no es miedo de la fuerza ni
de la resistencia la Paz de
Cristo la cual recaba su
espíritu del sacrificio que
redime; ni tampoco la Paz de
Cristo, que conoce el dolor
y las necesidades humanas y
sabe encontrar amor y
donación para los pequeños,
los pobres, los débiles, los
desheredados, los que
sufren, los humillados, los
vencidos, es vileza que
transige con las desgracias
e insuficiencias de los
hombres sin fortuna y sin
defensa. Es decir, la Paz de
Cristo, más que cualquiera
otra fórmula humanitaria, se
preocupa de los Derechos del
Hombre.
Esto es lo
que querríamos que vosotros,
Hermanos e Hijos todos,
recordarais y anunciarais en
la «Jornada de la Paz», bajo
cuyo signo se abre el nuevo
año, en el nombre de Cristo,
Rey de la Paz, defensor de
todo auténtico derecho
humano. Os acompañe nuestra
bendición apostólica.
El Vaticano, 8 de diciembre de 1968.
PAULUS PP. VI