MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
I de enero de 1983
EL DIÁLOGO POR LA PAZ,
UNA URGENCIA PARA NUESTRO TIEMPO
1. En el umbral del año nuevo 1983, para la
decimosexta Jornada Mundial de la Paz, os
presento este Mensaje sobre el tema
«El diálogo por la paz, una urgencia para nuestro tiempo».
Lo dirijo a todos los que son de algún modo responsables de la
paz, a los que dirigen el destino de los pueblos, a los
funcionarios internacionales, a los hombres políticos, a los
diplomáticos, y también a los ciudadanos de cada país. Todos
son, en efecto, interpelados por la necesidad de preparar una
verdadera paz, de mantenerla o de restablecerla, sobre bases
sólidas y justas. Ahora bien, estoy profundamente convencido de
que el diálogo —el verdadero diálogo—
es una condición esencial para esa paz. Sí, este diálogo es
necesario, no solamente oportuno; es difícil, pero es posible, a
pesar de los obstáculos que la realidad nos obliga a considerar.
Representa pues una verdadera urgencia que os invito a tener en
cuenta. Lo hago sin otro objetivo que el de contribuir, yo mismo
y la Santa Sede, a la paz, tomando con vivo empeño el destino de
la humanidad, como heredero y primer responsable del Mensaje de
Cristo, que es ante todo un Mensaje de Paz para todos los
hombres.
Aspiración de los hombres a la paz y al diálogo
2. Estoy seguro de que coincido en ello con
la aspiración fundamental de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo. Este deseo de la paz ¿no ha sido afirmado por
todos los Gobernantes en las felicitaciones a su nación, o en
sus declaraciones referentes a otros países? ¿Qué partido
político osaría abstenerse de incluir en su programa la búsqueda
de la paz? En cuanto a las Organizaciones internacionales, éstas
han sido creadas para promover y garantizar la paz, y mantienen
ese objetivo a pesar de los fracasos. La misma opinión pública,
cuando no es exacerbada artificialmente por algún sentimiento
apasionado de orgullo o de injusta frustración, opta por
soluciones de paz; más aún, movimientos cada vez más numerosos
trabajan —aun
con lucidez o sinceridad que a menudo pueden dejar que desear—
para hacer tomar conciencia de la necesidad de eliminar no
solamente la guerra, sino todo lo que podría llevar a la guerra.
Los ciudadanos, en general, desean que un clima de paz garantice
su búsqueda de bienestar, particularmente cuando se encuentran
—como en nuestros días— enfrentados a una crisis económica que
amenaza a los trabajadores.
Pero habrá que llegar hasta el final de esta
aspiración por fortuna muy extendida: la paz no se establecerá
ni se mantendrá, sin que se pongan los medios. Y el medio por
excelencia es adoptar una actitud de diálogo, es introducir
pacientemente los mecanismos y las fases de diálogo donde quiera
que la paz está amenazada o ya comprometida, en las familias, en
la sociedad, entre los países o entre los bloques de países.
La experiencia pasada demuestra la importancia del diálogo
3. La experiencia histórica, incluso la
más reciente, atestigua en efecto que el diálogo es necesario
para la verdadera paz. Sería fácil aducir casos en los que el
conflicto parecía fatal, pero en los que la guerra ha sido
evitada o abandonada, porque las partes en litigio han creído en
el valor del diálogo y lo han practicado a través de largas y
leales negociaciones. Al contrario, cuando ha habido conflictos
—y en
contra de una opinión bastante difundida, se pueden por
desgracia citar más de ciento cincuenta conflictos armados
después de la segunda guerra mundial—,
era porque el diálogo no había tenido lugar verdaderamente o que
había sido falseado, desvirtuado o restringido voluntariamente.
El año que acaba de terminar ha ofrecido una vez más el
espectáculo de la violencia y de la guerra; los hombres han
demostrado que preferían servirse de sus armas, más que tratar
de entenderse. Sí, al lado de signos de esperanza, el año 1982
dejará en muchas familias humanas un recuerdo de desolación y de
ruinas, un sabor amargo de lágrimas y de muerte.
El diálogo por la paz es necesario
4. Ahora bien, ¿quién osaría prestar poca
atención a tales guerras, algunas de las cuales duran todavía, a
estados de guerra, o a las frustraciones profundas que dejan las
guerras? ¿Quién podría imaginar sin temblar guerras todavía más
extendidas y terribles, que siguen amenazando? ¿No es necesario
hacer todo para evitar la guerra, incluso la «guerra
limitada» llamada así con
eufemismo por los que están directamente implicados en ella,
teniendo en cuenta el mal qué representa toda guerra, su precio
a pagar en vidas humanas, en sufrimientos, en devastación de lo
que sería necesario para la vida y el desarrollo de los hombres,
sin tener en cuenta el trastorno de la tranquilidad necesaria,
el deterioro del tejido social, el endurecimiento de la
desconfianza y del rencor que las guerras provocan hacia el
prójimo? Y hoy día en que incluso las guerras convencionales
resultan mortíferas; cuando se conocen las consecuencias
dramáticas que tendría la guerra nuclear, es tanto más imperiosa
la necesidad de parar la guerra o de alejar su amenaza. Y por
consiguiente aparece como más fundamental la necesidad de
recurrir al diálogo, a su fuerza política, que debe evitar
el recurso a las armas.
El diálogo por la paz es posible
5 . Pero algunos, hoy día, que se consideran
realistas, dudan de la posibilidad del diálogo y de su eficacia,
al menos cuando las posturas son tan tensas e inconciliables que
parece que no dejan lugar a ningún acuerdo. ¡Cuántas
experiencias negativas, fracasos repetidos, parecerían apoyar
esta visión desencantada!
Y no obstante, el diálogo por la paz es
posible, siempre posible. No es una utopía. Por otra parte,
incluso cuando no ha parecido posible, y se ha llegado al
enfrentamiento bélico, ¿no ha sido indispensable de todos modos
—después
de la devastación de la guerra que ha puesto de manifiesto la
fuerza del vencedor, pero no ha solucionado nada en lo que
concierne a los derechos reivindicados— volver a la búsqueda
del diálogo? A decir verdad, la convicción que
expreso ahora no se basa en esa fatalidad sino en una realidad:
en la consideración de la naturaleza profunda del hombre.
Quien comparte la fe cristiana estará más fácilmente persuadido
de ello, aun creyendo en la debilidad congénita y en el pecado,
que dejan huellas en el corazón humano desde el principio. Pero
todo hombre, creyente o no, aun siendo muy prudente y lúcido
respecto al endurecimiento posible de su hermano, puede y debe
mantener suficientemente la confianza en el hombre, en su
capacidad de ser razonable, en su sentido del bien, de la
justicia, de la equidad, en su posibilidad de amor fraterno y de
esperanza, jamás pervertidos del todo, para apostar por el
recurso al diálogo y su reanudación posible. Sí, al final los
hombres son capaces de superar las divisiones, los conflictos de
interés, incluso los contrastes que parecen radicales, sobre
todo cuando cada parte está convencida de defender una justa
causa, si creen en la fuerza del diálogo, si aceptan encontrarse
para buscar una solución pacífica y razonable a los conflictos.
Pero hace falta que no se dejen desanimar por los fracasos
reales o aparentes. Hace falta que se avengan a reanudar sin
cesar un verdadero diálogo —quitando los obstáculos y desmontando
los vicios del diálogo de que hablaré más adelante—
a recorrer hasta el extremo este único camino que lleva a la
paz, con todas sus exigencias y condiciones.
Las virtualidades del verdadero diálogo
6. Creo útil recordar aquí las cualidades del
verdadero diálogo. Estas se aplican ante todo al diálogo
entre personas; pero pienso también y sobre todo en el diálogo
entre grupos sociales, entre fuerzas políticas dentro de una
nación, entre Estados en el seno de la comunidad internacional.
Se aplican también al diálogo entre los grandes grupos humanos
que se distinguen y contraponen en campo étnico, cultural,
ideológico o religioso; porque los especialistas en cuestiones
bélicas reconocen que la mayoría de los conflictos tienen en
ello sus raíces, aun estando a la vez relacionados con los
grandes antagonismos actuales Este-Oeste, por una parte, o
Norte-Sur, por la otra.
El diálogo es un elemento central e
indispensable del pensamiento ético de todos los hombres. Bajo
forma de un intercambio, de esa comunicación entre seres humanos
que el lenguaje permite, se trata en realidad de una búsqueda
común.
— Fundamentalmente supone la búsqueda de lo verdadero, bueno y
justo para todo hombre, para todo grupo y sociedad, tanto en
la parte con la que se es solidario como con la que, por el
contrario, se presenta como adversaria.
— Exige ante todo la apertura y acogida, es decir,
que cada parte exponga sus puntos de vista, pero escuche
también la exposición de la situación que presenta la otra, que
siente sinceramente; con sus verdaderos problemas, derechos,
injusticias de las que es consciente, soluciones razonables que
propone. ¿Cómo podría establecerse la paz cuando una de las
partes no se ha preocupado de considerar las condiciones de
existencia de la otra?
— El diálogo supone pues que cada uno acepte esta diferencia y
especificidad del otro; que mida bien lo que le separa del
otro; que lo asuma, aun con el riesgo
de tensiones que de ahí derivan,
sin renunciar por cobardía o por coacción a aquello que reconoce
como verdadero y justo, lo cual podría conducir a un compromiso
falso; y, a la inversa, sin pretender tampoco reducir al otro a
la condición de objeto, sino considerándolo como sujeto
inteligente, libre y responsable.
— El diálogo es al mismo tiempo búsqueda de todo aquello que ha
sido y sigue siendo común a los hombres, aun en medio de
tensiones, oposiciones y conflictos. En este sentido, es hacer
del otro un prójimo. Es aceptar su colaboración, es compartir
con él la responsabilidad frente a la verdad y la justicia. Es
proponer y estudiar todas las fórmulas posibles de honesta
conciliación, sabiendo unir a la justa defensa de los intereses
y del honor de la propia parte una no menos justa comprensión y
respeto hacia las razones de la otra parte, así como las
exigencias del bien general, común a ambas.
¿No es cada vez más evidente que todos los pueblos de la tierra
se hallan en situación de interdependencia mutua en campo económico,
político y cultural? Quien pretendiera liberarse de esta solidaridad
no tardaría en pagar las consecuencias.
—
Finalmente, el verdadero diálogo es la búsqueda del bien por
medios pacíficos; es voluntad obstinada de recurrir a todas
las fórmulas posibles de negociación, de mediación, de
arbitraje, esforzándose siempre para que los factores de
acercamiento prevalezcan sobre los de división y de odio. Es un
reconocimiento de la dignidad inalienable del hombre. Tal
diálogo se fundamenta en el respeto a la vida humana. Es una
apuesta en favor de la sociabilidad de los hombres, de su
vocación a caminar juntos de manera estable, mediante un
encuentro convergente de inteligencias, voluntades y corazones
hacia el objetivo que les ha fijado ei Creador: el de hacer la
tierra verdaderamente habitable para todos y digna de todos.
La virtualidad política de tal diálogo no puede
menos de dar frutos en favor de la paz. Mi venerado predecesor
el Papa Pablo VI ha consagrado al diálogo una gran parte de su
primera encíclica Ecclesiam suam. El escribía: «La
apertura de un diálogo desinteresado, objetivo y leal ... lleva
consigo la decisión en favor de una paz libre y honrosa; excluye
fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones» (Cf. AAS
56, 1964, 654). Esa virtualidad exige de parte de los
responsables políticos de hoy una gran lucidez, lealtad y
valentía, no sólo frente a los otros pueblos, sino también
frente a la opinión pública de su propio pueblo. Supone con
frecuencia una verdadera conversión. Pero no hay otra
posibilidad ante la amenaza de la guerra. Y digámoslo una vez
más: no se trata de una quimera. A este respecto podríamos citar
a contemporáneos nuestros que se han cubierto de honor
poniéndolo en práctica.
Obstáculos al diálogo. Los falsos diálogos
7. Creo conveniente denunciar aquí, en cambio, algunos
obstáculos particulares al diálogo en favor de la paz.
No hablo de las dificultades inherentes al
diálogo político, como la que se da con frecuencia al tratar de
conciliar intereses concretos opuestos o de hacer prevalecer
condiciones demasiado precarias de existencia, aun sin que se
pueda invocar una verdadera injusticia por parte de otros.
Pienso en lo que endurece o impide
los procesos normales del diálogo.
Ya he dejado entender que el diálogo queda
bloqueado por la voluntad apriorística de no conceder nada, por
la falta de escucha, por la pretensión de ser uno mismo y
sólo él el patrón para medir la justicia. Esta actitud puede
ocultar simplemente el egoísmo ciego y sordo de un
pueblo, o más frecuentemente el deseo de poder de sus
dirigentes. A veces éste coincide con una concepción ultrancista
y pasada de moda de la soberanía y de la seguridad del Estado.
Este corre entonces el peligro de convertirse en objeto de un
culto, que podríamos llamar indiscutible, para justificar las
empresas más discutibles. Orquestado por los poderosos medios de
los que dispone la propaganda, tal culto —que no hay que confundir
con el patriotismo bien entendido— puede inhibir el sentido crítico
y moral aun de los ciudadanos más precavidos y empujar a la guerra.
Con mayor razón hay que mencionar la mentira
táctica y deliberada, que abusa del lenguaje, recurre a las
técnicas más sofisticadas de propaganda, enrarece el diálogo y
exaspera la agresividad.
Finalmente, cuando algunas partes son
alimentadas con ideologías que, a pesar de sus declaraciones, se
oponen a la dignidad de la persona humana, a sus justas
aspiraciones según los sanos principios de la razón, de la ley
natural y eterna (cf. Pacem in terris, AAS 55,
1963, 300) —ideologías
que ven en la lucha el motor de la historia, en la fuerza la
fuente del derecho, en la clasificación del enemigo el a-b-c de
la política—
el diálogo resulta difícil y estéril, o, si continúa, es una
realidad superficial y falseada. Se hace tan difícil que en la
práctica es imposible. De ahí se sigue la casi incomunicabilidad
entre países y bloques; se paralizan las mismas instituciones
internacionales; y el fracaso del diálogo corre el riesgo de
favorecer la carrera a los armamentos.
Sin embargo, incluso ante lo que puede ser
considerado como un callejón sin salida en la medida en la que
las personas se adhieren a tales ideologías, es necesario
intentar de nuevo un diálogo lúcido para desbloquear la
situación y abrir dentro de lo posible los caminos de la paz en
puntos determinados, apoyándose en el sentido común, en las
perspectivas del peligro generalizado y en las justas
aspiraciones a las que se adhiere la gran parte de los pueblos.
El diálogo a nivel nacional
8. El diálogo por la paz debe instaurarse ante
todo a nivel nacional, para resolver los conflictos
sociales y buscar el bien común. Por lo tanto, teniendo en
cuenta los intereses de los diferentes grupos, la concertación
pacífica puede hacerse constantemente, a través del diálogo, en
el ejercicio de las libertades y de los deberes democráticos
para todos, merced a las estructuras de participación y a las
múltiples instancias de conciliación entre los empleados y los
trabajadores, en el modo de respetar y asociar a los grupos
culturales, étnicos y religiosos que forman una nación.
Desgraciadamente, cuando el diálogo entre los gobernantes y el
pueblo no existe, la paz social está amenazada o ausente; es
como si se viviera en estado de guerra. Pero la historia y la
observación actual muestran que muchos países han conseguido o
consiguieron establecer una verdadera concertación permanente
para resolver los conflictos que
surgieron en su interior, o
igualmente para prevenirlos, dotándose de unos instrumentos de
diálogo verdaderamente eficaces. Ante todo se dan ellos una
legislación en evolución constante, que hace respetar unas
jurisdicciones apropiadas para corresponder al bien común.
El diálogo por la paz a nivel internacional
9. Si el diálogo se muestra capaz de producir
resultados positivos a nivel nacional ¿por qué razón no será así
a nivel internacional? Es cierto que cada vez los problemas son
más homogéneos. Pero el medio por excelencia sigue siendo el
diálogo leal y paciente. Cuando éste falta entre las naciones,
hay que hacer todo para instaurarlo. Cuando es deficiente, hay
que perfeccionarlo. Jamás se deberá descartar el diálogo,
recurriendo a la fuerza de las armas como medio para resolver
los conflictos. La grave responsabilidad que aquí está
comprometida, no es sólo la de las partes adversarias presentes,
cuya pasión es difícil de dominar, sino también y más aún la de
los países más poderosos que se abstienen de ayudarles a renovar
el diálogo, abocándoles a la guerra, o tentándoles con el
comercio de las armas.
El diálogo entre las naciones debe fundarse en
la fuerte convicción de que el bien de un pueblo no puede
obtenerse a costa del bien de otro pueblo. Todos tienen los
mismos derechos y las mismas reivindicaciones de una vida digna
para sus ciudadanos. Es esencial también progresar en la
superación de rupturas artificiales, herencia del pasado, y de
los antagonismos de bloques. Más aún es necesario reconocer la
interdependencia creciente entre las naciones.
El objeto del diálogo internacional
10. Si se quiere precisar el objeto del
diálogo internacional, hay que decir que debe basarse en
concreto sobre los derechos del hombre, sobre la justicia entre
los pueblos, la economía, el desarme y el bien común
internacional.
Debe tender a que los hombres y los grupos
humanos sean reconocidos en su especificidad, en su
originalidad, con su necesario espacio de libertad, y,
concretamente, en el ejercicio de sus derechos fundamentales.
A este respecto, se puede esperar un sistema jurídico
internacional más sensible a las llamadas de aquellos cuyos
derechos son violados, y unas jurisdicciones que dispongan de
unos medios eficaces propios, para hacer respetar su autoridad.
Si la injusticia bajo todas sus formas es la
fuente primera de la violencia y de la guerra, es evidente que,
de manera general, el diálogo por la paz es inseparable del
diálogo por la justicia, en favor de los pueblos que sufren
frustración y dominio por parte de los restantes pueblos.
El diálogo por la paz comporta necesariamente
también una discusión sobre las reglas que rigen la vida
económica. Porque la tentación de la violencia y la guerra
estará presente siempre en aquellas sociedades donde la avidez,
la carrera a los bienes materiales impulsan a una minoría
satisfecha a rehusar a la gran masa la satisfacción de los
derechos más elementales a la alimentación, a la educación, a la
sanidad, a la vida (cfr. Gaudium et spes, 69). Esto es
cierto a nivel nacional, pero también a nivel internacional,
sobre todo si las relaciones bilaterales siguen siendo
preponderantes. Es ahí donde
la apertura a las relaciones multilaterales, particularmente en
el marco de las Organizaciones internacionales, aporta una
posibilidad de diálogo, menos cargado de desigualdades y, por lo
tanto, más favorables a los criterios de justicia.
Evidentemente, el objeto del diálogo
internacional llevará también al tema de la peligrosa carrera
a los armamentos, con vistas a reducirla progresivamente,
como ya sugerí en mi mensaje leído en la O.N.U., el pasado mes
de junio, y con arreglo al mensaje que los sabios de la Academia
Pontificia de las Ciencias llevaron de mi parte a los
responsables de las potencias nucleares. En vez de estar al
servicio de los hombres, la economía se está militarizando. El
desarrollo y el bien común están subordinados a la seguridad. La
ciencia y la tecnología se degradan, convirtiéndose en unos
auxiliares de la guerra. La Santa Sede no dejará de insistir
sobre la necesidad de frenar la carrera a los armamentos
mediante negociaciones progresivas, llamando a la reciprocidad.
Seguirá alentando todos los pasos, aun los más pequeños, de
diálogo razonable en este fundamental terreno.
Pero el objeto del diálogo para la paz no deberá
reducirse a una mera denuncia de la carrera armarnentista; se
trata de buscar un orden internacional más justo, un consenso
sobre una repartición más equitativa de los bienes, de los
servicios, del saber, de la información y una decidida voluntad
de encaminarlos hacia el bien común. Sé que tal diálogo, del que
forma parte el diálogo Norte-Sur, es muy complejo; debe
resueltamente proseguir con el fin de preparar las condiciones
de la verdadera paz ante la proximidad del tercer milenio.
Llamada a los responsables
11. Después de estas consideraciones, mi Mensaje
querría ser sobre todo una llamada destinada a recoger el
desafío al diálogo por la paz.
Ante todo, lo dirijo a vosotros Jefes de
Estado y de Gobierno. Ojalá que vosotros, para que vuestro
país conozca una verdadera paz social, facilitéis todas las
condiciones de diálogo y de concertación que, justamente
establecidas, no comprometerán, antes bien favorecerán, a largo
término, el bien común de la nación, en la libertad e
independencia. Ojalá que vosotros practiquéis este diálogo de
igual a igual con los demás países, y ayudéis a las partes en
conflicto a que encuentren los caminos del diálogo, de la
conciliación razonable y de la justa paz.
Me dirijo igualmente a vosotros, diplomáticos,
cuya noble profesión es, entre otras, la de afrontar los puntos
conflictivos y buscar su solución por medio del diálogo y la
negociación, para evitar que se recurra a las armas, o para
sustituir a los beligerantes. Trabajo de paciencia y
perseverancia, que la Santa Sede aprecia tanto más cuanto que
ella misma está comprometida en las relaciones diplomáticas, con
las que se esfuerza por hacer adoptar el diálogo como medio más
apto para superar las discordias.
Deseo sobre todo renovar mi confianza en
vosotros, responsables y miembros de las Organizaciones
internacionales, y en vosotros, funcionarios
internacionales. Durante el último decenio vuestras
Organizaciones han sido muy a menudo objeto de intentos de
manipulación por parte de naciones deseosas de aprovecharse de
tales instancias. Sin embargo la multiplicidad actual de los
enfrentamientos violentos, divisiones y bloqueos con los que
tropiezan las relaciones bilaterales, ofrecen a las grandes
Organizaciones internacionales la ocasión de poner en marcha un
cambio cualitativo en sus actividades, aun tratando de reformar
ciertos puntos de sus propias estructuras para tener en cuenta
las realidades nuevas y gozar de un poder eficaz. Sean
regionales o mundiales, vuestras Organizaciones tienen una
ocasión excepcional a aprovechar: adecuarse de nuevo, en toda su
plenitud, a la misión que les corresponde en virtud de su
origen, de su carta y mandato; llegar a ser los lugares e
instrumentos por excelencia del verdadero diálogo por la paz.
Lejos de dejarse invadir por el pesimismo y por el desaliento
que paralizan, ellas tienen la posibilidad de afirmarse todavía
más como lugares de encuentro, en los que podrían ser
reexaminadas las más audaces prácticas que prevalecen
actualmente en los intercambios políticos, económicos,
monetarios y culturales.
Dirijo igualmente una llamada particular a
vosotros que trabajáis en los medios de comunicación social.
Los acontecimientos dolorosos que el mundo ha conocido en estos
últimos tiempos han confirmado la importancia de una opinión
iluminada para que un conflicto no degenere en guerra. La
opinión pública, en efecto, puede frenar las tendencias
belicosas o, al contrario, apoyar esas mismas tendencias hasta
la ofuscación. Ahora bien, como artífices de emisiones de radio,
televisión, prensa, tenéis un papel cada vez más preponderante
en este terreno. Os animo a sopesar vuestra responsabilidad y a
hacer que se pongan de relieve con la máxima objetividad los
derechos, problemas y mentalidades de cada una de las partes, a
fin de promover la comprensión y el diálogo entre los grupos,
los países y las civilizaciones.
Finalmente, debo dirigirme a cada hombre y a
cada mujer y también a vosotros los jóvenes: vosotros tenéis
múltiples ocasiones para derribar las barreras del egoísmo, de
la incomprensión y de la agresividad con vuestro modo de
dialogar, cada día, en vuestra familia, vuestro pueblo, vuestro
barrio, en las asociaciones de vuestra ciudad, de vuestra
región, sin olvidar las Organizaciones no gubernamentales. El
diálogo por la paz es un quehacer de todos.
Motivos particulares de los cristianos para recoger el desafío al diálogo
12. Ahora os exhorto especialmente a vosotros,
cristianos, a tomar la parte que os incumbe en este
diálogo, de acuerdo con las responsabilidades que os atañen, a
proseguirlo con la peculiaridad de acogida, franqueza y justicia
que exige la caridad de Cristo, a tomarlo sin cesar con
la tenacidad y la esperanza que os permite la fe.
Conocéis también la necesidad de la conversión y la
oración, porque el obstáculo por excelencia para la instauración
de la justicia y la paz se encuentra dentro del corazón del
hombre, en el pecado (cfr. Gaudium et spes, 10), como
ocurría en el corazón de Caín, al rechazar el diálogo con su
hermano Abel (cfr. Gén 4, 6-9). Jesús nos ha enseñado el
modo de escuchar, compartir, hacer por los demás lo que se
quiere para uno mismo, arreglar las diferencias mientras se
camina juntos (cfr. Mt 5, 25) y perdonar. Sobre todo, por
su muerte y resurrección, ha venido a liberarnos del pecado que
nos opone, a darnos su paz, a derribar el muro que separa los
pueblos. Este es el motivo por el que la Iglesia ora sin cesar
al Señor que conceda a los hombres
el don de su paz, como lo indicaba el Mensaje del año pasado.
Los hombres no están destinados a no entenderse ni a estar
divididos como en Babel (cfr. Gén 11, 7-9). En Jerusalén,
el día de Pentecostés, el Espíritu Santo hizo encontrar a los
primeros discípulos del Señor, por encima de la diversidad de
lenguas, el camino real de la paz en la fraternidad. La Iglesia
sigue siendo testigo de esta grande
esperanza.
Ojalá los cristianos puedan ser siempre más
conscientes de su vocación de ser, contra viento y marea, los
humildes guardianes de la paz que, en la noche de Navidad, Dios
ha confiado a todos los hombres.
Y ojalá, con ellos, todos los hombres de buena
voluntad puedan recoger este desafío para nuestro tiempo, aun en
medio de las circunstancias más difíciles, es decir, haciendo
todo lo posible por evitar la guerra y comprometerse para ello,
con mayor convicción, en el camino que aleja su amenaza: el
diálogo por la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1982.
JOANNES PAULUS PP. II