MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA «JORNADA DE LA PAZ»
1º enero de 1974
LA PAZ
DEPENDE TAMBIÉN DE TI
Escuchadme una vez más,
hombres llegados al umbral
del nuevo año 1974.
Escuchadme
una vez más: estoy ante
vosotros en actitud de
humilde súplica, de enérgica
súplica. Naturalmente, lo
estáis intuyendo ya: quiero
hablaros una vez más de la
Paz.
Sí, de la
Paz. Quizá creais conocer
todo respecto de la Paz; se
ha hablado tanto de ella,
por parte de todos.
Posiblemente este nombre
invadiente provoca en
vosotros una sensación de
saciedad, de hastío, incluso
quizá de temor de que,
dentro del encanto de su
palabra, se esconda una
magia ilusoria, un
nominalismo ya manido y
retórico, y hasta un
encantamiento peligroso. La
historia presente
caracterizada por feroces
episodios de conflictos
internacionales, por
implacables luchas de clase,
por explosiones de
libertades revolucionarias,
por represiones de los
derechos y de las libertades
fundamentales del hombre, y
por imprevistos síntomas de
precariedad económica
mundial, parece echar abajo
el ideal triunfante de la
Paz, como si se tratase de
la estatua de un ídolo. Al
nominalismo huero y débil,
que parece adoptar la Paz en
medio de la experiencia
política e ideológica de
estos últimos tiempos, se
prefiere ahora nuevamente el
realismo de los hechos y de
los intereses y se vuelve a
pensar en el hombre como el
eterno problema insoluble de
un autoconflicto viviente:
el hombre es así; un ser que
lleva en su corazón un
destino de lucha fraterna.
Frente a este
crudo y renaciente realismo
proponemos no un
nominalismo, derrotado por
nuevas y prepotentes
experiencias, sino un
invicto idealismo, el de la
Paz, destinado a un
progresivo afianzamiento.
Hombres
hermanos, hombres de buena
voluntad, hombres de
prudencia, hombres que
sufrís: creed en nuestra
reiterada y humilde llamada,
creed en nuestro grito
incansable. La Paz es el
ideal de la humanidad. La
Paz es necesaria. La Paz es
un deber. La Paz es
ventajosa. No se trata de
una idea fija e ilógica
nuestra; no es una obsesión,
una ilusión. Es una certeza;
sí, una esperanza; tiene en
su favor el porvenir de la
civilización, el destino del
mundo; sí, la Paz.
Estamos tan
convencido de que la Paz
constituye la meta de la
humanidad en vías de
alcanzar conciencia de sí
misma y en vías hacia un
desarrollo civil sobre la
faz de la tierra, que hoy,
como ya lo hicimos el año
pasado, nos atrevemos a
proclamar para el año nuevo
y los años futuros: la Paz
es posible.
Porque, en el
fondo, lo que compromete la
solidez de la Paz y el
favorable desenvolvimiento
de la historia es la secreta
y escéptica convicción de
que es prácticamente
irrealizable. Bellísimo
concepto se piensa, sin
decirlo; óptima síntesis de
las aspiraciones humanas;
pero un sueño poético y una
utopía falaz. Una droga
embriagante, pero que
debilita. Hasta renace en
los ánimos como una lógica
inevitable: lo que cuenta es
la fuerza; el hombre, a lo
sumo, reducirá el conjunto
de las fuerzas al equilibrio
de su confrontación, pero la
organización humana no puede
prescindir de la fuerza.
Debemos
detenernos un momento ante
esta objeción capital para
resolver un posible
equívoco, el de confundir la
Paz con la debilidad no sólo
física sino moral, con la
renuncia al verdadero
derecho y a la justicia
ecuánime, con la huída del
riesgo y del sacrificio, con
la resignación pávida y
acomplejada de los demás y
por lo mismo remisiva ante
su propia esclavitud. No es
ésta la Paz auténtica. La
represión no es la Paz. La
indolencia no es la Paz. El
mero arreglo externo e
impuesto por el miedo no es
la Paz. La reciente
celebración del XXV
Aniversario de la
Declaración de los Derechos
del Hombre nos recuerda que
la Paz verdadera debe
fundarse sobre el sentido de
la intangible dignidad de la
persona humana, de donde
brotan inviolables derechos
y correlativos deberes.
Es verdad
también que la Paz aceptará
obedecer a la ley justa y a
la autoridad legítima, pero
no permanecerá extraña a la
razón del bien común y a la
libertad humana moral. La
Paz podrá llegar a hacer
graves renuncias en la
competición por el
prestigio, en la carrera de
armamentos, en el olvido de
las ofensas, en la
condonación de las deudas;
llegará incluso a la
generosidad del perdón y de
la reconciliación; pero
nunca mercantilizando con la
dignidad humana, ni para
tutelar el propio interés
egoístico en perjuicio del
legítimo interés de los
demás; nunca por villanía;
no podrá llevarse a cabo sin
el hambre y sed de justicia;
no se olvidará de los
sudores necesarios para
defender a los débiles, para
socorrer a los pobres, para
promover la causa de los
humildes; para vivir no
traicionará jamás las
razones superiores de la
vida (cf. Jn. 12,
25).
No por eso la
Paz debe considerarse una
utopía. La certeza de la Paz
no consiste solamente en el
ser sino también en el
devenir. Lo mismo que la
vida del hombre, es
dinámica. Su reino continúa
extendiéndose principalmente
en el campo deontológico, es
decir, en la esfera de las
obligaciones. La Paz se debe
no sólo mantener, sino
también realizar. La Paz
está, y por tanto debe
seguir siempre, en fase de
continuo y progresivo
afianzamiento. Diríamos más
aún: la Paz es posible sólo
si se la considera como un
deber. No basta que se
asiente sobre la mera
convicción, normalmente
justa, de que la Paz es
ventajosa. Debe entrar en la
conciencia de los hombres
como supremo objetivo ético,
como una necesidad moral,
una áváyxn, que
dimana de la exigencia
intrínseca de la convivencia
humana.
Este
descubrimiento, tal es en el
proceso positivo de nuestra
racionalidad, nos enseña
algunos principios de los
que jamás deberemos
desviarnos.
En primer
lugar, nos da luz acerca de
la naturaleza primordial de
la Paz: es ante todo una
idea. Es un axioma interior,
un tesoro del espíritu. La
Paz debe brotar de una
concepción fundamental y
espiritual de la humanidad:
la humanidad debe ser
pacífica, es decir, unida,
coherente consigo misma,
solidaria en lo más profundo
de su ser. La falta de esta
concepción radical ha sido y
es todavía el origen
profundo de las desgracias
que han devastado la
historia. Concebir la lucha
entre los hombres como
exigencia estructural de la
sociedad, no constituye
solamente un error
óptico-filosófico, sino un
delito potencial y
permanente contra la
humanidad. La civilización
debe redimirse finalmente de
la antigua falacia todavía
viva y siempre operante:
homo homini lupus. Esta
falacia funciona desde Caín.
El hombre de hoy debe tener
la valentía moral y
profética de liberarse de
esta original ferocidad y
llegar a la conclusión, que
es precisamente la idea de
la paz, de que se trata de
algo esencialmente natural,
necesario, obligatorio y,
por tanto, posible. De ahora
en adelante hay que ver la
humanidad, la historia, el
trabajo, la política, la
cultura, el progreso en
función de la Paz.
Pero ¿qué
valor tiene esta idea,
espiritual, subjetiva,
interior y personal; qué
valor tiene así, tan inerme,
tan distante de las
vicisitudes vividas,
eficaces y formidables de
nuestra historia?
Desafortunadamente, a medida
que la trágica experiencia
de la última guerra mundial
va declinando en la esfera
de los recuerdos, tenemos
que registrar un
recrudecimiento del espíritu
contencioso entre las
Naciones y en la dialéctica
política de la sociedad; hoy
el potencial de guerra y de
lucha ha aumentado
considerablemente, lejos de
disminuir, en comparación
con aquél de que disponía la
humanidad antes de las
guerras mundiales. ¿No
estais viendo, puede objetar
cualquier observador, que el
mundo camina hacia
conflictos más terribles y
horrendos que los de ayer?
¿No os dais cuenta de la
escasa eficacia de la
propaganda pacifista y del
influjo insuficiente de las
instituciones
internacionales, nacidas
durante la convalecencia del
mundo ensangrentado y
extenuado a causa de las
guerras mundiales? ¿Dónde va
el mundo? ¿No se estará aún
preparando a conflictos más
catastróficos y execrables?
¡Ay! ¡Deberíamos enmudecer
ante tan apremiantes y
despiadados razonamientos,
lo mismo que frente a un
desesperado destino!
¡Pero, no!
¿También nosotros estaremos
ciegos? ¿Seremos unos
ingenuos? ¡No, hombres
Hermanos! Estamos seguro de
que nuestra causa, la de la
Paz, deberá prevalecer. En
primer lugar, porque, no
obstante las locuras de una
política en contra, la idea
de la Paz aparece
actualmente victoriosa en el
pensamiento de todos los
hombres responsables.
Tenemos confianza en su
moderna sabiduría, en su
enérgica habilidad: ningún
Jefe de Nación puede querer
hoy la guerra; todos aspiran
a la Paz general del mundo.
¡Esto es algo muy grande!
Nos osamos instarlos
insistentemente a no
desmentir nunca más su
programa, más aún, el
programa común de la Paz!
Punto
segundo. Son las ideas, por
encima y con anterioridad a
los intereses particulares,
las que guían el mundo, no
obstante las apariencias en
contrario. Si la idea de la
Paz ganará efectivamente los
corazones de los hombres, la
Paz quedará a salvo; es más,
salvará a los hombres.
Resulta superfluo que en
este discurso nuestro
gastemos el tiempo en
demostrar la potencia actual
de una idea hecha
pensamiento del Pueblo, es
decir, de la opinión
pública; ésta es hoy la
reina que de hecho gobierna
los Pueblos; su influjo
imponderable los forma y los
guía; y son después los
Pueblos, es decir, la
opinión pública operante, la
que gobierna a los mismos
gobernantes. En gran parte
al menos es así.
Punto
tercero. Si la opinión
pública eleva a coeficiente
determinante el destino de
los Pueblos, el destino de
la Paz depende también de
cada uno de nosotros. Porque
cada uno de nosotros forma
parte del cuerpo civil
operante con sistema
democrático, que de diversas
formas y en distinta medida,
caracteriza hoy la vida de
toda Nación modernamente
organizada, Esto queríamos
decir: la Paz es posible, si
cada uno de nosotros la
quiere; si cada uno de
nosotros ama la Paz, educa y
forma la propia mentalidad
en la Paz, defiende la Paz,
trabaja por la Paz. Cada uno
de nosotros debe escuchar en
su propia conciencia la
llamada imperiosa: «La Paz
depende también de ti».
Ciertamente
el influjo individual sobre
la opinión no puede ser más
que infinitesimal, nunca
vano. La Paz vive de las
adhesiones, aunque sean
singulares y anónimas, que
le dan las personas. Todos
sabemos cómo se forma y se
manifiesta el fenómeno de la
opinión pública: una
afirmación seria y fuerte se
difunde fácilmente. El
afianzamiento de la Paz debe
pasar de individual a
colectivo y comunitario;
debe consolidarse en el
Pueblo y en la Comunidad de
los Pueblos; debe hacerse
convicción, ideología,
acción; debe aspirar a
penetrar el pensamiento y la
actividad de las nuevas
generaciones e invadir el
mundo, la política, la
economía, la pedagogía, el
porvenir, la civilización.
No por instinto de miedo y
de fuga, sino por impulso
creador de la historia nueva
y de la construcción nueva
del mundo; no por indolencia
o por egoísmo, sino por
vigor moral y creciente amor
a la humanidad. La Paz es
valentía, es sabiduría, es
deber; y finalmente es,
sobre todo, interés y
felicidad.
Todo esto
osamos deciros a vosotros,
hombres Hermanos; a
vosotros, hombres de este
mundo, si es que por algún
título tenéis en vuestras
manos el timón del mundo:
hombres de gobierno, hombres
de cultura, hombres de
negocios: tenéis que
imprimir a vuestra acción
una orientación robusta y
sagaz hacia la Paz; ésta
tiene necesidad de vosotros.
¡Si queréis, podéis! La Paz
depende también y
especialmente de vosotros.
Reservaremos
sobre todo a nuestros
Hermanos en la fe y en la
caridad unas palabras más
confiadas y apremiantes: ¿No
tenemos quizá posibilidades
propias, originales y
sobrehumanas, para concurrir
con los promotores de la Paz
a hacer válida su obra, la
obra común, a fin de que
Cristo en unión con ellos,
según las bienaventuranzas
del Evangelio, nos califique
a todos como hijos de Dios?
(cf. Mt. 5, 9). ¿No
podemos predicar la Paz,
sobre todo en las
conciencias? Y ¿quién está
más obligado que nosotros a
ser maestro de paz con la
palabra y el ejemplo? ¿Cómo
podremos favorecer la obra
de la Paz, en la que la
causalidad humana se eleva a
su más alto nivel, sino
mediante la inserción en la
causalidad divina,
disponible a la invocación
de nuestras plegarias?
¿Quedaremos insensibles a la
herencia de paz, que Cristo,
sólo Cristo, nos ha dejado a
nosotros, que vivimos en un
mundo que no nos puede dar
con perfección la paz
trascendente e inefable? ¿No
podríamos impregnar nuestra
súplica de Paz con aquel
vigor humilde y amoroso al
que no resiste la divina
misericordia? (cf. Mt.
7, 7 ss.; Jn. 14,
27). Es maravilloso: la Paz
es posible, y depende
también de nosotros por
mediación de Cristo, que es
nuestra Paz (Ef. 2,
4).
Sea prenda de ella nuestra pacificadora Bendición Apostólica.
Vaticano, 8 de diciembre de 1973.
PAULUS PP. VI