MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1 de enero de 1970
¡CIUDADANOS DEL MUNDO!
que os
despertáis en el amanecer
de este nuevo año 1970,
pensad por unos instantes:
¿dónde se dirige el camino
de la humanidad?
Es posible hoy dar una
mirada de conjunto,
una mirada profética.
La humanidad
camina, es decir, progresa
hacia un dominio cada vez
mayor del mundo; el
pensamiento, el estudio, la
ciencia, guían a la
humanidad en esa conquista;
el trabajo, los
instrumentos, la técnica,
realizan esa maravillosa
conquista. Y ésta, ¿para qué
sirve? Para vivir mejor,
para vivir más. La humanidad
busca su plenitud de vida en
el horizonte del tiempo y la
obtiene. Pero advierte que
esta plenitud no sería tal
si no fuese universal, es
decir, si no abarcase a
todos los hombres. Por esto
la humanidad tiende a
alargar los beneficios del
progreso a todos los
Pueblos; tiende a la unidad,
tiende a la justicia, tiende
a un equilibrio y a una
perfección que llamamos Paz.
También
cuando los hombres obran
contra la Paz, la humanidad
tiende a la Paz. «Mirando a
la paz, aun las guerras se
hacen» (De Civ. Dei,
XIX, c. XII; PL 7,
637). La Paz es el fin
lógico del mundo presente;
es el destino del progreso;
es el orden terminal de los
grandes esfuerzos de la
civilización moderna (cfr.
Lumen Gentium, 36).
Nos
anunciamos por esto hoy, una
vez más, la Paz como el
augurio mejor para el tiempo
que viene. ¡Paz a vosotros,
hombres del año 1970! Nos
anunciamos la Paz como idea
dominante de la vida
consciente del hombre que
quiere mirar la perspectiva
de su próximo y futuro
itinerario. Nos, una vez
más, anunciamos la Paz
porque ella es al mismo
tiempo y bajo aspectos
diversos principio y fin del
desarrollo normal y
progresivo de la sociedad
moderna. Es principio, esto
es, condición: como una
máquina no puede funcionar
bien si todas sus
estructuras no corresponden
al diseño según el cual fue
concebida, tampoco la
humanidad podrá
desarrollarse eficiente y
armoniosamente si la Paz no
le confiere su propio
equilibrio inicial. La Paz
es la idea que dirige el
progreso humano; es la
concepción verdadera y
fecunda de donde procede la
mejor vida y la historia
lógica de nosotros los
hombres. Es fin, esto es,
coronación del esfuerzo con
frecuencia laborioso y
doloroso, mediante el cual
nosotros los hombres
tratamos de someter el mundo
exterior a nuestro servicio
y de organizar nuestra
sociedad según un orden que
refleje justicia y
bienestar.
Nos
insistimos: la Paz es la
vida real del cuadro ideal
del mundo humano. Pero
advertimos: la Paz no es
propiamente una posición
estática que puede
adquirirse de una vez para
siempre, no es una
tranquilidad inmóvil. Se
entendería mal la célebre
definición agustiniana que
llama a la Paz «la
tranquilidad del orden» (De
Civ. Dei, XIX, c. XIII;
PL 7, 640) si del
orden tuviésemos un concepto
abstracto y no supiésemos
que el orden humano es un
acto más que un estado; que
depende de la conciencia y
de la voluntad de quien lo
compone y lo disfruta más
que de las circunstancias
que lo favorecen; y para ser
en verdad orden humano, ha
de perfeccionarse siempre,
es decir, ha de engendrarse
y evolucionar
constantemente; esto es,
consiste en un movimiento
progresivo, como el
equilibrio del vuelo que ha
de ser sostenido cada
instante por un dinamismo
propulsor.
¿Por qué
esto? Porque nuestro
discurso se dirige
especialmente a los
espíritus jóvenes. Cuando
hablamos de Paz, no os
proponemos, amigos, un
inmovilismo mortificante y
egoísta. La Paz no se goza;
se crea. La Paz no es una
meta ya alcanzada; es un
nivel superior, al que todos
y cada uno debemos aspirar
siempre. No es una ideología
soporífera; es una
concepción deontológica, que
nos hace a todos
responsables del bien común
y nos obliga a ofrecer
cualquier esfuerzo nuestro a
su causa; la causa verdadera
de la humanidad.
Quien desee
penetrar con su propio
pensamiento en esta
convicción descubrirá muchas
cosas. Descubrirá que es
necesario sobre todo
reformar las ideas que guían
el mundo. Descubrirá que
estas ideas fuerza son al
menos parcialmente falsas,
porque son particulares,
restringidas y egoístas.
Descubrirá que solamente una
idea es, en el fondo,
verdadera y buena: la del
amor universal; es decir la
de la Paz. Y descubrirá cómo
esta idea es al mismo tiempo
sencillísima y dificilísima;
sencillísima en sí misma: el
hombre está hecho para el
amor, está hecho para la
paz; dificilísima: ¿cómo se
puede amar? ¿cómo se puede
elevar el amor a la dignidad
de principio universal?
¿cómo puede el amor tener
cabida en la mentalidad del
hombre moderno, envuelta en
luchas, egoísmo y odio?
¿Quién puede decir de sí
mismo que tiene el amor en
su corazón? ¿el amor por la
humanidad entera? ¿el amor
por la humanidad in fieri,
la humanidad del mañana, la
humanidad del progreso, la
humanidad auténtica, que no
puede ser tal, si no está
unida; pero no por la
fuerza, ni por el cálculo
interesado, egoísta y
explotador, sino por la
fraterna y amorosa
concordia?
Descubrirá
entonces este alumno de la
gran idea de la Paz que es
necesario hoy,
inmediatamente, una
educación ideológica nueva,
la educación para la Paz.
Sí, la Paz comienza en el
interior de los corazones.
En primer lugar hay que
conocer la Paz, reconocerla,
desearla, amarla; después la
expresaremos y la grabaremos
en la conducta renovada de
la humanidad; en su
filosofía, en su sociología,
en su política.
Démonos
cuenta, Hombres Hermanos, de
la grandeza de esta visión
futurística; y afrontemos
valerosamente el primer
programa: educarnos para la
Paz.
Nos somos
conscientes de la apariencia
paradójica de este programa;
parece encontrarse como
fuera de la realidad; fuera
de toda realidad instintiva,
filosófica, social,
histórica... La lucha es la
ley. La lucha es la fuerza
del éxito. Y también: la
lucha es la justicia. Ley
inexorable: renace en cada
una de las etapas del
progreso humano; también
hoy, después de las
horrorosas experiencias de
las últimas guerras, impera
la lucha, no la Paz. Hasta
la violencia encuentra sus
seguidores y sus aduladores.
La revolución da nombre y
prestigio a cualquier
reivindicación de la
justicia, a toda renovación
del progreso. Es fatal:
solamente la fuerza abre el
camino a los destinos
humanos. Hombres Hermanos:
ésta es la gran dificultad
que hay que considerar y
solucionar. No negamos que
la lucha pueda ser
necesaria, que pueda ser el
arma de la justicia, que
pueda erigirse en deber
magnánimo y heroico. Nadie
puede negar que la lucha
pueda conseguir éxitos. Pero
Nos decimos que no puede
costituir la idea-luz, que
necesita la humanidad.
Decimos que es ya hora de
que la civilización se
inspire en una concepción
diferente de la de la lucha,
de la violencia, de la
guerra, del avasallamiento
para hacer caminar el mundo
hacia una justicia verdadera
y común. Decimos que la Paz
no es vileza, no es
debilidad cobarde; la Paz
debe sustituir gradualmente
y enseguida, si ello es
posible, con la fuerza moral
la fuerza brutal; debe
sustituir con la razón, la
palabra, la superioridad
moral la eficacia fatal y
frecuentemente falaz de las
armas y de los medios
violentos y del poder
material y económico.
La Paz es el
Hombre, que ha cesado de ser
lobo para otro hombre, el
Hombre en su invencible
poder moral. Este debe
prevalecer hoy en el mundo.
Y prevalece.
Saludamos con entusiasmo los
esfuerzos del hombre moderno
por afirmar en el mundo y en
la historia actual la Paz
como método, como
institución internacional,
como negociación leal, como
autodisciplina en los
litigios territoriales y
sociales, como cuestión
superior al prestigio de las
represalias y de las
venganzas. Grandes
cuestiones para la victoria
de la Paz están ya sobre la
mesa: el desarme, en primer
lugar, la limitación de las
armas nucleares, la
hipótesis del recurso al
arbitraje, la sustitución de
la concurrencia por la
colaboración, la convivencia
pacífica en la diversidad de
ideologías y de regímenes,
la esperanza de que sea
devuelta una parte alícuota
de los gastos militares para
socorrer a los pueblos en
vía de desarrollo. Así
advertimos una contribución
a la Paz en la deploración
ya universal del terrorismo,
de la tortura a los
prisioneros, de las
represiones vengativas sobre
poblaciones inocentes, de
los campos de concentración,
de los detenidos civiles, de
la matanza de rehenes, etc.
La conciencia del mundo no
tolera más semejantes
delitos que retuercen su
feroz inhumanidad en
deshonor de quienes los
cometen.
No es
incumbencia nuestra juzgar
las disensiones todavía
existentes entre las
Naciones, las razas, las
tribus, las clases sociales.
Pero es misión nuestra
lanzar la palabra «Paz» en
medio de los hombres que
luchan entre sí. Es misión
nuestra recordar a los
hombres que son hermanos. Es
misión nuestra enseñar a los
hombres a amarse, a
reconciliarse, a educarse
para la Paz. Por esto damos
nuestro aplauso y expresamos
nuestro aliento, nuestra
esperanza a cuantos se hacen
promotores de esta pedagogía
de la Paz. Invitamos también
este año a las personas y a
las entidades responsables,
a los órganos de la opinión
pública, a los Políticos,
Maestros, Artistas y
especialmente a la juventud
a caminar resueltamente por
este camino de la
civilización verdadera y
universal. Es necesario
llegar a la celebración
efectiva de la profecía
bíblica: la Justicia y la
Paz se han encontrado y se
han besado.
Para
vosotros, Hermanos e Hijos
en la misma fe de Cristo,
añadimos una palabra más
sobre nuestro deber, como
decíamos, de educar a los
hombres para amarse,
reconciliarse y perdonarse
recíprocamente. De esto
hemos recibido una enseñanza
precisa del Maestro Jesús;
tenemos su ejemplo, tenemos
el empeño que El capta de
nuestros labios cuando
recitamos la oración al
Padre, según las palabras
bien conocidas: «perdónanos
nuestras deudas así como
nosotros perdonamos a
nuestros deudores» . Este
«así como» es tremendo;
establece una ecuación que,
si se realiza, constituye
nuestra fortuna en la
economía de la salvación; si
no se realiza, puede ser
nuestra condenación (cfr.
Mat. 18, 21-35).
Predicar el
evangelio del perdón parece
absurdo a la política humana
porque en la economía
natural a veces la justicia
no lo consiente. Pero en una
economía cristiana, es
decir, sobrehumana, no es
absurdo. Es difícil, pero no
absurdo. ¿Cómo terminan los
conflictos en el mundo
secular? ¿Cual es la Paz,
que ellos al final
consiguen? En la dialéctica
insidiosa y furiosa de esta
nuestra historia de hombres
llenos de pasiones, de
orgullo, de rencores, la Paz
que concluye un conflicto es
habitualmente una
imposición, un
avasallamiento, un juego por
el que la parte más débil y
que sucumbe sufre una
tolerancia forzada que, no
pocas veces, es un
aplazamiento hasta una
revancha futura, y acepta el
estatuto protocolar que
cubre la hipocresía de
corazones enemigos todavía.
A esta Paz, demasiado
frecuentemente fingida e
inestable, le falta la
completa solución del
conflicto, esto es, el
sacrificio del vencedor en
aquellas ventajas logradas
que humillan y hacen
inexorablemente infeliz al
vencido; y falta al vencido
la fuerza de ánimo de la
reconciliación.
Una Paz, sin
clemencia, ¿cómo puede
llamarse tal? Paz saturada
de espíritu de venganza,
¿cómo puede ser verdadera? De
una parte y de otra es
necesario el recurso a
aquella justicia superior
que es el perdón, el cual
hace desaparecer las
cuestiones insolubles de
prestigio y hace todavía
posible la amistad.
Lección
difícil; pero ¿no es quizá
magnífica? ¿no es quizá de
actualidad? ¿no es quizá
cristiana? Eduquémonos para
esta escuela superior de la
Paz, en primer lugar, a
nosotros mismos, Hermanos e
Hijos cristianos; leamos de
nuevo el Sermón de la
montaña (cfr. Mat. 5,
21-26; 38-48; 6, 12, 14-15)
y procuremos después dar,
mediante el ejemplo y la
palabra, su anuncio al
mundo.
Con nuestra Bendición Apostólica.
El Vaticano, 30 de noviembre de 1969.
PAULUS PP. VI